Veronica

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Después del funeral visité a mi familia. Mientras mi madre y Sara estaban fuera, le pedí a mi padre que me pusiera Rigoletto. Le dije que tenía una amiga a quien le encantaba un aria en particular y que me gustaría escucharla.

—Es una canción de amor —expliqué.

Mi padre se sintió feliz al ponerme aquella música. Yo casi nunca pasaba tiempo a solas con él, y todavía era más raro que expresara algún interés por las cosas que a él le gustaban. Tampoco ahora estaba realmente mostrando interés. No quería oír su Rigoletto. Quería escuchar el Rigoletto de Veronica, y no me parecía posible escuchar ambos. Si mi padre hubiera conocido a Veronica, le habría caído bien. Pero no habría querido conocerla. Había tenido como amante a un bisexual y eso no había estado bien. Pero no le habría importado que a Veronica le gustara la misma música que a él ni que pudiera haber entendido sus pasiones sentimentales mucho mejor que yo.

Llena de pretensiones de superioridad moral, y también deseosa de que él pudiera saber cómo era yo, le hablé a mi padre de Veronica. De inmediato me di cuenta de que no quería escuchar lo que le estaba diciendo, pero como tenía respeto por la muerte lo soportó. Aquello me incitó aún más a obligarle a escucharme. Le hablé de la soledad de Veronica, de su idiosincrasia, de su amor por el orden. Le conté lo amable que había sido con Sara. Le dije que Veronica también despreciaba a la gente que usaba palabras como «decisiones».

—Es terrible para cualquiera tener una enfermedad como el sida —dije—. Pero en su caso parecía todavía peor. Porque intentaba con todas sus fuerzas mantener el decoro y la dignidad. No quería ser falsa; no quería dar lástima. Terminó siendo y obteniendo lo que no quería. Pero al menos presentó batalla.

La cara de mi padre tenía el aspecto retraído de un animal amenazado: tenso en torno a la mandíbula, listo para morder. Pero asintió para hacerme saber que estaba escuchando.

Le hablé del día que estuve sentada en el café con Veronica, escuchando el aria de Rigoletto.

—Lo más triste es que creo que me estaba diciendo la verdad. Creo que es probable que hubiera amor entre ella y Duncan. Pero ese amor se juntó con otras muchas cosas horribles que ninguno de ellos podía parar de hacerse a sí mismo. Así que el amor no les servía de ayuda. Eso resulta aún más triste que el que no se hubieran amado.

Él no me contestó. Voces estentóreas se elevaban formando oblongos declarativos y después se dividían en finos y vibrantes filamentos de delicadeza y conflicto: padre e hija estaban cantando el uno contra el otro. Pero mi padre no me contestó. Ni siquiera me miró. Dijo:

—Ahora Rigoletto está hablando con Gilda, su hija. Le está advirtiendo que no se vaya de casa. Le dice: «Sería una buena broma deshonrar a la hija de un bromista».

Dijo esta última frase con fruición, como si la idea de la honra de una hija fuera una joya preciosa para él, una joya que el mundo ya no apreciaba en su justo valor (¡ni siquiera su propia hija!), y ahora aquí la tenía, celebrada y celosamente guardada en Rigoletto. La idea del honor de una hija, pensé con amargura, no la realidad. En la realidad, él no me respetaba lo bastante como para responder a lo que le había contado. Pensé en explicarle más cosas, en obligarle a responder. Pero ¿cómo podía insistirle para que afrontara lo que yo no había conseguido afrontar?

—Aquí llega el dueto amoroso —dijo—. El duque ha llegado para cortejar a Gilda, pero ella no sabe quién es.

Presté atención para ver si era la música que había oído en el café. No la reconocí. Me imaginé una vasija de cristal estriado cayendo por el aire, llegando al suelo y haciéndose añicos. Acababa de decir que había existido amor entre Veronica y Duncan. Pero ¿cómo podía creer que Duncan la había amado cuando había sido tan inconsciente con la vida de ella y con la suya? ¿Cómo podía creer que ella supiera siquiera lo que era el amor? Mis pensamientos vacilaron y, en contra de mi voluntad, empecé a seguir la música. No. Las personas que se querían nunca se trataban entre ellos, ni se dejaban tratar, con semejante indiferencia y crueldad. Pero mientras lo pensaba, sentí que por debajo del pensamiento consciente afloraba la obstinada afirmación del amor que vivía dentro de su indiferencia como un fantasma, incapaz de manifestarse, y sin embargo sentido, como la emoción de un sueño.

