Veronica

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Asistí a la universidad comunitaria durante dos semestres más. Dejé de lado la poesía y me concentré en las clases de tratamiento de textos. Cuando me pareció que ya estaba preparada para conseguir trabajo, lo dejé. Me mudé a Manhattan cuando una amiga de una amiga me habló de una amiga suya (llamada Candy) que necesitaba una compañera de piso para un subarriendo de seis meses. Mi padre dijo:

—¿Por qué? Te está yendo muy bien.

Y yo le dije:

—Porque estoy aburrida de vivir aquí.

Y él se limitó a cabecear.

—Siempre has tenido demasiadas expectativas —dijo mi madre—. Y sigues teniéndolas aun después de lo que te pasó. Debes disfrutar de lo que tienes.

Y yo respondí:

—Pero aquí no tengo nada. Necesito ir a donde pueda tener algo.

Mi padre bajó la vista y salió de la sala. Le había hecho daño, pero él no podía hacer nada al respecto: todavía me quedaba una parte del dinero de Francia y podía hacer con él lo que quisiera.

Ed me llevó en coche a la ciudad junto con algunos muebles, ropa y unas cuantas plantas. Mi piso subarrendado era un loft en el distrito de la carne, un laberinto de edificios adormilados de fachadas toscas con un aliento dulzón y putrefacto. Subimos mis bolsas en un montacargas traqueteante cuyo cable pelado se podía ver tenso y temblequeante a través del ventilador roto del techo. Una vez arriba, salimos y nos encontramos con un hombre robusto y canoso vestido con ropa de cuero que estaba abriendo su puerta con llave.

—Usamos el ascensor para sacar los cuerpos de nuestras víctimas —dijo. Hablaba con una vocecilla aflautada y agresiva—. Bienvenidos a Nueva York —añadió, y cerró la puerta tras de sí.

Se abrió la puerta de enfrente.

—No hagáis caso a Percival —dijo Candy—. Ya está diciendo tonterías otra vez.

Candy era una bonita chica sureña de barbilla redondeada que llevaba unos zapatos rosa de alegre estampado. Sonrió y nos llevó por un pasillo muy largo hasta una gran sala de estar con enormes ventanales a lo largo de las paredes por donde la luz entraba a raudales. Nos preparó unos martinis y dijo:

—¿No os parece que somos gente especial por estar en un loft de Manhattan, bebiendo martinis de verdad?

Aquella madrugada, los edificios dormidos se despertaron y abrieron para poner en marcha sus negocios. De pie frente a una ventana tan alta como una puerta, contemplé cómo camiones pesados daban de comer carne de vacuno a un almacén con las fauces abiertas al otro lado de la calle. La luz de la boca del almacén iluminaba cada vez una vaca y media, sus cuerpos colgando boca abajo en la cinta transportadora, las cabezas meciéndose de sus gargantas recién cortadas, las sombras cornudas asintiendo desde la pared del almacén. La cinta transportadora ronroneaba y los cuerpos apiñados bailaban agitando las patas delanteras. El hombre que accionaba la cinta transportadora silbaba una canción. Un morro y una frente suave sobresalían por el borde de la cinta y luego rodaban de nuevo hasta el amasijo de carne. El hombre que conducía el camión bromeaba con el hombre que accionaba la cinta. Puedo aceptar esto, pensé yo. Puedo vivir esta vida.

A la mañana siguiente, empecé a hacer entrevistas para trabajar como secretaria, una de ellas para una revista cultural dirigida por una mujer diminuta de cara reseca.

—Me caes bastante bien —dijo la mujer—. Hay algo en ti como incongruente y siniestro. No pareces una chica de una universidad comunitaria de repesca de Nueva Jersey, pero, por desgracia, es lo que eres. Todas las demás con las que he hablado están más cualificadas que tú, aunque es probable que tú hicieras el trabajo mejor.

Me dio una solicitud y me dijo que la llamara al cabo de unos días.

—Debes de haberle caído muy bien —me susurró su secretaria mientras yo salía del despacho—. Normalmente cuando la gente sale por la puerta me mira y pone los ojos en blanco.

—¿Qué demonios vas a hacer tú en un sitio como ese? —me preguntó Ed—. Pagan mal y es evidente que esa tía es una bruja.

—Puedo aprender a editar textos. Puedo convertirme en asistente y luego ascender.

Ed había venido a pasar el fin de semana conmigo. Acabábamos de ver una película y estábamos caminando hacia un deli de unos coreanos para comprar unas bolsas de cerezas y uvas. Había muchas putas en la calle, haciendo señales como si estuvieran al fondo de un pozo muy hondo. Una chica alta negra y otra rubia menuda entraron en la tienda detrás de nosotros para comprar cigarrillos y dos tubos de caramelos de menta para el mal aliento. El tipo que había detrás del mostrador le dijo «Hola, flaca» a la chica negra. Cuando salimos, Ed me dijo:

—Te he visto mirarlas.

—¿Y qué?

—Miras a esas chicas, a esas putas, como si fueran algo grande.

—No, es que… esas dos de la tienda eran muy guapas. La chica negra parecía una modelo.

—¡Una modelo! ¿Estás de broma? No parecía una modelo. Parecía una mierda, que es lo que es.

—Yo sé qué aspecto tiene una modelo —dije en tono cortante.

Fuimos al loft y nos comimos la fruta desnudos tumbados en mi cama, amontonando los huesos de las cerezas sobre un Kleenex blanco en la mesilla de noche.

—¿No vas a intentar convertirte en modelo? —me preguntó.

—No. Y, en cualquier caso, si no te gustan las putas tampoco tendrían que gustarte las modelos.

Yo le recordé la historia de cuando Lisa se metió la mano dentro de los pantalones en Naxos. Por enésima vez, él me preguntó si yo había hecho algo parecido. Y por enésima vez le dije que no, porque era la amante del agente más poderoso de Europa y no me hacía falta. Pero muchas chicas sí lo hacían. Nos quedamos callados y noté su incomodidad. Me quedé mirando el techo, viendo cómo las sombras iban y venían a través de un cuadrado alargado de luz. Pronto él querría irse, y yo le dejaría.

