Veritas

Veritas


Quinta Jornada

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—Estudiar demasiado, señores estudiantes, conduce a nuestra delicada naturaleza a la fosa. La degradación comienza por la memoria, que se hace débil y de corto alcance: el palacio de la diosa de la Sabiduría no está hecho de roca ni de mármol, ni siquiera de dura madera, como los templos egipcios, sino de ternísimas glandulillas y vasitos de sangre, es decir, el cerebro, sede de Minerva y muy sagrado trono de las almas. Una materia tan sutil se perjudica con presteza por el excesivo estudiar, especialmente por la noche, siempre solos y siempre sentados; el espíritu se vacía y se confunde, perdiendo su orden originario, y se sume en la vejez volviéndonos ciegos y con un ánimo infantil. El estudiante abrumado por el estudio sufrirá vértigos, falta de sueño, oído débil, ojos hinchados, palidez, respiración escasa, tos, tuberculosis o hectica, punzadas en los ijares, mala digestión, malum hypocondriacum, disuria, gota, cansancio y prurito, fiebres.

¿Cómo evitar un prematuro descenso a la tumba?, se preguntaba Janitzki. Eran pocos y humildes, en su opinión, pero infalibles, los remedia que salvan la vida a los estudiantes. Ante todo el baile, muy útil, especialmente para crearse en sociedad una fama no sólo de eruditos sino también de ágiles de cuerpo. Pero no había que bailar justo después de haber comido, de otro modo el alimento quedaría crudo y pesado en el estómago. Muy útil era practicar esgrima y cabalgar, que era el mejor deporte del estudiante, siempre que el caballo fuese bueno. Y también saltar y andar en trineo eran recomendables, aunque para evitar el exceso de frío hiciese falta hacerse ceñir el pecho por una joven mujer de temperamento cálido…

Y vivan las ganas de estudiar, pensé.

—Es además placentero darse baños y chapuzones en los hermosos ríos de esta benéfica ciudad —recomendaba Jan—, fumar tabaco y beber vino y cerveza; todo ello no es perjudicial para la salud si no se hace en exceso. Se puede beber hasta tres veces: la primera tras brindar por la salud, la segunda por la amistad y la tercera para favorecer un buen sueño.

Las últimas palabras desencadenaron un aplauso aún más fuerte que los anteriores, acompañado por gritos de aprobación, rechiflas y también algunos eructos.

Una vez que hubo terminado su discurso desde el tablado que le había servido de pedestal, Opalinski vino hacia nosotros.

—Habéis venido a ver si vuestro viejo amigo Jan se ocupa del Pomo Áureo, ¿no es verdad? —nos dijo—. No tengáis miedo, no me he olvidado de vosotros. Incluso tengo importantes novedades.

—¿Y cuáles son? —preguntó Simonis, interesado.

—He descubierto quiénes son los Cuarenta Mil Mártires de Kasim, de quienes os habló el pobre Dànilo antes de entregar el alma al Señor.

Cuando el sultán Solimán se dispuso a atacar Viena y lo derrotaron, contó Janitzki, a las dos horas cayó un famoso hidalgote de nombre Kasim Beg. Era de Voivodina, una tierra cercana a Hungría, pero, como muchos rebeldes de esa zona, no había encontrado mejor sistema para descargar su odio contra el Imperio que hacerse fiel de la religión de Alá. Kasim se encargó de distraer al ejército cristiano, que estaba persiguiendo al sultán. La orden de Solimán era someter a sangre y fuego a todos los territorios más allá del Danubio, exterminando e incendiando todas las aldeas. El truco surtió efecto. Para defender al menos las vidas de mujeres y niños, que los soldados de Kasim con saña bestial aplastaban como a salchichas, las tropas cristianas perdieron de vista a Solimán, el cual pudo escapar así con el resto del ejército. A Kasim, en cambio, le salió cara la estratagema. Los soldados cristianos, furiosos por su salvaje ensañamiento con las víctimas inermes, lo mataron a él y a los cuarenta mil hombres que lo acompañaban. Desde entonces, los musulmanes consideran a los Cuarenta Mil hombres de Kasim mártires de la fe.

—Se dice que los viernes por la noche, en el lugar del enfrentamiento, aún se puede escuchar su grito de guerra: «¡Ay de vosotros! ¡Alá! ¡Alá!» —concluyó Opalinski—. Aún hoy se pueden ver por aquellas tierras los restos de las estatuas que representan a jóvenes soldados y que se hicieron esculpir en homenaje a los Cuarenta Mil Mártires.

—Así que las últimas palabras de Dànilo Danilovic se refieren a esta historia —dije desilusionado.

—Ya —repuso Opalinski—. Me temo que nuestro pobre compañero repitió en la agonía lo que acababa de aprender en sus últimos momentos: Kasim, Eyyub y todo lo demás. Nada secreto, al menos en apariencia. Pero mis investigaciones no han terminado, más bien…

—No, Jan, te lo agradezco —lo interrumpí—. Déjalo. Esta historia del Pomo Áureo se está volviendo demasiado peligrosa.

—¿Peligrosa? —repitió él con expresión vagamente escéptica.

Le hablé entonces de las inquietantes intrigas del derviche, pero el polaco no parecía impresionado.

—He aquí el dinero que te corresponde como recompensa por tus servicios —le dije, entregándole una bolsita—. Quiero avisar lo más pronto posible también a los otros: ¿sabes dónde encontrarlos?

—Esta noche, Koloman tenía que prestar servicio como camarero, pero no sé en cuál de los lugares en los que trabaja —respondió Opalinski, sopesando la bolsita con satisfacción—. Dragomir se ha ido casi enseguida.

—¿Y el plumífero? —preguntó Simonis.

—No lo he visto.

