Veronica

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Veronica » 4

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Ha parado de llover. Tengo las zapatillas empapadas, así que dejo de preocuparme y voy pisando los charcos. Plateados y negros, llenos de cielo y del solemne mundo invertido. La marquesina del autobús resplandece bajo mis pies como un enorme pez transparente. En uno de sus laterales se ve a una modelo con un vestido negro sin mangas. Un anuncio de colonia: «CUIDADO, MONSIEUR». La modelo tiene un rostro perfilado y exquisito, una mirada profunda y vaga y una boca sensible y carnosa. Su esbelto cuerpo es potente y dinámico, como el de una anguila. Me gusta. Estoy de su lado para destruir a monsieur. Me recuerda a Alana, otra pequeña chica anguila.

Camino por entre las sombras negras, cruzando el cielo invertido. Conocí a Alana en un pase benéfico para apoyar y celebrar la renovación de unos vetustos grandes almacenes de París, los primeros que existieron en el país. Entré en el diminuto vestidor y la vi allí desnuda y con zapatos de tacón, hurgando entre una serie de vestidos deslumbrantes y gritando que su agente la había obligado a hacerse un enema aquella tarde para no parecer hinchada.

—¡Matmoiselle, vamos a hadser que sus trrripas fundsionen!

Estaba matando de risa a todo el mundo con la historia del alemán loco que le había hecho ponerse una lavativa. «Todo el mundo» consistía en siete modelos, cuatro maquilladoras y quince peluqueras, todas hacinadas en una sala estrecha y calurosa llena de espejos y tocadores. Mientras les maquillaban las caras, ellas hablaban de enemas y de mierda: de desmayarse en una discoteca y despertarse con las medias echadas a perder; de ataques de diarrea durante sesiones de fotos; de tirarse pedos en la cara de sus novios. Las chicas se reían histéricas. Las peluqueras se sumaban a la conversación. Probablemente no habían dormido en toda la noche y no les apetecía hacer aquel pase sin importancia. Yo vacilé ante la puerta; Alana me vio y saltó:

—Tú sí que tienes pinta de necesitar un enema —dijo en tono cortante.

Yo me sonrojé. Las demás chicas se rieron disimuladamente y guardaron silencio. Alana se dejó caer en su silla y agarró un puñado de cerezas de color rojo oscuro que había en un cuenco de plástico junto a una montaña de postizos calientes. Repantigada y masticando, miró su reflejo con aire ausente: su frente, nariz y barbilla, redondas y precisas. Ojos tórridos, la flor oscura y violenta de su boca. Perlas blancas en sus orejas pequeñas y nítidas. Si alguien quería encontrar un defecto, tenía que mirarle dentro del culo. Por allí se la habían metido al servicio de la perfección, y ella se burlaba de la perfección con la mierda que le salía.

Pero… «Cuidado, monsieur». En la pasarela se convirtió en un relámpago con un vestido blanco de Chanel. Se giró y lanzó una mirada. La música machacona atraía la atención hacia la parte inferior de su cuerpo, donde funcionaban las válvulas y los pistones. Desprendía un oscuro aroma a mierda, a la dulzura de las cerezas y a las risas de las chicas. Al igual que los relámpagos, el contraste se clavó en el centro de la tierra: todos comemos y cagamos, follamos y morimos. Pero allí estaba la Belleza con un vestido blanco. Allí estaba la música machacona, triturándola hasta convertirla en carne y tierra. Y allí estaban las otras chicas, llegando en oleadas para rellenar el hueco dejado por la Belleza. Y allí estaba la pequeña Alana, encogiéndose de hombros y dándose la vuelta. Todo el mundo aplaudía… y no era para menos.

Paso junto a unos viejos sin techo que están acurrucados bajo el toldo goteante de una tienda de discos: son tres, como tres sacos de patatas cuyas caras de patatas asoman fuera del saco para ver qué está pasando. Me miran como si me conocieran. Tal vez sea cierto. Alana desapareció casi tan deprisa como yo. Si la viera sentada así en la calle, no me sorprendería.

—¡Tú quítame la comida de la boca y te mato! —le había gritado Veronica una vez a un sin techo—. Íbamos juntas por la calle y me estaba contando que tenía que ocultar a sus compañeros de trabajo el hecho de que tenía el VIH. Se estaba comiendo un bagel y aquel mendigo hizo el gesto de quitárselo de la mano. La furia prendió en ella como fuego: se giró soltando un grito y le golpeó en la cara. Él salió corriendo y ella se volvió hacia mí—. Me quieren quitar la comida de la boca. Que lo intenten. En fin, cielo… —Su mirada seguía encendida por el grito, pero siguió hablando como si nada. Para ella, todo formaba parte de la misma conversación.

En aquel sentido era como Alana: la elegancia y la fealdad iban juntas. Podía dar un sorbo de té, limpiarse los labios educadamente y llamar a su novio «subnormal».

Me paro para darle unas monedas a una de las mujeres que hay acurrucadas en la acera. Levanta la vista para mirarme y es como ver a través del tiempo. Una joven, una mujer y una vieja bruja, todas me miran a través de un túnel de imágenes superpuestas; tres pares de ojos se funden en uno. Dejamos que nuestras manos se toquen. Ella me da algo… ¿qué es? Sigo caminando, ya no está.

El novio de Veronica era un bisexual llamado Duncan. Los dos iban juntos a una fiesta y de pronto él se marchaba con una chica borracha del brazo, como si estuviera sacándola fuera para pegarle un tiro. O bien se presentaba a cenar con un chico encantador pero con malos modales a la mesa y una úlcera enorme en la boca. Iba al Ramble, la zona de encuentro gay en Central Park, y allí se bajaba los pantalones, se inclinaba hacia delante y esperaba.

—¿Ves lo que te digo? —me dijo ella—. Un auténtico subnormal.

—¿Por qué sigues con él? —le pregunté.

Ella echó la cabeza hacia atrás y soltó una petulante bocanada de humo. Luego enderezó la cabeza y esperó un momento.

—¿Has visto alguna vez La dama de las camelias? —preguntó—. Con Greta Garbo y Robert Taylor.

