Victoria

Victoria


CAPITULO VIII

Página 10 de 18

C

A

P

I

T

U

L

O

V

I

I

I

Era la primera vez en su vida que franqueaba la puerta del castillo; subió la escalera hasta el primer piso. Un murmullo de voces del interior hirió sus oídos y su corazón palpitaba con fuerza cuando entró.

La castellana joven aún vino a su encuentro, le saludó amablemente y estrechóle la mano. Encantada de verle; se acordaba de cuando él no era más que así de alto; ahora era todo un hombre… Y la castellana parecía querer decirle algo más todavía, le retenía la mano en la suya, mirándole fijamente a los ojos.

El castellano fue también hacia él, tendiéndole la mano. Como su mujer había dicho, estaba hecho un hombre, en toda la extensión de la palabra. Un hombre célebre… Encantadísimo…

Fue presentado a damas y a caballeros, al chambelán, con el pecho lleno de condecoraciones, y a su señora esposa; a un corpulento propietario del vecino distrito y a Otto, el teniente. No veía por ninguna parte a Victoria.

Transcurrió largo rato. Victoria entró, pálida, casi vacilante, conduciendo de la mano a una jovencita. Dieron la vuelta a la sala, saludaron a todo el mundo, dirigieron unas palabras a cada uno y se detuvieron delante de Juan:

Victoria dijo sonriendo:

—Aquí tiene usted a Camila, ¿no es una sorpresa? Ya se conocen ustedes.

Quedóse mirándolos a los dos, después salió de la sala.

Juan, inmóvil en su sitio, quedó desconcertado. Era aquella la sorpresa. Victoria, muy amablemente, había procurado una sustituta… ¡Escuchadme, sed amigos, buena gente! La primavera está en flor, el sol brilla; abrid las ventanas, si tal es vuestro deseo, pues el jardín perfuma, y los estorninos juguetean en los abedules. ¿Por qué no os habláis? Pues, reíos al menos.

—Sí, nos conocíamos —dijo Camila con simplicidad—. Aquí fue donde me sacó usted del agua, hace tiempo. Era joven y rubia, vestida de rosa, y tenía diecisiete años. Juan, apretando los dientes, reía y bromeaba. Poco a poco, la alegría de la jovencita oreó su espíritu; conversaron largamente; fue apaciguándose el palpitar de su corazón. Ella conservaba su encantadora y antigua costumbre de ladear la cabeza, atenta a lo que él decía. La recordaba, no le era extraña.

Victoria volvió, cogióse del brazo del teniente, le condujo hacia Juan y dijo:

—¿Conoce a Otto, mi prometido? Debe acordarse de él.

Sí, se recordaban. Dijeron las palabras de cumplido; hicieron los saludos necesarios y separáronse. Juan y Victoria quedaron solos. Él le dijo:

—¿Era esa la sorpresa?

—Sí —dijo con aire disgustado e impaciente—. He hecho lo que he creído mejor; no he sabido qué otra cosa idear. No me pida lo imposible, más bien debe agradecérmelo; he visto que le ha gustado.

—Le doy las gracias. Sí, en efecto, me gustó.

Una infinita desesperación le abrumaba, su rostro volvióse lívido. Si alguna vez ella le había hecho sufrir, ahora lo remediaba con creces. Le estaba sinceramente reconocido.

—Además, he observado que hoy se ha puesto usted la sortija —dijo sordamente—. Ahora no se la quite más.

Un momento de silencio.

—No, no me la quitaré más —respondió.

Juan fijó sus ojos en los de ella. Sus labios temblaron; señalando con la cabeza al teniente, dijo con voz ronca y dura:

—Tiene usted buen gusto, señorita Victoria. Es un hombre bien parecido. Sus charreteras le sientan muy bien.

Con perfecta calma, ella respondió:

—No, no es bien parecido. Pero es un hombre culto. Eso sirve también para algo.

—Gracias —exclamó riendo con fuerza. Después añadió insolentemente—: Y el dinero que tiene en los bolsillos sirve para mucho más.

Ella alejóse bruscamente.

Iba igual que un desterrado, de un extremo a otro. Camila le habló y le dirigió algunas preguntas; ni la oyó ni le contestó. Ella insistió tocándole el brazo, pero fue en vano.

—¡Ah! No veis cómo sueña —exclamó riendo—. ¡Piensa! ¡Piensa!

Victoria la oyó y respondió.

