Veritas

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París. 6 de enero de 1714

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París
6 DE ENERO DE 1714

El empujón distraído de alguien me traslada al presente. Los pocos asistentes se están moviendo: el funeral del abate Melani está a punto de acabar. Los ángeles de plata que, durante la ceremonia, han sostenido piadosamente sus restos mortales, devuelven el féretro a los viejos servidores, y éstos se dirigen hacia la capilla lateral junto al Altar Mayor, frente a la puerta de la sacristía, para el sepelio. El lugar está listo, abierto y vacío, en espera del ataúd. El monumento funerario del florentino Rastrelli ornará muy pronto la capilla con el busto insigne del abate, para la memoria futura de todos los súbditos franceses que pasen por aquí.

Tenía que llegar la epidemia de gripe catarral —que se hizo famosa en los anales médicos y describió muy bien el doctor Viti en su tratado— para doblegar el temple del viejo abate. Los primeros síntomas se iniciaron en diciembre: fiebre, tos, alguna leve inflamación de la garganta, pulso lento y débil, esputos de sangre abundante y líquida. Atto bromeaba: «He aquí la Tekuphah», reía para vencer el temor de haber llegado realmente al final. Lo tratamos con fricciones y agua de cenada, que lo hicieron sudar y mejorar bastante. Pero los esputos eran aún copiosos, aunque blancos. Los médicos sentenciaron: «Pleuritis linfática espuria», palabras crípticas que yo habría atribuido a Hugonio. Le suministraron mirra mezclada con alcanfor, purgantes, emolientes y hasta esperma de ballena, remedio carísimo, por otra parte, que descompensó del todo la mejoría del abate cuando llegó el momento de pagar.

Pasado lo peor, Attto se encontraba de nuevo totalmente consciente y había recuperado su estado de ánimo habitual. En varias ocasiones, sin embargo, lo descubría absorto junto a la ventana, con los ojos semicerrados que recorrían los tejados de pizarra gris, mientras murmuraba por enésima vez un aria que escribiera para él Luigi Rossi, y —yo estaba seguro de ello— pensaba con una sonrisa en el rey mozo que la escuchó en el castillo de Saint Germain, sesenta años antes. Y quizá pensaba en el entrelazamiento caprichoso de fortuna y desdicha, en envidias, amistades, traiciones, amores imposibles; en las violencias repentinas —en una sobre todo— y en el destino que había determinado de manera implacable. Observándolo sin que me viera, me complacía en imaginar que, con la frágil balanza del recuerdo, estuviese sopesando culpas y méritos, sabiendo que había servido con pareja lealtad a la música y al Rey Cristianísimo; y que pronto sobrevendría el tiempo de servir a un Señor más grande.

Domenico, Champigny y yo siempre temíamos el fuerte catarro que seguía teniendo en el pecho y la fugaz fiebre terciana que lo inquietaba durante el día. Rogábamos que lograse pasar el invierno; él, en cambio, se mostraba muy resignado a la voluntad de Dios; estaba bastante preparado y dispuesto para el gran paso, y discurría con gran firmeza y constancia sobre su muerte, encargándole a Domenico muchas cosas que quería que se hiciesen después, pero sobre todo ocupándose en persona de hacer encajonar sus libros y en pedir que se los enviasen al conde Bardi, el enviado de los Medici a París, para que los expidiera a Pistoia. ¡Los secretos ocultos en las cartas y en los memoriales del abate Melani eran demasiados como para arriesgarse a dejarlos en casa después de su muerte!

Hace poco más de una semana, el día de San Esteban, el 26 de diciembre, lo oí farfullar: «La estación no podía ser más contraria a mi convalecencia»; enseguida, añadió con un asomo de vanidad: «Pero les afecta hasta a los más robustos». ¡Optimista abate Melani! Hablaba de su muerte, pero no se la creía en absoluto. La que se obstinaba en llamar convalecencia era, en realidad, la agonía.

Al cabo de cuatro días, el 30 de diciembre, quiso levantarse de la cama diciendo que se sofocaba, por lo que fue necesario sentarlo en una silla para que se tranquilizara. Ni siquiera así se sentía cómodo: quería dar algunos pasos por la habitación, sostenido por Domenico y por mí. Pero en cuanto intentó moverse, exclamó «Ay de mí, no puedo más», y tuvimos que hacerlo sentar de inmediato. Se había desvanecido y lo volvimos a llevar a la cama. A nuestras llamadas acudió Cloridia, que lo lavó con el agua de la reina de Hungría, que enviaba presurosamente cada año Gondi, el secretario del Gran Duque, y pronto lo hizo volver en sí. Al cabo de un cuarto de hora, sin embargo, le volvió el malestar.

«No me abandonéis», dijo, y perdió el conocimiento; así, sin palabra ni movimiento, se quedó durante casi cuatro días, ante el estupor de los médicos, que jamás habían visto antes tamaña resistencia del corazón en un octogenario. Antes de ayer, miércoles 4 de enero, dos horas después de medianoche, abrió los ojos y me miró. Estaba sentado junto a su cabecera, no lo dejé solo en ningún momento, como él había hecho conmigo tres años antes. Cogí sus manos huesudas y frías entre las mías. Murmuró: «Quédate conmigo». Después, con un largo suspiro de cansancio, se fue.