La dama de las camelias trata sobre una hermosa prostituta que muere de tuberculosis: una mujer repudiada que al final se revela mejor que todos los demás, incluido el aristócrata que la ama pero no puede admitirlo. Veronica y Duncan compraron un reproductor de vídeo en cuanto se inventaron para poder ver la cinta de la película constantemente. La veían tirados en el sofá, abrazados bajo una manta. La veían mientras comían platos de helado caro o bombones de cajas doradas. Podían decir los diálogos al mismo tiempo que los actores. A veces lo hacían para divertirse. A veces lo hacían mientras lloraban.

—Al final, lloramos juntos —dijo—. Ha llegado un punto en que lloro en cuanto aparecen los créditos. —Se encogió de hombros—. ¿Con quién más podría hacer eso? Solo un subnormal lo podría entender.

Mi madre apostó por la combinación de elegancia y fealdad cuando vistió su adulterio con pendientes, trajes pantalón caros y tacones altos. Pero no le salió bien. Porque aquello no casaba con el traje de su época. Su generación desconfiaba de la excitación sentimental de colocar la belleza al lado de la mierda. No querían verse partidos por la mitad: se imaginaban que tarde o temprano verían lo que había en el interior. Entendían el atractivo, ¡claro que lo entendían! Habían hecho La dama de las camelias. Pero se suponía que debía quedar claro que solo era una película.

Mis padres me acompañaron a la agencia de Manhattan. No iban a dejarme que tomara un avión con rumbo a un país extranjero solo porque hubiera ganado un concurso. Iban a hacer preguntas y a conocer toda la verdad. Así que se pusieron su mejor ropa y los tres cogimos un tren hasta Nueva York y nos dirigimos a un edificio de oro y cristal. En el ascensor nos quedamos mirando en silencio cómo los números de encima de las puertas automáticas se iluminaban y se apagaban en un rápido movimiento ascendente. Por primera vez en años, noté que mis padres se unían de manera sutil.

La encargada de la agencia era una mujer de cara nariguda y huidiza. Su traje parecía un jarrón artístico en el que la hubieran metido hasta el cuello. Cuando me sonrió, fue como si sonara un timbre. Me di cuenta enseguida de que mis padres no sabían qué hacer.

—¿Me puede garantizar que van a cuidar de nuestra hija? —preguntó mi madre.

—¡Por supuesto! —dijo la señora Agencia. Habló de compañeras de piso, de conserjes vigilantes que controlaban las entradas y de acompañantes benévolas que antes habían sido modelos.

—¿No hay muchos homosexuales en la industria de la moda? —preguntó mi padre.

La señora Agencia emitió una risa nada alegre.

—Sí que los hay. Y esa es otra razón por la que su hija estará tan segura como una garita.

Mi padre frunció el ceño. Noté fuerzas encontradas en la sala. Por fin suspiró y se reclinó en su silla.

—Me gustaría que no tuvieras que interrumpir tus estudios —dijo.

Y de pronto me encontré en otro avión, traqueteando dentro de un túnel gris lleno de baches. Contemplé el cielo y me acordé de Daphne en el aeropuerto, acercando su cara a la mía. Me dio un abrazo, pero carente de sentimiento, y al apartarse de mí vi el hermetismo de su rostro. Sara no me abrazó, pero cuando se daba la vuelta para marcharse miró hacia atrás en mi dirección con una chispa de amor en la mirada como un beso. Con un zumbido monótono, nos elevamos por encima de las nubes y nos adentramos en el azul brillante.

Cuando el avión aterrizó, ya era por la mañana. Unos altavoces invisibles llenaban el aeropuerto de poderosas voces que yo no entendía. Caminé en compañía de un enorme gentío a través de una nube de voces, rumbo a la zona de recogida de equipajes. Me fijé en un hombre trajeado que venía hacia mí con un ramo de rosas y una bolsa blanca que parecía una funda de almohada en miniatura parcialmente llena de azúcar. Tenía el cuerpo flaco y la cabeza grande. Las profundas arrugas de la parte inferior de su rostro conferían a sus pequeños labios la forma de un pico carnoso. Sus labios me recordaron a una araña chupando sangre en un éxtasis totalmente inexpresivo. Y de pronto me vio. Se detuvo y su pico estalló en una sonrisa hermosa y amplia que lo transformó de araña a caballero.

—Me llamo René —dijo—. Viene usted para la Agencia Celesté, ¿sí?

Sí, así era. Cogió una de mis maletas y me entregó las rosas. Me cogió la otra maleta, la dejó en el suelo y me besó la mano. En un instante lo entendí todo: verme lo había convertido en un caballero y por aquella razón me amaba. Él también me caía bien.

—Se llama Andrea, ¿sí?

—No —dije—. Alison.

Su coche era blanco y estilizado, y tenía unas portezuelas que se abrían hacia arriba, como las alas de un caballo volador. Montamos. Abrió la bolsa (que era de seda) y sacó un poco de cocaína con la llave del coche. Se la colocó debajo de un orificio nasal e inhaló de forma enérgica. Yo me acordé de la vez en que a mi padre lo insultó un vendedor de coches que le dijo: «¡Usted solo quiere algo con lo que poder ir a los sitios!». Durante toda la semana siguiente, mi padre fue por ahí diciendo: «¿Qué quieres que haga con un coche, hijo de puta? ¿Follar con él?». Durante un rato la llave fue pasando de uno a otro. Por fin la lamió y la introdujo en el contacto. Y me dijo:

—Alison, es usted una chica hermosa. Y ahora está en un país que entiende la belleza. Disfrútelo.

Puso el coche en marcha. La droga me llegó al corazón. Sus fuertes latidos se extendieron por mi cuerpo en forma de oleadas largas y oscuras, y durante un segundo tuve miedo. Luego me sumergí en la corriente eléctrica y dejé que me noqueara. Salimos del aparcamiento y nos adentramos en el tráfico parisino.

