Veronica

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—¿Cuántos años teníais?

—Ocho y diez. Después, cuando volvíamos, me acusaban de robar, o de «sisar», como decía mi padre. Mi hermana no era tonta: empezaba a denunciarme antes de que me acusaran de nada. Y yo tampoco era tonta: aprendí la lección y empecé a robar.

La camarera nos trajo un cenicero. Veronica se lo agradeció con una bobalicona sonrisa de deleite.

—¿Saben que podrías llegar a enfermar?

—Más o menos. O sea, se lo dije. Mi madre me dijo: «Siempre has sido una hipocondríaca». Y mi padre me gritó: «¡Solo estás intentando llamar la atención!», y me colgó. —Se encogió de hombros—. En esa familia falta más de un tornillo.

Por primera vez se me ocurrió que, a fin de cuentas, las cosas no dichas no eran tan malas. Por primera vez se me ocurrió que mis padres habían ocultado su odio y su dolor por amor.

—Tal vez —dijo Veronica—. Tal vez por eso siempre he creído que mi destino era hallar sosiego, al final de mi vida, en una morada segura y hermosa. No tiene que ser una casa propiamente dicha, podría ser un apartamento o una casita en el campo.

—Te imagino en una casita de campo —dije yo—. Con flores creciendo alrededor.

—¡Flores alrededor! ¡Me encantaría!

—Podrías llevar chanclos de goma y hacer mermelada.

—¡Podría, sí! No es demasiado tarde: ¡estoy en buena forma! Quién sabe, tal vez no enferme nunca. Podría hacer turno doble durante unos años y ganar lo bastante para comprarme una casita junto al océano.

La mermelada roja en su tarro de porcelana era como una joya viscosa bajo el sol. Me imaginé a Veronica en su casita de campo, entre flores y pétalos caídos.

—Pero ¿sabes una cosa, Alison? No deberías hacer caso de las cosas que digo de mis padres. Ya me conoces: diría cualquier cosa para conseguir una risa fácil. Pero no eran tan malos.

—¿No?

—No. Mi madre tenía una voz preciosa y nos cantaba casi todas las noches. Montaba obras de teatro con nosotras cuando éramos pequeñas y escribía canciones para que las cantáramos.

Cuando nos acostábamos por las noches nos decía: «Esta es toda la gente que os quiere». Y enumeraba los nombres de todos, hasta el último primo y la última tía abuela. Construía una cerca protectora con aquellos nombres. Y mi padre venía y se quedaba de pie en la puerta y nos contemplaba a las tres.

—Dio una calada y expulsó el humo, dejando una diminuta marca roja en la boquilla mojada —Todavía lo veo allí de pie.

—Sonrió y apagó el cigarrillo.

Había florecillas brotando en los arbustos que crecían a lo largo del camino. Eran de un rojo plano y áspero que palidecía a medida que los pétalos se extendían hacia fuera y cambiaban a un color que resultaba extrañamente carnoso, como la parte inferior de una lengua. Crecían en unas ramas del color de la arcilla roja, mojadas y relucientes bajo la lluvia, y tenían unas hojas ásperas y teñidas de rojo. Sobre el fondo del cielo gris resultaban sorprendentes, casi groseras. No eran la clase apropiada de flor, pensé yo. Veronica ya se sentía suficientemente sobresaltada. Lo que necesitaba era suavidad y textura de seda.

Patrick volvió a mí en una fiesta. Era una fiesta benéfica para una organización de ayuda a enfermos de sida. Montones de cabrones ricos pululando, y yo allí de pie. Antes de verlo a él vi a una supermodelo negra llamada Nadia, una mujer conocida por su arrogancia y su mezquindad.

—Oh, no —murmuró el editor de una revista—. Aquí viene Miss Hija de Puta.

Pero, al igual que los demás, el editor la observó mientras cruzaba la sala. Se movía como una reina dentro de un séquito gorjeante que funcionaba como una carroza hecha de plumas y cartón piedra. Iniciaba conversaciones y de repente daba la espalda. Ponía en jaque relaciones enteras con una sola mirada. Hacía que todo el mundo fuera una extensión de ella invisible. Sus movimientos expresaban una burla virulenta, que electrificaba de forma perversa su belleza y la hacía todavía mayor de lo que habría sido de otra manera.

La miré y la vi vengar a la mujer alemana que había caminado sola por la calle abrazándose a sí misma y mirando con ojos vacíos. La oí decir: ¿Es esto lo que realmente queréis? ¿Es esto lo que tanto os impresiona y sobrecoge? ¿Esto? Muy bien, pues, os lo voy a dar.

—Tú ándate con cuidado —le dije al editor—. En secreto, yo también soy una hija de puta.

Fue entonces cuando vi a Patrick. Calentada por la rabia, el sexo y el orgullo prestados, crucé la sala, con las vestiduras prestadas ondeando. A veces la gente tarda un poco en darse cuenta de que las cosas prestadas no sientan bien y es durante ese intervalo cuando sirven. Él sonrió ampliamente con expresión dulce y sacudió la cabeza, librándose del nerviosismo como si fuera sudor. Hicimos chanzas y bromas, trazando círculos y rondándonos como animales que se preparan para el jugueteo. Nos besamos contra la pared, y en un ropero, y finalmente en los baños, como la gente en las escenas eróticas de la tele, yo con la grupa sobre el lavabo.

Cuando salimos, Nadia se había marchado y el aire de la sala había cambiado, como el mar en la estela de una ola gigante. Todas las criaturas y conchas diminutas se seguían agitando, convulsas y caóticas. Una ostra que sudaba dentro de su concha de color crema estaba diciendo por un micrófono algo que nadie podía oír. Un manojo rubio de algas se frotó contra un guijarro rodante de pelo negro y los dos se deslizaron por la pared, riendo. Patrick dijo:

—Vámonos, querida.

Y nadamos hacia la puerta.

