Veronica

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No volví a ver a Sheila ni a Candy. A Jamie lo veía todas las noches que podía. Salíamos de paseo y comprábamos la cena para comer en casa. A veces me llevaba a tiendas de segunda mano del East Village y me decía qué ropa tenía que comprar. A veces íbamos a discotecas y nos juntábamos con sus amigos, que eran gente con peinados cambiantes y modales desenfadados pero decididamente correctos. Uno de ellos, un tipo rubio y agradable llamado Eric, con el aire vagamente inverosímil de alguien a quien nunca nadie había hecho daño, me dijo que era tonta por no hacer de modelo. Él trabajaba en una revista cuyo contenido se reducía casi exclusivamente a fotos de modelos y actores.

—A nadie le gusta —dijo—. No importa. Lo haces solamente unos años y ganas montones de dinero.

Cuando le conté lo de Alain, se rió.

—¿Le robaste tú algo? —me preguntó.

—No —dije yo—. Él me robó a mí.

—Entonces no se acuerda de ti. Además, todo el mundo sabe que está como una cabra.

Eric solamente era ayudante en la revista, pero dijo que podía presentarme a un fotógrafo.

—Lo único que necesitas son fotos. Ve a una agencia y pronto volverás a trabajar. Solo tienes que mentir sobre tu edad.

Me dio su número de teléfono. Sonrió al ver el ansia que de pronto había avivado mis ojos.

El fotógrafo vivía con su ayudante en un loft del distrito de las flores. Hacía frío y los puestos de flores estaban cerrados. Sus toscas puertas parecían entabladas; sus oscuros escaparates estaban poblados de tallos y troncos fantasmales y de macetas frías de suave resplandor. El fotógrafo vivía en un tercer piso. Nos sentamos en su cocina a fumar hachís, a beber té en tazas de porcelana y a hablar de París. En la cocina había una bañera enorme, sobre esta la hoja de una puerta y sobre esta un escurridor de platos. Del dormitorio asomaban baúles viejos y roperos improvisados cubiertos de tela que olía a humedad, y el ayudante, un chico muy serio con unas piernas largas y tiernas de niño, rebuscó en ellos con destreza. Me vistieron con un mono rojo, cinturón blanco de plástico y botas blancas a juego. El fotógrafo dijo:

—¡Eres una chica Bond!

Desde el pasado llegó el sonido bronco de música de película de espías. Yo sonreí y, con las piernas muy separadas y las botas blancas bien plantadas en el suelo, apunté con el dedo para disparar al corazón de Alain.

—¿Te parece que es de verdad un buen fotógrafo? —preguntó Joy.

—De verdad, sí. Bueno, no lo sé.

Estábamos en casa de ella, bebiendo vino tinto y viendo sin prestarle mucha atención una película en blanco y negro que daban por la tele. Salvo por una pequeña lámpara cubierta por una camisa, las luces estaban apagadas para ocultar el desorden. Bajo el resplandor grisáceo del televisor, Joy se ponía esmalte de uñas azul intenso y hablaba de otro casting que le había ido mal. Mientras hablaba, en el televisor apareció la cara de una chica, ardiente y suave, a través de la cual fluían millones de células de luz. Sus ojos oscuros y líquidos eran vulnerables y dichosos e irradiaban esperanza.

—Espera —dije yo—. ¿Esto es Ha nacido una estrella?

—No, pero también es de Judy Garland. Es Presenting Lily Mars, de antes de que se volviera tan patética. Como te iba diciendo…

Rápida, inteligente y temblorosa, la voz de la chica estaba llena de una vida apasionada que se elevaba de su propia oscuridad líquida. En nueve de diez imágenes, era una actriz encantadora en el punto álgido de su carrera. En la décima, era una niña que lloraba porque su esperanza radiante se le había caído al fondo de un estanque profundo, donde todo el mundo podía verla pero ella ya nunca podría sentirla. «¡Créelo! ¡Créelo! ¡Créelo!» No sabía lo que estaba diciendo, pero eso fue lo que yo escuché.

Cuando vi los contactos de mi sesión de fotos, se me cayó el alma a los pies. Pero Eric dijo que eran geniales, así que me dirigí a una agencia que estaba encajonada entre una peletería de saldos y una tienda de muebles. Unos tipos sudorosos que cargaban con un sofá de tela de pata de gallo enfundado en plástico aleteante se me quedaron mirando boquiabiertos de camino hacia la parte trasera de un camión.

—Guapa —dijo uno.

Abrí la puerta de cristal resplandeciente.

—Pejcado fresco —dijo el otro.

La puerta se cerró detrás de mí.

Una tal señora Stickle miró los contactos muy de cerca y luego a la distancia del brazo estirado.

Por encima de las paredes baratas de su cubículo se alzaban varias voces. Una de ellas era grosera, otra era rápida y otra de niño que se miraba tímidamente el regazo. «Cariño, ¿qué talla de sujetador tienes?… ¿No lo sabes? Vamos a medirte… ¿Puedes llamar a tu madre?… ¿…cinta métrica?».

—¿Cuántos años tienes? —preguntó la señora Stickle.

—Dieciocho —mentí yo.

—Hum. —Me devolvió las fotos por encima de la mesa—. Estas fotos son demasiado bohemias. Ve a ver a un fotógrafo de verdad y vuelve.

«Dice que tiene… Dios, ven a ver esto».

—¿Puede recomendarme a alguien?

La señora Stickle hizo una mueca. Luego escribió un nombre y un número en un papel y me lo dio sin mirarme.

«Pero esta chica es un monstruo».

El nuevo fotógrafo era un hombre flaco y bajito con unos carrillos blandos y sensuales y unos ojos lascivos que daban la sensación de que te estaban examinando el culo aun cuando no lo estaban haciendo. Se untó las manos de gel para el pelo y me preguntó cuál era mi signo del zodíaco.

—Escorpio —le dije yo.

