Violeta

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Cuarta parte. Renacer (1983-2020) » Capítulo 23

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Permíteme contarte un poco de Roy Cooper, el componedor de entuertos con pinta de boxeador de los barrios bajos a quien tanto quise, el hombre que figura como tu padre en tu certificado de nacimiento. Lo conociste, pero tal vez no te acuerdas de él porque eras muy chico cuando fuimos los tres a Disneyland, creo que tenías siete u ocho años. Es la única vez que lo viste, pero él y yo nos mantuvimos siempre en contacto. Nos íbamos de vacaciones una o dos veces al año, cuando podía dejarte con Etelvina o en la granja con Facunda.

Roy se había trasladado a Los Ángeles, donde seguía practicando su oficio. Le sobraban casos, era la ciudad ideal para un hombre como él, que se movía con fluidez de anguila entre pecadores de diversa índole, felones y delincuentes, policías corruptos y periodistas curiosos. Me maravillaba que pudiera vivir en ese ambiente y mantener suficiente frescura y generosidad para amarme sin pedir nunca nada, ni siquiera ser amado en la misma medida, y para hacer lo que hizo por Nieves y por ti.

Es poco delicado que te mencione a mis amantes, ya que eres mi nieto y eres cura, pero Roy fue una excepción. A Julián no lo incluyo en la categoría de amante, porque es el padre de mis hijos, aunque nunca nos casamos. Roy era de pocas palabras, con un sentido del humor chabacano y una cultura de la calle, lo único que leía eran las páginas deportivas de los periódicos y novelas policiales en ediciones de bolsillo. Olía a cigarrillo y una colonia dulzona, tenía manos ásperas de albañil, sus modales en la mesa me chocaban y parecía vestirse con ropa de segunda mano, porque le quedaba estrecha y era terriblemente pasada de moda. En resumen, tenía pinta de guardaespaldas de algún criminal.

Nadie habría imaginado que ese hombre fuera delicado de sentimientos y, a su manera, muy galante. Me trataba con una mezcla de respeto, ternura y deseo. Sí, Camilo, me deseaba con tal constancia que a su lado se me borraban los años y los malos recuerdos, y volvía a ser joven y sensual. Nadie me hizo sentir tan bella y celebrada como él. Nos amábamos livianamente, con risa y sin imaginación, lo opuesto de la pasión carnal que conocí con Julián Bravo, una carrera de acrobacias en la que a menudo salía machucada. Con Roy repetíamos la misma rutina, tranquilos en la certeza de que gozábamos por igual, y después descansábamos abrazados, cómodos y satisfechos. Hablábamos poco, no importaba el pasado ni existía el futuro. Él sabía de Julián Bravo y sospechaba las razones por las que dejé de amarlo, pero evitaba hacerme preguntas; para él sólo contaba el tiempo que podíamos compartir. Yo tampoco indagaba. Nunca supe si tenía familia, si alguna vez estuvo casado o qué hacía antes de dedicarse a su extraña ocupación.

Roy tenía una modesta casa rodante, y en ella nos íbamos a recorrer por dos o tres semanas diferentes partes del país, especialmente los parques nacionales. Ese carromato no era de los más modernos ni lujosos, pero cumplía su función sin fallar jamás. Consistía en una salita con una mesa de usos múltiples, una cocina básica, un baño tan angosto que si se me caía el jabón no podía agacharme a recogerlo, y al fondo una cama separada del resto por una puerta corrediza. Contaba con un depósito de agua en el techo, electricidad cuando podíamos enchufarnos en un campamento y un retrete químico. El espacio nos resultaba suficiente, salvo si llovía durante varios días y debíamos permanecer encerrados, pero eso era poco frecuente.

Estados Unidos es todo un universo, contiene varias naciones dentro de su territorio, y todos los paisajes. Roy y yo viajábamos con calma y sin un itinerario fijo, íbamos a donde nos llevara la intuición del momento. Así fuimos desde el Valle de la Muerte en California, donde los fantasmas de quienes perecieron en el desierto paseaban en un calor de 52 °C, hasta un glaciar en Alaska, donde anduvimos en un trineo tirado por doce perros. Nos deteníamos por el camino en cualquier parte. Dábamos largas caminatas, nos bañábamos en ríos y lagos, pescábamos, cocinábamos al aire libre.

