Veronica

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Quería enviar mis fotos al concurso de modelos de una revista, y necesitaba que rellenara el formulario del concurso. Necesitaba mi dirección para hacerme saber en qué acababa todo aquello.

Imaginen diez imágenes de mí en Modelos Carson. En nueve de ellas soy una tonta perdida, pero en la décima soy alguien que podría ser modelo. John estaba mirando la décima y, como él la miraba, yo también la miré. Le dije que vale y le di la dirección de mis padres en Nueva Jersey. Al día siguiente cogí el avión y volví a casa.

Para mí también resulta raro mirar a John y ver a un joven convertido en un hombre nervioso de mediana edad al que una gente invisible persigue por su despacho; es como un hueso de la risa emocional. Las cosas hermosas y terribles hicieron un zoom hasta situarse en primer plano, nos arrollaron y desaparecieron rápidamente. Bueno, a mí me arrollaron. A él solo le pasaron rozando. Lo cual fue una suerte. Ahora él sí que tiene algo bueno, al menos cuando puede controlar sus nervios lo bastante como para disfrutarlo. Tiene una casa y una familia, y también un despacho, un nido de pasado y presente, donde un vestigio de cuanto creía que quería viene a limpiarle el retrete. Puede gritarle a ese vestigio y este puede gritarle a él, y la gente invisible se calla y se desvanece. Ahora comemos donuts con glaseado de colores —rosa, azul lavanda y blanco con pelitos de coco— y hablamos del nuevo bebé que ha tenido a los cincuenta y dos años con una mujer quince años más joven.

—Todo le fascina, Alison, y cuando él me mira yo siento lo mismo. Llevar la comida a casa, ser el sostén de la familia… no te puedo explicar cómo me hace sentir eso.

No hace falta que me lo diga. Lo veo en su cara: la felicidad brilla sobre su tristeza bobalicona y le hace rascarse la cabeza y parpadear de asombro.

—Pero a veces me siento excluido, ¿sabes? Lonnie y Eddie están tan unidos, es algo tan físico, es exactamente como si yo fuera las ruedas de un triciclo… como un mueble accesorio. Y entonces me pregunto: ¿qué pasa con mis sueños? ¿Sabes?

—John, cuando yo tenía ocho años soñaba con ser bailarina. Era un buen sueño para una niña de ocho años.

—¿Y ahora qué? ¿Cuáles son tus sueños ahora?

En sus ojos aparece una mirada astuta y triste como un ojo diminuto al final de un pedúnculo, y de pronto vuelve a estar detrás de la cámara.

—Mi sueño es poder dormir y que deje de dolerme el brazo. —Dejar de viajar por las salas interminables donde ya no hay gente ni música—. Pero John, tú has conseguido tu sueño. Lo estás viviendo. ¡Lo veo en tu cara!

Y, ahora que yo lo digo, él también lo puede ver. Es algo que yo le puedo dar, algo que le ofrezco con brazos cálidos. Él me vuelve a hablar de Lonnie y del bebé, me cuenta que a veces tiene miedo de no ganar suficiente dinero para ellos y que no quiere que ellos vean que tiene miedo. Esto último no lo dice él. Soy yo quien tiene que decirlo, y él lo niega, y luego dice «Tal vez», y aparta la vista, masticando.

—Solamente quiero que nuestra casa sea un hogar con amor —dice.

—Y lo será —digo yo.

¡Siempre y cuando dejes de perder los estribos por cosas como un cigarrillo! Esto no lo digo. Permanecemos allí sentados juntos como animales satisfechos, llenos de donuts. Tal vez él oye lo que yo no digo y tal vez incluso lo escucha; me paga mis cien dólares del mes sin comprobar el trabajo que he hecho en el cuarto de baño. Me despido y salgo a la calle lluviosa.