En la calle todo era muy veloz y corpóreo, y el cielo era de un color azul suave, con pequeñas nubes de color salmón. Fuimos a un deli y deambulamos atolondradamente entre hileras de latas y botellas, esponjas de color pastel en sus envoltorios y un centelleante gato anaranjado. Imágenes diminutas que nos habían sonreído de niños seguían sonriéndonos de adultos: un atún con gafas de sol, un hombre verde vestido con hojas y riendo. Compramos patatas fritas y zumos y salimos de nuevo bajo el cielo suave y resplandeciente. Un taxi se detuvo tembloroso y nos acogió en su penumbra chirriante con un portazo. De la radio salía una canción que rebotaba como bolas de caramelo de colores sobre una cinta transportadora. «One more shot!». Rebote, rebote. «Cos I love you!». La ciudad pasaba junto a nosotros, estrellándose contra el cuello fornido y peludo de nuestro conductor.

—Tengo algo para ti —dijo Patrick. Sonriendo, levantó el puño cerrado.

—¿Hum?

Sonrió y abrió la mano. Vi mis bragas hechas una pelota. Parpadeé. El mundo abrió la boca y se echó a reír como un bebé al que estuvieran haciendo cosquillas. Me había olvidado de ponérmelas cuando salimos del cuarto de baño; él había visto cómo me asomaban de la pernera del pantalón y caían al suelo del deli. El gato había pasado corriendo a nuestro lado; el hombre verde se había reído. Nosotros también nos reímos, revoleándonos en el taxi, besándonos. La ciudad discurría al otro lado de la empañada mampara de plástico antibalas que protegía al conductor, con su compartimento articulado para meter el dinero arrugado de la carrera. La mampara estaba cubierta de adhesivos que anunciaban discotecas y bandas de música, y los adhesivos estaban todos garabateados a bolígrafo, y la radio derramaba sus garabatos sobre todo. Oh, Miss Hija de Puta, hasta tú estás cubierta de garabatos y canciones de la radio.

—Te quiero —dije.

Él me abrazó fuerte y me besó y su cuerpo dijo: Sí, adelante.

Él todavía estaba con la actriz de pelo negro y con su hombro parlante. A mí no me preocupaba. Si el mundo entero iba a abrir la boca y echarse a reír, estaba claro que había sitio para ella. Ella podía estar en el mundo y yo podía estar en la risotada que venía rodando y se alejaba rebotando. Había sitio.

Una vez quedé con Patrick para que viniera a mi apartamento justo después de una visita de Veronica. Él llegó unos minutos antes y así es como se conocieron.

—¿Esa es la mujer que tiene sida? —preguntó en tono incrédulo—. ¡Pero qué horror!

—¿Por qué dices eso?

—¡Porque parece una solterona! ¿Cómo demonios le ha pasado?

—Es que es una solterona, idiota. No técnicamente soltera quizá, pero… bueno, qué más da.

—Ya sé que no importa. No soy idiota. Pero ya sabes a qué me refiero. No parece alguien que pueda coger el sida por acostarse con un bisexual. —Me cogió la mano—. Alison, tú eres tan dulce y humana, y ni siquiera te das cuenta. No eras amiga de esta persona antes de que enfermara, ¿verdad?

—No ha enfermado. Y sí éramos amigas. Éramos colegas del trabajo.

—Pero ya sabes, la mayoría de la gente, cuando pasa algo así, a menos que sea una relación muy íntima, huye. Y fue entonces cuando tú te hiciste amiga suya.

—¿Y qué? No me parece que me merezca una medalla por comportarme decentemente —dije.

Aquella misma noche, Patrick dijo:

—La cara de esa mujer era realmente estrafalaria. Me refiero a Veronica. Era el súmum de lo estrafalario.

Hace más de veinte años que no hablo con Patrick ni le veo. Aun así, en la montaña, le respondí. «Sí —dije—. Sí que era estrafalaria. Sufría y estaba completamente sola. Eso puede volverlo a uno estrafalario».

Pero lo cierto era que no siempre me comporté decentemente.

Veronica estaba sola porque sus amigos la habían abandonado. Ella decía que la habían abandonado porque estaba enferma, pero no sé cuál habría sido la versión de ellos.

—Todos me decían: «¡No te acuestes con él!» —me comentó—. Pero lo hice, y ahora están todos enfadados conmigo. Quieren creer que tienen razón, porque si consiguen creer que tienen razón, podrán creer que no se van a poner enfermos. —Se encogió de hombros—. Lo puedo entender. Es una idiotez, pero lo puedo entender.

La primera Nochevieja después de la muerte de Duncan la pasó sola. Cuando llegó la siguiente Nochevieja, decidí llevarla a una fiesta. Examiné todas las invitaciones que tenía en busca de una zona segura para Veronica. Al final aparté dos. Una era una fiesta en el Upper West Side, organizada por Joan, la editora de una revista, en honor de un cineasta que había dirigido una película titulada Show Tunes. Joan era una anomalía en el mundo de la moda. Me acordaba de ella: una mujer gorda, inteligente y de ojos perspicaces, que miraba por encima de unas gafitas cuadradas y diminutas apoyadas en la punta de su nariz escrutadora mientras hojeaba una carta de martinis. Podía imaginarme a ella y a Veronica bebiendo martinis juntas.

La otra posibilidad era algo llamado la Fiesta de la Motocicleta, en la cual, según la anfitriona, los tíos iban a saltar con sus motos por encima de chicas desnudas. Yo conocía a una de las chicas desnudas; en las fotos se veía perfecta, pero en persona tenía unos ojos ebrios y vidriosos, una piel granulenta y una barriga dura y abultada con un ombligo que parecía un dedo del pie encogido. Una vez le había hablado de Veronica y ella me había dicho:

—Es genial que estés a su lado. Es genial y muy valiente.

No era muy valiente por mi parte ir al cine con ella. Pero sí fue valiente invitarla a salir conmigo aquella noche. Me da vergüenza decirlo. Pero es cierto. Me daba miedo salir con ella en Nochevieja. Tuve que reunir coraje para hacerlo.