Recuerdo como si fuera ayer la última noche que dormimos juntos en la casa rodante. Yo tenía sesenta y cuatro años y me sentía de treinta. Habíamos tenido una semana magnífica en el parque de Yosemite, a comienzos del otoño, cuando hay menos turistas y el paisaje cambia mágicamente y los árboles adquieren colores vibrantes, rojo, naranja y amarillo. Como todas las tardes, asamos la cena en la barbacoa, un pescado fresco y verduras. De pronto apareció un oso a poca distancia, un animal enorme y oscuro que avanzaba bamboleándose hacia nosotros, tan cercano que oíamos el resoplido de su respiración y podría jurar que hasta podíamos oler su aliento. Nos habían dado instrucciones para esa emergencia, pero en aquel instante de pánico se me borraron de la mente. Nos habían dicho que permaneciéramos inmóviles, no gritáramos ni lo miráramos a los ojos, pero yo me puse a dar alaridos y saltos de terror.

El oso se levantó en dos patas, alzó los brazos al cielo y me respondió con un tremendo gruñido gutural que quedó reverberando como un largo eco. Roy no esperó. Me cogió de la chamarra y me arrastró prácticamente en vilo al tráiler. Alcanzamos a entrar y cerrar la puerta en las narices del oso, que arremetió contra el vehículo y lo sacudió unas cuantas veces, furioso, antes de dirigir su atención a la comida que estábamos preparando. Una vez satisfecha el hambre con nuestra cena y la bolsa de basura, se sentó a observar la caída de la noche con la paz de un budista.

Esa noche no nos asomamos afuera y cenamos frijoles en lata. A alguna hora el oso se marchó, y en la mañana recogimos nuestras cosas deprisa y nos fuimos. Creo que muy pocas veces he tenido tanto miedo. Desde entonces he ido varias veces al zoológico a observar a los osos; de lejos son bellos.

En esas vacaciones me llamó la atención que a Roy le colgaba la ropa; había perdido peso, pero como tenía la misma energía y entusiasmo de siempre, no le di importancia. Al día siguiente nos despedimos en el aeropuerto de Los Ángeles. Al abrazarnos noté que estaba emocionado y se le aguaban los ojos, lo que nunca antes había sucedido y no correspondía a la imagen de macho fuerte que él proyectaba.

—Dale saludos a mi hijo Camilo —dijo, secándose una lágrima de un manotazo.

Siempre preguntaba por ti y me recordaba la broma de haberte inscrito como hijo suyo.

No sospeché ese día que no volveríamos a dormir juntos nunca más. Roy murió de cáncer un año más tarde. Me ocultó su enfermedad porque quería que lo recordara sano, enamorado y vital, pero Rita Linares me avisó.

—Está solo, Violeta, nadie ha acudido a verlo, parece que no tiene familia y no me permitió llamar a ninguno de sus amigos. Cuando ya no pudo soportar el dolor, aceptó venirse conmigo. Somos amigos desde la escuela, ha estado presente en mi vida desde que llegué a este país, cuando era una chiquilla inmigrante que apenas hablaba inglés; siempre me ha ayudado cuando lo he necesitado, es como mi hermano —me dijo, llorando.

Volé de inmediato a Los Ángeles con la esperanza de que todavía estuviera en la casa de Rita, pero ya se lo habían llevado al hospital. Era el mismo hospital donde tú naciste y donde vi a Nieves por última vez, con los mismos pasillos anchos, las luces fluorescentes, los pisos de linóleo, el olor a desinfectante y la capilla de los vitrales. Roy estaba conectado a un respirador, todavía consciente. No podía hablar, pero pude ver en sus ojos que me reconocía, y quiero pensar que mi presencia fue un consuelo para él.

—Te quiero, Roy, te quiero tanto, tanto… —le repetí mil veces.

