Vera

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CAPÍTULO 27

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CAPÍTULO 27

Más tarde, en el comedor, cuando se estaba comiendo a regañadientes lo que le habían preparado —si Lucy no siguiera durmiendo, habría preferido tomarse solamente algún tentempié en la cama con ella—, la señorita Entwhistle le pidió a Chesterton, que era quien la estaba sirviendo, que la avisara cuando el señor Wemyss llamara por teléfono, pues deseaba hablar con él.

Cuanto más tiempo pasaba, más le preocupaba lo que Everard pudiera pensar de que estuviera allí sin invitación. Era algo natural, pero ¿lo consideraría él natural? Lo que no era natural en absoluto era la preocupación que ella sentía, pues esa casa también era de Lucy y la niña le había dado la bienvenida con una sonrisa tal que casi no le cabía en el rostro. Aun así, no podía evitarlo, la señorita Entwhistle se sentía como una intrusa. Y era mejor afrontarlo, no solo se sentía como una intrusa, sino que, a ojos de Everard, era una intrusa. La situación era la siguiente: la esposa de Everard estaba resfriada —un resfriado importante, pero nada grave—, nadie había ido a buscar a la tía de su esposa, nadie le había pedido que viniera y, sin embargo, ahí estaba. Si Everard no la consideraba una intrusa en tales circunstancias, lo más probable era que desconociera el significado de esa palabra.

Había leído muchos libros a lo largo de su vida, por lo que sabía de esos familiares de edad avanzada que a menudo aparecían en ellos. Normalmente, eran mujeres que se entrometían en el hogar de una pareja recién casada y se tornaban insoportables para uno de ellos, mientras simpatizaban con el otro. Ella no tenía motivos para simpatizar con nadie; no obstante, de haberlos, la señorita Entwhistle procuraría hacerlo desde un lugar neutral. No se le ocurriría acudir a la casa de un hombre y ponerse a simpatizar con su esposa mientras se alimentaba de su comida, en todo caso, simpatizaría desde Londres. Ella sabía que sus intenciones eran sinceras y que sus acciones obedecían a un solo motivo. Consideraba —sabía— que no se parecía en nada a esas mujeres de los libros. Pero, a pesar de eso, estando sentada en la silla tapizada de Everard —no había duda de que era suya: tenía la misma forma que él, pero invertida—, temía y, de hecho, sabía que Everard creería que era una de esas mujeres.

Ahí estaba, pensó la señorita Entwhistle, sin que nadie se lo hubiera pedido, sentada en el sitio de Everard y comiéndose su comida. Nunca había tenido mucha simpatía por ella, ¿le caería mejor después de esto? Se había abstenido de tomar el té precisamente porque no quería comer de su despensa, pero no había podido negarse a cenar, y con cada plato que le servían —unos platos que, según pudo observar con fascinación, aparecían al final de un brazo que asomaba puntualmente por una puerta—, se afianzaba más la sensación de que, si Everard la viera, la consideraría una intrusa. Sin duda, esa casa también era de Lucy, pero no lo parecía, y hubiera dado cualquier cosa por poder escapar de nuevo a Londres esa misma noche.

No obstante, independientemente de lo que Everard pensara de su intrusión, no iba a dejar a Lucy. No la podía dejar sola en esa casa, no podía levantarse al día siguiente y ver que estaba sola. Además, aún no se sabía cómo iba a progresar su resfriado. Tendría que haberla visitado un médico, eso estaba claro. Cuando Everard llamara, pues sin duda querría saber cómo se encontraba su esposa, la señorita Entwhistle cogería el teléfono, lo informaría de que estaba allí y le comentaría que no estaría de más que un doctor pasara a ver a Lucy a la mañana siguiente.

Así pues, le pidió a Chesterton que la avisara en cuanto el señor Wemyss llamara. Chesterton, sorprendida, pues Wemyss no tenía por costumbre llamar —todas sus comunicaciones con The Willows llegaban por escrito—, hizo una pequeña pausa antes de responder.

—Como guste, señora —dijo al fin.

Chesterton se preguntó por qué razón la señorita Entwhistle esperaba que Wemyss llamara. No se le habría ocurrido que pudiera guardar relación con la salud de la actual señora Wemyss, pues Chesterton no recordaba ninguna ocasión en la que hubiera llamado para preguntar sobre la salud de su anterior esposa. Alguna vez, esta se había visto obligada a guardar cama, pero ninguna de esas veces habían recibido llamada alguna desde Londres al respecto. Por eso se preguntó qué mensaje cabría esperar.

—¿Sobre qué hora es más probable que llame el señor Wemyss? —preguntó entonces la señorita Entwhistle, más por decir algo que por querer saberlo.

Estaba decidida a coger ese teléfono, pero no le hacía especial ilusión, no tenía prisa. Lo que la estaba haciendo hablar con Chesterton no era la impaciencia por oír la voz de Wemyss, sino ese comedor.