—Ahora Rigoletto ha vuelto —dijo mi padre—. ¡Y Gilda se ha ido! Y él grita: «¡Gilda, Gilda!».

Las palabras se quebraron en su voz al irrumpir de sus labios, más feroces y dramáticas que en la voz del cantante. La música se elevó como un puño enorme. Volvió a decirlo, esta vez no tan alto: «¡Gilda, Gilda!». Lo miré, perpleja. Su voz estaba llena de emoción, pero su rostro estaba rígido y sus ojos vidriosos.

Cuando regresé a Los Ángeles, tuve que ir a hacer un trabajo al día siguiente. John me llevó en coche, y volvió a echarme la bronca para que aprendiera a conducir. En su voz oía los gritos de mi padre. Dio un bocinazo y frenó en seco cuando un coche blanco y enorme nos adelantó, con la parte de atrás dando bandazos. Un niño rubio de cara borrosa y con un peluche en brazos nos saludó con la mano desde la ventanilla trasera.

—¡Hijo de la gran puta! —gritó John.

Nos golpearon por detrás y el coche salió despedido hacia delante. Me agarré fuertemente al salpicadero con una mano. John viró en la dirección incorrecta y dio de refilón sobre algo borroso y blanco. Colisión y destrozo elevaron su puño enorme. Veronica vino a mí con dientes como cuchillas. Grité. El coche volvió a virar y se salió de la carretera.

Me desperté sujeta con correas a una camilla en un blanco pasillo de dolor y ruido de intercomunicadores. Lo primero que pensé fue: Tengo sida. Luego me acordé. Una enfermera vino a comprobar mis constantes vitales.

—¿Tengo bien la cara? —gimoteé.

—Solo magullada —contestó ella, y me dijo que dentro de poco me llevarían para hacerme radiografías.

Había gente gimiendo. Gente corriendo arriba y abajo por el pasillo. Yo no podía mover la cabeza lo bastante como para verlos. No eran más que espaldas blancas vistas del revés que se alejaban con un aleteo de faldones. Cinco horas más tarde, me estaba peleando con un técnico que insistía en quitarme los pendientes antes de hacerme las radiografías. Me los arrancó con tanta fuerza que pensé que me había desgarrado las orejas.

—¡Cómo me jodas las orejas te juro que te pongo una demanda! —le dije—. ¡Soy modelo y no puedo tener las orejas jodidas!

—¿Por qué no? —preguntó él—. La cabeza la tienes bien jodida.

Tenía una muñeca rota, desgarro en la articulación del hombro y traumatismo cervical. Como no tenía seguro médico, me mandaron a casa aquella noche con un collarín y un cabestrillo para el brazo. Me dijeron que llevara el cabestrillo tres semanas o si no la articulación del hombro no se me curaría bien. Pero necesitaba dinero desesperadamente. Convencí a un médico para que me quitara la escayola de la muñeca antes de tiempo, y cogí un taxi que me costó cien dólares para presentarme a una audición, sin el cabestrillo ni el collarín. Ya tan solo hacer la prueba me dolió a rabiar. Conseguí el trabajo, pero me derrumbé por el dolor en mitad del mismo. Cuando les expliqué el motivo sintieron lástima por mí; aun así, tuvieron que echarme. Me pagaron por el trabajo completo. Pero mi cuello y mi brazo nunca se recuperaron del todo.

John sufrió conmoción cerebral y se rompió un tobillo y dos costillas. Tenía seguro médico, así que estuvo ingresado más tiempo. Cuando fui a visitarle, me dijo:

—¿Lo ves? ¿No te lo dije? ¡Tienes que aprender a conducir!