Al día siguiente murió, tomado de mi mano y la de Rita.

Creciste tan deprisa, Camilo, que una noche viniste a mi pieza a darme las buenas noches y me sobresaltó la presencia de un joven desconocido. Venías con el uniforme escolar de los viernes, es decir, con el sudor y la mugre del resto de la semana, un escobillón de pelos en la cabeza y una expresión exaltada. Habías perdido la bicicleta y corrido veintitantas cuadras para llegar antes del toque de queda.

—¿Dónde andabas? Son casi las diez de la noche, Camilo.

—Protestando.

—¿Contra qué, se puede saber?

—Contra los milicos pues, contra qué otra cosa va a ser.

—¡Estás loco! ¡Te lo prohíbo!

—Me parece que no tienes autoridad moral para prohibírmelo —me dijiste, y me guiñaste un ojo con esa picardía socarrona que siempre ha logrado desarmarme.

Era cierto que me habían colocado un tornillo en la clavícula por ir a meterme en una protesta, pero fue por mala suerte. En ese tiempo yo todavía no me arriesgaba, simplemente iba pasando por la calle, me arrolló la multitud y no pude escapar. La policía arremetió contra los manifestantes a palos, gases lacrimógenos y chorros a presión de agua inmunda. Uno de esos chorros me lanzó contra la pared de un edificio. Combatí el dolor de los tres primeros días después de la operación con unos poderosos analgésicos y marihuana, pero ya llevaba un mes con el brazo en cabestrillo y me fallaba la paciencia. Esa noche tuve mi primer atisbo de lo que iba a ser mi martirio en los cuatro años más que habría de durar la dictadura. Si andabas dando guerra a los catorce años, no ibas a llegar a la mayoría de edad; los milicos se encargarían de impedírtelo. Sufriendo por ti me llené de canas, chiquillo jodido.

Ya no vivíamos en el antiguo apartamento frente al Parque Japonés, que ahora se llamaba Parque de la Patria, porque después de que murieron José Antonio y miss Taylor nos quedó grande y, además, ya no correspondía a mi nuevo estado de ánimo. Nos fuimos los cuatro, Etelvina, Crispín, tú y yo a esa casita que se cayó en un terremoto, ¿te acuerdas? Quedaba lejos del centro y de la Escuela Militar, donde ocurrían la mayoría de los disturbios. El cambio de casa fue un paso más en el camino de ir desprendiéndome de las chucherías que antes me parecían indispensables y después me agobiaban. Eliminé los muebles macizos, las alfombras persas, la profusión de adornos y me quedé sólo con los enseres domésticos esenciales. Una vez que Etelvina escogió lo que deseaba guardar para cuando decidiera vivir en su propio apartamento, que por el momento estaba alquilado y le daba renta, llamé a la manada de sobrinos y sobrinas, con quienes en realidad tenía muy poco contacto, para que se llevaran lo que quisieran; en menos de dos días desapareció casi todo. Nos mudamos con lo mínimo, ante el desconcierto de Etelvina, que no entendía el capricho de vivir como gente de medio pelo si podíamos vivir como ricos.

Es difícil hacer dinero trabajando, como en mi juventud. Mientras más duro es el trabajo, peor se paga. Mucho más fácil es enriquecerse sin producir nada, moviendo dinero de un sitio a otro, especulando, aprovechando oportunidades de la Bolsa, invirtiendo en el esfuerzo de otros. También es fácil perder todo y quedarse en la calle cuando se vive del trabajo cotidiano, pero resulta difícil gastar una fortuna, porque el dinero atrae más dinero, que se multiplica en la misteriosa dimensión de las cuentas bancarias y las inversiones. Alcancé a acumular mucho antes de que se me ocurriera cómo gastarlo.

