Veronica

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La risa de Trisha se cuela en la sala junto con una nube de ruidos de la tele. Están jugando con el mando a distancia. Zip, voces, zip, música, zumbido gris, zip. Sus risas se entremezclan con el balbuceo electrónico y forman una bola de ruido en proceso de disolución. La carne y la electricidad se juntan y se dispersan.

—Muy bien. —Alex suspiró—. Mira. Vamos a fotografiar solo de cintura para arriba. Tú métete la mano dentro de los pantalones y date placer. —Uno de los griegos sonrió, nervioso, y dio una patada que levantó un poco de arena en dirección a mi pie. La estilista me dirigió una risita sofocada. La boca de Lisa se retorció por la vergüenza. Mi corazón latió con fuerza. Las lágrimas brillaban en su cara. Yo fruncí el ceño y me sacudí la arena del pie—. No tienes labios —gritó Alex—, así que usa los ojos.

¡Tienes ojos! ¡Úsalos!

Fue una falta de respeto. Pero también fue algo más… algo que no sería capaz de explicar a Karl o a Joanne. Después de aquello fuimos todos juntos a cenar y todo el mundo fue amable con Lisa. Ella permaneció sentada, tensa y encorvada bajo toda aquella gentileza. La tensión intensificaba todavía más la belleza de sus ojos enormes y de sus movimientos delicados. Comimos cordero y sardinas, tomates goteantes de aceite. Estábamos sentados en un patio al aire libre y los hombres iban a mear en la oscuridad, más allá del círculo de luces colgantes de colores. No hacía frío. Podíamos oler el sudor de los demás mezclado con el olor a comida y a flores. Alex estaba sentado delante de Lisa. En el rostro de él había una expresión llana y extraña. Dijo algo en voz baja y durante un instante el espíritu de ella se dejó ver: un pistilo de color naranja brillante en una flor blanca.

—Toda una señorita —dijo él, y su voz era cálida.

Joanne se lleva el cigarrillo a los labios. Karl se come sus cereales. Su furia está en silencio. Su dolor está callado. Me tomo una aspirina y una pastilla de codeína con mi té. La lluvia repiquetea en el tejado. Estamos sentados conectados en triángulo. En la televisión, una música encantada avanza de puntillas. Animales que braman. Humanos que murmuran. Una música cómica da golpes y trompazos. Una voz dice: «Estamos aquí para ser los ojos y los oídos de Dios».

Pienso en la sala llena de muebles de Drew. Algunos los venderá, pero la mayoría se amontonarán por esa sala y se esparcirán por la casa. Los está fabricando para sí mismo y para el mundo al mismo tiempo. Sus muebles son para ser usados. Pero sean o no usados por alguien, cada pieza se va añadiendo al lugar enorme que está construyendo ahí dentro: un lugar donde no se aplican las leyes de la física, donde uno puede sentarse sobre llamas anaranjadas sin que le pase nada. Y está usando herramientas físicas para describir ese lugar. Está dejando indicadores físicos.

Una noche en que yo estaba aquí, me quedé sola un momento en la cocina y Drew se me acercó por detrás y se apretó contra mí. Yo oía a Joanne en la sala de estar, hablando con Karl por encima del ruido de sala de urgencias que emitía la televisión. Miedo, dolor, excitación, decía la música. Pena, pena secreta. Íbamos todos colocados de marihuana. Yo estaba de pie frente a la encimera, sirviéndome un zumo de manzana. Él se me acercó, me puso una mano en la cadera y con el otro brazo me rodeó el pecho, como si me estuviera aguantando para que no me cayera. Se inclinó un poco y se pegó a mí. Pegó su mejilla al costado de mi cabeza. En la sala contigua Joanne se estaba riendo. Durante un segundo, la risa de ella se fundió con el contacto de él y me sentí sostenida por la mezcla. Él se pegó a mi trasero. Yo noté aquel sonido blando que recorría todo su cuerpo, insistente, cálido, ardiente, como un oso olisqueando un arbusto de bayas. Y su mejilla pegada a mí, también ardiente. Respetando al arbusto: ¿Te importa? Antes de yo saberlo, el sí me bajó por el espinazo y me levantó un poco la rabadilla. «Ossifier, love s desire». Pero ahora en silencio, enorme y ablandado por la pena. Puse mi mano sobre la de él.

—Para —le dije—. No podemos.

Él me sostuvo durante el tiempo suficiente para poder notar cómo su ardor se convertía en vergüenza, luego en tristeza y por fin en nada. Me soltó, carraspeó y abrió la nevera. Yo fui a la sala de estar. Una mujer siniestra surcaba el tráfico gris montada en una motocicleta. Triunfo, decía la música. Un triunfo siniestro y solitario surcando el espacio. Me imaginé cómo sería que la sensación continuara, que me inclinara hacia delante. Abrir la puerta al lugar donde estaban las grandes cosas. Dejar que Drew me la metiera. Él se sentó lejos de mí, con rostro inexpresivo y mejillas ruborizadas. ¿Cómo habría sido volver a abrir aquella puerta? Lo habría hecho de no ser por Joanne.

Karl pone su plato en el fregadero y desaparece. Joanne coge mis zapatos y mis calcetines mojados y los mete en la secadora que hay junto a la cocina. Me da un par de calcetines de Drew para que me los ponga. Hacemos la comida: bocadillos y huevos duros y zanahorias cortadas en tiras finas. Las niñas vuelven corriendo, pidiendo a gritos zanahorias y galletas con formas de animales. Se sientan y dibujan animales rojos, furiosas páginas llenas de ellos. Mis zapatos hacen un ruido sordo en la secadora. Otro de los inquilinos, Nate, sube del cuarto que ocupa en el sótano en camisa de pijama y sombrero de vaquero. Trabaja en el turno de noche de urgencias del hospital y está haciendo el curso para ser bombero. Entra en la cocina cantando:

—«Move it in, pull it out, stick it back, and waggle it about, Disco Warthog!».

—Uno —dice Joanne—, deja de cantar canciones guarras. Dos…

Las niñas se agolpan alrededor de él con sus dibujos.

—«Disco Warthog» —dice Nate, sirviéndose una taza de café— es una versión del clásico «Disco Lady», y por tanto no es una canción guarra.