Yo había leído sobre París en la escuela. Era un lugar donde las mujeres lucían joyas y ramas floridas, e incluso pájaros vivos en jaulas diminutas trenzadas en sus enormes pelucas. A veces el chivo expiatorio jugaba al ajedrez con el príncipe. El marqués de Sade pintaba a los internos del manicomio con oro líquido y les hacía recitar poesía hasta que se morían. Charlotte Corday apuñalaba a un Marat con el culo al aire en la bañera. Miré el coche que iba a toda velocidad a nuestro lado: una chica nada guapa con las gafas en la punta de la nariz fruncía el ceño, encorvada hacia delante. Nos adelantó y René murmuró una palabrota en voz baja. Del coche de ella emergía confusamente música pop americana. «Ossifier. Love’s desire». Gigantescos complejos de oficinas se alzaban silenciosos en campos rebosantes de un deseo verde brillante. La reina arrodillada delante de una guillotina. Un chorro caliente de sangre salía disparado de su cuello. Al día siguiente, su sangre manchaba la calle y la gente la pisaba; ahora ya no tenía cabeza y por fin podía formar parte de la vida. René me preguntó a qué me quería dedicar. Yo le dije que quería escribir poesía. Las bailarinas de cancán se reían y daban patadas al aire. En los cuadros, sus ojos eran garabatos de placer, sus bocas agujeros flácidos. En la calle, la gente que esperaba a que cambiara el semáforo fruncía el ceño y consultaba sus relojes.

René me esperó en el coche mientras yo entraba en la agencia. Era un edificio de tamaño mediano con una puerta brillante y situado en una calle con adoquines. El portero tenía unos ojos azules de loco y unos hermosos guantes blancos. La moqueta de los pasillos era de color aguamarina. Del otro lado de una puerta llegaban voces y risas. La puerta se abrió y apareció una mujer que tenía un ojo amable y un ojo cruel.

Detrás de ella había un hombre mirándome desde el interior de una oficina. Su mirada me sostuvo como si fuera una mano poderosa. La cara pequeña y blanca de una chica asomó desde un rincón del despacho. La mano me soltó. La chica parpadeó y se retiró.

—¿Dónde está tu equipaje? —preguntó la mujer de doble mirada.

—Con René, fuera —respondí.

—¿René? —Puso los ojos completamente en blanco. Cuando sus pupilas regresaron, ambas eran crueles—. Muy bien. Ten. —Me dio una hoja de papel—. Aquí tienes una lista de las pruebas de mañana y del miércoles. Te recomiendo que cojas un taxi para ir a ellas. Ahora dile a René que madame Sokolov dice que tiene que llevarte directamente a la rué de l’Estrapade.

—Ah —dijo René—. Madame Sokolov no siempre se da cuenta.

Se dio unos golpecitos en la cabeza con dos dedos y condujo hasta un portal oscuro y encajonado entre un estanco y una zapatería. La portera era una anciana con un aparato ortopédico en la pierna. Me acompañó muy despacio por las destartaladas escaleras y René subió detrás de nosotras, cargando con las maletas. Subíamos despacio por respeto al aparato ortopédico. Después de cada tramo corto de escaleras, había un pequeño rellano con unos interruptores de luz temblorosa que se apagaba demasiado deprisa.

Merde —murmuró la anciana.

La luz se había apagado mientras buscaba la llave de mi cuarto. A oscuras, noté el aliento caliente de René en mi oreja.

—Échate una siesta esta tarde, ¿eh? Pasaré sobre las ocho.

Y me mordió la oreja. Di un respingo y él desapareció escaleras abajo.

La anciana abrió la puerta. Hubo un débil estallido de luz y de ruido del televisor y una voz aguda y venenosa:

—Pero no lo entiendes, te quiero aquí ahora. ¡Dentro de dos días ya será demasiado tarde!

Mi compañera de piso, en sujetador y bragas, estaba sentada con las piernas cruzadas en el sofá hundido y con el teléfono pegado a su rostro malhumorado. Me dirigió una mirada, luego se levantó y entró en un cuarto al fondo del piso, dejando tras de sí un rastro de cable telefónico. Movía el culo flaco como si fuera una cola enhiesta y los hombros como si fueran orejas puntiagudas. Cuando la anciana se marchó, me senté en el sofá y cogí un cuenco de patatas fritas que había en la mesita de al lado. Detrás de la ventana, los tejados esmaltados con sus esbeltas chimeneas metálicas relucían sobre el fondo del cielo blanco; una veleta de sombra giraba sobre un tejado en sombra. La estuve mirando hasta que mi compañera de piso colgó el teléfono y pude llamar a mi familia.

Cuando René vino, le dije que quería ir a algún sitio donde se pudiera comer tarta. Él se rió y dijo:

—¡Vas a probar tarta francesa!

Fuimos a una patisserie con pasteles que parecían joyeros hechos de crema. Me los comí, pero no me gustaron. Tenían demasiados sabores, mientras que yo quería el sabor químico y simple de la tarta de supermercado. Con todo, las mesas eran de madera barnizada y le gente sentada a ellas estaba bebiendo café en tacitas blancas. Una mujer que estaba a nuestro lado sacó un cigarrillo de una pitillera y lo encendió con un mechero de plata. Y como René se lo pidió, el camarero me cantó una canción. Trataba de niños pequeños que meaban sobre mariposas. «Papillon, pi, pi, pi. Papillon, non, non, non». El camarero estaba inclinado sobre la mesa y cantaba en voz baja. Los carrillos de su cara marcada de viruelas colgaban hirsutos y vi que le faltaban dientes. Pero la canción se desplegó en su voz como si estuviera abriendo un libro de ilustraciones con sensaciones y olores dentro. Flores azules que se mecían al viento y mariposas esquivando el pis de niños que se reían. Las madres los llamaban y los niños se abrochaban la bragueta y se marchaban corriendo a casa. Me había despertado en Nueva Jersey con mis padres e iba a pasar la noche con mi amante francés.

