Veronica

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Veronica » 3

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Ahora les toca a las ventanas. Solo las limpio una vez al mes porque me duele levantar el brazo por encima de la cabeza, lo cual quiere decir que cuando llega el momento de limpiarlas están tan sucias que tengo que hacer fuerza, y eso también me hace daño en el brazo. De vez en cuando John se enfada conmigo porque no hago las ventanas todas las semanas y nos peleamos. Empieza a gritarme:

—¿De qué sirve dejarlo para más adelante? ¿No me dices que te duele cuando aprietas fuerte? ¡Échales espray y límpialas todas las semanas y no te harás daño! —Es un tipo bajito con una cabeza grande al final de un cuello largo como de goma que funciona como una torreta giratoria, y las palabras le salen de la boca como si fueran balas—. ¿Es que tú no piensas nunca? —me grita, y yo le contesto soltándole mi discurso de que tengo que evitar forzar el hombro y diciéndole lo mucho que me duele, y él empieza a gritarme que por qué no voy al médico y por qué no hago fisioterapia, y yo le recuerdo lo difíciles que son las cosas con mi seguro médico, que tengo que rellenar un montón de formularios y que al final nunca sirve de nada. El llanto asoma en mi voz y a él se le ponen esos ojos húmedos y agobiados, y la torreta se pone a moverse con impotencia, sin saber adonde disparar.

«Tú, tú». Cuando conocí a Veronica, yo estaba sana y era hermosa y me sentía de maravilla por ser amiga de alguien que era fea y estaba enferma. Le contaba historias sobre ella a cualquiera que me escuchara. Recuerdo perfectamente mi voz aguda y clara al describir sus excentricidades, sus comentarios estrambóticos. Aún puedo oír las voces de la gente que me felicitaba por ser buena. Por ser valiente.

Arrastro el cubo por la sala. La lluvia azota las ventanas sucias con fuertes golpes. La gente de fuera se ve borrosa y empapada: una mujer de mediana edad intenta meter a una chica adolescente debajo de un paraguas mientras esta se aparta y le grita. Un coche dobla la esquina con un chirrido sibilante, iluminando momentáneamente con sus faros un enorme goterón. La chica se suelta de la mujer y echa a correr bajo la lluvia. Pienso en la mujer mexicana con la lluvia resbalando por su cara. Rocío la ventana y froto.

Ahora soy fea y estoy enferma. No sé cuánto tiempo hace que tengo hepatitis: probablemente haga unos quince años. Hasta el último año no he sufrido la debilidad, las náuseas y la fiebre. A veces tengo miedo, a veces siento que estoy siendo castigada por algo y a veces creo que no me va a pasar nada. Ahora mismo me alegro de no tener que tratar con una chica guapa que me diga que tengo que aprender a quererme a mí misma.

Estiro el brazo hasta la ventana de arriba y concentro mi respiración en dirección al dolor, como si fuera una pared en la que puedo apoyarme.

Cuando digo que las canciones que escuchábamos en el albergue escondían en su interior una sensación de enfermedad, eso no quiere decir que no me gustaran. Sí que me gustaban, y todavía me gustan. La sensación de enfermedad tampoco estaba en todas las canciones. Pero estaba en muchas de ellas, y no solo en las que eran para adolescentes; podías ir al supermercado y oírla en el hilo musical que flotaba por los pasillos y lo engullía todo con su boca suave. Por entonces no parecía una enfermedad. Parecía una apertura y una expansión sin límites, y un placer que no se iba a acabar nunca. Las canciones que había antes de aquellas también trataban en su mayoría sobre el placer: sobre tenerlo, quererlo, o bien no conseguir suficiente y sentirse triste por ello. Pero eran cajitas reducidas de placer, limitadas por las superficies simples de la personalidad y la situación.

Luego fue como si alguien se diera cuenta de que se podía coger la superficie de una canción, pintar una puerta en ella, abrirla y salir por ella. La puerta no siempre daba a un lugar tranquilo y dulce. A veces llevaba a sitios oscuros y agobiantes. Lo cual no era nuevo. Una canción de Jo Stafford que a mi padre le encantaba especialmente era «I’ll Be Seeing You». Durante la segunda guerra mundial se convirtió en una nana sobre la ausencia y la muerte para unos chicos que estaban a punto de matar y morir. «I’ll be looking at the moon, but I’ll be seeing you». Bajo la luz lunar de aquella canción, las cosas conocidas, las cosas tiernas, «the carousel, the wishing well», aparecen perfiladas contra el amable ocaso de la familiaridad y la comodidad. En la canción, ese ocaso es un velo de gasa de música, y la voz de la Stafford se hace sutilmente más profunda y emite un ligero temblor cuando lo toca. La canción no va más allá de ese suave contacto, porque más allá del velo hay matanza y muerte, y la canción rinde honores a la matanza y la muerte. También al pequeño carrusel. Sabe que el pozo de los deseos es un pasadizo que lleva al recuerdo y al sentimiento, tal vez a un exceso de recuerdo y de sentimiento, a fantasmas y falsas ilusiones. Los ojos dejo Stafford en la cubierta del álbum dicen que ella sabía eso. Que sabía lo enorme que era la oscuridad y que ante la misma se mostraba humilde.

Las canciones nuevas no se mostraban humildes. Atravesaban el velo y abrían una ventana a la oscuridad y trepaban por ella con un cuchillo en los dientes. Las canciones podían tratar de violaciones y asesinatos, de matar a tu padre y follarte a tu madre y luego zarpar en un barco de cristal rumbo a un millar de chicas y emociones, o bien de ir en coche bajo la luz de la luna. Eran canciones hermosas, llenas de lugares y texturas: carne, terciopelo, cemento, rascacielos, arena del desierto, serpientes, violencia, glándulas húmedas, la infancia y las alas puras de los insectos nocturnos. Todo lo que se te pudiera ocurrir estaba presente, y uno podía moverse por aquella música como si fuera una serie interminable de salas y pasillos llenos de visiones y aventuras. Y aunque se tratara de la matanza y la muerte, era tan solo otro lugar al que ir.