—Nate —dice Trisha— Los jabalíes son guarros. ¡Son cerdos con colmillos!

—Dos. ¿Podéis iros tú y las niñas a la sala de estar para que pueda charlar con Alison?

Nate se lleva a las niñas de la cocina, con la taza de café en la mano, diciéndoles:

—¡Vamos a ser señoritas jabalíes limpias!

—¡Y nada de disco lo que sea! —grita Joanne. Se vuelve hacia mí y me sonríe.

Joanne también está construyendo un sitio en su interior. No lo hace físicamente como su marido. Lo hace con pensamientos y palabras. Nos movemos por la cocina y puedo notar cómo ella va construyendo. Me habla de gente que conocemos del grupo de apoyo. Me habla de una mujer con hepatitis llamada Karen, que se cabrea mucho con la gente que la ayuda cuando ella no quiere que la ayuden. Con la gente que le da sermones porque fuma y se toma vodkas dobles para relajarse por las noches y que le sueltan arengas por todo, desde el interferón hasta los remedios a base de flores de Bach, incluyendo el yoga, los tubérculos y el salmón.

—«Lo peor no es estar enferma. —Joanne imita el gemido amargo y ronco de Karen, tan grave que casi resulta sensual—. Lo peor es tener que aguantar que un capullo de esos que hacen terapia new age, van a yoga y comen comida sana te dé la vara porque eres yonqui. Y por eso —añade con desdén ronco y refinado— yo me puedo permitir el salmón. ¡Que le den!»

Nos reímos porque Karen es regia, con su pelo largo y teñido de negro y sus joyas, sus ojos ásperos y alocados con una aureola de color verde alrededor del gris. Nos reímos porque es una cabrona. También nos reímos porque entendemos a qué se refiere, esos maniáticos de la salud que van al gimnasio, se sientan en jacuzzis y se toman sus apestosas vitaminas y sus antidepresivos.

—«Siempre diciéndome lo que tengo que hacer, lo que tengo que comer y en qué tengo que pensar antes de acostarme por las noches. Porque todo el mundo tiene que ser tan jodidamente perfecto como ellos se creen que son. Porque la realidad es que no lo pueden controlar, que la gente se enferma haga lo que haga, y eso les hace cagarse de miedo».

También tiene razón en eso. Me acuerdo del tipo con hepatitis que salió el año pasado en el periódico local como un ejemplo de superación; creía haber vencido a la enfermedad con una dieta macrobiótica, hierbas chinas, acupuntura y ejercicio vigoroso. El hijo de puta corría ocho kilómetros todos los días, luego se iba a casa y se sentaba en el jacuzzi que se había construido él mismo. En la foto del periódico parecía completamente satisfecho de sí mismo; el pie de foto decía: «Bajo control». Luego el cáncer de hígado lo aplastó de un mazazo. El tío no sabía que las temperaturas altas son muy malas para el hígado con hepatitis, y acabó por cocérselo en su jodido jacuzzi. Y eso es exactamente lo que saca de quicio a Karen: que el tipo pensara que era el único que hacía bien las cosas y que podía controlar la mortalidad. Su voluntad altanera e ínfima con la barbilla bien alta, sobre un pedestal para ser venerada. Sin embargo, lo que ella quiere es poner su enfermedad sobre un pedestal y venerarla. Y también que la veneren los demás.

—¿Te acuerdas —digo yo— de todos aquellos libros sobre curación espiritual que había en los ochenta? En uno decía que el VIH llegó a la Tierra a causa de la vergüenza. ¿Sabes de lo que hablo?

—Sí. —Joanne hace un sol radiante con tiras de zanahoria sobre un plato amarillo—. Creo que ese lo leí. ¿No lo escribió una señora mayor con aspecto de ancianita? —Va a la nevera y vuelve con varios puñados de rábanos—. Había un ejercicio que se suponía que debías hacer. Me acuerdo…

Se queda de pie ante el fregadero, haciendo correr el agua sobre los rábanos y frotándolos rápida y suavemente.

—Tenías que dirigirte a cada parte de tu cuerpo y decirle que la amabas, sobre todo a aquellas partes de las que estabas avergonzado. Hace mucho tiempo le regalé ese libro a una mujer llamada Veronica. Tenía el VIH y yo estaba desesperada por ofrecerle algo, aunque ella no quisiera nada.

—Es como lo que dice Karen.

—Sí, pero aquella mujer no se enfadó conmigo. Lo que hizo fue reírse.

Joanne corta los rábanos como los cortaba mi madre, y como debía de cortarlos la suya: en forma de flores. Yo corto los sándwiches en triángulos, que es como Daphne, Sara y yo solíamos comernos los sándwiches. Como posiblemente Trisha y Heather y Joelle cortarán algún día los sándwiches para sus hijos.

—Me devolvió el libro y me dijo que era muy tierno. Le pregunté si había hecho el ejercicio y me dijo: «Cielo, tal vez yo no sepa mucho del amor, pero sí sé que no es un acto de voluntad». Me dijo que se tronchaba de la risa al imaginarse a todos aquellos maricas entonando: «Amo a mi culo».

Lo que en realidad había dicho Veronica era que no había sabido si reírse o llorar: «Intentar meterse amor por el culo como antes te metías pollas bajo la mirada benévola de esta ancianita “curandera”, como si por fin tu abuela amara y aceptara tu culo… por favor. Ni mi vergüenza ha causado esto ni mi amor lo va a curar».

—Recuerdo que dijo: «¿Cómo crees que Stalin y Hitler acabaron matando a tanta gente? Porque estaban intentando reformarlos. Hacerlos ideales», dijo. «Eso sí es violencia, cielo».

—Sí —dice Joanne—. Entiendo a qué se refería. Pero a mí me gustaba el ejercicio. No esperaba que me curase. Simplemente lo encontraba reconfortante.

—Sí —digo—. Yo también.

Deja caer dos puñados de rábanos en el centro del radiante sol. La luz que entra por la ventana ilumina sus manos. Las tiene mojadas, ásperas y con los nudillos algo enrojecidos. Tiene un padrastro en el pulgar y restos de esmalte plateado y descascarillado en las uñas rotas y transparentes.

