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5. ¿Es eso una daga?

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¿Es eso una daga?

¿Es una daga esto que veo ante mí con el puño girado hacia mi mano? ¡Déjame que te empuñe!

Macbeth, acto II

Los virus matan. Esta es la simple premisa para pensar que los virus pueden emplearse como armas de guerra. Las armas biológicas son las armas atómicas de los países pobres. Las pandemias las usan los autócratas para eliminar enemigos o para sembrar el pánico. Los terroristas de cualquier ralea pueden utilizar gérmenes para amedrentar o asesinar con objeto de conseguir sus fines o provocar terror. No hace falta el presupuesto de todo un Estado ni una gran infraestructura para montar una bomba atómica, para poder hacer daño a la humanidad. Un laboratorio y un equipo de unos cuantos científicos basta. La «biología negra» que negocia con gérmenes solo necesita un sótano, una buhardilla. Los adelantos de la genética de los patógenos implican que nunca costó tan poco matar a tantos.

En El bacilo robado, publicado en 1894, H. G. Wells imagina que un anarquista sustrae un vial de bacilos del cólera para contaminar los depósitos públicos de agua de Londres. Un bacteriólogo muestra a un visitante misterioso el bacilo del cólera a través de un microscopio. El visitante parece especialmente interesado en la capacidad de los gérmenes para devastar una ciudad. El biólogo, halagado por el interés, explica que tiene organismos vivos en algunos tubos e intenta impresionarlo:

Aquí está la peste encarcelada. Solo tiene que verter un tubo tan pequeño como este en un suministro de agua potable y decirles a estas diminutas partículas de vida, que para poder ser observadas deben teñirse y examinarse con los objetivos más potentes del microscopio y que son inodoras e insípidas: «Salid, aumentad, multiplicaos y llenad las cisternas», y la muerte (muerte misteriosa e imposible de rastrear, muerte rápida y terrible, muerte llena de dolor e indignidad) se lanzará sobre la ciudad.

Acabada la visita, el microbiólogo acompaña al visitante a la puerta. Cuando regresa al laboratorio, se da cuenta de que el tubo que le había enseñado al visitante ha desaparecido.

Oímos hablar de armas biológicas, pero ¿qué piensan los organismos oficiales de tal posibilidad y cómo se definen estas armas? La OMS ofrece este resumen:

Las armas biológicas son microorganismos que incluyen virus, bacterias, hongos u otras toxinas que se producen y liberan deliberadamente para causar enfermedades y la muerte en humanos, animales o plantas. Los agentes biológicos, como el ántrax, la toxina botulínica y la peste, pueden representar un desafío difícil para la salud pública, porque pueden causar un gran número de muertes en un corto período de tiempo y son difíciles de contener.

Otra pregunta clave es si se podría provocar una epidemia con estos agentes. Y la OMS lo tiene muy claro:

Los ataques de bioterrorismo también pueden provocar una epidemia; por ejemplo, si se usan los virus del Ébola o de Lassa como agentes biológicos.

Parecería que es más fácil decirlo que hacerlo y que las armas biológicas no serían un problema, debido a la dificultad de manipulación del agente, de su diseminación y de la falta de protección para la nación que lo use. Sin embargo, la OMS no está de acuerdo con esta opinión:

El uso de agentes biológicos es un problema grave y está aumentando el riesgo de usar estos agentes en un ataque bioterrorista.

La OMS tiene, por supuesto, un conflicto de intereses. Exagerar el riesgo le beneficia. Cuanto mayor sea la posibilidad de que ocurra y más grave sea el peligro de un ataque biológico, mayor es la justificación para seguir proveyendo fondos a organizaciones internacionales como la misma OMS. Pero desde el punto de vista de alguien como yo, que trabaja en el laboratorio manipulando virus y que sabe que esos componentes se pueden comprar en internet y que, por lo tanto, se da cuenta de lo fácil que lo tienen los Gobiernos y los grupos terroristas para planear masacres, la OMS no exagera, se queda corta.

Los agentes biológicos son letales en cantidades aún más pequeñas que las armas químicas. Treinta y cinco gramos, por ejemplo, de toxina botulínica serían suficientes para matar a sesenta millones de personas, y un solo gramo de esporas de ántrax sería bastante para aniquilar a muchas más. El ántrax es el arma dorada de los déspotas de Oriente Medio, de Rusia y del ejército de Estados Unidos.

No es verdad que un adolescente pueda manipular un virus en su sótano, pero gracias a los constantes avances de la tecnología de ADN, cada vez resulta más fácil la manipulación precisa y eficaz de los genomas. Esto ha llevado a cambios profundos en campos como el de la agricultura, en el que las intervenciones genéticas se han globalizado; la creación de animales transgénicos con fines médicos y no médicos, o incluso para clonar una mascota —asunto con el que se está forrando la fundación coreana Sooam Biotech Research Foundation, cuyos científicos, por cien mil euros, clonan a tu perrito—. Más compleja, desde el punto de vista ético, es la introducción de cambios en el genoma de los embriones humanos usando una tecnología llamada CRISPR. Esta estrategia la usan las bacterias para destruir virus mediante la modificación del genoma viral.[14] Ahora esta tecnología puede usarse para editar cualquier tipo de genoma, incluido el de los seres humanos. En teoría, podrían hacerse cambios genéticos no solo para librar al feto de anomalías genéticas —algo que desearía el mono desnudo eugenésico—, sino para, ya puestos, introducir cambios estéticos: ¿quién no desearía tener hijos guapos si pudiese escoger? Los amantes de la estética que se gastan una fortuna para tener una cara Instagram, parecerse a Alex Pettyfer, lucir las caderas de una Kardashian, el pelo de Barbie, una cara en V de anime o manga, o la frente de la Mona Lisa: ¿pondrían en peligro la vida de sus hijos para conseguir efectos estéticos?, ¿sus fans los imitarían?, ¿se saltarán todas las normas para conseguirlo? Me temo que sí.