Llamé a la editora diminuta y reseca.

—Cielo santo —me dijo ella—. Me había olvidado por completo de ti. Me temo que al final esta semana no va a ser posible. Todavía no he podido mirar tu solicitud. ¿Puedes llamarme la semana que viene?

—¿Te parece que lo dice en serio? —le pregunté a Candy.

—No lo sé —dijo ella—. Da la impresión de ser una bruja.

Me apunté a una agencia de trabajo temporal con muebles de estilo rústico y una alfombra fina de un color que me hacía pensar en el cólera. Cuando entré, la chica de ojos penetrantes sentada detrás del escritorio irguió la espalda y se me quedó mirando. Me recordó a mi enemiga de mis quince años, al codo huesudo que sobresalía mientras acariciaba los vestidos que tenía extendidos sobre el brazo. Rellené una solicitud para un trabajo de tratamiento de textos y marqué la casilla correspondiente a «turno de noche». La chica me remitió a una agencia de publicidad aquella misma tarde.

Las oficinas estaban en el piso cuarenta y dos de un hermoso edificio semicilíndrico de acero y cristal. La sala de tratamiento de textos era grande y curvada, con paredes enteras ocupadas por enormes cristaleras sin brillo alguno. La supervisora me enseñó mi escritorio: una sección de una larga mesa delimitada por mamparas bajas de plástico. Al final de la mesa unas cuantas trabajadoras del turno de día estaban terminando de celebrar una fiesta de cumpleaños, entre risas y un pastel ya en migajas. Encendí mi máquina y apareció un cuadrado negro de infinito, con el logo de Word Star parpadeando en la esquina superior izquierda. Se oyeron más risas. Miré con el rabillo del ojo y vi que una figura pequeña y extraña se acercaba por el pasillo. Vista de lejos, su cara entera parecía torcida, fruncida como la carne alrededor de una herida mal curada. Siguió acercándose. Vi que la herida fruncida era una sonrisa. Se sentó frente a mí.

—Hola, cielo —dijo.

La boca del cañón se abre para engullir el camino. Avanzo hacia su garganta fangosa y resbaladiza. Los árboles viejos se inclinan lentamente hacia el fondo del barranco, aferrándose al pavimento agrietado por un lado y agarrando puñados de tierra mojada por el otro. Sus sistemas de raíces salen del terraplén empapado como si fueran huesos faciales, fruncidos en expresiones nunca vistas. Al fondo del cañón, sus vástagos —robles y madroños— se elevan juntos y extienden abiertos sus brazos relucientes. Están cubiertos hasta la cintura de un musgo húmedo de color verde chartreuse, un musgo que crece en los troncos en forma de verdosos pelos largos que se yerguen en el aire como órganos sensoriales prensiles. Me quito un guante y acaricio ese vello frío, luego me huelo la palma de la mano rancia y carcomida. Vuelvo a poner la mano en el árbol para contemplar mi piel blanca sobre el verde. Cuando era niña, el verde chartreuse era mi color favorito. Pero nunca creí que fuera real.

Vista de cerca, no tenía nada torcido. Era monstruosamente ordenada. Con su traje a cuadros, su blusa de volantes y su pajarita, era como un reloj de cuco humano. Me dedicó una sonrisa fruncida, encendió un cigarrillo y abrió una revista. Nos pasamos un largo rato sentadas sin trabajar. Yo miré por el ventanal. El East River se convirtió en una tira oscura de movimiento parpadeante con un barco iluminado sobre sus aguas. En Queens, el letrero de neón de una fábrica de azúcar resaltaba, con sus letras ardiendo rojas y radiantes en la noche.

—Perdona —dijo Veronica—. ¿Has estado viviendo en París, cielo?

Aquello me sorprendió, pero me limité a decir:

—Sí.

—Ya me lo parecía. Tienes un aura parisina. —Volvió la cabeza a un lado y carraspeó, inclinada hacia atrás con el cigarrillo escorado desenfadadamente hacia arriba—. Hace siglos que no voy, pero me acuerdo perfectamente de los Jardines de Luxemburgo en otoño, con sus amarillentos castaños de Indias en flor.

Nos volvieron a poner juntas las tres noches siguientes. Yo me acostumbré al tono extraño y estridente de su voz, y hasta llegué a sentirme inexplicablemente acariciada por sus giros y sus cambios. Hablé con ella acerca de buscar trabajo. Le dije que la editora me había dicho que yo era «incongruente y siniestra».

—¿De veras? ¿Dorothea Atcheson te ha llamado siniestra? Qué delicioso.

—¿La conoces?

—Personalmente no. Pero he leído su publicación.

—Rellené una solicitud, pero cuando la llamé me dijo que se había olvidado de mí. Luego me dijo que volviera a llamarla esta semana. ¿Tú crees que lo dice en serio?

—No. Sí. ¿Quién sabe si alguien habla en serio? Pero puedo imaginar que Dorothea Atcheson te apreciaría.

La voz con que dijo «apreciaría» fue como la lengua áspera de una gata lamiendo con gesto ausente la cabeza de su cría. No pude evitar levantar la cabeza para ver su expresión.

Al día siguiente llamé a Dorothea Atcheson.

—Vas a pensar que soy un desastre —dijo—, pero he perdido tu solicitud. ¿Crees que podrías pasar un momento por la oficina y rellenar otra?

—Bueno —dijo Veronica. Dio una calada a su cigarrillo y echo la cabeza hacia atrás; su garganta latía como un corazón inteligente. Expulsó el humo y preguntó—: ¿Has visto Ha nacido una estrella, con Judy Garland y James Masón?

Negué con la cabeza.

—Vale la pena comprarse un vídeo solo para verla, pero dejando eso de lado, búscala en el Movie Channel de madrugada; la dan a cada rato. —Seguía fumando; su garganta latía—. Trata de una chica que sueña con llegar a lo más alto, consigue dar el gran salto y se convierte en una estrella.

