Veronica

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El camino asciende por un risco empinado que bordea un barranco abrupto. El viento arrecia. Una pequeña cascada cae en un estallido de agua blanca. Mis pensamientos se elevan y flotan por un momento antes de hundirse y extenderse como tinta de calamar sobre el fondo oceánico. La oscuridad equilibra y contrarresta la luz. En el oscuro fondo del océano hay una niña malvada cubierta de limo negro y serpientes y rodeada de feas criaturas que la observaban con odio en la mirada. Ella cree que la miran porque es muy hermosa. No sabe que es tan fea como ellos. El sudor me cae a chorros por los costados del cuerpo, por la espalda y el vientre. Me está subiendo la fiebre.

—Tienes que trabajar en el local de Ted cuando lo abra —me dijo Cecilia una tarde mientras comíamos unos sándwiches pequeños—. Allí la clientela será mucho mejor; en un restaurante de ese calibre, te podrá ver la gente apropiada.

Recordé un brazo delgado y blanco y las cerdas de animal y los pedazos de tarta sobre platos de colores crema. Una dulzura y una tristeza insoportables subieron hasta mi boca por una pajita; sentimientos rotos intentaron recomponerse. Una puerta de acero inoxidable se abrió con un balanceo dejando a la vista una cocina muy luminosa.

—Podría trabajar en un restaurante —había dicho yo. Y era cierto. Aunque no tenía experiencia, Ted me dijo que podía empezar a la semana siguiente.

Dejé mi trabajo temporal antes de empezar en el restaurante, y tuve por delante toda una semana llena de dulces espacios vacíos. Fui sola al cine. Fui sola a museos. Salí a pasear. En uno de mis paseos, me encontré con George y me paré a hablar con él. Cuando mencioné a Veronica, él me dijo:

—Ya no nos vemos con Veronica, ni Max ni yo. Ha vuelto a las andadas, y el suicidio no es algo que me apetezca presenciar; no, gracias.

Estábamos a finales de otoño, el cielo era luminoso y en el aire flotaba una sensación placentera. Una chica con el pelo magenta pasó a nuestro lado con una diminuta falda negra y unas botas de leopardo, balanceando las caderas gozosamente.

George y yo nos paramos para mirarla. Ella sonrió.

—¿Tan malo es Duncan realmente? —pregunté yo.

Una mirada biliosa apareció en los ojos claros de George.

—Sí, lo es. Es la clase de hombre que finge desear a una mujer porque el deseo de ella pellizca su vanidad. Aun cuando sabe que podría… y ella lo sabe. —La bilis retrocedió— Bueno, no es asunto mío. Es triste, pero no se le puede decir nada. Pasa de inmediato al modo «cielo».

—No tiene otro —dije.

Y nos despedimos.

Con todo, llamé a Veronica y le conté lo de mi nuevo trabajo. Ella me felicitó. Me dijo que teníamos que mantener el contacto. Le conté que me había encontrado con George.

—Oh, no creas una palabra de esa vieja pécora —dijo ella—. Solo he quedado unas cuantas veces con Duncan para tomar café. George utiliza eso simplemente como excusa. Es un misógino, ya sabes.

—¿George?

—A mí también me dejó de piedra. Pero tuvimos una pelea y me dijo unas cosas absolutamente imperdonables.

—Pero… ¿un misógino? —Me pregunté qué significaría aquella palabra para ella.

—Total.

Me preguntó si me apetecía quedar para tomar café. Yo no quería, pero le dije que sí. Supongo que ella tampoco quería; lo canceló en el último momento.

Los meses siguientes fueron un bucle oscilante de sueños: brillantes y borrosos, como una atracción de feria que por la noche se enciende y se apaga mientras sus cabinas avanzan velozmente entre sacudidas. Vista de lejos, resulta hermosa e incluso relajante. Desde dentro, traquetea y ruge y te agarra por el cuello y te zarandea. Yo corría del salón del restaurante a la cocina con las manos llenas de platos. El lavavajillas crujía y dejaba escapar chorros de vapor caliente, los mozos de la cocina parloteaban en español y el cocinero elaboraba plato tras plato de exquisita comida. Corría de vuelta por entre enormes jarrones de vistosas flores, jengibre silvestre y aves del paraíso con picos anaranjados abiertos. Una deslumbrante clientela se inclinaba sobre suculentos platos, engullendo. Centelleaban pendientes meciéndose sobre las mandíbulas: una mano elocuente dibujaba una delicada emoción en el aire; unos ojos excitados lanzaban sus flechas hacia un esternón desnudo. Delicadeza, zafiedad, inteligencia relamida y estupidez pura y rampante confluían en aquel parloteo enfático. En la cocina, una radio emitía canciones con brillo de lentejuelas y los chicos mexicanos raspaban los platos, amontonaban los restos de comida y los hacían desaparecer por el triturador de basura mientras el chico del lavavajillas bailaba entrechocando traseros con el chico que estaba fregando el suelo. Yo cotilleaba con la otra camarera y con los mozos de servicio sobre qué actrices había en el comedor y sobre quién se estaba follando a quién mientras nos agenciábamos las raciones sobrantes de calamares, tartar de atún, arándanos y crema de limón. Después de cerrar, nos metimos todos como pudimos en un taxi que se hundió bajo nuestro peso, con asientos sostenidos por muelles negros y grasientos, y fuimos a una discoteca, donde apoyada contra un muro de música enlatada me estuve besando con lengua con un camarero tan guapo como Jamie hasta que perdí el conocimiento y me desperté sola y tirada en un frío banco. Al cabo de tres días conseguí salir de toda aquella bazofia, me maquillé y fui a una agencia nueva, donde conocí a una mujer de poderosos hombros y nalgas planas que llevaba ropa de leopardo ajustada. Miró mis fotos, frunció el ceño, me miró, volvió a mirar las fotos, levantó la vista y exclamó:

—¡Pero si eres Alison Owen! ¿Qué estás haciendo en estas fotos espantosas?

