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9. Entre el dragón y su furia

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Entre el dragón y su furia

Usando estrategias innovadoras, ciertos virus han sido modificados para replicarse selectivamente en tumores.

FRANK MCCORMICK

La llegada de los virus que destruyen los tumores se anunció como el alba de una nueva era en el tratamiento del cáncer. Se trataba de una idea antigua que, de cuando en cuando, gravitaba en los laboratorios y que no se había sabido cómo llevar a la práctica clínica. En otras palabras, se sabía que los virus podían destruir tumores y no se sabía cómo domesticarlos para convertirlos en tratamientos estándar del cáncer. Una prueba de que la idea de usar virus como terapia estaba en el aire es el uso que de ellos hacen en una obra de ficción, una novela de Sinclair Lewis. Arrowsmith sigue inspirándome en mi trabajo científico.[26]

Lewis fue el primer escritor americano que ganó el Premio Nobel de Literatura y lo hizo en el año 1930. Tiene su mérito, porque la esnob intelectualidad europea pensaba, sin sarcasmo, que la literatura americana no existía. Lewis ganó también el Pulitzer y ninguno de los dos premios se le subió a la cabeza. Cuando la Fundación Nobel le pidió que enviase una pequeña autobiografía, Lewis se mostró humilde:

Al contar mi vida para la Fundación Nobel, me gustaría presentarme como un tipo con alguna cualidad romántica, algún carácter único, como las primeras aventuras de Kipling en la India o el liderazgo de Bernard Shaw en la crítica de las artes y la economía británicas. Pero mi vida, aparte de bromas juveniles como navegar en barcos que transportaban ganado de América a Inglaterra durante las vacaciones universitarias, buscar trabajo en Panamá durante la construcción del canal y servir durante dos meses como conserje de la efímera comuna de Upton Sinclair, Helicon Hall, ha sido una crónica aburrida.

Lewis, más adelante, confiesa que comenzó escribiendo relatos románticos para después acercarse al realismo y la crítica social, cosa que hizo con profundidad extraordinaria. Sin embargo, que no le pregunten sobre cómo evolucionó, porque no tiene claro si esas fases son necesarias o no para tener éxito como escritor:

Si los castillos imaginarios a los diecinueve años conducen siempre a las aceras de Main Street [una de sus novelas], a los treinta y cinco, y si el proceso podría revertirse, y si alguno de ellos es deseable, lo dejo a los psicólogos.

Antes de ganar el Nobel consiguió el Pulitzer —que rechazó— con la novela Arrowsmith en el año 1926. El libro ganó popularidad con el Premio Nobel y John Ford, uno de los grandes directores de la historia del cine, lo llevó a las pantallas inmediatamente después y recibió la nominación para el Óscar. La visibilidad que el filme daría a la novela acabaría convirtiéndola en el relato más leído del autor. En Arrowsmith se comentan temas interesantes desde los puntos de vista de la medicina, la investigación y la ética.

Es el retrato de un incisivo científico. Su práctica médica y el diseño de sus experimentos se mezclarán con conflictos de conciencia cuando tenga que escoger entre la fortuna y el altruismo. Durante una epidemia de peste en el Caribe, el protagonista prueba un nuevo tratamiento: un virus para destruir las bacterias. Arrowsmith concibe un experimento clínico meticuloso que usa controles: la mitad de los isleños recibe tratamiento con un virus bacteriófago —destructor de bacterias—, y la otra mitad, un placebo.

El texto fluye ligero sin evitar las reflexiones. Hay frases con enjundia:

Insistió en que no hay una Verdad sino muchas verdades. La Verdad no es un pájaro de colorines al que se puede perseguir entre las rocas y capturarlo cogiéndolo por la cola, sino una actitud escéptica ante la vida.

Con respecto a la defensa de la investigación básica y la aplicada, el autor se vuelca en la admiración de la aplicación práctica:

Todo el crédito a los hombres que inventaron la pintura y el lienzo, aunque hay más gente que merece crédito, ¿eh? ¡Son los dos, Rafael y Holbeins,[27] los que usaron esos descubrimientos!

Una frase que merece la pena:

Les enseñé inmediatamente que la última lección de la ciencia es esperar y dudar.

Utilizar virus para destruir bacterias, una idea que Lewis obtuvo de los científicos de su época, se ha vuelto a retomar recientemente como estrategia real para tratar a enfermos con bacterias resistentes a los antibióticos. Parece que esos superpatógenos podrían combatirse, al menos en algunas circunstancias, infectándolos con su némesis: los fagos. Los bacteriófagos son virus que infectan bacterias con inverosímil facilidad y las destruyen mientras se multiplican en su interior.

Los fagos, como comentamos en el capítulo 3, aunque no está mal repetirlo aquí, mantienen ecosistemas de bacterias bajo control —en el mar y en nuestro intestino—, como los lobos o los tiburones mantienen los suyos. Los bacteriófagos, literalmente virus que se alimentan de bacterias, no infectan las células humanas y por lo tanto pueden administrárseles a los pacientes sin que causen toxicidad. Y así se ha hecho.

Helen Spencer y sus colaboradores, por ejemplo, han publicado en mayo de 2019 en la revista Nature Medicine la utilización de un cóctel de bacteriófagos, modificados genéticamente en el laboratorio, para tratar a un niño de quince años con fibrosis quística que sufría una infección diseminada por Mycobacterium abscessus. El paciente toleró bien los fagos y mejoró.

Los virus también se utilizan, cada día con más frecuencia, como una terapia biológica del cáncer. La viroterapia del cáncer, o el uso de virus oncolíticos —onco, «cáncer»; lítico, «destructor»—, tiene su origen en observaciones anecdóticas acumuladas durante los últimos doscientos años de pacientes de cáncer que mejoraron durante una infección vírica.

