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Lunes, 11.30 h.

 

—¿Crees que debemos hacer esto? —preguntó Steve Henderson—. No sé si averiguaremos lo suficiente como para justificar el riesgo que podamos correr.

Curt agarró la manga de su amigo y le hizo detenerse. Estaban de pie frente al edificio federal Jacob Javits en el 26 de Federal Plaza. Una muchedumbre entraba y salía. Era un lugar concurrido. Albergaba a casi seis mil empleados del gobierno y era visitado a diario por miles de ciudadanos.

Curt y Steve iban vestidos con sus uniformes azules de bomberos de clase B. Sus zapatos negros brillaban a la intensa luz del sol de octubre. La camisa de Curt era de un azul más claro que la de Steve, y Curt llevaba un pequeño cuerno dorado en el cuello. Curt había sido nombrado teniente hacía cuatro años.

—En una operación de esta magnitud, el reconocimiento del terreno es prioritario —dijo. Echó un vistazo furtivo a la hormigueante multitud para asegurarse de que nadie les estaba prestando atención—. ¿Qué coño te enseñaron en el ejército? ¡Estamos hablando de cosas básicas!

Curt y Steve eran amigos del instituto. Ambos habían crecido en la zona obrera de Bensonhurst en Brooklyn, Los dos habían sido reservados y educados chicos solitarios que gravitaban el uno en torno del otro durante años como espíritus afines, sobre todo durante el instituto. Habían sido estudiantes mediocres aunque puntuaban alto en tests de aptitud; Curt más que Steve. Ninguno de los dos era deportista a pesar de que el hermano mayor de Curt era una de las estrellas del fútbol de Bensonhurst. Se dedicaban sobre todo a «andar por ahí», como decían ellos. Ambos habían acabado en el ejército, Curt después de un fallido intento de seis meses en la universidad y Steve tras trabajar para su padre fontanero durante un año.

—El ejército me enseñó tanto como los marines te enseñaron a ti —repuso Steve—. No me vengas con tus jodidas historias de marines.

—Bueno, no vamos a traer aquí el material el día D sin haber reconocido el lugar. Tiene que entrar por el conducto del aire acondicionado. Tenemos que asegurarnos de que podremos acceder a él.

Steve miró nervioso el gran edificio.

—Pero tenemos planos —dijo—. Sabemos que está en el tercer piso.

—¡Dios Santo! —exclamó Curt. Levantó las manos, incluyendo la que llevaba el tablero de notas—. No me extraña que te largasen de los Boinas Verdes. ¿Vas a rajarte ahora?

En contraste con sus desordenadas carreras académicas, los dos habían destacado en sus respectivas especialidades en el ejército.

Curt había ido al Campamento Pendleton, en California, mientras que Steve había ido a Fort Bragg, en Carolina del Norte. Ambos habían ascendido rápidamente como suboficiales. La estricta reglamentación y el sentido de finalidad les excitaban, y ambos se convirtieron en soldados modelo. Cualquier tipo de arma les interesaba, sobre todo los fusiles de asalto y las pistolas. Los dos se convirtieron en tiradores de elite. Se habían escrito muy esporádicamente a lo largo de los años. Como estaban en diferentes secciones del ejército y destacados en diferentes costas, había una barrera para su amistad. Las únicas veces que se encontraron fue en las raras ocasiones en que sus permisos coincidían, y se veían en Bensonhurst. Era como en los viejos tiempos, y se contaban «historias de guerra». Ambos habían participado en la guerra del Golfo.

Aunque no lo mencionaban, los dos suponían que su carrera sería la militar. Pero aquello no iba a suceder, pues finalmente ambos se desilusionaron.

La experiencia de Curt fue la más desagradable. Había llegado a la posición de líder en el entrenamiento de reclutas para un equipo de elite de comandos. Durante una maniobra nocturna especialmente dura y a causa de las órdenes específicas que le dio Curt de continuar, un recluta murió. La investigación posterior señaló a Curt como responsable en parte del hecho. No se dijo nada de que la víctima no hubiera debido estar en la maniobra. Era un «niño de mamá», que había sido aceptado únicamente porque su padre era un pez gordo de Washington.

Aunque Curt no fue castigado, el incidente manchó su expediente e impidió posteriores ascensos. Él se quedó hecho polvo y furioso. Tenía la sensación de que el gobierno le había abandonado después de haberlo dado todo por su país. Cuando llegó el momento del reenganche, Curt se marchó.