• • •

No nos quedaba otra salida que ir a buscar a Populescu, en el Andacht sobre el Kalvarienberg, donde nos había dicho que se había citado con su morena. Después buscaríamos a Koloman Szupán.

Simonis y yo nos saludamos. Quedamos de acuerdo en encontrarnos a las nueve en un lugar que ya fijaríamos. El griego me haría saber dónde tenía que encontrar a Penicek, para ordenarle que nos llevase en su calesa.

Aun en la agitación de las últimas horas, no había dejado de pensar en los hechos de la jornada. Las imágenes del vuelo sobre Viena a bordo de la Nave Voladora volvían a mi mente sin tregua. Y aún más me rondaba en la cabeza la idea de Cloridia: intentar sacarle partido a los poderes del casco alado. Si aprendiésemos a pilotar la nave, podríamos hacer de él, tal vez, un imbatible instrumento a nuestro favor. Espiaríamos a los turcos desde las ventanas del palacete en el que se alojaban, en la isla Leopoldina, como había propuesto mi batalladora esposa; pero también podríamos sobrevolar la Hofburg, donde el Emperador yacía enfermo, víctima de una oscura maquinación y, quizá, también detenernos a echar un vistazo por las ventanas… No, no, me dije, estaba corriendo demasiado con la fantasía.

Informarnos más sobre la cuestión, de todos modos, no nos vendría mal. Decidí, pues, aprovechar la autoridad que Simonis tenía sobre el plumífero e hice que le confiase una pequeña misión: recoger con celeridad información sobre la historia de los intentos de vuelo por parte de los seres humanos.

No podríamos, sin embargo, revelarle al estudiante bohemio el motivo del encargo: si le contábamos lo que había ocurrido en el Lugar Sin Nombre, cualquiera nos tomaría por locos.

—De acuerdo, señor maestro —asintió Simonis al final—. No le contaré nada y le ordenaré que nos acerque los resultados de la investigación mañana mismo, por la mañana.

Nos separamos. Ahora me esperaba otra cosa con urgencia.

A las ocho de la tarde,

casas de comida y cervecerías

cierran sus puertas.

Tañidos de trompas y repicar de tambores llenaban la bóveda de la capilla cesárea, mientras la voz del bajo entonaba versos melodiosos:

Sonori concenti

quell’aure animate.

Spiegate, narrate

le gioie del cor[21].

Camilla de’Rossi dirigía la orquesta con expresión grave, absorbida por quién sabe qué inquietudes. Yo asistía al ensayo del Sant’Alessio sentado en mi sitio habitual, y ya me asaltaban el corazón y el recuerdo los acontecimientos de las últimas horas: la correría nocturna tras las huellas de Populescu, el conmovedor relato que Simonis me hiciera sobre la muerte de Maximiliano, el increíble viaje a bordo de la Nave Voladora…

Pero no tuve tiempo de seguir pensando. Estaba a punto de sentarse a mi lado el que se encargaría de arruinar la breve pausa de descanso. Conducido del brazo por Cloridia, se había acercado el abate Melani.

Fulminé a mi mujer con la mirada, y ella me respondió alzando los ojos al cielo como diciendo: «No podía hacer otra cosa».

Desde que Cloridia comenzó a ocuparse de la atención de Atto, éste se había vuelto quejicoso y lleno de caprichos como si fuese un chiquillo. En lugar de quedarse en el convento de Porta Coeli en compañía del pobre Domenico, aún enfermo, pretendió y consiguió venir a los ensayos del oratorio. Yo imaginaba su verdadero motivo: después de haberle plantado cara la noche anterior, quería hablar conmigo a toda costa. Como de costumbre, el viejo castrato pretendía acudir a cualquier patraña para rebatir mis acusaciones y desvanecerlas. Conocía bien su modo de actuar. Siempre había ocurrido así en el pasado: todas las veces había logrado aplacar mis contundentes sospechas sobre él y, de esa manera, manipularme como un títere y dejarme al final con un palmo de narices. ¡Quién sabe qué cara habría puesto si hubiese sabido que había sido testigo de su conciliábulo con el armenio! ¡Y que había encontrado a Hugonio! ¿Qué enredos habría inventado para justificarse?

El taimado abate Melani era una sirena; yo, Ulises. Esta vez, por esta razón, no quería escuchar ni una siquiera de sus palabras encantadoras. Sólo así estaré seguro de no acabar como un papanatas a merced de sus mentiras.

—En el fondo, también el señor abate es un músico —dijo Cloridia para justificar su llegada, en alusión a la antigua carrera como cantante de Atto Melani.

Logrando orientarse quién sabe cómo, con una hábil pirueta el abate logró desprenderse de Cloridia y sentarse a mi lado.

—Hace unos días que vengo perdiendo mucha sangre por la hemorroides —me susurró Atto con tono de víctima.

No me volví.

—También en París, hace unos años —añadió—, el cambio de tiempo y el deshielo me causaron un gran trastorno en los humores del cuerpo. Había salido por la mañana a hacer mi visita de cortesía al señor marqués de Torcy y me vi obligado a volver muy pronto a casa sin llegar a verlo.

Seguí impasible.

—¿Sabes?: como ya estoy habituado, no me produce tanto fastidio. Y además siempre llevo en el dedo este anillito: dicen que es bueno para las almorranas. Me lo envió el gran duque de la Toscana.

Atto pasó por delante de mi nariz el anillo que llevaba puesto en el meñique.

—Pero después de perder sangre, me cuesta hacer de vientre y ésos son los dolores más terribles. Son un tormento y me debilitan.

Quería provocarme compasión. Seguí fingiendo que no lo oía.

—He sufrido muchísimo —insistió—, hacía cinco meses que las varices no me sangraban. Entonces me he hecho una fomentación con hojas de Juno, que han ablandado las varices y, gracias al Cielo, las han reventado. Para detener la sangre, he usado polvo de Thalictrum.