Cuando yo aún vivía en casa, tenía que compartir habitación con mis hermanas Daphne y Sara. Dos de nosotras compartíamos una cama enorme con un cabezal gigante, y la tercera tenía media litera para ella sola en la otra punta de la habitación. Para ser ecuánimes, nos turnábamos. Lo bueno de la cama individual era que daba más sensación de madurez, y que en la pared de al lado colgaban recortes especiales de cartón que había hecho nuestra madre y que representaban a adolescentes de ojos enormes bailando con faldas cortas y botas. Además, te podías masturbar de forma privada, sin tener que apartar las mantas del brazo que estabas moviendo y ponerte muy rígida para evitar que temblara el colchón, y aun así preguntarte si tu hermana se daba cuenta de qué estabas haciendo. Pero si compartías la cama grande, estaba el placer de dejar de lado a la tercera, soltar risitas y susurrar secretos debajo de las mantas mientras la solitaria decía entre dientes: «¡Callaos!». A veces te apetecía que tus piernas y tu culo no se tocaran con los de la otra. Otras veces era bueno tener la espalda apoyada contra la de tu hermana, sobre todo si ella estaba dormida y podías sentir su presencia sin que ella sintiera la tuya.

También nos turnábamos para compartir el tocadiscos. A Daphne y a Sara no les gustaba la música que me gustaba a mí: les seguía gustando la música antigua grabada en discos sencillos. Fingían que eran gogós y bailaban sobre las sillitas verdes y diminutas en las que nos sentábamos de pequeñas para comer mantequilla de cacahuete en tacitas de té. A veces, cuando bailaban, yo ponía los ojos en blanco y me enfrascaba en mi libro o salía de estampida. Pero a veces saltaba sobre una silla verde y gritaba «¡Soy Roxanne!», que era la bailarina más guapa de Hullabaloo. Daphne gritaba «¡Soy Linda!», y Sara gritaba «¡Soy Sherry!», aunque cada vez que Sherry salía por la tele mi padre decía: «Ya está la gorda esa otra vez». Y nos poníamos a bailar como locas mientras duraba el disco.

Mi música era más íntima y no la ponía a todo volumen. Me acurrucaba junto a ella, absorbiéndola por los oídos y al mismo tiempo cavando un túnel por su interior. Daphne despatarrada en su cama, leyendo, y Sara tal vez jugando a alguno de sus extraños juegos con animales en miniatura, hablando en voz baja para sí con distintas voces de animales. En el piso de abajo, mi padre miraba la tele o escuchaba su música mientras mi madre hacía las tareas de la casa o dibujaba ropa de papel para las muñecas de cartulina que todavía nos hacía, aunque nosotras ya no jugáramos con ellas. Yo quería a mis padres del mismo modo que uno quiere a su mano o a su hígado, sin pensar en ellos o sin ser siquiera capaz de verlos. Pero mi música hacía que aquel amor de carne y sangre resultara soso y tonto, grave, lento y pesado como una losa. Ven, decía la música, ven al placer y a la velocidad y a la secreta falta de límites, donde todo gira vertiginosamente y los vínculos no están hechos de carne triste.

Yo no lo sabía, pero mi padre estaba haciendo lo mismo, sentado en su mecedora acolchada, escuchando ópera o música de la segunda guerra mundial. Salvo que él no quería giros vertiginosos ni deseaba la falta de límites. Él quería más de aquellos vínculos que yo despreciaba: simplemente no los quería con nosotras. Mi padre era demasiado joven para alistarse cuando empezó la segunda guerra mundial. Su hermano se enroló en el ejército inmediatamente. Cuando mi padre por fin tuvo edad para alistarse en la marina, le envió a su hermano una foto suya vestido con el uniforme y una chica hawaiana sentada en el regazo. En el dorso escribió: «¡Interrogando a los nativos!». Una semana antes de que terminara la guerra, se la devolvieron a mi padre junto con una carta donde le decían que su hermano había muerto. Treinta años más tarde, estaba casado, tenía hijas y era administrador en una cadena nacional de oficinas fiscales. Pero a veces, cuando pasaba a su lado estando él allí sentado, se me quedaba mirando como si yo fuera un gato o un mueble, mientras en su interior buscaba a su hermano. Y, a través de su hermano, a su padre y su madre. Y, a través de ellos, un mundo de gente y de sentimientos que había terminado de forma demasiado abrupta y que no tenía nada que ver con el sitio donde él estaba ahora. No buscaba recuerdos: ya los tenía. Lo que quería era la sensación física de sentarse al lado de su hermano o de mirarlo a los ojos, y se dedicaba a buscarlo en las voces de gente desconocida que había cantado para los dos hacía mucho tiempo. Yo estaba tan unida a mi padre que notaba aquello. Pero lo notaba sin saber qué era, y no me importaba lo bastante como para pensar en ello. ¿Quién quiere pensar en su hígado o en su mano? ¿Quién quiere averiguar cosas sobre un mundo de gente que ha muerto? Yo estaba demasiado ocupada siguiendo la música, girando vertiginosamente en mi cabeza y saliendo por la puerta.

Mis padres tenían razón: al terminar el verano no volví a casa. Con diecisiete años, vivía con otros doce chicos y chicas (a veces había más durmiendo en el suelo) en una casa de tres pisos de color púrpura que estaba inclinada hacia un lado. Trabajaba para una floristería, vendiendo flores en los bares y delante de las discotecas de gogós de North Beach. Los bares eran pequeñas cavernas de techo bajo con botellas de colores brillantes y a veces una máquina de discos llena de lucecitas rojas en el interior. Yo entraba con mi cesta y la gente borracha se hurgaba en los bolsillos en busca de dinero. En el espejo neblinoso de detrás de la barra flotaban los espíritus, elevándose y hundiéndose a lo lejos. En las discotecas de gogós no me dejaban entrar, pero sí podía quedarme delante de la puerta, hablando con el portero y quitándome el frío con el calor que salía del interior. Los hombres decían «¡Aquí está la cerillera!», y me echaban billetes en la cesta aunque no se quedaran nada. Había letreros de neón enormes encima de nosotros, uno de ellos grande y rojo que representaba una manzana y una serpiente y una mujer desnuda de tetas grandes.