La experiencia de Steve fue diferente. Tras un largo y frustrante proceso de solicitud, fue finalmente aceptado en el entrenamiento de los Boinas Verdes, para tener que abandonar durante el curso inicial de evaluación de tres semanas. No fue culpa suya; había cogido la gripe. Cuando supo que debía repetir todo el proceso de evaluación a pesar de todo lo que había hecho por el ejército, siguió el ejemplo de Curt y, con una sensación de disgusto y traición, dejó la milicia.

Después de una serie de trabajos variados, casi todos relacionados con la seguridad privada, Curt fue el primero en unirse al Departamento de Bomberos de la ciudad de Nueva York. Le había gustado desde el principio, con su jerarquía casi militar, los uniformes, la misión salvadora, el orgullo y un equipamiento interesante. Aunque no había armas y no era el Cuerpo de Marines, se acercaba. En la parte positiva estaba también el hecho de que podía vivir en Bensonhurst.

Pronto Curt se encontró animando a Steve para que le siguiera y se sometiese a las pruebas de admisión. Después de que admitiesen a Steve, se preocuparon de que les asignasen el mismo parque. El círculo de su historia se había cerrado. Volvían a vivir en Bensonhurst y de nuevo eran muy buenos amigos.

—No me voy a rajar —dijo Steve de mal humor—. Pero creo que nos estamos buscando líos. No está previsto que haya una inspección de bomberos en el edificio. ¿Y si llaman al cuartel?

—¿Y quién va a saber que no hay una inspección prevista? —dijo Curt—. ¿Y qué pasa si alguien llama? El capitán está de vacaciones. Además, estamos haciendo una inspección legal y resulta que hemos descubierto que hubo una irregularidad en el edificio federal en la última inspección. Si surge alguna pregunta, estamos asegurándonos de que la irregularidad ha sido corregida.

—¿Qué clase de irregularidad?

—Habían instalado una pequeña parrilla en el quiosco de bocadillos de la planta baja —dijo Curt—. Seguramente algún jefe del servicio de comidas pensó en ello como idea. Dudo que ni siquiera solicitasen un permiso. Se colocó sin poner al lado un extintor Ansul. Nos estamos asegurando de que rectificaron el descuido.

—Déjame ver —dijo Steve.

—¿Qué pasa, que no me crees? —preguntó Curt. Sacó la copia de la infracción de la pinza de su tablero de notas y se la colocó delante a Steve.

—Bueno, vale —dijo éste tras mirar el formulario—, es perfecto.

—¿Dudabas de un ex marine?

—Que te jodan —dijo Steve alegremente. Ambos siguieron hacia la entrada moviéndose como militares, con las cabezas en alto y los hombros erguidos.

—Será una operación perfecta —dijo Curt en voz baja—. La oficina más grande del FBI, aparte del cuartel general del FBI en Washington, está aquí. Sólo pensarlo se me pone la carne de gallina. Va a ser un buen escarmiento por lo de Ruby Ridge.

—Me gustaría que hubiera más agentes de la ATF [Agencia Federal para el Alcohol, el Tabaco y las Armas] aquí —dijo Steve—. Así nos estaríamos vengando de lo de Waco y los davidianos al mismo tiempo.

—El gobierno captará el mensaje. No te quepa duda

—¿Estás seguro de que Yuri lo conseguirá?

Curt detuvo a su amigo por segunda vez. La gente les rodeaba.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, manteniendo bajo el tono de voz—. ¿A qué viene todo ese pesimismo de repente?

—Oye, sólo estoy preguntando —dijo Steve—. Después de todo, el tío es una especie de chiflado. Tú mismo lo has admitido. Y era comunista.

—Ahora no es comunista —dijo Curt.

—¿Se mudan de rayas los tigres? Últimamente va diciendo cosas raras, como que quiere que la Unión Soviética resurja de sus cenizas.

—Eso es sólo para asegurarse de que las nucleares están a salvo.

—No estoy seguro —repuso Steve—. ¿Y el comentario que hizo acerca de que Stalin no era tan malo como la gente cree? Bueno, eso es demencial. Stalin mató a treinta millones de soviéticos.