Los virus aparecen para mejorar la terapia convencional del cáncer. La radioterapia y la quimioterapia son tóxicas, causan debilidad, envenenan la sangre, producen dolor insoportable y son, en algunos casos, poco eficaces. Para los tumores cerebrales malignos, por poner un ejemplo de mi área de conocimiento, no disponemos de tratamientos que curen. La cirugía en el cerebro, la irradiación de tumores, neuronas y células madre —especialmente dañina en el cerebro de los niños, donde las células madre son aún más importantes que en adultos—, y la quimioterapia, reducida a uno o dos fármacos, prolongan la vida menos de dos años, con una calidad de vida subóptima. Es necesario encontrar urgentemente nuevos tratamientos para este y muchos otros tipos de tumores, incluyendo la mayoría de los que no se originan en la sangre, cuando han sembrado metástasis. Algunos tumores, como el de páncreas o el de ovario, carecen de tratamientos eficaces para curar al paciente si se diagnostican en un estadio tardío. Muchos científicos estudian diferentes avenidas para generar nuevos tratamientos del cáncer y algunos, como yo, se centran en optimizar la viroterapia, que ha tenido efecto en un porcentaje pequeño de casos.

Entre las muchas anécdotas en la literatura médica se encuentran los casos de niños con leucemia, por ejemplo, en los que el cómputo anormalmente alto de glóbulos blancos se normalizó durante una gripe o la varicela. Se han documentado también evoluciones favorables ocasionales, e incluso remisiones de la enfermedad de Hodgkin y el linfoma de Burkitt cuando el paciente pasaba el sarampión.

Uno de los casos mejor examinados, que incluye fotos del antes y el después de la infección, es la historia de un niño africano de ocho años visitado en Uganda por una inflamación indolora en la región del ojo derecho, que había crecido durante seis meses. Se trataba de un tipo especial de linfoma que afecta con frecuencia a los huesos de la cara, el linfoma de Burkitt. Justo antes de recetar el tratamiento convencional, los médicos le diagnosticaron sarampión, que en aquel momento estaba en la fase de sarpullido o rash por todo el cuerpo, por lo que decidieron posponer la quimioterapia.

Con la evolución del sarampión, los médicos observaron un retroceso notable del tumor: durante los siguientes quince días, las lesiones cutáneas del sarampión desaparecieron y el tumor desapareció con ellas. El virus se lo había llevado por delante. Ha habido otros casos de linfomas que mejoraron durante un sarampión, y en otras remisiones espontáneas del linfoma de Burkitt, el mecanismo responsable de la mejora nunca se aclaró. Así que hemos de ser cautos al interpretar los hechos; puede ser que la infección fuese una coincidencia y no la causa de la mejoría.

En 1890, un médico italiano descubrió que el cáncer de cuello uterino de las prostitutas —este cáncer casi constituye una enfermedad laboral en este grupo de la población— mejoró cuando se vacunaron contra la rabia. Durante los años siguientes, el galeno transitó las áreas rurales de la Toscana administrando saliva de un perro con rabia a mujeres con estos tumores. Los resultados de ese periplo no se publicaron.

En la misma Italia, catorce años después, a una mujer con cáncer de cuello uterino la mordió un perro que podía tener la rabia. Cuando la vacunaron de esta, su tumor, «de gran tamaño», desapareció y la mujer vivió libre de la rabia y del cáncer.

Basándose en estas experiencias, el ginecólogo italiano Nicola De Pace, quien había llevado el caso de la mujer con cáncer y vacunada de la rabia, publicó en 1910 que otras mujeres con cáncer de cuello uterino recibieron la vacuna contra la rabia y que los tumores en algunos casos disminuyeron de tamaño. El cáncer, sin embargo, volvió a crecer y las pacientes murieron debido a complicaciones derivadas de la enfermedad. El de De Pace fue el primer informe médico del efecto de un virus en pacientes con cáncer. A pesar de no poder reproducir lo que había observado en la primera paciente, el médico italiano inauguró un nuevo campo científico: la viroterapia del cáncer. No sabemos si predijo que iba a mantener a parte de la comunidad médica intentando mejorar esta terapia durante más de un siglo y que aún seguimos en ello.

Pasaron cuarenta años desde el estudio de De Pace antes de que se tratara a pacientes con enfermedad de Hodgkin con el virus de la hepatitis. El estudio no tuvo un éxito aplastante, pero abrió la puerta a que se hiciesen otros, y entre 1950 y 1980 se llevaron a cabo varios ensayos clínicos para tratar el cáncer usando virus silvestres o naturalmente atenuados, incluidos —y eso no ha dejado de extrañarme— los que causan enfermedades gravísimas como la fiebre amarilla o el dengue.

El siguiente avance llegaría con el progreso de la biología molecular y el mejor conocimiento de los genomas de los virus y las funciones de sus proteínas. Se obtuvo mucho conocimiento sobre los virus y su capacidad para infectar células de cáncer durante los años de terapia génica en la década de los noventa. La terapia génica se propone inyectar en las células genes terapéuticos. Normalmente, inyectar un gen que falta en las células del tumor (por ejemplo, el p53) induce la muerte celular sin dañar las células normales, porque estas ya disponen de una copia normal de ese gen terapéutico.

La terapia génica del cáncer hizo un uso intensivo de vectores virales para transferir o introducir los genes terapéuticos en las células de los tumores. Primero, el gen se insertaba en un virus y luego se infectaban los tumores. El virus transducía, es decir, conseguía que la célula aceptase el gen ectópico.

Un virus era mucho más eficaz que un plásmido para transferir el gen, sobre todo in vitro, pero también en experimentos con animales. Así que los vectores virales se consideraron un gran paso hacia delante y, de hecho, fueron responsables del auge de la terapia génica del cáncer y de otras muchas enfermedades.