El bajo, con un fondo de metales y percusiones, continuaba con sus gorjeos:

Con gare innocenti

di voci erudite…[22]

—¡Están ensayando, señor Atto, es mejor que os calléis! —le susurré al oído con expresión de fastidio, con miedo a atraer la atención de alguno de los músicos.

—De todos modos, ya acabo —prosiguió Melani, impertérrito—. Los franceses lo llaman argentine. ¿Crees que podrías conseguirme un poco? No es urgente, ay de mí: en cuanto me siento para hacer de vientre, las varices salen fuera en racimo, dos o tres a la vez, como ciruelas, no sé si lo sabes.

… Caritate, ridete

le glorie d’Amor[23].

El contraste entre las descripciones anatómicas de Atto Melani y la dulzura de la música de Camilla de’Rossi era insoportable. Por suerte llegó pronto el momento de la pausa. Aproveché para levantarme y evitar la compañía del abate. Él intento incoporarse; le ordené secamente, lanzando una mirada de entendimiento a Cloridia, que no se moviese de su sitio. Después, me alejé de inmediato.

Me topé casi enseguida con Gaetano Orsini, que saludó con su acostumbrada jovialidad:

—¿Cómo van las cosas, mi estimado amigo? ¿La familia está bien? Me alegra verlo.

—Le presento mis respetos —le dije con deferencia.

—Un amigo mío tiene algunos problemas con el conducto de humos. ¿Puedo prometerle que pasaréis en estos días a hacerle una visita?

—Naturalmente, estoy a vuestro servicio y al de vuestro amigo. ¿Tal vez algún cofrade mío no ha hecho bien su trabajo?

—¿Y cómo saberlo? Por lo que yo sé, todas las veces que llegaba estaba borracho como una cuba, ni siquiera él recuerda nada, ¡ja, ja, ja! —se burló Orsini.

Después me dio la dirección, un palacete cerca de la cuesta de los Caldereros. Le prometí que me ocuparía del asunto lo antes posible.

—Haced lo mejor que sabéis —recomendó—. Mi amigo ha sido gentilhombre de cámara del difunto cardenal Collonitz, el héroe del asedio de Viena.

—¿Héroe?

—Sí, en 1683, en los días de la batalla final contra los turcos, Collonitz siempre conseguía el dinero para dar alimentos a la población y para pagarles a los soldados. Cómo lo hacía, no se sabe. Pero siempre estaba en primera línea para asistir a las almas y poner a salvo a los huérfanos. Lo nombraron cardenal en 1686 por su heroísmo. Murió hace cuatro años.

En 1686, Collonitz fue nombrado cardenal del papa Inocencio XI, es decir, aquel Benedetto Odescalchi cuyas oscuras tramas conocía muy bien. Mi difunto suegro había trabajado para los Odescalchi. Ahora lo recordaba: precisamente por boca de mi suegro me había llegado el nombre de Collonitz. Era uno de sus hombres de confianza junto al emperador Leopoldo.

—Por favor, transmitidle a mi amigo mis saludos más afectuosos. Se llama Anton de’Rossi.

Noté la coincidencia, pero me callé.

Una vez que se alejó Orsini, vi que el abate Melani se acercaba prestamente del brazo de Cloridia.

—Nada que hacer, no quiere quedarse sentado —susurró mi mujer, que alzó la mirada al cielo.

Maldije silenciosamente al abate y a mi propia esposa.

—Señor Atto, llegáis en el momento justo. Precisamente quería presentaros a Gaetano Orsini, el soprano que canta en el papel de Alessio. Venid conmigo —dije.

Intentaba desembarazarme de él haciéndolo entrar en conversación con el buen Orsini, que era un castrato como el abate y tal vez lo distraería de su propósito de quedarse pegado a mí durante toda la velada.

—¡No, por favor! —se sobresaltó el abate.

—Os presentaré como Milani, intendente de los correos imperiales, obviamente —lo tranquilicé en un susurro—. No será, ciertamente, nuestra querida Chormaisterin quien lo desmienta, ¿verdad? Además, Orsini no es exactamente un lince…

—¡Veo que en treinta años no he logrado enseñarte nada de nada! ¿Es posible que aún te dejes engañar tanto por las apariencias? —musitó Atto, impacientado—. Más que regodearte con tus infames sospechas sobre mí —añadió con acritud—, harías un papel más sensato observando mejor lo que te rodea.

Seguro que Camilla mantendría el secreto, explicó Atto, pero ¿no me había ya indicado, muchos años atrás, que entre los músicos se esconden siempre los peores espías? ¿Lidiar con notas y pentagramas no era tal vez casi sinónimo de espionaje y mensajes secretos? El nombre de Melani era archiconocido entre los músicos: en su tiempo fue uno de los más célebres castrati de Europa. Mentir presentándolo como Milani, estaba convencido, no lo habría puesto a salvo de las sospechas de quien está habituado a la mentira como al pan cotidiano.

¿Acaso no me había hablado ya, cuando lo conocí, del guitarrista Francesco Corbetta, que con la excusa de los conciertos hacía de correo secreto entre París y Londres? En aquel entonces nos habíamos enfrentado también con los secretos de la criptografía musical, de la que se había servido con suprema sapiencia el célebre científico jesuita Athanasius Kircher, que había ocultado en partituras y pentagramas secretos de Estado de tremenda gravedad. Yo debía saber, además, que el famoso Giovanni Battista della Porta, en su De furtivis litterarum notis, había ilustrado gran cantidad de sistemas con los que esconder, en la grafía musical, mensajes de todo tipo y longitud.

Tenía razón. Yo no había reflexionado aún sobre eso, pero lo recordaba bien. El abate me había descrito el talento y la habilidad en el espionaje que tienen los músicos, como el famoso John Dowland, tocador de laúd de la reina Isabel de Inglaterra, que ocultaba mensajes cifrados en los manuscritos de sus composiciones. ¿No se había dedicado al mismo oficio, y en toda Europa, el joven castrato Atto Melani?