—El problema no es que no sea ambiciosa. Es que busco trabajo de secretaria y no me lo dan porque no estoy preparada.

—¡Tampoco Judy Garland está preparada! Pero conoce a alguien que ve sus cualidades, que cree en ella.

Otro corrector, una reinona pequeñita y medio calva llamada Alan, se volvió en su trono raído.

—Y luego él se suicida porque ella lo deja en la estacada.

—«¡Es demasiado tarde!» —gritó Veronica—. «Todo lo que toco lo destruyo. ¡Siempre ha sido así! ¡Y tú has llegado demasiado tarde!»

—«¡No!» —trinó Alan—. «¡No es demasiado tarde, ni para ti ni para mí!»

—«¡Créelo!» —dijo Veronica en tono exultante—. «¡Créelo! ¡Créelo!»

En nueve de las imágenes, era un espectáculo ridículo y feo. Pero en la décima, resultaba emocionante. Sonreí.

Veronica expulsó el humo y me devolvió una sonrisa de calidez fiera y retorcida.

—No pasarás mucho tiempo aquí, cielo —me dijo—. Confía en mí.

Cruzo hasta el cañón por un puente peatonal de madera. Abajo, el arroyo corre brioso y raudo, y en su corriente fría se agita la luz. Surcos plateados fluyen formando una lámina veloz, se arremolinan en blanca espuma, se dispersan y se sumergen, salen a flote y rizan de nuevo el agua. Algas relucientes, guijarros y pececillos bailan en la corriente. Cruzo por fin el puente; inmenso y tranquilo, el paisaje se despliega. Sereno y silencioso, vibra de fuerza y movimiento latente. Y la fuerza que vibra es como sangre que canta en el cuerpo de la tierra… una música apasionada que no se oye con los oídos sino que se siente más allá de los sentidos. Las secoyas se yerguen rectas; los madroños se retuercen con elegancia. El musgo empapado y las hojas brillantes llenan el aire de un sentimiento verde y entrañable. La ternura se filtra en mi interior y mitiga mi fiebre. El paisaje se despliega en toda su profundidad.

Dije que no había ido a Nueva York para ser modelo, y así era. Había ido en busca de vida y de sexo y de crueldad. Cosas que no te enseñan en la universidad comunitaria. Cosas que no se anotan en un cuaderno. La ciudad era tan grande y luminosa que por un momento mi terrible paraíso palideció, luego se volvió invisible. Yo creía que había desaparecido, pero lo que no podía ver lo sentía caminando a mi lado en las calles llenas de gente. Lo sentía en sus caras rígidas y estiradas, en sus espaldas rígidas y agobiadas, en sus joyas tintineantes, en su forma de arrastrarse y pavonearse. Lo sentía en los oficinistas que se posaban en bandadas sobre los parterres de cemento de las gigantes corporaciones bancarias para comerse sus almuerzos sobre sus piernas cruzadas y sus regazos arrugados, el viento metiéndoles el pelo en sus bocas mientras masticaban y oleadas de palomas roñosas arremolinándose a sus pies para comerse las migas que caían en la acera. Lo sentía en las manos ásperas y sensibles de los músicos del metro que tocaban sus bongos y sus guitarras mientras el cantante recogía dinero con su taza sin dejar de cantar, como si estuviera hablando consigo mismo con una voz descuidadamente hermosa, mientras los pasajeros bajaban en tromba por las escaleras de cemento como pájaros grises a los que el vuelo volvía magníficos. Sentía necesidades monstruosas y terrores hermosos que encontraban su forma en canciones de la radio, pantallas de cine, vallas publicitarias, capas superpuestas de pósters en paredes ruinosas, sueños públicos que se fundían unos con otros sobre el papel barato como si pudieran derramarse de persona en persona. Yo lo percibía todo y me alimentaba de ello, y durante una temporada me bastó con eso.

Y entonces, un día de camino al trabajo, un taxi se paró delante de mí en una calle llena de basura arrastrada por el viento y de él salió Alana. Al verla me quedé sin respiración. Ella cerró de un golpe la puerta del vehículo; su brillante cabello refulgía sobre su rostro. Permanecí inmóvil mientras todo el mundo cruzaba la calle. Ella se deslizaba liviana sobre unas bonitas botas blancas, pero sus ojos emitían la luz fría de una anguila serpenteando por aguas remotas. Lejos, muy lejos, flotaba en el agua una foto de revista de una chica vestida con ropa de encaje arrugado. Una foto que era como una puerta con música al otro lado, dando vueltas en el agua y a punto de ser borrada por esta.

—Alana —dije yo, pero en voz demasiado baja.

Ella pasó a mi lado sin volverse. La cara empezó a arderme. Y quise el paraíso otra vez.

Pero no sabía cómo obtenerlo. Antes lo había conseguido porque una mano me había cogido y me había colocado en el mismo centro. Sabía que la mano de Alain podía cruzar el océano. Sabía que estaba asociado con dos poderosas agencias de Nueva York. Candy me dijo que probablemente estaría demasiado ocupado para molestarse en hacerme caso. Pero ella no lo había visto desnudo, con cocaína cayéndole de la nariz, andando arriba y abajo y gritando por teléfono, buscando a gente que tal vez hubiera dicho algo malo de él para poder joderlos. Años después y a kilómetros de distancia, yo seguía viéndolo. Veía mis manos caminando por la elegante alfombra roja como si fueran patas, a mí riéndome de mis piernas levantadas y con su polla dentro. O jadeando y con la boca abierta, con un hilillo de saliva reluciendo entre mi mandíbula y la alfombra antes de caer.

Busqué otra mano que me cogiera. Caminaba por la calle intentando encontrar hombres con buenos trajes, examinando sus caras por si veía los labios de una araña que bebiera sangre con éxtasis puro e inexpresivo. Si encontraba a alguno, le miraba a los ojos y normalmente él me devolvía la mirada. Si me pedía mi número de teléfono, yo le pedía su tarjeta de visita. Las primeras veces miraba la tarjeta, la guardaba en el bolsillo y mentalmente la tiraba. La última vez la arrojé a la acera e insulté a la cara al caballero arácnido.