Primero fueron las mujeres que conocí el día en que fuimos a identificar los despojos de la cueva. Digna, Rosario, Gladys, María, Malva, Dionisia y varias más, y en especial Sonia, la madre de los cuatro hermanos Navarro, baja, fornida, firme como un roble, y que tuvo ese día la evidencia de que sus hijos habían sido asesinados, como había sospechado durante muchos años, pero en vez de hundirse en el duelo se puso al frente de las otras para exigir que les entregaran los huesos y castigaran a los culpables. Todas eran campesinas de la zona cercana a Nahuel, muchas de ellas conocidas de Facunda, pilares de sus familias, porque los hombres que quedaban estaban ausentes o entregados a la desesperación. Trabajaban de sol a sol desde niñas y seguirían haciéndolo hasta el final. Soñaban con que sus hijos o sus nietos terminaran la escuela, se prepararan en un oficio y tuvieran una vida más descansada que las de ellas.

Empecé a visitarlas una a una, casi siempre acompañada por Facunda. Me contaban de sus desaparecidos, de cómo habían sido cuando vivían, de cómo se los llevaron, de la eterna burocracia de buscarlos, de golpear puertas y mandar cartas y sentarse frente a los cuarteles a clamar por ellos, de ser echadas, silenciadas y amenazadas, de no cejar y seguir preguntando. Lloraban sin bulla, y a veces se reían. Me ofrecían té, tisanas de hierbas, mate. Café no tenían. Facunda me advirtió contra los regalos, que podían ser humillantes porque no podían retribuirlos. Les llevaba medicinas cuando las necesitaban, y zapatillas deportivas para los niños, eso lo aceptaban, y a su vez me daban huevos o una gallina.

Me fui integrando al grupo de a poco, con prudencia para no ofender. Me resigné a ser diferente a ellas sin disimularlo, porque habría sido inútil. Aprendí a escuchar sin tratar de resolver los problemas o dar consejo. Facunda tuvo la idea de hacer reuniones los viernes en la granja. Vivía con su hija Narcisa, convertida en una matrona gorda y autoritaria, y una nieta llamada Susana, de quien te hablaré más adelante. Hacía más de un año que había dejado de hornear porque no le daba el cuerpo para tanta faena, como decía, pero con la ayuda de Narcisa se esmeraba en preparar sus famosas tartas para las mujeres de los viernes. Yo asistía más o menos una vez al mes, porque el viaje desde la capital era muy largo.

En esa época me volví a conectar con Anton Kusanovic y conocí a su hija Mailén, una chiquilla de doce años, flaca, puros codos, rodillas y nariz, pero con la seriedad de un notario, que se presentó como feminista. Me acordé de Teresa Rivas, la única feminista que había conocido. Le pregunté qué significaba eso para ella y me informó de que luchaba contra el patriarcado, es decir, contra los hombres en general.

—No le hagas caso, Violeta, ahora anda en eso, pero ya se le pasará. El año pasado era vegetariana —me aclaró su padre.

La intensidad del propósito de aquella niña me impresionó en ese momento, pero pronto la olvidé. No podía adivinar que llegaría a ser tan importante para mí y para ti, Camilo.

Esas mujeres del campo me enseñaron que el coraje es contagioso y que la fuerza está en el número; lo que no se logra sola se consigue entre varias, y mientras más sean, mejor. Pertenecían a una agrupación nacional de cientos de madres y esposas de desaparecidos, tan determinadas que el gobierno no había podido desbandarlas. La versión oficial negaba como propaganda comunista que hubiera gente desaparecida, y calificaba a esas mujeres de locas subversivas y antipatrióticas. La prensa acataba la censura y no las mencionaba, pero en el extranjero eran bien conocidas gracias a los activistas de derechos humanos y la gente del exilio, que había mantenido durante años una campaña de denuncia contra la dictadura.

En las reuniones de los viernes con las tartas de Facunda me enteré de que existían desde hacía décadas muchas agrupaciones femeninas con diferentes propósitos, que ni siquiera el machismo militar había podido aplastar. La acción era más difícil en la dictadura, pero no imposible. Me puse en contacto con grupos que luchaban por obtener una ley de divorcio o por despenalizar el aborto. Eran obreras, mujeres de clase media, profesionales, artistas, intelectuales. Asistía a esas reuniones para aprender, sin tener nada que aportar, hasta que encontré la forma de ayudar.

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