El aire huele a gasolina, tierra y árboles; a coches que expelen gases de sus vientres de hierro caliente, y al fresco sudor de la naturaleza. Calle abajo sigue habiendo un piquete delante del concesionario Nissan, gente con impermeables del color del barro, con unas caras que parecen meros bocetos bajo sus capuchas goteantes: ceños, narices, labios, carrillos colgantes. Llevan letreros cubiertos con bolsas de plástico transparente que dicen: «NO COMPRES A NISSAN. NO COMPRES A LOS ESQUIROLES». La mayoría se dedica a caminar pesadamente en un círculo, como si siguieran un ritual cuyo significado ya no recuerdan pero que creen que es su única esperanza. Hay otros dos fuera del círculo, hablando y riendo con furia, desternillándose de risa mientras la lluvia cae a raudales sobre sus cabezas. Llevan un mes ahí. Intento llamar la atención de alguien para desearles suerte, como suelo hacer. Pero nadie levanta la vista bajo la lluvia.

Las salas hermosas e infinitas que hay dentro de las canciones… si una deambula por ellas durante el tiempo suficiente, su belleza y su infinitud acaban por volverse horribles. Hay tantas cosas que siempre quieres más, así que sigues avanzando, viajando cada vez más deprisa, hasta que no puedes detenerte. Hace diez años, veía a chavales que iban por ahí con maquillaje blanco, que dormían en ataúdes de mentira y que pagaban a dentistas para que les pusieran colmillos de vampiro. Era una tontería, pero también tenía sentido. Uno quiere que la falta de límites termine. Uno quiere irse a casa, pero no hay casa. Uno desprecia los vínculos emotivos del hígado y del cuerpo, pero también los anhela. Uno muerde a otra gente con el fin de encontrarlos, y cuando eso no funciona, se muerde a uno mismo.

En cierta ocasión fui con Veronica a ver una exposición de fotografías de Robert Mapplethorpe. Ella llevaba una chaqueta de cuero rojo brillante con hebillas en los bolsillos y paseó por la galería así vestida, haciendo en voz alta comentarios de aprobación sobre las obras. Hablaba en voz tan alta que no vio a los dos chavales que nos estuvieron siguiendo durante casi medio minuto entre risitas, burlándose de sus gestos ampulosos. Los perdimos delante del famoso autorretrato, en el que Mapplethorpe está agachado y desnudo, dándole la espalda a la cámara, con un látigo que le sale del culo como una cola y mirando de soslayo con lascivia triunfante. Una mujer que estaba detrás de nosotras dijo en tono de consternación nerviosa:

—¡No tengo necesidad de ver esto!

Y Veronica se volvió hacia ella como la Reina de Corazones.

—Entonces, ¿por qué ha venido? —dijo en tono cortante—. Le aseguro que yo no stengo necesidad de verla ni oírla a usted.

La mujer casi trastabilló al intentar esconderse detrás de su marido, que a su vez intentaba esconderse detrás de ella.

Pero cuando salimos del museo, Veronica empezó a gimotear de forma incoherente.

—Todo lo que hicimos está siendo borrado —dijo—. Lo están negando todo. Se lo están llevando todo.

Yo me sentí avergonzada. No lo entendía. Ahora sí que lo entiendo.

Así pues, en un momento estoy delante de un bar de strip-tease con mi cesta, titilando bajo la luz de la marquesina, encendiéndome y apagándome, como un fantasma que intentara ser real. Culos desnudos de mujeres, caras desnudas de hombres. El portero se abraza a sí mismo para combatir el frío y me dice que va a comprarme unos anacardos calientes. Y de pronto estoy en un avión surcando veloz a través de nubes grises. El avión traquetea como si fuera a romperse, y la mujer del asiento de al lado gime de miedo. Y luego estoy en la sala de estar con mi padre. Como si me hubiera estrellado y caído de las nubes. Sara está en el piso de arriba, gritándole a alguien por el teléfono, y Daphne está en la cocina, haciendo la cena. Chocamos unos contra otros; todo traquetea y tiembla como en el avión, solo que más, y no podemos oírnos unos a otros aunque gritamos.