Se llamaba Morgan Crosse. Tenía una mirada errática y una voz llena de fuerza. Le conté lo sucedido en París. Resultaba más real al describirlo a alguien que sabía de qué iba aquello, y empecé a llorar. Me dijo que no me preocupara. Me dijo que yo podía destruir a Alain. Me dijo que me conseguiría una muñeca de vudú, a la que debía clavarle agujas durante treinta días y luego meterla en el congelador para que las cosas me fueran bien. Al poco tiempo ya estaba en Central Park, en ropa interior y pasando un frío de muerte. Una chica estólida sonreía insegura mientras sostenía el ojo cegador del reflector, y la cámara me impregnó con su brillo. Luego me vi sentada en una caravana con la calefacción demasiado fuerte, hablando con Pia sobre David Bowie y Ezra Pound mientras Ava cogía pellizquitos de crema limpiadora de un frasco y unos estilistas torturaban mecánicamente nuestro pelo. En la fiesta de una revista compartí mesa con la modelo más famosa del año, una chica de diecisiete años en cuyo rostro la risa era una encarnación del placer, de la saciedad y del compromiso mantenido de forma constante a un volumen de un decibelio. Los fotógrafos le clavaban despiadadamente sus radiantes agujas hasta quedar perforada por agujeros invisibles por los que irradiaba alegremente su esplendor. En un acto de inspiración tardía, uno de ellos se volvió y me fotografió. Mi foto aparecería más tarde en las páginas de sociedad de una revista. En la imagen yo estaba sentada al lado del joven escritor que había ocupado brevemente la silla contigua a la mía cuando la dejó vacía un columnista. Se había sentado allí para preguntarme si conocía las pinturas de Modigliani.

—Porque eres como una hermosa pintura de Modigliani —dijo—. Tienes que ir a ver la exposición del Metropolitan.

Esperé a que me invitara a ir con él, pero no lo hizo. Se limitó a mirarme durante un rato. Tenía unas cejas espesas y unos ojos castaños con vetas cambiantes que brillaban como rescoldos a través del color liso. Se llamaba Patrick. Daba la impresión de ser una corriente rápida sobre la que podías cabalgar entre risas. Hablamos sobre nada en particular y luego él se levantó y se fue. Esperé un momento muy agradable antes de levantarme también. Seis meses después, sus amigos me harían el vacío y me pincharían con armas hechas de los más sutiles celos y de desprecio vaporoso. Una mujer que estaba escribiendo un libro sobre los muñequitos troll se me quedaría mirando y haría un comentario en voz alta sobre la fatuidad de la belleza y la moda. Una actriz bajita me daría la espalda mientras yo hablaba y abrazaría a Patrick. Yo rompería una copa de vino en un cuarto de baño para invitados y caminaría por encima dé los cristales hasta hacerlos desaparecer. Luego cambiaría de opinión y lo limpiaría todo con una toalla mojada y sintiéndome culpable. «¿Alison?», llamaría Patrick a la puerta. Pero, esa noche, él me presentó con orgullo. Esa noche yo dije «Soy modelo» y me salió tímido y radiante al mismo tiempo. La gente sonreía y se apartaba para dejarme entrar en el entramado social.

Resbalo, caigo y me mancho la rodilla de barro. El cielo bate sobre mi paraguas; el viento me lo intenta arrebatar. «Vamos, cara de rata —dijo un fotógrafo—. Dame un poco de esperanza». Mi bucle de sueños se va volando. Camino y jadeo como un lobo furioso. Caras y escenas florecen rápidamente, emergiendo unas de las otras, construyendo un mosaico viviente que una vez me dio de comer y me hizo pasar hambre, que me liberó y me apresó a la vez. Y, en las profundidades de ese brillante diseño que cambia a toda velocidad, están la oscuridad y el vacío de mi apartamento, donde mi teléfono suena y sonaba. Era, y es, Veronica.

—Duncan se está muriendo —dijo—. Lo tiene. Tiene sida.

Quedamos en un bar del vecindario, un rectángulo oscuro lleno con las canciones de la máquina de discos.

—Puede que tú no lo tengas —le dije yo—. Hay gente que sigue pensando que las mujeres no pueden…

—¿Y tú te crees eso?

—No lo sé. Pero todo el mundo dice que no se sabe lo contagioso que puede ser en realidad.

—Si no lo tengo, será otro milagro de Fátima.

—Yo pensaba que tal vez, cómo a él le gustaban los chicos, vosotros dos no hacíais…

—Hacíamos de todo, cielo. A todas horas. Era como Histoire d’O. —Veronica se sentó muy erguida mientras lo decía, y vi un destello de orgullo en sus ojos muy abiertos y alertas—. Le gustaban los chicos, pero también le gustaba yo. Bueno, tal vez gustar no sea la palabra más apropiada, pero…

Una canción sobre traición salió de la máquina de discos como un fogonazo. Los rostros del bar adquirieron de pronto un aspecto rígido, constreñidos bajo la forma de una voluntariosa felicidad que resultaba más terrible que el dolor. Una joven camarera bailaba junto a la mesilla de los vasos y los cubiertos, anónima y grácil bajo la luz cálida de la cocina claqueteante. Hacía casi un año que Veronica y yo no hablábamos. Yo era casi dieciséis años más joven que ella. No encajábamos juntas. Extendí una mano por encima de la mesa y cogí la suya.

—Me caes bien —le dije.

El viento ha arreciado. Tengo miedo de que me arrastre y me despeñe por el risco. Me veo a mí misma cayendo, destrozándome contra las ramas de los árboles y quebrándome la cabeza en las rocas de más abajo. Imagino que cae sobre mí la rama de un árbol y me deja inmovilizada. ¿Cuánto tiempo podría pasarme allí tirada antes de que me encontrara alguien? Llegaría la noche. El verdor y la suavidad de la quietud movediza se convertirían en un puño enorme que se cerraría alrededor de mí. Llegarían los bichos. Moriría. Llegarían los animales. Los bichos y los animales se me comerían. Me pudriría y me dispersaría. Mi carne dispersa se filtraría en el suelo en forma de diminutas partículas, adentrándose en la tierra, cada vez a más profundidad. Dejaría de ser un yo y me convertiría en una cosa. Los bichos se me comerían, me expulsarían por el agujero de sus culos y seguirían a lo suyo. La cosa llegaría al centro de la tierra. El calor y la luz allí serían como el infierno para un humano. Pero la cosa no sería humana. Y seguiría más adentro.