Así pues esa noche yacimos desnudos en su cama arrugada. Yo era vagamente consciente de que mi cuerpo estaba agotado y perplejo, pero eso no importaba. Me encontraba en una estancia elevada, muy por encima de aquellas sensaciones, comiendo azúcar con ambas manos. Había polvo blanco esparcido por todas las sábanas, mezclado con gránulos y pelillos que eran agradables al tacto. Una polilla marrón revoloteaba alrededor de una lámpara de pantalla rosada. El aire frío de una ventana abierta agitaba los papeles que había en la mesilla de noche. René me cogió entre sus brazos peludos y me cantó la canción del pipí. Me dijo:

—¡Follas chumpa-chumpa, como una brujita montada en su escoba!

Yo sonreí y él me acarició la cabeza.

—Así me gusta, sí. ¡Me encanta mi brujita! ¡Montada y cabalgando chumpa-chumpa en plena noche! —Luego se levantó de un salto y dijo que quería ir a una discoteca. ¡Pero yo tenía pruebas al día siguiente! Él se rió y dijo—: ¡No pienses como una dependienta! ¡Piensa como una poetisa!

La discoteca era muy oscura, surcada de haces calientes de láser. La música sonaba como algo que estallaba y se rompía. Las caras de la gente parecían máscaras con hocicos y picos. Pero yo sabía que eran gente hermosa. Si la ex modelo alemana que yo había conocido en San Francisco hubiera entrado en ese momento, yo también habría sabido que era hermosa. Pero no me acordaba de ella. Tenía los ojos y los oídos tan saturados que no me quedaba sitio para los recuerdos. No dormí, pero René tenía razón: no se me notaba en la cara. Conseguí trabajo para una revista italiana y me marché a Roma al día siguiente. La brujita montada y cabalgando chumpa-chumpa en la noche.

Y montada sigo, saliendo de una noche rugiente a un día pálido de aceras y mendigos cuyo pasado se trasluce en su mirada. En los charcos de lluvia resplandecen solemnes las sombras del ruido nocturno; voy pasando por mundos invertidos plateados y ondulantes de cuyo interior asoman terrones de barro y hierbas verdes. El pasado se asoma al presente: eso sucede. En mi lecho de muerte, es posible que me vuelva hacia la mesilla de noche y vea la lámpara de Rene con su pantalla rosada y con la polilla marrón revoloteando en su interior. Puede que mis hermanas estén lloriqueando a mi lado, pero si entra Alana y me saca la lengua, será ella a quien yo vea.

Cuando mi madre se moría, hablaba con gente a la que no podíamos ver, mientras nosotros permanecíamos allí sentados como fantasmas. Una vez, soltó un grito de dolor y la enfermera acudió a darle morfina. Ella estiró su cuello flácido y levantó su cara manchada y descolorida. Miró a la enfermera, transportada por el dolor y luchando por ver más allá del mismo. Sus ojos emitían una súplica: Haz que me sienta mejor, mamá. Luego yo dije algo. La llamé «Mod», que es como la llamamos durante un tiempo cuando éramos niñas. No queríamos decir moderna. Simplemente queríamos decir mujer rolliza y boba que campaba por la casa con sus calcetines cortos y blancos y sus coletas: como mom pero con la fuerza suave y cortante de la d. Todo aquello ya no existía en su lecho de muerte, pero yo lo dije para que supiera que me acordaba. A modo de respuesta, ella bajó la vista para mirarnos a mí y a Daphne. Hasta en su rostro enfermo vimos su perplejidad. Volvió a mirar a la enfermera… a su mamá. ¿Quiénes eran aquellas mujeronas que había en su cama? ¿Qué era aquello de «Mod»?

Cierro mi paraguas empapado, y también el Museo de Mod. Dejamos de llamarla así porque los demás niños y niñas se burlaban de nosotras. Creían que queríamos decir que nuestra madre era como las chicas con minifalda, y se reían de lo estúpida que parecería vestida así. Nosotras éramos incapaces de explicar a qué nos referíamos con aquel apelativo. Todo el mundo sabía que se decía mom y no había más que hablar. Aquello fue al final de los sesenta, que la gente dice que fue una época de gran libertad. Pero lo cierto es que el traje de la época era muy estricto. Se aplicaba incluso a cómo podían llamar las niñas a sus madres.

Me desvío de la calle principal y entro en una zona residencial. Hay casas bien cuidadas detrás de pulcros jardines con árboles. En la acera hay cubos de basura relucientes de color blanco y amarillo para el reciclaje de desperdicios. Botes de zumo y de mermelada para los niños, botellas de vino y de agua buena para los adultos. Mi amiga Joanne vive aquí. Ella y su marido, Drew, comparten una casa con cuatro veinteañeros. Joanne pasó la adolescencia en San Francisco en la misma época que yo, pero no la conocí hasta que me mudé a Marín hace ahora trece años. Nos conocimos en un grupo de apoyo al que yo iba para gente con hepatitis C. Ella y Drew tienen hepatitis y sida. Es jodido, pero los fármacos han mejorado mucho y el virus se ha debilitado.

En París, las cosas sucedieron muy deprisa. Dos semanas después de mi primer trabajo, conocí al jefe de Celesté. Se llamaba Alain Black; era sudafricano, de madre francesa. Era el hombre al que yo había entrevisto en mi primer día allí. Era esbelto y pálido, casi sin pelo. Sus párpados eran gruesos y pesados, sobre unos ojos verdes, dorados y marrones tan mezclados que daba la impresión de que algo brillante le invadía los iris. En gran medida, la invasión no era más que emociones y pensamientos que pasaban a toda velocidad. Pero también había algo más, algo que se movía demasiado deprisa para poderse ver. Él me preguntó si ya tenía novio. Cuando contesté «René», él se rió y dijo:

—¡Oh, René!

Luego me dijo que me hacía falta un corte de pelo. Llamó a un peluquero, le dijo qué debía hacer y me mandó a la peluquería en un taxi. La peluquería estaba llena de mujeres arrugadas que miraban fijamente a las modelos de las revistas. Cuando entré, fruncieron el ceño y me miraron con odio. Pero la chica del mostrador sonrió y me llevó por entre hileras de secadores de pelo resplandecientes, cada uno de ellos con una mujer debajo soñando irritada bajo el calor. Al peluquero ni siquiera le hizo falta hablar conmigo.