Cuando terminábamos, mi amiga Lilet y yo nos encontrábamos en una cafetería para contar el dinero y comíamos tarta o patatas fritas. Luego cogíamos un autobús nocturno que iba al parque Golden Gate y allí nos colocábamos. Por las noches, el parque estaba inundado por el olor a flores y a marihuana, envuelto en oscuridad y en olores, oculto, para que solo lo pudieras encontrar si conocías la manera de llegar a él. La gente se sentaba en pandillas o iba y venía por entre los árboles con placer nocturno en las caras, con el pelo teñido de colores estridentes y ropa con estampados de piel de cebra y botas de puntera estrecha. A veces conocía a un chico y subíamos caminando las colinas hasta tan arriba que llegábamos a ver el océano. Levantábamos la vista y veíamos cómo la niebla pasaba a toda velocidad por el cielo, luego bajábamos y veíamos árboles, casas, nudos de luces eléctricas. Yo me sentía como un animal sobre un peñasco, listo para saltar. Nos besábamos y nos metíamos las manos por debajo de los pantalones.

O bien Lilet y yo nos uníamos a un grupo y acabábamos en alguna comuna, que normalmente era un apartamento barato, pero que a veces era una casa completamente llena de gente. Todo el mundo estaba colocado y había música que llenaba las salas de sueños pesados y brumosos. Había gente que encontraba un rincón privado dentro de un sueño, se acurrucaba en él y dormía en el suelo. Otra gente lo convertía en un sueño donde besarse y tocarse. Mirabas a un rincón a oscuras y veías un trasero blanco que subía y bajaba entre unas rodillas abiertas. Los tíos hablaban entre ellos en voz alta sobre lo que fuera que pensaban o las cosas que hacían. Recuerdo una vez a un tipo que hablaba de una chica a la que había dejado embarazada. Le había dicho que primero se echara en el suelo y comiera tierra, y ella lo hizo.

—¡Y entonces yo fertilicé la tierra! —dijo.

Los tipos se rieron y las chicas clavaron en ellos miradas duras y silenciosas.

Yo salí por la escalera de incendios con Lilet y nos sentamos con las piernas colgando, con las matas de lilas de alguien entre nuestros pies.

Yo quería que sucediera algo, pero no sabía qué. No tenía ambición para ser nadie importante ni tampoco una estrella. Mi ambición era vivir como dentro de la música. No pensaba en aquellos términos, pero era lo que quería. Parecía que era lo que todo el mundo quería. Recuerdo que había gente que caminaba como si estuviera envuelta en un invisible velo de gasa hecho de canciones, entremezcladas entre sí: canciones sobre sexo, dolor, injusticia, amor, triunfo, todas rebosantes de personajes ideales que emergían y desaparecían mientras la persona caminaba por la calle o iba en autobús.

Yo veía a Lilet rodeada de música. Tenía diecisiete años e, igual que yo, había abandonado a su familia. Era rubia, tenía unos pómulos anchos y una piel rosada en la que brillaba esa grasa radiante de la plenitud hormonal. Alimentaba su motor interior con entusiasmo, atiborrándose de comida —bocadillos enormes y helado en platos de plástico y patatas fritas y bolsas de anacardos compradas en tenderetes— con ambas manos cuando nos poníamos a charlar en la esquina, con las cestas apoyadas en la cadera. Llevaba ropa ajustada que dejaba ver su prominente barriga por debajo de la tela barata. Llevaba tacones altos y anchos y caminaba con orgullo, proyectando no solo sus pechos, algo que hacía la mayoría de chicas, sino también el vientre y la mandíbula, como si también estuvieran bien. Caminaba como un perro: agresiva, enérgica y llena de curiosidad, paseándose entre la gente con su cesta y diciendo: «¿Compra una flor para la señora?». En las pausas nos reuníamos delante de un club llamado The Brown Derby, que tenía un letrero enorme en forma de bombín con los contornos hechos de bombillas doradas y chisporroteantes, y ella se dedicaba a comer con las dos manos y a hablar de hombres. Siempre iba con hombres mayores que ella, no tipos ricos, sino camioneros y camareros, gente que daba tumbos por la vida. Casi nunca eran guapos, pero ella parecía pensar que sí lo eran. Siempre le emocionaban las tonterías que le regalaban o las cosas sexuales que hacían con ella. Recuerdo a un tipo que la vino a buscar una noche. Llevaba un dóberman atado con una correa larga. Tenía la cara ancha y hundida, como si alguien se la hubiera aplastado, pero sus ojos eran brillantes y feroces como los de su perro. Estuvieron juntos allí riéndose y Lilet se dedicó a acariciarle la cabeza negra y brillante y a dejar que el perro le lamiera la mano con su lengua rosada y goteante. Cuando el tipo se marchó, ella me dijo que le había dejado que la follara por el culo.

—¿Te pusiste de cuatro patas? —le pregunté yo.

—¡No! —dijo ella—. Se puede hacer de otras maneras: por ejemplo tú te tumbas de espaldas y él te levanta las piernas.

Y allí mismo me lo imaginé: ella con la cabeza un poco levantada para poder verlo a él y con la barriga elevándose como un montículo. En la imagen que me formé, su barriga estaba radiante de la misma forma que su piel rosada y grasienta y de ella emanaban rayos dorados. Y en aquel momento entendí la pornografía, entendí cómo los hombres podían mirar imágenes como aquella y sentir cosas. Sexuales, pero también las cosas que siente uno cuando oye canciones por la radio: el placer de saber que todo el mundo las está escuchando y entendiendo.

También veía música en la gente con la que me colocaba en el parque o a la que veía bailar en fiestas o en bares. Me acuerdo de un chico y una chica a los que vi bailar una vez en una comuna. No se tocaban entre ellos ni actuaban de forma sexy, pero no paraban de mirarse, como si estuvieran conectados a través de los ojos. No prestaban atención al ritmo de la música. Bailaban al compás de la personalidad secreta de esta, grotesca y obscena, como algo enorme y estúpido atrapado dentro de un foso de alquitrán que tratara de salir usando la fuerza bruta. Como si estar atrapado y ser obsceno fuera algo genial.