Aquella noche en el bar, Veronica habló de Duncan con furia y con cariño. Él negaba tener sida, y prefería pensar que estaba perdiendo la vida por culpa de un hongo tropical que había cogido años atrás en Sudamérica. Aun despojado de su belleza, se sentaba erguido, apoyado en las almohadas y relumbrando desesperadamente. Estaba en un hospital católico, y en sus almenas se desarrollaba una brutal comedia en la que un ejército de monjas y médicos entraban y salían con sus oraciones, sus dictámenes y sus tics faciales, sobreactuando con el telón de fondo de la banda sonora de irónicas pullas de Veronica. Ella y Duncan se reían por lo bajo de la hermana Dymphna Drydell («no es broma»), que «gorjeaba como Spring Byington» mientras miraba colérica «como Bette Davis en ¿Qué fue de Baby Jane?». Flirteaban con un apuesto médico de pelo negro y se negaban a cooperar con el que usaba el término «marica». Tartamudeaban con solemnidad delante del que tartamudeaba, incluso cuando este dijo tartamudeando que tal vez a Duncan le quedara una semana de vida.

—Y la hermana Coñoseco, con unos ojos de psicótica pura, dice con un gorgorito: «No es el final, sino un hermoso comienzo».

El enemigo golpeaba a las puertas; la comedia se bajaba los pantalones y le enseñaba el culo.

Luego Duncan comentó:

—Bueno, siempre he sabido que algo iba mal. —Hacía años que lo sabía.

—Toda su familia lo sabía —dijo Veronica—. Su hermana me lo contó en la sala de espera. Me sonrió y me dijo: «¡Debes de sentirte tan traicionada! ¡Oh, oh! Debes de sentirte tan… tan…». —Veronica puso una voz aguda, histérica y falsa, luego regresó a su modulación neutra—. En los últimos seis años he pasado casi todas las fiestas de Acción de Gracias con ellos. Hace unas semanas le envié a la sobrina de Duncan un regalo de cumpleaños: un precioso juguete francés de madera, a cuerda, un perro rojo de ojos azules que tocaba el xilófono. —Se encogió de hombros.

—¿Y tú qué le has dicho?

—¿A quién, cielo?

—Bueno, a Duncan.

—¿Qué le he dicho? —Dio una profunda calada a su cigarrillo, lo apagó y se me quedó mirando, hinchándose como la Reina Roja a punto de abrir su boca inhumana y golpear. Pero, a medio camino, perdió el aplomo y se volvió a hundir— No había nada que decir. Ha llorado. Me ha besado las manos. Ha dicho que lo sentía una y otra vez. Cuando ha terminado, yo no podía hablar. Lo que he hecho ha sido acostarme con él.

Noté cómo mi cabeza se movía bruscamente en un gesto de incredulidad.

—No para hacer el amor, aunque durante un momento me apeteció. Simplemente nos abrazamos. Su pecho estaba tan flaco que parecía sobresalirle el corazón.

La hermana Coñoseco, que había abierto la puerta para anunciar que se había acabado el horario de visita, no intentó esconder su consternación.

—Lo cierto es, cielo —dijo Veronica, encendiendo otro cigarrillo—, que yo también lo sabía. Claro que lo sabía.

Dos árboles entrelazados cuyas raíces rompen la tierra forman un lecho nudoso en parte sobre el camino y en parte colgando sobre el risco. Me acurruco entre ambos, con el paraguas cubriéndome la cabeza. Bebo grandes tragos de agua. Miro abajo, al cañón, y veo las copas de los árboles enormes y llenas de texturas, que se retuercen y se mueven como algas marinas en el fondo de un océano de aire y niebla, poblado por criaturas que no puedo ver. Veronica levanta su cetro; empieza a arder.

Me imagino que estoy en una cama de hospital, abrazando a mi amante moribundo e infiel. Me imagino que siento el latido de su corazón, que bombea con pureza estúpida y animal. Una vez cuando estaba trabajando en España, fui a una corrida de toros y vi a un caballo corneado al que le colgaban los intestinos por detrás. Intentaba correr para escapar de la muerte haciendo lo que hacía siempre, lo que siempre le había dado placer, seguridad y orgullo. No entendía que lo que siempre le había funcionado ahora era fútil y absurdo, y se sentía humillado por su incapacidad para entenderlo. Así es como me imagino el corazón de Duncan. Latiendo como siempre había hecho, trabajando con todas sus fuerzas. Sin entender por qué aquello no iba bien. Por eso Veronica se había metido en la cama: para confortar a su corazón maltrecho. Para decirle: Pero estás bien. Lo veo. Lo sé. Estás bien. Aunque no funciones.

La lluvia se ha disipado y ha dado paso a una neblina silenciosa y mezclada con llovizna. El aire se siente como seda mojada. Veronica baja su cetro. Me incorporo; abajo en el cañón veo docenas de árboles de color ocre envueltos en niebla. Pienso: Son hermosos. Pienso: La enfermedad se está extendiendo. La llama del cetro de Veronica traza un arco a través de un espacio gris y se apaga. Mi fiebre remite. Subo por el risco, hacia la cúspide de la cascada. Me acerco al camino ancho que me llevará montaña arriba.

Duncan murió. Un año después, Veronica dio positivo en la prueba del VIH. Nuestra amistad se prolongó sin que hubiera ninguna razón obvia para ello. A veces admitía para mis adentros que si ella no me hubiera llamado cuando Duncan se estaba muriendo, nunca la habría vuelto a ver. Admitía que, de haber dado negativo en la prueba, yo habría dejado que nuestra amistad cayera en el olvido. Admitía que me daba vergüenza que me vieran con ella, que la obligación y la compasión eran lo único que nos unía. Y también admitía que ella era la única persona que podía confiar que no me rechazara.