—Ya me lo parecía. —Me aplicó el gel en el pelo hasta dejármelo de punta en todas direcciones—. Puedo ver que eres fuerte. —Se apartó un poco y le hizo una señal a su ayudante—. Aun así, te puedo dominar completamente.

Después de dejar esto claro, me fotografió en su cuarto de baño, donde me apoyé en el espejo luciendo un maltrecho vestido de noche, y luego en el tejado con una camisa blanca y una chaqueta de cuero negro.

Volví a llevarle las fotos a la señora Stickle. Una vez más, suspiró y se las quedó mirando mientras las voces flotaban en el aire de la sala.

—No sé —murmuró por fin—. No sé si te adoro o te odio.

Fui a ver a otro agente. El tipo dio un golpecito con el dedo en la foto donde salía con la camisa blanca.

—Esta —dijo—. Esta casi me hace sentir algo.

—Creí que no querías trabajar en esto —dijo Jamie.

—Necesito dinero.

Estábamos en mi cama, comiendo cereales calientes y con un paquete de azúcar sobre las sábanas arrugadas que había entre los dos.

—Podrías trabajar en el Peppermint.

—No me gustaría estar allí para siempre.

Vertió meticulosamente una capa de azúcar sobre sus cereales y se los comió a bocados pequeños.

—¿Dónde quieres estar? —preguntó.

Los días se volvieron cortos y fríos. Cuando yo llegaba a trabajar, la gente se estaba poniendo los gorros y atándose las bufandas; una chica con el pelo castaño ondulado y una cara sonrosada de belleza corriente se subía las solapas hasta la barbilla y se abotonaba el abrigo con la boca entreabierta y gesto confiado: sus manos eran la madre y su cuerpo era la niña que estaba siendo abotonada con cariño. Fuera, la noche ya se vestía de neón y el tráfico cubría las calles de joyas enmarañadas. Veronica venía por el pasillo, con unos andares a la vez de pato y de vampiresa, con una bolsa de bocaditos agitándose contra su costado y con una sonrisa y un saludo rígido por la rutina.

Antes de trabajar como correctora, Veronica había sido secretaria en una agencia de guionistas. Había sido ayudante de revisor de guiones para un programa de televisión del que yo no había oído hablar nunca. Había escrito textos de contraportada para una editorial que había ido a la quiebra. En la universidad, había sido becaria de trabajo social con una cartera de casos en el peor barrio de Watts. En su primer día, un joven maleante le había preguntado si era la nueva asistenta social. Ella imitó para mí la sonrisa bobalicona que había puesto y su «Sí». El joven le había preguntado si podía dar un paseo con ella y ella había respondido otra vez que sí. Mientras caminaban, él le había dicho que a la anterior asistenta social le habían pegado un tiro.

—¿Pasaste miedo? —le pregunté.

—No, era demasiado tonta. Además, se paseó conmigo el tiempo suficiente para que la gente nos viera juntos. Más adelante me enteré de que era miembro de la banda del barrio y de que el hecho de que la gente me hubiera visto con él había sido bueno para mí.

—¿Quiso montárselo contigo?

—No. Me estaba protegiendo. Era un caballero.

Se volteó para fumar, y cuando volvió a girarse hacia mí su boca estaba torcida en una pequeña mueca sarcástica. Pero sus ojos estaban muy abiertos y de repente tenían un brillo profundo. Aquel caballero maleante le había dado algo y ella se lo había guardado. Y ahora me lo estaba enseñando con los ojos.

—¿Cómo fue la experiencia de ser asistenta social en aquel sitio?

—Yo tenía veintitrés años. No sabía nada de la vida. Venía de una familia psicótica. Así es como fue. Salvo por una cosa.

Apagó el cigarrillo con aire orgulloso y defensivo y me contó la historia de un gato llamado Baldie, un gato callejero que vivía debajo de una mesa en el centro cívico donde algunos de los casos de Veronica jugaban a billar. Un día, ella le llevó una lata de comida para gatos.

—Al principio pensé que los hombres se iban a enfadar conmigo. Me miraron mal y dijeron: «No va a saber qué hacer con eso. Nunca ha tenido nada tan bueno en su vida». Yo dije: «Bueno, probaré», y abrí la lata. Ellos dejaron de jugar al billar y se me quedaron mirando mientras la depositaba en el suelo. Y, Alison, ¡de qué manera hundió la cara aquel gato en la lata! —Agachó la cabeza con los dedos extendidos y su voz refinada imitó un ruido como de engullir—. Levantó la vista para mirarnos y, si los gatos pudieran llorar, por su cara habrían caído lágrimas. Nadie dijo una palabra. Luego uno de los hombres se agachó y sostuvo la lata para que el gato pudiera llegar mejor a la comida.

»A partir de entonces, todos los días llevaba una lata de comida para gatos y todos los días los hombres se juntaban para ver comer a Baldie. Probablemente fue una de las pocas ocasiones en que tuvieron oportunidad de ver una necesidad justa satisfecha por completo. Cuando me fui, les dejé una caja entera de latas. Me gusta pensar que siguieron dándoselas. Eran gente dura, pero tenían corazones de verdad. —Se encogió de hombros—. Esa es la cosa buena que pasó allí.

Llego a un claro lleno de pequeños palitos que brotan del suelo. Fueran lo que fuesen, alguien los ha cortado. Gente dura, corazones de verdad. Muchas de las historias de Veronica eran burdas y sentimentales. En otra ocasión me contó que una vez un hombre había entrado a la fuerza en su piso y la había violado. El tipo le había dicho que la iba a matar, pero ella le había convencido de que no lo hiciera.

—«Si me matas, no estarás matando solo a una persona. También estarás matando a mis padres. Son viejos, y saber que su hija ha muerto así acabará con ellos». —Se encogió de hombros y sostuvo las manos en alto como un cómico del Borscht Belt— ¡Y no me mató! —Dio una placentera calada y se reclinó en su silla, recortada contra el cielo atravesado por letras rojas—. Fue muy cariñoso. —Su voz se volvió profunda; se tornó empalagosa, indulgente, casi petulante—. Mi violador fue muy cariñoso.