Mi taxi llegó delante del apartamento de Veronica a las nueve en punto. Ella estaba caminando como un pato nervioso por la acera con un vestido de chiffon y una chaqueta de cuero negra. Su cabeza se veía cuadrada y resuelta por encima de su cuerpo blando y torpón. Su sonrisa reunía energía a cada paso.

—Me alegro mucho de que estemos haciendo esto —me dijo—. Si no, me habría puesto las chaparreras de cuero y estaría vagando por las calles.

Yo pensé que estaba haciendo una buena obra: una idea henchida de curiosidad y tímida vanidad.

La fiesta se celebraba en un apartamento espacioso que hervía de amabilidad y buenos deseos. La gente nos sonreía, ladeando la cabeza como si estuvieran examinando en profundidad y luego ampliando las sonrisas para mostrar que estaban encantados con lo que veían. Los invitados eran gente mayor, joven y de mediana edad, que llevaban ropa de buena calidad sin alardear de ello ni preocuparse demasiado. También había niños, que corrían llevando banderolas salpicadas de estrellas por encima de sus cabezas. Alguien tocaba temas de musicales en un piano, con soltura desenfadada, su enorme cabeza calva erguida y radiante.

—Dios mío —dijo Veronica—. No me merezco esta fiesta.

—Oh, déjalo.

Pero yo tampoco estaba segura de merecerla. No veía más modelos que yo. No veía a nadie que conociera. Busqué a Joan y la encontré en una sala grande, sentada delante de un fuego que ardía en una enorme chimenea. Joan irradiaba calidez y yo quería que Veronica la sintiera. Pero cuando fueron presentadas, Veronica pareció encogerse y convertirse en algo pequeño y duro. Joan reaccionó desprendiéndose de su calidez. Su cuerpo gordo se volvió tan imponente como una fortaleza, y se asomó desde la misma con una mirada dura y vigilante.

—¿Cuánto tiempo hace que conoces a Alison? —preguntó.

—Años. Trabajábamos juntas.

—¿Eres estilista? —preguntó en tono dubitativo.

—Correctora —dije yo—. A través de una agencia de trabajo temporal.

—Ya veo.

La conversación siguió igual de tediosa y se fue volviendo sutilmente hostil sin que nadie dijera nada hostil. Las mejillas blandas de Joan se fueron endureciendo poco a poco y yo empecé a oír la voz de Veronica tal como debía de oírla ella: afectada, estridente y forzada hasta adquirir llamativas formas rococó. Se nos unió un amigo de Joan, un hombrecillo de mirada agitada que dijo ser agente literario. Mientras yo contestaba a una pregunta de Joan, le oí preguntarle a Veronica a qué se dedicaba.

—Escribo. Pinto. He hecho algo de interpretación.

Su voz sonaba tan afectada que durante un segundo creí que la estaba amanerando para burlarse de él. Luego vi su sonrisa falsa y suplicante.

Hubo una pausa. Los ojos de él se llenaron de desdén y del placer de sentirlo. Alzó el mentón.

—¿En serio? —dijo— Qué interesante.

Me alejé a toda prisa hacia la mesa de los entremeses. Pensé: Si quiere comportarse de forma rara, no es mi problema. No voy a hacerle de niñera a alguien que es dieciséis años mayor que yo. Pero cuando volví a mirar, ella estaba sola, con la misma sonrisa terrible impresa en el rostro.

—Oh, estoy bien, cielo —dijo—. Alguien acaba de acercarse a mí y me ha dicho: «¿A usted quién la ha invitado?».

—Puede que lo quisiera saber de verdad —dije en tono esperanzado—. A veces la gente lo pregunta simplemente para ubicarlo a uno.

Su sonrisa se volvió más terrible. Pude oler su sudor.

Un hombre se acercó.

—Perdone —dijo—. Estoy a punto de marcharme y quería decirle que ha sido un placer estar en la misma sala que usted. Es muy hermosa.

—Gracias —dije.

—Muy hermosa —repitió. Se volvió para marcharse y al pasar puso una mano en el hombro de Veronica—. Y usted tampoco está mal.

—Gracias por el hueso —dijo ella.

La cabeza de él dibujó un gesto dolido al retirarse.

—Vamos a por una copa —dije yo, tragando saliva.

Después de aquello, Veronica se relajó más. Lo más probable es que morder la mano de alguien le sirviera para rebajar la tensión de las mandíbulas. Ahora quien la sentía era yo, y solo podía calmarla bebiendo. Deambulé de una insulsa conversación a otra y mi corazón latía: ¿Dónde estoy? Cantamos «Auld Lang Syne». Gritamos: «Feliz Año Nuevo». Cuando me volví hacia Veronica, ella me besó y durante un instante supe dónde estaba.

Salimos de la fiesta de buen humor. El taxi incluso se paró cuando le hicimos la señal. Pero, en cuanto estuvimos dentro, se me pasaron las ganas de estar con Veronica. Quería estar en la Fiesta de las Motocicletas, deambular sola por las salas atestadas y observar cómo se desvelaban las caras extrañas y altivas. No quería oír cómo Veronica decía cosas extrañas a la gente. No quería preocuparme por si ella era feliz. No quería que me juzgaran por estar con aquella mujer extraña, mal vestida y mal maquillada. Y ella no paraba de decir que había una niña en la fiesta que era idéntica a su sobrina. La luz se elevaba y se desplomaba sobre su cara, primero dura y después suave. Dentro de poco va a estar muy enferma, pensé yo. Y entretanto no va a tener mucha diversión. El taxi se paró en un semáforo que el frío volvía brillante y feroz. Había grupos de gente con caras amables y expresivas, inclinadas contra el viento. De debajo de los míseros abrigos de diario de las mujeres asomaban frágiles vestidos para las ocasiones especiales.