—¿Quieres zumo de manzana? —me pregunta.

Heather y Joelle corren por la cocina y usan nuestras piernas para jugar al escondite. Sus rostros jóvenes se esconden y asoman por entre nuestros miembros envejecidos. Sus manos y sus ojos aparecen de repente. Me hacen pensar en rosas trepando por una vieja celosía.

—Tenemos que empezar a comer ya —dice Joanna—. Mi programa de radio comienza dentro de cuarenta minutos y hoy sale la directora de Lost in Translation. Me encantó esa película.

En el lugar que Joanne está construyendo hay habitaciones para todo esto. No simples habitaciones. Salas hermosas. Para Karl y Jerry y Karen y Nate con su sombrero de vaquero y para el tío del jacuzzi y para las directoras de cine y para las ancianas curanderas y para la gente que intenta amar sus culos y para la gente que se siente estúpida por ello. En esas salas, todo lo que parezca aberrante o estúpido será como un dibujo que le regalas a tu madre y que ella recibe aceptándolo sin reservas y lo cuelga en la pared. No porque sea bueno, sino porque está intentando entender algo. En esas salas habrá comprensión. En esas salas, se quitará el envoltorio a todas las locuras y estupideces y será alisado con manos amorosas hasta que salgan a la luz las cosas verdaderas que guardan dentro.

Joanne va a buscar a Jerry para almorzar. Las niñas me ayudan a llevar la comida a la sala de estar para poder disfrutar de ella sobre una manta mientras vemos Animal Planet. Hay sándwiches de queso con lechuga y de mantequilla de cacahuete con mermelada, hay rábanos y zanahorias y hay galletas con formas de animales y zumo en tetrabriks pequeños. Joanne y yo nos sentamos en el suelo con las niñas. Joelle se sienta entre las piernas abiertas de Joanne, con su plato apoyado en el muslo de esta. Jerry está junto a Nate en el sofá, riéndose de algo. La luz de la pecera resplandece entre ambos. Los peces surcan el verde ondulante.

En Animal Planet, se ve a gente poniendo chips informáticos bajo la piel de unos lagartos preciosos para intentar salvarlos de la extinción. La cámara hace primeros planos de las criaturas temblorosas. Sus ojos son saltones. Sus bocas rojas y articuladas se abren con expresión feroz. Uno de ellos golpea el aire con una pata rígida y palmeada. Joanne quita el volumen de la tele para bendecir la mesa. El pasado luminoso y ardiente penetra en el presente.

Hacia el final de nuestra relación, Alain le hablaba a la gente de mí estando yo delante. Por entonces ya sabía suficiente francés para entender la mayor parte de lo que decía.

—Se ha vuelto fría. Enfermiza, un poco rara. No tiene fuerza suficiente para sobrellevarlo. Pero tendrías que haberla visto cuando llegó.

Y yo me limitaba a quedarme allí sentada sin decir nada. Lo que más me avergüenza del asunto es que para entonces ya ni siquiera le amaba. Amaba las cosas ricas y el dinero, y la gente que me hacía la pelota. Amaba la canción en la que estaba viviendo, y él era el cantante.

Alain seguía usando el apartamento para reuniones y fiestas privadas. Se traía a modelos y a su guapísimo amigo Jeán-Paul, un ex modelo que sonreía, dulce y lascivo, cada vez que Alain lo llamaba «Cara de Coño». Las fiestas oficiales no las celebraba allí. Las reservaba para su casa de verdad, la que compartía con su novia de verdad. Pero el apartamento estaba preparado para hacer fiestecitas siempre que les viniera en gana. Había flores frescas en jarrones recién bruñidos. La despensa estaba repleta de vino y exquisitos frutos secos, aceitunas enormes, higos, almendras garrapiñadas y animales de mazapán que yo comía hasta enfermar cuando estaba sola. En la nevera había pescado salado, patés y quesos. También cajas de jeringuillas con antibióticos para la sífilis y la gonorrea. Siempre había cocaína en un plato grande de porcelana sobre la repisa de la chimenea. Había noches en que la gente entraba dando tumbos como si fueran a servirse de un gigante cuerno de la abundancia, cayendo sobre sus estupendos traseros, levantándose rápidamente y poniéndose a bailar y a comer y a pavonearse. Algunos pensaban que yo era otra chica más de la fiesta. Pero muchos sabían que en realidad vivía allí. Alain insistía en fingir que no teníamos relaciones sexuales, por más que mucha gente lo supiera. Una vez me lo hice con Cara de Coño habiendo gente en casa, para burlarme de Alain y de su política. Salimos del dormitorio y la gente se quedó mirando a Alain para ver qué hacía. Y, como no hizo nada, dejaron de mirar. Gente pequeña que reía, buscando y jugando en el lugar donde están las grandes cosas.

Pero yo no formaba parte de la gente pequeña. Yo era grande. Y estaba enormemente borracha. Era modelo, la amante secreta de un poderoso agente que podía restregarle a este otro amante por las narices.

Caminé por un pasillo abarrotado de gente hermosísima, brazos lascivos, pieles doradas, fantásticos ojos respladecientes, labios maquillados y muy carnosos, todos parecían mudos: no hechos para, hablar, sino para sentir y recibir. Belleza a raudales, como estallidos de colores violentos que impactaban todos juntos en tu retina y se mezclaban hasta transformarse en barro. Pasé frente a un cuarto de baño y oí ruidos de vómito rápidamente cubiertos por la música del estéreo. Un barro rico y onírico de ruidos. Una chica me miró a los ojos y me asombró ver la claridad con que se me representaba su cara. Durante un segundo me sobresaltó la idea de que la conocía de mi infancia. Después me di cuenta de que era una estrella de cine. La conocía de verla en la televisión junto a mi familia. Ella se me quedó mirando con curiosidad. Yo sonreí y pasé a su lado. A mi padre le encantaba de verla en televisión. Si pudiera verme ahora, levantaría una mano y se rascaría la oreja sin saber qué decir. Jean-Paul se había rascado la oreja justo antes de inclinarse para besarme. Su beso había sido sorprendentemente dulce. Me metí en un dormitorio para llamar a mi padre y contarle lo de la estrella de cine. Cerré la puerta y me senté con el cable del teléfono enrollado contra el pecho, escuchando cómo el teléfono sonaba en la lúgubre cocina de Nueva Jersey, cómo mi llamada volaba a través de la noche por encima del frío océano y aterrizaba en aquel lúgubre teléfono.