—Quiere estar solo. Me ha rechazado a mí también.

Mas de pronto, se acercó a Juan y le dijo con voz firme:

—Medita probablemente una excusa que darme. No se preocupe por eso. Al contrario, soy yo quien debe excusarse por haberle enviado tan tardíamente mi invitación. Es una distracción imperdonable de mi parte. Me olvidé de usted hasta el último momento, e iba a olvidarme completamente. Pero espero que me perdone: ¡tenía tantas cosas en la cabeza!

Él la miró desconcertado. Camila paseó su mirada del uno al otro y pareció extrañada. Victoria, con pálido y frío semblante, mostraba delante de ellos un aire satisfecho. Había tomado venganza.

—Mire nuestros jóvenes caballeros —dijo a Camila—. Verdad es que no puede esperarse demasiado agasajo de su parte. Contemple allí a mi prometido, sentado, hablando de caza a sus anchas, y aquí, al poeta, hundido en sus meditaciones… ¡Díganos alguna cosa, poeta!

Las venas de sus sienes se hincharon.

—Bueno, usted me pide que diga algo. Pues bien.

—¡Oh! No se esfuerce.

Y ya hizo ademán de marcharse.

—Para abordar el tema sin rodeos… —dijo él lentamente y sonriendo, pero con voz entrecortada—, para dar de lleno en él: ¿hace mucho tiempo, señorita Victoria, que está usted enamorada?

Durante algunos segundos se hizo un silencio absoluto; hubiera podido oírse el latir de sus corazones. Camila respondió, tímida:

—Ni que decir tiene que Victoria está enamorada de su prometido. Acaba de prometerse, ¿no lo sabía usted?

Las puertas del comedor se abrieron de par en par.

Juan reconoció su sitio y se quedó de pie. La cabeza le daba vueltas, veía confusamente oscilar la mesa, y la gente en una efervescencia de voces…

—Bien, este es su sitio —le dijo amablemente la castellana—. ¡Con tal de que todos quieran sentarse ahora!

—¡Perdone!, —dijo bruscamente Victoria detrás de él.

Se apartó.

Ella cogió la cartulina con su nombre y la puso siete asientos más allá, al lado de un viejo señor que, en otro tiempo, había sido preceptor en el castillo y que tenía fama de gustarle la bebida. Trajo la cartulina cambiada y se sentó.

Él miraba lo que ella iba haciendo. Molestada, la castellana se ocupó negligentemente del otro lado de la mesa, evitando mirarle.

Aún más aturdido y confuso, dirigióse a su nuevo asiento. El primero fue ocupado por uno de los amigos de Ditlef, un joven de la ciudad en cuya pechera refulgía una botonadura de diamantes. A su izquierda tenía a Victoria y a su derecha a Camila.

La cena empezó.

El viejo preceptor se acordaba de haber visto a Juan en su infancia y se entabló conversación entre ellos. También él —decía— se había aficionado a la poesía en los días de su juventud; tenía manuscritos inéditos; cuando tuviera ocasión, se los daría a leer a Juan. Ahora había sido llamado con motivo del júbilo que reinaba en la casa; se le había invitado a fin de que pudiese compartir la alegría de la familia. El castellano y la castellana le prepararon esta sorpresa dada su vieja amistad.

—No he leído nada de usted —dijo—. Cuando deseo leer algo, leo lo mío. En mi cajón guardo poemas y cuentos. Se editarán después de mi muerte. Pues a pesar de todo, me agradará que el público sepa quién fui yo. ¡Ah! Sí, nosotros, los veteranos del oficio, no nos apuramos tanto en llevar nuestros manuscritos al impresor… Ahora se tiene más prisa. A la salud de usted.

La comida avanzaba. El castellano dio unos golpes en su vaso y se levantó. Su rostro enjuto y distinguido reflejaba emoción; parecía muy feliz. Juan inclinó profundamente la cabeza. No tenía nada en su vaso, y nadie le ponía vino; él mismo lo llenó hasta el borde, e inclinó nuevamente la cabeza. «Ahora viene la catástrofe», se dijo.

Fue un largo y hermoso discurso atentamente escuchado por todos, el cual terminó en medio de general regocijo: el noviazgo quedaba anunciado. Se hicieron un sinfín de votos por la hija del castellano y el hijo del chambelán.

Juan apuró el vaso de un trago.