Alguien inteligente diría que contaba la historia de aquella manera porque intentaba controlarla, negar su dolor, incluso situarse en un plano superior a ella. Y probablemente sea cierto. Asimismo, alguien inteligente diría que el sentimentalismo siempre indica falta de sentimiento. Y quizá también sea cierto. Pero yo estoy segura de que ella realmente creía que el violador había sido cariñoso. Si aquel tipo había mostrado aunque fuera un mínimo atisbo de ternura, un recuerdo de su madre, de su niñez, de un juguete, ella lo habría sentido porque lo necesitaba desesperadamente. Aunque no tuviera nada que ver con ella, lo habría buscado, estirando las manos para intentar cogerlo mientras se hundía en un estanque profundo. «I’ll be looking at the moon, but I’ll be seeing…».

Me veo a mí misma en casa por Navidad. Allí estoy yo, en la calidez de la cocina, mientras de la sala de estar llegan los acordes ampulosos de la música navideña. Veo el gran cuenco rojo sobre la encimera. Veo la batidora, con puré de patatas adherido a sus cuchillas romas. Mi madre abre el horno: hay un pavo dorado soltando su jugo. Mi padre está sentado en su sillón de la sala de estar, sus ojos como agujeros profundos llenos de visiones en capas superpuestas invisibles para los demás. San Wenceslao mira desde lo alto las imágenes que parpadean en el televisor sin volumen. Una familia local es deshauciada de su piso; sola y desafiante, la madre conduce a sus hijos por el pasillo, fulminando a la cámara con la mirada. Mi madre saltea pedazos de mantequilla con los guisantes; saca del horno las tartas de pacana con unas raídas manoplas. La familia local encuentra refugio con un grupo de feligreses que ha prometido ayudarla. Daphne decora el árbol con gestos precisos y entrañables. Los niños aceptan muñecos de peluche de desconocidos; su madre sonríe y parpadea muy deprisa. Enciendo las velas rojas y las pongo en la mesa del comedor. Hileras y más hileras de maravillosos coches están en venta. Santa Claus toma aspirinas para el dolor de cabeza. «So bring him incense, gold and myrrh»; la música es rica y profunda, con deslumbrantes colores que destellan en sus profundidades. El logotipo de la cadena de televisión se abre y se cierra como un ojo. Un reportero mudo habla por un micrófono; hileras de manos levantan hileras de perneras de pantalones para mostrar hileras de lesiones.

—¡Esto es un escándalo! —dice mi padre levantando la voz—. ¡Mira que enseñar esto esta noche! —Médicos mudos hablan y especulan—. Todo el mundo sabe que están enfermos —dice mi padre—. No necesitamos que nos lo planten delante de las narices.

Las salas se suceden. En ellas hay platos henos de manzanas y naranjas en montones, cuencos llenos de frutos secos de cáscaras complejas y perfectas. Hay calcetines que nos hizo nuestra abuela antes de morir, con nuestros nombres escritos en letras de fieltro. Hay un plato de cristal con salsa de arándanos, con la marca circular de la lata impresa alrededor de su brillante masa. Hay una sensación de miedo. Una sensación que conecta y abarca e impregna todo lo demás como gelatina. Mi padre se levanta y apaga el televisor. No es realmente miedo a los homosexuales. Eso es simplemente lo que se dice. El verdadero miedo se tiene a las cosas que no se dicen. El miedo asoma a través de la expresión resuelta de mi madre cuando trae el pavo a la mesa. Se acumula en todos los rincones de la casa y amenaza con inundar el sótano, donde Sara está escondida en su cuarto, despatarrada ante la tele, engullendo calmantes y caramelos a puñados. Mi padre busca, pero su hermano se ha alejado demasiado para encontrarlo en ninguna canción; cuando mi padre mira, se adentra en la oscuridad y no encuentra nada que coger.

Sobre este fondo de oscuridad, nuestros calcetines estaban llenos de bastones de caramelo y de juguetitos. La mesa estaba abarrotada y el árbol —uno de verdad que mi padre sostenía en alto mientras mi madre y Daphne forcejeaban con los tornillos del pedestal metálico— estaba decorado con ristras de luz y oropel y otros adornos queridos y extraños: bolas a rayas y muñecos de nieve y un pavo real plateado con la cara desgastada. Qué tristes y débiles me resultaban aquellos talismanes, igual que la música que mi padre ponía para unos hombres que le daban la espalda. Qué débiles contra el miedo y las cosas terribles que nadie decía.

Por la noche, cuando los demás se fueron a dormir, Daphne y yo salimos a pasear por el vecindario. La luz de las farolas y de las estrellas convertía los caminos abiertos por las palas en la nieve en pasillos grises de una blanda masa blanca y de una sombra negra aún más blanda, y en la oscuridad resonante se oía el «crunch-crunch-crunch» de nuestras botas. Más allá de la cortina de nieve, unos árboles demacrados hacían señales en el lenguaje de las sombras. Las modestas casas resaltaban sus cuadrados y rectángulos mediante luces con los colores simples y dulces de la felicidad: un placer secreto oculto en el frío cuerpo del invierno. Que se podía sentir pero que únicamente se veía ahora, en el cumpleaños de la deidad, momento en que la gente se subía a escaleras de mano temblorosas para colgar luces simbólicas en los árboles y alrededor de las ventanas. «Crunch-crunch». De niñas corríamos por aquellos jardines, gritando. Antes había un baño para pájaros y un huerto de fresas detrás de aquella casa escondida entre los pinares, debajo del tejado inclinado y ahora hinchado por la nieve hasta el doble de su tamaño normal. Había una niña llamada Sheila Simmons que se sentaba en la acera y jugaba con una pelota de goma roja y con un puñado de tabas brillantes. «Crunch-crunch-crunch». En algún lugar brillante y replegado sobre sí mismo aquellas cosas seguían allí, no vistas pero sentidas. Y así, no vistas pero sentidas, eran las cosas que no se decían.

