Veronica

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Denise era todavía más alta y delgada que yo. Su cara redonda y su pelo desgreñado y voluminoso estaban colocados sobre su cuerpo descarnado como una flor de gran tamaño sobre un tallo lánguido. Se comportaba como si nada fuera suficientemente bueno para ella. Actuaba como si todo la hubiera herido y la hubiera utilizado, y eso la hubiera hecho superior. Pero era agradable. Era de esas personas que te aguantan la cabeza mientras estás vomitando y después no lo mencionan. Y a punto estuvo de hacerme creer en vivir otra vez en la música, solo por la forma en que echaba los hombros hacia delante y se mecía y se llevaba lentamente la mano con el cigarrillo de la rodilla a los labios y de vuelta a la rodilla; era como escuchar una guitarra acústica en un disco de sonido crepitante. Su novio, Jeff, también era flaco y de hombros caídos, y tenía una cara amable y flácida y unos labios pequeños y dulces que fruncía y se mordía nerviosamente. Luego estaba Sheila, menuda y regia, con unas ojeras voluptuosas bajo su mirada amarga, caderas estrechas y pechos minúsculos. Y el enorme y fornido Ed, que fue quien al principio de conocernos me invitó a compartir con ellos un porro detrás del centro estudiantil.

Detrás del centro estudiantil había un prado de hierbas azules y un patio de juegos a medio construir con un armazón de columpio sin columpio, un pequeño tiovivo herrumbroso y un cubo rojo de plástico con la mitad de la pintura descascarillada. Salía agua de una tubería oxidada en una pequeña zanja. Al anochecer todo se llenaba de luciérnagas. El tráfico zumbaba a lo lejos. Era un lugar de encanto arrasado, y todos los días íbamos allí para fumar y hablar. Cuando ya era oscuro, Ed me llevaba a casa en su coche traqueteante con el intermitente averiado y una platina para casetes llena de amor malhumorado. Su casete cantaba sobre un puente de suspiros como un gigante borracho empujaría una roca hacia la cima de una montaña. En el valle retumbaba un extraño tronar de campanas. Las nubes pasaban volando. En París, el taxi esquivaba coches, se subía a toda velocidad a la acera, por las paredes de los edificios, atravesaba los apartamentos, salía por las ventanas y se elevaba en el cielo. La voz de una mujer se desplegó y formó un camino en el cielo para que avanzáramos por él. Era La Traviata del tocadiscos de mi padre, que cruzaba volando el mar para llevarme.

Un borrón oscuro flota sobre el pensamiento. Veronica emerge. ¿Ha aparecido simplemente porque ahora estoy enferma y sola? Sí… no. Detrás de ella arden velas. Delante de ella hay un platillo de pastel a medio comer. Suena Rigoletto.

—No era un subnormal —dice ella—. Era un Ganímedes. Un muchacho hermoso, un bufón.

Duncan se inclina hacia delante y extiende los brazos hacia atrás para mostrar el agujero de su culo, desnudo salvo por unas pequeñas zapatillas con cascabeles y un gorro a rayas con cascabeles.

Sonríe mirando por encima del hombro.

—El Caro nome —dice Veronica. Con lágrimas en la cara.

Besé a Ed en la mejilla y salí del coche. En casa me encontré a mi padre sentado, bebiendo cerveza y esperando la cena. En el tocadiscos sonaba La Traviata. Saludé y crucé la sala. Sara estaba en el comedor, encorvada a escasos centímetros del televisor, intentando oír por encima de la música. Mi madre estaba en la cocina, removiendo una olla de olor intenso. Cómo la quería… Cómo intentaba no saberlo… La Traviata llenaba la casa de amor femenino. Mi diminuto padre permanecía sentado en su sillón diminuto mientras la descomunal voz de la cantante conquistaba su casa. La mujer cantaba sobre el sufrimiento y la humillación. Su voz convertía aquellos sentimientos en olas enormes y complejas que se oponían, después se unían y por fin se volvían a oponer entre ellas con una fuerza que habría desgarrado en pedazos una voz menor. Los ojos de mi padre estaban vidriosos de tan concentrados y su mandíbula se movía rítmicamente de un lado a otro mientras su mente coronaba la cresta de una ola, bajaba por la otra y se volvía a elevar, cabalgando su elevación imposible hasta que ambas olas confluían en un crescendo de unión apasionada. Yo crucé la sala con indiferencia, de camino a la cocina en busca de algo que comer.