Algunos minutos después, su enervamiento desapareció y recobró la calma; el champaña crepitaba sordamente por sus venas. El chambelán habló también y nuevamente oyó resonar los bravos y el tintineo de los vasos… Miró hacia el sitio de Victoria; estaba pálida, parecía atormentada y bajaba los ojos; Camila, por el contrario, le hizo señas con la cabeza, sonriendo, a las que correspondió inclinándose.

Cerca de él, el preceptor continuaba con su palique:

—¡Qué hermoso es!, ¡oh!, ¡qué hermoso cuando dos seres se unen! No ha sido esa mi suerte. A la edad de ellos, yo era un joven estudiante con un buen porvenir por delante. Tenía mucho talento; mi padre poseía un nombre rancio, una gran casa, fortuna y muchísimos barcos. De manera que, bien lo puedo decir, mi porvenir se auguraba brillantísimo. La que yo amaba era igualmente joven y de muy elevada posición. Me dirijo, pues, a ella y le abro mi corazón. Y ella me rechaza. ¿Puede usted concebir su actitud? No, que no quería, me dijo. Hice todo lo posible para continuar trabajando, soportando este revés con entereza. Luego vinieron para mi padre los años malos, los naufragios, las deudas, los protestos, en una palabra, la quiebra. ¿Qué hice yo entonces? Una vez más soporté como un hombre todos estos sinsabores. Y así fue que un día, efectivamente, se presentó aquella de quien le hablo. Volvió y me buscó en la ciudad. ¿Qué me quería?, preguntará usted. Yo era casi pobre, tenía un modesto empleo de maestro, todas mis esperanzas perdidas, mis poemas arrinconados, y ella volvía y me quería. ¡Me quería…! ¿Puede usted comprenderlo? —dijo el maestro mirando a Juan,

—Pero así, ¿fue usted quién ya no quiso?

—¿Es que podía querer? ¿Dígame? Despojado, despojado de todo, sin nada más que un empleo de maestro, y tabaco para la pipa sólo los domingos, ¿a qué quería usted que llegásemos? No podía hacerla tan desgraciada. Pero, dígame solamente: ¿puede usted comprenderlo?

—Y después, ¿qué fue de ella?

—¡Ah! ¡Dios mío!, no contesta mi pregunta. Se casó con un capitán. Al año siguiente. Un capitán de artillería. A la salud de usted.

Juan dijo:

—Se dice de ciertas mujeres que buscan alguien de quien tener piedad. Si el hombre triunfa, lo detestan y se apartan de él; si tiene mala suerte y humilla la cabeza, se adelantan triunfantes: ¡aquí me tienes!

—Pero ¿por qué no accedió en nuestros buenos tiempos, cuando el porvenir me sonreía como a un pequeño dios?

—Sin duda quería esperar que estuviese usted humillado… ¡Quién sabe!

—Pero nunca me humillé. ¡Jamás! Conservé mi orgullo y la mandé a paseo. ¡Eh! ¿Qué dice a esto?

Juan se callaba.

—Pero quizá tenga usted razón —prosiguió el viejo maestro—. Por Dios y por todos los santos del paraíso, que tiene usted razón en lo que acaba de decir —exclamó súbitamente enardecido. Bebió nuevamente—. Él aceptó por fin a un viejo capitán. Lo cuida, lo mima, le trincha la comida y es dueña de su casa. ¡Un capitán de artillería!

Juan alzó los ojos. Victoria, con el vaso levantado, miraba fijamente hacia su lado. Con un estremecimiento en todo su ser, él asió también su vaso. La mano le temblaba.

Entonces ella, en voz muy alta y riendo, pronunció el nombre de su vecino, el maestro.

Lleno de confusión, Juan dejó su vaso, sonriendo con aire perplejo. Los invitados lo habían observado.

El viejo maestro, emocionado hasta saltársele las lágrimas por la deferencia de su antigua discípula, levantó su vaso y lo vació.

—Y aquí me tiene —prosiguió—, aquí me tiene hecho un viejo, hollando el suelo, solo y desconocido. Este fue mi destino. Nadie sabe lo que tengo aquí dentro, pero nadie me ha oído quejar. Veamos, ¿conoce usted la tórtola? ¿No es la tórtola, la gran afligida, la que empieza por enturbiar el agua clara del manantial antes de beber?

—No lo sé.