Hablaba mientras yo me miraba en el espejo. Cuando terminó, hice que el taxi me llevara de vuelta a la agencia. Estaba cerrada, pero el portero de los ojos de loco sabía que tenía que dejarme entrar. Sabía adonde iba y sabía quién más estaría allí. Alain levantó la vista y sonrió.

—¿Te gusta? —le pregunté.

Él se puso de pie y dijo que por supuesto que le gustaba, que había sido idea suya. Después se lanzó sobre mí.

Digo que «se lanzó» porque fue rápido, pero no fue brusco. Era fuerte y excesivo, como determinados sabores dulces… como la tarta de supermercado. Pero también era preciso. Lo hizo tan bien que cuando terminó sentí que me había abierto. Estar abierta me parecía algo parecido al amor. Y creí que él habría sentido lo mismo. Yo sabía que tenía novia y que vivía con ella. Pero aun así me quedé de piedra cuando me dio un beso y me mandó a casa. En «casa» me envolví con una manta y miré por la ventana la masa cada vez más oscura de tejados inclinados. Vino René. Yo no quise verlo. La oscuridad fue llenando gradualmente la sala. Sonó el teléfono. Era mi madre, su voz diminuta enroscada en un cable diminuto rodeado de oscuridad. Hablé con ella entre dientes. Le dije que era un ama de casa que no entendía nada del mundo real. Ella me dijo que no sabía de qué le estaba hablando, pero yo noté en su voz que acababa de herir sus sentimientos. Y después de colgar pude sentir su dolor. Era blando y oscuro y tenía brazos para abrazarme como si yo fuera una niña pequeña. Me hundí en aquellos brazos blandos y oscuros, en el cuento de una niña malvada que pisaba una hogaza de pan y cayó en un mundo de demonios y criaturas deformes. Cubierta de serpientes y de limo y rodeada por el odio de todas las criaturas que había atrapadas con ella. Se moría de hambre, pero no podía comerse el pan que seguía pegado a sus pies. Tañía tanta hambre que se sentía vacía por dentro, como si se hubiera estado alimentando de sí misma. En el mundo de arriba, su madre lloraba por ella. Sus lágrimas caían hirviendo sobre el rostro de su hija. Y aunque eran lágrimas derramadas por amor, no traían curación; quemaban e intensificaban el dolor. Las lágrimas de mi madre me quemaban y yo la odié por ello.

Mi compañera de piso llegó a casa, encendió la luz y… ¡bang!, desaparecieron mi madre y los demonios. Cruzó la sala repicando en el suelo con sus tacones altos, hablando y limpiándose el carmín. Eran las cuatro de la madrugada, pero cuando vio lo desgraciada que me sentía, sacó sus cartas del tarot y me las estuvo leyendo hasta que me salió todo tal como yo quería. (Lujo. Un festín. Una mujer amable y leal. Transformación. El hogar del verdadero corazón). Salió el sol. Los tejados esmaltados se volvieron de color violeta tórrido. Yo acababa de tumbarme en el sofá para dormir cuando llamó Alain para decirme que debía trasladarme a un apartamento de la rué du Temple. Él se haría cargo del alquiler. Él se encargaría de todo.

Quedamos para tomar champán y tortillas en un bistró soleado, delante del cual había coches de colores vivos haciendo sonar sus cláxones. Me habló de los Rolling Stones y de su hija de seis años, cuyo nombre le había puesto a la agencia Celesté. Me preguntó si yo quería tener hijos. Le dije que no. Él me agarró la nariz con dos nudillos y me la retorció. Las tortillas llegaron amontonadas en platos blancos con espárragos escaldados. Todavía no me había besado. Extendió sus delgadas piernas y se metió una servilleta de tela por debajo del cuello de la camisa con aire de tener hambre. Yo me moría de ganas de tocarle. Dentro de su envoltura delicada, los espárragos eran agrios e intensos. Él dijo:

—Lo primero que tenemos que conseguirte es una cuenta en un banco suizo. Todas las chicas listas tienen una. Primero, porque así no tienes que pagar impuestos. Además, ellos invierten por ti. Tu dinero se duplicará, se triplicará. ¡Ya lo verás!

Yo lo amaba a él y era obvio que él me amaba a mí. Era un amor como el de las películas de James Bond, donde la chica hermosa y sexy ama a James y aun así intenta matarlo. Nos amaríamos durante un tiempo y luego nos separaríamos. Años después, yo iría por la calle en un coche de lujo. Vería a Alain y él me vería a mí. Y yo sonreiría al pasar. Una música sexy de película de espías me frotaba la oreja como si fuera una lengua; también me frotaba la entrepierna. Terminamos deprisa y nos fuimos a mi nuevo apartamento.

Mi nuevo apartamento tenía techos altos y suelos de madera barnizada. Entré en él igual que Freddie se zambulle desnudo entre la mierda. Había una bañera empotrada de mármol y una lámpara de araña y una vitrina llena de figuritas obscenas. Había un sofá de terciopelo negro con el respaldo de marfil labrado. Me senté en él, sonriendo y temblando. La música de película de espías sonaba a todo volumen. Él se arrodilló y me cogió las caderas con ambas manos. De sus ojos emanaba un resplandor en forma de partículas calientes. Yo lo seguí con la mirada, pensando que si pudiera atrapar una de aquellas partículas y ver lo que era, descubriría todo un mundo. Pero él no dejaba que se detuviera ni una sola. No dejaba ver más que vislumbres. Él sabía que yo veía aquello: no con la mente, pero sí con los sentidos. Yo no podía responder porque no era su igual. Pero sí podía verlo y él lo apreciaba. Durante un breve instante vi que algo se detenía en sus ojos. Era como una ventana que se abría a un espacio. Un espacio oscuro y frío. Y en él caía una lluvia brillante e interminable de meteoritos incandescentes. Entonces me dijo:

—¿Eres algo grande? ¿O solo una cara bonita? —Su voz era cariñosa y estaba llena de curiosidad. La ventana se cerró—. ¿Grande o pequeño?