Siempre había considerado a la orquesta de Camilla de’Rossi con una mezcla de simpatía e inocencia. Pensándolo bien, debía observarla con otros ojos: detrás de cada violín, de cada flauta, de cada tambor, podía esconderse un espía.

—¿Qué diantre habéis venido a hacer entonces a los ensayos del oratorio? —le dije en voz baja, mirando alrededor, de improviso acuciado por un terrible temor a ser escuchado.

—Si no abro la boca, no ocurrirá nada. Por lo demás, ya lo has comprendido: debo hablarte. Seriamente. Después de lo que ocurrió la otra noche, cuando me atacaste con todas esas acusaciones horribles, tú y yo debemos aclarar las cosas. Si me das de una buena vez la posibilidad.

—Ahora no tengo tiempo —respondí secamente.

Miré a Cloridia. En su semblante no capté ni aprobación ni censura, sino sólo una sonrisa irónica.

Después de dejar plantado una vez más al abate Melani del brazo de mi esposa, me acerqué a Camilla. El rostro de la Chormaisterin se veía cansado y abatido.

—Buenas noches, amigo —saludó afablemente.

Después de una charla de poca importancia, decidí preguntarle:

—Me han dado el nombre de un tal Anton de’Rossi, gentilhombre de cámara del difunto cardenal Collonitz. ¿Por casualidad es pariente de vuestro difunto marido?

—Qué va, mi nombre es uno de los más difundidos en Italia. De Rossi está lleno el mundo —dijo con tono amable, antes de anunciarles a los músicos, con tres palmas, que el descanso había terminado.

Tenía razón, pensé volviendo a mi sitio, de Rossi está lleno el mundo.

Qué extraña combinación, sin embargo.

• • •

Terminados los ensayos del oratorio, fui a despedirme de Cloridia. Había recibido un mensaje de Simonis en el que me citaba en la cafetería de la Botella Azul. Le expliqué que debía ir a Kalvarienberg en busca de Populescu.

—¿Quién, el rumano que se jactaba de conocer los harenes turcos? —preguntó mi mujer, que recordó las fanfarronerías de Dragomir, que ella había interrumpido tachándolo de eunuco.

—Exacto. Quiero decirle que…

—¿Vas a la Botella Azul, muchacho? Está aquí a dos pasos, bien. Doña Cloridia, me acompañaréis, ¿verdad? Un buen café repondrá mis fuerzas.

Era el abate Melani. Había abandonado su lugar y volvía a ponerse a mis espaldas. Renuncié a protestar. Solamente noté que, cuando algo lo acuciaba, no se dejaba frenar en absoluto por la ceguera.

Cloridia le confió el niño a la Chormaisterin, pidiéndole que lo acompañase a la cama, y nos pusimos en marcha.

Durante el breve trayecto, le expliqué por qué estaba buscando a Populescu: temía por la vida de los compañeros de Simonis y quería que dejasen de lado las investigaciones sobre el Pomo Áureo.

—Pero ¿tú crees de verdad —se entrometió Atto, riendo cuando ya estábamos entrando en el local— que esos calaveras eslavos están en peligro a causa de leyendas turcas sin pies ni cabeza?

Simonis ya estaba sentado a una pequeña mesa de la cafetería esperando a Penicek. Se sorprendió un poco al ver que estaba acompañado. Le expliqué que el abate sólo había venido a tomar un café y que luego volvería al convento, junto con Cloridia. Atto no protestó.

—En Kalvarienberg encontraremos también a Koloman Szupán —me informó el griego—. Lo he encontrado cuando salía del trabajo, he aprovechado para decirle que queríais hablar con él y pagarle. Ha respondido que vendrá sin falta.

Al contrario de cuando, unos días atrás, entré junto con el abate Melani, recién llegado, ahora el local estaba lleno de gente. Pequeños corrillos de caballeros conversaban amablemente, algún anciano gentilhombre con un libro en la mano, y demás el trajín de los camareros que servían a las mesas, aprovisionaban la cocina, limpiaban y ordenaban cuando los clientes se marchaban.

—Feliz de vos, que sois joven y fuerte. Quiero decir, al menos a juzgar por vuestra voz —comenzó a decir Atto, instalado junto al griego—. Mi salud, en cambio, siempre está vacilante por el cambio de estación.

—Lo siento mucho, pero confío en que os recuperaréis muy pronto —respondió lacónicamente mi ayudante.

—Aún más me pesa la edad —añadió Atto—, y las varices me torturan sin descanso. Especialmente la otra noche, cuando creí que me moría.

Pobre Simonis, pensé, ahora le tocaba a él tragarse los lamentos de Atto sobre sus achaques. Confié en que Penicek llegase pronto.

—También hace algunos años —continuaba mientras tanto Melani—, el cambio del tiempo y el deshielo me provocaron una gran alteración en los humores del cuerpo. Había ido por la mañana a hacer una visita de cortesía a un querido amigo en el campo y me vi obligado a volver pronto a mi casa sin verlo.

Atto le repetía a Simonis cuanto ya me había dicho a mí poco antes, durante los ensayos del Sant’Alessio, pero omitía esta vez el nombre del ministro Torcy y todo aquello que lo habría puesto en evidencia como un espía francés…

Vino a preguntar qué queríamos una mujer gorda y ceñuda, que solía sentarse junto a la caja.

—¡Qué lástima! —susurró Atto cuando ella se alejó—. Por la voz me pareció que era aquella camarera tan amable de la otra vez, aquella que me regaló aquel confite de chocolate con mazapán, ¿verdad, muchacho?

—No, señor Atto. No creo que hoy esté —respondí después de haber echado un vistazo alrededor buscando entre las mesas la negra melena de la jovencita.