Dejé de buscar un trabajo estable. Salía siempre que podía, bajo cualquier circunstancia. Cuando el primo que Sheila tenía en Brooklyn dio una fiesta de cumpleaños, cogí el metro hasta allí, solo para estar de pie en una sala sin apenas muebles y en compañía de desconocidos. Cuando una trabajadora temporal de la agencia dio una charla combinada con un espectáculo de danza, yo asistí para ver a unas chicas muy serias en leotardos que se encogían y se arrastraban por un escenario destartalado y bañado en una luz naranja de pesadilla. Una amiga de Candy, una chica inofensiva a la que yo despreciaba por ser inofensiva, nos invitó a una fiesta para solteras y yo fui.

No importaba lo poco sofisticada que fuera la fiesta, siempre sonaba la música más de moda. Por entonces la moda era a la vez ridícula y sepulcral, con una base de saltos y brincos dando ritmo a un envoltorio funerario. Alguien cantaba «This kiss will never fade away», y la voz parecía una máquina negra y grasienta accionando un carrusel de música que volaba con repulsivas alas pintadas.

—Trata del bombardeo de Dresden —dijo un chico borracho.

—Perdón —dije yo, y me alejé.

El calor irradiaba sobre la música flotante, luego se apagaba como una explosión vista de lejos. La gente se paseaba sonriendo y hablando mientras la música comparaba la muerte en masa con un beso y le imprimía a la ridiculez un giro orgulloso. «This kiss will never fade away». Alain me besaba eternamente mientras yo me quedaba en la periferia de las fiestas, mirando a gente que sentían cosas los unos por los otros. Una persona gorda con la mandíbula prominente cogía la mano de alguien y le daba un apretón cariñoso; se producía un estallido de buena voluntad. Una mujer de pantorrillas desoladoramente huesudas, más escuálidas si cabe por culpa de sus altísimos tacones, sonrió a alguien que estaba al otro lado de la sala, con una sonrisa que era un anuncio de cosas profundas entre ellos que nadie más podía ver. A veces yo veía la buena voluntad y las cosas profundas y ansiaba conocerlas. Y a veces veía la mandíbula prominente y las pantorrillas huesudas y alzaba el mentón con gesto arrogante. Como nunca podía experimentar del todo ninguno de aquellos sentimientos, me mantenía apartada. Era como si volviera a tener diecisiete años y anhelara vivir en el mundo del que hablaba la música: un mundo que era triste porque estaba siendo convertido en máquina, pero también jubiloso, que cantaba desde la superficie de su corazón humano mientras la máquina se infiltraba en sus tejidos y acallaba su flujo sanguíneo. En aquel mundo no había cosas profundas, solo formas rigurosas y belleza, y hasta las canciones sobre muertes en masa podían cantarse desde la superficie ligera y juguetona del corazón.

Yo no decía nada de todo esto. Ni siquiera lo pensaba. Pero resultaba visible en la pose de mi cuerpo y en mis ojos amargos y despectivos. Era evidente que otros podían verlo en mí como yo podía verlo en ellos. Y así es como conseguí hacer amigos. Iba de discotecas con una «actriz» llamada Joy, que podría haber sido modelo de no ser por unas caderas que no habrían quedado bien en fotografía, pero que en persona conferían a sus andares un aire agradable y viscoso. Trabajaba como chica de alterne en un piano bar, donde le pagaban por beber y hablar con hombres de negocios solitarios. Vivía en un apartamento que era una caja de cerillas atiborrada de platos sucios, cajones de tierra para gatos y frascos abiertos de crema limpiadora con huellas de dedos. Pantalones tirados de cualquier modo parecían intentar huir cruzando el sofá; mustios vestidos roncaban sobre las sillas de la cocina. Los dos gatos arrancaban el relleno del sofá y hacían rodar los rollos de papel higiénico por el pasillo. Joy se pasaba el día sentada en aquel nido destartalado como una princesa, bañándose en la cocina con un pie rosado y reluciente apoyado en el borde de la bañera, o sentada y envuelta en una colcha sucia bebiendo café y comiendo tarta de queso directamente del molde. Por las noches salía de juerga ataviada con ropa absurda como si fueran vestidos de Givenchy. Una vez, cuando elogié uno de sus pendientes desparejados, señaló al cielo y dijo:

—Este pendiente quiere decir: «No mires mi dedo, mira la luna».

Juntas, teníamos asegurada la entrada a discotecas exclusivas donde, después de que la mirada huraña del portero nos levantara en volandas, nos elevara y apartara de la vulgar plebe para depositarnos en la entrada, le dábamos nuestros abrigos a una criatura demacrada que vivía en una cueva forrada de abrigos, luego recorríamos la caja de resonancia del resplandeciente pasillo, donde la música que en las salas principales brincaba desenfadada, trastabillaba aquí entre las paredes como un fantasma gimiendo en el purgatorio. Doblábamos un recodo y la música nos mostraba su cara pública y sonriente. Entrábamos en la enorme flor nocturna de la diversión, abierta y oscura como un lirio gigante en el que pululaban hadas borrachas. Volábamos hacia el enjambre y Joy empezaba a deambular, a flotar, a buscar y a encontrar al inevitable hombre que regalaba cocaína a las chicas.

Nuestra conversación se parecía mucho a papel deshecho en la tumultuosa corriente de nuestro intento conjunto de avanzar. Pero, llegado cierto punto, ella apoyaba su cadera contra mí y su cuerpo me hablaba, ligero y encantador, de pendientes y de la luna. Y más avanzada la noche, yo salía del cuarto de baño y ella ya no estaba, y me había dejado para que deambulara con ojos ansiosos y borrachos buscando una entrada al paraíso. A veces me despertaba con la boca seca en el apartamento en penumbra de un hombre desnudo que me había prometido que él era la vía de acceso, pero cuyos ronquidos ahora lo negaban.

Si yo llamaba a Joy, ella me contaba sus aventuras, me hablaba del alucinante beso de tal, o del estatus en el mundo artístico de cual. Si yo no la llamaba, no tenía noticias suyas hasta que le volvían a entrar ganas de salir; y si yo no podía esa noche, ella colgaba enseguida.