En mi mente, los modelos y las estrellas no tenían nada de eso. Aunque recuerdo haber visto una vez la foto de una que casi sí. Estaba fotografiada tan de cerca que apenas se veía lo que llevaba puesto (encaje arrugado); su pintalabios estaba corrido y un chico la estaba despeinando mientras le metía un porro en los labios abiertos y resecos. Tenía los ojos enfocados en direcciones distintas, de tal manera que uno miraba a la cámara sin verla y el otro relucía medio oculto bajo el párpado superior. Me la quedé mirando durante un buen rato. Luego arranqué la foto de la revista y la clavé con una chincheta a la pared de mi habitación. No entendía por qué me gustaba. Aunque la chica estuviera realmente colocada, no era más que una pose. En su mayoría, aquellas poses eran como puertas cerradas que yo no podía abrir, y aquella no era una excepción. Salvo por el hecho de que se oían ruidos apagados procedentes del otro lado de la misma, voces, pasos… música.

Hoy día se ven muchas fotos así en las revistas. La moda se ha vinculado a la música, y de ese modo, también, parece expandirse de forma ilimitada de sala en sala. Y tal vez sea cierto. Pero no es nada comparado con aquella gente que bailaba, ni siquiera con Lilet cuando se zampaba su comida en una esquina de la calle.

Debido a que vendíamos flores delante de los bares y las discotecas de gogós, las prostitutas se contaban entre nuestras mejores clientas. Las más amables les mandaban a sus clientes que nos compraran flores. La mayoría de ellas no eran guapas, pero sí tenían un lustre especial, como algo que se ve brillar apenas en el fondo de un pozo profundo. Nos trataban como a hermanas pequeñas y a nosotras nos tentaba unirnos a ellas cuando venían hombres en busca de «modelos»: algo que todo el mundo sabía que quería decir bailarina de striptease o puta. La mayoría de veces decíamos que no, indignadas, pero a veces alguna decía que sí. Yo dije que sí un par de veces. No sé por qué elegí aquellas veces para decir que sí. Una vez fue un viejo gordo con la cara manchada y pálida y mirada compungida. Dirigía alguna clase de negocio, tal vez de postales o de tebeos. Se apoyó en un mostrador que había en la trastienda de su local y parpadeó con sus ojos claros mientras yo me quitaba la ropa. Cuando estuve desnuda, se me quedó observando un momento y luego me preguntó si podía mirarme por detrás. Le dije que vale. Él caminó en círculo a mi alrededor y se colocó de nuevo tras el mostrador.

—Tienes unas caderas y unas piernas preciosas —dijo—. Y también unos hombros hermosos. Pero tus pechos son pequeños y no están tan bien.

Después, mientras yo volvía a ponerme la ropa, empezó a hablarme del tipo de trabajo que podría hacer yo.

—¿Se refiere a porno?

—Claro, hacemos porno. Con eso las chicas ganáis más dinero. Pero también hacemos retrato artístico semidesnudo. —Su mirada se volvió más compungida—. ¿Te importa lo que hagan las otras chicas?

Me encogí de hombros. Al otro lado de la ventana, una música eléctrica atravesaba el aire como un sacacorchos. Si el tipo no hubiera insultado mis tetas, tal vez habría probado el trabajo. Pero me limité a decir adiós y me marché.

Como un gato en la oscuridad, tocabas algo con el bigote y te apartabas. Salvo que a veces lo que te encontrabas era una trampa con un cebo tan suculento que te metías de cabeza en ella de todas maneras. En una ocasión en que estaba por ahí con mi cesta, un hombre bajo y con el torso cuadrado me dijo:

—Eh, buenorra, tienes que venir a trabajar para mí. —Hizo botar una pelota de goma en la acera, la cogió y la volvió a hacer botar—. Soy chulo de putas.

Su cara era como lava convertida en roca fría. Pero en su interior la lava seguía ardiendo al rojo. Hasta se olía: orgullo, furia y vergüenza hirviendo y listos para derramarse de su polla y quemarte. Lo miré con miedo. Él se echó a reír e hizo botar su pelota; él sabía que lo que tenía era el cebo perfecto para alguien. La calle estaba llena de aquellos cebos, siempre había alguien que te agarraba o que intentaba conseguir algo, y luego estábamos nosotras, las chicas, orgullosas de nuestras negativas, y a veces orgullosas de acabar aceptando.

Algunos de aquellos chicos y chicas no tenían padres, o no los habían conocido, pero la mayoría de nosotros sí, y había pasado tan poco tiempo que parecía que estuvieran en la sala de al lado. Yo seguía sintiendo su aliento y la calidez de sus cuerpos, pero para mí era algo tan normal que ni siquiera sabía lo que sentía. Yo había atravesado el velo de gasa de la canción y no había llegado a la matanza y la muerte, sino a las luces de colores, la caza y la huida. Pero mis padres seguían allí, igual que el pozo de los deseos y el carrusel, escondidos en lugares resplandecientes. «Va a salir adelante en la vida», dijo mi madre. Estaba de pie frente a la encimera, removiendo el contenido de un cuenco brillante con bruscos movimientos de brazo. Ella abrió un libro sobre su regazo y leyó un cuento sobre una niña malvada que cayó entre criaturas malignas. Mi padre se perdía en su música, pero regresaba a través del espejo neblinoso del bar para vigilarme. «I’ll be looking at the moon, but I’ll be seeing…»

Estoy terminando de limpiar las ventanas cuando entra John, empapado y obviamente pensando en todas las cosas que ya han salido mal en lo que va de día.

—Hola, Allie —dice, y me muestra el paquete de donuts que ha comprado en la mugrienta tienda de comida para llevar.

Bajo de la escalera, soltando gemidos de dolor y exagerando el esfuerzo que me cuesta.

—Hola, John. ¿Cómo está Lonnie?

—Está bien.

—¿Y el bebé?

—Ha llorado toda la noche. Lonnie se ha pasado la noche levantándose y acostándose.

Su esposa, Lonnie, es una mujer dulce y robusta de brazos flácidos. Cuando tiene al bebé en brazos, este juega con la carne flácida de sus brazos y parece que le encanta.