Es verdad, pensé con una sonrisa, los viejos se vuelven como niños. Sólo unos diez años antes, Atto no se habría enternecido, sin duda, porque una camarera le regalase un confite de chocolate.

La ceñuda cajera volvió casi enseguida y, dirigiéndonos una mirada huraña, nos sirvió café, nata y los clásicos bollos vieneses.

—La pérdida de sangre de las varices me dejó pegado al inodoro durante todo el resto de aquel día —continuó Melani, sorbiendo el café caliente y mordiendo un rosado lokum para endulzar la amarga bebida asiática—, y estaría ya casi sofocado si no hubiese llegado a tiempo para evacuar y, por tanto, no habría tenido la comodidad y la libertad de abandonarme al esfuerzo que hacía la naturaleza para curarme. Y cuando finalmente la naturaleza me hizo perder toda la sangre que creía necesaria, recuperé mi salud. El médico exclamó que era un milagro y también un efecto de mi buena constitución, porque vosotros no lo sabéis, pero, si bien ya no puedo leer ni escribir con mi propia mano, Dios me ha concedido una grandísima merced al conservar mi espíritu a la edad de ochenta y cinco años, que cumplí el 30 del mes pasado.

Mientras Atto peroraba sobre sus almorranas y sobre los milagros de la longevidad, me acerqué a Cloridia y le dije al oído:

—Te lo ruego, mi amor, intenta convencer al abate de irse a la cama lo más pronto posible. No lo quiero ver más aquí.

—¿Tienes miedo de caer de nuevo en su red? —sonrió ella—. Tranquilo, esta vez no te puede engañar: ¡estoy yo! A mí no me engatusa tu querido abad. Lo importante es que tú no te quedes nunca a solas con él.

Me sublevé. Vaya confianza que tenía mi mujer en mí. Aunque debía reconocer que tenía sus buenos motivos, jamás había soportado ese modo fastidiosamente maternal de soltarme a la cara mi apocamiento. Me retraje y ya no pronuncié ni una palabra más.

—¿Qué es esto, un cruasán? —preguntó Atto, apoyando los dedos en la pequeña bandeja junto a su taza y tocando el bollo caliente.

—Aquí, en el archiducado de Austria por encima y por debajo del Enss, se llama Kipfel —comentó cortésmente Simonis—. Se dice que lo inventó, hace unos treinta años, un cafetero armenio, un tal Kolschitzki, justamente donde nos encontramos ahora, en la Botella Azul, para festejar la liberación de Viena de la Media Luna Otomana. Por ello tiene la forma de una media luna.

—¿Estamos en una cafetería de armenios? —preguntó el abate.

—Aquí todos los bares de café están en manos de los armenios —respondió el griego—. Fueron ellos quienes introdujeron ese servicio en las cafeterías. Tienen el privilegio imperial exclusivo.

—¿Los habéis visto alguna vez? Es un pueblo bastante singular —provoqué a Melani, recordando su encuentro secreto con el armenio.

—He oído algo de ellos —dijo presuroso, e inclinó la nariz sobre la cálida bebida.

Los armenios y el café: mientras observaba el perfil aguileño del abate Melani, coronado por las gafas oscuras que lo hacían semejante a una vieja lechuza con peluca, volvía a sumergirme en el pasado.

Una vez más, Viena me remitía a Roma. Una vez más partía, de la ciudad de los Habsburgo, una flecha que se clavaba en mi memoria, en los recuerdos de veintiocho años antes. Todo me volvía a llevar hasta mi juventud, a aquel figón cerca de la plaza Navona en el que, modesto camarero, conocí al abate Melani y a Cloridia. En aquel figón se alojaban a menudo pequeñas comitivas de armenios, que acompañaban a uno de los obispos de visita en la Ciudad Eterna. Tímido como era, observaba a aquellos exóticos prelados y su séquito sin atreverme a hacer preguntas, curioso y deferente, pero sabía que en el trayecto hacia Roma habían hecho una escala precisamente en Viena. Y recordaba bien sus largas vestimentas negras, el comportamiento circunspecto y devoto al mismo tiempo, la piel aceitunada, los ojos cenizos y el extraño perfume que los acompañaba, denso de especias y café.

En Viena, después descubrí que la negra bebida asiática y el pueblo armenio eran todo uno. Me gustaba de vez en cuando asomar las narices en aquellas fondas oscuras pero acogedoras, donde se leían gacetas, se fumaba, se jugaba al ajedrez o al billar. A veces también yo, agradecido al Señor por la holgura económica de la que disfrutaba en Viena, me concedí una buena taza caliente, leyendo distraídamente la gaceta (italiana) con la esperanza de que nadie me hablase y me obligara a hacer uso de mi penoso alemán. Y alzando de vez en cuando la mirada, observaba con simpatía a aquellos armenios, individuos de rasgos turquescos pero tan reservados, laboriosos y lacónicos, y me sentía feliz de que hubiesen inventado la cafetería, gloria única e inefable de la augusta ciudad de Viena.

Aún no había noticias de Penicek. La espera comenzaba a ser inquietante.

—Este anillito dicen que es bueno para las varices —oí decir a Melani al término de mis cavilaciones, mientras le mostraba a Simonis la mano en la que lo llevaba—, poniéndolo en el dedo meñique de la mano derecha y ajustándolo continuamente con la otra mano. Me lo ha enviado una sobrina…

Pero qué sobrina, pensé riendo para mis adentros; durante el Sant’Alessio me dijo que se lo había regalado el gran duque de la Toscana. Cada vez más prudente el señor abate…

—Espero que funcione —continuaba Atto mientras tanto—. Es también bueno para el dolor de muelas y de cabeza, poniéndolo en el meñique de la mano izquierda.

Megalleh Tekuphot.