Bajando por la montaña, veo unos arbustos que no había visto de subida, aunque crecen en abundancia por todo el margen del camino. Tienen troncos y ramas pequeños y retorcidos, de color rojo oscuro y grotescas formas. Pienso en el diablo sacando su lengua de serpiente; pienso en Robert Mapplethorpe, triunfal, con un látigo saliéndole del culo; pienso en Veronica lamentándose: «Se lo están llevando todo». Entonces yo no lo entendí. Pero ahora sí lo comprendo. Sí que se lo llevaron. El mundo de Veronica ya no existe, condenado por la oposición de personas como mi padre, que a su vez vieron cómo su mundo se lo llevaba gente como ella. Ahora también entiendo esto.

Se llevaron mucho. Pero no todo. Ni a Veronica se lo robaron todo ni a mi padre tampoco. Cuando escuchamos juntos Rigoletto, no es cierto que él me hubiera ignorado. Me había enviado una señal mediante su música. Una señal tan fuerte que, veinte años más tarde, por fin la oigo. Lo oigo llorar de dolor por su hija, que le fue arrebatada y luego fue mancillada por gente que a él le resultaba extraña y terrible. Y también lo oigo llorar por Veronica, otra hija robada y mancillada de forma fatal. Lo oigo mandar señales de un dolor muy íntimo, del que yo no sabía nada, aunque era tan fuerte que le hacía gritar.

A ambos lados, me escoltan ahora unos árboles diabólicos. La oigo a ella. Ha salido el sol. Lo oigo a él.

Dejé lo de los vídeos musicales y regresé a Nueva York. Aunque resulte increíble, Morgan todavía fue capaz de conseguirme trabajo. Pero yo ya era mayor y había perdido algo. Llegaba tarde a los compromisos e incluso en un par de ocasiones me quedé dormida y no me presenté. Mi brazo había perdido mucha movilidad y eso me afectaba al equilibrio. Bebía demasiado y tomaba pastillas y coqueteaba con la heroína. El trabajo dejó de llegar. John me llamó desde San Francisco para decirme que estaba montando una agencia allí. Y allí me fui.

La agencia estaba al final de unas escaleras estrechas en una calle fría del Mission District, al lado de una taquería. Justo antes de subir las escaleras, vislumbré un bolso de cuero de color rosa intenso que estaba tirado en la calle con el cierre dorado abierto. Pensé en cogerlo cuando saliera para ver si se podía recuperar, pero cuando salí ya se lo habían llevado.

La agencia duró poco más de un año y se convirtió en una escuela de modelos («… que abre sus puertas para que modelos en potencia accedan a una carrera increíble… o den el gran salto a cualquier campo»), y me encontré diciéndoles a adolescentes nerviosas con problemas de piel y miradas lánguidas que podían convertirse en modelos. Al cabo de un mes, empecé a beber todas las noches en compañía de un músico local acabado y de una antigua conejita Playboy que se había hecho un lifting inútil. Al cabo de dos meses tuve una pelea terrible con John porque yo le había dicho a una chica sin ningún futuro en modelaje que no malgastara su dinero. Salí corriendo, resbalé por las escaleras y me disloqué el hombro al agarrarme a la barandilla para no caer. John me llevó en coche al hospital. Parados en un semáforo, pude ver lágrimas no derramadas brillándole en la comisura del ojo.

Volví a hacer trabajos temporales, pero mis aptitudes estaban embotadas y las lesiones del brazo y el cuello se habían extendido a la mano, haciendo que teclear me resultara imposible. Fui a un médico, que me dijo que el problema derivaba del cuello y que con una operación se podía solucionar. Años más tarde leí en el periódico que, además de destrozarme el cuello y el brazo, se había metido en líos por intentar hacerle una operación de cirugía estética a un caballo. Para entonces yo ya había descubierto que tenía hepatitis. «¿Quién quiere pensar en su hígado o su mano?». Ahora yo tengo que pensar en los míos… todo el tiempo.

Cuando llego a la cascada veo a alguien de pie sobre las rocas colindantes, mirando el agua que cae con fuerza, un hombre con un impermeable amarillo. Nos saludamos y me quedo cerca de él durante un rato, observando el movimiento del agua. Le digo:

—Esos árboles de ahí. —Señalo un árbol ocre y enfermo que se puede ver en el cañón—. Debe de pasarles algo muy malo para que tengan ese aspecto. Pero son hermosos… resulta curioso que la enfermedad los haga hermosos.