Estoy segura de que ella también pensaba esas cosas. «Ella sentía lástima por mí —me la imagino diciéndole con amargura a una persona imaginaria—. Yo era buena escuchando». Luego me imagino su expresión ensimismándose al recapacitar que no, que aquello no era lo único que había. Pero la Veronica imaginaria no admitía eso ante la persona imaginaria. Lo que hacía era dar una calada a su cigarrillo, sonreír irónicamente y decir: «Por supuesto, era un encanto»… dejando que la otra persona se preguntara qué había entre las dos primeras afirmaciones y la tercera.

Una vez le hablé a un maquillador sobre Veronica y él me dijo:

—Es la típica amiga de modelos. Quiere parasitar tu vida. —Con habilidad y precisión, me perfiló las cejas usando una pequeña brocha—. Quiere estar invitada a la fiesta.

—Eso no tiene nada de malo —dije yo—. Ya está invitada.

Pero no lo estaba.

Trabajaba con regularidad, pero no de forma constante. Me iba a la cama a una hora decente. No bebía demasiado. Me presentaba en los sitios con puntualidad. Era educada con los clientes y con los estilistas. Como ya no era la novia de un hombre temido y odiado, mis relaciones con las demás modelos eran tibias y monótonas, como el zumbido de un secador de pelo. No dejaba que nadie me agarrara la entrepierna, ni siquiera un famoso fotógrafo que lanzó una mirada socarrona de soslayo cuando lo pillé tirándose a una chica de quince años sobre la mesa de un camerino. (El trasero de él salvaje, vorazmente prieto y salpicado de purpurina malva de un tubo que la chica acababa de aplastar con el pulpejo de la mano; tal vez la misma purpurina que llevaría después en los párpados mientras se regodeaba en la portada de una revista en la que tendría que haber salido yo). Yo era una dependienta, no una poetisa. Y, de forma inexplicable, me gustaba mi vulgaridad, mi afinidad con las oficinistas y las camareras entre las que me había movido durante un tiempo. Mi pasado todavía regresaba a mí con nitidez, aunque débilmente, como el sonido rumoroso en una concha marina, y mi nostalgia por el mismo era un espasmo tenue y arrítmico, o un murmullo, en la carne de mi corazón latiente. A veces, me parecía ver aquel mundo vacuo y fantasmagórico estremeciendo el aire a mi alrededor en algunas fotos, y eso me llevaba a querer mirar las imágenes para percibir algo que no se veía. En aquellas fotos yo era lo que una vez había deseado ser: una puerta cerrada que no se podía abrir, con música y ruido de pisadas tras ella. Le estaba cogiendo la mano a Ava, pero a quien miraba era a Pia, y el fuego de sus ojos se reflejaba en los míos.

Casi todos los meses cogía el tren para ir a ver a mi familia; les llevaba revistas donde yo salía fotografiada. En París, a veces arrancaba alguna página y se la mandaba a través del mar encrespado, pero nunca había podido ver la reacción de ellos. Mi madre contemplaba mi imagen como si estuviera mirando a una niña malvada que hubiera vuelto para exhibirse con desdén ante su madre pobre. En su mirada había amor, aunque mezclado con tantos celos que los sentimientos quedaban rápidamente empañados. Pero era lo que me daba mi madre, así que yo lo cogía y se lo devolvía: yo me deleitaba con sus celos y ella se deleitaba con mi vanidad. Con deleite y con rabia, nos movíamos entre el sueño y los sueños allí mismo, en el comedor. Silenciosas y serenas, nos atacábamos como animales. Mi padre tosía nervioso, señalaba mi foto más mediocre y decía:

—Bueno, esta es muy bonita.

Y Daphne decía:

—¡Sí! Es genial.

Pero, a medida que pasaba las páginas, en ella resonaban las palabras que no estaba diciendo pero que yo oía perfectamente: ¡Esta es superficial! ¡Y vacía! ¡Y falsa! Mi madre cerraba la revista de golpe y decía que tenía que ir a comprar comida. Daphne iba con ella. Sara levantaba la vista y decía:

—Pero ¿por qué no te han puesto en la portada? Tú eres más guapa que esta chica.

Sin embargo, en su mirada ya no había besos. Seguía trabajando en aquel centro para ancianos, y cuando llegaba a casa bajaba al sótano y ya no salía.

Daphne, por su parte, había conseguido una beca para ir a Rutgers. Se había engalanado con una guirnalda de sobresalientes mientras trabajaba de camarera en un local donde los estudiantes bebían y vomitaban en medio de un estruendo de máquinas de discos y de millón llenas de glóbulos serpenteantes de luz. Cuando hablaba de sus clases y de su trabajo, se jactaba y se daba unos aires de lo más cutre que venían a decir: ¿A que no te atreves a intentarlo tú, Señorita Modelo de Nueva York? Y mis padres la miraban con un orgullo que no podían sentir por unas meras copias en papel de la más guapa de sus hijas que destilaban un halo europeo de violación a menores.

Después, yo me escapaba de vuelta a mi vida, feliz de estar lejos de ellos pero manteniendo un contacto que me daba seguridad. Una noche después de visitar a los míos, desnuda con Patrick en mi colchón escorado, bebiendo vino y oyendo de fondo cómo las canciones pop de mis vecinos se filtraban a través de las paredes, empecé a hablarle de mi familia.

—Lo que me encanta de ti es que eres preciosa y aun así muy auténtica —me dijo—. Te preocupas por las cosas.

—¿Cómo no voy a preocuparme por mi hermana? Es la única que a veces se pone un poco de mi lado y la vida la ha engañado por completo.

—¿Por qué no la invitas a que te visite? —preguntó Veronica—. Podríamos llevarla al teatro, sacarla para que se divierta. ¿Quién sabe? A lo mejor se plantea mudarse aquí. Yo le diría: «¡Si lo puedo hacer yo, tú también!».