—Pues sí, es ella; yo hago lo mismo. No he tenido la mujer que hubiera necesitado en la vida; pero no por esto carezco de alegrías. Sólo que las enturbio; siempre las enturbio. De este modo, la decepción no viene en seguida. Usted ve a Victoria allí. Acaba de beber conmigo. Yo fui su profesor y, ahora que va a casarse, me siento contento; experimento una felicidad completamente personal como si se tratase de mi propia hija. Ahora, quizá seré profesor de sus hijos… Claro que después de todo no está desprovista de alegrías la vida. Pero respecto a lo que acaba de decirme a propósito de la piedad, de la mujer y de la cabeza humillada, cuanto más pienso en ello más veo que tiene usted razón. ¡Vive Dios que tiene razón…! Perdone un instante.

Levantóse, cogió su vaso y se fue hacia Victoria. Se tambaleaba un poco sobre las piernas e inclinábase mucho hacia adelante.

Se pronunciaron varios discursos; habló el teniente, y el propietario del distrito vecino levantó su vaso en honor de la dueña de la casa. De pronto, el joven de la botonadura de diamantes se puso en pie y dirigióse a Juan. No hablaba solamente en su nombre; quería transmitir al joven poeta el homenaje de la juventud; con benévolos términos le expresó la admiración y el respeto de sus contemporáneos por su talento.

Juan no daba crédito a sus oídos.

Muy bajo, dijo al maestro:

—¿Se refiere a mí?

—Sí, se me ha adelantado. Hubiera querido hacerlo yo mismo; Victoria me lo pidió esta tarde,

—¿Quién dice que se lo pidió?

El maestro lo miró fijamente.

—Nadie —respondió.

Durante el discurso, todos los ojos se fijaron en Juan, incluso el castellano le hizo una seña con la cabeza, y la mujer del chambelán ajustó sus impertinentes para mirarle. Terminado el discurso, todos se inclinaron y bebieron.

—Ahora haga usted otro tanto —le dijo el maestro—. Se ha puesto a hacerle un discurso. Esto correspondía en derecho al más veterano del oficio. Por otra parte, no estoy muy de acuerdo con él. En absoluto.

Juan paseó la mirada por la mesa, hasta fijarla en Victoria. Era ella quien había dicho al joven que hablase. ¿Por qué? ¿Por qué, al principio, había hablado de ello a otro? Debía haberlo pensado bastante antes de le cena. ¿Por qué…? Permanecía sentada allí, con los ojos bajos, sin que nada se trasluciera en su semblante.

Una viva y profunda emoción veló sus ojos; en su entusiasmo se habría echado a sus pies para agradecérselo infinitamente. Lo haría más tarde, después de la comida.

Camila conversaba, a derecha e izquierda, riéndose continuamente. Estaba contenta; sus diecisiete años no le habían procurado más que claras alegrías. Varias veces hizo señas a Juan con la cabeza, dándole a entender que debía levantarse.

Él se levantó.

Habló brevemente, su voz era grave y emocionada. Quería dar las gracias a la persona que le había dirigido tan agradables palabras, y darlas también a aquella de quien partía el amable capricho de invitarle a él, un extraño, a esta fiesta en la que la familia celebraba un feliz acontecimiento. De este modo, le habían hecho salir de su ostracismo; tampoco podía olvidar la benevolencia con que todos los concurrentes habían escuchado estos elogios hechos a él, un extraño. Su único título para encontrarse allí en esta ocasión era ser hijo del vecino del castillo en el bosque.

—¡Es cierto! —exclamó súbitamente Victoria, con los ojos chispeantes.

Todas las miradas dirigiéronse a ella; tenía las mejillas encendidas, su pecho se agitaba violentamente. Juan se interrumpió; siguió un penoso silencio.

—¡Victoria! —exclamó el castellano, sorprendido.

—¡Continúe! —exclamó ella—. Ciertamente es ese su único título. Pero prosiga su discurso. —Y de pronto empañáronse sus ojos y se puso a sonreír tontamente, moviendo la cabeza. Después, dirigiéndose a sus padres—: Pensaba solamente exagerar —dijo—. El mismo no hace otra cosa. No, no quería interrumpir…

Juan escuchó esta explicación y encontró una salida. Su corazón palpitaba con violencia. Observó que la castellana contemplaba a Victoria, con los ojos húmedos de lágrimas y con una indulgencia infinita.