Cuando vinieron a recogerme a Newark, la mirada de mi padre era introvertida y metódica. No dio muestras del amor del que había hablado por teléfono. Ni yo tampoco. Toda la emoción estaba en los ojos de Daphne, grandes y reverberantes, tan llenos de esperanza que me dieron ganas de darle un puñetazo. Sara me miró y apartó la vista apresuradamente. Ella estaba, engordando. Estaba desapareciendo a la vista de todos. Su mirada se aseguró de que yo estaba bien y después volvió a concentrarse en lo que fuera que estaba escondiendo. Cuando se puso de perfil, vi que tenía la nariz rota.

—¿Cómo ha pasado? —le susurré a Daphne.

—No lo sé. No sé cuándo ha pasado. Cuando me di cuenta H otro día, me gritó: «¡No quiero hablar del tema!». —Daphne le puso a Sara voz de monstruo, de monstruo loco y estúpido.

Fuimos a casa en coche por un túnel con tráfico rugiente. Estaba oscuro y las luces y los letreros luminosos pasaban a toda velocidad. Daphne iba sentada delante y hablaba deprisa y en tono ligero, volviendo la cabeza para esparcir sus palabras por el asiento trasero y hacerlas salir por la ventanilla al túnel rugiente. Mitades, cuartos y cuadrados enteros de luz fluían a través de la ventanilla de atrás y pasaban sobre su pelo suave. Hasta cuando hablaba dirigiéndose a mí y a Sara, yo notaba que una parte de ella seguía pendiente de nuestro padre, como si le estuviera cogiendo la mano. Sara iba sentada muy ensimismada, con las manos unidas sobre el regazo, preservando el secreto de su nariz rota. Su plácido calor animal llenaba el asiento trasero.

Cuando llegamos a casa, mi madre llamó. Dijo que se alegraba mucho de que yo estuviera allí. Su voz corría y saltaba, como si la persiguiera un diablo con un tridente.

—¿Cuándo vas a matricularte? —gritó.

—Primero tengo que sacarme el título de secundaria para mayores de dieciocho —dije—. Tengo que estudiar.

—Bueno, creo que eres genial —dijo.

Sonaba como si estuviera a punto de llorar. Mi padre estaba en la habitación de al lado, totalmente rígido e intentando oír nuestra conversación.

Daphne hizo una cena especial a base de salchichas polacas y judías estofadas, que antes me encantaban pero que ahora me parecieron muy tristes. No me las quería comer, pero lo hice, y cuando mi padre me preguntó «¿Te gustan?», yo dije: «Están buenas». Sara apartó la salchicha, mirándola como si estuviera muy cabreada. Se comió las judías y subió a su cuarto.

—Ahora es vegetariana —dijo Daphne.

—Probablemente se esté atiborrando de dulces —dijo mi padre.

En la sala de al lado Van Cliburn interpretaba a Tchaikovski; en el comedor, la tele estaba sin volumen. Los meses en San Francisco estaban doblados dentro de una cajita brillante guardada en algún lugar entre los recibos del banco y los montones de cupones. Yo me fundí con la comodidad eléctrica de la casa, donde nuestras emociones fluían juntas y eran transportadas por la música y las imágenes de la tele. Salvo en el caso de Sara, que no podía unirse a la corriente. No sé por qué, pero no podía.

Al día siguiente, Daphne y yo fuimos en coche a ver a mi madre a una cafetería de White Plains. Llegamos antes que ella y la esperamos. Era un lugar familiar que tenía máquinas de discos pequeñitas sobre las mesas. Daphne giró el selector de la nuestra, ojeando las opciones con aire aburrido: «You Are Everything», «I Had Too Much To Dream», «Incensé and Peppermint», «Cióse to You», cada título escrito con letras negras y pequeñas dentro de un rectángulo rojo. La gente que temamos detrás eligió «Can’t Take My Eyes Off You». La voz de la cantante era al mismo tiempo ligera y espesa, como un anuncio de pudín. La canción había sido muy popular cuando nosotras estábamos en primaria, y la vieja grabación emitía unos crujidos oscuros y hechizantes. Me hizo pensar en chicas adolescentes en bañador, tumbadas sobre hamacas junto a la piscina pública, con los ojos cerrados y con unos pechos perfectamente ocultos bajo tela sintética. Cada una de las azules olas emitía un resplandor luminoso. Los chicos se sacudían el agua del pelo y las miraban. Daphne pasó corriendo y agitando jovialmente un juguete inflable.