Y así se lo dije. Era verano y el apartamento olía a follaje maduro y a desagües herrumbrosos. Al llegar Sara, quité el colchón del somier y tiramos una moneda para decidir quién dormía dónde. (Me tocó el colchón). Luego quedamos con Veronica en un café todo adornado e iluminado con lámparas blancas y velas que goteaban y apuntaban con temblorosos dedos de bruja. Música clásica, rampante y hendida por un sentimiento de refinamiento, anunciaba y sostenía el despliegue de pasteles, henchidos de azúcar y crema. Veronica y Sara hablaron con calidez de los excéntricos con los que trabajaban y de sus extrañas costumbres. Descrito con los gorgoritos de Veronica, su insulso nido de trabajadores temporales huraños se convertía en una ácida comedia de situación donde la gente sufría, se esforzaba, perdía y sin embargo volvía a levantarse con sonrisas atribuladas frunciendo sus ojos, listos para el siguiente episodio. Y Sara también contaba historias, historias de ancianas valerosas y de ayudantes de enfermeras duras y mordaces, mientras los dedos de las velas se deshacían lentamente en barrocos amasijos de cera polvorienta. Fuimos a ver Vampire Lesbians of Sodom y luego cenamos en Chinatown.

Era tarde cuando salimos del restaurante atravesando una cascada bamboleante de cuentas de plástico. En la calle llena de baches flotaba una neblina de basura recalentada y de las emanaciones químicas de los aires acondicionados. Caminamos por entre cartones mohosos, fruta aplastada, papillas fétidas y verduras arrugadas todavía verdes y respirando sobre el pavimento. Un taxi fuera de servicio apareció rugiendo. Gritamos y agitamos los brazos, pero se alejó a la carrera. Pasamos junto a un pescado de ojos gelatinosos y entelados por la muerte, cada una de cuyas escamas con motas rojas recordaba a una piedra que durante un breve intervalo mágico había surcado el mar en forma de carne y ahora se estaba convirtiendo otra vez de nuevo en piedra.

—Puaaaj —exclamó Sara, y se pellizcó la nariz.

Pero el hedor nos fortaleció y llenó el aire de energía. Apareció rugiendo otro taxi fuera de servicio. Veronica se plantó delante del vehículo, proyectando la cadera hacia un lado, señalando con el pulgar y levantándose una falda invisible. A través del parabrisas empañado se vislumbraron unos ojos oscuros; el conductor pisó el freno con lujuria. Mientras subíamos, nos sonrió, sacado de su sopor y agradecido, a través del retrovisor.

—Nunca falla a la hora de parar algún vehículo —ronroneó Veronica.

—Veronica es genial —dijo Sara mientras arrastrábamos el colchón desde el somier hasta el centro de la habitación.

—Sí —dije yo, y lo decía de corazón.

Mi hermana quería conocer a modelos, así que al día siguiente comimos con Selina, una ex chica de portada atractivamente ajada a los veinticuatro años. Yo la había preparado para conocer a Sara, pero seguía teniendo miedo de que al sentarse las dos vieran a la persona que tenían enfrente como el enemigo. Pero esto no pasó. Se llevaron bien. Hablaron sobre la reencarnación, sobre fobias y pesadillas: la médium que le había dicho a Sara que era antisocial porque antaño había sido una noble africana a la que su tribu había ejecutado por negarse a matar a un hermoso animal; el sueño recurrente de Selina, en el cual se descubría a sí misma de niña, encogida como una momia, con los ojos apretados con fuerza y permanentemente dormida en el compartimento para equipaje de un avión de reacción.

—Tu hermana es tan espiritual… —me dijo más tarde—. Puedes hablar con ella de lo que sea y sabe cómo responder.

—No sé si es espiritual, pero está claro que es encantadora —dijo Veronica. Estábamos otra vez comiendo pasteles entre velas y montoncitos de cera—. Tiene que venirse a vivir aquí; le cambiaría la vida. Ella…

Una voz de soprano llegó flotando de los altavoces y se desplegó, vibrando. Veronica dejó sobre el plato el trozo de pastel meloso que tenía pinchado con el tenedor.

—¿Qué pasa?

—Esta aria —dijo ella—. Es de Rigoletto.

—Oh —dije yo—. Creo que mi padre la tiene en disco.

—Fui a verla con Duncan. Hace años.

—Oh. —Llevaba meses sin mencionar a Duncan. Casi me había olvidado de él—. Es preciosa —dije sin mucho aplomo.

—Es una canción de amor. Pero ahora no me acuerdo de cómo se llama. —Le brillaba la piel, igual que brillan los ojos cuando afloran las lágrimas—. Nos queríamos, ¿sabes? Sé que te debe de sonar repugnante, después de todo lo que pasó. Pero había amor entre nosotros.

—No lo entiendo —dije lentamente—. Pero te creo.

—Nadie lo entiende. Yo no lo entiendo. Mi tía era la única que lo entendía todo: ¡mi tía! Aquella vieja zorra miserable que una vez me dijo: «Todo es por odio a ti misma, ¿no?». Y después: «Debe de ser terrible perder a alguien a quien quieres». Y lo es.

Yo pensé en mi padre perdido en su propia casa, en su propia familia, en su propio sillón.

—Lo siento —dije.

La cantante desplegó al máximo su voz, como si fueran unas manos apasionadas, como si fueran unos brazos de luz.

—No era un subnormal —dijo Veronica—. Siento haberlo dicho. —Su voz trató de abrirse, de liberarse de su forma rococó—. Era un Ganímedes, un muchacho hermoso. Un miembro de la realeza disfrazado. —Su voz se liberó, adquiriendo esa libertad terrible de lo amorfo y del dolor. La angustia le inundaba los ojos—. El «Caro nome». Así es como se llama.

Las lágrimas le caían por el rostro. Yo aparté la vista, como si ella estuviera desnuda. No supe qué otra cosa hacer.