Luego estaba Cecilia, con quien iba al cine, a tomar café y a veces a cenar.

Tenía una belleza magra y un estilo magnífico. Su cara estaba construida con unos planos de efecto tan dramático que la recuerdo con el perfil de su enorme nariz dominante, un ojillo intenso a un lado de la misma y el otro asomando por encima del puente nasal. Llevaba joyas y sombreros y se sentaba con el cuerpo girado de costado. Escribía obras de teatro. Tenía una familia rica que le pagaba un apartamento enorme. Cuando estaba deprimida y se sentía «atrapada», cogía una suite en el hotel Plaza durante un fin de semana y volvía renovada. La mayor parte de nuestras conversaciones eran irónicas y vivas en su capa exterior y burdas e inmóviles en la segunda y única capa interior. Una vez, sin embargo, me llamó de madrugada porque se sentía avergonzada por su riqueza y su familia privilegiada.

—Creíamos que éramos maravillosos porque venían de las revistas y fotografiaban nuestra puta sala de estar donde era imposible estar. ¡Pero éramos una mierda! ¡Alison, éramos una mierda! ¡Y yo no quiero ser una mierda! ¡Quiero ser una persona de verdad!

Yo no supe qué decir. Lo entendía vagamente, y me sentía conmovida. Pero cuando la llamé al día siguiente, se limitó a hablarme de una fiesta que estaba organizando y a la que no me había invitado.

—Necesito gente capaz de hablar de arte y de la actualidad cultural —me dijo—. Es una de esas fiestas.

—Qué poca consideración —dijo Candy.

Pero a mí no me lo parecía. Yo entendía que Cecilia me viera como un objeto con funciones específicas, porque así era como yo la veía a ella. Sin saberlo, así era como yo veía a todo el mundo que entraba por entonces en mi vida. Y no era porque no tuviera sentimientos. Yo quería amar. Pero no me daba cuenta del daño enorme que me habían hecho. No me daba cuenta de que mi costumbre de mantenerme a distancia se había vuelto tan inconsciente y profunda que ya no sabía cómo estar con otra persona. Lo único que podía hacer era recomponer a esa persona en mi imaginación y cambiarle esto y aquello, intentando sentir algo por ella, hasta que mi mente quedaba fatigada y maltrecha.

Con el corazón latiéndome sin ánimo, subo por el risco exterior de una colina pequeña pero escarpada. Puedo oler la fiebre que emana de mí como si fuera neblina. Fatigada y maltrecha. En lo alto de la colina hay árboles podridos, muriéndose en el sitio. Yo no tendría que estar subiendo la colina. Debería estar en casa, metida en la cama. Con cada paso, me tambaleo dentro de mi cesta de tendones y huesos, con la mente demasiado débil para cambiar nada en ningún sentido. Mi mente no puede protegerme de los sentimientos, y me alegro. La imagen y el sonido fluyen a su interior; los sentimientos se derraman de ella. Si estoy subiendo ahora la montaña es porque probablemente pronto estaré demasiado enferma para poder hacerlo. Con todo, me alegro.

Al fondo del risco, los robles muertos están caídos, blanqueados como huesos viejos y secos a pesar de la lluvia. Por encima de mí, los árboles vivos se inclinan y gimen. Trepo por entre los huesos. La corteza gris de los que han muerto hace poco está suelta y resquebrajada. Las volutas de helechos pálidas y como de encaje se aferran a ella en manojos, como el pelo enredado de un bebé; sensibles y perseverantes, se aferran a la muerte y la reconfortan. Debajo de los helechos, la corteza está moteada de un musgo de color verde claro, que se nutre amoroso. Mis pensamientos se disuelven en el gris y el verde, viajando de la vida a la muerte y de vuelta a la vida. Yo no recomponía a Veronica con la mente, ni le cambiaba esto o aquello, porque ella no me importaba. Aun así, era lo bastante tolerante como para aguantarla al nivel de decibelios normalmente bajo de las conversaciones en el trabajo. No me interesaba pero sí despertaba mi curiosidad, igual que la despertaría un objeto elaborado. El reloj de cuco daba la hora; salía el pajarito. Yo la escuchaba hablar sobre sus películas, sus seis gatos siameses marrón oscuro y su novio bisexual, Duncan. A ambos lados de la esfera del reloj, unas diminutas puertecitas de madera se abrían de golpe y unas figuras de ojos ciegos y labios fruncidos salían ronroneando para besarse.

Ella y Duncan fueron de picnic a Central Park en plena noche, ella con un vestido de encaje blanco y él con pantalones de franela gris y un canotier de paja. Llenaron su cesta de salmón ahumado, pan blanco, paté, aceitunas, uvas y huevos duros con salsa picante. Se tumbaron plácidamente sobre la hierba negra y llena de sombras bebiendo vino directamente de la botella. La Bohéme sonaba en una pletina barata de casetes cuyas bobinas chirriaban y giraban dificultosamente. «Quando men vo soletta per la via —cantaba Duncan—, la gente sosta e mira e la bellezza mia…» Al cabo de un rato se les acercó una banda de chavales negros y de aspecto peligroso, después se alejaron perplejos y uno de ellos se los quedó mirando por encima del hombro con los ojos muy abiertos mientras se alejaban. Duncan dijo:

—Un momento. —Luego se levantó y se alejó.

Veronica se quedó sola mientras el amor chirriaba y giraba dificultosamente en la oscuridad. Una nube enorme surcaba el cielo y convertía la luna en un borrón radiante. Era hermoso, aquellas voces que salían de la diminuta máquina para hacer más intensa una parcela de noche, una piel reverberante de amor eterno que crujía y giraba dificultosamente, a través de la cual asomaba la mortalidad. «Cosí l’effluvio del desio tutta m’aggira, felice mi fa, felice mi fa!» Su corazón latía. Tenía miedo. Unos matorrales se agitaron. ¿Había ido Duncan en busca del chico de los ojos abiertos como platos? Ella se incorporó con el corazón acelerado. Pero era su novio, que regresaba… y lo acompañaban dos niños blancos andrajosos, un niño pequeño y una niña más pequeña todavía.