Nos volvimos. Quien hablaba era un viejecito menudo y encorvado, con los ojos asustados, sentado junto a una mesa cercana.

—Os ha afectado el Megalleh Tekuphot, la sangre condenada de las hemorroides —repitió, dirigiéndose a Melani—. Sois un ser maldito.

Lo miramos consternados. Atto tuvo un sobresalto.

Tekuphah significa «rotación», como la de una bolita que gira, o como el Sol, que de la mañana a la noche completa un ciclo, hasta que vuelve por la mañana.

Nos miramos inquisitivamente el uno al otro, casi sublevados: a nuestro interlocutor debía de faltarle algún tornillo.

—«Su sangre recaerá sobre nosotros y sobre nuestros hijos», dice el evangelista Mateo. Jesucristo fue crucificado; para fijarlo a la cruz se usaron cuatro clavos, y la sangre de la Tekuphah no es más que la sangre de nuestro Señor que brotó de sus santísimas heridas: brota, en efecto, cuatro veces al año.

—Dios mío, este hombre está blasfemando —exclamó, sofocado, el abate Melani, que se persignó.

Mientras Cloridia le alcanzaba un vaso de agua a Atto para que se apaciguase, dimos de nuevo las espaldas al lunático orador e intentamos retomar la conversación entre nosotros. Pero a nadie se le ocurría qué decir. Busqué con los ojos otra mesa libre, pero el café estaba completamente lleno.

Había cuatro Tekuphoth al año, según continuó explicando el viejecito, impertérrito, una cada tres meses. La primera en el mes de Tischri, cuando Abraham, en el monte Moria, debía sacrificar a su hijo Isaac por voluntad de Dios.

Ya tenía el cuchillo en su mano y estaba a punto de degollar a Isaac. Cuando Dios vio que Abraham estaba dispuesto a todo para obedecerle, bajó veloz del Cielo el ángel del Señor y dijo: «No toques al niño ni le hagas nada». Abraham no mató a su hijo, aunque ya le había hecho un tajo en el cuello del que cayeron algunas gotas de sangre.

—Por este motivo cada año, en este mes, se difunden en todo el mundo las gotas de la sangre caída del cuello de Isaac, y cada uno debe cuidarse de beber agua si antes no ha sumergido en ella un clavo de hierro.

La otra Tekuphah era en el mes en que Jephthah debía sacrificar a su única hija, y por ello cada año en esta época todas las aguas se transmutan en sangre. Pero si antes se echa en ellas un clavo de hierro, la Tekuphah no acarreará ningún daño. La tercera Tekuphah era, en cambio, en el mes de Nissan, cuando, según la Escritura, las aguas de Egipto se transformaron en sangre. Por ello, cada año en esta época se cree que todas las aguas se vuelven sangre, pero si se echa un clavo de hierro, nada malo podrá ocurrir. La cuarta Tekuphah era en el mes de Tammus. En este tiempo, Dios ordenó a Moisés que hablase con una roca con el fin de que ella comenzase a manar agua. La roca no obedeció y Moisés la golpeó con su bastón. Como entonces la roca hizo salir sólo algunas gotas de sangre, Moisés la golpeó otra vez y finalmente salió el agua.

—Por ello cada año en esta época todas las aguas se transforman en sangre —concluyó el viejo—. Ésta es la Tekuphah más peligrosa, hasta tal punto que, según opinan algunos, contra ella no tiene poder ni siquiera el clavo de hierro.

—¡Basta ya! —dije, observando al octogenario abate Melani, con el rostro lívido, y las miradas preocupadas de Cloridia.

Busqué de nuevo con la mirada a la camarera que nos había servido unos días antes, pero fue inútil. Me detuve, sin embargo, en el cafetero, le hice una seña para indicarle que el viejo nos estaba importunando; pero fingía no verme y continuó atendiendo las otras mesas.

—¡No os olvidéis nunca de poner un clavo de hierro entre las provisiones y en los platos que usáis para comer! —nos advertía mientras tanto el loco—. De otro modo, la sangre de la Tekuphah aparecerá de improviso de variadas maneras: en cacharros con manteca, como les ocurrió en Praga a mis padres, que aterrados tiraron el cacharro entero al agua; en ollas para el agua o bien en orzas con mantequilla. ¡Y de allí se derramará sobre vosotros y después se irá, pasando antes por vuestras asentaderas!

—De maldición, nada. Las hemorroides son una enfermedad natural —jadeaba mientras tanto Atto, que nos miraba con una sonrisa abatida mientras un temor difuso invadía sus manos—: se debe, lo reconozco, a los alimentos demasiado sustanciosos que comí en mi juventud.

—¡Estáis vagando en las tinieblas del error! —tronó el viejo—. Los judíos no comen alimentos insanos, tienen prohibidos los manjares de los que puede provenir la pérdida de sangre. Por ello prohíben, con la fuerza de la Ley Divina, el cerdo y la liebre, cuya carne perjudica la salud, atasca el corazón y oscurece el intelecto. Pero son precisamente éstos los más afectados por la Tekuphah, porque crucificaron al hijo de Dios y su sangre ha recaído sobre ellos. Mi padre perdía sangre cada cuatro semanas. Yo no, pero sólo porque me he convertido a la verdadera fe y llevo siempre conmigo un clavo de hierro.

Dicho lo cual, con una mueca desencajada sacó de la taza de café que estaba bebiendo un clavo, y lo mostró a nuestro auditorio estupefacto.

Finalmente, como un salvador que cayera del Cielo, vimos llegar a Penicek.

—La tremenda Tekuphah está a punto de derramarse sobre vosotros, y vuestros ojos quedarán embadurnados de sangre —nos musitó el viejo mientras pagábamos y nos levantábamos.