John se quita la chaqueta con una serie de tirones irritados y deja los donuts en la mesa de la misma forma. Se mueve como si le estuviera gritando una gente invisible a la que odia pero con la cual está básicamente de acuerdo. Se alisa el pelo como si alguien acabara de gritar: «¡Pero mira qué pelo!». Sin dejar de alisárselo, se gira trazando un círculo cerrado, olfatea el aire y de pronto todo lo que tiene dentro de la cabeza le tiembla en la punta de la nariz. Alguien debe de haberle gritado algo más.

—¿Alison? Alison, ¿has estado fumando aquí?

—John…

—¡Has estado filmando! ¡No te molestes en mentir! ¡Por Dios! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¡Si quieres matarte, hazlo en tu casa! ¡Sé que aquí no tienes público, pero huele a motel barato y la gente que viene no quiere notar ese olor!

—Huele así porque he limpiado las ventanas y me he destrozado el brazo.

—No estoy hablando de tu brazo de las narices, que por cierto no te dolería si te molestases en ocuparte de él. Hablo de fumar en mi despacho, que es algo que…

—John. ¿John? —Mi voz se vuelve quejumbrosa, como un animal que enseña el culo—. Siempre me fumo un cigarrillo, uno, porque es lo que me hace falta para limpiar las ventanas. Me fumaría más, pero no lo hago porque…

—¡No me vengas con ese cuento! —Ahora está gritando, pero su mirada es triste y severa—. ¡Lo único que pido es un poco de respeto por mi despacho! ¡Respeto y sinceridad, y que se termine esta manipulación embustera! —¿Por qué pasa esto?, pregunta su voz. ¿Por qué pasa esto?

—No tienes ni idea —digo yo en voz baja, mirando al suelo—. No tienes ni idea.

Yo estoy humillada. Él está furioso. De esa forma, nos tocamos. Me vienen lágrimas a los ojos. Levanto la vista. John aparta la suya.

—Abre la ventana —dice—. Voy a hacer café.

Abrir la ventana duele de verdad, pero no digo nada. Afuera, los arbustos están vivos y chorreantes, un pulmón verde para el viento y la lluvia que cae a raudales. John está sirviendo donuts y café para los dos. La gente invisible no está mirando.

Hace mucho tiempo, John me quería. Yo nunca le quise a él, pero sí que usaba su amistad, y aquel uso se volvió tan cómodo para los dos que empezamos a ser amigos de verdad. Cuando perdí mi belleza y tuve que vivir del subsidio de invalidez, John primero se compadeció de mí y luego empezó a tratarme con condescendencia, pero esto también acabó encajando en la amistad. Lo que no puede encajar es que a veces John todavía me mire y vea a una chica hermosa con una cara destruida. Lo que ve está roto, envejecido y lleno de grietas por donde asoma el dolor, pero está ahí, y eso le cabrea. Y me cabrea a mí. Cuando tenemos estas peleas y él oye el llanto y el dolor de mi voz, se trata de una versión distinta de esa belleza destruida, salvo que él no la puede ver, así que no puede pensar en términos de «belleza» ni de «destruida». Simplemente la siente, igual que el sexo cuando es asqueroso pero aun así lo quieres. Igual que su bebé cuando juega con la carne flácida de los brazos de su madre sin saber que es algo feo. Yo no puedo tener bebés y nosotros dos no vamos a follar, pero aun así todo eso sigue en mi voz: sexo y brazos cálidos mezclados con dolor y fealdad, de forma que él no puede separarlos. Cuando eso pasa, no importa que yo no sea hermosa, ni siquiera guapa, y él se siente confuso e infeliz.

Es algo que siempre he tenido, pero no lo he sabido hasta ahora. Es la razón de que a alguien se le ocurriera una vez que yo podía ser modelo, ese algo que siempre estaban intentando fotografiar y nunca terminaban de captar. Cuando yo era joven, mi belleza tenía ese algo encerrado en una caja que no se podía abrir. Después la caja se rompió. Ahora que tengo casi cincuenta años, ese algo está ahí, tan evidente que hasta John lo siente sin saber qué es. Es asqueroso prostituirlo en una pelea por unos cigarrillos, pero la vida es así.

Una noche, por la calle, un hombrecillo vestido con un traje rojo me compró una rosa amarilla. Me acuerdo del color de la rosa porque bajé la vista y vi que el hombre llevaba calcetines amarillos. ¡La rosa le hacía juego con los calcetines! Me dijo que dirigía una agencia de modelos y que yo podía ser modelo. Me dio una tarjeta con letras doradas. Yo la cogí, Pero sin dejar de mirarle a los ojos: su expresión era como la de alguien que le da la mano a un animal para que este se la pueda oler y mantiene la otra apartada. Dijo: «Muy bonita». Devolvió la flor a mi cesta y se alejó como si estuviera tirando una moneda al aire y cogiéndola, igual que el chulo de putas hacía botar su pelota, salvo por el hecho de que no tenía nada que botar. La tarjeta decía: «Gregory Carson, de Modelos Carson».

Modelos Carson estaba al final de una escalera situada entre escaparates llenos de ropa barata y atrevida y de brillantes reflejos de sol. Me fijé en un bolso de pelo rosado y escandaloso con el cierre dorado y liso, y luego subí las escaleras a toda prisa. Gregory Carson me estaba esperando en compañía de un fotógrafo que tenía la cabeza grande y los ojos de una persona que mirara cosas terribles y hermosas desde la distancia. Me cogió la mano y se me quedó mirando. Se llamaba John. Era la única otra persona presente porque era sábado. Gregory Carson había querido que yo fuera en fin de semana para dedicarme toda su atención.

Gregory Carson me dijo lo mismo sobre mis tetas que el hombre gordo, pero no de buenas a primeras. Primero bebimos vino mientras John montaba su cámara. Gregory paseaba por la sala, como si apenas pudiera contener la emoción. Habló de lo importante que era la personalidad de una modelo. Me habló de enviarme a París. Cuando le pregunté cómo era París, exclamó:

—¡Pronto lo descubrirás!