Iba a exhibirme ante mi padre, iba a mostrarle que estaba viviendo por todo lo alto. La mayoría de las veces que lo llamaba, yo actuaba de manera formal y retraída. Ahora le iba a enseñar algo. No sabía el qué. Pero se lo iba a mostrar. Jean-Paul me había follado por fuera mucho rato antes de metérmela. Yo seguía borracha de lo que sentía entre las piernas. La habitación se volvió borrosa y empezó a flotar delante de mis ojos. Me oí a mí misma murmurar: «Te quiero, papá». Pero cuando él contestó al teléfono, no pude hablar. Su voz era una voz afable, cansada y cálida. No había nada grande en ella. Yo no supe cómo hablar con aquella voz. Me sentí avergonzada ante ella.

—¿Diga? —dijo la voz—. ¿Diga? —La oscuridad se extendió a mi alrededor y en medio de la misma me sentí diminuta—. ¿Diga? —Al otro lado del océano mi padre suspiró—. ¿Diga? —Y colgó.

Reconfortada, regresé a la fiesta.

A veces Alain y yo dormíamos juntos. Él venía a mi habitación de madrugada, cuando todavía estaba oscuro. Se inclinaba sobre mí y me cubría la cara de besitos mientras me rozaba con su abrigo áspero. Me acariciaba el rostro con las manos frías y hablaba en voz tan suave que yo no podía oírlo. Una vez me pareció que decía: «Lo siento, lo siento». Estaba tan borracho que sus ojos por fin se acallaron, hinchados y completamente en blanco. Se tumbó a mi lado y yo empecé a besarle las manos y las sienes, temblando por el aire nocturno que traía en su ropa. Él me devolvió los besos y tocó mi cuerpo y luego se quedó dormido. Apoyé la espalda contra él, puse su brazo alrededor de mi cuerpo y lo dejé reposar ahí. Las pequeñas ráfagas de aire de la mañana hacían que la persiana golpeara el marco de la ventana. La luz del sol se colaba por debajo de la persiana hasta el suelo. Era extraño pensar que fuera el mismo sol que la gata y yo habíamos observado en el suelo del comedor hacía tanto tiempo.

Pero por lo general no dormía conmigo. A veces simplemente no dormía. En ocasiones me despertaba y me lo encontraba en la sala de estar con Jean-Paul y alguna chica, viendo la tele con los ojos enrojecidos y las bocas secas y abiertas. Una vez salí y me encontré a Cara de Coño inclinado sobre la mesa de la cocina con los pantalones bajados para que Alain le pusiera una inyección contra la gonorrea. Alain no levantó la vista. Jean-Paul me dedicó una sonrisa débil y luego hizo un gesto de dolor cuando Alain le pinchó. Debía de haber pedido él la inyección; Alain no las regalaba. Incluso los amigos tenían que pagar.

Heather y Trisha están casi dormidas delante de la tele. Joelle está junto a la puerta corredera de cristal, mirando el cielo. El sol ha asomado por alguna parte; las copas de los árboles resplandecen, casi doradas bajo la luz del sol. Todo lo demás es gris. En el cristal se refleja una sección de la pecera ondulante, como un corazón misterioso en un cuerpo gris. Un pez diminuto reverbera en su interior. Joelle levanta una mano.

—Estos son mis ojos. —Estira la otra—. Estas son mis orejas.

Joanne está detrás de ella. El sol juguetea con el perfil de su cara. Veo el vello blanco que le cubre la piel. Veo las pequeñas marcas de sombreado en las mejillas blandas, las cicatrices del acné que le marcan un lado de la cara, las bolsas oscuras que tiene bajo los ojos. Hígado, fatiga, bilis. El peso de sus carrillos empieza a doblarle la boca y a darle una forma severa. Sus labios sensibles ya empiezan a sentir la muerte mezclada con todos los sabores de la vida. Todos sus poros abiertos y saturados de vida declinante. Todavía transmitiendo el mensaje de Aquí estoy. La niña levanta la cara para recibirlo y deja que su piel perfecta absorba lo que ha de ser en el futuro. Joanne se gira para mirarme. Dentro de su cabeza, está yendo de sala en sala, encendiendo las luces.

—¿En qué estás pensando? —me pregunta.

En que eres preciosa. En que no todo el mundo puede verlo. Yo casi me convertí en la clase de persona incapaz de apreciarlo. Me faltó un pelo para convertirme en alguien así.

—En cómo era yo antes. En las cosas que hacía. Ya sabes. Cosas que ya no entiendo por qué hacía.

La niña me mira con atención.

—¿Qué hacías antes, Alison?

Me convertí en una marioneta con una mano gigante dentro. No me refiero a ninguna mano en concreto. Simplemente una mano. Durante una prueba de vestuario, una clienta me clavó sus largas uñas en la entrepierna. Supuestamente estaba alisando las arrugas de unos pantalones. Me espetó «¡No paras de sudar!», luego me dobló la pierna con tanta fuerza que me hizo daño en la rodilla. Yo me puse histérica y así fue como me echaron por primera vez. Insulté a Alain en público y llegué a casa dos días después, solo para descubrir que me habían cambiado la cerradura. Fui corriendo al banco, pero ya era demasiado tarde: dos años tarde. Solo pude conseguir cincuenta mil francos. El resto estaba en una cuenta bancaria suiza a nombre de la agencia.

Miro a la niña a los ojos. Ella acepta mi mirada, la acoge. Frunce el ceño, baja la vista y se toquetea los bajos de la falda. A esa edad entienden lo de hacer cosas sin saber por qué las hacen. Cuando yo tenía cinco años, le pillé la pierna a Daphne con la puerta del coche. Estábamos en medio de una pelea y ella dijo algo que a mí no me gustó. Yo estaba en el coche, ella estaba entrando y le pillé la pierna. Ella soltó un chillido. Mi madre me gritó:

—¿Por qué has hecho eso?