Cuando llegamos a conocernos mejor, jugábamos como perros, rodando por el suelo y gruñendo, fingiendo mordernos. Hacíamos muecas y nos perseguíamos desnudos por la casa. Si alguien tiraba al suelo una lámpara o un jarrón caro, no pasaba nada. Él brincaba y cantaba canciones francesas obscenas. Yo le enseñé: «The worms go in, the worms go out, the worms play pinochle on your snout». Esa le gustaba mucho. La cantaba, la jadeaba mientras echábamos el «polvo del elefante»: él sostenía mis piernas en alto desde atrás y yo caminaba con las manos.

Pero cuando terminábamos, él se ponía a hablar por teléfono, a caminar desnudo por el piso, a hablar de negocios y a lamerse cocaína de los dedos. Alguien llamaba para ofrecerme un trabajo y Alain decía:

—No, no está disponible.

Yo decía:

—¡Estoy muy disponible!

Él decía:

—¡Calla y espera!

Entonces volvían a llamar y ofrecían el doble de dinero. Él se ponía contento y empezaba a hacer llamadas para ver qué decía la gente de él. Si alguien había dicho algo malo, él hacía otra ronda de llamadas y empezaba a conspirar para vengarse.

—¡Le va a salir sangre del ano! —decía.

Yo permanecía sentada, acurrucada y vestida con mi bata de seda blanca con dragones negros, fumando.

En el despacho teníamos que fingir que no éramos amantes. No me importaba. Yo era una agente secreta. Yo era g-i-l-i-p-o-l-l-a-s. En las discotecas lo veía con su novia, porque todos salíamos juntos; me sentaba a su mesa junto con otras muchas chicas. En las revistas ella era deslumbrante, pero en persona me parecía vieja. Era nariguda y tenía los dientes largos, y cuando cruzaba las piernas su pie sobresalía en un ángulo raro. Pero también era lista, de eso me daba cuenta. Era posible que supiera lo mío. Su mirada recorría la mesa llena de chicas y a veces se detenía en mí. Se inclinaba hacia él, sardónica y susurrante. Él se reía y apartaba la vista, con unos ojos que no cesaban de moverse y de resplandecer.

También veía a René. Siempre estaba con otra chica. A veces venía a nuestra mesa y hablaba con Alain. Me miraba y me saludaba con la cabeza, la brizna de sentimiento que aún le quedaba por mí. Su chica pestañeaba y miraba a su alrededor, rascándose el brazo. «Papillon, pi, pi, pi». Era triste, pero yo ya me estaba alejando.

Una vez le pregunté a René por qué había ido a recogerme al aeropuerto cuando ni siquiera sabía quién era yo. Él me dijo: «Sí que sabía quién eras». Y era cierto. Sabía que subiría a su coche y sabía que me iría a casa con él. Y sabía que yo también tenía boca de araña. Lo sabía antes que yo misma. Yo no lo podía ver porque era joven y tenía los labios carnosos y hermosos. Pero se veía.

La acera sube por una colina. Desde la cima veo más colinas, cielo y árboles. Sopla el viento y los árboles se dejan mecer, complacidos, formando todos parte del mismo cuerpo que inspira y espira; el viento que envía, ellos que lo recogen y lo dirigen hacia el suelo. La casa de Joanne está al pie de la colina, una vivienda destartalada de un solo piso con un caminillo bordeado de piedras pintadas por los niños. El garaje está abierto, y de él asoman herramientas de trabajo y música de la radio. El marido de Joanne, Drew, construye muebles y repara cosas diversas. A veces contrata a gente de la calle para que le ayude. Se trata de tipos a los que ha conocido en el albergue para hombres que está junto a la iglesia, donde se reúne el grupo de apoyo. Los conoce cuando se ponen fuera a pedir cigarrillos. Ellos se le acercan en busca de tabaco, pero después se quedan a hablar porque Drew es como un fogón caliente de virilidad. Es enorme, tiene un pecho y una espalda que parecen una pared de ladrillos con piernas, una barriga como un horno ronroneante y unos ojos pequeños y reflexivos en su cara roja y carnosa. La inteligencia de su mirada es cálida, pero no por la calidez amorosa del corazón. Es por algo que viene del hígado y del estómago y de las glándulas, por el calor bullicioso de la actividad. Habla despacio y siempre está diciendo «Eeeh». Pero eso no le hace parecer tonto. Hace que parezca que sus pensamientos son verdades físicas que tienen que surgir en forma de ruido antes de que pueda transformarlas en palabras.

La mayoría de los tipos a quienes ofrece trabajo son buena gente. Son ex yonquis y perdedores, pero quieren salir adelante. Con todo, a veces su presencia cabrea a los vecinos. Van a quejarse y se topan con Drew: una pared con una barriga como un horno y unos ojos benévolos que miran desde una cara carnosa. Ellos hablan con él sobre esa gente peligrosa, esa gente triste y desastrada que se ve dando martillazos y deambulando por las aceras. Drew se queda mirando a la nada y dice: «Eeeh». Se produce un silencio. Luego Drew explica por qué esos tipos son buena gente. Señala alguna muestra de su trabajo y dice:

—Este hombre ha hecho eso. Aquel hombre ha hecho eso otro. Yo necesito ayuda y ellos pueden ayudarme.

Luego repite varias veces lo de «Eeeh». Creo que son esos ruidos lo que llega a la gente. Los saca del mundo de las palabras y los lleva al de los pensamientos prácticos: alguien tiene que fabricar las cosas. Los hombres tienen que ganar dinero. Los vecinos tienen que ser decentes. Y estos se alejan confundidos, como si no supieran qué acaba de pasar.

Ahora en el garaje está trabajando un tipo que se llama Jerry. Parece colocado. Parece que le hayan dado una paliza, peor que a Freddie, machacado por dentro y por fuera. Parece que todavía le quede algo de bondad pero que no le sirva de gran cosa. Parece alguien perdido en un laberinto oscuro, aferrándose a la pizca de bondad que le queda, consciente de que es lo único que le queda pero incapaz de recordar qué es ni cómo se usa. Su cuerpo está vacío, su cara embotada y aturdida. Su frente es un enorme nudo blando de perplejidad. Su perplejidad le proporciona lo bastante como para impulsarlo a seguir; su perplejidad es el sitio donde sobrevive. Está barnizando una cajonera. Y parece estar haciendo un buen trabajo. Le saludo.