Y dio un saltito y luego hizo un bailecito, como una ardilla trepando por el aire. Miré a John. Parecía una figura publicitaria de cartón que representaba a una persona amistosa. Gregory se dirigió a una esquina y pulsó un botón: empezó a sonar música. Era una canción popular cantada con una voz líquida y sensual. «Ossifier —decía—. Love s desire. High and higher».

Yo no sabía posar, pero no importaba. La música era como una flor roja y enorme dentro de la cual podías desaparecer. Su dulzura era un estallido complejo de pequeños sabores, pero debajo de este había un músculo grande y amplio de sonido. Era como la sensación profunda de tener una polla dentro y las sensaciones diminutas y chispeantes fuera en el clítoris. Salvo por el hecho de que también era como cuando una está enamorada y no piensa en las palabras «polla» ni «clítoris». Gregory Carson miraba con expresión extasiada, como algo pequeño y carente de complicación que buscara algo grande y amplio capaz de contenerlo.

—¿No te recuerda a Brandy G.? —exclamó—. ¿Te acuerdas de ella, John?

John dijo que sí, que se acordaba, y Gregory volvió a dar un brinco y a moverse de forma frenética. Me lo imaginé diminuto y moviéndose de forma frenética sobre un clítoris gigante. Solté una risita y Gregory dijo:

—¡Eso es! ¡Diviértete!

Y lo hice. Fue como la primera vez que hice un ruido sexual, y en lugar de resultar embarazoso, fue genial. Fue como estar con gente a la que no conocía y pedirles que me esperaran mientras yo entraba en una tienda y compraba leche con cacao sin tener que preocuparme de si ellos pensaban que era una mocosa o una glotona: y el sabor era genial. Era como comer pudín para siempre, o como ir en tu coche para siempre, o sentir la polla que amas para siempre, justo antes de que él te la meta. Muy lejos de allí, mi padre estaba poniendo canciones para unos hombres que creían que estaba loco. Yo iba a ser modelo y a ganar dinero caminando por el interior de canciones que todo el mundo conocía.

Luego Gregory dijo que tenía que verme desnuda.

—No vamos a hacer más fotos —dijo—. Nadie te fotografiará desnuda. Yo tengo que echarte un vistazo porque soy el agente.

Fue a apagar la música y de pronto John apareció en la sala. Me miró con una expresión tan dura que pareció que de su cuerpo de cartón sobresalía de golpe una cabeza carnosa. Sus ojos habían cambiado: se habían acabado las chorradas sobre cosas hermosas y terribles. Estaba diciendo algo… ¿qué estaba diciendo? La música se apagó.

—¡Muy bien! —dijo Gregory.

La cabeza de John se volvió a encajar en el cartón. Me sonrió y dijo que esperaba volver a verme. Gregory lo acompañó hasta la puerta. Cuando volvió, yo ya estaba desnuda. El estéreo todavía emitía un zumbido eléctrico. Aquello grande y amplio había absorbido la música de vuelta a su interior.

Gregory me miró:

—Te sobran tres kilos —dijo en tono amable—. Y no tienes muy buenos pechos. —Me tocó la mejilla con el dorso de la mano—. Pero ahora mismo eso no importa.

La voz roja y luminosa que cantaba «Ossifier», el osificador, se puso a cantar en mi cabeza: «Don’t hesitate ’cause the world seems cold».

—Alison —dijo Gregory Carson—. Me gustaría que me hablaras de tu primer año en la escuela.

Dijo «primer año» como si fuera algún manjar delicioso, algo que llevaba tiempo sin comer. Parecía que estaba a punto de dar un brinco y ponerse a bailar otra vez sobre el clítoris. Yo bajé la vista y sentí que se me fruncía el ceño. En mi primer año en la escuela tuve de maestra a la señorita Field. Ella me enseñó a escribir con unas letras grandes y negras. Ossifier paró de cantar. La señorita Field se sentó a su mesa y juntó las manos. Me abrumó una sensación terrible. Me sentí como si ella estuviera presente y siendo absorbida hacia el interior del zumbido eléctrico. Yo no quería que estuviera allí. No quería que fuera devorada.

Gregory estiró la mano y me recogió una lágrima del ojo justo cuando caía. Se la puso en la boca. Estaba probando el sabor de aquella sensación terrible y se le llenaron los ojos de compasión. Acababa de llegar al fondo de mis entrañas, donde yo todavía era una niña unida a mi familia. Él lo reconoció y lo respetó, un poco.

—No pasa nada —dijo—. No tienes que hablar.

Estiró la mano y me la metió entre las piernas. Aquí estaba. Ossifier. La señorita Field flotaba dentro de un óvalo brillante y lejano. Él me miró la cara mientras me frotaba con la mano. No le importaba que yo fuera una mocosa o una glotona. La leche con cacao estaba deliciosa. Su cara se acercó y su único ojo se volvió gigantesco. El óvalo brillante de la señorita Field se cerró con un parpadeo y la hizo desaparecer. El ojo de Gregory Carson me dijo «¡Después de ti, nena!», y el zumbido eléctrico nos absorbió a los dos.

Una noche en el trabajo, Veronica me preguntó cómo me hice modelo y yo le dije:

—Follándome a un don nadie de agente de modelos de catálogo que me agarró la entrepierna.

Lo dije con desdén, como si no me hiciera falta sentir vergüenza ni inventarme nada agradable porque Veronica no era nadie. O sea, ¿por qué iba a importarme que una hormiga pudiera ver por debajo de mi vestido? Pero no fui consciente de mi desdén: para entonces ya era habitual. Ella sí que lo percibió. Las cejas arqueadas se elevaron y la cara arrugada y remilgada esbozó durante una fracción de segundo una expresión tan afilada y dura como una picadura de abeja. ¡Pero si aquella mujercilla fea tenía aguijón! Yo le habría devuelto la picadura, pero de pronto me avergonzó su fealdad zumbona. Para entonces su expresión ya se había dividido en diversas expresiones, y cuando habló lo hizo con voz amable.

—Todas las chicas guapas tienen una historia así, cielo —dijo—. Yo también tenía esa belleza. Yo tengo las mismas historias.

Yo la miré y mi cara debió de decir: ¿Como qué?