• • •

La imagen del santo patrono estaba en un ángulo del patio, sentado en el trono. Lo iluminaban innumerables velas y estaba adornado con ramitos verdes. A su alrededor, se congregaban muchos fieles: en general empleados, madres de familia y ancianos; los habitantes de las cercanías. Algunos entonaban cantos a voz en cuello, otros farfullaban mecánicamente el santo rosario. Echamos un vistazo. Ningún rastro de Dragomir ni de Koloman.

Encontramos unos sitios para que se sentaran Cloridia y el abate Melani, que aún no se había recuperado del todo del espantoso discurso del viejo loco y no quiso saber nada de volver al convento; luego nos alejamos un poco de la estatua del santo. En el resto del espacio del gran patio, allí adonde casi no llegaba el resplandor de las velas, estaban los otros fieles, los más jóvenes y más numerosos, que celebraban de otro modo la fiesta del santo. Los gemidos, y no los cantos litúrgicos, resonaban en el aire; y, en lugar del murmullo de las letanías, breves gruñidos.

—Aquí deberíamos encontrar a esos dos —comentó, riendo maliciosamente Simonis.

En cada rincón del patio ocurrían bajo nuestros ojos cosas indecibles que —si bien bastante fervorosas— poco tenían que ver con la fe, y mucho menos con el oficio divino.

Ya había oído hablar de tal ceremonia. La zona alrededor de la iglesia del Kalvarienberg, o sea, del monte Calvario, en el suburbio de Hernals, era el lugar preferido donde hombres y mujeres, bajo la máscara de las Andachten serótinas, practicaban las recíprocas operaciones de conquista, tanto que llamaban a la propia iglesia «el Saloncillo», como los saloncillos de los teatros, donde entre las parejas jóvenes ocurre de todo. Se decía que en el Kalvarienberg ocurría en Cuaresma lo mismo que en verano en el Augarten, el conocido lugar de los usos lascivos a orillas del Danubio.

—Oh, perdón —se disculpó en aquel ínterin el griego, que, buscando a sus compañeros en un rincón, acabó sorprendiendo sin querer los juegos de manos de una parejita semidesnuda.

—Populescu ha dicho que vendría aquí con su chica, la morenita —dije—, pero Koloman Szupán no. ¿No deberíamos tal vez buscarlo fuera? Tal vez nos está esperando en la calle.

—Quien tiene las dotes de Koloman no renuncia a una Andacht —respondió con sonrisa cómplice mi ayudante.

Tenía razón. Poco después encontramos al estudiante húngaro, atareado en un barranco entre dos matojos:

—¡Aaaahhhh! Sí, así, más… Eres un animal, una bestia… ¡Otra vez, anda, te lo ruego! —gemía una voz de muchacha teutónica.

—Es él —avanzó Simonis, absolutamente seguro—. No sé cómo lo hace, pero Koloman consigue que todas disfruten de manera idéntica. Cuando has oído a una, las has oído a todas.

—Los verdaderos amigos siempre acaban encontrándose —ironicé un poco perplejo.

—No, a Dragomir no lo encontraremos aquí dentro —dijo Koloman, ajustándose la camisa bajo los pantalones—, sino en una de las capillas de la Vía Crucis, a lo largo de la calle principal. Sólo allí hay oscuridad suficiente para disimular su caramillo demasiado pequeño, ¡ja, ja!

Nos reunimos, pues, con Cloridia y el abate Melani, y salimos de nuevo a la calle, la Kalvarienbergstrasse, o sea, calle del Monte Calvario. Diseminadas a los lados había unas pequeñas capillas que representaban los misterios de la Pasión. También ellas daban ocasión a que los dos sexos desahogasen sus bajos instintos. Para sacar provecho de tal costumbre profanadora, se arracimaban junto al Kalvarienberg innúmeros quioscos de salchichas humeantes, figurillas de azúcar, medialunas de Hernals con nata caliente. Después de las Andachten, las parejitas confluían en los figones del lugar o hacia el sur, en el suburbio de Neulerchenfeld.

Las primeras capillas donde echamos un vistazo, intentando vencer la densa oscuridad, estaban, de más está decirlo, todas ocupadas. Sin embargo, en ninguna encontramos a Dragomir.

—Vuestro amigo debe de tener un temperamento muy religioso —comentó Atto, oyendo que buscábamos de capilla en capilla, sin tener idea de lo que en ellas estaba ocurriendo.

Cloridia lo guio un poco más arriba (la calle era empinada), donde no pudiese oír los gemidos de las parejitas. Los vi entrar e instalarse en una capilla, una de las pocas no ocupadas.

—¡Aquí está, por fin! —exclamó Koloman, que aguzó la vista en la oscuridad del enésimo edículo, después de haber pasado por algunos que estaban vacíos.

Habíamos encontrado a Populescu o, mejor dicho, lo habíamos pillado en el mejor momento. Por suerte, Cloridia no estaba presente: Dragomir estaba de espaldas y de pie, con los calzoncillos caídos, el pecho curvo hacia delante. Debajo de él, en la oscuridad, era posible imaginar a su conquista amorosa.

—Se ha escondido allí para que no se vea lo pequeño que es su pajarillo. ¡No hay nada que hacer, Dragomir, tu amiga se dará cuenta de todos modos! —se burló Koloman.

Fue entonces cuando oímos los gritos. Era Cloridia clamando ayuda.

Nos precipitamos todos. El abate Melani había caído de mala manera sobre el pequeño escalón de la capilla donde poco antes había entrado con mi esposa, y yacía en medio de un charco negruzco.

—¡Señor Atto, señor Atto! —grité, cogiéndolo por las axilas.

—La Tekuphah, la maldición… —dijo jadeante de pronto, llevándose la mano al pecho.

Estaba vivo, afortunadamente. Pero, en la oscuridad a la que poco antes se habían acostumbrado nuestros ojos, reparamos en que tenía la cabeza y la cara empapadas en negra sangre.