Un científico utilizó CRISPR para destruir el «receptor» del virus del sida en dos embriones humanos. Naturalmente, las células no tienen receptores para los virus, sino que estos utilizan proteínas de las células para poder infectarlas, así que el científico modificó el genoma de dos bebés para destruir una proteína normal que está presente en la mayoría de los individuos y cuya eliminación podría tener inesperados efectos durante el desarrollo embrionario y la vida adulta. Este investigador ha caído en desgracia y por suerte China, junto a la mayoría de los países del mundo, ha prohibido el uso clínico de CRISPR en embriones.

Si la manipulación genética está aquí y ha venido para quedarse, es patente que hace mucho tiempo que domina el mundo de los virus de laboratorio. Los virus son entidades simples, de fácil manipulación en cualquier instituto de investigación. Podemos estar seguros de que, tras las puertas cerradas de laboratorios secretos, en medio de una pandemia que matará a millones personas en todo el mundo, grupos militares, apoyados por enormes presupuestos, se esfuerzan en crear virus que puedan utilizarse como armas biológicas con fines de guerra abierta, guerrilla asimétrica o bioterrorismo.

La COVID-19, que ha puesto de rodillas a superpotencias como Estados Unidos, Arabia Saudí o el Reino Unido, no ha parado de darles ideas. Los virus pueden usarse incluso para destruir de modo furtivo la economía de un país enemigo. Además de infectar personas, los bioterroristas podrían inocular virus en el ganado o las semillas de cultivos para destruir la ganadería y las cosechas. Y todo ello podría combinarse para obtener un mayor efecto destructivo.

Existen los mercados negros de armas y existe también la «biología negra». La revolución genómica está empujando a la biotecnología a una fase explosiva de crecimiento. Porque si los agentes biológicos «convencionales» no son lo bastante aterradores, una ciencia secreta y lúgubre, misteriosa y criminal manipula genéticamente gérmenes, como los virus, para crear imparables armas de terror.

¿Qué ofrecen estos laboratorios que trabajan en la sombra? Construir dragones de diseño, demonios de proteínas y ADN, virus furtivos que no responden a ningún tipo de tratamiento o para los que solo el Estado terrorista tiene la vacuna. La amenaza puede ser múltiple con la liberación deliberada de un patógeno que causa una o más de una variedad de enfermedades diferentes o con el bombardeo de varios virus al mismo tiempo. Un laboratorio clandestino puede vender enfermedades a la medida de lo que quiera conseguirse: despoblar una región, destruir un ejército, llevar un país a la pobreza, disparar una pandemia.

Pueden incluso producir agentes biológicos cuya activación requiera un segundo paso, es decir, que el virus solo se multiplique si la persona infectada entra en contacto con un químico determinado; esto añadiría un mecanismo de control para los agentes letales para los que no existe vacuna. También permitiría mantener el virus dormido en la persona infectada, que no tendría ningún síntoma, así que sería imposible detectarla con cámaras térmicas o exámenes de sangre durante un viaje hasta que llegase al país adecuado, cuando se dieran las circunstancias idóneas para su activación.

¿Dónde se encuentran estos laboratorios ilegales o secretos? Pueden estar en cualquier lugar. No se necesita la colaboración del ejército; la industria civil dispone del equipo y las infraestructuras para producirlos a gran escala. Estas armas pueden fabricarse en instalaciones dedicadas para fines legítimos, como la producción de vacunas. Debido a ello, es muy difícil distinguir entre las actividades legítimas de investigación biológica y la producción de agentes avanzados de armas biológicas en países o empresas que no colaboren con auditores internacionales potenciales. ¿Quiénes son los clientes de la «biología negra»? Las armas biológicas son las armas atómicas de los pobres. Fabricar cantidades suficientes para eliminar la población de un país como España es asequible a muchos estados de economías emergentes, estados que usan el chantaje y el terror para conseguir sus fines políticos o la diseminación de sus ideas políticas o su fe religiosa.

Las armas biológicas están en la agenda de los grupos terroristas de ideologías y creencias religiosas convencionales y más vistosas, y en las de aquellos grupos carentes de ellas. Los motivos para el ataque pueden ser políticos, religiosos, paranoias y conspiraciones. Y en otros no se puede encontrar lógica alguna.

Las infraestructuras de cada grupo varían enormemente. La secta Aum Shinrikyo, que lanzó el agente químico sarín en el metro de Tokio, tenía instalaciones que incluían compañías tapadera para la compra de materiales y equipos, laboratorios modernos para la fabricación de productos químicos y biológicos. Supuestamente, antes del ataque al metro en 1995, la secta habría intentado otros tres ataques biológicos en Japón utilizando ántrax y toxina botulínica. Su interés también estaba centrado en los virus e intentaron adquirir el virus del Ébola en Zaire en 1992. Hasta la actualidad, el alcance completo del programa de armas biológicas del Aum Shinrikyo, así como lo que se ha hecho con las que les requisaron, no se ha hecho público.