—Una vez tuve un lío con un hombre con el que trabajaba. Era un trabajo aburrido haciendo investigación de mercado… había que hacer algo. En todo caso, fue hacia el final de la relación, y ya no quedaba mucha emoción, cuando me comentó que nunca había practicado el sexo anal. Yo le dije: «¿De verdad? Yo lo haré contigo». Él me dijo: «¿Estás segura?». Y yo le dije: «¡Claro!». Como si estuviera llevando a cabo un servicio público.

»El tío estaba extasiado. Después me diría que durante una fiesta de la oficina le había contado aquello a uno de sus amigos de una organización visitante y que el tipo insistió en saber quién era yo. Él me señaló, discretamente, según me aseguró, y en su versión el tipo dijo: “¡Anda, si es guapa!”. Parece que estaba asombrado de que yo no tuviera pinta de guarra desesperada, pero yo me sentí bastante halagada.

—¿En serio?

—¡Sí! La única vez que no me sentí tan halagada fue un año después, más o menos. Fue durante la fiesta de Navidad, después de que rompiéramos. Todos los departamentos estaban nominando a sus candidatos a la mejor sonrisa, las mejores piernas, el mejor culo y esas cosas. Yo le pregunté si él había nominado mi culo y él me dijo que no. Me pasé el resto de la noche de mal humor.

Le dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo.

—Por supuesto, tú eres mucho más guapa de lo que yo era: ¡tú habrías ganado el concurso de calle! —Se rió—. Pero la belleza siempre consiste en complacer a la gente. Cuando dejas de ser guapa ya no lo tienes que hacer. Yo ya no lo tengo que hacer. Ahora soy la protagonista. —Dijo aquellas palabras como si fuera una estrella de cine que pasaba a mi lado mientras yo la miraba boquiabierta.

—Yo no estaba intentando complacer a nadie —dije en tono incierto.

—¿No? —Ella aplastó su cigarrillo en un cenicero de color amarillo brillante—. Entonces, ¿qué estabas intentando?

Imaginen diez imágenes de aquella conversación. En nueve de ellas, ella es la tonta y yo soy la que tiene algo. Pero en la décima, la tonta soy yo y ella es la protagonista. Durante un solo segundo, esa fue la imagen que vi.

Follarme a Gregory Carson fue como caer por la madriguera del conejo de Alicia y ver cosas que flotaban a mi alrededor sin saber qué significaban. Pero al mismo tiempo yo era la madriguera, y él estaba metiendo cosas por ella como un loco, simplemente echando todo lo que encontraba, como si tuviera prisa por librarse de ello. Y en mí cabía todo. Yo estaba tumbada de espaldas y él de rodillas; me agarró los tobillos y me levantó las piernas por encima de la cabeza hasta que la pelvis se me abrió por completo. Apoyé las dos manos en el suelo para incorporarme un poco y verlo a él. Su pequeño pecho se hinchaba mientras se encabritaba encima de mí. Su barriga sobresalía como un tambor orgulloso y yo notaba el agujero de su culo encendido y estremeciéndose al final de su espinazo. Su cara tenía pinta de estar diciendo: Acuérdate de esto cuando te estén sacando fotos. Acuérdate de esto. Como si me estuviera llenando de él para que cualquier foto que me hicieran también fuera una foto de él, porque la gente que me mirara lo iba a ver a él mirando a través de mis ojos.

Al terminar, bajé las escaleras igual que si estuviera deslizándome por un tobogán y saliendo por el otro extremo de la madriguera del conejo. En la calle todo volvió a ser normal. Ya no había ningún idioma secreto de cosas pequeñas y complicadas. Había caído la niebla y los escaparates se habían empañado. Hacía frío y tenía hambre. Encontré una cafetería, me comí una porción de tarta de arándanos sobre la cual vertí dos tarrinas pequeñas de crema y después me bebí un té con azúcar. Delante de mí, una chica flacucha de piernas desnudas y descamadas estaba llorando apoyada en una mujer gruesa y mayor que llevaba un abrigo raído. Fogonazos seguían sacudiendo mi cuerpo, ráfagas de una sensación extraña y vacía, como descargas eléctricas. Gregory Carson me había dado dinero para un taxi, pero yo me lo guardé y cogí el autobús. Me relajó ir sentada entre tanta gente y mecerme con el movimiento del autobús que subía quejumbrosamente una colina tras otra. Los fogonazos se apagaron gradualmente y mi cuerpo quedó en silencio. Con asombro apático, comprendí que la canción no había dicho realmente «ossifien». Había dicho «hearts of fire», corazones de fuego, lo cual no me pareció igual de bueno.

Después de aquello llamé un par de veces a Modelos Carson, pero nadie me devolvió las llamadas. Luego una mujer de voz acusadora me llamó y me dijo que tenía una prueba en South of Market. Le pregunté si podía hablar con el señor Carson y ella me dijo que estaba ocupado. Me preguntó si pensaba ir o no. Fui y me senté en una larga escalera en medio de una cola de otras chicas. Avanzábamos lentamente por las escaleras sentadas sobre nuestros traseros, como una oruga que se movía por secciones, cada sección una chica pegada a otra chica. La que estaba delante de mí no paraba de mecerse adelante y atrás y de susurrar: «¡Mierda! ¡Joder! ¡Mierda! ¡Joder!». La que estaba detrás de mí apoyaba su linda barbilla en la mano y leía un libro de bolsillo en cuya portada gritaba una mujer en relieve y en colores brillantes. En lo alto de las escaleras había una sala muy grande con dos hombres dentro. Llevaban ropa bonita y runruneaban como maquinitas a las que alguien diera cuerda todos los días.

—¿Dónde está tu book? —preguntó uno.

—¿Book? —Confusa, eché un vistazo a la chica del libro.

El runruneo se detuvo. Una cabeza humana emergió de golpe a través de un pequeño agujero cerrado en su cabeza mecánica y se me quedó mirando con cara de asco.

—Es una de las de Gregory —susurró el otro.

—Oh. —Puso los ojos en blanco sin demasiado énfasis y volvió a ocultarse en el interior de la cabeza mecánica. El runruneo se reanudó—. Camina un poco, luego gírate y mira hacia aquí —dijo.