—El caso —dijo Daphne— es que su padre era un borracho que pegaba a su mujer y al que mataron en un bar. Su madre estaba loca y su hermano fue quien realmente lo crió. Y entonces, mataron al hermano. Pero su padre también era una persona poética y sensible que se ganaba la vida cantando…

Una serie de figuras gigantes llegaron procedentes de sus lugares replegados y quedaron suspendidas sobre nosotras. Caminando entre ellas, con la capucha de su parka echada sobre la cabeza, Daphne hablaba en voz baja y apresurada, intimidándolas y al mismo tiempo implorándoles.

—… y su hermano también era un tipo deportista, grande, fuerte y pragmático, que no aceptaba realmente a papá porque era igual que el padre de ellos dos, y lo más probable es que ya por entonces el tío Ray se diera cuenta de eso, de la emotividad, del amor a la música, de las peleas por nada.

Llegamos hasta la vieja casa de los Simmons. En su techo parpadeaba una luz pálida procedente del televisor, que luego descendía para reverberar todavía más pálida sobre la nieve acumulada de sombras azuladas que había justo delante de su ventana. Me pregunté si todavía vivirían allí. De la oscuridad emergió una cara: una boca abierta y unas cuencas oculares que hacían presión contra la membrana porosa del presente.

—Papá debió de admirar mucho a Ray, pero era incapaz de complacerle, y cuando trataba de emularlo estaba destinado al fracaso. El hombre que él podía ser era como su padre, un fracaso total, y él no quería ser así. Así que no tenía nadie en quien convertirse.

Rápida e incesante, Daphne continuó contándome cosas que yo ya había oído, intentando decir las cosas no dichas, decirlas y decirlas y decirlas.

—Excepto para su madre, para quien él era su favorito y que esperaba de él que fuera como su padre, que quería que lo fuera, incluyendo los malos tratos, incluyendo la bebida, y que le enviaba mensajes contradictorios, como por ejemplo cuando quiso que ganara el concurso estatal de ortografía, y que se mostró encantada cuando lo ganó, hasta el día siguiente…

El padre de nuestro padre era un bebedor empedernido que, para ganar un extra además de su sueldo como empleado de correos, cantaba en un bar local por el dinero de las propinas. Una noche se metió en medio de una pelea. Alguien sacó un cuchillo y mi padre, que por entonces tenía diez años, se quedó huérfano porque a una ambulancia se le pinchó un neumático en una carretera secundaria. (En alguna parte el conductor sigue intentando cambiar el neumático mientras su luz roja giratoria baña rítmicamente la tierra y barre el cielo). Su hermano Ray, que por entonces tenía catorce años, entró a trabajar en una carnicería para ayudar a su madre a mantener a la familia. A los dieciocho años se alistó en el ejército y a los veintidós estaba muerto. Eso lo sabíamos. El resto lo habíamos inventado mirando fotos de Ray y escuchando las cosas que nuestra madre nos contaba en determinados tonos de voz. La historia del concurso de ortografía la sacamos de Claire, la tía abuela de nuestro padre, que estaba presente en el banco cuando mi padre fue con su madre a depositar el premio de cincuenta dólares que había ganado. El chico le había dicho al cajero lo del concurso de ortografía y su madre había saltado en tono cortante:

—Deja de darte aires, mocoso creído.

Daphne soltó un suspiro tenso y tembloroso; por entonces su respiración era siempre fuerte y entrecortada.

—Después Ray murió en la guerra —dijo— y así es como pudo convertirse en el hermano perfecto que quería a papá tanto como papá lo quería a él.

Finalmente guardó silencio e intentó calmar su respiración. Un humo incoloro ondeaba sobre una chimenea y se elevaba arremolinándose en el cielo. El lugar replegado se desvaneció. Nuestra infancia se escabulló de nuevo a través de su puerta privada. No quedó nada más que respiración y el ligero frufrú susurrante de nuestra ropa. Pero en alguna parte, en el cielo, en la nieve, en un lugar replegado y oculto que había entre ambos, había un hermano perfecto que amaba tanto como era amado.

Cuando regresamos, la casa estaba caliente y a oscuras salvo por el árbol de Navidad, cuyas luces ardientes creaban en sus ramas cuevas llenas del resplandor de joyas de suaves colores y de la intensidad luminosa de agujas minúsculas. La sangre hormigueó por nuestras piernas mientras nos limpiábamos las botas en el felpudo; los oropeles colgantes se agitaron con nuestros movimientos y una luz fantasmal palpitó en cada una de sus hebras. Era algo hermoso y desbordante de amor. Con todo, las cosas no dichas permanecían mudas y contumaces, y mientras subíamos al piso de arriba para acostarnos se irguieron como losas de piedra invisibles, ilegibles e indiferentes a nuestras palabras. Cuando nos metimos en la cama, Daphne se durmió enseguida, pero yo no paré de vagar entre el sueño y la vigilia. Y una vez más volvió, repicando entre la ensoñación y el pensamiento: la sensación mental de que en la sala de al lado nuestros padres se estaban insultando y atacándose el uno al otro como animales. Encendí la luz y los recordé tal como los había visto aquel mismo día en la tienda de comestibles: un hombre con sobrepeso y una mujer alta con el cuerpo en forma de pera, los dos con las gafas en la punta de la nariz, mirando a su alrededor con un aire de ligera confusión, con los carros llenos de ponche de huevo y bastones de caramelo de oferta. Recordé el árbol del piso de abajo, las luces de fuera y el cielo.