—No están enfermos —dice él sin mirarme—. Son madroños. En invierno pierden la corteza. Es normal. —Su voz es vagamente malhumorada, como si se preguntara qué clase de persona puede creer que un árbol está enfermo solo por su desnudez y su color ocre—. Son los robles de California los que están enfermos. No los madroños.

—¡Oh! —Sonrío, nerviosa—. Pero el color es tan intenso… Es asombroso.

—Por lo general no es tan brillante. Es la lluvia la que le da ese color.

Un par de meses después de que muriera Veronica llamé a David para ver cómo estaba su gata. Me contó que los tres primeros días se había escondido debajo de la cama, pero que hacía poco había empezado a dormir con él. La primera vez que la gata se subió a su cama fue justo después de despertarse de un sueño sobre Veronica. El sueño había empezado con David entrando en una mansión donde se estaba celebrando una fiesta. Las paredes de mármol estaban surcadas de vetas de color púrpura, azul y rosa, y cubiertas de cuadros y toda clase de tesoros. Había grandes ventanales con cortinas de seda y una claraboya en el alto techo; el interior estaba lleno de luz. En el centro de la sala había una fuente por donde corría el agua, y los invitados estaban sentados a su alrededor.

A David le asombraba lo hermosos que eran todos y el hecho de que hasta el último detalle de su indumentaria fuera impecable. Sus caras eran expresivas, generosas y de una inteligencia exquisita. Había una mujer en la que se fijó en particular; aunque solo la veía desde detrás, había algo familiar en ella. Llevaba un traje de hombre precioso, hecho a medida. Sobre su cabellera rubia llevaba un sombrero fedora desenfadadamente inclinado. Estaba hablando con dos hombres, e incluso vistas desde atrás su pose y su gracia intelectual eran patentes. Como si notara que David la estaba observando, la mujer se volvió para mirarlo. Era Veronica. Ella le dedicó una sonrisa, una sonrisa deslumbrante que él nunca había visto en la Veronica real. Un ascensor se abrió delante de ella: Veronica entró y, sin dejar de sonreír, empezó a subir. Cuando David se despertó, la gata estaba en la cama con las patas al aire, ronroneando muy fuerte.

Cuando colgué el teléfono después de hablar con David, llamé a Sara para contárselo. No sé por qué. Cuando terminé de describirle el sueño, dije:

—Y así es como era realmente Veronica, debajo de toda la fealdad y el mal gusto. Es tan triste que no lo puedo soportar. Se atrofió tanto, se volvió tan retorcida, que acabó siendo una persona de aspecto ridículo y pelo horroroso, cuando lo que quería era ser sofisticada y brillante, como en el sueño.

Sara se quedó callada, y en su silencio noté que estaba frunciendo el ceño.

—A mí me pareció sofisticada y brillante, Alison. Y creo que su cabello era bonito.

Sara, la única que vio a Veronica con el aspecto que tenía en su paraíso. Con cuarenta y dos años trabaja ahora de administradora del mismo asilo de ancianos donde antes ejerció como ayudante de enfermera. No llegó a casarse, pero tiene un hijo, Thomas, que es autista y también está en el programa de superdotados. Está muy orgullosa de él, pero no lo tiene fácil. Daphne se preocupa por ella, le envía dinero. También se preocupa por mí, pero no dejo que me mande dinero. Ella también tiene tres hijos, y su dinero no es ilimitado.

De las tres, Daphne es la única a quien le fue lo bastante bien como para contar una historia feliz. Una historia de amor entre un hombre y una mujer, con su trabajo y sus hijos. Hay más historias. Pero son tristes. En su mayoría están en la periferia. Si la nuestra fuera una historia, la de Veronica y yo, habría sido la historia de una sórdida prostituta que se refugia en la cocina con una vieja y afable cocinera. Si la cocinera muere, no se sabe por qué. No hay muchos detalles. Solo se sabe que la prostituta (o la sirvienta, o la chica de la calle) sigue con su vida. Ella y la cocinera son figuras pequeñas, anodinas. Forman parte del escenario y se suman a él. Pero no son la historia.