—Veronica —le dije—. Espero que no te importe, pero creo que quiero ir sola a la otra fiesta. Espero que no te ofendas. Simplemente me apetece estar sola.

La dejé en su apartamento. Ella me besó y me dijo: «Feliz Año Nuevo». Yo lo recuerdo como si la hubiera sacado a empujones del taxi.

No siempre era así. Una noche salimos a bailar. Ella había dicho: «Aunque sea una sola vez, me gustaría ir a bailar a uno de esos sitios chic. Una sola vez». Así que encontré uno que justamente acababa de dejar de ser chic y fuimos. Ella llevaba una chaqueta roja que hacía cinco años que ya no estaba de moda, de cuero rojo lacado con hebillas doradas, hombreras y bolsillos falsos. La llevaba de forma desafiante. La llevaba como diciendo que sí, era fea, y sí, era de mal gusto, pero en aquellos momentos únicamente la fuerza que daban la falta de gusto y la fealdad podía ayudarla a menear el esqueleto por última vez. Bailaba de la misma forma enérgica en que se movía en las clases de aeróbic: saltando y dando patadas con maníaca corrección. Como si intentara enseñarle a algún escéptico, de una vez por todas, lo que era capaz de hacer. Pero con cada movimiento repetitivo parecía adentrarse serpenteando en un lugar donde no tenía que enseñarle nada a nadie, un lugar donde no existía la corrección. Alcé la vista; sobre escenarios desnudos bailaban hombres gordos con peluca, con pericia y altivez. Luces de colores candentes los bañaban en oleadas. Sonaban sirenas y bocinas de payaso mientras ellos bailaban frente a la muerte y frente a la vida. La música resonaba colosal, como si estuviera empujando al mundo atroz a un bebé que vociferaba de horror ante lo que veía. Las locas bailaban y Veronica bailaba y su baile decía: Mundo, besa mi culo gordo de mediana edad.

El estrecho camino serpentea frente a la montaña. Lo rodea una vegetación espesa y chorreante, y el follaje resulta hostil, pegajoso, parecido a una telaraña, rumoroso. Recuerdo a mi madre leyendo para nosotras, con sus brazos cálidos y relucientes bajo un frágil nimbo de vello; las mandíbulas del león del documental; las patas indefensas de los cachorros. El equipo de televisión filmó al león comiéndose las entrañas del cachorro y luego lo espantó. O le disparó. Le dejaron comerse uno para el documental y luego recogieron a los demás.

No sé qué decía yo mientras bailaba. Probablemente nada. Probablemente «Soy una chica guapa, soy una chica guapa, soy…».

Veronica empezó a toser. A tener un poco de fiebre. Durante una clase de aeróbic, se cayó y empezó a chorrear un sudor frío. Le dije a gritos que fuera al médico.

—Mis principales problemas son hongos, herpes perpetuo y hemorroides —dijo ella—. Del primero me puedo ocupar yo en la farmacia, con el segundo no se puede hacer nada, y por el tercero no pienso ir a ningún médico asqueroso.

—¿Por qué no, si te las puede quitar?

—Cielo, no seas ingenua. No pienso ir a ninguna clínica de Broadway con un letrero de neón rojo que ponga «Se extirpan hemorroides: estrictamente confidencial», para que me rajen como a un pavo en Navidad y luego me pase una semana expulsando restos sanguinolentos. Sé que me voy a morir pronto, pero prefiero que no sea de ese modo.

—Pues haz que te examinen los pulmones —dije en tono huraño—. O consigue algo para la fiebre.

Al final fue a ver a un médico, pero volvió diciendo que era un hijo de puta y que no pensaba volver.

—Me hizo esperar horas en una sala llena de hombres con llagas en la cara, y había una mujer espantosa sentada al borde del asiento como si tuviera un forúnculo en el culo. La mujer entró delante de mí y salió volando como una bruja montada en su escoba. Luego entré yo, y el médico, que por supuesto era un heterosexual con cara de cerdo borracho, me soltó una diatriba autocomplaciente sobre cómo la mujer se le había quejado por estar en una sala con pacientes de sida. «Le he dicho que se fuera a la mierda», me dijo. «Que no la necesito. No la necesita nadie». Como si aquello tuviera que hacerme pensar que era un tío genial.

—¿Y no estás de acuerdo con él?

—Pues no. Claro que la mujer no quería estar en una sala con pacientes de sida. ¿Quién querría? Se lo dije. Le dije: «Señor, yo tengo sida, y no quiero estar en una sala llena de…».

—Tú todavía no tienes sida. Y pensé que habías dicho que aquella mujer era espantosa.

—Los dos eran espantosos —me dijo en tono cortante.

Suspiré.

—Mira —dije—. Sé que es una mierda. Pero tienes que decidir si quieres vivir o no. Porque si quieres, vas a tener que empezar a pelear por tu vida.

—Sí, ya lo sé, cielo. Es que no estoy segura de que valga la pena.

—Muy bien. Tal vez no. Probablemente no. Tienes unos padres que están locos y una hermana que no te sirve de nada. Estás sola y tienes un asco de trabajo. Y no vas a vencer a la enfermedad hagas lo que hagas.

Veronica se me quedó mirando como si le hubiera dado un bofetón en pleno ataque de llanto. Al menos me contuve y no le dije que tenía un aspecto repugnante.

—Pero aunque solo vivas cinco años más, incluso si vives dos años más, o uno, si usas ese tiempo realmente para… para… —Vacilé, avergonzada.

Me miró, sintiendo lástima por mí.

—Para descubrir realmente quién eres y para cuidar de ti misma y… para perdonarte a ti misma… o sea… no quiero decir que…

—Voy a dejarte pasar eso —dijo ella en voz baja.

—No me refiero a perdonarte por haber enfermado. Me refiero a cuidar de ti misma. —Mis palabras eran rígidas y trilladas. Las había sacado de revistas naturistas. No sabía lo que significaban más que ella. Y, a pesar de todo, las decía— Me refiero a quererte a ti misma.