Aunque la idea no era mala, la terapia génica del cáncer fracasó porque los vectores virales, que eran virus defectivos, eran incapaces de infectar suficientes células de cáncer en los pacientes. En realidad, el porcentaje de células que resultaban infectadas era menor del uno por ciento, así que no se conseguía obtener ningún beneficio terapéutico. Los intentos de remediar este problema dieron lugar a que se retomara la idea de los virus oncolíticos, que a diferencia de los vectores virales no estaban atenuados y podían replicarse y matar las células de cáncer.

La teoría de los virus oncolíticos proponía una onda terapéutica que viajaría a través del tumor: una vez que una célula se infectara, esta fabricaría millones de virus que se extenderían a otras células para multiplicarse y eliminarlas, y así sucesivamente. Este proceso repetitivo de infección-multiplicación-muerte celular-infección de células vecinas y vuelta a empezar establecería una onda de virus que, viajando desde el punto inicial de la inyección, se suponía que acabaría destruyendo progresivamente las células tumorales a lo largo de las tres dimensiones de un tumor.

Había que solucionar un problema: no se podía ir tan rápido. Una vez que el virus hubiera destruido las células del tumor, podía atacar las células normales y producir toxicidad. Así que los virus debían manipularse genéticamente para convertirlos en «virus inteligentes», capaces de distinguir una célula maligna de una célula perfectamente normal, para que, cuando hubieran destruido el tumor, el virus desapareciese dejando intactas las células normales.

El primero de estos virus inteligentes fue un herpesvirus modificado. Este nuevo virus oncolítico se publicó en la revista Science en 1991. El autor sénior del informe fue Robert «Bob» Martuza y se podría decir que él inauguró el campo de los virus modificados en el laboratorio con agentes contra el cáncer.

Bob es una persona humilde, nacido en una familia de mineros, que ha llegado a lo más alto como neurocirujano. Ha sido jefe del servicio de neurocirugía del Massachusetts General Hospital, asociado a la Universidad de Harvard y uno de los mejores hospitales del mundo. Además de ser un gran científico y un excelente cirujano, Bob es humanista. Hace años, en la década de los noventa, decidió complementar su carrera profesional tomando clases de escultura. Una de sus piezas más grandes, una escultura de mármol de más de trescientos kilos, decora uno de los edificios del Massachusetts General Hospital.

En el estudio de Science utilizó un virus al que se le había eliminado un gen con objeto de atenuarlo en células normales. La inyección del herpes mutante prolongó la vida de pacientes con tumores cerebrales. Este virus acabaría utilizándose para el tratamiento de pacientes con tumores cerebrales malignos en varios países. En la actualidad, un gran estudio clínico en Japón tiene excelentes resultados preliminares. En febrero del año 2016, el Ministerio de Salud, Trabajo y Bienestar de Japón designó el herpes oncolítico como un fármaco sakigake, una palabra japonesa que significa «pionero» o «seminal», lo que le abre la puerta al medicamento designado a una aprobación acelerada. Es posible que pronto los pacientes japoneses de cáncer puedan escoger, entre otras alternativas, tratarse con este virus.

Las células se gobiernan mediante complejos circuitos de proteínas que se activan y frenan mutuamente para establecer un control muy detallado de su capacidad para dividirse y proliferar. La única manera de que un organismo vivo conserve su forma y función es mantener controlado el número de células y cómo y cuándo estas pueden crecer. Estas redes de comunicación permiten que las células se multipliquen cuando sea estrictamente necesario. Los intentos de escapar de estos controles, como sería el caso de las células infectadas o las células malignas, encienden las luces de alarma que disparan otro tipo de circuitos que obligarían a la célula a cometer suicidio para proteger el bienestar del tejido al que pertenece. Los controles de la proliferación celular tienen un eje principal que se organiza alrededor de una proteína llamada Rb. El programa verdugo, que obliga a una célula a suicidarse por el bien común, lo dirige otra proteína llamada p53.

Para que una célula normal se transforme en maligna deben fallar los frenos de Rb y p53, con lo que la multiplicación se acelera sin control. Esos frenos son defectuosos en la gran mayoría de los tumores. Con el tiempo, los biólogos han llegado a demostrar que los virus, como las células de cáncer, deben derrotar los circuitos de control de división y muerte celular para conseguir multiplicarse. Los virus secuestran a las células vivas, con lo que la proteína p53 ha de inactivarse, y replican su ADN constantemente, por lo que la proteína Rb debe inutilizarse. El virus tiene que quitar los dos frenos a la célula.

Durante la coevolución de virus y células, varios virus han aprendido el mismo truco y lo llevan a la práctica a la perfección. El adenovirus, por poner un ejemplo, tiene dos genes para este propósito. El gen de expresión precoz E1A, que produce una proteína que levanta el freno del Rb, y el gen E1B, que impide que la proteína p53 inicie el harakiri celular.

La manipulación de un adenovirus tuvo el efecto de atraer a muchos más investigadores, incluyéndome a mí, al campo de la viroterapia del cáncer. En 1996, un equipo de científicos publicó, de nuevo en la revista Science, un adenovirus, ONYX 015, en el que se había efectuado una manipulación del genoma para eliminar la proteína E1B —que levanta el freno del p53— y así atenuar su replicación en células normales, pero no en células de cáncer. El autor sénior del artículo fue Frank McCormick.