«The worms go in, the worms go out». Lisa no tenía voz y tampoco era una artista. Pero también ella lo había conseguido. Alex la había abierto a la fuerza y la había intimidado, y, de algún modo, ella había logrado hacer suya la fuerza de su intimidación y unirla a su propia fuerza. Lo había conseguido en el momento preciso y lo había convertido en algo sexual.

Y ni siquiera era consciente de lo que había hecho. A eso se refería Alex al llamarla «señorita». Y a eso se refería Alain al decir que yo me había «vuelto fría». Yo no habría sido capaz de hacer lo que hizo Lisa. Era demasiado duro. Crucé la sala, contemplé la música de mi padre y aparté la vista. No es que yo fuera estúpida. Entendía lo que significaba. Pero no iba a dejarla entrar. No iba a dejar que me destrozara.

—Has cambiado —dijo Sara—. Ahora caminas por la casa como si estuvieras sola en una playa. Como si no hubiera nadie más que tú.

Simone gritó «Arrête!» y nos bajamos delante de la discoteca. La Traviata se desvaneció en la oscuridad. Una mujer majestuosa y con cara de perro feroz mantenía a la multitud a raya. Simone hurgó en su bolso en busca del dinero para pagar el taxi. Dos jóvenes mugrientos pasaron con aire despreocupado. Frenaron el paso para observar a la multitud. Tenían el cuello muy largo y un rostro flexible lleno de burla embobada. Algo en mí se alegró al verlos: eran como chicos de Nueva Jersey. La perra majestuosa de la puerta los miró con el ceño fruncido y uno de ellos se rió y gritó:

—Kalaxonez ton con!

Alguien se rió.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Simone.

El chico volvió a gritar:

—Petez des flames!

Ella dijo:

—«Tócate la bocina del coño». Y «Tírate un pedo en llamas».

La perra feroz nos hizo un gesto con la mano y nos dejó entrar.

Por las noches, iba con mis nuevos amigos a bares de centros comerciales y a fiestas en apartamentos. La gente se congregaba en aquellos lugares, dispuesta a todo. Gritaban y bebían y cantaban. Sheila se convertía en un diablillo que hablaba por la comisura de la boca, y sus palabras eran una nube zumbona que flotaba por encima de ella como si fuera humo. Jeff se sentaba en el suelo liando porros y sonreía, y en general daba la impresión de estar derritiéndose en un charco de algo pringoso. Denise se convertía en la maestra de ceremonias, sentada con las piernas estiradas en el borde del sofá y haciendo líneas de cocaína con precisión militar. Bebíamos y esnifabamos hasta convertirnos en robots y en tubérculos que bailaban y cantaban calzados con botitas puntiagudas. «Back from suffragette city!» Un tipo con cara de boniato hinchado cantó «Hey, don’t lean on me, man», y se apoyó en mí con todo su peso.

—¿Quieres bailar? —me dijo arrastrando las palabras, y yo me escabullí tan de golpe que él casi se cayó. «You can’t afford the ticket», pensé yo, pero a él le pareció que yo le había gritado y me devolvió el grito—. Oh, pardoné mua, puté. —Jua jua— Con esos labios que siempre están besando a la gente y ese pelo en el que se pone crema…

Hasta que Ed le dio un puñetazo en la cara. El tipo se cayó con un pie doblado bajo su flaco muslo. Denise se puso de pie tan de golpe que tiró una pecera con pececillos de colores. La gente rugió de placer. El tipo del puñetazo se levantó y aplastó a un pececillo saltarín contra el suelo. Se frotó la cara.

—Lo siento, tío —dijo—. Yo solo quería bailar con ella.

—Cállate —dijo Ed.

Se volvió hacia mí. Sus ojos embotados y su boca entreabierta se me acercaron. Detrás de él se veía el cuerpo del pececillo, todo aplastado salvo por la pobre cabeza que seguía mirando. Pasó una chica con la mandíbula apretada, con una mirada fiera y con grumos pegajosos de maquillaje en la cara. ¿Acaso era aquel mi lugar?