Cuando yo era niña, mi madre me decía que el amor es lo que hace crecer las flores. Yo me imaginaba que el amor estaba dentro de las flores, que abría sus pétalos y guiaba sus raíces hacia abajo para chupar de la tierra. Cuando yo era niña, rezaba, y cuando rezaba a veces me imaginaba a la gente no como flores, sino como hierba: vulgar y uniforme, pero también enorme y vibrante, cada brizna con su raíz diminuta y amada. Para cuando me mudé a Nueva York, ya llevaba muchos años sin rezar. Pero seguía habiendo un lugar suave y oscuro donde antes había estado la oración, y en ocasiones mi mente deambulaba hasta él. A veces ese lugar era relajado y amable. A veces no lo era. A veces, cuando iba allí, me sentía como un pedacito de carne masticado por unos dientes gigantes. Sentía que todo el mundo estaba siendo masticado. Para aliviar mi terror, me imaginaba bonitas vacas de ojos líquidos que comían acres enteros de hierba con sus mandíbulas enormes y laxas. Y me decía a mí misma: No tengas miedo. Todo está hecho para ser masticado, y también para crear más carne que ha de ser masticada. Toda oración es una oración a los dientes gigantes. Quizá a veces exista cierta lástima por la cosa masticada, y es a eso a lo que rezamos. Quizá a veces haya amor.

Veronica me dijo que ella y Duncan se habían querido. Y que sus padres también la querían. Si se les preguntara, mis padres habrían dicho que se querían. Patrick y yo nos habíamos querido, o al menos eso era lo que habíamos dicho.

Me reuní con Patrick para tomar una copa después de dejar a Veronica. Le conté que había sonado Rigoletto por los altavoces del local y que a ella le había fallado su orgullosa voz.

—Eso es conmovedor, y muy triste —dijo él—. ¿Es modelo?

—No. La conocí cuando hacía trabajos temporales.

—Eso todavía es más triste. Pobre chica…

—No es una chica —dije—. Tiene cuarenta años.

—¡Dios mío! —Se agarró a la mesa y se reclinó contra el respaldo de su asiento—. Entonces no es triste; ¡es trágico! —Sus ojos centellearon.

Me embebí de aquellos ojos centelleantes. El día antes él se había arrodillado desnudo entre mis piernas abiertas, con los ojos veteados fluctuando. La luz inundaba la sala. Sentimientos de cariño y voracidad a raudales iluminaban sus ojos multicolores. Dejando escapar un ruido suave, había cogido mi pie con ambas manos y doblado mi pierna para llevársela a la boca y besarme el empeine, la suela y el tobillo.

Dio un trago largo de su frappé de fresa. Sus ojos centellearon con menos intensidad; miró el reloj. Fuimos a cenar a un sitio elegante con cuatro amigos suyos. Disfrutamos de exquisitos manjares en grandes platos blancos, en enormes copas de vino y cócteles de colores dulces. Gruesos espejos en las paredes ampliaban nuestra imagen. Sonaba una música alegre que daba relumbre a las imágenes del local: labios y dientes, pechos suaves envueltos en sarongs de seda, piel cálida, higos cortados, vino y luz del sol. El fundador de una pequeña revista hablaba de escritores que se suponía que eran buenos pero en realidad eran espantosos. El crítico de cine de la pequeña revista hablaba de la agria y maliciosa disputa entre un director y el escritor cuya historia había adaptado. La biógrafa de los trolls denunciaba todo lo que era superficial y vulgar. Mientras los escuchaba, me vino a la cabeza un fotógrafo que generalmente volvía su arrogante cabeza enhiesta lo más alejada posible de su cuerpo, como si fingiera que no estaba allí. Por alguna razón, aquello acentuaba sus caderas, muslos y trasero, y hacía que fuera imposible no imaginarse el agujero de su culo.

Una actriz bajita de pelo negro y liso me miró y me dijo:

—Te veo muy pensativa.

—No —contesté.

Pero sí lo estaba. Estaba pensando en mí misma ofreciendo mi cuerpo sin realidad corporal, con la cara exagerada por el maquillaje y por las sensaciones artificiales, suspendida para siempre al borde de un abismo imaginario, con los ojos apagados y sin mirar nada en particular. Pensé en Duncan bailando en un lugar oscuro donde brillaban filos ocultos, con una curiosa determinación en el rostro. Pensé en Veronica con sus mocasines de hombre y sus calcetines chillones. Pero mis pensamientos estaban desnudos, y no tenía palabras para ellos.

—Estás demasiado pensativa por alguna razón —dijo Patrick—. Casi puedo oírte.

—Estaba pensando en cosas que parecen no ir juntas pero que lo hacen. Pero no sabría decir por qué.

—¿No puedes conectar los puntos? —preguntó la actriz con una voz apenas audible.

—Y estaba pensando en Veronica.

—¿Esa amiga tuya que tiene sida? —preguntó Patrick.

Hubo un silencio lleno de corrientes turbulentas. La actriz apartó la vista de forma abrupta. De su hombro emanó suavemente una disculpa dirigida a mí. La conversación se reanudó.

Más tarde, Patrick y yo nos peleamos por culpa de sus amigos de pie en la acera, bajo la luz acuosa y derramada de un bar boquiabierto. Yo me volví para marcharme. Él me agarró del codo; me aparté de él y durante un ridículo instante pivotamos el uno alrededor del otro. Los borrachos de una mesa junto a la ventana empañada del bar se echaron a reír. Me volví hacia él y él chocó contra mí. Los borrachos de la mesa aplaudieron.

—Vamos —dijo él—. No te enfades ahora. Vamos a donde no hayan amigos.

Y me llevó arriba y abajo por dos tortuosas calles hasta un edificio de oficinas sin letrero en la puerta, y me condujo por una caja de escalera calurosa hasta un tejado alquitranado e iluminado por un farol de hojalata que colgaba de un cable entre dos chimeneas. En el tejado había un banco de piedra rugosa que la luz oblicua teñía de azul, una mesa a juego, maceteros de madera donde crecían rosas ajadas y una jaula tras otra de palomas grises y zureantes. Sobre la mesa había una vela sin encender y un libro deformado por la lluvia con las páginas pegadas entre sí. El farol de hojalata se mecía levemente bajo un viento suave y las palomas se mecieron con ella.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Una balsa salvavidas en el cielo. Ven a mirar.

Las palomas se movieron como aguas oscuras al acercarnos nosotros… suaves y ondulantes, dando saltitos torpones.

—El conserje de este edificio cuida de los pájaros: su hermano es el dueño del edificio, así que le deja. Y yo conozco al carnaje y me permite venir a cambio de pagarle, o algo parecido.