Frank es un gentleman inglés que conduce coches de carreras los fines de semana para relajarse. En la pista, con sus amigos pilotos, puede alejarse momentáneamente del trabajo pensando en diferentes desafíos físicamente más arriesgados. Cuando le pregunté cómo le iba, me confesó: «No hay quien pueda con los más jóvenes. Es una carrera de reflejos; te distraes un segundo y pierdes la carrera». Salir al circuito es su gran pasión fuera del trabajo. Y es también un hobby muy caro: cambiar las ruedas supone diez mil dólares. Frank es un hombre de mundo y se relaciona con periodistas y escritores de fama internacional, como Nicholas Wade, del periódico The New York Times; políticos americanos y europeos, y personajes de la monarquía.

Frank ocupa la cátedra David A. Wood de Tumor Biology and Cancer Research en la UCSF. Fue presidente de la Asociación Americana para la Investigación del Cáncer y asumió el liderazgo del Laboratorio Nacional Frederick para la Investigación del Cáncer, supervisando un proyecto nacional respaldado por el Instituto Nacional del Cáncer estadounidense para desarrollar terapias contra los cánceres provocados por el oncogén ras, que incluyen los de páncreas, colon y pulmón.

A finales de la década de los noventa, Frank fundó Onyx Pharmaceuticals, donde inició y dirigió los esfuerzos de descubrimiento de fármacos que llevaron a la aprobación en 2005 del sorafenib, un inhibidor del oncogén B-raf utilizado en el tratamiento del cáncer de células renales y el cáncer de hígado. Además, ha sido socio fundador de DNATrix, una pequeña compañía farmacéutica que iniciamos juntos para poder financiar estudios clínicos de viroterapia en pacientes con tumores cerebrales.

El adenovirus publicado en Science llegaría a probarse en estudios clínicos en Estados Unidos, pero los problemas económicos de la compañía que lo producía impidieron que llegase a completarse la fase III, necesaria para que las agencias reguladoras americanas lo aprueben. La globalización de la economía intervino en este caso a favor de los virus oncolíticos y un virus similar, llamado H101, se aprobó en China el año 2006. El H101 está indicado para tumores de cabeza y cuello y de esófago, en combinación con quimioterapia. El H101 ha sido el primer virus que ha pasado de ser un tratamiento experimental a convertirse en un tratamiento estándar.

El segundo virus aprobado para tratar pacientes fue un herpes modificado —similar al que diseñó Bob Martuza— que expresa una proteína que regula la inmunidad. El nombre más popular de este virus es T-Vec y está aprobado para tratar pacientes con metástasis de melanoma, que no pueda extirparse mediante cirugía. El T-Vec se aprobó en Estados Unidos en el mes de octubre de 2015; en Europa, en enero de 2016, y en Australia, en mayo de 2016. El ensayo de fase III del T-Vec fue el primero en demostrar que el tratamiento local con virus oncolíticos suprime el crecimiento de tumores inyectados y además, en algunos casos, induce inmunidad antitumoral sistémica. Es decir, que la inyección del virus en un tumor de mama, por ejemplo, podría en teoría eliminar las metástasis del cáncer a los huesos o al pulmón.

Este efecto antimetástasis, si se confirma, tendría una significancia excepcional, porque la mayoría de los tumores sólidos no se puede controlar cuando se extienden desde el órgano donde se iniciaron al resto del organismo. El tratamiento de las metástasis constituye la última frontera de la terapia del cáncer, la mayor barrera para derrotar por completo a los tumores.

La aceptación del T-Vec por parte de las agencias reguladoras de fármacos abrió una nueva era para los virus oncolíticos y hoy muchos laboratorios trabajan en este campo y varios virus se están poniendo a prueba en estudios clínicos. En el año 2018 nuestro laboratorio —que dirigimos mi mujer Candelaria Gómez-Manzano y yo— publicó los resultados de un estudio clínico en fase I en el que utilizábamos un adenovirus modificado para que no pudiese multiplicarse en las células normales del cerebro.

Este virus, llamado Delta-24, tiene una mutación en la proteína E1A que le impide inactivar la proteína Rb en células normales y no es tóxico para los pacientes cuando se administra directamente dentro del tumor. El tratamiento con Delta-24 produjo la remisión completa del cáncer durante más de tres años en pacientes con tumores cerebrales en los que habían fracasado el resto de los tratamientos. Los conocimientos de Ramón Alemany, a quien conocimos en el M. D. Anderson de Houston y que ha sido capaz de establecer una potente plataforma de adenovirus en el Instituto de Oncología Catalán de Barcelona, impulsaron nuestros trabajos iniciales. Los adenovirus que diseña Ramón se han utilizado y se utilizan para tratar neuroblastomas, retinoblastomas, gliomas y otros tumores. En la Clínica Universitaria de Navarra, Marta Alonso es la especialista en adenovirus oncolíticos. Marta combina virus con otras terapias, incluyendo radioterapia y aptámeros, para tratar la forma más agresiva de tumores cerebrales tanto en adultos como en niños.

Al otro lado del Atlántico, en Canadá, John Bell es un gigante de la ciencia. Bell es, entre otros muchos títulos, el director científico del Centro Nacional de Excelencia para el Desarrollo de Terapias Biológicas del Cáncer, y ha sido elegido miembro de la Royal Society of Canada. Su especialidad son los virus oncolíticos que contienen ARN. John pudo demostrar que estos disparan una respuesta celular que los elimina cuando infectan una célula y que lo hacen a través de un sensor molecular llamado «interferón». Los virus ARN destruyen tumores sin causar toxicidad porque la proteína interferón los destruye en las células normales. Sin embargo, el sensor no existe en células de cáncer, así que los virus ARN tienen más facilidades para multiplicarse y destruir tumores.