Un coche se detuvo junto a la acera. Entrevimos al novio de nuestra madre mientras la dejaba allí: una masa oscura de lujuria y necesidad que la besó dentro del coche y se alejó al volante. «Don’t bring me down, I pray». Mi madre entró vestida con un traje pantalón demasiado corto para sus zapatos de tacón alto. Su mirada producía la misma sensación que su voz saltarina, y caminaba como si intentara avanzar en tres direcciones a la vez. Allí estaba la celosa y la furiosa: llevaba unos grandes pendientes y carmín en los labios, y cuando nos abrazó, el sexo emanó de ella como un olor. Su chaqueta se abrió un momento, dejando al descubierto piel de animal con cerdas, y se volvió a cerrar: allí estaba la mujer que se había caído y se había quedado en el suelo mugiendo como una vaca.

Pero luego se sentó y abrió con brío el menú de plástico, y allí estaba la genuina: la madre, la jefa de la comida y los regalos. Nuestras mentes se vaciaron y nuestros cuerpos se acordaron de cuando éramos pequeñas: ella fue quien nos compró nuestros primeros batidos. Nos los trajo al coche, sosteniendo los cuatro enormes batidos con las manos. Las cuatro nos sentarnos y nos bebimos los batidos en medio de un profundo silencio, hasta que llegamos a la parte del fondo; entonces todas sorbimos al unísono. El aire íntimo y cálido del coche sobre nuestras pieles, el frío dulce en las bocas: era una maravillosa inversión del calor de la leche materna y el frío del aire, y aquel era un pecho materno que todas podíamos experimentar juntas. El mero hecho de verla abrir el menú nos trajo aquella sensación de vuelta sin que lo supiéramos. «You’re just too good to be trae». Un brazo blanco y flaco removía el pudín dorado. Entramos en trance mientras contemplábamos lo que había en el menú.

Pero luego volvieron el caminar en tres direcciones y las cerdas de animal. En cuanto nos trajeron la comida se puso a hablar de que sabía lo duro que había sido. Lo duro que había sido para ella no saber si yo estaba viva o muerta durante semanas y no recibir ningún apoyo de nuestro padre. Se comió su tarta de ruibarbo. Se había esforzado al máximo para entender que las cosas habían cambiado y ahora esperaba que nosotras hiciéramos lo mismo.

—Pero ¿quieres el divorcio o no? —preguntó Daphne.

Dentro de los ojos de nuestra madre, una expresión parecida a una boca se abrió y se volvió a cerrar mientras su boca normal se comía la tarta haciendo remilgos.

—Hace falta tiempo para saber algo así —dijo—. Una relación de tantos años es algo complicado.

Comió con su boca remilgada. La piel con cerdas se hinchó.

—No es justo —dijo Daphne.

Mi madre se enderezó en la silla. Debajo de sus pendientes y su carmín, era una mujer poco atractiva, y conocía la dignidad de serlo.

—¿Me estás juzgando? —preguntó en voz baja.

Sí, dijo la cara de Daphne. Te juzgo y te odio.

En mi imaginación, miré por encima del hombro e hice un mohín a una cámara mientras sonaba la canción. «Can’t take my eyes off you». Los ojos invisibles que me miraban eran como una cinta sin fin de dulce música. No sé qué estaba diciendo mi cara.

—No —dijo Daphne—. Pero quiero saber si esto es permanente, y papá también.

—Y yo también —dijo nuestra madre—. Yo también.

Y pareció triste. Su cuerpo entero parecía triste. Daphne no podía hacer nada contra aquello salvo entristecerse.

La camarera vino haciendo un ruido como de ropa interior que rozaba y susurraba. Dejó la cuenta sobre la mesa y desapareció por una puerta de vaivén. Vislumbré una cocina bulliciosa con mesas de acero y movimientos ordenados, llena de platos y bocadillos abiertos. Un hombrecillo de ojos penetrantes y con delantal me devolvió la mirada con expresión de recelo. ¿Cómo sería trabajar allí?