Di un paso y él dijo:

—Gracias. ¡Siguiente!

Cuando, una semana después, un compañero de piso me gritó por el hueco de las escaleras que «alguien de una agencia de modelos» estaba al teléfono, yo dije:

—¡Mándalos a la mierda!

Y él lo hizo, en voz bien alta.

Pasaron semanas. Llegó el frío y el parque se vació. El olor a flores desapareció, y por sí sola la marihuana constituía un envoltorio fino y desgastado. Incluso en la oscuridad se notaba la basura. Con el rabillo del ojo se veían sombras corriendo. Llegaron bandas de moteros, hombres enormes que daban la sensación de llevar apilados en su interior montones de cadáveres. Uno de ellos llevaba un cachorro con una soga sucia alrededor del cuello. La mirada del animal era triste, y cuando lo acaricié me pareció que estaba muerto por dentro. Era como si lo hubieran matado mientras todavía estaba vivo. El tipo que lo llevaba sujeto con la cuerda sonrió maliciosamente. Muy despacio, di media vuelta y me marché del parque.

Empezó a hacer demasiado frío para vender flores en la calle. Lilet se fue a Las Vegas con un tipo que le había comprado un abrigo de piel falsa de color naranja. Yo me compré un vestido en una tienda del Ejército de Salvación e hice una entrevista para trabajar de administrativa. Seguía vendiendo flores, pero en vez de ir al parque cuando terminaba me encerraba en mi habitación y escribía poemas. Decidí volver a casa, apuntarme a la universidad comunitaria de repesca y estudiar para ser poeta. Fantaseaba con hacerme famosa, pero no podía imaginarme a qué se dedicaban los poetas famosos. Solo podía imaginarme caminando mientras la gente me hacía fotografías. Me imaginaba las manos diminutas de Gregory Carson agarrándose al borde reluciente de mi mundo y su cabeza diminuta y melancólica asomando por encima. Me imaginaba esto una y otra vez cuando estaba acostada por las noches.

Tenía intención de llamar a mi familia y decirles que regresaba a casa, pero antes de que pudiera hacerlo Daphne me llamó y me dijo que mi madre acababa de marcharse de casa y que se había ido a vivir con un tipo del taller de reparación de coches.

—Papá tiene la sensación de que todo el mundo lo está abandonando —dijo—. Llora por las noches, Alison. Es horrible.

Le pedí que me lo pasara. Me sentí como una heroína al decirle que volvía a casa para apuntarme a la universidad. Él me preguntó cuándo. Yo le dije que al cabo de unas semanas, cuando tuviera dinero para el avión. Él me dijo que me enviaría el dinero y yo me sentí orgullosa de rechazarlo. No me pregunté cómo se sentía al ofrecerlo. Él guardó silencio y luego me dijo:

—Tan solo ven lo antes que puedas. Te quiero muchísimo.

Cuando Daphne se volvió a poner, le pregunté si era verdad que había llorado.

—Solo lo he oído una vez —me dijo—. Pero creo que ha habido más.

Ella esperó a que yo dijera algo, pero no supe qué decir.

—Creo que si vuelves, mamá quizá volverá también —dijo Daphne.

Yo seguí sin decir nada. Me estaba acordando de algo que había pasado cuando tenía diez años. Iba caminando con mis padres por un aparcamiento subterráneo cuando mi madre tropezó y cayó de bruces. Se precipitó contra el cemento y se quedó allí con la boca abierta, los brazos doblados y las palmas de las manos apoyadas en el suelo, como si quisiera incorporarse por sí sola pero no pudiera. Levantó la cabeza y soltó un gemido largo y grave, como el mugido de una vaca. El cuerpo le había protegido la cara, pero el golpe la había dejado sin respiración. Yo no sabía qué hacer. Me volví hacia mi padre, que estaba detrás de nosotras. Y lo vi sonreír, como si friera muy gracioso ver a mi madre caer de bruces y emitir un ruido estúpido. Cuando fue a ayudarla, ya no sonreía. Me asombró lo deprisa que había reprimido la sonrisa.

—Dios —dijo—. ¿Estás bien?

La ayudó a levantarse y resultó que no se había hecho nada.

Pero yo seguía odiándolo por sonreír. Ahora me estaba acordando de aquello y traté de reunir rabia para proyectarla hacia mi padre. Pero lo único que me venía a la mente era la imagen de él solo y llorando.

No conseguí el trabajo de administrativa, así que seguí vendiendo flores delante de los bares de striptease hasta tarde, cuando los hombres salían borrachos y me daban billetes. Al final de la noche me iba a casa para contar el dinero en la cama y lo guardaba en un par de calcetines doblados que escondía en el fondo de un cajón. Me sentaba en la cama en camiseta y bragas y escribía poemas mientras al otro lado de mi ventana pasaban voces acompañadas de pasos enérgicos. Me dormía al amanecer con el ruido de los camiones de la basura y me despertaba la música del tipo raro que vivía en el sótano, cuyo sonido subía por los conductos de la calefacción como si fuera un fantasma.

Ya me llegaba el dinero para comprar mi billete cuando vi a John en el parque. No lo reconocí hasta que se me acercó y empezó a decirme que lo sentía. Me dijo:

—Aquel día estábamos en la misma situación, tanto tú como yo. —Fue entonces cuando me fijé por primera vez en su cuello, tenso, como de goma, ya furioso y listo para retorcerse con fuerza—. Gregory juega a ese juego con las chicas todo el tiempo, y yo le sigo el rollo porque me da trabajo. Pero lo odio, y después de aquel día contigo me marché y dije: «A la mierda, no pienso hacerlo más». —Yo intenté actuar como si supiera de qué me estaba hablando y como si nadie me hubiera engañado. Y él me dejó actuar así. Su mirada no dijo en ningún momento: ¡Vamos, guapa, sabes que te tomaron el pelo!, tal vez por simple amabilidad o tal vez porque no se dio cuenta de que yo estaba fingiendo—. Pero contigo además fue estúpido —continuó—. Porque tú valías. Me di cuenta enseguida.

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