El mismo año que mi mujer y yo publicamos nuestra experiencia con adenovirus y tumores cerebrales, un equipo de trabajo completamente independiente publicó en la revista The New England Journal of Medicine resultados muy similares a los nuestros utilizando el virus de la polio —en vez del adenovirus— que se había manipulado genéticamente para que se multiplicase solo en células de cáncer. Juntos, su estudio y el nuestro, se amplifican entre sí al confirmar que diferentes virus tienen efectos similares, y probablemente por el mismo mecanismo, en tumores cerebrales.

Una de las pacientes tratadas con el virus fue Stephanie Lipscomb, una jovencísima estudiante de enfermería. El tumor se le diagnosticó mientras se estudiaba la causa de sus dolores de cabeza, que no cedían con ninguna medicación. La causa de estos era un tumor cerebral maligno de gran tamaño, más grande que una pelota de pimpón. Los neurocirujanos extirparon quirúrgicamente casi el cien por cien del tumor y luego, de acuerdo con el tratamiento convencional, recibió radioterapia y quimioterapia intensas en el cerebro. Ni todo eso junto, ni siquiera esta combinación de tratamientos tan agresivos, impidió que el tumor volviese a crecer y de modo más violento, como un monstruo rabioso saliendo de sus cenizas.

Aterrorizada, Stephanie estaba dispuesta a que la trataran con todo aquello que fuese posible. Pronto descubrió que no había demasiadas opciones. No había más fármacos y la radioterapia no parecía ser una opción razonable. Había llegado al límite de las posibilidades que tiene un paciente en el presente. Cuando empezó a percatarse de que no había más tratamientos, un equipo de la Universidad de Duke le ofreció la posibilidad de recibir un nuevo tratamiento experimental. Lo que Duke proponía era algo increíble: querían infectar el tumor con el virus de la polio.

La polio es una enfermedad terrible con un pasado abominable que dejó cicatrices sociales en la mayoría de la población en Estados Unidos. Decir polio es decir parálisis, pulmones de acero, muerte imparable en condiciones físicas terroríficas. Y, sin embargo, allí estaba ella, escuchando al médico. El cirujano explicó que el virus de la polio se había diseñado para destruir el tumor sin lesionar las neuronas, las cuales constituían normalmente su diana más notable. Stephanie aceptó la oferta y pasó a formar parte del estudio clínico.

Y triunfó la ciencia. La inyección del virus modificado consiguió lo imposible: destruyó por completo el tumor. No todos los pacientes que participaron en el estudio clínico tuvieron tanta suerte como ella. De hecho, su caso fue más la excepción que la norma. Aun así, no dejó lugar a dudas del potencial de la viroterapia del cáncer. Stephanie sigue viva cinco años después del tratamiento.

Al principio de la película Soy leyenda, una científica —Emma Thompson— explica que ha curado el cáncer utilizando una cepa del virus del sarampión. Una buena amiga y oncóloga, Eva Galanis, oncóloga en la Clínica Mayo en Rochester, Minnesota, utiliza cepas del virus del sarampión que comentó Emma Thompson para combatir varios tipos de tumores, entre ellos el cáncer de ovario y los tumores cerebrales. En Soy leyenda, el virus se escapa y causa una pandemia a la que solo sobrevive el actor principal. Pura ficción.

A los pacientes con tumores, incluyendo los que tienen cáncer cerebral, Eva les administra la cepa del virus del sarampión usada para las vacunas, así que no hay riesgo de pandemia ni por accidente. El efecto del virus del sarampión en los tumores es distinto del efecto de los adenovirus, los herpes o los poliovirus. Este virus expresa proteínas que llevan a la fusión de las células del cáncer, lo que por un lado facilita la propagación del virus al eliminar las membranas y por otro causa efecto antitumoral porque las células fusionadas mueren.

La gran variedad de virus explica la amplia gama de agentes oncolíticos que se emplean en los laboratorios. Muchos de ellos se quedan en vías muertas en laboratorios de investigación básica, pero algunos prosiguen hasta los hospitales. Podemos intentar resumir los virus que están en estudios clínicos en apenas unos párrafos.

Los adenovirus: virus muy antiguos que han coevolucionado con los animales y que en el hombre causan infecciones leves de vías respiratorias altas, como el constipado o resfriado común. Se llaman adenovirus porque se aislaron de las adenoides de un paciente.

Virus del herpes simple: puede causar la formación de llagas en la boca, pero también puede provocar enfermedades cerebrales muy graves, como las encefalitis. Disponemos de un tratamiento eficaz contra los herpesvirus, pero aun así, pueden quedarse «durmiendo» y reaparecer cuando las circunstancias son propicias.

Sarampión: un virus muy contagioso que se transmite por el aire y causa el sarampión, una enfermedad benigna que en un porcentaje bajo de casos produce complicaciones que pueden ser mortales. Existe una vacuna muy eficaz para prevenir sus infecciones. No es cierto que la vacuna del sarampión sea causa de autismo.

Virus de la enfermedad de Newcastle: un virus que causa enfermedades con muy poca frecuencia y muy leves en humanos. Existen dudas sobre si este virus puede replicarse en células humanas, incluidas las de cáncer.

Picornavirus: una familia de virus de ARN que infectan mamíferos y aves, e incluyen el virus de Coxsackie, que causa un rash en las manos, los pies y la boca.

Reovirus: son virus que no infectan a los seres humanos. No obstante, las células de cáncer caracterizadas por la activación del oncogén ras son susceptibles de infección y destrucción por los reovirus.

Virus de la vacuna: el virus con el que se diseñó la vacuna que erradicó la viruela. Es un virus de replicación muy rápida y produce toxicidad cuando se usa como agente oncolítico en pacientes de cáncer.

Virus de la estomatitis vesicular: un virus de ARN que se ha probado en estudios clínicos. Es más tóxico que los otros virus y puede mutar una vez que se le inyecta al paciente.