Y es que no solo la afligían la desnudez de la estancia, su luz cegadora, su larga mesa vacía y el eco que hacían los pasos de Chesterton de un lado para otro sobre el suelo descubierto; además, estaba esa pobre criatura ahí en la pared, mirándola. Supo instintivamente quién era la chica esbelta del vestido largo que la estaba mirando y no pudo evitar sobresaltarse. A pesar de sus esfuerzos por apreciar cada detalle de la casa, le parecía insensible tenerla ahí, sobre todo porque parecía que te siguiera con la mirada constantemente. Cuando apartó los ojos de esa misteriosa sonrisa contenida, lo que vio en la otra pared tampoco fue de su agrado: ese abuelo ampliado, ese progenitor tan obvio.

Una vez vistas ambas fotografías, que por la noche llamaban mucho más la atención que durante el día debido a esa iluminación potente y directa, la señorita Entwhistle no quiso verlas más, así que se esmeró en mirar únicamente su plato o la espalda de Chesterton cuando cruzaba el comedor a toda prisa en dirección al plato que la esperaba al final de ese brazo singular. Como, a pesar de eso, la presencia de esas figuras seguía perturbándola y sabía que seguían observándola, por mucho que ella evitara mirarlas, preguntó a Chesterton sobre qué hora era más probable que Wemyss llamara; lo hizo solo para oír el sonido de una voz humana.

Chesterton la informó de que el señor nunca llamaba a The Willows por teléfono, así que le resultaba imposible hacer ese cálculo.

—Pero —empezó a decir la señorita Entwhistle, desconcertada— hay teléfono, ¿no?

—A su disposición, señora —dijo Chesterton.

La señorita Entwhistle decidió no preguntar para qué tenían el teléfono entonces, pues no quería embarcarse en nada remotamente parecido a una discusión sobre los hábitos de Everard. Así pues, se limitó a preguntárselo en silencio.

Chesterton, sin embargo, se lo dilucidó. Primero se aclaró la garganta, consciente de que ofrecer una aclaración por propia voluntad no casaba del todo con su idea de la criada perfecta, pero luego habló.

—Es por un tema de conveniencia, señora. Resulta indispensable por la localización aislada de la casa. Hacemos los pedidos en las tiendas por teléfono. El señor Wemyss lo instaló para ese fin, dice, y no es partidario de las llamadas de larga distancia por su precio y porque malgastan el tiempo del señor Wemyss al otro lado de la línea, señora.

—Oh.

—A su disposición, señora.

La señorita Entwhistle no dijo nada más. Con la mirada clavada en su plato para no fijarla en los cuadros, se preguntó qué debía hacer. Eran las ocho y media, y Everard no había llamado. Si estuviera tan preocupado como para ignorar el precio de la llamada de larga distancia, ya habría llamado para entonces. Que no lo hubiera hecho implicaba que no consideraba que la indisposición de Lucy fuera grave. ¿Qué opinión le merecería, entonces, que se hubiera presentado ahí sin que la invitara? «Ninguna que se pueda calificar de hospitalaria», pensó la señorita Entwhistle. Y acababa de tomarse el postre. Un postre de Everard. Se le revolvió el estómago.

—No, no querré café, gracias —respondió apresuradamente cuando Chesterton le preguntó si quería que se lo sirvieran en la biblioteca.

Había cenado porque las criadas habían insistido y no había podido negarse, pero no era necesario añadir ningún extra. Y la biblioteca… ¿no había sido ese el lugar donde Everard se encontraba el día en el que esa pobre criatura sonriente…? Sí, recordaba que Lucy se lo había dicho. No, definitivamente no tomaría café en la biblioteca.

En cuanto al teléfono, la única opción que tenía realmente, lo único que podía hacer para preservar su dignidad, era llamar a Wemyss. No tenía sentido seguir esperando a que él diera el paso, era evidente que no lo daría. Así pues, lo llamaría, le diría que estaba en The Willows y le preguntaría —se aferraba particularmente a la idea del médico porque su presencia justificaría la de ella— si no sería buena idea que el médico visitara a Lucy por la mañana.

De ahí que, alrededor de las nueve, el estruendo del teléfono arrancara a los Twite de la tranquilidad de su sótano con un sobresalto. En el piso de arriba, el teléfono sonaba más insólito que nunca, haciendo todo ese ruido entre las tinieblas. Y cuando Twite, después de acudir a toda prisa a su llamada, se acercó el auricular al oído, lo único que ocurrió fue que una voz extremadamente irritable le pidió que esperara.

Twite esperó escuchando con ahínco y sin oír nada.

—Di algo, Twite —le aconsejó entonces la señora Twite, al pie de las escaleras de la cocina, rompiendo así ese silencio incómodo.

—¿Diga? —dijo Twite sin mucho entusiasmo.

—Se habrán equivocado de número —concluyó la señora Twite después de otra pausa silenciosa—. Cuelga ya y ven a terminarte la cena.

Una vocecilla muy débil dijo algo a lo lejos. Twite aguzó el oído tanto como pudo. Era la primera vez que recibía una llamada de larga distancia y le parecía que el teléfono estuviera desfalleciendo.