—Te quiero —me susurró Ed.

Tócate la bocina del coño. Contemplé la hermosa multitud de la discoteca, las elegantes mujeres de negocios francesas con sus joyas doradas a juego, las modelos, los playboys repantigados, los lindos muchachos y muchachas que pasaban a toda velocidad como pececillos de río, y eso es lo que pensé. Lo estuve pensando toda la noche. Lo pensé también de mí cuando fui al lavabo y vi mi reflejo en un espejo lleno de caras femeninas, con los ojos elegantemente maquillados pero atontadas por la borrachera, aunque pese a todo con un ocasional brillo de inteligencia en el centro exacto de su mirada. Frutas exuberantes que caían de una rama con forma humana y se alejaban con aire despreocupado.

Como en el apartamento hacía calor y estaba lleno de gente, Ed y yo sacamos a la escalera de incendios unos cojines del sofá y una sábana. Me despertó la calidez del sol a través de mis párpados. Notaba el interior de la boca dolorido y dulzón por el alcohol. Comparado con Alain o con Jean-Paul, Ed era un chico muy torpe. Decía que me quería, y yo solo podía pensar en el que me había llamado «puté». Y sin embargo le dije: «Yo también te quiero». Por debajo de nosotros, más allá, por todas partes, fluía el tráfico.

Alain y Lisa entraron justo cuando Simone y yo salíamos. Yo miré a Lisa y en vez de pensar «Tócate la bocina del coño», lo grité. Alain me miró como si su cara se le fuera a romper. «Petez des flames!», grité. Fue dos días más tarde cuando al regresar a casa después de un trabajo descubrí que me había cambiado la cerradura. Quince meses más tarde, estaba sentada en el coche de Ed en el aparcamiento del A&P con un ejemplar del Vogue sobre el regazo, sollozando y arrugándolo con los dedos. Lisa estaba en la portada. Y estaba espectacular.

—¡La odio! —grité—. ¡Las odio a todas!

Ed le echó a Lisa un vistazo furtivo con tórridos ojos entornados. Yo grité, arranqué la portada de la revista y la tiré al aparcamiento. Un viejo nudoso se quedó mirando cómo la portada se deslizaba por el asfalto. Luego me miró con rostro enojado. Yo me hundí en el asiento y lloré. El Señor Nudoso entró en su coche. Ed jugueteó con sus llaves.

—¿Por qué no te vas a Nueva York y te haces modelo? —preguntó—. Todavía puedes.

—No —gemí yo—. No, nunca.

—Entonces, ¿por qué no te haces poeta?

—No soy poeta, Ed.

Me incorporé en mi asiento y dejé de llorar.

—Pues ¿por qué no te vas y ya está?

El autobús traquetea y resopla y traza un círculo laborioso alrededor de una manzana de tiendas de saldos y de una tienda de comestibles desierta. Mientras el autobús se escora a un lado, sus marchas sueltan un chirrido agudo, como si estuviéramos surcando el espacio a toda velocidad. Miro más allá de las tiendas y vislumbro colinas verdes y una sección transversal de aceras llenas de pequeñas figuritas ajetreadas. Pedazos de vida embutidos en cráneos duros de los que asoman ojos blandos, yendo arriba y abajo, de un lado al otro. Más verde a lo lejos, el costado de un edificio. El autobús sale de la rotonda y se detiene en una parada de transbordo. Se repantiga con un suspiro gaseoso. Los culos de todos los pasajeros notan su motor traqueteante y batiente. Todos los culos quedan así conectados y avanzan junto con el autobús. La anciana pálida que hay al otro lado del pasillo está sentada sobre sus ancas rígidas, comiendo uvas verdes húmedas de una bolsa de plástico y mirando afuera para ver quién se sube. La puerta articulada se abre con una succión. Por ella sube pisando fuerte un grupo de adolescentes, chavales corpulentos y descamisados con voces graves que dicen palabras inconexas. «¡Porque colega… tú qué miras… pero si tú no… que no te miro!» La anciana no los mira. Pero noto que les presta atención. La energía de los chicos se derrama sobre la piel de la mujer, se introduce en su sangre, su corazón, su columna y su cerebro. Riega las flores de su cerebro. La bolsa de uvas se queda olvidada en su regazo. Un tentempié privado suspendido por el banquete público de la juventud. En ningún otro sitio podría estar tan cerca de ellos como en el autobús. Ni yo tampoco. Durante un momento siento lástima de la gente rica que va en coche. Bajo la vista para mirar a una de ellos, apenas visible a través del parabrisas de su coche, con pulseras relucientes en el rígido antera brazo, agarrando el volante, un muslo enfundado en una media elegante, una boca fruncida hacia abajo, un peinado formal. A través de su parabrisas vuelan partículas de luz. Veo su mente aleteando dentro del coche cerrado como si fuera un pájaro. Encerrada con sus privilegios y placeres, pero también con su dolor.