La secta de Aum Shinrikyo estaba bien equipada, pero se pueden fabricar armas biológicas con menos equipo y presupuesto. Según el Departamento de Defensa de Estados Unidos, el desafío técnico de su desarrollo no es mayor que el necesario para la producción ilegal de heroína. El desarrollo de un arma biológica podría costar menos de cien mil euros, necesitaría un equipo de seis biólogos y llevaría unas pocas semanas si se sabe lo que se quiere y el laboratorio está disponible. A veces, el bioterrorista no tiene que invertir ni un céntimo, como en los casos en los que usa un agente biológico que ha sido ya creado por un Gobierno para sus propios fines.

Las secuencias genéticas completas del virus de la polio, el coronavirus que causó la COVID-19, el cólera, la peste y más de otros cien patógenos letales son públicas. El Gobierno estadounidense facilita materiales biológicos si se quiere trabajar en una vacuna o el tratamiento del virus del Ébola. Hace unos años, sin otra intención que la de demostrar que podía hacerse, los investigadores de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook, dirigidos por Eckard Wimmer, recrearon de modo completamente sintético el virus de la poliomielitis. Lo hicieron utilizando información pública y comprando los materiales on line. Wimmer explicó que la relevancia científica del experimento consistía en demostrar que se podía construir un virus en una probeta utilizando solo información química. Según él, el experimento demostró que no era cierto que la proliferación de los virus dependiera de la presencia física de un genoma funcional para instruir el proceso de replicación. Su equipo había transformado el poliovirus en una entidad química, que puede sintetizarse sobre la base de la información almacenada en el dominio público, una demostración de que estos procedimientos son aplicables a la síntesis de cualquier virus. Así que, según él, era un avance científico. Pero muchos tienen dudas al respecto.

Si esas eran las explicaciones de Wimmer, para algunos virólogos reputados de Estados Unidos ese experimento era innecesario, absurdo y un guiño muy claro a los bioterroristas. La reconstrucción sintética del virus de la polio muestra que es posible crear cualquier tipo de virus asesino y, por ende, fabricar una pandemia de laboratorio. Es famosa la historia de la resurrección del virus de la gripe que causó la pandemia de 1918 —de ello hablamos a fondo en otro capítulo—. En ese caso, el objetivo era benigno; se trataba de prepararse para posibles pandemias futuras causadas por un virus similar. Otros grupos pueden tener fines menos humanitarios.

La guerra biológica es tan antigua como la civilización. Los atenienses sospecharon que los espartanos habían envenenado el agua de la ciudad, y un antiguo manual indio del arte de gobernar, el Kautiliya Arthasastra, informaba a los gobernantes sobre el uso clandestino de venenos.

En 1340, los atacantes bombardearon el castillo de Thun L’Eveque en Hainault, en el norte de Francia, usando catapultas cargadas con animales muertos. Los defensores no pudieron aguantar el hedor y, temiendo morir de peste, negociaron el cese de hostilidades. Unos años después se produjo uno de los episodios de guerra biológica mejor documentados: el asedio de Caffa. En el siglo XIV, en su intento de infectar a los habitantes de una ciudad bajo asedio, los atacantes mongoles utilizaron catapultas para arrojar los cuerpos de las víctimas de la peste bubónica sobre los muros de la ciudad de Caffa, en Ucrania. Así lo contó un contemporáneo de la batalla, Gabrielle de Mussi —citado por Mark Wheelis en Biological Warfare at the 1346 Siege of Caffa:

Los mercaderes cristianos, que habían sido expulsados por la fuerza, estaban tan aterrorizados por el poder de los tártaros que, para salvarse a sí mismos y sus pertenencias, huyeron en un barco armado a Caffa, un asentamiento en la misma parte del mundo que habían fundado hacía mucho tiempo los genoveses.

¡Oh, Dios! Vea como las razas paganas del tártaro, que se unieron por todos lados, de repente acudieron a la ciudad de Caffa y sitiaron a los cristianos atrapados allí durante casi tres años. Allí, acorralados por un inmenso ejército, los cristianos apenas podían respirar, aunque les podía llegar comida, lo que les ofrecía algo de esperanza. Pero he aquí que todo el ejército tártaro se vio afectado por una enfermedad que mataba a miles y miles cada día. Era como si llovieran flechas del cielo para golpear y aplastar su arrogancia. Todo consejo y atención médica fue inútil; los tártaros morían tan pronto como aparecían los signos de la enfermedad: hinchazones en la axila o la ingle causadas por bultos coagulantes, seguidos de una fiebre pútrida.

Los tártaros, moribundos, atónitos y estupefactos por la inmensidad del desastre provocado por la enfermedad, perdieron el interés en el asedio. Pero ordenaron que los cadáveres fueran colocados en catapultas y se bombardeara con ellos la ciudad con la esperanza de que el hedor intolerable matara a todos los que estaban dentro. Lo que parecían montañas de muertos se lanzó a la ciudad, y los cristianos no podían esconderse, huir o escapar de ellos, aunque arrojaron tantos cuerpos como pudieron al mar. Y pronto los cadáveres podridos contaminaron el aire y envenenaron el suministro de agua, y el hedor era tan abrumador que apenas uno de varios miles estaba en condiciones de huir de los cadáveres del ejército tártaro. Además, un hombre infectado podía llevar el veneno a los demás e infectar a personas y lugares con solo mirarlos. Nadie sabía, o podía descubrir, un medio de defensa.