—Entiendo lo que quieres decir, Alison —dijo Veronica en tono amable—. Me parece encantador. Pero es que yo no… Es que no va con mi personalidad.

—Muy bien. Pero los problemas físicos siguen estando ahí. Si no te gusta ese médico, hay otros. Hay hierbas, hay acupuntura, hay yoga. Está el Gay Men’s Health Crisis, está la gente de Shanti, también hay grupos de apoyo… y grupos para mujeres. La medicina no va a curarte, pero sí te aliviará el dolor. Le dirá a tu cuerpo que lo estás cuidando, que lo estás queriendo. Sé que suena cursi, pero…

—No tengo seguro médico.

La miré fijamente.

—Creía que habías contratado un seguro hace un tiempo.

—Sí, pero caducó. Después de todo, era un seguro de mierda.

Me quedé sin habla.

—Hace un año probé con un acupunturista. No puedo decir que me sirviera de mucho, aunque era un tipo encantador. Me habló de los órganos y de que están conectados con distintas emociones. Los pulmones son la tristeza; el hígado es la rabia. Me dijo que mi mayor debilidad residía en el intestino delgado. ¿A que no adivinas a qué emoción está conectado? Al amor intenso no correspondido. ¡El intestino delgado! ¿Quién lo iba a decir?

A veces, sentía desprecio y asco por Veronica. Me pasaba cuando estaba sola en la cama, pero era incapaz de dormir. Me la imaginaba con una de sus sonrisas falsas o disponiendo sus posavasos con imágenes de gatos o ajustándose su pajarita chillona, y me invadía el desdén. No intentaba combatirlo. Lo dejaba resoplar y enraizar. ¿Por qué se había hado con alguien como Duncan, para empezar? Alguien que permitía que la llamaran pescado viejo en público y luego se iba cogidito de la mano con el tío que lo había dicho. Ella quería ser una víctima. Es probable que hasta quisiera morirse: lo había dicho ella misma. «La mayoría de la gente, cuando pasa algo así, huye». Por supuesto que huía. Era algo horrible. La gente como Veronica arrastraba a todo el mundo en su caída; presenciar todo aquel dolor te paralizaba. Sobre todo cuando había elegido hundirse ella misma. ¿Cómo sé podía respetar a una persona así? Ella lo había decidido así. ¡Lo había decidido!

—Tú lo dijiste —le dijo mi madre a mi padre—. Si no estás contento con tu vida, puedes decidir cambiarla. Eso es lo que hice yo. Decidí volver contigo, y puedo cambiar de opinión.

Una banda de la era del jazz sonaba fuerte y exaltada. La tele también estaba encendida y Sara estaba acurrucada delante de ella, haciendo un crucigrama con una mano y tapándose una oreja con la otra para no oír el jazz.

—¡Decisiones! ¡Decisiones! ¿Qué decisiones toma uno cuando tiene cincuenta años? ¿Y qué podía decidir yo con un bebé que alimentar, y otro en camino, y encima otro después? ¡Tuve que coger lo que me daban!

Su tono era exculpatorio, pero su música escandalosa se burlaba de todas nosotras. Sara cerró el puño de la mano con que se tapaba el oído, murmurando palabrotas y agarrándose el pelo como si se lo fuera a arrancar.

—También se refiere a decisiones más profundas, sobre cómo manejar las cosas —dije yo—. Por ejemplo, puedes dejar que la gente del trabajo te saque de quicio o puedes…

—¡Joder! —gritó Sara, y subió corriendo las escaleras.

—¡Sara, no hables así! —gritó mi madre.

—¡Yo lo hago, y tú también puedes!

—¡Decisiones más profundas! ¿Crees que un ser humano es como una casa encantada de parque de atracciones, donde hay algo escondido detrás de cada puerta?

—¡Sí! —dije yo, riendo.

—¡Tal vez sea así en el mundo de la moda de Nueva York! Pero aquí no. Aquí no. Oh, cielos.

Cuando volví al mes siguiente, mi padre estaba leyendo en voz alta pasajes de un libro sobre maricones y las cosas espantosas que hacían. De acuerdo con aquel libro, todos los hombres eran gays en potencia, podían follarse cualquier cosa, a todas horas, y solo se curaban gracias a la influencia de las mujeres.

—¡Esos tipos no tienen por qué ser así! —gritó—. ¡Pueden decidir!

—Pensaba que no creías en eso.

—¡No estoy hablando de «decisiones profundas»! ¡Estoy hablando de comportamiento! ¡Estoy hablando de la realidad!

Sara comía en silencio su plato de helado. Mi madre puso los ojos en blanco.

Veronica dejó el trabajo temporal y cogió un trabajo a jornada completa con un seguro médico excelente. Se unió a un grupo de apoyo para mujeres con VIH. Dejó de fumar. Encontró a un médico al que podía soportar. Se pasó un año haciendo turno doble y se compró un apartamento grande y caro en un edificio en régimen de cooperativa. Lo llenó de muebles macizos y cortinas, que sumieron sus dependencias en un silencio y una penumbra de acuario.

Yo también me mudé a un apartamento más grande, con techos altos, ventanas con hojas batientes y un bar debajo que estaba heno de música, caras y bebidas de dulces colores. Tan pronto como lo hice, el trabajo me empezó a ir mal. Se suponía que debía aparecer en un reportaje de bañadores a página entera, pero me pusieron junto a una chica de tetas grandes y un culo como el de una yegua, y el fotógrafo dijo:

—¡Pareces su hermana de doce años!

Durante una sesión de fotos de vestidos de noche, apareció de pronto una clienta con una cinta métrica, me rodeó las caderas con ella y dijo:

—¡Mira esto! ¡No nos sirve!

—¡Chiflada hija de puta! —dijo Morgan mientras comíamos sushi. Pero luego hizo una pausa, con los palillos posados sobre una lámina de pescado cortado como una lengua encantadora—. ¿Por casualidad estabas a punto de tener la regla?