Bajando por el camino, tengo que acuclillarme para agarrarme a los troncos de los árboles flacos y apoyar los pies en sus raíces. Mi paraguas rojo está cerrado y cuelga de mi muñeca. Madre, Mod, mod-erna, mod-elo. La última parte suena blanda y empalagosa. Pienso en mi madre muriéndose, con la boca pequeña y hundida, los orificios de su nariz grandes y negros. Los cuatro nos cogimos de las manos e hicimos un círculo alrededor de ella, de pie junto a su cama o de rodillas sobre el lecho. Entre nosotros lo conteníamos todo: el batido dulce en el coche recalentado, la manta a la luz de la lámpara, las sillas musicales, las olas azules y relucientes de la piscina, el árbol de Navidad engalanado de colores. Uno a uno, inclinamos la cabeza para escuchar sus palabras. A mí me susurró:

—Mi niña más hermosa. —Las lágrimas asomaron a mis ojos. Nunca me había dicho la palabra «hermosa» como un cumplido.

—Madre —dije—. Te quiero. —Pero se había vuelto a desvanecer.

Más tarde les pregunté a Sara y a Daphne qué les había dicho a ellas. Las dos parecieron avergonzadas. Les había dicho lo mismo, por supuesto. Todas las briznas de hierba son hermosas para quien las ha creado.

Pero también hay otra historia. Está la historia de la niña que pisó sobre una hogaza de pan porque le importaban más sus zapatos que el alimento de su familia. Que se hundió en un mundo de demonios y sufrimiento. Las lágrimas de su madre no la ayudaron. Pero las lágrimas de una desconocida sí. En el cuento de hadas, una madre le cuenta a su hija la historia de la niña malvada que pisó sobre una hogaza de pan y la inocente niña se echa a llorar. En lo más profundo del pantano, la niña malvada oye el llanto y, por primera vez en años, empieza a sentir algo. Años más tarde, la niña inocente es una anciana y se está muriendo. Al morirse, se acuerda de la niña malvada y entra en el paraíso llorando por ella. La niña malvada se llena de un remordimiento y de una gratitud tan grandes que rompen su cárcel de piedra. Se convierte en un pájaro y huye del pantano. Ahora es diminuta y gris, y se acurruca en una grieta de la pared, temblorosa y tímida. No puede emitir ningún ruido porque no tiene voz. Pero aun así está llena de gratitud y alegría.

Yo me hundí en la oscuridad y pasé mucho, mucho tiempo viviendo entre los demonios. Me convertí en uno de ellos. Pero no me salvó una niña inocente ni tampoco un ángel llorando en el paraíso. Me salvó otro demonio, que me miró con compasión y así se volvió humana. Y como yo también sentí lástima por ella, también a mí se me permitió ser humana.

Salgo del barranco y llego al vecindario. El sol es luminoso y cálido aun entre los árboles mojados. Un niño viene por el paseo de regreso a su casa desde la escuela. Debe de tener unos ocho años. Estamos a punto de cruzarnos cuando él gira para subir un tramo de largas escaleras que llevan a una enorme casa de varios niveles. El sonido de las campanitas tubulares del móvil atraviesa el aire.

En la historia, el pájaro gris da de comer migas a los demás pájaros hasta que les ha dado tanto pan como había en la hogaza. Entonces sus alas se vuelven blancas y sale volando hacia el sol.

El niño sube por las escaleras con la mirada fija en la casa. Hasta con esos ojos enormes su mirada resulta madura e intensa, y sugiere una responsabilidad privada asumida por voluntad propia y con determinación. No es mi hijo, pero es un niño… el futuro. Mi mirada se posa sobre una pieza de aluminio rota que hay en la alcantarilla. El sol la baña: un emocionado fantasma salta de ella y se desvanece en el aire. Salgo del cañón y bajo por una calle llena de charcos relucientes. Iré a comer algo al Easy Street Café y hablaré con mi amiga que trabaja allí. Cogeré al autobús de vuelta a casa y hablaré con Rita, de pie en el pasillo. Llamaré a mi padre y le diré que por fin le he escuchado. Estaré llena de gratitud y alegría.

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