En 1422, se usó, sin éxito, la misma táctica cuando en el asedio de Karlstein, en Bohemia, las fuerzas atacantes lanzaron los cadáveres en descomposición de los soldados muertos en la batalla sobre los muros del castillo. Las fuerzas tunecinas usaron la misma estrategia al arrojar a los cristianos asediados ropas contaminadas con peste en 1785.

En el otro lado del Atlántico, en América, algunos oficiales británicos discutieron planes para transmitir la viruela a los nativos americanos durante la Rebelión de Pontiac, cerca de Fort Pitt (Pittsburgh, Pensilvania), en 1763. Sir Jeffrey Amherst, comandante de las fuerzas británicas en América del Norte, sugirió el uso deliberado de la viruela para disminuir la población indígena americana hostil a los británicos. Un comandante escribió: «Les dimos dos mantas y un pañuelo del hospital de viruela. Espero que tenga el efecto deseado».

La viruela se propagó entre los nativos estadounidenses en el área durante esa rebelión y después de ella.

En otro continente se utilizó el mismo virus con fines de conquista. Coincidiendo con la llegada de los colonizadores, un brote de viruela en Australia en 1789 mató a miles de aborígenes que se oponían a ellos. Los historiadores sostienen que se trató de un acto deliberado de guerra biológica contra los habitantes originales. El capitán de la Primera Flota confesó en su diario que los barcos ingleses que llegaron a Australia portaban botellas que contenían el virus de la viruela. Fue un acto premeditado. La viruela se utilizó cuando comenzaban a agotarse las municiones. Y tuvo éxito. La epidemia asesinó a miles de indígenas y destruyó la resistencia organizada en los asentamientos de la costa este de Australia. Tras el ataque biológico, Inglaterra tuvo vía libre para colonizar el continente.

En 1887, el escritor francés Albert Robida escribió una novela de ciencia ficción titulada Guerra en el siglo veinte. Uno de los bandos contendientes planea utilizar armas biológicas y para ello reúne a un equipo multidisciplinario:

Un oficial se reunió en un salón con el cuerpo médico compuesto por ingenieros químicos, médicos y boticarios, y discutió las últimas medidas que se tomarían para detonar cuando pasase el ejército francés doce minas cargadas de miasmas concentrados y microbios de fiebre maligna, disentería, sarampión y otras enfermedades.

Como hemos comentado antes, quizá no fueron minas, pero unas decenas de años después de la publicación de la novela francesa se fabricaron bombas llenas de microbios durante la guerra.

Los japoneses usaron la peste como arma biológica durante la guerra chino-japonesa a finales de la década de 1930. Rellenaron bombas huecas con pulgas infectadas por la peste y las arrojaron desde aviones sobre dos ciudades chinas. En otros ataques usaron cólera y la bacteria Shigella. Se estima que quinientas ochenta mil personas murieron como resultado del programa japonés de armas biológicas.

No sabemos si los oficiales japoneses habían leído o no el cuento corto de ciencia ficción de Jack London «La invasión sin paralelo», publicado en 1910. En esta narración se describe un ataque a China en el que se utilizan armas biológicas. La diferencia entre este y muchos otros relatos de guerras biológicas es que aquí las armas incluyen numerosos virus y bacterias. La idea del ataque se le ocurre a un científico, quien se la comunica al primer ministro de su país y este a los jefes de Gobierno de otros países de Occidente.

Como Pekín fue bombardeada con tubos de vidrio, así lo fue toda China. Las pequeñas aeronaves, despachadas desde los buques de guerra, contenían solo dos hombres cada una, y sobre todas las ciudades, pueblos y aldeas que sobrevolaban, un hombre dirigía el avión y el otro arrojaba los recipientes de cristal.

Jack London sabía que hay personas que son naturalmente resistentes a un virus o a más de uno, por eso en el ataque se utilizan una mezcla de virus y bacterias:

Si hubiera sido una sola plaga, China podría haberla superado. Pero ninguna criatura era inmune a una veintena de plagas. El hombre que escapó de la viruela murió después de escarlatina. Quien era inmune a la fiebre amarilla moría de cólera; y si también fuese inmune a esta, la peste negra, que era la peste bubónica, lo mató. Porque fueron estas bacterias, gérmenes, microbios y bacilos cultivados en los laboratorios de Occidente lo que cayó sobre China con la lluvia de vidrio.[15]

Durante la Segunda Guerra Mundial, Alemania, la Unión Soviética, Estados Unidos, Japón y Reino Unido desarrollaron en secreto el ántrax y otras armas biológicas. Un ataque con tularemia —diez bacterias son suficientes para causar una enfermedad mortal si se usa como arma de propagación por inhalación— de los soviéticos contra el ejército alemán quizá sea solo un rumor. Y aunque Alemania acusó a los británicos de importar mosquitos infectados para desencadenar una epidemia de fiebre amarilla en la India, no hubo forma de confirmarlo. Sobre otros hechos existen pruebas fehacientes.