Es Alain, pensé. Finalmente. Tiene que ser él.

Morgan me concertó una cita para que conociera a un fotógrafo llamado Miles. Miles era un excéntrico que diez años atrás se había labrado cierta reputación trabajando con chicas de belleza algo inusual. Hacía poco había sido contratado por un diseñador iconoclasta cuyas falditas diminutas de encaje y leotardos de felpilla floreada estaban en todas partes; existía la impresión de que en cualquier momento su rostro irrumpiría con gran estrépito en la división de honor de la moda.

Salí de copas con Miles y con una joven estrella de dieciséis años llamada Angelique, una hispana diminuta de cuerpo estrecho que me hizo pensar en una salamandra dentro de una columna de fuego. A modo de saludo, la chica me mordió en la mejilla y luego en el brazo. Cuando fue al baño, le pregunté a Miles si estaba loca.

—No —dijo él—. Solo es una niña asustada que intenta enfrentarse al mundo. Pero sí que muerde. Una vez me dijo que cuando no podía dormir mordisqueaba una caja de Kleenex.

Miles era una persona alta y larguirucha que llevaba unas gafas de sol de plástico rojo y exhibía su cabeza calva de la misma forma que cierta gente truculenta ostenta su trasero: alto, orgulloso y glandular. Me preguntó qué era lo más vergonzoso que había hecho, lo más sexy y lo más cruel. Se lo conté y dijo:

—Está diciendo la verdad. ¡Qué encantadora!

Angelique retozó como un cachorrito.

—¡Yo nunca digo la verdad! —dijo.

—Ya sé que no, cariño —respondió él, y le sacó una foto con una cámara Polaroid pequeña.

Nos pasamos la noche yendo de bar en bar. Allí donde fuéramos, Miles sacaba fotos Polaroid de quien fuera que tuviéramos delante: una mujer de mediana edad bien vestida de mirada salvaje y nariz enérgica y brillante; una pelirroja esbelta cuya camiseta llevaba un dibujo de una rata peluda y sonriente; un hombre muy rubio con una camiseta negra y unas gruesas gafas negras, tan tieso como una escoba y afectando un aspecto intencionadamente extraño. Me di cuenta de que Miles no elegía a nadie demasiado a la moda ni demasiado guapo. Le interesaba lo real. Las mujeres reales intentaban parecer sexys. Pero en el fondo de sus miradas había incertidumbre. Miles iba tirando sus fotos sobre la mesa junto con nuestras copas. Miré la foto de una mujer trajeada. Su ropa estaba arrugada; su frente y su nariz brillaban con manchas de luz anormal. Sonreía como si creyera que la «diversión» era algo que se pudiera agarrar y mantener y todavía estuviera intentando agarrarla con todas sus fuerzas.

—¿Por qué lo haces? —pregunté.

—Me gusta ver cómo la gente se divierte.

—Esta mujer no tiene pinta de haberse divertido en su vida.

Él miró la foto.

—Probablemente no. Pero lo está intentando, y eso es lo que me resulta interesante.

Sostuvo la cámara en alto y me sacó una foto. Puse la cara más fea que pude. Angelique me rodeó con los brazos. Dijo:

—Quiero casarme contigo. —Y me mordió.

Al final de la noche tuvimos que caminar una manzana para encontrar taxi. Angelique corría delante de nosotros. Cuando la alcanzamos, estaba flirteando con unos hombres hispanos en un banco público. Los hombres tenían pinta de tipos duros y llevaban ropa gastada; iban sin afeitar y sus hombros carnosos empezaban ya a redondearse. Pero seguían llenos de sexualidad, y uno de ellos era guapo. Angelique correteaba entre ellos como un pajarillo borracho piando en español. Ellos estaban tan embobados que no vieron que Miles les estaba sacando fotos. Angelique rodeó con los brazos al más guapo e hizo amago de besarlo. Miles sacó otra foto. Uno de ellos se dio cuenta y se nos quedó mirando con el ceño fruncido.

—Ponte con ellos —me dijo Miles.

—No. —Y me aparté.

—Muy bien —dijo él—. Vamos, Angelique, deja de besarte con los criminales.

El calor inflamó a todos los hombres del banco y les hizo ponerse de pie a todos. Angelique se puso a hablar con una voz rápida y suplicante. El guapo le soltó algo en tono cortante; ella dio un paso atrás.

—¿Me has llamado criminal? —dijo uno de ellos—. Te voy a matar, cabrón.

—Estaba de broma —dijo Miles.

—Tú no eres quién para vacilarme, maricón.

—Escucha, ¿por qué no…?

—Tienes el sida, ¿verdad, maricón? Vete a casa a morirte, maricón.

Bajamos por la calle, y ellos siguieron gritándole al cara de culo agraviado de Miles.

Una vez en el taxi, nos dijo:

—Así que eso es lo que se dice ahora en la calle: «Tienes el sida». Es lo peor que se puede decir.

—No ha querido decir nada —dijo Angelique—. Solo ha sido de boquilla.

—No querían ser usados —dije yo.

Se produjo un silencio y supe que Miles no trabajaría conmigo.

—No ha sido para tanto, ¿verdad? —preguntó él— No ha dado demasiado miedo, ¿verdad?

—No —dijo Angelique—. ¡Ha sido divertido!

Aquella noche soñé que estaba en París y que posaba para la portada de una revista. El estudio estaba lleno de gente: René, Alana, Simone, Cara de Coño, todas las putas y cabrones borrachos de la rué du Temple. Y deslizándose entre ellos, con su cuerpo doblado y plano como el de una serpiente, Alain me mostraba su cara blanca y plana. Ya no había movimiento en sus ojos. Estaban quietos y vacíos como una tumba expectante. El fotógrafo estaba furioso, pero no podía hacer nada. Alain sonrió y desapareció. La multitud pululaba. El fotógrafo maldecía y me pellizcaba.