Como se puede comprobar, los investigadores, médicos y cirujanos disponen de varias opciones. Cómo escoger entre estos virus, si pueden administrarse en secuencia —es decir, cuando el paciente se hace resistente a un virus, administrarle otro distinto— y cuál de ellos es el menos tóxico marcará el futuro de estos agentes biológicos contra el cáncer.

Los virus oncolíticos modificados genéticamente que hemos comentado se diseñaron para enfatizar su acción destructora de células de cáncer y minimizar las reacciones adversas. Sin embargo, los estudios clínicos han demostrado que además de la «oncolisis» o efecto directo del virus, la infección dispara una respuesta inmune contra el tumor. Es decir, durante la infección directa de un tumor en el cerebro, en una primera fase el virus destruye un cierto número de células mientras se multiplica y se extiende por el tumor. En una segunda fase, que se produce unas semanas después del tratamiento, el sistema inmune reacciona contra el virus, un invasor del exterior entre las células humanas. Esta respuesta inmune destruye al virus y después, o quizá durante su destrucción, los glóbulos blancos que han llegado al tumor para atacar al virus descubren que el tejido infectado no es totalmente normal, que muchas de las proteínas en ese lugar son aberrantes, extrañas, deformes o anormales y disparan una señal de alerta, una bengala que señala dónde se oculta el tumor.

Así que la respuesta inmune disparada por el virus, y en menor medida la acción directa de la oncolisis, es responsable de las dos cosas: destruir por completo el virus y acabar con el tumor, pero además creará una memoria inmune que impedirá que el tumor vuelva a aparecer al menos durante un tiempo, que pueden ser años.

Un cambio de paradigma ha agitado el campo de los virus oncolíticos. Por primera vez se ha podido demostrar que los virus son capaces de disparar una reacción inmune contra el tumor. Esta respuesta inmune podría ser una causa mayor del efecto terapéutico de los virus. Eso ha llevado a que se planteen estudios clínicos usando adenovirus, por ejemplo, y moduladores de la inmunidad, como unos anticuerpos dirigidos contra unas proteínas de los glóbulos blancos, que llamamos checkpoints.

En los estudios clínicos con nuestro virus Delta-24 hemos presenciado éxitos como el de Stephanie. Esas buenas respuestas en pacientes nos ayudan a seguir empujando el carro, a combatir la frustración, a seguir progresando. En la actualidad, se ha terminado un estudio en fase II que ha examinado la combinación de Delta-24 y unos anticuerpos que aumentan la inmunidad contra los tumores. La mayoría de los pacientes ha vivido más de lo que lo habría hecho si no se les hubiera administrado este tratamiento y los que han tenido una respuesta completa gozan de una calidad de vida muy superior a la de otros enfermos tratados con tratamientos convencionales. Está previsto que la fase III del estudio del Delta-24 en combinación con anticuerpos contra los checkpoints inmunes comience en 2021.

Una de las implicaciones del cambio de paradigma en la viroterapia es que el tratamiento con virus es una forma de inmunoterapia. La inmunoterapia ha entrado como un tsunami en la isla de los tratamientos del cáncer. Sus olas gigantes han limpiado el paisaje y hay muchas cosas que están más claras ahora. Esta modalidad terapéutica es una ganadora. Los especialistas en inmunoterapia no consideraban, hasta hace pocos meses, que la viroterapia perteneciera a su área de estudio.

Los antígenos y anticuerpos monoclonales, las células T y la extracción de linfocitos de un tumor, su proceso de crecimiento en el laboratorio y la inyección de nuevo en el paciente son los temas mayores de la inmunoterapia. Estaban muy contentos con el último de sus avances: las CAR-T células. Con esas herramientas están teniendo un éxito sin precedentes en el tratamiento del cáncer. Y así lo han reconocido la comunidad médica y la sociedad en general con adjudicación de Premios Nobel incluida. Los virus no estaban en su catálogo.

Es curioso que la inmunoterapia del cáncer no tuviese presente la viroterapia. Porque, si examinamos la trayectoria de la inmunoterapia desde su origen, nos damos cuenta de que fueron los gérmenes, los patógenos, los que inspiraron la idea de utilizar el sistema inmune en pacientes con cáncer. Aunque existen algunos precedentes que sentaron las bases para aceptar que el sistema inmune se activaba contra el cáncer, como las observaciones del patólogo alemán Rudolf Virchow, que ya en el siglo XIX encontró glóbulos blancos dentro de los tumores, la mayoría de los inmunólogos acepta que la inmunoterapia contra el cáncer comenzó con los estudios de un cirujano llamado William Coley, considerado de una manera afectuosa el «padre de la inmunoterapia».

El nacimiento de la inmunoterapia se debió a que la cirugía y la quimioterapia no podían solucionar la mayoría de los casos de cáncer. En la pieza de teatro El dilema del doctor, escrita por Bernard Shaw en 1906 para denunciar los dilemas de una profesión médica carente de recursos, un médico anuncia y profetiza que el futuro es la inmunoterapia:

Los fármacos son tratamientos sintomáticos, disminuyen los síntomas y ninguno cura la enfermedad. El verdadero remedio para todas las enfermedades es el de la naturaleza... Para las enfermedades, solo hay un tratamiento verdaderamente científico que consiste en estimular los fagocitos. Activa los fagocitos. Los fármacos son un engaño.

Los fagocitos son células del sistema inmune. «Activar los fagocitos» equivale a activar la inmunidad. Probablemente, Bernard Shaw se inspiró en uno de los progresos más sorprendentes de la medicina de aquellos años. La toxina de Coley.