Yo estaba demasiado asombrada para contestar. Acaricio la cabeza gacha de Joelle. El resplandor del sol sigue a mi mano sobre su cabeza de color castaño claro.

Fuimos estúpidos por no respetar los límites establecidos ante nosotros. Por rasgar el tejido de unas canciones que eran lo bastante sabias para reconocer límites. Por hacer canciones sobre violaciones y muertes y luego desaparecer dentro de ellas. Por intentar ir a todas partes y saberlo todo. Fuimos unos arrogantes estúpidos y malcriados. Pero también teníamos razón. Hicimos bien a pesar de todo.

Entra Drew. Con su recia cara sonrojada y sensible. La chispa de sus ojos arraigada en la parte baja y lenta del cuerpo. El paso brioso de un dandi. El sedoso pelo largo y entrecano con un toque de lluvia. Se detiene y su mirada me apunta directamente. Me siento y me quito los calcetines. Tengo que irme. Heather y Trisha se despiertan para que las bese en las mejillas. Trisha se abraza a mis piernas y grita:

—¡Adióoos!

Yo me agacho y la beso en la frente. Dentro de diez años no seré más que un beso en un gran prado de besos sin caras, una parcela agradable de territorio olvidado en su país interior.

Joanne también me abraza, su corazón contra el mío. Resulta bonito pensar que en sus sueños Trisha tal vez corra alguna vez por ese prado y lo ame sin saber por qué. Drew me tiende la mano y yo se la estrecho. En su palma percibo una bola de calor y sentimiento. La misma sensación que aquella vez en que se apretó contra mí. Si yo le preguntara por qué hizo aquello, ¿qué me diría? «Sigo teniendo esto. ¿Lo ves? Estoy enfermo. Tal vez un día me ponga muy enfermo. Pero, entretanto, sigo teniendo esto y sigue funcionando. ¿Lo ves?» Lo veo. No es solo sexo. Es la razón de que pueda ayudar a otros hombres sin hacer que se sientan mendigos. De que la gente lo escuche cuando no dice palabras. «Sí, lo veo». Se lo digo con la mirada. Él me lo agradece con la suya. Y me suelta la mano.

Fuera la lluvia sigue cayendo, martilleando los charcos con pequeños agujeros, haciendo hoyuelos de oscuridad reluciente en el mundo de color negro y plateado. La lluvia empapa todas las hojas y briznas de hierba, impregnando los jardines hasta dar la impresión de moverse y crecer. Las casas retroceden. El viento arrecia. Los ojos y oídos de Dios bajan por el camino.

Debería irme a casa. Me siento cansada y débil. Tendría que coger el autobús. Debería llamar a mi padre. Está solo en un apartamento lleno de correo comercial y periódicos viejos por todas partes. Mirando a un lado y a otro con perplejidad, mientras un calor seco se derrama sobre él desde una rejilla en el techo. La radio con la antena doblada que tiene sobre la mesa del comedor está sintonizada en un canal de deportes. La gente de las portadas de las revistas sonríe desde el suelo y desde encima de las mesas: un campo llano de sonrisas borrosas bajo la luz sesgada de la lámpara ladeada. Mi padre ya no escucha sus viejas canciones. Finalmente han muerto para él. En su lugar, ahora tiene a esa gente de las revistas y de la tele: actores, cantantes, famosos. Sabe que son los receptáculos para una nación entera de sentimientos secretos y tiernos, y los respeta. Creo que intenta serles fiel. Pero no creo que sea capaz.

Por encima de mí, las copas de los árboles ondean a un lado y a otro, llenas de formas, como el océano. Una cabellera desgreñada, unos magníficos puños empapados, un campo ondulante, una enorme planta mojada con miles de flores diminutas que se abren y cierran al viento. Las formas se desvanecen. Todas las caras sonrientes de la televisión se funden para formar un traje reverberante en el que embutirse. Veo a mi padre intentando ponerse uno. Que extiende el brazo confiadamente para cogerlo, consciente de su mala calidad pero obviándola. Sonriendo como si no viera que se le deshace entre las manos. Todavía deseando creer. Con miedo de no hacerlo.

Veronica tenía libros enteros de fotografías de gente famosa en su apartamento, gruesos libros de Richard Avedon y de Helmut Newton, que ya eran casi famosos por sí mismos. Eran libros que no la entusiasmaban; ella los entendía como receptáculos. Recuerdo una foto de dos mujeres esbeltas y nervudas con ropa interior de neón, una inclinada hacia delante sobre unas piernas perfectamente rectas y con la espalda perfectamente recta, mientras la otra, perfectamente erguida y de frente, fingía azotarla con una palmeta. Veronica tenía un apartamento en propiedad que le había supuesto hacer turno doble durante un año entero, y manifestaba una gran necesidad de que fuera perfectamente elegante. Era como un acuario de color gris y acerocromo a la espera de que colocaran en él algo perfecto. Aquellas fotos fueron las primeras cosas perfectas.

Cuando Alain cambió la cerradura y me robó mi dinero, volví a casa. Finalmente, me mudé a Nueva York; finalmente, volví a trabajar de modelo. Finalmente, también viví en un gran apartamento. Recuerdo volver sola y borracha a mi gran apartamento. Ir de habitación en habitación, encendiendo las luces. El zumbido de mi propia electricidad sonando alto y terrible en mi cabeza. Que algún día me cortarían. Eso no me pasa cuando vuelvo a mi piso junto al canal. Me alegro de estar allí. Siempre enciendo el calefactor al entrar, una maravillosa caja ronroneante llena de barras anaranjadas de calor seco. Me quito los zapatos mojados, me siento en la silla y me caliento los pies mojados. Miro por la ventana, miro la pared. Viajo lentamente por la pared. Mis millones de células se unen con sus millones de células. Nos entremezclamos como hormigas cuyas antenas se tocan. Ahora te conozco. Bien, sí, te conozco. Me tomo un café. Escucho la radio. Tal vez llame a mi padre esta tarde.

Pero todavía no. Todavía no quiero ir a casa. Cogeré el autobús y me iré a algún sitio bonito y caminaré hasta que esté tan fatigada que esta noche me sea imposible no dormir. Tan fatigada que mi descanso no se vea acosado por sueños ni por cuentos de hadas.