Así que abandoné mi cuerpo y me fui a un lugar más vacío que un desierto, un lugar que parecía extenderse hasta el infinito. En él resplandecían miles de velos y máscaras y personalidades, cada uno tan quieto como una estatua y a la espera de que alguien se introdujera en su interior y le insuflara vida. Deprisa y con ligereza, pasé por cada una de ellas. El placer recorrió mi superficie como un garapito.

Pero por debajo de la superficie, algo pesado tiraba y se retorcía. Tiraba y se retorcía porque no quería asumir aquellas formas. Tiraba de mí de vuelta a mi cuerpo y me retorcía la cara para arrancármela de la cabeza. Pero no pasaba nada. Nadie se daba cuenta. La cámara centelleaba. Yo sonreí y me desperté entre convulsiones, como si intentara quitarme de encima una enorme manta de oscuridad.

Resacosa y atormentada, fui a la prueba del día siguiente. Una luz granulosa caía sobre las cabezas gachas y el pelo reluciente de una docena de bellezas pálidas y bostezantes. El representante abrió mi book y lo cerró. Me dijo:

—Cariño, tu look está muerto.

Una vez más, pensé yo, Alain. Se había colado en mi mundo a través de mi sueño y lo había envenenado. Sabía que aquello era absurdo. Pero igualmente lo pensé.

Aquella noche le enseñé a Patrick la Polaroid que Miles me había sacado. Los ojos estaban fuera de sus órbitas. Mis manos eran garras. Mi boca estaba tan abierta que parecía que los pómulos fueron a saltar de la cara y mi descolorida lengua salía tanto de la boca como podía. Mi garganta era una masa de rojez húmeda.

Patrick la miró largo rato.

—Es repulsiva de verdad —dijo por fin—. Es la garganta lo que produce esa impresión. Parece inflamada… como si algo hubiera intentado salir por ella.

Veronica me contó que odiaba a la gente de la oficina y que ellos la odiaban a ella. Me dijo que se veía obligada a trabajar con hombres que decían cosas misóginas repugnantes y que nadie escuchaba sus quejas. La aterraba que pudieran descubrir su enfermedad, echarla y cancelar su seguro médico. Y aun así trabajaba turnos dobles y hacía semanas de sesenta horas porque debía dinero a Hacienda.

Yo pensaba que se estaba equivocando. Creía que si ellos se enteraban de que tenía el VIH la tratarían mejor.

—Si se enteran serán más comprensivos —le dije—. Más amables.

—Tonterías —espetó ella—. Lo que harían sería acorralar a la presa.

Para entonces ya había dejado su grupo de apoyo porque, según decía, las mujeres eran todas unas vacas estúpidas y el moderador era un maricón condescendiente.

—Un día cometí el error de mostrarme vulnerable delante de ellos: si no se puede ser vulnerable en compañía de vacas, entonces, ¿con quién? Les conté lo que estaba pasando en el trabajo, se lo conté todo. Les dije que sentía que Dios me odiaba, y el maricón estirado va y me suelta: «Oh, vamos, ya eres grandecita para estar por encima de eso». Yo dije: «¡Me cago en la puta! ¿Tan grande se supone que soy?». Y las vacas fruncieron sus bocas detestables. No me extraña que los hombres nos odien. No me extraña.

Al final, el moderador les dijo que estaba escribiendo un libro sobre mujeres con sida y que ellas formarían parte del mismo. A Veronica aquello le pareció atroz, e intentó unir a las demás mujeres en contra de él. Una de ellas se chivó y a Veronica se le pidió que abandonara el grupo.

Aquella misma semana, su hermana la llamó y le dijo que dejara de enviarle regalos a su sobrina.

—Dice que, enferma o no, necesito vivir mi propia vida y dejar de aferrarme a la niña. Dice que una vez asusté a Sunny por teléfono. Por supuesto, no me quiere decir cómo. —Veronica estaba sentada muy rígida, con la mano del cigarrillo temblando de rabia—. Habla como si la fuera a contaminar. —La rabia le llenaba los ojos de vetas de bilis amarillenta—. Habla como si la fuera a devorar.

Se peleó con la gente de la oficina hasta que nadie quiso trabajar con ella y se vio obligada a hacerlo sola. Cuando íbamos las dos al cine, acusaba a los que tenía detrás de darle patadas y contestaba a gritos cuando los de delante le pedían que dejara de hablar. Se peleaba con la gente de nuestra clase de aeróbic por acercarse demasiado a ella sobre la colchoneta. Una vez se peleó con la profesora durante la clase. Estábamos a cuatro patas en el suelo, levantando una pierna hacia el techo y después la otra.

—¡Mantened esa pelvis firme! —gritó la profesora por su micrófono—. Imaginad que vuestra persona favorita está detrás de vosotras, sosteniéndola con firmeza.

—¡Perdón! —resonó la voz de Veronica por toda la sala, elevándose por encima de la música—. ¡Perdón! —La profesora se volvió. Veronica ya estaba de pie con los ojos inflamados de rabia—. Uno —dijo—, ese ha sido un comentario muy grosero. Y dos, mi persona favorita está muerta.

Yo discutía con mi padre sobre la cuestión de las decisiones. Me burlaba de él cuando hablaba como si él no pudiera decidir nada. Pero cuando hablaba con Daphne sobre Veronica, adoptaba la posición contraria. Daphne vivía en Hoboken con su novio, Jeff. Ya casi había terminado los cursos de posgrado, y se había convertido en una mujer estable, algo regordeta, y en sus ojos había una expresión de tener cada vez más control de su vida. La cocina, empapelada en azul, olía a basura y a lilas. Nos sentamos en medio de un óvalo de luz del sol, bebimos tazones de té con miel y hablamos como si paseáramos dando una vuelta a la manzana en Navidad.

—Actúa como una demente hija de puta —le dije—. Y se lo quiero decir, pero no puedo. No sé cómo estaría yo en su lugar. La gente dice que uno puede decidir cómo actuar. Pero parece que ella en realidad no puede.