William Coley era un joven cirujano del hospital Memorial de Nueva York que buscó nuevas formas de tratar el cáncer después de tratar a Elizabeth «Bessie» Dashiell, que falleció de metástasis en 1891. Coley diagnosticó a Bessie, que tenía diecisiete años, de un sarcoma de hueso en la mano derecha y, siguiendo los protocolos de tratamiento de la época, le amputó el brazo a nivel del codo. No sirvió de nada. Según cuentan quienes han seguido de cerca la vida y obra del cirujano:

El 23 de enero de 1891, menos de 6 meses después de ser atendida por Coley por primera vez y después de lo que se describió como un período desgarrador y doloroso, Bessie murió con Coley a su lado.

Decidido a estudiar cómo tratar mejor a pacientes como Bessie. Coley buscó en los archivos del hospital casos de sarcoma de hueso. Allí encontró la historia clínica de un inmigrante con un sarcoma en la mejilla que se había tratado quirúrgicamente varias veces. Las operaciones se seguían inevitablemente del regreso del tumor. En la última operación, la herida no cerró bien y se infectó con erisipela, una enfermedad de la piel producida por bacterias. Según los informes, con cada subida de fiebre el tumor disminuía de tamaño, hasta que se curó por completo.

Después de leer el historial, Coley buscó al paciente por Nueva York y después de varios meses de recorrer calles preguntando, como si fuese un detective, dio con él. El paciente llevaba viviendo sin cáncer más de siete años. Coley, asombrado, se dio cuenta de que la infección lo había curado. Ahora tenía otra arma para complementar la cirugía. Tomó una resolución: probaría esa estrategia en sus pacientes.

Coley infectó los siguientes diez pacientes con una mezcla atenuada de las bacterias que producen la erisipela. Tuvo éxito con el primer paciente; era un emigrante italiano registrado con el nombre Zola y aquejado de un tumor en la garganta, que le impedía comer. Estos tumores son terribles por muchas razones. No es fácil ver consumirse el cuerpo en medio del dolor y pasar al mismo tiempo un hambre que no se puede calmar. Frank Kafka, que murió de una tuberculosis laríngea inoperable, escribió durante la enfermedad su obra maestra y agónica titulada «Un artista del hambre».[28] En ese relato absurdo imagina una serie de ciudadanos que intentan ganarse la vida exponiéndose al público en una exhibición estética de su hambre. Es como un lamento de los síntomas que tiene la tuberculosis que le asfixia y la falta de interés que la sociedad tiene por enfermos como él. Y quizá por enfermos como Zola.

El tratamiento de Coley, que consistía en provocar una infección en el tumor, tuvo efecto y Zola pudo recuperarse y llevar una vida normal. Este tratamiento pronto se reconocería como la «toxina de Coley». Con el éxito llegaron los seguidores que aplicaron su «toxina» a otros pacientes.

A un veterinario, por ejemplo, que según refería desarrolló un tumor en la mandíbula después de que lo hubiera pinchado el asta de un toro, se le trató primero con varias cirugías que no consiguieron impedir que el tumor regresase, de mayor tamaño cada vez. Tanto creció el cáncer que llegó a extenderse a la nariz, el paladar, la parótida y la faringe, impidiendo que el enfermo tragase y hablase. El médico, Winberg, discutió con el paciente la posibilidad de aplicarle la vacuna de Coley y el paciente aceptó.

De manera gradual, este tratamiento fue surtiendo su efecto. Había comenzado a tratarlo al principio del verano y en septiembre el veterinario pudo abrir de nuevo su clínica completamente curado. Winberg siguió administrándole, de vez en cuando, la vacuna de Coley durante seis meses más. Cinco años después, sin cáncer, el paciente murió de complicaciones relacionadas con el alcoholismo.

A pesar del éxito inicial de la «toxina», este tipo de tratamiento tenía muchos problemas. A veces era difícil inducir una infección, otras veces había buena respuesta al principio, pero el tumor enseguida progresaba, y en algunos casos la infección causaba la muerte del paciente. La popularidad de la vacuna fue perdiendo fuerza hasta llegar a abandonarse por completo. No obstante, el esfuerzo pionero de Coley abrió el camino a que años más tarde muchos pacientes de cáncer se beneficiasen en mayor o menor medida de la inmunoterapia.

Hoy hay un cáncer que se trata con microbios. Se trata del cáncer de vejiga urinaria, cuyo tratamiento incluye la vacuna de la tuberculosis. En 1904, mientras Coley aún trataba pacientes con su vacuna, se aisló una bacteria, el Mycobacterium bovis, de una vaca con mastitis tuberculosa. Diecisiete años después, en 1921, Calmette y Guérin consiguieron hacer crecer una cepa viva, pero muy atenuada, de la bacteria y con ella diseñaron una vacuna contra la tuberculosis, que se conoce con el acrónimo BCG (Bacilo de Calmette y Guérin).

Varios años después de que la vacuna estuviese en circulación, se observó que los pacientes que sufrían tuberculosis tenían una menor incidencia de cáncer de vejiga urinaria. Como la BCG induce una respuesta inmune local, se pensó que podía utilizarse para tratar el cáncer de vejiga. Hoy en día, pacientes con cáncer de vejiga reciben tratamiento intravesical de BCG. A pesar de su desarrollo durante el siglo XX, los oncólogos del siglo XXI siguen aceptando ampliamente este tipo de inmunoterapia. Las ideas de Coley tienen futuro.

Las bacterias de Coley, el bacilo de Calmette y Guérin, y los virus oncolíticos pueden considerarse terapias biológicas y formas de inmunoterapia. Todas ellas tienen ventajas y limitaciones. ¿Cómo podrían mejorarse? El Premio Nobel de Medicina de 2018 se le concedió a la terapia contra el cáncer y recayó en James Allison y Tasuku Honjo, quienes encontraron una forma espectacular de mejorar la inmunoterapia del cáncer.