Al final de la sesión de fotos de Naxos, Lisa ya no lloraba. Su rostro se veía destrozado y febril, pero caminaba erguida y con los ojos llenos de un fuego opaco. Parecía una persona distinta. Parecía fascinante. Alex se movía a su alrededor, rápido y silencioso. Si hablaba, lo hacía en voz muy baja, para que solo ella pudiera oírle.

Todo el mundo estaba tan ocupado mirándolos a ellos que yo fui la única que vio al anciano griego. Miraba a Alex con cara de asombro y repugnancia. Su expresión me hizo sonrojarme, y eso que ni siquiera estaba dirigida a mí. Dio un paso hacia Alex y pareció que iba a pegarle. Luego se detuvo, como si estuviera confuso, y se pasó el dorso de la mano por la boca. Dio media vuelta y se marchó. Ni siquiera volvió para cobrar su dinero.

Aquí está la calle principal. Aquí está la parada de autobuses. Y también una chica retrasada que se me acerca con un impermeable amarillo y pantalones holgados de pana. Es frágil y desgarbada, tiene el cuerpo grande y los pies pequeños, los dobladillos de su ropa están raídos y tiene barro debajo de los tacones. Su cara gorda y blanda está atiborrada de sentimientos demasiado toscos para ser descritos. No hábiles como dedos, sino blandos como patas de animales. Las patas de animales pueden leer la tierra mejor que los dedos. Puedo notar que la chica me está leyendo, deslizando sus sentidos por encima de las cicatrices invisibles dejadas por mis apetitos, mis vanidades y mis crueldades pasivas. Palpando mi boca secreta, que sigue ahí, aunque se hayan caído los colmillos. No te preocupes por mí, le digo con la mente. Soy inofensiva. Pero ella parece recelosa. No contesta a mi saludo. No deja de mirarme hasta que pasa de largo.

Cuando regresé a Nueva Jersey con mi familia, vinieron todos a buscarme al aeropuerto. Mi madre tenía una sonrisa falsa en la cara, destinada a escudarme de sus lágrimas. Daphne no sonrió. Me miró con calma, aunque tenía el entrecejo tan arqueado sobre la frente que casi se le salían los ojos. La cara de mi padre mostraba esa textura espantosa de los testigos de un accidente con gente ensangrentada, desnuda y despatarrada. Sara era la única que parecía igual. Me miró para asegurarse de que yo seguía ahí, y volvió a retraerse en su interior.

Iba sentada en el asiento trasero con mis hermanas, como si volviéramos a ser niñas. Ellas se mantuvieron por unos instantes apartadas de mí, pero luego todas volvimos a reunirnos dentro de la vieja membrana. Mi madre había vuelto con mi padre hacía unas pocas semanas, así que la membrana estaba activa y vibraba con vigor renovado.

—¿Quieres algo especial para comer? —Mi padre levantó las cejas en el espejo retrovisor pero sin mirarme.

—He hecho espaguetis —dijo mi madre.

—Espaguetis está bien —respondí.

Dejamos atrás tiendas grises y bajas situadas en medio de aparcamientos medio llenos de coches y montones de nieve sucia. Estaban empezando a encender las luces. The Dress Barn, Radio Shack, el 99-Cent Store. Mi madre se echó a llorar; sus lágrimas me quemaron en la cara.

Viene el autobús. Noto que me sube un poco la fiebre. Un joven ceñudo, fofo y con los hombros caídos dentro de su chaqueta gastada, aparece de la nada y levanta la mano para que pare el autobús. El autobús se detiene y su puerta se abre haciendo un ruido áspero y espasmódico. El conductor es bajito y malcarado, de rostro arrugado y orejas de soplillo. Duro y fiero, con un gargajo en la boca esperando a ser escupido, se queda mirando fijamente hacia delante mientras cierra la puerta.

Aquella noche compartí cama con Daphne. Habían trasladado a Sara a un cuarto pequeño del sótano, así que estábamos solas. Donde antes estaba la cama de la madurez, ahora había un escritorio. Puse mi ropa amontonada sobre el mismo hasta saber qué haríamos con ella. Nos cepillamos el pelo y nos pusimos camisones floreados. Anduve desnuda por la habitación más de lo que era necesario. Ella apartó la vista. Teníamos emociones, pero las conteníamos. El silencio y la quietud nos conectaban. Allí todavía podíamos ser niñas juntas, y teníamos miedo de dejar que las emociones adultas lo impidieran. Nos metimos en la cama y apagamos la luz. Yo me giré hacia mi lado. Sin decir nada, ella me rodeó con el brazo. Le cogí la mano y se la besé. Entrelazamos los dedos y volví a besar su mano antes de apoyarla contra mi pecho.

Me siento al lado de una chica blancucha que tiene la nariz congestionada. ¿Quién es la nariz de Dios? La chica se sorbe los mocos tan fuerte que le chirría la cabeza; luego respira suavemente por la boca. Tal vez los animales estén a cargo del olor. Aspirándolo todo a través de sus hocicos peludos y transfiriéndolo con sus cuerpos, distribuyéndolo con paciencia por cada una de sus células y órganos. Sentados y rumiando la cuestión con los ojos medio cerrados. Lamiéndose las patas y transmitiéndolo hacia arriba en una madeja invisible de conocimiento.

Me matriculé en la universidad comunitaria de repesca. Daphne ya iba a clases allí. Sara había dejado los estudios y trabajaba en un asilo de ancianos que estaba a pocas manzanas de casa. Ya no gritaba. Ya no había chicos que le dieran palmadas en el culo. Llegaba a casa del trabajo y bajaba al sótano. Era invierno y podíamos oír cómo su tos subía hasta el segundo piso. Era invierno y a mi madre se le había secado la piel y su rostro se veía demacrado y encogido. Yo la veía vestida con sus botas de goma y su gorro de lana calado sobre la frente, veía cómo el sudor oscurecía la lana mientras se esforzaba por limpiar de nieve el traqueteante coche, y pensaba: Se acabaron los trajes pantalón sexys. ¡Ya no te quiere nadie! Y al pensar aquello se me contrajo el corazón y el mundo se encogió a mi alrededor tan deprisa que pensé que me iba a aplastar. Todas las mañanas mi padre se levantaba con aspecto de sentirse igual que yo. La expresión de su cara decía que el mundo se estaba encogiendo a su alrededor cada día un poco más, tanto que le costaba moverse. La expresión de su cara decía que estaba haciendo presión contra el duro envoltorio del mundo menguante, contra el que empujaba a cada paso que daba. Era una expresión que yo conocía sin saberlo. Bajé la frente y lo ayudé a empujar.