—¿¿Diga?? —dijo, angustiado, pero intentando no sonar demasiado impetuoso.

—Se han equivocado —apuntó la señora Twite después de esperar un rato más—. Cuelga ya.

La vocecilla, increíblemente débil, se puso a hablar de nuevo. Twite, incapaz de discernir ni una palabra, siguió repitiendo: «¿Diga? ¿Diga?», con toda la educación de la que era capaz.

—Cuelga —insistió la señora Twite, siempre valiente desde su posición retirada al pie de las escaleras.

—Tienes razón —dijo Twite al fin, exhausto—, se han equivocado de número.

Se acercó al bloc y escribió:

Llego una llamada de un numero equibocado señor parecia una mujer 9.10.

Así, en el otro lado de la línea, la señorita Entwhistle fue derrotada. Como lo había hecho lo mejor que había podido y no lo había conseguido, decidió tranquilizarse, al menos hasta la mañana siguiente. Tranquilidad y tolerancia. No se preocuparía, no juzgaría, simplemente pensaría en Everard en esos términos de amabilidad tan naturales en ella.

Sí que había habido un momento, mientras esperaba la llamada en el frío vestíbulo, en el que su benevolencia inamovible casi la había abandonado. Chesterton, al verla tiritar, le había sugerido que esperara en la biblioteca, donde había un fuego encendido, pero la señorita Entwhistle prefirió pasar frío en el vestíbulo que calor en la biblioteca. Fue desde ese sitio lóbrego desde donde vio una franja de luz titilante bajo la puerta que, con toda seguridad, tenía que dar a la biblioteca. Así pues, el dormitorio de Lucy quedaba exactamente sobre dicha estancia, ya que al mirar hacia arriba desde donde se encontraba podía ver su puerta. Eso significaba que había sido desde la ventana de Lucy… Su benevolencia le falló por unos instantes. Everard dejaba que la niña durmiera ahí, la hacía dormir ahí…

Sin embargo, no tardó en recobrarse. Si a Lucy no le importaba, ¿por qué debería importarle a ella? En aquel mismo momento, Lucy estaba durmiendo en esa habitación con una expresión de completa satisfacción en el rostro. Lo único que la señorita Entwhistle decidió hacer al respecto fue pasar la noche con ella; con ventana o sin ella, no dejaría por nada del mundo que su sobrina se despertara durante la noche y se encontrara sola en esa habitación.

Era una decisión realmente heroica que solo su amor por Lucy había hecho posible. No solo por esa ventana y por lo que creía que había ocurrido en ella, ni por la manera en la que el rostro de esa pobre criatura de la fotografía la perseguía, sino porque tenía la sensación de que ese dormitorio no era de Lucy en absoluto, sino únicamente de Everard. A la señorita Entwhistle le resultaba inexplicablemente desagradable, por ejemplo, pasar la noche cerca de la esponja de Wemyss. Mientras se preparaba para ir a dormir en la habitación de invitados —una habitación modesta al otro lado de la casa con un alféizar maravillosamente alto—, consideró dejarse la ropa puesta. Al menos así se sentiría más fuera de lugar, menos como en casa. Pero qué agotador. A su edad, si se pasaba toda la noche sentada —pues tumbarse con la ropa puesta no era una opción—, a la mañana siguiente estaría destrozada, sin fuerzas para enfrentarse a la llamada con Everard. Eso sí, tenía que quitarse las horquillas, no podría pegar ojo si iba notando pinchazos en la cabeza. Pero tomarse la confianza de estar en ese dormitorio entre corbatas sin sus horquillas… La señorita Entwhistle dudaba, sopesaba y, mientras tanto, se iba quitando las horquillas y la ropa.

En el último momento, cuando ya tenía puesto el camisón, se había trenzado el pelo cuidadosamente y era toda ella la personificación de la bondad y la pulcritud, le fallaron las fuerzas. No, no podía ir. Se quedaría donde estaba, llamaría a esa criada tan amable y le pediría que pasara la noche con la señora Wemyss, por si necesitaba alguna cosa a horas intempestivas.

Pulsó el timbre. Sin embargo, cuando Lizzie llegó, la señorita Entwhistle, que dudaba de la veracidad de sus motivos, ya había tenido tiempo de examinarlos a fondo. ¿Realmente era por las corbatas? ¿Por la esponja? ¿No era, en el fondo, por la ventana?

Estaba avergonzada. Si Lucy podía dormir ahí, ella también.

—He llamado para preguntarle si sería tan amable de ayudarme a llevar mi cojín y mis mantas a la habitación de la señora Wemyss —le dijo—. Pasaré la noche en el sofá que hay ahí.

—Sí, señora —respondió Lizzie, que lo cogió todo—. El sofá es muy corto y duro, señora. ¿No dormiría mejor en la cama?

—No —respondió la señorita Entwhistle.

—Hay muchísimo espacio, señora. La señora Wemyss ni se daría cuenta, con esa cama tan grande.

—Dormiré en el sofá —declaró la señorita Entwhistle.

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