El Nobel de Medicina a la terapia del cáncer era un premio que se había hecho esperar demasiado. El Instituto Karolinsca, que otorga el Premio Nobel de Medicina, había cometido errores a la hora de seleccionar pasados candidatos y en penitencia nunca le dieron uno a la terapia contra el cáncer. Hasta que llegó Jim Allison.

Jim Allison es un compañero del M. D. Anderson, donde comenzó su carrera con la temeraria promesa de hacer historia y lo consiguió, años después, al descubrir nuevos mecanismos de comunicación entre las células de la inmunidad y las del cáncer.

Allison postuló, por primera vez en la historia, que el cáncer había descubierto cómo hacerse invisible para el sistema inmune. Los glóbulos blancos especializados en la respuesta inmune patrullan de modo infatigable el cuerpo humano para descubrir y aniquilar cualquier intento de tumor. No obstante, los tumores tienen medidas de contraofensiva. Una de ellas es «convencer» a los glóbulos blancos de que allí no pasa nada, de que no hay de qué alarmarse porque todo es normal. Allison descubrió esta estrategia, describió cómo sucedía y la demostró. Sus descubrimientos le permitieron desarrollar tratamientos para desenmascarar los tumores para que sean susceptibles de destrucción por los glóbulos blancos.

Los tratamientos derivados de sus observaciones consisten en activar la inmunidad frente al cáncer y pueden dar resultados espectaculares. Una de las mejores respuestas fue en un paciente famoso: Jimmy Carter, expresidente de Estados Unidos. El presidente Carter padece un melanoma, extendido al hígado y al cerebro, y cuando ya no había nada que hacer, la inmunoterapia consiguió que el cáncer entrase en remisión.

Los descubrimientos de Allison con respecto a la inmunoterapia clásica son parecidos a las diferencias entre las teorías de la gravedad de Newton y Einstein. Para Newton, la gravedad es la atracción entre dos masas —las masas no modifican el espacio—; para Einstein, la gravedad es la curvatura creada por una masa en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones. La inmunoterapia se basaba en la relación antígeno y anticuerpo. Los tumores tienen antígenos que el sistema inmune reconoce. La inmunoterapia según Allison ha de basarse en destruir el escudo invisible que separa al tumor del sistema inmune. Da igual que las células inmunitarias reconozcan un antígeno, porque no pueden tocarlo; existen mecanismos que se lo impiden. La inmunoterapia clásica está dirigida específicamente contra el tumor. Allison, en cambio, propone activar la inmunidad para conseguir que los glóbulos blancos crucen la barrera que el tumor ha levantado contra ellas.

La genialidad de Allison consistió en abandonar la idea principal de la inmunoterapia, es decir, el concepto de que había que enfrentarse directamente al tumor diseñando estrategias que atacasen directamente sus proteínas —relación antígeno-anticuerpo igual a la atracción de las masas de Newton—. Allison pensó que quizá eso no fuese necesario si conseguíamos activar el sistema inmune —equivalente a la modificación del espacio de Einstein— y dejábamos que fuese este mecanismo de vigilancia el que se encargase de buscar, detectar y curar el tumor. La belleza de esta teoría reside en que idealmente el médico no necesitaría saber ni en qué órgano se encuentra el tumor ni cuál es el tipo de cáncer; le bastaría con saber que el paciente tiene cáncer. Porque solo con esa información el tratamiento de Allison activaría los glóbulos blancos y estos viajarían a través de la sangre hasta encontrar y destruir el tumor.

Para conseguir el efecto deseado, Allison diseñó anticuerpos contra unas proteínas que existen en los glóbulos blancos normales —no en los tumores— y que se llaman «checkpoints inmunes». El que él escogió se llama CTLA-4 la regla nemotécnica usada por los estudiantes es: City of Los Angeles, 4.

Allison es todo un personaje. Él mismo ha sufrido al menos tres veces cáncer y las tres lo ha superado. En su vida personal es un melómano y ha organizado una banda en el hospital que se llama, cómo no, los Checkpoints, en la que participa otro compañero del hospital, Ferran Prat, un químico y abogado catalán que toca la flauta travesera. Allison no lo hace nada mal. Eso llegó a oídos del cantante de música country Willy Nelson y acabaron tocando juntos, con el Premio Nobel a la armónica.

Los descubrimientos de Allison han llevado a que se combinen los virus oncolíticos con sus anticuerpos. Como he mencionado antes, estamos combinando el Delta-24 con uno de esos anticuerpos. También se han usado anticuerpos contra los checkpoints en combinación con T-Vec, lo que ha producido respuestas completas en uno de cada tres pacientes con metástasis de melanoma.

El enfrentamiento entre virus y tumores es una batalla entre dos titanes. El arma más poderosa, la más decisiva en esa guerra a muerte, es el sistema inmune del paciente. Si los científicos aprendemos cómo poner el sistema inmune de nuestro lado, podríamos abatir el cáncer en poco tiempo. Estamos más cerca de conseguirlo gracias a los conocimientos que seguimos adquiriendo del comportamiento del cáncer cuando utilizamos virus. En los próximos diez años vamos a observar un aumento espectacular de la viroimmunoterapia del cáncer. Esta, después de atajar los tumores primarios, propondrá nuevas estrategias para actuar con eficacia contra las metástasis. Poco a poco, nos acostumbraremos a usar en la práctica clínica la palabra que más trabajo les cuesta pronunciar a los oncólogos, una palabra que por el momento está casi prohibida en los estudios clínicos, en las revistas serias, en los congresos internacionales. La palabra empieza por la letra c. No falta mucho para que podamos pronunciar, sin sentirnos impostores, la palabra «Curar», así, con mayúscula.

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