—Aquello fue raro —admitió Curt. Se mordió el labio inferior. El cerebro de Yuri tenía unos cuantos tornillos sueltos, como lo de que no se conformara con acabar con el edificio federal Jacob Javits. Quería hacer un ataque simultáneo en Central Park de modo que el segundo agente acabase con todo el Upper East Side. Su razón era que quería acabar con tantos banqueros judíos como fuera posible. Curt pensaba que cargarse el edificio federal era más que suficiente, pero Yuri había sido inflexible.

—Hemos hecho mucho por él —continuó Steve—. Hicimos que nuestros hombres robasen aquellos fermentadores del laboratorio de microcultivos en Nueva Jersey. Le hemos proporcionado toda clase de cosas. Hemos conseguido que el Klan mandase aquellas absurdas cajas con polvo de Oklahoma que según Yuri contendrían la bacteria que necesitaba. Esos chicos de Dixie deben de haber pensado que nos habíamos vuelto locos cuando les pedimos polvo de un establo.

—Yuri dijo que podría aislar la bacteria —dijo Curt—. Leí lo mismo en Internet, así que ha de ser verdad.

—Vale. Así que es verdad que la bacteria del botulismo y los bichos del ántrax están en la tierra, en especial en zonas ganaderas del sur, pero ¿qué lo demuestra? ¡Nada! Yuri no nos ha demostrado nada. No hemos visto ninguna bacteria. Ni siquiera hemos visto ese supuesto laboratorio que se ha construido en el sótano.

—¿Crees que podría estar utilizándonos? —preguntó Curt. Le pasó por la cabeza la idea de que Yuri podría hacer su atentado de Central Park y dejarles en la estacada.

—Cualquier cosa es posible cuando tratas con extranjeros. Sobre todo con rusos. Nos han odiado durante setenta años.

—Ah, te estás volviendo paranoico. Yuri no nos está engañando. Y sé que quiere acabar con este edificio federal. Le fastidia nuestro gobierno tanto como a nosotros. Se han negado a reconocer sus estudios. Después de todos los años que estudió, aún sigue conduciendo un taxi. Coño, yo también estaría jodido.

—Pero no sabemos si ha estudiado todo lo que dice que ha estudiado.

—Ya —admitió Curt. No había habido manera de comprobarlo.

—Quizá no sea este el momento de hablar de todo esto. Pero ahora que estamos a punto de arriesgarnos entrando en ese edificio, me gustaría que nos aseguráramos mejor de que Yuri está cumpliendo su parte.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que Yuri no trabajase en la industria soviética de las armas biológicas?

—Creo que lo hizo —dijo Steve—. Sabe demasiado como para estar inventándoselo, sobre todo las historias personales como la de la muerte de su madre. Pero lo que me he estado preguntando es por qué la CIA no se interesó más por él cuando llegó a Estados Unidos. Quizá lo único que hizo fue fregar el suelo en lugar de trabajar en la línea de producción, como nos dijo.

—Eso es porque llegó demasiado tarde a América —dijo Curt—. Recuerda que nos habló de que los dos jefazos de las armas biológicas que desertaron un par de años antes de que él viniera aquí. Aparentemente dijeron a la CIA todo lo que quería saber, incluyendo hasta qué punto la Unión Soviética había violado el tratado de 1972 de armas biológicas.

—Lo único que digo es que me gustaría ver alguna prueba de lo que está haciendo Yuri. Cualquier cosa.

—La semana pasada dijo que estaba a punto de probar el ántrax.

—Me contentaría con eso. Con tal que la prueba dé resultado.

—Eso es verdad —admitió Curt—. Pero sigo pensando que deberíamos seguir adelante con la visita a este lugar. No nos arriesgamos a nada, sobre todo con el capitán fuera.

—Supongo que tienes razón. Especialmente con esa irregularidad que has encontrado.

—Entonces ¿estás de acuerdo?

—Sí —dijo Steve. Entraron por la puerta giratoria y tuvieron que esperar en fila para atravesar el detector de metales. Una vez dentro, el director de seguridad les envió a la oficina de mantenimiento.

—De momento todo bien —susurró Steve.

—Relájate. Va a ser pan comido.

La puerta del departamento de mantenimiento estaba abierta. Curt entró detrás de Steve y se acercó al escritorio de una secretaria. El despacho estaba lleno de gente que hablaba por teléfono y tecleaba ordenadores.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó la secretaria. Era una mujer robusta que sudaba a pesar del aire acondicionado.