Nuestro padre nos dejaba a Daphne y a mí en la universidad de camino al trabajo. Nos dejaba al final del aparcamiento y caminábamos por un camino largo de cemento con placas de hielo azul grisáceo que resplandecía en los días de sol. La facultad era pequeña y deprimente. La gente de allí me miraba como si fuera una zorra estirada. Y, a fin de alejarme de sus miradas, yo me estiraba todavía más. Pero no me sentía una estirada. Lo que sentía era miedo. Sentía que tenía que demostrar que era lo bastante lista como para ir a la universidad. Trabajaba duro. Escribía poemas. El profesor de poesía era un hombrecillo con muy poco pelo en la cabeza reseca y manchada, de manos temblorosas. Pero a mí me caía muy bien porque escribía «muy bueno» en mis poemas. Al final del día, Daphne y yo nos sentábamos en el centro estudiantil y comíamos yogur azucarado y donuts de diez centavos. Los estudiantes nocturnos llegaban y se ponían en la cola de la cafetería. A las seis en punto volvíamos andando por el camino de cemento para encontrarnos con el coche.

Si llegábamos a casa y nuestra madre no estaba, nuestro padre se ponía a bailar y a fingir que era un mono. Lo hacía para aliviar la tensión. Entraba corriendo en la sala de estar agitando los brazos y hacía: «¡Uuuh! ¡Uuuh! ¡Iiii iiii iii!». Saltaba encima de una silla, rascándose el sobaco y la cabeza. Daphne y yo hacíamos lo mismo. Corríamos por la sala detrás de él. Era como bailar con el juego de las sillas, pero sin una canción que todos conociéramos. Era algo que venía del fondo de las entrañas, aunque era rápido y enérgico y lleno de alegría. No es que yo lo viera así. Yo solo sabía que me encantaba. Si hubiera durado más, habría sido mejor que cualquier canción. Pero solo duraba un momento. Nuestro padre siempre lo hacía acabar. Se volvía normal de repente, se bajaba de la silla y la sonrisa desaparecía de su cara.

—¡Uau! —decía—. ¡Ahora me siento mucho mejor!

Salvo una vez en que, durante el cambio de simio a normal, me echó el brazo por encima de los hombros y me abrazó.

—Estoy orgulloso de ti —me susurró, y me besó en la oreja.

Yo también estaba orgullosa; era consciente de estar haciendo algo muy duro. A veces hasta me sentía feliz. Pero seguía llevando otro mundo dentro, un mundo que todavía brillaba y reverberaba como el sueño de un paraíso más profundo que el océano. Yo podía estar estudiando o viendo la tele o sacando la ropa de la lavadora cuando me asaltaba un recuerdo que era como una enorme oleada de ensoñación que se cernía sobre la vida y amenazaba con rasgarla. Durante el día, la vida me resultaba estólida, gris y mecánica. Pero por la noche, el paraíso se filtraba por sus grietas. Yo deseaba a Alain, y también deseaba su crueldad. Echaba de menos aquellos armarios llenos de comida deliciosa, los platos llenos de droga y las noches enteras que pasaba sola comiendo mazapán hasta ponerme enferma. Echaba de menos a las hijas de puta que tironeaban de mí y me gritaban porque sudaba. Echaba de menos las discotecas como versiones baratas y encajonadas del infierno, llenas de humo y caras gigantes con labios que hablaban sin parar y ojos y hocicos donde la belleza crecía en forma de hinchazones y bultos. Echaba de menos mi propia enormidad inflamada, extendiéndose por el cielo. No importaba que yo hubiera sido infeliz en el cielo, ni que me hubieran engañado y me hubieran utilizado. Yo lloraba de añoranza por quienes me habían hecho daño y sentía desprecio por quienes me amaban; si Daphne me hubiera rodeado con el brazo entonces, yo habría rechinado los dientes de puro desprecio. Además, acostarme junto a su cuerpo cálido era como yacer en un hoyo en compañía de un perro y ver a los dioses a través del aire reverberante de su paraíso de colores tórridos. Yo quería que ella supiera que era un perro, feo y pobre. Quería que todos ellos lo supieran. Quería que mi padre supiera que siempre iba a acabar aplastado, por mucho que empujara.

La última vez que vi a Alain, nos llevó a un grupo a un club de sexo sadomasoquista. Se trataba de un antro vigilado por un hombre gordo y tatuado que nos lanzó un beso con sus labios fofos. Dentro de la cueva había una barra y un joven apuesto que servía copas detrás de la misma. Sonaba una música alegre. Sentadas a la barra había dos mujeres de mediana edad de rostros hundidos y amargos, vestidas con ligueros y corsés. Una parte de la clientela lucía una vestimenta como la de ellas; el resto llevaba ropa normal. Había un hombre desnudo. Era tan flaco como un cadáver: se le veían las costillas y los huesos del culo. Tenía el pelo largo y apelmazado y unas uñas gruesas y amarillas como las de un perro. Se dedicaba a arrastrarse, a gemir y a lamer el suelo con la lengua. Se me erizaron los pelos de la nuca. Nadie lo miraba siquiera. Él se arrastró hasta las mujeres de la barra y se puso de rodillas. Gimió y se puso a arañar el aire, como si deseara tocarlas pero no se atreviera. Sin mirar, una de ellas cogió la fusta que tenía sobre el regazo y le pegó suavemente sobre los hombros.

—¡Va, va! —le riñó en tono amable.

Él bajó la mano y se meneó el pene flácido. Se lo meneó fuerte y deprisa, pero también con delicadeza. La mujer devolvió la fusta a su regazo y él se alejó correteando, con las pelotas balanceándose entre sus ajados muslos. Ella me vio mirando e hizo una mueca, como si yo acabara de romper una norma. Busqué con la vista a Alain y lo vi desaparecer en un cuarto trasero atestado, rodeando con el brazo a una chica que me resultó vagamente familiar.