—¿Quiénes eran? —pregunté yo.

—Vivían en los túneles de debajo del metro. Habían salido en busca de comida para su familia. Duncan conocía al niño de algo… «no de eso», según me dijo.

El niño le susurró algo a Duncan. La niña se puso en cuclillas al lado de Veronica y la miró con curiosidad. Tenía la ropa, la cara y el pelo cubiertos de mugre grasienta. Cuando Veronica la llamó «cielo», ella enseñó los dientes y luego sonrió. Veronica quería llevarlos con la policía, pero ellos negaron con la cabeza vehementemente. La poli los separaría de sus padres, dijo el niño. Lo que sí hicieron fue comerse con ansia las uvas y luego el pan. A Veronica le habría gustado tener galletas para darles; le habría gustado cepillar el cabello de la niña. Duncan preguntó por alguien llamado Ray; en tono cauteloso, el niño dijo que estaba enfermo. Metieron el resto de la comida en la cesta y se la dieron a los niños. Después vieron cómo se sumían con ella en la oscuridad, agarrando un asa cada uno como unos modernos Hansel y Gretel, sucios, enfermos e inocentes.

—¿Quién era Ray? —pregunté.

—No lo sé. Otro de los chicos de Duncan, supongo. Perdona, cielo.

En una curva de luz sobre la superficie convexa de mi pantalla, el reflejo diminuto de Veronica se acercó al pequeño escritorio de la supervisora. La curva de espejo de feria estiró su cuerpo hasta alargarlo flaco como un lápiz, luego lo aplastó y finalmente lo hizo grotescamente ancho. Yo tuve una sensación que duró un solo segundo: ¿qué era? Ella regresó, grotesca, aplastada, alargada, hasta salir de la pantalla curvada y desaparecer.

En otra ocasión fueron al Museum of Modern Art y después regresaron al parque para subirse al tiovivo, donde unos guardias de seguridad perseguían a trompicones a una mujer sin techo que chillaba por entre los caballitos que subían y bajaban. Comieron con un anciano elegante, amante de la ópera y autor de libretos —«Una vez cuidó los perros de Jean-Paul Belmondo, unos chow-chow exquisitos»—, que los llamaba «lord y lady Bracknell».

—Perder la novia tal vez sea señal de descuido —dijo lord Bracknell—, pero perder el novio es algo imperdonable.

—Perder el novio también es imposible —replicó lady Bracknell— cuando se tienen muchos.

—Ah, pero muchos es lo mismo que uno, mi amor, y el uno de ellos no es nada para tus dos.

Las palabras de lady Bracknell sonaban elegantes entre la agradable nube de fragante humo que salía de su boca. La impronta roja de su labio inferior estriado se veía perfecta sobre su vaso de poliestireno. El letrero de la fabrica de azúcar proyectaba su mensaje rojo desde el otro lado del río. Seguridad, decía. Quietud. Dulzura.

Entonces llegó el joven amante de lord Bracknell y se montó una escena. Se trataba de un muchacho un tanto turbio pero atractivo, con la piel picada de viruelas y unos ojos huraños y relucientes. Miró a lady Bracknell y dijo:

—¿Quién es el pescado?

—Mejor pescado fresco que carne podrida —dijo ella.

—A mí no me pareces tan fresca —dijo él, sorbiéndose la nariz.

—Sigo siendo más fresca que tú, joven.

Lord Bracknell se rió como una hiena con una gorguera de encaje y le dio a su dama un beso de despedida, primero en los labios y después en la mano. Luego se adentró en la noche en compañía de su protegido. Veronica compartió taxi para volver a casa con el elegante y avergonzado anciano. Las puertecitas de madera se habían cerrado de golpe en las narices de las figuritas que se besaban.

Me detengo para secarme el sudor que se me acumula en las cejas. El brazo malo me da punzadas cuando me lo pego al costado para sujetar el paraguas mientras saco las aspirinas y la botella de agua del bolso. Me imagino masas de átomos de color gris y verde elevándose del suelo en una nube movediza, titilando como motas de polvo, pero vivas, complejas, llenas de placer y perversión. Tal vez los ojos de Alain fueran la forma humana de esto. Tal vez Duncan fuera la forma humana de esto en su conjunto. Me imagino a mí misma dando tumbos por un local nocturno, entre gente ordinaria vestida de forma tan fantástica que hacen que mi belleza resulte vulgar… una nube enorme fluye por la sala y aparece Duncan cantando: «E tu che sai, che memori e ti struggi da me tanto rifuggi». Me meto en un lavabo, al que la música llega amortiguada, y un hilillo metálico de La Bohéme aparece solo un instante y desaparece en medio de las voces y del ruido del agua corriente… de vuelta al parque encantado en el que Veronica y Duncan estuvieron de picnic con sus niños. Una mañana, de camino a casa —cielo frío y blanco donde una fina aura de oro líquido temblaba sobre los edificios y los camiones rugientes—, vi a una prostituta que regateaba con un cliente. En tono burlón, ella me gritó:

—¡Hey, rubia!

Duncan besaba a Veronica en la calle y a mí dejó de importarme el paraíso.

Sonreí y dije «¡Buenos días!» con tanta calidez que la prostituta pareció avergonzada.

—¿Has pensado alguna vez en ser modelo, cielo?

—Ya he sido modelo. —No aparté la vista del procesador de textos.

—¿De verdad? ¿De qué clase? ¿De catálogo o…?

—De revistas. Y de pasarela. En París.

—¿Y qué estás haciendo aquí? —preguntó ella.

—Estoy aquí porque me estafaron todo mi dinero y me hice enemigos poderosos. —Al hablar de ello temblaba por dentro. Mi desprecio se elevó para controlar mis temblores—. Es un trabajo horrible —dije en tono cortante—. No volveré a hacerlo nunca.