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Mientras también yo avanzo por la iglesia de los agustinos descalzos, me parece que Atto aún está a mi lado: como la otra vez, aquel helado 20 de abril de hace tres años, en otra iglesia, también —ironías de la suerte— de los agustinos descalzos. Eran las exequias de Su Majestad Cesárea José el Victorioso. Por ninguna razón en el mundo quise faltar: el otro funeral al que yo jamás haya asistido. No puedo seguir el féretro del abate Melani sin dejarme llevar por la helada tramontana de los recuerdos.

En el pórtico de los Caballeros, una vez recibida la bendición del obispo de Viena, trasladaron el cuerpo del Emperador a un nuevo sarcófago, bordado en terciopelo y oro, y sellado para siempre con clavos dorados. El ataúd llevaba oro por doquier: en las cerraduras, en las llaves, en las asas para el transporte y en las iniciales «I. I»., o sea, José I, grabadas en el centro. Las carmelitas descalzas de San José habían cubierto el féretro con el tapete que siempre conservan para las exequias de los césares y habían puesto a sus pies las coronas de Bohemia y de Hungría, encima las insignias cesáreas con el Toisón de Oro, al centro el puñal y la daga ceñidos por el Águila Imperial. Transportaron la urna con el corazón y la lengua del difunto, en medio del absoluto silencio que imponía la ceremonia, a la capilla lauretana de la iglesia de los agustinos descalzos, y allí la colocaron, junto a las otras ocho urnas con los corazones de sus antecesores, comenzando por el joven Fernando IV, que había iniciado la tradición por devoción a la Virgen de Loreto. Poco después, la teca con el cerebro, los ojos y las vísceras fue llevada en un coche de seis caballos, al que escoltaba un cortejo de cirios, a la catedral de San Esteban, donde la colocaron en la cripta archiducal: otras veintidós tecas con materia gris y vísceras, las de los anteriores Habsburgo de Austria, la recibirían en silencio.

Durante la ceremonia hizo irrupción la negra noche y, con ella, llegó el tan temido adiós. Volvieron al pórtico de los Caballeros, adonde habían llegado, entre tanto, la Reina Madre y los demás miembros de la familia imperial, excepto la reina viuda, que, en su extremo dolor, se había quedado en la residencia con la hija más pequeña. Transportaron el féretro, en presencia de toda la corte y el nuncio papal, por el bajo corredor del palacio, hasta la iglesia de los agustinos descalzos, y allí lo colocaron sobre una negra silla de manos, en torno a la cual, entre las 8 y las 9, se completó tristemente el rito fúnebre. Los agustinos cedieron luego el paso a los capuchinos para la inhumación.

Había llegado el momento reservado al pueblo. Los súbditos fieles habían acudido desde todas partes a la iglesia de los capuchinos, cuando a las 9, anunciado por el repique poderoso de las campanas de todas las iglesias del archiducado de Austria e iluminado por las miles de antorchas protegidas con farolas de vidrio y colocadas en cada campanario para vencer la luctuosa oscuridad, el cuerpo sin vida del Emperador hizo su ingreso entre dos docenas de blancos hachones, agitados por el viento furioso y sostenidos por los vástagos de la nobleza. Lo esperaba la guardia urbana en pleno, con las banderas al revés, mientras del oscuro vientre de los tambores se difundía por doquier el rumor martillador de la muerte.

También Atto y yo esperábamos al difunto, casi sofocados en medio del inmenso gentío. A duras penas podía distinguir el cortejo; justo detrás del féretro avanzaba la Reina Madre, impasible e impenetrable, rodeada de tres gentilhombres de cámara e iluminada por los hachones de siete infantes nobles: Su Majestad Leonor Magdalena Teresa acababa de ser designada regente. El abate Melani, como sabría más tarde, con la ayuda de Camila y de Vinzenz Rossi, logró hacerle entregar la carta falsa del príncipe Eugenio, para detener de algún modo el apetito bélico del Saboya e impedirle que se volviese poderoso también bajo el futuro emperador Carlos. Atto sabía bien que Eugenio proseguiría la guerra contra Francia, incluso sin las aliadas Inglaterra y Holanda. Quién sabe si esa carta sería finalmente útil.

Detrás de la Reina Madre, iban las hermanas y la hija mayor de José, escoltadas también ellas por una gran cantidad de antorchas, que un viento colérico azotaba despiadadamente.

Los músicos de la corte entonaron el Libera me Domine, y José fue conducido por fin a su última morada: la cripta de los capuchinos. Precisamente aquel año, el Emperador la había ampliado, tal vez con voluntad profética; se habían duplicado sus espacios. Ahora la cripta lo acogería en el gran sarcófago central, cuya llave de oro se custodiaría por siempre en la Cámara del Tesoro Imperial, junto con todas las demás llaves sepulcrales de los Habsburgo de Austria. Así terminaron los casi treinta y tres años de aventura terrena de Su Majestad José el Victorioso, el primero con ese nombre.

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