—No te preocupes. —De pronto Jean-Paul estaba detrás de mí—. Aquí no se hace daño a nadie. —Me guiñó un ojo—. Es casi todo teatro. A menos que quieras apuntarte.

Pero yo me escabullí entre la gente.

A veces el hechizo se rompía: apartaba la vista del paraíso terrible y veía a mi hermana acostada a mi lado, su forma nítida y elegante y su respiración regular, hermosa y pura. Si le ponía la mano sobre el hombro cálido, mis pensamientos se serenaban. El paraíso se desvanecía y en su lugar volvía a aparecer el techo, protegiéndonos del cielo. Yo podía tenderme y apoyarme contra ella y notar que su respiración me perdonaba. Luego llegaba el amanecer. Mis pensamientos nocturnos palidecían. Mi hermana y yo nos íbamos a la universidad.

Pero a veces apenas podía dormir y me levantaba por la mañana con el paraíso todavía ardiéndome en los ojos. Y me sentía llena de odio y de dolor porque no podía volver a él. En una de esas mañanas le conté a Daphne la historia del club sadomasoquista. Nos movíamos por la habitación con presteza, quitándonos los camisones tibios y poniéndonos la ropa fría. Le hablé del hombre que se arrastraba y de las mujeres de la barra. Me di cuenta de que ella no quería oírlo. Pero seguí hablando, cada vez más deprisa. Me escabullí entre la gente. Una mano salió de entre los cuerpos y me agarró la muñeca. Yo le cogí del meñique y se lo doblé hacia atrás. La mano me soltó. Tiré el camisón sobre la cama y crucé el dormitorio desnuda. Daphne se volvió, se inclinó y me mostró los suaves montículos de su espina dorsal. Con recato, se puso los pantalones.

En un cuarto trasero apestoso encontré a Alain con Lisa, la de Naxos. Los labios pequeños y sensibles de ella se veían tensos y extraños. Estaban mirando cómo una mujer de mediana edad se metía dentro de un artilugio de metal para que un hombre pudiera azotarla. Daphne abrió un cajón de forma brusca y lo cerró de un golpe. Yo me cepillé el pelo con movimientos rápidos. Alain me sonrió. Le dije que quería irme a casa ya.

—Pues vete a casa —me dijo él.

Lisa evitaba mirarme de forma intencionada. Daphne se estaba cortando las uñas. También evitaba mirarme. El hombre del látigo esperaba a que la mujer colocara las manos y las rodillas en las ranuras correspondientes. Parecía nervioso. Hizo un par de veces un gesto con el brazo, como si estuviera ansioso por ayudarla, pero lo apartó enseguida.

—¡Quiero irme a casa! —dije, prácticamente gritando.

Tanto el hombre del látigo como la mujer del artilugio se volvieron para mirarme; ella se apartó un mechón de pelo de sus ojos socarrones. La gente se quedó mirando cómo ellos miraban. Se oyó un estrépito.

—¡Mierda! —dijo Daphne entre dientes. Acababa de tirar un vaso de agua de la mesilla de noche y había mojado el colchón.

Sin mirarme, Alain sacó un cubito de hielo de su copa y me lo tiró a la cara. La mujer apoyó la cara en el soporte metálico para la cabeza. Le di una patada a Alain en la espinilla y salí corriendo.

—Eso sí es poesía —dije—. La vida y el sexo y la crueldad. No las cosas que enseñan en la universidad comunitaria. No las cosas que se anotan en un cuaderno.

Daphne volvió a dejar el vaso en la mesilla con tanta fuerza que creí que lo iba a romper. Salió de la habitación y bajó las escaleras. Ella sabía que lo que yo había dicho era una estupidez, pero al mismo tiempo se lo creía a medias.

Me fui del antro sadomasoquista con una chica del sur de Francia que se llamaba Simone. Llevaba un vestido azul ajustado con manchas de vino derramado en la pechera. Estaba tan borracha que no le importaba.

—Que te jodan —no paraba de decir en inglés—. ¿Me entiendes?

El portero tatuado nos lanzó un piropo al emerger de su cueva.

—¡Qué te jodan! —gritó ella.

El club estaba en un diminuto callejón de intrigante olor a orina, pero a tan solo una manzana fluía colérico un tráfico glamouroso. «Papillon, pi, pi, pi». Nos tomamos del brazo y caminamos. Simone me estaba hablando de su nuevo novio, pero yo no la escuchaba. Yo estaba pensando en la vergüenza de Lisa en Naxos, intentando regodearme en ello. Pero Alex tenía razón: hasta la vergüenza de una chica puede ser hermosa. El hombre desnudo del club se arrastraba por el suelo, buscaba su vergüenza, la anhelaba. Sin llave para entrar en la vida e intentando arrastrarse hacia la misma por un túnel hecho de vergüenza. Meneándose la polla muerta a modo de reverencia por una vida que no podía tener. Levanté la vista hacia el cielo. Los mosquitos chispeaban a la luz parpadeante de una farola rota. Zambulléndose en la oscuridad, bailando alegremente, una y otra vez. Alain ni siquiera me había mirado. Se había limitado a arrojarme el hielo a la cara.

Simone levantó el brazo y paró un taxi. El taxista tenía una mandíbula grande y huesuda y unas cejas muy peludas, con rayos surcándole la frente. Simone le dio la dirección de una discoteca y el tipo condujo como un auriga, con el brazo beligerante manejando el volante. Yo me hundí en el asiento trasero.

Para la primavera, mi padre y yo lo habíamos conseguido; habíamos creado un espacio abierto. Yo saqué notables y hasta sobresalientes. Me gasté algo más de mi dinero francés para apuntarme a una clase en el semestre de primavera. Me hice amiga de una pandilla a la que le gustaba que yo pareciera una estirada. Y todavía les gustaba más que yo fuera una ex modelo a la que habían dado la patada.

—Las modelos son todas unas tontas —dijo una chica llamada Denise, y yo repuse:

—Es verdad.

Ella parpadeó con sus ojos grandes y duros y me miró con curiosidad.

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