Las palomas zureaban como agua oscura, acariciando rítmicamente una orilla oscura. El tejado ardiente soltaba su aroma acre. De la ciudad emanaba una luz granulada que se extendía hacia el cielo y luego descendía con un tibio resplandor lechoso. Patrick se quitó la camisa y la extendió sobre el colchón. Sonriendo, me senté sobre ella. Me cogió las caderas con las palmas de las manos ahuecadas y, con ellas a ambos lados de mi excitado espinazo, usó los pulgares para abrir mi cuerpo. Las olas alcanzaron una tras otra la orilla suave y oscura. Una hora más tarde, Patrick dejó diez dólares agitándose al viento bajo una esquina del cartón de leche.

Un mes más tarde me dejó por la actriz de pelo negro, cuyo hombro al parecer se había disculpado por adelantado. Él me lo dijo al final de una cena soporífera, mientras yo intentaba atraerlo a la cama conmigo. Ceñudo, él se negó. Dejé de incitarlo. Entonces vino, se sentó y me lo dijo. Todavía no se había acostado con ella, me dijo. No quería faltarme al respeto. Su sentido del honor me horrorizó; yací en un estado de horror apagado y dejé que me besara y acariciara el pelo hasta que se fue. Me acarició como si no quisiera marcharse. Me acarició igual que llegaba a la orilla el ruido de las palomas, una y otra vez. Me quedé allí tendida y seguí oyendo aquel ruido durante mucho tiempo después de que él se fuera.

Cuando por fin me incorporé, eran las dos de la madrugada. El apartamento estaba a oscuras y había alguien gimiendo al otro lado de la ventana. La rejilla proyectaba una sombra de rombos grises en el suelo. Pensé en las líneas de sombra proyectadas por los barrotes de la ventana de una cárcel formando listas sobre una cara vuelta hacia la luz, con un ojo sin tapar por las sombras. Busqué a tientas el teléfono. No esperaba que Veronica estuviera en su casa. Simplemente quería oír su contestador y dejar un mensaje. El lastimero balido electrónico del teléfono se onduló y se elevó como una escalera en el cielo nocturno. Y cada uno de sus peldaños era un barrote de luz. Me vi a mí misma y a Sara, dos niñas pequeñitas, subiéndola peldaño a peldaño, ayudándonos la una a la otra.

—¿Hola? —dijo Veronica. La habían mandado a casa temprano y acababa de prepararse una copa para irse a la cama.

Llegué a su apartamento al poco rato. Me abrió la puerta vestida con un camisón floreado y largo hasta el suelo, con un canesú de encaje en la pechera y unas zapatillas de pelo rosa en los pies. Me dio un tazón de cacao con ron blanco. Nos sentamos enfrente del murmullo de la televisión, y mientras hablábamos Veronica se dedicaba a cambiar rápidamente de canal.

Patrick y yo no teníamos nada en común, pero él podía oírme pensar. Era más brillante que yo, pero la mayor parte de lo que decía eran tonterías. Sus amigos eran espantosos, pero yo quería complacerlos. Yo le quería, pero no paraba de planear cuándo íbamos a romper. Heureux et malheureux. Luego yo estaría con otra persona, y luego con otra, y luego con otra.

—Francamente —dijo Veronica—, me resulta difícil ver eso como un problema. Lo que tienes que hacer es disfrutarlo mientras dure. Yo nunca me volveré a acostar con nadie, y si lo hago lo más probable es que le contagie.

En la pantalla que teníamos delante pasaba una procesión de caras: humanas, animales, monstruosas, humanas.

—Veronica —dije—. ¿Cómo eran las cosas entre tú y Duncan?

—¿Cómo? ¿No te lo he dicho? En esencia, eran relaciones entre un hombre y una mujer. Nos gustaban las mismas cosas… el cine, las artes. —Humanas, monstruosas, animales. Siluetas de leones caminaban por el delta africano con las orejas alerta. Veronica encendió otro cigarrillo—. Si preguntas por las cosas a un nivel más profundo, es difícil de explicar. Cuando estábamos juntos, éramos capaces de expresar algo en nosotros que estaba enterrado: no sé muy bien qué era, pero he estado pensando en ello. A veces daba la impresión de que yo era algo que él necesitaba derribar una y otra vez, y yo siempre volvía a levantarme. Él lo necesitaba y yo lo hacía, volver a levantarme.

—¿Té pegaba?

—No, cielo, hablo metafóricamente. En cualquier caso, luego retrocedíamos, soltábamos un chiste y nos reíamos y todo lo demás desaparecía. Y no hacíamos más que reírnos. —Se llenó los pulmones de un humo feroz y luego lo soltó—. Tal vez fuera un juego narcisista. Pero, aun así, cuando pasas por eso con alguien puedes sentir que entre los dos ha tenido lugar algo muy profundo. Y la verdad es que es así. Esa persona es tu compañero, y hay honor en ello.

Yo no lo entendí. Desvié la vista hacia la tele. Un equipo de naturalistas estaba filmando cómo un león dominante mataba a los cachorros de un rival a fin de proteger su reserva genética. Tres cachorros contemplaban aterrados cómo derribaba a un miembro de su camada.

—La naturaleza —dijo Veronica—. Qué espanto.

Cambió de canal. Seres humanos sonreían con copas en las manos. Cambió de canal.

—En todo caso, hace quince años hubo un precursor de Duncan, un hombre maravilloso al que conocí cuando estaba de viaje por los Balcanes. Él no hablaba inglés, así que no nos entendíamos, pero durante la semana aproximadamente que pasamos juntos no importó. A veces aparecía una expresión en su mirada, y yo sentía que también aparecía en la mía. Toda aquella torpeza y las sonrisas incómodas y el inglés chapurreado… todo valía la pena simplemente por los momentos en que aparecía en nuestros rostros aquella expresión. Recuerdo una vez que hicimos el amor. Estábamos en las montañas y lo hicimos literalmente al borde de un precipicio. Él me dio la vuelta para cogerme por detrás, y si me hubiera soltado podría haberme despeñado fácilmente.