Los ingleses llevaron a cabo experimentos con bombas de esporas de B. anthracis, el agente que produce ántrax, en la isla Gruinard, cerca de la costa de Escocia. Se utilizaron en la mayoría de los casos bombas pequeñas que se detonaron a dos metros del suelo. Pero desde un avión se lanzó una bomba de mayor tamaño. Los militares observaron las nubes de ántrax extenderse a favor del viento sobre rebaños de ovejas repartidos en hileras a varias distancias del lugar de la explosión. Después de unos días, un número no definido de ovejas murió debido al ataque. Estos experimentos contaminaron la isla con persistentes y muy resistentes esporas, lo que forzó a descontaminar la isla cuarenta años más tarde.

Al terminar la guerra, Estados Unidos había gastado decenas de millones de dólares en un programa de armas biológicas en el que miles de soldados hacían experimentos. Cientos de miles de animales de laboratorio se expusieron a las enfermedades más letales dirigidos desde los laboratorios de Fort Detrick, en Maryland.

El uso de armas tan poco convencionales como las bombas atómicas lanzadas sobre Japón con efectos letales sin precedentes mostraron que armas distintas de las que se habían empleado en guerras anteriores serían las de uso más frecuente en guerras futuras. Lo confirma la información recogida por los servicios de inteligencia tras la rendición de Japón.

En realidad, los estadounidenses esperaban encontrar grandes arsenales de armas biológicas en Alemania. Los científicos nazis infectaron a prisioneros con organismos como el virus de la hepatitis A, enfermedades producidas por rickettsia, y malaria, pero Alemania nunca tuvo un gran programa de armas biológicas. Hitler padeció las secuelas de las armas químicas de la Primera Guerra Mundial y dio órdenes precisas para que no se crearan armas químicas ni biológicas. La sorpresa fue lo que se encontró en el país del sol naciente. Los espías estadounidenses no habían sido capaces de infiltrarse en los programas de armas biológicas japoneses, así que no hubo anticipos ni prolegómenos de aquella salvajada.

Existían informaciones imprecisas sobre un carácter oscuro, cuyo nombre aparecía de vez en cuando, de pasada, en los informes de los espías.

Se trataba de un médico llamado Shiro Ishii, que algunos informes de los servicios de inteligencia pensaban que se trataba de un personaje inventado y que tenía por alias «el Hombre Microbio». Ishii era real, era el Hombre Microbio y estaba al mando de uno de los mayores programas de matanzas en masa. Al Hombre Microbio lo capturaron y lo trasladaron a Estados Unidos. Aislado de Japón, pudo hablar sin censura. Sus declaraciones superaron todo lo imaginado.

El programa de armas biológicas se creó en la década de los treinta en parte porque los funcionarios japoneses estaban impresionados de que la guerra biológica estuviera prohibida por la Convención de Ginebra de 1925. El cuartel general de Ishii se encontraba en una región de China ocupada por los japoneses; era la infame y terrorífica Unidad 731. El lugar, que guardaba un lejano parecido con Los Álamos, donde los estadounidenses lideraron el Proyecto Manhattan que acabó con la producción de dos tipos de bombas atómicas, reunía a varios miles de trabajadores, entre ellos médicos, científicos y militares. Además de los siniestros laboratorios, habían construido un templo sintoísta para la oración y cines y burdeles para la diversión.

Los animales de laboratorio eran campesinos chinos. Ishii secuestraba ciudadanos en sus respectivas casas o en las calles y los encarcelaba en la Unidad 731. Los investigadores médicos también encerraron a los prisioneros enfermos con los sanos, para documentar la velocidad del contagio. Ishii informó de que todos los experimentos humanos acababan con la ejecución del conejillo de indias, superasen o no las pruebas, y la autopsia, con todos los datos meticulosamente recogidos y archivados. Algunas pruebas de análisis de tejidos se hicieron antes de que el paciente muriera; los colgaban del techo y los abrían en canal para examinar cómo los gérmenes afectaban a los órganos internos, y para evitar que los fármacos enmascararan potencialmente los síntomas, no se usaba anestesia. Los sádicos experimentos se consumaron en más de diez mil campesinos.

Ishii y su equipo infectaron a las personas con gérmenes que causan peste, cólera, disentería y fiebre tifoidea. Pero tenían un agente letal preferido: el ántrax. La inhalación de esporas de ántrax desarrolla una neumonía letal. Y se necesita muy poco ántrax para asesinar a miles de personas. Es una de las muertes más horribles. Ishii, así, se colocó en el universo paralelo de los psicópatas que enfrenta a los genios y benefactores de la humanidad. Enfrente de Ishii, al otro lado del espejo, se refleja Pasteur, quien trabajó día y noche para encontrar la vacuna contra el ántrax y salvar a los ganaderos franceses de una plaga que diezmaba el ganado.

Ishii sacó los experimentos del laboratorio y los exportó a ciudades chinas. En una de ellas se utilizaron aviones para bombardear a los ciudadanos con proyectiles llenos de pulgas infectadas con Yersinia pestis, agente causal de la peste bubónica. Nadie sabe cuántos murieron en esas pruebas. Japón esperaba poder usar esas armas contra Estados Unidos. El proyecto incluía usar pilotos kamikaze para arrojar pulgas infectadas con yersinia sobre San Diego. La estrategia se probó primero usando cientos de globos; doscientos de ellos aterrizaron en Estados Unidos y causaron víctimas mortales en Montana y Oregón. La idea era trasladar esporas de ántrax en los globos para iniciar una epidemia.