Sí, fuimos estúpidos por no respetar los límites que teníamos delante. Por intentar ir a todas partes y saberlo todo. Estúpidos, malcriados y arrogantes. Pero también hicimos bien. Yo hice bien. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando la violencia de las cosas no dichas había crecido tanto que no me dejaba dormir por las noches? ¿Cuándo veía a mi padre sentado en un sofá, desesperado por expresar lo que había en su interior, construyendo un código con símbolos anticuados que ya ni siquiera sus coetáneos podían reconocer? ¿Cuándo lo veía sonreír porque mi madre se acababa de caer de bruces y luego esconder la sonrisa como si fuera un trozo de papel? ¿Cuándo lo oía despotricar contra hombres agonizantes porque no tenía otra forma que dar a sus odios y sus miedos? Toda la carne de la verdad estaba escondida debajo de una superficie reseca, así que arrancamos la superficie con un grito. Quisimos que todo quedara revelado y fuera enunciado con claridad, todo, hasta nuestras mayores vergüenzas y deseos carnales.

Camino más y más deprisa, al ritmo acelerado de mi verborrea mental. Me encuentro otro árbol flaco y ocre desnudo de corteza. Es extremadamente liso y reluce tanto bajo la lluvia que casi parece de plástico. Se retuerce con tanta elegancia que parece un objeto artístico, hecho para transmitir ironía y soberbia. A Veronica y a Duncan no les hacía falta atacarse en ese mundo escondido que se vislumbra antes del sueño. Lo que eran lo eran en público. La lujuria y el desprecio de él y la cobardía y la amargura de ella se representaban en las calles de la ciudad en su forma más gráfica y carente de remordimientos.

No solo sin remordimientos, sino con ironía, elegancia y altivez. Me quito el guante y acaricio el tronco del árbol al pasar. Me pregunto si estará enfermo. «Todo el mundo sabe que están enfermos».

Pero no nos contentamos con revelarlo todo y convertirlo en palabras; llegamos a insistir en que nuestras vergüenzas y deseos carnales eran hermosos. Y a Veces lo eran, o al menos se podía hacer que lo parecieran. El primer trabajo importante que tuve en Nueva York fue con otras dos chicas, una de ellas una lesbiana inestable de aspecto dramático y oscuro que todo el mundo sabía que iba detrás de la otra, una rubia insulsa de Noruega que no hablaba inglés. El fotógrafo nos hizo posar de noche contra la verja de un campo de béisbol desierto. A mí y a Ava, la chica nórdica, nos puso a un lado de la verja, y a Pia, la bollera, en el otro. Primero fotografió a Pia sola. Después a mí y a Ava juntas, aunque a mí un poco más atrás para indicar mi estatus de secundaria. Después nos fotografió a mí y a Ava cogidas de la mano mientras Pia se apoyaba contra la verja. Al final, hizo que Pia se quedara en ropa interior y se lanzara contra la valla alambrada, como si estuviera «intentando alcanzar a Ava», agarrándose a la verja con las manos y los pies desnudos. La mayoría de las modelos de la categoría de Pia nunca habrían hecho algo así. Pero el fotógrafo sabía que ella lo haría. Estaba medio desquiciada por el desamor y la rabia, y quería que la gente lo viera: lo quería revelado y enunciado. Así que se lanzó una y otra vez contra la verja, hasta que le sangraron las manos. Aquella imagen se publicó al final de un desplegable de tres páginas y fue una gran fotografía: la desnudez de Pia quedaba difuminada por la verja y por su movimiento, pero su cara y su pelo al viento acometían al espectador como una belleza demoníaca que emergía de golpe de la oscuridad para devorar la belleza humana. Ava y yo estábamos acurrucadas juntas y vestidas con nuestra ropa primaveral de encaje de colores claros, como dos doncellas perdidas en un bosque posmoderno, ella moviéndose hacia delante y yo medio girada hacia el demonio que aullaba en silencio y que nos miraba con sus enormes ojos dorados, su boca genital y sus garras largas e impecables con un ligero toque de angustia en los nudillos hinchados. Por supuesto, no se veía nada de sangre. No se veía dolor humano en el rostro del demonio; o, mejor dicho, se veía en forma de sombra, de leve oscuridad que resaltaba la belleza de la imagen y le daba una especie de profundidad cautivadora. Era algo que le hacía a uno dejar de pasar páginas. Y que resucitó mi carrera.

Después de Navidad fui a ver a Jamie y lo encontré construyendo maquetas de aviones en compañía de una chica de catorce años. La chica tenía unos labios carnosos y de color intenso que todavía no habían cogido consistencia, unos ojos oscuros y vivaces y una piel áurea intensamente contenida en la feroz aura dorada que le rodeaba las pupilas. Su mirada risueña rozó ligeramente la mía mientras recorría mi cuerpo de arriba abajo; no era tan guapa como yo, pero no importaba: soltó una risita tapándose la boca con la mano mientras Jamie explicaba atolondradamente que era la hija de la amiga de su compañero de piso. Me lo quedé mirando. El negro y el dorado de las pupilas de la chica saturaban los ojos de Jamie y brillaban desde ellos, y bajo su luz yo era una mortal en un paraíso ajeno. Di media vuelta y me alejé, mientras Jamie me seguía hasta la puerta diciéndome en tono exculpatorio que me llamaría, hasta que cerré la puerta pillándole la mano y bajé corriendo las escaleras.

Aquella noche Veronica no estaba en el trabajo y por primera vez la eché de menos. Cuando terminó el turno, en lugar de coger un taxi para ir a casa caminé por las manzanas de asfalto satinado bañadas en la luz amarilla de las farolas y con un flujo constante de taxis amarillos, cada uno de ellos con la pepita dura de una cabeza humana en su interior. Cuando por fin llegaron las lágrimas, me senté en un banco delante de la Biblioteca Pública y dejé que cayeran. Un hombre con una cara que parecía la suela de un zapato roto me rodeó discretamente afanado en recoger lenta y dolorosamente colillas del suelo y guardárselas en el bolsillo. Ni siquiera me miró, pero estaba cantando una canción nasal y sin palabras que me rozó como manos tranquilizadoras.