Curt abrió su cartera y mostró la identificación de teniente de Bomberos. Las únicas veces que se ponía la insignia era con un lazo negro en funerales, cuando se ponía su uniforme de primera clase.

—Inspección de incendios —dijo Curt.

—Muy bien. Voy a buscar al ingeniero jefe. —Desapareció en un despacho interior.

Curt miró a Steve.

—Pan comido.

—¿Te das cuenta de la cantidad de aire que se mueve aquí? —preguntó Steve.

Steve levantó un pulgar. Curt asintió. Sabía lo que estaba pensando Steve. Cuanto más aire se moviera por el edificio, mejor se extendería el agente tóxico.

El ingeniero jefe apareció enseguida. Era un negro de mediana edad, vestido con un traje oscuro, camisa blanca y corbata. Curt se sorprendió. Esperaba ver un mono y manchas de grasa. Echó una mirada rápida a Steve para ver si también se había sorprendido. Si lo estaba, no lo demostró.

—Soy David Wilson. ¿En qué puedo ayudarles, caballeros? Me sorprende que estén aquí. No había prevista ninguna inspección de incendios para hoy. —Su tono no era agresivo, sólo inquisitivo.

—Así es, señor —dijo Curt—. Ésta es una visita no prevista para comprobar la irregularidad que advertimos en la última inspección referente a la parrilla de abajo. Pero como estamos aquí, nos gustaría revisarlo todo y comprobar las tomas, los extintores, los surtidores, las mangueras, los detectores de humo… ya sabe, lo normal.

—El extintor Ansul fue instalado inmediatamente —dijo David—. Mandamos los papeles al Departamento de Bomberos.

—Nos gustaría revisarlo —insistió Curt—. Sólo para asegurarnos.

—¿Les parece bien que mande a uno de mis operarios de mantenimiento con ustedes? Me pillan en plena reunión.

—Perfectamente —dijo Curt amablemente. Cinco minutos más tarde Curt y Steve iban acompañados por un individuo alto, delgado y taciturno vestido con el mono con el que Curt había esperado ver vestido a David Wilson. El hombre de mantenimiento se llamaba Reggy Sims. Era ayudante de electricista. Lo primero que comprobaron fue la parrilla del quiosco de bocadillos en la planta baja. Estaba llena de chisporroteantes salchichas y hamburguesas, ya que se acercaba la hora del almuerzo. Curt tardó dos segundos en determinar que el extintor Ansul estaba en perfectas condiciones.

Para la inspección general Curt y Steve hicieron las cosas como es debido, aunque no intentaron verlo todo. Si el hombre de mantenimiento albergaba sospechas, no lo demostró. Tampoco tenía ninguna prisa en volver a su trabajo.

—¿Y el sistema de aire acondicionado? —preguntó Curt.

—¿Qué pasa con él? —dijo Reggy.

—Tenemos que echarle un vistazo. Tenemos que saber cómo apagarlo o al menos aislar zonas si fuera necesario. Si hubiera un incendio, no quisiéramos que el humo se extendiera hasta el otro mundo. ¿Dónde está el panel de mandos principal?

—En la zona de maquinaria del tercer piso.

—¿Y la instalación principal de aire?

—En el mismo sitio.

—Bien —dijo Curt—. Vamos a echarle un vistazo.

—¿Y eso? —preguntó Reggy.

—Se supone que tiene que haber detectores de humo tanto para el nuevo aire que entra como para el que ya está circulando. Tenemos que verlos. Incluso deberíamos probarlos.

Reggy se encogió de hombros y les condujo hasta el lugar.

El nivel de ruidos en la sala de máquinas era terrible. Era una enorme sala llena de grandes paneles eléctricos, enormes calderas, compresores y bombas. Había una desconcertante cantidad de tuberías, tubos y conductos. Poca gente se detenía a pensar en lo que hacía calentarse un edificio como el Jacob Javits, cómo funcionaban los ascensores o incluso cómo salía el agua por un grifo del piso 32. Todo ello requería una potente maquinaria que funcionaba veinticuatro horas al día.

Los principales conductos de agua eran tan grandes que no parecían tuberías. Corrían a lo largo de una pared en la enorme sala antes de ramificarse como un gran árbol caído. A intervalos había puertas tipo escotilla semejantes a las de un barco.