Cambió de canal. Unas patas pequeñas plantaban resistencia al hocico enorme y por fin cayeron al cerrarse las mandíbulas. El león se tendió para comer. Veronica cambió de canal. Seres humanos que se besaban.

—Recuerdo una figura diminuta en la ladera de una montaña por debajo de nosotros, alguien que estaba en un prado de algo azul, llenando una cesta. Luego una extensión verde, y el sol, y el cielo que se elevaba más y más. Fue la experiencia más erótica que he tenido nunca.

Una de las gatas siamesas cruzó la franja de luz del televisor y se detuvo, sus orejas recortándose con bestial elegancia contra la resplandeciente pantalla de fondo. Ya solo quedaban tres gatas. Veronica había empezado a encontrarles casas a través de un servicio del Gay Men’s Health Crisis.

—Toda mi vida he hecho cosas que parecían autodestructivas. Pero la verdad es que no estaba siendo autodestructiva. Siempre sabía dónde estaba la puerta. Hasta ahora.

El equipo de naturalistas asustó al león y recogió a los cachorros que quedaban. Veronica apagó el televisor. Me invitó a quedarme a dormir. Me dio un camisón de franela con un estampado de violetas y cintas verdes. El estampado estaba descolorido de tanto lavarlo y la prenda tenía un pequeño desgarrón en el codo. Era tan impropio de Veronica tener algo tan decrépito que se me ocurrió que debía de ser de su infancia. Mientras me lo ponía por la cabeza en el baño, respiré hondo e imaginé aromas fantasmales que emanaban del camisón. Olores de infancia: axilas sedosas, la nuca, un pie de perfecta fragancia. La adolescencia más fuerte, más acre, impregnada de desodorante en espray, y por fin un aroma agrio secreto y desafiante. Una nube de nieve adulta hecha de jabón y lejía, y los fantasmas susurrando todavía a través de la misma. El camisón me venía estrecho de hombros; las mangas me llegaban ligeramente por debajo de los codos y la falda apenas por debajo de las rodillas. Lo alisé con cariño y salí del cuarto de baño, preparada para meterme en la cama y rodear a Veronica con mis brazos; nos imaginé a las dos juntas con nuestros camisones de franela, abrazadas hasta despertarnos.

Pero en cuanto nos acostamos, ella dijo «Buenas noches», y me dio la espalda. Yo me quedé mirando el techo y la escuché roncar. Mi corazón dijo: ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?

¿Dónde estoy? Me acordé de cuando dormía con Daphne y de que habría rechinado los dientes si ella me hubiera puesto un brazo encima. Pensé en Veronica de joven, al borde de un precipicio en brazos de un desconocido al que nunca tendría que conocer; abrazada como una niña querida y penetrada con la fuerza de los adultos. Aquella persona no quería el brazo tranquilizador de una hermana. No quería carantoñas.

Estuve dando vueltas hasta que vi amanecer a través de las persianas. Una de las gatas se me acercó. Estiré el brazo para tocarla y ella se apartó como si estuviera ofendida. Salí de la cama y caminé de puntillas por el apartamento vestida con mi camisón raído. Las gatas me miraban fijamente, como lémures. Los muebles se despertaban lentamente entre gemidos. Me acerqué a una ventana y separé las lamas de la persiana con un dedo. Observé a la gente y los coches que pasaban sumida en un trance de parálisis y movimiento. Ahora los rombos de mi suelo se estarían llenando de luz y moviéndose suavemente. Ya no habría barrotes de prisión. Ya podía volver a casa.

Volví a meterme en la cama y me acerqué a Veronica lo bastante para sentir el calor que emanaba de ella. La semana anterior había visto en televisión una entrevista a un hombre que tenía sida. El hombre contaba que, aparte de estar muriéndose, tenía que estar constantemente reconfortando a sus amigos sanos, a quienes aterrorizaba que se muriera, y que tener que hacer aquello era agotador.

A mí no me aterroriza, pensé.

Mi padre cruzó la sala de estar hecho una furia.

—¿Sabes lo que ese hijo de puta le está haciendo a su familia saliendo en un programa de televisión?

A mí no me aterroriza.

Desayunamos en un sitio que servía un té inglés tradicional en mesas desparejadas. Nuestra mesa se fue convirtiendo lentamente en un embrollo de platos floreados llenos de sándwiches y pastas, tazas floreadas, teteras y mermelada roja en un tarro de porcelana. Las camareras que nos atendieron eran mujeres adustas de mediana edad que lucían su falta de estilo como si fuera un uniforme almidonado. Veronica se recostó en su silla y bromeó con ellas sobre fajas.

—Mi madre siempre decía: «Si él te pregunta qué clase de ropa interior llevas, tú le dices: “Me va desde el pecho hasta las rodillas y tiene piezas allí donde no hacen falta”». ¡Y así era la de ella! Y la mía también, hasta que pude plantarle cara sobre el tema.

—¿Cómo era tu madre aparte de eso? —pregunté yo.

—¿Necesitas saber más?

Veronica me contó que su madre se pasaba todos los días horas enteras maquillándose, y que luego bajaba las escaleras llorando porque le había quedado mal. Que se pasó tantos años abusando de los laxantes que acabó perdiendo el control de sus intestinos y tenía que guardar toallas de emergencia en varios lugares de la casa: unas toallitas de mano que doblaba meticulosamente y de las que después se olvidaba. El padre de Veronica las encontraba y las tiraba sobre la mesa del comedor. Había torrentes de lágrimas y caras furiosamente ceñudas de teatro kabuki. Su madre empeoró tanto que ya no podía salir a hacer la compra. Y como su padre era agorafóbico, tampoco podía hacerlo a menos que se presentara la oportunidad perfecta en su itinerario en coche al trabajo.

—Se peleaban por quién iba a hacer la compra hasta que solamente nos quedaban dos salchichas y una lata de guisantes. Luego nos enviaban a mi hermana y a mí a atravesar un gran cruce con nuestro carrito rojo. Ellos se quedaban mirando desde la ventana, saludándonos con la mano.

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