Sí, había exagerado, se dijo él. La señorita Victoria tenía razón. Había tenido la amabilidad de recordarle que estaba allí, no solamente en calidad de hijo de un vecino, sino también porque desde su más temprana edad había sido el compañero de juegos de los niños del castillo, y a esta última circunstancia debía su presencia allí en aquel momento. Se lo agradecía, era exactamente eso. Aquel lugar era su morada; los bosques del castillo habían sido en otro tiempo todo su mundo, más allá del cual se esfumaba el país desconocido, el ensueño… Porque durante aquellos años, ¡cuántas veces Ditlef y Victoria se lo habían llevado para alguna excursión o cualquier otro recreo!; estos fueron los grandes acontecimientos de su infancia. Más tarde, reflexionando, bien debía reconocer que aquellas horas habían tenido, en su vida entera, un significado que nadie podía sospechar. Sí, tal como acababan de decir, era cierto que su verbo podía a veces

flamear luminosamente, eso se debía a que los recuerdos de aquel tiempo inflamaban su espíritu. Era el reflejo de la felicidad que le habían proporcionado sus dos compañeros de infancia, y he aquí por qué también ellos tenían su gran parte en lo que él producía. A todos los votos que se acababan de hacer para los prometidos, quería, pues, unir su personal gratitud hacia los dos hijos del castillo, las gracias por los buenos años pasados en aquella época, en la que ni el tiempo ni las cosas habían distanciado aún sus seres. Una acción de gracias, un brindis por el breve y alegre día de verano que es la infancia…

Un discurso, un verdadero ensayo de discurso. No había sido muy divertido, pero no estaba del todo mal; la concurrencia bebió, luego continuó la comida y reanudáronse las conversaciones. Ditlef observó con tono seco a su madre:

—Nunca hubiera sospechado que, en el fondo, fuese yo quien hubiese escrito sus libros, ¿eh?

Pero la castellana no se rio y dijo a sus hijos:

—Agradecédselo, agradecédselo. Es muy comprensible; estaba tan sólo en su niñez. ¿Qué haces tú ahí, Victoria?

—Quería, para darle las gracias, que la sirvienta le llevase este tallo de lilas. ¿No puedo?

—No —contestó el teniente.

Después de la comida, todos se dispersaron por los salones, el gran balcón y el jardín. Juan descendió a la planta baja y dirigióse al salón que daba al parque. Varias personas se encontraban allí, señores fumando y conversando. El propietario del distrito vecino y otro invitado discutían a media voz el estado económico del anfitrión: sus tierras estaban mal conservadas; la mayor parte, sin cultivar; los cercados, deteriorados; el bosque, aclarado. Según decían, pasarían incluso muchos trabajos para pagar la importante prima del seguro sobre los edificios y el mobiliario.

¿Por cuánto estaba asegurado?

El propietario dijo la suma; era fabulosa.

Por otra parte, en el castillo nunca habían administrado el dinero; en él se llevaba siempre un tren de vida dispendioso. ¿Qué no costaría, por ejemplo, semejante comida? Pero ahora se decía también que ya no quedaba nada, incluso ni el contenido del famoso joyero de la castellana. Por esto el dinero del joyero vendría muy bien para dorar de nuevo el escudo…

—¿Cuánto puede tener?

—¡Diablo, si tiene oro! Vaya, incalculable.

Juan se levantó y salió al parque. Las lilas estaban en flor; acogióle el hálito perfumado de prímulas, narcisos, jazmines y lirios del valle. Buscó un rincón junto al cercado y se sentó en una piedra; un seto de arbustos lo ocultaba a la vista de la gente. Permaneció allí fatigado, agotado, esclavo de todas sus emociones, con la razón ofuscada; tuvo la intención de levantarse y marcharse a su casa, pero continuó sin moverse, triste y entorpecido. Del paseo de arena llega un murmullo de voces, entre las cuales reconoce la de Victoria. Conteniendo su aliento espera y, a través del follaje, ve relucir el uniforme del teniente. Los prometidos pasean juntos.

—Encuentro en esto —dice el oficial— algo que no es natural. Tú escuchas lo que dice, haces caso de su discurso, das gritos. En el fondo, ¿qué significa todo esto?

Ella se detiene y se yergue altiva delante de él:

—¿Sientes curiosidad por saberlo? —dice.

—Sí.

Ella permanece callada.

—En fin, tanto me da —prosiguió él—, si tus gritos no significan nada, te dispenso de darme explicaciones.

—No, no era nada —dice Victoria; y, cambiando de actitud, continúa andando.