Hubo un silencio inquisitivo. Veronica fumaba con los labios fruncidos a un lado a fin de poder mirarme mientras inhalaba. Sus ojos centelleaban con cada mínima torsión facial.

—¿Y cómo te hiciste modelo?

—Follándome a un don nadie de agente de modelos de catálogo que me agarró la entrepierna.

No me hizo falta sentirme avergonzada ni tampoco inventarme nada agradable, porque Veronica no era nadie. Mi desdén se había vuelto tan habitual que yo ni siquiera lo percibía. Pero ella sí. Y dijo:

—Todas las chicas guapas tienen una historia así, cielo —dijo—. Yo también tenía esa belleza. Yo tengo las mismas historias. Pero ya no tengo que hacer esas cosas. Ahora yo soy la protagonista.

Y se convirtió en una estrella de cine, pavoneándose frente a mí mientras yo la miraba boquiabierta.

Vuelve a llover. El paisaje sigue desplegándose. A mi alrededor el verde vivo se abre y se cierra ondulándose en rizos y olas enormes. El arroyo centellea y acoge con avidez la recia lluvia y su impacto duro y concentrado. Un árbol esbelto y sin corteza, ocre y liso, brota del suelo retorcido y sinuoso. Un trozo de hongo crece como una media rueda perfecta alrededor de una ramita, como un sombrero sobre una dama de cuello largo. Pienso en Veronica. Hablo en voz alta:

—Ya no tengo que hacer esas cosas. Ya no hay protagonista.

—Bueno, cielo, si yo fuera tú volvería a intentarlo. Esto es Nueva York, no París. —Encendió otro cigarrillo—. Pero esta vez no dejes que nadie te agarre la entrepierna. —Y sonrió. Una tarde, mientras estaba caminando por el East Village con Candy, nos topamos con una fiesta que se había extendido hasta la puerta de un edificio de apartamentos; había gente de pie en la acera, bebiendo en vasos de plástico, o sentados en los capós de los coches, como una chica vestida de negro que se reía del chico que intentaba besarle la suela de su zapato plateado. La música se derramaba por las ventanas, salpicaba el suelo, se levantaba y se marchaba. Candy reconoció a un tipo, que nos invitó a entrar por un pasillo con azulejos (de color azul, dorado y blanco ruinoso) y a subir por una escalera de linóleo que daba a un amplio apartamento con molduras combadas y suelo vibrante bajo numerosos pies. Como tenía que trabajar aquella noche, bebí zumo de naranja solo y me dediqué a pasear por la fiesta, aburrida por las expresiones que aparecían en todas las caras cuando yo pasaba y aun así aceptándolas. «Preciosa». «¡Preciosa!» «Pre-cio-sa». La expresión podía formarse desde el asombro, el desprecio, la calidez o la indiferencia, pero en todos los casos era la misma moneda que yo recogía con gesto mecánico y tiraba al montón. A la búsqueda indiferente de algo más, pasé frente a una puerta entreabierta y vi a un chico bien vestido sentado en una cama, mirando la fiesta con cara de diversión concentrada y distante. Tenía un viejo perro de juguete sobre el regazo, al que acariciaba como si fuera su mascota. Había cierto matiz burlón en aquel gesto, como si quisiera ridiculizar sutilmente a cualquiera que lo viera. Al verme, su expresión me ofreció la moneda, pero de forma tan despreocupada que cayó al suelo antes de que yo pudiera cogerla. Él también era muy guapo.

—Hola —me dijo, sosteniendo el perro de juguete junto a su cara—. ¿Quieres conocer a Skipper?

Se llamaba Jamie. Su voz suave era al mismo tiempo seca y voluptuosa. Me dijo que estaba en su cuarto porque la fiesta la daba su compañero de piso y él no esperaba encontrar a nadie que le interesara, y también porque era tímido. Un frágil sistema de maquetas de aviones colgaba del techo sobre su cama, proyectando sombras tenues que se movían suavemente.

—Son preciosos —dije yo.

Estiré el brazo para tocar uno. Tímidamente, el sistema se inclinó y se meció.

—Le caes bien a Skipper —dijo.

Nos marchamos de la fiesta y fuimos a pasear. En las suelas de sus zapatos extremadamente puntiagudos, Jamie llevaba tacos, que repiqueteaban muy fuerte en la acera. La única gente que había conocido con suelas de tacos eran estudiantes de secundaria, que las usaban para poder dar patadas más fuertes y hacer mucho ruido al caminar. Le pregunté a Jamie por qué las llevaba y me dijo: «Porque me gustan». Se expresaba en términos sencillos, pero sus palabras resonaban con solemnidad misteriosa. Todo lo decía así. La monarquía británica era muy importante; sobre todo, el reciente matrimonio del príncipe Carlos. Ornette Coleman era el único músico bueno de jazz. Estaba bien que las mujeres llevaran zapatos de hombre. Buckminster Fuller y Malcolm McLaren estaban bien. Los Bow Wow Wow estaban bien.

Sus opiniones eran frívolas, feroces y exactas. Trabajaba en un pequeño taller gráfico que hacía logotipos y etiquetas para productos diversos, pero era tan orgulloso y quisquilloso como cualquier playboy parisino. Su logotipo favorito era la marca de una línea de bolsas de papel que usaban habitualmente los pequeños comercios; yo nunca me había fijado, pero en la parte superior de todas las bolsas aparecía impresa la palabra «TORNADO» en letras marrones y con una T vibrante y redonda.

—Es muy elegante —me dijo, y lo era.

Cuando le dije que tenía que irme a trabajar, él me preguntó si podía verme otra vez y yo le dije que sí. Paró un taxi y lo cogí, aunque solo tenía dinero para llegar a la parada más cercana del metro.