Solo una semana antes de que me cambiaran la cerradura del apartamento de rué du Temple, vi algo que sigo sin entender. Y aun sin comprenderlo, se ha convertido en la razón de que pueda perdonar a Alain. Sucedió tan temprano que todavía no se había hecho de día. Me desperté al oír un ruido procedente de la cocina: la voz nocturna de Alain y el crepitar de mantequilla en la sartén. Me levanté y caminé por el pasillo. Alain estaba frente a los fogones, dándome la espalda. Sentado a la mesa estaba el hombre al que había visto lamer el suelo en el club sadomasoquista. Sentado en mi sitio. Estaba desnudo salvo por la chaqueta de Alain, que tenía echada sobre los hombros. Debajo de la chaqueta era como un esqueleto cubierto de pelo y de suciedad. Pude verle las plantas de los pies inmundos y los bordes de las uñas gruesas y amarillas como las de un perro. Me quedé en la puerta, invisible y muda. Él me miró como si estuviera mirando la oscuridad más absoluta. Alain se dio media vuelta: en la mano tenía un plato con una tortilla. La había hecho con mermelada. Luego puso gentilmente el plato dulce delante del esqueleto.

—Ten —le dijo en tono amable—. ¡Para ti! —Apartó una silla de la mesa y se sentó—. ¡Venga! —dijo.

Sola en la oscuridad, la criatura comió, deprisa y con voracidad. Verlo comer era casi como verlo arrastrarse, aunque sin tener que contemplar sus pelotas ni su culo. Igual que la mujer alemana, comía como si no notara el sabor de las cosas. La falta de sentido del gusto le había vuelto indiferente al acto de comer. Y le hacía ser voraz. Le hacía ponerse a cuatro patas y arrastrarse por la falta de gusto, intentando encontrar sabores. Alain apoyó el codo en la mesa y se inclinó hacia delante, embelesado. No vio que yo daba media vuelta y me marchaba, o bien no le importó.

Más tarde llamé a Jean-Paul para contarle lo que había visto. Él sabría quién era el hombre esqueleto, pensé yo, y tal vez supiera por qué Alain se lo había traído a casa y lo había sentado en mi silla. Al otro lado de la línea telefónica había tanta música y tantas risas que le llevó un rato entenderme.

—Ah —dijo por fin—. Cuesta de creer, pero ese hombre fue en su momento un agente con mucho éxito.

—¿Un agente de modelos?

—Hace mucho tiempo, sí. Tengo entendido que era amigo del padre de Alain. Pero no le digas que te lo he dicho, ¿de acuerdo?

Aquel incidente me resultó tan extraño que estuve mucho tiempo sin contárselo a nadie. Veronica fue la primera persona a quien se lo conté. Estábamos trabajando tarde en una sala de conferencias, envueltas en una membrana de ruido de oficinas, repiqueteo y zumbido de máquinas que resultaban tan relajantes y unían tanto como el ruido sordo del autobús.

—Ahora entiendo por qué lo querías —dijo ella.

—¿En serio?

—Sí. Estaba dispuesto a ir a sitios adonde la mayoría de la gente no quiere ir. Se estaba mirando a sí mismo, ya sabes. La mayoría de la gente no lo hace.