—Hola, Alison —dice—. Drew no está en casa. Pero Joanne sí.

No me mira al hablar, y sin embargo me ve. Es como si tuviera un sistema extrasensorial incorporado a un lado de su cuerpo. Mucha gente de la calle lo tiene. También mucha gente del mundo de la moda. Me quedo un momento ahí, escuchando el rap procedente de la radio. Una voz de soprano sobresale de la canción, un sonido ardiente y volátil que reverbera sobre el ritmo y luego desaparece bajo el mismo. Alguien ha sampleado la «Habanera» de Carmen.

Me acuerdo de mi primer trabajo en Roma. Enormes ventanales abiertos daban a la ciudad. Cortinas largas y blancas ondeaban al viento. Carmen sonaba en un viejo tocadiscos, bebimos vino y hojeamos un cómic italiano sobre un demonio que vivía en el coño de una bonita chica. El demonio le hablaba en murmullos al clítoris como si fuera una oreja y le decía cosas del tipo «¡Hazlo con este!» o «¡No, con este no!». Cuando ella lo hacía con alguien, el demonio se escondía dentro de su culo y decía: «¡Puaf, aquí dentro apesta!». Yo soltaba risitas, el fotógrafo sonreía y la otra modelo parecía aburrida. Las cortinas se agitaban tras las ventanas y Carmen cantaba al amor.

Me pregunto si Jerry puede percibir algún eco de aquel momento cuando me observa. De ser así, es probable que lo entienda mejor que la mayoría. Cuanto más maltrecha es la realidad, más gigantesco y tiránico es el sueño. Desde el agujero oscuro de un bar situado en una calle de vómito y putas sale una nube rebosante de música donde centellean la calidez y el glamour. «Sweet dreams of rhythm and magic…». Mira dentro y verás bultos oscuros y muertos encorvados en taburetes.

—Joanne está en la cocina —señala Jerry. Todavía sin mirarme, deja sobre la mesa una lata de barniz y examina el acabado de la cajonera—. Está con las niñas de Jason.

Vuelve a recoger la lata. Quiere que me vaya.

Me despido y cruzo el césped mojado. Abro la puerta. Una niña deja de correr por el pasillo para mirarme. El pelo alborotado, la boquita abierta y un aura de diversión tímida e inconsciente.

—¡Joanne! —La niña echa a correr de nuevo y desaparece, agitando la cinta de su voz—. ¡Es Alison!

Jason es uno de los compañeros de piso de Joanne. En la confusión de su juventud estuvo casado el suficiente tiempo para tener ahora un par de gemelas de cinco años, que de vez en cuando vienen a pasar una semana con él. Drew y Joanne cuidan de ellas mientras él está trabajando; la mayor parte del tiempo, Joanne. Entro en la sala de estar a tiempo de ver cómo la niña dobla a la carrera la esquina que lleva a la cocina. La sala de estar es un montón de muebles combados, plantas que crecen hasta el techo, una guitarra eléctrica en el suelo, cuencos de comida para gatos, una tele en la que parpadean dibujos animados y una pecera enorme que burbujea junto a la pared. En el centro de la sala hay una silla con respaldo anaranjado labrado en forma de llamas: obra de Drew. También es obra de Drew una banqueta con las patas en forma de garras de ave y plumas de pavo real pintadas. Al otro lado de la sala de estar puedo entrever el cuarto de los trastos, que está atiborrado de cosas hechas por Drew: un bosque pintado de patas y respaldos, extremidades de animales legendarios. Las niñas de Jason asoman la cabeza por la esquina y se ríen, luego desaparecen.

—Estoy aquí, Allie —dice Joanne desde la cocina.

—Y el tío quiere que yo, yo, sabiendo cómo tengo la espalda, cargue con dos bolsas de palos para ese gilipollas —dice otra voz.

—Vigila ese vocabulario, Karl —dice Joanne en tono suave—. Hola, Allie.

Aplasta su cigarrillo en un platillo y sonríe. Las chicas también sonríen: no solo Heather y Joelle, las hijas de Jason, sino también Trisha, la que vive al final de la calle. Están todas sentadas a la mesa, dibujando. Otro de los inquilinos, el escuálido y huraño Karl, está allí con el pecho desnudo, despotricando de su trabajo en un campo de golf. Está inclinado sobre Joanne, enviándole pequeñas dosis concentradas de rabia, como si ella estuviera allí con un saco grande para recogerlas. Karl me mira, con la cara tan replegada en su propia furia que parece tener los ojos en la punta de la nariz. Me dice «Hola» y luego continúa echando pestes.

—Voy a decirle a ese… ese… cerdo, ese cerdo gordo…

—Mira —dice Heather—. ¡Mira mi castillo y mi montaña de cristal!

—¡No voy a decirle nada a él! ¡Voy a ir directamente a Loomis y voy a decirle lo que ha estado pasando en contabilidad! Y luego voy a ir a buscar a Harris y voy a juntarlo con…

—¿Quieres té, Allie?

Joanne es del color de la arena, su piel y su cabello. Tiene unos ojos de color castaño claro que me recuerdan a los de Alain, porque en ocasiones también parecen rebosar de movimiento. Aunque en los de ella el movimiento no es en piezas o en partículas. El suyo es continuo, como el de una planta o una célula humana que recibe un flujo de luz, agua o sangre. Joanne bebe del mundo por los ojos, tal vez incluso de más allá.

—¡Mira mis pájaros de la playa! —grita Joelle—. ¡Mira mis pájaros pelota!

Las niñas se agolpan en torno a Joanne cuando intenta levantarse, amando lo que hay en sus ojos.