Las tropas japonesas también contaminaron con cólera y fiebre tifoidea pozos y estanques, e iniciaron epidemias de disentería, cólera y fiebre tifoidea en la provincia de Zhejiang, en China. La dificultad para controlar las bacterias quedó demostrada cuando miles de soldados japoneses se pusieron enfermos y casi dos mil murieron a causa de las enfermedades.

Sheldon H. Harris, un historiador estadounidenses, ha publicado que más de doscientos mil chinos fueron asesinados durante la guerra biológica y que, además, los laboratorios liberaron animales infectados con la peste cuando la guerra estaba terminando, lo que originó varios brotes de peste en los que murieron treinta mil personas más. Otros investigadores de la guerra biológica de Japón aceptan que los programas existieron, pero consideran exageradas las cifras que proporciona Harris.

Ishii ofreció todos sus datos en sujetos humanos a cambio de inmunidad para él y sus colegas. Douglas MacArthur, que estaba al mando de la ofensiva contra Japón, negoció el acuerdo. Necesitaban la información si querían combatir contra la Unión Soviética, que estaba desarrollando este tipo de programas. A diferencia de los médicos nazis, a los que se condenó en el juicio de Nuremberg y se ahorcó después, en el juicio por los de Tokio no se procesó a ningún médico envuelto en guerra biológica. Si se hubiera procesado a los científicos japoneses, el programa de armas biológicas de Estados Unidos se habría quedado atrás y los rusos habrían llegado a conocer los datos de los estudios de Ishii.

El acuerdo entre Japón y Estados Unidos permitió al general Shiro Ishii, jefe de la Unidad 731, vivir sin que lo molestaran. Sus subordinados y colaboradores triunfaron durante la posguerra: uno de ellos fue gobernador de Tokio, otro fue el presidente de la Asociación Médica de Japón y otro lo fue del Comité Olímpico de Japón.

Hay psicópatas, como los científicos japoneses o los estadounidenses, que decidieron probar la bomba atómica cuando Alemania ya se había rendido, que llegaron a tener puestos de poder y gran relevancia social una vez terminada la guerra. En las guerras sigue valiendo todo, porque el único objetivo es ganar, así que las conductas observadas en la execrable Unidad 731 pueden volver a repetirse en guerras futuras o tal vez estén repitiéndose ya en los conflictos bélicos del presente, como el de Siria, en las fronteras donde quedan atrapados los niños de los emigrantes sin recursos o en los desesperados campos de refugiados.

Una vez terminada la guerra, Estados Unidos y la Unión Soviética lanzaron programas de armas biológicas a gran escala que incluyeron el desarrollo de tecnología que facilitara el bombardeo de virus o toxinas bacterianas con aviones o misiles. Durante la Guerra Fría, en plena carrera armamentística, la Unión Soviética fabricó y almacenó virus de la viruela y otros agentes patógenos. En la década de 1970, se suponía que tenía almacenadas toneladas de virus de la viruela y que mantuvo la capacidad de producción hasta el comienzo de la década de los noventa. Y también manufacturaba ántrax, porque el «escape» de un laboratorio militar de una mínima cantidad de ántrax modificado para convertirlo en un arma biológica se llevó por delante a setenta personas en 1979.

La Unión Soviética afirmó, impávida, que había desmantelado el programa de armas biológicas a finales de la década de los ochenta, pero ninguna potencia europea o americana cree que eso sea completamente cierto. Es más, Rusia podría haber transferido materiales ilícitos y conocimientos sobre armas biológicas a otros países. Y así varios países tendrían cantidades clandestinas del virus de la viruela, que solo debería estar guardado en los laboratorios de referencia de la OMS.

La lista de las naciones sospechosas de mantener actualizados los programas de guerra biológica incluye a China, Irán, Corea del Norte, Rusia y Siria. Desde la década de los cincuenta, varias naciones intercambiaron acusaciones que, sin embargo, no se han demostrado. Algunos países de Europa del Este acusaron a Reino Unido de usar armas biológicas en Omán en 1957. China acusó a Estados Unidos de causar una epidemia de cólera en Hong Kong en 1961. El diario Pravda culpó al Gobierno colombiano de usar, con la ayuda de Estados Unidos, armas biológicas contra civiles en 1964. En 1969, Egipto denunció a países no determinados de provocar la epidemia de cólera en Irak de 1966.

En Europa, en la década de los noventa, se encontraron grandes cantidades de toxina botulínica en un laboratorio montado en un piso franco de la Facción del Ejército Rojo en París, Francia.

Robert Louis Stevenson escribió El dinamitero en 1885. En este libro, el narrador anarquista sugiere la posibilidad de contaminar los sistemas de alcantarillado de las ciudades británicas con bacilos tifoideos. La historia se inspira en el terror que infundían dos fenómenos de la época victoriana, los anarquistas y los problemas de salud pública como el cólera o la fiebre tifoidea. La situación imaginada por Stevenson se copió en un ataque terrorista doméstico en Estados Unidos, orquestado en Oregón por el gurú indio Bhagwan Shree Rajneesh.