Reggy tenía que gritar para hacerse oír. Golpeó el costado de un conducto y gritó que contenía el aire fresco que procedía del exterior. Mostró dónde se mezclaba con el aire que ya circulaba por dentro.

Reggy caminó junto al conducto y lo golpeó de nuevo.

—Aquí es donde se encuentran los filtros —chilló—. ¿Qué parte del conducto quieren ver?

—La que está después de los filtros —chilló Curt. Reggy asintió. Se dirigió hacia un gran interruptor y tiró de él. Una parte del ruido ensordecedor de la maquinaria desapareció.

—Éste es el interruptor del principal ventilador de circulación —explicó Reggy. Luego caminó hasta una de las escotillas y la abrió. Los goznes rechinaron—. Estamos por encima del ventilador principal —dijo—. Cuando está funcionando no se puede abrir esta puerta. Hay demasiada succión.

Curt se acercó a la puerta y miró hacia el oscuro interior. Sacó una linterna y la encendió. Primero dirigió el haz hacia los filtros. Steve trató de mirar por encima de su hombro, pero la puerta era demasiado estrecha.

—Entren si quieren —sugirió Reggy. Curt se agachó y pasó sobre el borde. Alumbró otra vez el filtro. Steve se inclinó desde el vano de la puerta. Reggy volvió a la consola de mandos del aire acondicionado para desconectar la alarma que anunciaba un fallo en el sistema de presión.

—¿Ves lo que quería decir acerca de la necesidad de hacer un reconocimiento? —dijo Curt. El conducto aislado protegía del ruido de la sala de máquinas.

—Olvidé los filtros —admitió Steve. Curt paseó el haz de luz en dirección opuesta. Las grandes aspas del ventilador principal seguían girando lentamente. Dirigiendo la luz hacia el techo, descubrió el detector de humo. Hubiera necesitado una escalera para comprobarlo.

—Éste es el que queremos eliminar —dijo—. Tenemos que encontrar un retorno de aire accesible en este piso para que uno de los del grupo coloque una bomba de humo.

—¿Crees que habrá una alarma específica para este detector de humo en el panel de control de incendios? —preguntó Steve.

—Me sorprendería que no lo hubiera —dijo Curt—. E incluso si no lo hay, el panel nos dirá qué detector de humo activado hay en el sistema de aire acondicionado. De un modo u otro tenemos que encontrar una razón para volver aquí.

—Siempre que la Compañía 6 de la calle Beckman no se nos adelante —dijo Steve.

—No hay manera de que ellos puedan llegar aquí antes que nosotros —dijo Curt—. La Compañía 6 tiene que venir desde el otro lado del ayuntamiento. Estaremos en este conducto antes de que lleguen a la escena de los hechos. Si tenemos que preocuparnos de algo, es de nuestros compañeros. Tenemos que asegurarnos de que se mantienen ocupados haciendo bajar todos los ascensores a la planta baja, como se supone que tienen que hacer.

—Así pues, ¿qué hacemos cuando entremos aquí? —preguntó Steve—. ¿Dónde ponemos la cosa? —Echó un vistazo alrededor y al suelo del conducto. No había sitio para esconder nada.

—Yuri dice que estará en forma de polvo fino en bolsas de plástico impermeables. No tenemos más que colocarlas aquí y poner en marcha los pequeños detonadores con temporizador. Cuando exploten, ya nos habremos ido hace rato.

—¿Crees que tenemos que esconder las bolsas?

—No veo por qué —dijo Curt.

—¿Y si entra alguien después de que nos hayamos marchado?

—¿Has oído las bisagras de la puerta cuando Reggy las abrió? Nadie entra aquí. Pero para asegurarnos, vamos a desconectar el detector de humo y apagar el sistema de control de incendios.

—Eso es buena idea —dijo Steve y se encogió de hombros—. Supongo que funcionará.

—Apuesta lo que quieras a que funcionará. ¡Vamos! Localicemos una buena rejilla de aire en este piso y acabemos nuestra falsa inspección. Tenemos que volver al parque.

Encontrar una rejilla de aire acondicionado adecuada fue fácil. Tras salir de la sala de máquinas, Curt preguntó por el lavabo más cercano. Mientras Reggy esperaba fuera, Curt y Steve encontraron una que se podría retirar fácilmente. Se imaginaron que el conducto iría derecho al detector de humo que acababan de ver.