—Ya voy yo a por el té —digo, y entonces me doy cuenta de que he olvidado quitarme los zapatos mojados. He ido dejando un rastro de barro por toda la casa como si fuera una fumeta o una vieja senil. Vaya por Dios. Me inclino para quitarme los zapatos. Percibo cautelosamente la carga del tiempo sobre mi cuerpo. Me incorporo. Las caras de las niñas están pletóricas de expresiones, cada una desplazando gentilmente a las otras. Karl las mira y sus ojos se recolocan donde deben estar. Se da media vuelta y hurga en un armario, saca un paquete de cereales con un dibujo de un tigre. El tigre ruge mientras el azúcar mágico vuela sobre su cuenco gigante de cereales.

—¡Joanne, mira! ¡Mira, Alison!

Trisha está bailando y agitando su dibujo en el aire. Está erguida y suplicante, y su piel blanca vibra como si fuera de colores. Sus ojos castaños resplandecen, pero sus pequeños labios tienen un color oscuro y suave que sugiere intimidad, retraimiento. Su bailarina es de color rojo saltando sobre blanco, con unos brazos ondulados y unos zapatos amarillos en punta al final de unas piernas onduladas.

—¡Uau! —digo—. Es una bailarina de verdad. ¡Es como la gente que baila de verdad!

—Sí —dice Trisha—. ¡Mira ahora!

Hasta Karl mira cómo Trisha se yergue exultante con los brazos en el aire.

—¡Hasta aquí arriba! —Después se inclina y pone las palmas en el suelo. Su voltereta lateral es un arco rápido y preciso—. ¡Y hasta abajo del todo!

Por un momento su ombligo queda al descubierto. Se ríe, y da otra voltereta lateral que la lleva de la cocina al pasillo. Heather y Jodie salen detrás de ella dando volteretas y chillando: «¡Yo también! ¡Yo!». Nosotras aplaudimos. Saco un tazón del armario, rozando a Karl al pasar. Su rabia sigue presente, pero ahora está en su interior. Me imagino una pequeña bola de metal con púas girando sobre el mismo punto y abriendo un agujero en el corazón, mientras el resto de Karl mantiene la compostura comiéndose sus cereales y pensando en otras cosas.

—Ya lo hago yo.

Joanne pasa rozándome, coge la tetera y la llena de agua.

—Es una falta de respeto total —dice Karl—. Se está cagando en mí y lo está haciendo para que lo vea todo el mundo.

—Karl —digo yo—. No sé exactamente de qué estás hablando. Pero si hablas de falta de respeto en el trabajo, una vez trabajé con un fotógrafo que le dijo a una chica que se metiera la mano dentro de los pantalones y se masturbara.

—¿Qué?

—Lo dijo de forma más suave, pero en realidad le ordenó: Métete la mano dentro de los pantalones y mastúrbate. No lo decía en broma. Y ella tenía quince años.

Aquello pasó en Naxos, Grecia. El fotógrafo era un americano llamado Alex Gish. Estaba considerado un artista. Todo lo que miraba lo destrozaba y lo volvía a recomponer en su mente, furioso porque sabía que en cuanto apartara la vista volvería a su estado original. Nos estaba mirando a mí, a la inglesa de quince años llamada Lisa y a tres lugareños a los que su ayudante había contratado. Dijo que los hombres eran «magníficos» y luego se los quedó mirando, recomponiéndolos. Ellos le devolvieron la mirada, enormes, desconcertados, frunciendo los ojos. Uno de ellos escupió afablemente.

—¿Y ella lo hizo?

Karl deja de comer sus cereales, con la bola de púas inmóvil. Se ha despertado su curiosidad. Tiene los ojos un poco encendidos, pero su estrecho torso se muestra dulce y sincero. Siente compasión. Me quedo atrapada un segundo por esa idea. Si su compasión procede del mismo lugar donde se está desgarrando a sí mismo, ¿es real? Parece que la respuesta tendría que ser no. Pero no estoy segura. Uno de los hombres griegos también miró a Lisa con compasión. Su mirada no respondía a ningún desgarro interior. El hombre la miró antes de ser denigrada. Era la mirada que un perro cariñoso dirigiría a un gato nervioso. Con la majestuosa lengua húmeda colgando, inhalando rítmicamente el olor a felino. Información almacenada en la saliva, lame las chuletas, se las traga. Parpadea con ojos blandos y compasivos. Vuelve a sacar la lengua. En ocasiones los perros son más dignos que los gatos. Aquel hombre tendría unos sesenta años, y era tan hermoso que querían sacarlo en una revista de moda.

—Sí, lo hizo. Él se había pasado el día entero diciéndole que estaba hinchada y gorda. «Los labios son demasiado finos, André. ¿Puedes ocuparte de eso? Y ya que te pones, haz algo con las bolsas que tiene bajo los ojos».

—A esos cabrones habría que matarlos —dijo Karl con sentimiento.

—Apuesto a que ella ganaba mucho más que Karl. —La voz de Joanne es cautelosa e incisiva. Vierte el agua hirviendo con cuidado—. Y apuesto a que podría haberse negado sin que la despidieran.

—Sí —dice Karl—. No es lo mismo. Pero sigo pensando que al fotógrafo ese habría que matarlo. Junto con…

—Solo digo que si quieres hablar de falta de respeto…

Mi voz se apaga. A Joanne no le gusta que cuente esa clase de historias. Cree que estoy dramatizando y haciéndome la víctima. Pero no es así como me siento. Lo que yo siento es que el pasado luminoso está apareciendo a través del presente gris y que quiero mirarlo una vez más.

—¡Dios mío! —chilló Alex, tirando otra Polaroid al suelo—. ¿Es que no puedes hacerlo mejor? ¿Es que no tiene ni idea de lo que es follar?

Yo estaba bebiendo refresco de naranja y riéndome con una estilista. La pequeña foto satinada cayó rodando por la arena y se quedó enganchada en unas hierbas que había a mis pies. A Lisa le tembló la boca. Es cierto que tenía los labios finos para ser modelo. Eché la cabeza hacia atrás para beber más refresco y para mirar el cielo de color azul intenso y brillante.

—Sigo pensando que tendrías que intentar hablar con él. —Joanne sigue sintonizada con Karl—. Usa las técnicas que ensayamos. Habla siempre en términos de «yo». Como por ejemplo: «Cuando me hizo usted llevar esas bolsas, me hizo sentir…».

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