Nuestra madre abrió su billetera desgastada y se preguntó en voz alta cómo pensaba ganarme la vida mientras escribía poemas.

—Podría trabajar en un restaurante. O tal vez podría ser modelo.

—Claro. —Ella suspiró, sacó los billetes y los contó cuidadosamente, calculando la propina con los dedos—. Eso parece una vida estupenda.

En el interior de Daphne noté que algo temblaba como si fuera a romperse, y luego se detenía.

Entonces llegó la rutina. Mi padre llevaba en coche a Daphne y Sara a la universidad de camino al trabajo. Yo dormía hasta mediodía, me levantaba y me pasaba horas bebiendo té. Era finales de noviembre y la luz se desplazaba de sala en sala con el silencio activo de algo vivo. La gata levantaba la cabeza y parpadeaba con sus profundas ranuras negras, con el verde intenso de sus ojos. Yo caminaba de la luz a las sombras, regresando a tientas al lugar carnal del que me había desprendido. Cuando llegaba, me sentaba en el comedor y estudiaba para sacarme el título de secundaria con la tele puesta en el canal de las reposiciones y sin volumen. De niña yo solía ver aquellos programas con mi familia. La gente en blanco y negro estaba tan llena de recuerdos y sensaciones que eran como trozos de nosotros, congelados en el tiempo y repetidos una y otra vez, hasta convertirse en una sombra electrónica del lugar carnal. La luz del sol recorría la mesa y llegaba al suelo. Te he estado tocando todo el día, decía, y ahora tengo que marcharme.

Sara hacía novillos, llegaba pronto a casa y volvía a marcharse. Yo la veía fuera, besando a un chico que le daba una palmada en el culo al despedirse. O hablando en susurros con otra chica grandota que tenía unos ojos insolentes de duende y que ofrecía sus tetas al mundo dentro de una camiseta de lentejuelas. En la calle, niños en bicicleta pedaleaban en curvas lentas y sinuosas y se decían cosas entre ellos. Yo me esforzaba por oírlos; tenía miedo de que se estuvieran burlando de Sara. Pero ella entraba como un gato, con cierto aire de aventurera, guardándoselo todo para sí. Cogía algo para comer y se sentaba conmigo en la sala, mirando la tele con una pierna enorme echada por encima del brazo del sofá. No me preguntaba por nada de lo que me había pasado mientras yo estaba lejos de casa. Me miraba como si ya lo supiera y como si todo estuviera bien. Me sentía a gusto con ella.

Una vez le pregunté a mi padre por la nariz de Sara y él me dijo:

—¿Está rota? ¿Estás segura? —Parecía asombrado, y luego añadió—: ¿Estás segura de que no ha sido siempre así?

Tal vez él tenía la sensación de que todo estaba roto y de que no tenía tiempo para que se rompiera nada más. Tal vez esa era la razón de que Sara estuviera tan enfadada con él. Cuando él le pedía que ayudara a Daphne a hacer la cena o a limpiar, ella gritaba «¡Ya voy!», y no lo hacía. O bien gritaba: «¡No somos tus esposas, y no tenemos la culpa de que ya no tengas mujer!». Y subía corriendo a su cuarto, sollozando con rabia y dejando a nuestro padre plantado allí, como si le hubiera dado un puñetazo en la boca del estómago.

Daphne y yo odiábamos a Sara por actuar así. Pero era difícil odiarla del todo. Su furia era como una amabilidad enjaulada a la que hubieran vuelto loca con palos entre los barrotes. Que agitaba los brazos, indefensa. Y que hacía que la bondad mesurada de Daphne pareciera en cierto modo mezquina. Tal vez nuestro padre también percibiera aquello. Nunca perseguía a Sara por las escaleras para contestarle a gritos. Simplemente se quedaba allí, plantado y herido. Luego, por la noche, yo pasaba por delante de su cuarto. Lo veía acostado en pijama y a Sara sentada en una silla al pie de su cama, haciéndole un masaje en los pies. Solo con pasar por delante podía percibir la concentración de ella; era enorme y carnal, como sus gritos. Y lo que mi padre sentía con aquello también era algo grande. Una vez le oí decir: «Tienes buenas manos, Sara. Tendrías que ser enfermera». Y ella dijo «Gracias», con una vocecita infantil.