Rajneesh afirmaba que había encontrado la iluminación mientras estudiaba en una universidad de la India. En los setenta, introdujo una práctica espiritual llamada «meditación dinámica» y se convirtió en un influyente gurú. Sus enseñanzas generaron conflictos con las autoridades y para evitar la cárcel, Rajneesh huyó a Estados Unidos y se instaló en Oregón con la intención de establecer una comuna espiritual.

Aquí sus tácticas sociales generaron revueltas y los miembros de su grupo recurrieron al crimen para intentar lograr sus fines, incluyendo un ataque biológico con salmonela, el microbio que produce la fiebre tifoidea, que hizo enfermar a más de setecientas personas. Varias mañanas de septiembre de 1984, después de que fracasaran otros intentos de contaminar el suministro de agua local, numerosos equipos formados por dos miembros de la secta salieron del rancho hacia los restaurantes de la ciudad donde, uno tras otro, infectaron con salmonela los bufés de ensaladas. Los servicios de emergencia se saturaron. Fue el mayor ataque de bioterrorismo en Estados Unidos.

A Rajneesh lo deportaron a la India. Allí se cambió el nombre a Osho y volvió a reunir seguidores. Como las situaciones irracionales se dan en racimos, después de la muerte de su líder, la comuna terminó llamándose Centro Internacional de Meditación Osho y congrega a cientos de miles de visitantes al año. Uno de sus lemas es: «El lugar donde tu salud se convierte en un estilo de vida».

El ataque biológico doméstico más reciente ocurrió justo después de los ataques de Al Qaeda del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas. Varios periodistas y senadores recibieron cartas con esporas de ántrax. Hubo cinco víctimas mortales y diecisiete más manifestaron síntomas de intoxicación. El FBI concluyó que Bruce Ivins, un investigador de biodefensa de Estados Unidos que trabajaba en Fort Detrick, era, probablemente, el terrorista. Bruce Ivins se suicidó en 2008 mientras lo investigaban por lo que nunca llegó a convertirse en una acusación oficial. Ivins habría llevado a cabo los ataques para que la vacuna contra el ántrax, en la que había trabajado varios años, volviese a recuperar la atención de las autoridades médicas y se dedicasen fondos a proseguir esas investigaciones. También se dudaba de su salud mental, pero no se obtuvo ninguna evidencia directa que lo vinculase con los ataques. El FBI manifestó que producir aquel ántrax no habría costado más de dos mil quinientos dólares.

La realidad imita al arte. Es posible que el ántrax manipulado genéticamente para resistir a los antibióticos, que pudo haber causado una plaga, se profetizara en la novela La danza de la muerte, también titulada Apocalipsis, de Stephen King. En esa novela, considerada una de las mejores del prolífico rey del terror, King cuenta la historia de los efectos de un virus de la gripe manipulado en una instalación del ejército. Un militar huye de una instalación gubernamental que se ha contaminado con un virus de la gripe como el que produjo una de las mayores pandemias a principios del siglo XX, pero que se ha modificado para convertirlo en un arma biológica. Este virus, al final, mata a más del noventa y cuatro por ciento de la población mundial.

Una vez visité en Fort Detrick el laboratorio donde se fabricó el ántrax. Durante una visita, a propósito de la preparación de un estudio clínico para examinar la toxicidad de adenovirus en pacientes con cáncer, me hicieron un tour por Fort Detrick. Pasamos una barrera con garita y soldados armados hasta los dientes, donde inspeccionaron documentos, personal y vehículo, y entramos en un complejo de edificios de ladrillo sucio de aspecto aburrido y silencioso.

Me llevaron expresamente a ver el laboratorio. No era diferente de muchos otros que había visitado, no tenía un aura sospechosa, no estaba sacado de un cuento de Lovecraft y tampoco parecía el lugar destartalado y desordenado donde trabajaría un científico loco: todo estaba en orden. Por su aspecto, podía haber sido el laboratorio de cualquier científico que estuviera trabajando en vacunas. Pero no lo era. Allí, recluido entre las cuatro paredes, con una bata blanca, un hombre había decidido dar una lección a sus compatriotas causándoles la muerte. La normalidad inesperada me causó una profunda impresión. También me resultó impresionante el texto de las notas que se enviaron a las víctimas del ataque terrorista, pues sugerían una falsa bandera. El texto de la segunda nota, escrito con falsas faltas de ortografía, como si lo hubiera escrito un extranjero, decía:

09-11-01

No podéis pararnos.

Tenemos este ántrax.

Vosotros morir ahora.

¿Tienes miedo?

Muerte a América.

Muerte a Israel.

Alá es grande.

Durante la manipulación del adenovirus Delta-24, conocí a científicos de Europa del Este emigrados a Estados Unidos. El rumor, no confirmado, es que en Rusia se trabajaba con mejoras de virus parecidas a las nuestras, pero que su guerra no era contra el cáncer. Probablemente solo eran leyendas urbanas.

En el cuento corto «Yah!, Yah!, Yah!», de Jack London, la violencia entre los nativos de la Melanesia y los blancos acaba en una guerra biológica en la que se empleó un virus muy conocido que, como el de la viruela, viajó con los españoles durante la conquista de América. Así lo cuenta London:

Los seis hombres que fueron liberados y llevados a tierra fueron los primeros en coger al diablo-diablo que los capitanes mandaron a perseguirnos.