A la mañana siguiente, me despertó el agente que «casi había sentido algo»: tenía una prueba para mí. Era en un loft cavernoso lleno de ecos que surgían de cada silla chirriante y de cada peldaño suelto de la escalera, llegaban hasta el techo de un solo brinco, rebotaban y se desvanecían en forma de ondas laterales. Las chicas se levantaban de una en una y caminaban a través de su propio eco ascendente hasta entrar en el de otra, hasta que todas ellas se superpusieron y me resultó imposible distinguir quién podía ser elegida y quién no. El eco de una mirada risueña rozó la mía mientras recorría mi cuerpo de arriba abajo; unas largas cortinas blancas se agitaban frente a un ventanal enorme que se abría a una ciudad vetusta; un demonio le susurraba a un clítoris como si fuera una oreja; una chica reía y comía cerezas de un cuenco de plástico; yo aporreaba una puerta que se me había cerrado para siempre. Estos y otros miles de momentos pintados de colores vivos se volvían tan diminutos y anónimos como granos de arena que se arremolinaban a mi alrededor mientras yo giraba también, un grano diminuto entre granos, condenado a girar para siempre. El seleccionador miró una página con mis fotos y se dio la vuelta para charlar con su ayudante mientras ojeaba el resto del book con gesto distraído.

—No puedo trabajar con ninguna de estas —dijo—. No son en absoluto lo que he pedido.

—Lo que realmente me enferma de todo esto es que estoy segura de que realmente es la hija de la amiga de su compañero de piso. No creo que él saliera a buscarla. Simplemente apareció y él se quedó fascinado. Lo cual me parece todavía peor.

—Resulta terriblemente hilarante —admitió Veronica—. ¿Crees que ha tenido sexo con ella?

Su tono me dejó parada. Yo ni siquiera me había planteado aquella cuestión.

—Bueno, sí. Su mirada… sí, claro. ¿No te parece?

—No necesariamente. Tal como lo describes, él estaría encantado solo con besarla y acariciarla.

—Es lo mismo.

—No tal como yo lo veo, cielo.

Veronica había vuelto al trabajo después de ausentarse una semana. Ella y Duncan también habían roto. Él le había prometido que, a causa de la nueva enfermedad, no se acostaría con nadie más que con ella. Dos semanas más tarde, le había confesado que estaba teniendo una aventura con un actor de culebrones de segunda fila y Veronica lo había dejado.

—¿Estás preocupada? —le pregunté yo.

—Estoy preocupada por él, no por mí. Dicen que no afecta a las mujeres.

—No se sabe con seguridad.

—Cielo, hemos estado juntos diez años. Si la tengo, la tengo. No hay nada que pueda hacer.

Pensé que la mayoría de los hombres que se reconocen como bisexuales son en realidad gays. Lo más probable es que Duncan hubiera mantenido relaciones sexuales con Veronica con escasa frecuencia, y además era cierto: todo el mundo actuaba como si las mujeres no pudieran contagiarse. Pero ¿por qué se habría liado Veronica con un hombre gay que no la podía desear? ¿Cómo habría codificado ella aquella humillación a fin de que pareciera otra cosa? Tal vez para ella había sido realmente otra cosa. Me imaginé a Veronica y a Duncan uno junto al otro en un reducto sofocante de refinamiento, vestidos hasta el cuello con rígida ropa victoriana, con los labios fruncidos, con los meñiques entrelazados, contemplando el mundo a través de diminutos impertinentes mientras hablaban de Oscar Wilde y de los perros de Jean-Paul Belmondo. Mientras tanto, en otra parte tenían lugar sucios actos sexuales anales entre alguien y un Duncan al que ella nunca debería conocer. Las visitas al museo de arte y los llantos viendo La dama de las camelias continuaban como si nada. Podía imaginármelo perfectamente.

—Él se ha quedado con la custodia de los dos hermanos mayores de la camada de siameses, lo cual es muy triste. Técnicamente eran de él, pero han estado conmigo desde que eran pequeños. Ahora solo tengo chicas. Un harén entero de siamesas preciosas.

Dejó su taza de poliestireno sobre la mesa. En el café agitado brillaba grasa de su pintalabios. En el borde de la taza se veía la marca de su labio inferior. Durante un momento extraño quise coger la taza y besarla, cubrir su huella con la mía.

—¿Quieres salir a tomar una copa después? —solté yo; Veronica parpadeó, sorprendida.

—Gracias, cielo, pero no puedo. Tengo una cita. —Cogió su taza—. A lo mejor otro día.

—Tal vez podríamos ir al cine… —Yo temblaba al intentar mantener mi posición, pero aguanté.

Ella bajó la vista.

—Eso estaría muy bien —dijo, pero su voz vaciló, como si estuviera con el pie levantado en mitad de un paso mientras su cuerpo viraba en otra dirección. El momento fue frágil e incómodo, y nos unió igual que si nos estuviéramos tocando. Veronica levantó la vista—. ¿Qué tal esta semana?

Quedamos un día en que el viento arrastraba basura por las calles, un día frío pero con un cielo luminoso y triunfal. La película trataba de una mujer de mediana edad, una antigua maestra, en plena juerga con chicos jóvenes y alcohol en México.

—Dicen que es fantástica, cielo.

Nos sentamos en la parte de atrás, comiendo chucherías y palomitas. Una mujer con sonrisa demente, ojos extasiados y unos omóplatos que parecían alas amputadas, hablaba a la cámara sobre «tomarse unas vacaciones del feminismo» en compañía de una amiga y rubia sensual que «nunca había oído hablar del tema ni debía hacerlo nunca».

—Mi tía y yo de vacaciones en Arizona —susurró Veronica— Yo tenía dieciséis años. Ella se emborrachó y bailó con un camionero que la llamó «puta».

La observé fijamente. Miraba la pantalla como si se dirigiera a ella en lugar de a mí.

—«¿Eres una puta?». Ella se limitó a sonreír y asentir con la cabeza.