Veronica era estúpida por hablar de aquella manera: «Ya sabes». Como si ella pudiera saber algo de Alain o de adonde iba la mayoría de la gente. Con la comisura de los labios torcida en una mueca repulsiva de sabelotodo, sensual y tensa. Pero su mirada era amable y tranquila. Yo sabía que ella estaba siendo petulante y banal, y me sentía por encima de todo aquello. Pero no conocía la amabilidad de su mirada. Sus ojos eran como ventanas de una prisión por las que miras y el cielo te reconforta sin saber por qué. Y, sin saberlo, me sentí reconfortada y volví a sentirme superior. Tal vez yo era capaz de sentirme reconfortada porque una parte de mí despreciaba aquel sentimiento. No lo sé. Pero me ayudó a perdonar a Alain.

La siguiente vez que vi a Jean-Paul intenté que me contara más cosas del padre de Alain. Estábamos en una fiesta, alguna clase de acto. El local estaba oscuro y abarrotado. Las enormes bandejas de comida se impregnaban del humo que flotaba en el aire. Jean-Paul frunció el ceño y se inclinó hacia mí con los ojos irritados para oírme mejor. La belleza de sus ojos se veía lastrada por un profundo estupor. La pechera arrugada de la camisa estaba llena de migajas esponjosas empapadas de ron. Con una mano se sacudía la camisa para limpiarla con movimientos de borracho. Con la otra se llenaba la boca húmeda de más migajas escurridizas. Desfiló ante nosotros un culo enfundado en seda naranja. La mitad de la comida caía sobre su camisa. No sabía de quién le estaba hablando. Sacó la lengua para relamerse.

—El padre de Alain —repetí yo—. ¿Cómo conoció a ese hombre que se arrastra por el suelo de aquel antro?

El reconocimiento iluminó su estupor y lo hizo resplandecer como si fuera un letrero de neón.

—¿Te lo creíste? —gritó—. ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Echó la cabeza hacia atrás en la oscuridad de la sala, untada del rojo y el púrpura del sexo y el apetito enredados, con las manchas de rostros borrachos que a veces se iluminaban en muecas sonrientes. Su hermosa cara naufragó ante mis ojos. Un olor a pecios salió de su chaqueta abierta al inclinarse para meterse más comida en la boca. ¡Ja, ja, ja! Humanos diminutos perdidos en un infierno humano diminuto, con todos sus ricos sabores infernales.

Pasamos con el autobús por delante de tiendas exquisitas para gente rica. La librería Rites of Passage. A Touch of Flair. Una pastelería de estilo francés pintada de dorado y rojo, los escaparates abarrotados de dulces. El vehículo surca entre los pasteles en medio de un revuelo de luz reflejada en el cristal.

Si veo la lámpara de color rosa de Rene junto a mi lecho de muerte, me parecerá hermosa. Querré demorarme en tocar cada hilo de su tela tejida con meticulosidad, sobre todo esas partes doradas que uno entrevé cuando se acerca para apagar la lámpara y que luego olvida. Lloraré al pensar que alguna vez la olvidé. Lloraré por perderla. Y lo mismo si Jean-Paul aparece ante mi cama en un nimbo oscuro de olores y música festiva. Su zafia ridiculez será dulce, como el vino. Porque será la última vez que la pruebe. Desearé poder sostener su cara abotargada y parpadeante con las dos manos y darle un beso de despedida. Querré retirar la imprecación que murmuré al marcharme. O tal vez no. Tal vez también echaré eso de menos.

El autobús se para en el semáforo. El sol brilla amoroso a través de la cubierta de nubes y nos calienta a través de las ventanillas sucias. El autobús ronronea bajo su luz. Todos permanecemos callados en medio del calor y del zumbido del motor. Miro afuera y veo un pequeño árbol en flor, su delgado y negro cuerpo brillando por efecto de la lluvia. Dichoso e inteligente, como una muchacha jovencita, con unas raíces estilizadas y ávidas de tierra que les resulta nueva. Pienso en Trisha, erguida y buscando con sus ojos chispeantes. Un árbol carnoso y ágil, riéndose mientras descubre la tierra. Extendiendo sus ramas hacia arriba para contarle al cielo lo que acaba de encontrar.

Este momento también podría regresar a mí en mi lecho de muerte. Si es así, me gustará tanto que me lo llevaré conmigo al morir. Tal vez si lo intento, se disolverá entre mis brazos. Pero lo intentaré.