Yo no les hablé del concurso de modelos. Solo se lo mencioné a Daphne mientras íbamos en coche a la tienda. Ella me escuchó a medias, porque estaba concentrada sobre todo en fumarse su cigarrillo y en tirar la ceniza por la ventanilla. Le mentí y le dije que el fotógrafo era un tipo con el que solía colocarme, y la mentira pasó de largo frente a ella como un pedazo más de triste inmundicia.

Todavía pensaba en ser modelo, pero era como algo con lo que me masturbaba sin tener esperanzas de que llegara a pasar: se abría una puerta y yo me ahogaba en imágenes de mí misma, imágenes tan fuertes y crudas como las sexuales. Que me arrastraban como un río de electricidad. La electricidad es algo complejo, pero al contacto directo no produce esa sensación. Simplemente te noquea y te fríe. Después la puerta se cerraba y el río desaparecía, dejando únicamente un reborde cada vez más tenue de fuego eléctrico, una impronta ardiente que dejaba un agujero en la vida cotidiana.

Pero durante la mayor parte del tiempo me dedicaba a estudiar, veía la tele, ayudaba a hacer la cena, escribía, salía a pasear con Daphne y veía a amigas que seguían estudiando. Los fines de semana había fiestas de la cerveza en apartamentos de chicos y chicas mayores. Mi amiga Lucia era hermosa, aunque tenía mala piel y el pelo oxigenado. Estaba embarazada de tres meses. Cuando se graduara, pensaba casarse y ponerse a trabajar como cajera en una tienda donde antes solíamos ir a robar golosinas. Por entonces yo carecía de desdén, así que cuando le hablé del concurso solo mentí para impresionarla. Le dije que había abofeteado a Gregory Carson y que John me había seguido para suplicarme que participara en el concurso. Estábamos sentadas en la escalera de cemento de un edificio de apartamentos, bebiendo cerveza y mirando los coches que entraban y salían de un centro comercial que había al otro lado de la carretera. Ella sonrió sin mirarme y me di cuenta de que sabía que yo estaba mintiendo, y también de que me perdonaba. Del apartamento bajaban música y risas convertidas en un gruñido. Los faros de los coches se proyectaban sobre la cara de Lucia y ella miraba a la nada con una satisfacción que yo no entendía. «Y entonces yo fertilicé la tierra». Durante un momento me la imaginé comiendo tierra. Luego me fui a casa y escuché a medias cómo mi padre hablaba de lo que había salido mal en su matrimonio y lo que se podía hacer para «arreglar las cosas».

Hice el examen para el título de secundaria en un aula de una vieja escuela de primaria de Hoboken. Los pupitres eran de linóleo gris; las sillas eran de madera. El examinador era un hombre robusto y arrogante con una nariz venosa y abultada, que se abría la chaqueta barata para dejar ver su panza. El resto de la gente que hacía el examen eran en su mayoría personas de mediana edad cuyos cuerpos se enroscaban como caracoles cruzando una carretera. La única otra joven era una chica cuya falda dejaba ver la parte superior de sus medias. Me dirigió una mirada de triste camaradería. Luego nos encorvamos sobre nuestros exámenes. El examinador nos miró mientras cruzábamos la calle.

Cuando llegaron mis notas, mi padre llamó a mi madre para decirle lo bien que me había ido. Ella hizo que su novio la trajera a casa y le dijo que esperara fuera en el coche mientras empezaba a besarme. Mi padre se puso a gritar sobre «ese cabrón que se queda sentado ahí fuera para que lo vea todo el mundo» y Sara subió corriendo a su cuarto y se encerró dando un portazo. Mi madre salió y le dijo al novio que diera la vuelta a la manzana. Luego nos sentamos todos y planificamos el presupuesto para las clases. Yo pedí información sobre los cursos. Estaba lista para matricularme. Y entonces la carta de la agencia de modelos se estrelló contra el costado de la casa.

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