El teniente, sacudiendo sus charreteras nerviosamente, profiere en voz alta:

—Que ande con cuidado… La mano de un oficial podría acariciarle las orejas.

Dieron la vuelta por el camino del pabellón.

Juan permaneció sentado en la piedra, triste y atormentado. Todo empezaba a serle indiferente. El teniente tenía sospechas, su novia le había dicho lo que debía decirle, había tranquilizado el corazón del oficial y se había marchado con él. Los estorninos chillaban en las ramas por encima de sus cabezas… Tanto mejor. Que Dios les conceda larga vida… Durante la comida habló para ella, destrozándose el corazón; intentó reparar y disimular su insolente interrupción, y Victoria no se le había mostrado agradecida. Tomando su vaso, había bebido. A la salud de usted, mire qué lindamente bebo… Sea como sea, mirad a una mujer de perfil cuando está bebiendo. Que beba en taza, en vaso, en lo que sea, no importa, pero mirarla de perfil. La veréis entornarse y hacer horribles muecas. Pone la boca en pico, mojando su extremidad en lo que bebe y se desespera si, en tanto, prestáis atención a su mano. En suma, no miréis la mano de una mujer, no puede sufrirlo, capitula. Seguidamente empezará por retirarla, dándole posiciones más convenientes; todo con objeto de ocultar alguna arruga, un dedo torcido o una uña deformada. Por fin, no resistirá más y os preguntará, fuera de sí: «¿Qué mira usted?».

Una vez, en un día de verano, ella le había besado. De esto hacía tanto tiempo, que sólo Dios sabe si no se trataba más que de un sueño… Veamos, ¿no estaban sentados en un banco…? Aquella vez se hablaron largamente y, cuando partieron, él andaba junto a ella, rozándole el brazo. Frente a la puerta le había besado, diciendo: «¡Te amo!». Acababa de pasar. Quizás en este momento estaban sentados dentro del pabellón. El teniente había dicho que le abofetearía. Lo había oído bien, no dormía, pero no se había levantado para hacerle retirar el insulto. «La mano de un oficial», decía. ¡Bah! Le daba lo mismo.

Levantóse y siguió el camino hasta el pabellón. Estaba desierto. Desde la terraza del castillo, Camila le llamó: «Venga, se lo ruego, sirven el café en la galería». Subió. En la gran sala hallábanse reunidos los prometidos y algunas personas más. Tomó la taza que le ofrecían, retiróse y descubrió un sitio donde sentarse.

Camila entabló conversación con él. Era tan rubia, su rostro tan radiante, sus grandes ojos tan ingenuos… No pudo resistirlo y contestó sonriendo a sus alegres palabras. ¿Dónde había estado? ¿En el parque? Allí no, seguro. Ella había buscado por el parque sin verle por ningún sitio. ¡Ah! No, allí no había estado.

—¿Estuvo en el parque, Victoria? —preguntó.

Victoria respondió:

—No, no le vi.

El teniente lanzó una mirada furibunda a su prometida y, a propósito para que lo advirtiera, levantó exageradamente la voz dirigiéndose al propietario, sentado frente a él:

—¿Querrá usted llevarme a su finca para la caza de la becada?

—Claro que sí —le respondió el propietario—. Encantado.

El teniente miró a Victoria. Permanecía inmóvil, sin hacer el menor esfuerzo para disuadirle de esta partida de recreo. La cara del oficial ensombrecióse cada vez más, y acarició su bigote con movimientos nerviosos.

Camila dirigió alguna otra pregunta a Victoria.

Entonces el teniente se levantó con viveza y dijo al propietario:

—Bueno, le acompañaré esta noche, en seguida.

Y abandonó la sala.

El propietario y otra persona le siguieron.

Una breve pausa.

De pronto abrióse nuevamente la puerta y el teniente reapareció. Le dominaba, al parecer una sobrexcitación extremada.

—¿Te has olvidado de algo? —le preguntó Victoria, levantándose.

Dio algunos pasos, pataleando junto a la puerta, y fue derecho hacia Juan, chocando con él como sin querer. Después se volvió a toda prisa hacia la puerta, continuando su pataleo.

—Tenga cuidado, amigo, me ha dado en el ojo —le dijo Juan con sonrisa forzada.

—Se equivoca usted —le respondió el teniente—, le di un guantazo, ¿lo entiende? ¿Lo entiende usted?

Ir a la siguiente página

Report Page