La ex maestra y su amiga se dirigieron a la piscina del hotel; los hombres agitaban el agua mientras nadaban hacia la rubia e izaban sus cuerpos empapados y ansiosos sobre los azulejos que había ante la tumbona donde ella estaba tendida, tan abstraída como un flan.

—Yo no tengo esa despreocupación —dijo la ex maestra—. No tengo esa belleza. Lo que tengo es deseo. Y en eso hay una gran pureza. —Apartó la vista de la cámara para contemplar el lomo adormilado de un chico con el bañador mojado y ojos de azabache; después la dirigió de nuevo hacia nosotras con una sonrisa de ojos saltones como diciendo: «¡Allá vamos!».

—Pureza —susurró Veronica—, como un metal puro.

La miré. Se metió en la boca un puñado de palomitas.

La ex maestra caminaba con un hombre mexicano por una calle adoquinada al anochecer. Ella llevaba una falda corta y él tenía la mano tan metida entre sus piernas que casi la hacía caminar de puntillas.

—Tu nombre quiere decir pescado —dijo él. Ella sonrió. «Pejcado».

—Duncan —susurró Veronica—, las dos mitades.

Ella entraba y salía de la película, como si los personajes aumentados de la pantalla fueran fragmentos que se habían escapado de su mente y ahora se obstinaban en actuar solos, asumiendo las formas narrativas perfectas que en la vida se les negaban. Era como un feligrés que repetía y refrendaba el sermón del pastor con ruidos y medias sílabas. El mexicano se folló a la maestra con tanta fuerza que la cabeza de esta golpeaba contra la pared. Susurré:

—Yo en París. Las dos mitades.

Y pude notar que Veronica sonreía aun antes de mirarla.

Hacia el final de la película, Veronica había dejado de susurrar. Sus sentimientos, demasiado inflamados para convertirse en palabras, eran tan fuertes que podía percibir cómo corrían, se hundían, se levantaban y echaban a correr de nuevo en una sucesión ardiente y fluctuante. La ex maestra acariciaba la mejilla de un hermoso adolescente que no se molestaba en mirarla. Todos los sentimientos de su rostro parecían haberse desplomado sobre su mandíbula y su boca en una expresión lastrada de apetito y de dolor… salvo por un destello levísimo en uno de sus ojos inexpresivos, intacto y distante, asombrado de encontrarse al borde de aquel precipicio y deseando permanecer lo bastante consciente como para saborearlo. Luego, el destello se desplomó junto con el resto y se apagó. Enferma y febril, la mujer corría por una playa como un avestruz sin plumaje, agitando los brazos como molinetes extasiados. En la pantalla apareció una inscripción que decía que la mujer había desaparecido en Juárez y que se creía que había muerto. Y sin embargo ella corría y agitaba los brazos. La fealdad había irrumpido brutalmente en el seno de la belleza y había fluido junto con esta hacia la muerte, agitando los brazos y dichosa en su dolor.

Cuando salimos del cine, dos hombres nos pararon en el vestíbulo para preguntarnos qué nos había parecido la película. Eran recios y tenían un aire húmedo y testicular que resultaba belicoso, herido y ansioso de ser amado. Yo noté que querían mirarme, pero no lo hacían. Tampoco se dirigían a mí. Estaban allí para hablar con la ex maestra, no con el flan. Estaban allí para pavonearse delante de ella y para prestarle atención. Ahora ella era la protagonista.

—Me ha encantado —dijo Veronica— Y me ha encantado ella. Me gusta todo lo que va hasta el límite. —Ella les ofreció su voz engolada y ellos la recibieron con sus pechos recios y fornidos.

Luego fuimos a tomar helado bajo una sombrilla verde y blanca. Un maremágnum de palomas bullía y comía pan a nuestros pies. Me las quedé mirando y durante un momento el mundo se volvió extraño para mí. Luego recordé que siempre había sido extraño. Me comí un plato de helado de pistacho y me acordé de que la primera vez que vi a una modelo ni siquiera me di cuenta de que era hermosa.

Volvimos a ir al cine la semana siguiente y durante varias semanas más. Si podíamos sentarnos juntas en una fila aislada, nos pasábamos toda la película hablando. Si teníamos que sentarnos donde otros pudieran oírnos, guardábamos silencio, en cualquier caso, salíamos del cine con la sensación de haber recibido el don de lenguas. A veces veía a hombres que me miraban, luego la miraban a ella y finalmente apartaban la vista, confundidos. En ocasiones su confusión me confundía a mí. A veces yo miraba a través de los ojos de aquellos hombres y veía el sinsentido de que Veronica y yo estuviéramos juntas. Pero luego regresaba a mi propio punto de vista y aquella clase de razonamiento me parecía una estupidez. Era para quienes no veían la décima imagen. Para quienes ni siquiera pasaban de la primera.

Me presenté a más pruebas sin que me eligieran en ninguna; pero estaba tranquila. Mi agente dejó de llamarme. Me busqué otro. En lugar de quedar con Joy o con Cecilia, iba a cenas que organizaba Veronica en su apartamento. Vivía al final de una escalera destartalada, tras una puerta pintada con plomo verde que se estaba disolviendo en manchas amarillentas de óxido y podredumbre. Se abrió la puerta; una gata siamesa se asomó por un resquicio oscuro; del interior salía una música ambiental como si fuera una nube encantada, y en ella estaba Veronica con un vestido antiguo de encaje. La nube encantada adoptó un rostro de labios fruncidos y ojos de párpados caídos que nos hacían señas para adentrarnos y pasar junto a una pequeña cama encajonada de lado, una tele gigante y una ventana con molduras agrietadas cuya hoja se aguantaba sobre un libro deformado por la lluvia. Otra gata saltó sobre una mesa desvencijada e inclinó su cabeza triangular de terciopelo hacia la sala de estar, donde había dispuesta una mesa con un mantel de lino y cubiertos de plata. Fui presentada como la «parisina estilo garçón» y saludada por un pequeño círculo de ancianos circunspectos y atractivos jóvenes: oficinistas, correctores y esclavos de la introducción de datos transformados por la nube encantada, que se movía entre ellos, tocándolos aquí y allá con su sutil aroma y su colorido.