El semáforo cambia. El autobús avanza con un resoplido. La cara de Veronica flota un momento en la ventanilla antes de fundirse con la mía. Ella tenía razón: Alain iba a lugares donde la mayoría de gente no iría, aunque no porque él lo decidiera. Simplemente no podía evitarlo. Vivía continuamente en una tormenta de movimiento. Vivía en fragmentos, saltando de un meteorito en plena caída a otro, yendo a donde este lo llevara. Por supuesto, todo el mundo tiene direcciones distintas en su interior. Yo vi tres en mi madre cuando Daphne y yo nos reunimos con ella en la cafetería, y lo cierto es que aún tenía más. Pero no era lo bastante rápida o flexible como para saltar de una a otra. El mero hecho de sentir las tres al mismo tiempo la incomodaba y la confundía. No tenía la fuerza necesaria para contener tanta divergencia en un solo sitio. Por eso regresó con mi padre. Seguía teniendo dentro todas aquellas direcciones distintas. Simplemente eligió no hacer caso de la mayoría. Regresó y volvió a convertirse en Mod, en mom con una d dura y una o nasal.

Pero a veces las demás direcciones tomaban forma y corrían las unas contra las otras, llenando la casa de una guerra invisible. En ocasiones me despertaba por las noches sobresaltada y con el corazón latiéndome acelerado, no asustada por un sueño sino por una imagen que flotaba ajena a todo pensamiento, enorme y estruendosa como un tren de carga: mis padres en su habitación de arriba, con las caras distorsionadas por el odio, gritando insultos y atacándose con cuchillos.

Tiro del cordel, la señal para el conductor de que la siguiente es mi parada. Su cabeza es un perdigón humano contra el fondo amplio y gris del parabrisas. Direcciones: la luz moteada y la sombra hacia abajo; los limpiaparabrisas de monótono zumbido de un lado a otro; la cabeza del conductor hacia arriba.

Alain sí era lo bastante fuerte y flexible: aquella fue su desgracia. En una ocasión me lo encontré con su hija en una calle azotada por el viento. Me arrodillé para que me la presentara; él también se puso de rodillas. Pegó su mejilla a la de la niña y me la presentó como «Patito». A mí no me presentó de ninguna manera. A la pequeña no le importó. Se rió, puso su manita en la cabeza de él y dijo «Ganso» en inglés. Él se rió y me di cuenta de que la miraba igual que me miraba a mí. No podía parar, ni siquiera por ella. Ni siquiera podía parar de sentirse triste por ello. Contestando en un inglés británico burlón, le dijo «Pato» a la niña y le puso la mano en la cabeza. «Pato», y me puso la mano en la cabeza a mí. «Ganso», dijo la niña, y le puso la mano encima a su padre. Sin mirarme. Debía de conocer a muchas chicas llamadas Pato.

Nos paramos junto a la acera; la puerta se abre con una succión. Una neblina de lluvia y ruidos de tráfico entra flotando y se disgrega. La gente se remueve y tose. Yo camino por el pasillo que forman las cabezas. Pato, pato. El conductor controla mi salida con el costado duro de su cabeza silenciosa. Ganso. Su mano humana agarra y tira; la puerta, a modo de ala articulada, se repliega y se cierra. El autobús se aleja con un fuerte silbido, un arco iris gris de sonido que centellea y se evapora. A lo lejos, Alain y mi madre cintilan y se evaporan.

Me desvío de la calle principal y bajo por un camino más bien ancho hasta una arboleda de secoyas gigantes. Se trata de un cañón a los pies de una montaña. Se trata de una reserva de dignidad para gente rica. Las casas están muy apartadas de la calle o asentadas como nidos sobre lomas por cuyas laderas suben serpenteando escaleras de madera. Niños invisibles chillan y bajan corriendo por un camino invisible. El sol resplandece en la ventana de un desván. La calzada mojada es tan voluptuosa como una esponja de piedra. Los árboles gigantes que crecen junto a ella la deforman con sus raíces musculosas llenas de nudos. Su corteza es porosa, como una piel que respira. A través de su piel resuenan los latidos de sus enormes corazones hundidos en las profundidades de la tierra. Los coches pasan despacio y los rodean, dejándolos atrás uno a uno. Me imagino a la mujer de las pulseras que vi en su coche conduciendo por entre estos árboles, su mente aleteando contra el cristal.