—Produjo una gran enfermedad —interrumpí, porque reconocí el truco. El barco de guerra había tenido sarampión a bordo y los seis prisioneros habían sido expuestos deliberadamente a la enfermedad.

—Sí, una gran enfermedad —continuó Oti—. Era un poderoso demonio-demonio. Ni el hombre más viejo había oído hablar de ella. Matamos a nuestros sacerdotes porque no pudieron vencer al demonio-demonio. La enfermedad se extendió. He dicho que había diez mil de nosotros, que estábamos hombro con hombro en el banco de arena. Cuando la enfermedad nos dejó, quedaban vivos tres mil.

El tema de modificar virus para convertirlos en armas biológicas ha cobrado popularidad durante la pandemia del coronavirus. Tanto Estados Unidos como China se han acusado de haber «fabricado» el virus en laboratorios de los que escapó por accidente. Son, probablemente, fake news. El Pentágono y la comunidad de inteligencia están investigando la posibilidad de que los adversarios puedan usar el nuevo coronavirus como arma biológica. Esta actitud refleja la evolución del aparato de seguridad nacional en la comprensión de los peligros del virus.

Los funcionarios de los comités de defensa e inteligencia puntualizaron que el hecho de que se esté investigando en esa línea no implica que crean que el virus se haya creado a propósito para utilizarse como un arma: los servicios de inteligencia aún están investigando los orígenes potenciales del virus, incluida la teoría de que se manipulara o se escapara del laboratorio de virología de máxima seguridad de Wuhan, la ciudad donde comenzó la epidemia.

¿Cuáles son los agentes que se usarán con más probabilidad en un ataque con armas biológicas? La agencia del control de enfermedades americana los ha catalogado en tres categorías de acuerdo con el riesgo que suponen para la seguridad nacional. Los agentes de la categoría A tienen la máxima prioridad, porque pueden transmitirse de persona a persona, son letales y pueden originar gravísimos trastornos sociales, como por ejemplo el pánico en la población diana.

En el grupo A están incluidos varios virus: la viruela y los virus que causan fiebres hemorrágicas, como los del Ébola, Marburgo, Lassa y Machupo. No hay tratamiento para ellos y existe la tecnología para manipularlos y crear nuevos virus aún más dañinos. Los agentes de categoría B son moderadamente fáciles de diseminar y resultan en baja mortalidad. Estos virus causan distintos tipos de inflamaciones cerebrales, como la encefalitis equina venezolana, la encefalitis equina oriental y la encefalitis equina occidental. El grupo C incluye agentes de enfermedades raras que podrían diseñarse para una diseminación masiva en el futuro, como el virus Nipah, un virus ARN que se transmite de los murciélagos y puede causar encefalitis, y los hantavirus, que provocan neumonías muy graves.

Además de los virus de esas tres categorías, existen otros que infectan animales y pueden ocasionar enfermedades mortales en el hombre: los priones, que causan las encefalopatías de las vacas locas y el síndrome de Creutzfeldt-Jakob en humanos; el virus de la fiebre del valle del Rift; el virus Hendra y el virus que causa la fiebre del Nilo.

¿Cuál sería el agente infeccioso perfecto para la guerra? Tendría que cumplir una serie de características:

1. Un virus que se transmita por el aire, como el sarampión.

2. Sin tratamiento eficaz conocido, como el ébola.

3. Sin vacuna conocida, como la fiebre amarilla.

4. Capaz de producir una gran alarma social, como la viruela.

5. Que produzca enfermedades mortales o incapacitantes, como la polio.

6. Difícil de diagnosticar e identificar, como los virus de enfermedades exóticas raras.

7. Para el que se disponga de tratamiento o vacuna secreta.

¿Existe ese agente? Nadie lo sabe con certeza. Pero los sicarios de la biología negra trabajan en ello cada día y hay Gobiernos que pagarían auténticas fortunas por conseguirlo.

Para prevenir el bioterrorismo se ha hablado de mantener en secreto los avances científicos porque esa información podrían utilizarla grupos terroristas o países que no respetan tratados internacionales de control de armas. Limitar la información, sin embargo, casi nunca funciona. La libertad de publicación y su distribución a través de los países es esencial para el progreso de la investigación científica. Progreso es, quizá, la mejor estrategia para protegerse contra el bioterrorismo. Algunos críticos consideran esta visión como ingenua y quizá tengan parte de razón, pero nadie ha propuesto nada mejor. La censura parcial es imposible y la censura total equivaldría a frenar el avance científico, con lo que los bioterroristas, de alguna manera, habrían ganado la primera batalla: detener el progreso.

La mejor estrategia es la unidad de las naciones y dotar de fondos suficientes a las organizaciones supranacionales para construir redes de detección, alerta y tratamiento de las posibles plagas iniciadas por ataques terroristas. Medidas como las tomadas frente al coronavirus, es decir, aumento de la higiene personal, distanciamiento social y mitigación, pueden funcionar contra muchos ataques si estos se detectan a tiempo, aunque el agente y las rutas de contagio y diseminación no se identificaran por completo.

El peligro del bioterrorismo no desaparecerá. Usar balas de virus es barato y efectivo. Incluso un agente que cause poca mortalidad, como el SARS-CoV-2, es capaz de paralizar al país más poderoso del mundo. No dudemos que esta pandemia ha resucitado el mórbido entusiasmo y provisto de horribles ideas a la biología clandestina.

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