—Como iba diciendo, en la guerra de Corea unos adorables soldados están a punto de entrar en combate en Pork Chop Hill, y el capellán dice «Dejadme que os hable de otra colina», y de pronto estamos en el Calvario, y James Dean es Juan el discípulo…

Estaban hablando del debut de James Dean en la televisión católica, y era Veronica quien llevaba el mando de la conversación, dirigiéndola como si empuñara un cetro hecho de cartón con penachos de redecilla bordada con cuentas que, en determinados momentos, parecía que fuera a arder.

—… que para mí está perfectamente elegido. Fijaos si no en el arte antiguo. Juan aparece siempre indolente y aburrido.

Al recordar aquello, oigo la voz de Charles Trenet viajando como la luz del sol sobre las superficies de la tierra, cantando («heureux et malheureux») y proyectando hermosas sombras sobre la nevera o sobre la hierba del patio de la cárcel o sobre la cara llorosa y callada de una niña.

—Magdalena tenía bondad, mientras que la Margary era la vieja de lo más malvada… ya salía horrorosa en la última película de Anthony. ¡La forma en que hacía que la caravana entera se bamboleara…! ¡Tardó cuatro horas en ponerse el rímel en un ojo, y eso fue después de colocarse las pestañas postizas!

—Faye Dunaway interpretaba a la doncella en Tartufo, un papelito sin diálogo, pero la reconocí al momento.

—No quiero leer esas tonterías donde la mitad de los personajes están deprimidos. Quiero asesinatos, y que cojan al culpable, y que la vida sea deliciosa.

«Heureux et malhereux»… y la vida es deliciosa. La luz del sol ríe y juguetea con las sombras de árboles, hierbas y pájaros que vuelan por el aire que reverbera en ondas de calor. Suena la música. Mi padre está sentado en su sillón.

—… mientras pasábamos volando a su lado, con los coños al viento…

—… la nieve tan mágica y pura, y las luces… las luces… bueno, en fin. Rosalyn murió. Y…

… luego Gielgud pasó cinco minutos gloriosos poniéndose los guantes. A punto estuve de dejar escapar un grito de placer.

Pienso en mi padre porque las señales eran tan elaboradas y ardientes como las suyas, pero las de esta gente eran recibidas y transferidas a través de un circuito viviente, y cada vez que eran transferidas se hacían más fuertes y se reafirmaban. Yo intentaba sentirme superior, pero no podía. En aquel apartamento, la belleza y la perfección pertenecían a Veronica y a sus invitados bajo la forma de una resplandeciente bola de espejos que colgaba muy alto por encima de sus cabezas. Ellos nunca podrían alcanzarla, y aun así la protegían como duendes feroces armados con estoques rápidos como centellas que desenvainaban soltando agudezas joviales. En presencia de aquella guardia me quedaba sin palabras, me sentía corta y tímida, consciente de que allí la divisa de mi sexo no tenía valor. Y todavía me avergonzaba más darme cuenta de que toleraban mi torpe incomodidad, y de que posiblemente aceptarían con amabilidad cualquier intento de mostrar opinión o ingenio que pudiera hacer, pero que no hacía.

—Me alegro mucho de que Veronica por fin haya encontrado una buena amiga —me dijo George, un tipo paternal que me acompañó a casa una noche—. Le hace mucha falta compañía femenina. Sobre todo desde que se ha acabado la farsa. Espero que esta vez para siempre.

—Nunca conocí a Duncan.

—Mejor para ti… un hombre muy desagradable. Si vuelve con él, no sé si seré capaz de seguir siendo amigo de ella.

Una noche fui con Veronica y dos chicos llamados Thomas y Todd a ver a tres actores legendarios en El espíritu burlón de Noël Coward. De acuerdo con The New Yorker, era «como ver a tres zorros viejos jugueteando en escena». Pero aquel no fue el caso. El protagonista masculino («¡Parece una tortuga vieja!») farfullaba y de vez en cuando se quedaba dormido, de forma que sus compañeros tenían que gritarle sus líneas al oído para despertarlo. Aburridos, atolondrados y cansados de bromear a su costa, los chicos empezaron a hacer chistes sobre la vagina de Veronica. Para mi asombro, ella les siguió el juego, en voz tan alta que un acomodador se acercó por el pasillo empuñando una linterna. Se inclinó sobre nosotros. El protagonista masculino se despertó sobresaltado y soltó: «Silencio… se está comportando usted como un granuja», lo cual hizo que a Veronica y a los chicos les entrara tal ataque de histeria que nos echaron del teatro. Desfilamos por el pasillo en una procesión digna de verse (Veronica, Thomas y Todd saludando y lanzando besos), salimos a la calle y cogimos un taxi, donde Veronica montó una pelea a gritos con sus amigos sobre un supuesto insulto al taxista, y yo me bajé del vehículo en un semáforo en Times Square.

—La típica mariliendres —dijo Cecilia—. Yo no me preocuparía.

Me encogí de hombros. Estábamos sentadas en un café cutre de moda con graffitis enormes en las paredes, amarillos y naranjas y con forma de ondas de choque cuadradas. Cecilia llevaba unos guantes de rejilla sin dedos y una blusa de encaje negro con rotos. Igual que un chico que se había sentado frente a nosotras.

Cuando volví a ver a Veronica en el trabajo, no hablamos de aquello. Apenas hablamos. Al cabo de unas noches, Veronica se cambió al turno de madrugada. Nos veíamos fugazmente en los cambios de turno. Ella me miraba con una expresión ceñuda que decía: Por supuesto, así es como ha sido siempre nuestra relación y ya me está bien. Yo le devolvía la mirada, indiferente como una niña que, una vez que se le acaba la leche, tira el envase al suelo. Y nos saludábamos.

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