Los segundos siguientes fueron, por no decir más, convulsos. ¿Qué había ocurrido, quién lo había atacado, cómo había podido suceder delante de Cloridia? Mientras Simonis y Koloman me ayudaban a extender a Atto Melani en el suelo de la capillita, miraba a mi mujer, paralizada por el miedo.

En los ojos y en el recuerdo ambos teníamos la predicción del viejo loco de la cafetería.

Advertí de repente que un estremecimiento me bajaba desde la frente hasta los hombros, como un cálido hormigueo de horror. ¿Me estaba desvaneciendo tal vez por el miedo? Me pasé la mano por el pelo. Estaba pegajoso y emplastado. Me miré las palmas: otra sangre. Me sentí desfallecer.

—Un momento —intervino el griego.

Me arrastró con decisión y extendió las manos hacia el lugar donde yo estaba antes, como para ver si llovía. Llovía de verdad: gotas espesas de negra melaza caían sobre nosotros del techo de la capilla.

—Es la sangre. Viene de aquí —dijo Simonis, mirándose las palmas de las manos, cubiertas de horrendas gotas.

Después le hizo una seña a Koloman, más delgado que él, para que montase sobre sus hombros.

—Hay algo apoyado aquí arriba —dijo el húngaro, que tanteó en la oscuridad la cornisa ornamental que se extendía sobre nuestras cabezas, a lo largo del perímetro interno del pequeño templo—. Como… una pequeña jaula.

Sacó por fin de la cornisa una especie de caja de hierro perforado. La abrimos.

En el interior, sumergido en un inmundo venero de lavajo sanguinolento, estaba aquel pobre pene flácido, reducido a un estado en el que nadie habría querido jamás mostrárselo a una mujer. Sólo los dos testículos, que Dios había concebido para la procreación, parecían conservar un poco de dignidad. El resto era piel y carne esponjosa y desangrada, pelos y pobres jirones de carne, seccionados de mala manera por un arma rudimentaria, deformados e irreconocibles como una máscara mortuoria.

Koloman se volvió inmediatamente, conteniendo a duras penas el disgusto. Simonis y yo, en cambio, nos quedamos casi hipnotizados por aquel espectáculo de inútil ferocidad. ¿A quién se le podía ocurrir machacar tan absurdamente un miembro viril?

El abate Melani, mientras tanto, a quien Cloridia le repetía de continuo que aquélla no era su sangre y que, por tanto, él se encontraba muy bien, se estaba recuperando poco a poco del susto.

—Diantre —comentó Koloman, recobrando su espíritu—, sabía que con las teutónicas no se debe bromear. Esto debe verlo Dragomir —dijo, y volvió atrás, hacia la capilla donde Populescu, como también las otras parejas, había estado demasiado ocupado como para apartarse de lo suyo ante el nervioso clamor de Cloridia.

Nos quedamos junto a la pequeña jaula y a su repugnante contenido. Todos estaban excesivamente conmovidos como para hablar. Cloridia no lograba apartar la mirada del macabro receptáculo de aquel miembro extirpado; se quedó pensativa. De repente, ante la sorpresa de todos, palpó la jaula, encontró la portezuela, la abrió. Después la elevó un poco y le acarició el fondo, como para hacerse decir por las yemas de los dedos lo que la oscuridad ocultaba a los ojos.

El húngaro reapareció casi enseguida, con el semblante invadido por una palidez cadavérica, los ojos desorbitados.

—Debemos irnos de aquí ahora mismo. Todos —dijo con la voz ahogada.

—¿Qué te ocurre, Koloman? —le pregunté.

—Dragomir no estaba… Creíamos que estaba… Y allí con él no hay ninguna chica, nadie, nadie… —dijo mientras las primeras lágrimas se escurrían por su rostro.

• • •

La inspección ocular duró pocos minutos.

Cloridia había limpiado lo mejor posible la cabeza del abate Melani, que, apoyado en el bastón y en el brazo de mi mujer, miraba el cadáver sin pronunciar palabra. Observé con suspicacia al viejo castrato. No podía evitar presentir que sabía más de lo que nos hacía ver.

—Fuera, fuera de aquí —dije finalmente, mirando alrededor y cogiendo de la mano a Cloridia y bajo la axila al abate Melani, mientras Simonis aferraba a Koloman por el brazo pidiéndole que no llorase más, pues de otro modo llamaríamos la atención.

Comenzamos el descenso por la calle del Monte Calvario conteniendo la rapidez del paso para no ceder a la tentación de correr; intentábamos no mostrar la cara cuando nos cruzábamos con los ya raros transeúntes.

Mientras alguna parejita ardiente no lo descubriese, el cadáver de Dragomir Populescu se quedaría allí, como lo habíamos visto poco antes: los calzoncillos bajados, el pecho vuelto hacia delante. Bajo su cuerpo afanoso, sin embargo, no había ninguna concubina, sino tres puntiagudos candeleros, de los que se usan para colocar los cirios pascuales. Una mano robusta los había clavado en el pecho y en el corazón del pobre estudiante rumano venido del mar Negro.

Otra negra sangre le empapaba lentamente muslos y calzoncillos, chorreando del muñón de carnes desgarradas donde una vez había estado su sexo.

• • •

Nos reunimos con Penicek, que se había quedado esperándonos al borde de la calle. Mientras la calesa se disponía a partir, Simonis le contó brevemente lo ocurrido.

—¡Semi-Asia! —farfulló el griego a modo de conclusión.

—¿Y si en cambio hubiesen sido los turcos? —pregunté.

—Asia o Semi-Asia, es lo mismo.

—Señor barbero, si me permite, debemos hacer desaparecer el cuerpo de Populescu —intervino Penicek—. De otro modo, los guardias encontrarán toda esta historia demasiado sospechosa. Un Bettelstudent no la diña así porque sí. Podrían emprender alguna investigación seria.

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