Cuando me mudé aquí, yo vivía en este pueblo. No en el mismo cañón, aunque venía aquí a dar paseos. Venía sobre todo cuando el miedo se apoderaba de mí, en la época en que ya sabía que tenía hepatitis pero todavía no me encontraba mal. Contemplaba los árboles impresionantes y la montaña y pensaba que no importaba lo grave que pudiera ser ninguna enfermedad humana, ellos eran más grandes. Ahora ya no estoy tan segura. ¿Cuánta enfermedad puede soportar un corazón por enorme que sea antes de enfermar también? El cañón está lleno de robles muertos y moribundos. Los científicos no saben por qué. Cuesta creer que no los hemos matado nosotros.

El viento arrecia. La lluvia golpea de lado. Lentamente, los árboles sacuden su inmensa cabellera. Sus troncos crujen y rumian. La fiebre levanta una pared en mi cerebro. En la pared aparece una puerta. La puerta se abre y por ella sale otro sueño. Un sueño de anoche, o de la noche pasada, ¿o acaso de todas las noches? En él, un hombre y una mujer van en un tren de alta velocidad que no se detiene nunca. Suena música, un xilófono mecánico que murmura enloquecido una misma escala de cuatro notas agudas, una y otra vez. ¡Bing bing bing bing! Es el ruido de un sistema nervioso gigante. El hombre y la mujer forman parte de ese sistema y no pueden salir de él. Están llorando. Si miran por las ventanillas, pueden ver a gente cazando animales en cotos privados. Ya casi no quedan, así que deben ser reciclados: después de matarlos, hay que devolverlos a la vida para poder cazarlos de nuevo. Una multitud persigue a un oso que intenta correr con unas patas artificiales. El animal grita de miedo y de rabia. El hombre y la mujer lloran. Forman parte de esto. No pueden hacer nada. ¡Bing bing bing bing!

Mi frente empieza a sudar. Me desabrocho un botón y me aflojo la bufanda. El aire me refresca la piel; la fiebre remite, luego envía renacuajos calientes que culebrean contra el frío. Conduce al animal delante de ti y nunca te pares. Hazle pasar hambre, rájalo, embútelo de silicona. Dale de comer hasta que esté demasiado gordo para pensar o sentir nada. Luego ábrelo en canal y sórbele la grasa. Cóselo y dale medicinas para el dolor. Hazlo correr en la noria, más deprisa, más deprisa. Examínalo en busca de defectos. No solo el cuerpo, sino también la mente. No pares de repasar los síntomas. No es un defecto de carácter, es una enfermedad. Dale medicación para el dolor. Deslumbra sus ojos con visiones de belleza. Deslumbra sus oídos con música que nunca deja de sonar. Envíalo a pacer en pasillos repletos de comida tan vastos y perfectos que parece que estén luchando por ser algo más que comida.

Deslumbra su mente con visiones de terror. Mándalo a perseguir un paraíso caluroso y reverberante del que las enfermedades y el dolor han sido erradicados para siempre. Haz que huya de la oscuridad silenciosa que siempre le pisa los talones. Sórbelo. Cóselo. Corre. Y cuando llegue la oscuridad, reza: Amo a mi culo.

Me abotono el abrigo para sudar. Intento pensar en otra cosa. Pienso en la entrevista que le hicieron en la radio a una mujer religiosa que tenía dos tipos distintos de cáncer. La locutora le preguntó si había rezado a Dios para que la curara. Ella dijo que sí, pero que no había funcionado. Cuando se dio cuenta de que se iba a morir, le preguntó a Dios por qué no la había curado y Él le respondió. Ella oyó realmente Su voz. Dijo: «Pero soy».

Yo no soy religiosa, pero cuando oí aquello, dije sí en mi fuero interno. Y vuelvo a decirlo ahora. No sé por qué. Hay una razón, pero está fuera de mi campo de visión.

En la acera, las hojas de los árboles se disuelven en el barro. Se abre otra puerta y sale Veronica, soltando el humo con un resoplido brusco e insolente.

—No, cielo —dice—. Eso es tu esfínter.

El barro y las hojas forman un pequeño remolino, tan lento que me resulta invisible, pero puedo sentirlo. Noto que algo se eleva del remolino, también invisible. Algo que no hemos matado y que nunca mataremos.

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