Pienso en Jamie y la estupidez brota del suelo en forma de un castaño de California, que sostiene su follaje como borlas en cada una de sus delicadas ramas. En medio de la muerte, de la energía gimiente de la madera, de la complejidad húmeda del musgo y los hongos y las enredaderas… de ese foso solemne brota de golpe la estupidez para mecer sus borlas. Jamie. Alain. Joanne. Todos surgimos del suelo y adoptamos nuestra forma. Aun cuando nos cueste tanto tener forma, porque tenemos una sola por fuera y demasiadas por dentro. Profundidad, superficie, energía, fragilidad, dirección, falta de dirección, arrogancia, servilismo, rocas, raíces, hierba, brotes, tierra. Somos un amasijo de raíces, una rama joven, una flor, una espora de moho. Uno quiere decir: Este soy yo, esto es lo que soy. Pero es imposible saber qué es o para qué sirve. El tiempo aparta su cortina andrajosa: aparece mi padre, escuchando su música denonadamente para romper su propio corazón. Intentando tomar prestadas formas para sus emociones a fin de poder mostrárselas al mundo, y el mundo diría: Sí, las vemos. Las sentimos. Entendemos. Toco suavemente el joven castaño al pasar.

Volví a ver a Jamie y salimos de nuevo a pasear. Compramos sardinas en lata y patatas fritas y golosinas y regresamos a su apartamento para cenar. Sus compañeros de piso no estaban. Terminamos de comer y estuvimos hablando hasta que fue tan oscuro que solo podíamos vernos el uno al otro como siluetas tenues. Jamie no encendió la luz. Cada vez que la luz de los faros de los coches barría la pared, aparecían y desaparecían aviones de sombra.

—¿Te gustaría que nos bañáramos juntos? —me preguntó.

En la bañera con patas de animal, me senté entre sus piernas con él cogiéndome por detrás. Al otro lado de una ventana baja en forma de media luna se veía la parte trasera de un edificio abandonado y un trozo de calle iluminada: la piedra de color gris oscuro del edificio salpicada de cicatrices y agujeros, cuadrados de acera, el filo de un bordillo, el surco de una alcantarilla, el gris melancólico de la calle. Por esta se acercaba trotando un perro, con la cabeza levantada y la cola en alto, todo patas briosas, orejas y hocico. Jamie se rió; riendo, me volví y él me cogió la cara con las manos mojadas y me besó en la frente, luego en los ojos cerrados.

Jamie era gentil de una forma que yo nunca había experimentado. Me tocaba de manera muy íntima pero también algo impersonal. Era educado pero al mismo tiempo sucio. Estaba cubierto de un suave vello negro, algo que parecía no encajar con sus pulcros hábitos en el vestir. La desnudez revelaba su verdadera naturaleza, sin tacos en las suelas ni ropa para mantener el artificio, y era algo maravilloso de ver, como aquel vulgar perrillo que correteaba por la calle.

—Tendrías que ser modelo —me dijo. Estaba tumbado encima de mí, palpándome las cejas con el labio inferior—. Podrías ganar dinero.

—Ya lo fui —dije—. Y no me gustó.

—Clase —dijo él en tono cálido—. Tienes clase.

Pero yo estaba mintiendo.

A Candy no le caía bien Jamie porque era afectado y porque era bajo y frío con ella.

—Se toma demasiado en serio a sí mismo… esas estúpidas suelas de tacos y ese perro de juguete. No creo que tenga nada en la cabeza.

Pero no era cierto. Sí que tenía algo «en la cabeza». Algo tan lleno de desprecio que debía ser refrenado denonadamente para que no aflorara; algo tan asustado que se aferraba ciegamente a objetos como las zapatillas con tacos y los juguetes en un intento patético de florecer, alimentando celosamente su propio pathos y al mismo tiempo burlándose del mismo.

—Es glamour en su forma más pura —dijo Veronica—. Lo apruebo.

Y me habló de jóvenes excéntricos a los que había conocido, de su ropa y de su pelo, del balanceo petulante de sus caderas estrechas. De uno que había intentado suicidarse con pastillas y se había acurrucado en un rincón del apartamento de Veronica, llorando en el regazo de ella y vomitando en su cesta de mimbre alternativamente.

—Esa artificialidad resulta muy conmovedora —dijo ella—. Conmovedora y nostálgica. Por supuesto que tiene algo en la cabeza. Por desgracia, siempre hay algo «en la cabeza». Algo que un día te arrepentirás de haber visto. Pero el consejo que te doy, cielo, es que no lo busques. Ya lo verás a su tiempo. —Soltó una calada de humo—. Probablemente dentro de tu bonita cesta de mimbre.

Por supuesto, Veronica llevaba zapatos de hombre. También llevaba un jersey de punto de ochos con siluetas de animales tejidas en relieve: un gato, un perro, un gallo. Rojas, verdes y naranjas sobre un fondo de color melocotón. Frívolo, exacto y furiosamente feo.

En septiembre, finalizó el subarriendo con Candy. Encontré otro, en un apartamento diminuto del West Village; gasté lo que me quedaba del dinero de Francia para el depósito. Era un estudio con una cocina, una nevera y un fregadero en una pared y una cama en la otra, ambas paredes encajonadas entre una ventana en un extremo y un armario en el otro. La ventana estaba protegida por una reja metálica que se había atascado; para abrirla, tenía que meter el mango de una escoba por uno de los rombos de la reja, manipular el pestillo y abrir la ventana con el codo. No entraba mucho sol, pero cuando lo hacía dibujaba en el suelo una retícula temblorosa de rombos.

Cuando Sheila vino a visitarme desde Nueva Jersey, dijo:

—¡Dios! ¿Tienes que hacer eso cada vez que abres la ventana?

Me contó que Lucia volvía a estar embarazada. Me dijo que la habían ascendido a encargada de tienda. Fuimos a Central Park, alquilamos un bote y remamos en el lago. Ella iba dejando un rastro con la mano en el agua, y su rostro se volvió nostálgico y luminoso. Tenía una cara tensa para ser una chica de veinte años. Pesada, como si su voluntad presionara hacia abajo en un intento de aplastar algo en lo más hondo de ella. Y tensa como si ese algo hiciera fuerza hacia arriba. Yo pensé: Ya se ha vuelto fea. Como si me hubiera oído, ella frunció el ceño y sacó la mano del agua.

—¿Sabes que Ed está saliendo con Denise? —me preguntó.

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