—¿Qué quieres decir? Por supuesto que puede. Es horrible que tenga sida. Pero puede decidir, como todo el mundo. Tú puedes ser su amiga, pero no puedes ayudarla a decidir cómo tiene que reaccionar ante lo que le ha pasado.

—Pero a veces me parece que puedo ver cómo son las cosas dentro de ella. Me imagino que su interior es como un laberinto que en realidad es pequeño y oscuro y está lleno de barricadas y puertas falsas. Me la imagino dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, intentando avanzar pero sin poder encontrar el camino. Como una abeja que no para de chocar con la puerta mosquitera: tú abres la puerta y esperas a que salga, pero ella sigue estampándose contra la rejilla.

—Pero ella no es la abeja —dijo Daphne—. Ella es la persona que ha construido el laberinto.

Deseé que mi padre hubiera estado allí en aquel preciso momento. Él habría dicho:

—¡Uno no construye nada! ¡Brota del suelo como un árbol y eso es lo que es! ¡No es quien lo ha creado!

Pero lo que yo dije fue:

—¿De veras? ¿Aunque tuviera que construirlo de esa manera cuando vivía con unos padres que estaban locos?

—Sí, aun así fue ella. Todo el mundo lo hace. Uno se crea unas estrategias…

Hablando y describiendo cosas que no entendíamos, dimos la vuelta a una manzana invernal dentro de una cocina soleada, dejando atrás a niñitas que bailaban en el juego de las sillas o bebían batidos con pajita dentro de un coche caluroso que olía a madre y a vinilo; al hombro desnudo de nuestra madre vestida con su blusa sin mangas y su penetrante cerco de sudor. «You’re just too good to be true. Can’t take my eyes off you». Caminamos y caminamos contra la impenetrable membrana de nuestro entendimiento. «Good to be true». Y presionamos contra ella hasta que ya no pudimos más. «Eyes off you». Y entonces regresamos a la cocina y nos terminamos el té.

Mientras volvía a Manhattan en tren, recordé que hacía seis años meterme en la cama con Daphne había sido como meterse en un hoyo en compañía de un perro. El recuerdo me resultó tan borroso y lejano como una vez lo había sido el del «paraíso». Pasó volando a mi lado, como lo hacían las casas viejas y destartaladas y los coches y las bañeras abandonadas mientras el tren aceleraba y se sumergía en un túnel negro y titilante. Me quedé adormilada en el vagón ronroneante. Me sentía como una bañera abandonada y tirada en un solar, con el sol brillando sobre mí. Era una sensación agradable.

Patrick y yo rompimos. Nos peleamos por algo de lo que ni siquiera me acuerdo. Hubo una pausa en medio de los gritos y dije:

—Tal vez tendríamos que dejar de vernos.

Y él levantó la vista con expresión de gratitud y alivio. Estuvimos un rato callados. Me preguntó si quería caminar un rato y le dije que sí. Anduvimos durante una hora, sin decir gran cosa. Al final del paseo, habíamos terminado y todo estaba bien.

Después de Patrick estuve con otros hombres. En su momento fueron importantes para mí, pero ya no me acuerdo de por qué. Tal vez había un demonio dentro de mis bragas que decía: ¡Háztelo con este! ¡No, no te lo hagas con ese! Me lo hice con uno que se llamaba Chris, un ex modelo de treinta y cinco años con la conmovedora cara de un niño sin desarrollar. El pelo rubio le caía sobre los ojos. Llevaba chaquetas de colores pastel con pantalones blancos. Por las noches me quedaba despierta pensando en él. Cuando nos besábamos, sentía esperanza y alegría. Cuando nos peleábamos, lloraba. Ahora las cosas que recuerdo de él de forma más visceral son la elegancia con que daba golpecitos con los sobrecitos de edulcorante artificial en el platillo del café, y el hecho de que siempre se dejaba la mayor parte de la comida en el plato. Era muy delgado, y la primera vez que uno lo veía parecía mucho más joven de lo que era en realidad. Había juventud en sus ojos. Pero en su boca y en su cuello y en su pecho había una rigidez que era vieja, muy vieja. Una noche en un café dije algo y él se inclinó hacia mí con una mirada llena de ternura. Durante un momento su rigidez se tambaleó, intentando seguir la estela del sentimiento; luego todo volvió a ser como siempre.

Años más tarde, mientras estaba tumbada en la cama llorando porque mi vida estaba destrozada, Chris vino a mí con tanta fuerza como en un sueño despierto. Lo vi inclinado sobre mí, lleno de ternura. No temblaba. Su boca no era rígida; estaba viva y firme, y su cuello era flexible. Su pecho irradiaba una calidez que era más amorosa que erótica. Mi corazón se sintió reconfortado, mi mente se tranquilizó. En la vida real, nuestra separación había sido muy fría. Después, dejamos de hablarnos. Ni siquiera volvimos a vernos. Aun así, creo que en cierta manera él vino a mí.

Hubo otros. Y también me quedaba despierta por las noches pensando en ellos. Saltaba a sus brazos, riendo, y les cubría el cuello de besos. Les contaba secretos e historias de mi infancia. Les decía que les quería. Ya no me acuerdo de por qué. Tal vez fuera simplemente porque, en cada caso, yo era la mujer y él era el hombre. Y con eso bastaba.

En invierno empezaron a darme trabajos para catálogos en vez de encargos de moda. Era aburrido, y sabía que muy pronto querría encontrar otra cosa. Pero no estaba amargada ni asustada. Tenía veinticinco años y era más fuerte que cuando estaba en París. Así que me mantuve a la espera, alerta y atenta.

En primavera, Daphne se casó en el jardín de la casa de alguien. Había niños corriendo y chillando. Había tulipanes de dos colores y árboles esbeltos con pesados racimos de flores blancas. Mientras Daphne y Jeff hacían sus votos, un niño chilló:

—¡Hay una araña segador!

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