—Todo lo que tiene que hacer uno de nuestros muchachos es quitar esta rejilla y meter una bomba de humo —dijo Curt—. Eso disparará la alarma.

Media hora más tarde Curt y Steve volvían a cruzar la plaza que había delante del edificio federal. El sol se había escondido tras unas nubes, y ráfagas de viento zarandeaban a las palomas. Curt tuvo que sujetar su tablero de notas para que no se le volasen los papeles. Subieron al coche que habían aparcado junto al bordillo.

Curt se adentró entre el tráfico.

—¿Has avanzado algo en el trazado de nuestra ruta de escape? —preguntó. Habían dividido el plan de modo que Curt se concentrase en eso, mientras Steve se ocupaba de la huida en sí.

—Está hecho. He estado en Internet todas las noches durante horas. He conseguido que nos preparen casas seguras a lo largo de todo el camino hasta el estado de Washington y luego hasta Canadá si lo necesitamos. Todos los de las milicias con los que he conectado están más que deseosos de ayudarnos.

—¿Han tenido curiosidad acerca de lo que está pasando? —preguntó Curt.

—Eso se sobreentiende —contestó Steve—. Pero no les he dicho nada; sólo que va a ser algo gordo.

—Va a ser como Los diarios de Turner hechos realidad —rió Curt. Se refería a su novela favorita, una que circulaba mucho entre la extrema derecha violenta. En ella el protagonista, Turner, desencadenaba una rebelión general bombardeando el cuartel general del FBI en la ciudad de Washington.

Curt se sentía eufórico por la suerte de haberse encontrado de narices con un arma de destrucción masiva. Ahora tendría finalmente la posibilidad de devolverle el golpe adecuada y dramáticamente al gobierno. Aquellos bastardos sionistas de Washington iban a aprender que no podían hacerles la guerra a sus propios ciudadanos con el FBI y la ATF a la manera de Ruby Ridge y Waco, ni deberían conspirar para quitar a la gente sus apreciados derechos, como el de llevar armas, ni deberían apoyar el aborto, los derechos de los gays y los sidosos o consentir el mestizaje. Por encima de todo estaba la ilegalidad del servicio de recaudación de impuestos y el apoyo a las Naciones Unidas. La lista era casi interminable.

Curt negó con la cabeza cuando pensó en lo mucho que se había apartado el gobierno de sus obligaciones constitucionales. Merecía lo que se le avecinaba. Naturalmente, habría bajas civiles, pero eso era inevitable. Después de todo, había habido bajas civiles en la revolución americana. Como un «disparo oído en todo el mundo», la Operación Glotón iba a ser trascendental y si conseguía poner en marcha la «quinta era», igual que la batalla de Bunker Hill dio lugar al nacimiento de un nuevo gobierno, se daba cuenta de que sería considerado una especie de George Washington moderno. Pensar en ello era embriagador.

—Podría empezar una revuelta general antes de que llegásemos a la costa Oeste —dijo Steve—. Todas las milicias están esperando alguna señal para poner en marcha una acción coordinada. Incluso aunque muera la mitad de gente que piensa Yuri con la Operación Glotón, ésa puede ser la señal.

—Estaba pensando algo parecido —dijo Curt. Una sonrisa satisfecha le iluminó el rostro mientras imaginaba cómo le alabarían en los boletines de extrema derecha de Internet.

—Si hay un alzamiento general —continuó Steve—, creo que deberíamos escondernos en Michigan. Por lo que sé, allí es donde las milicias están más organizadas. Sería el lugar más seguro.

—¿Cómo has planeado que salgamos de la ciudad? —preguntó Curt.

—En un tren desde el World Trade Center —explicó Steve—. En cuanto lleguemos al parque después de haber colocado el material, nos largamos. Entramos en el despacho del capitán y decimos sayonara.

—Se va a pegar un tiro —dijo Curt. No sabía nada de esta parte del plan y no había pensado mucho en ello.

—No hay más remedio. Tenemos que salir de la ciudad, sobre todo después de que Yuri dé su golpe, que dice que será al mismo tiempo que el nuestro. No estoy tan seguro como él de que sólo vaya a actuar en el Upper East Side.

—Eso es verdad —dijo Curt—. Pero ¿por qué no nos limitamos a desaparecer? ¿Por qué decirle nada a nadie?

—Porque eso también llamaría mucho la atención —explicó Steve—. Nos buscarían enseguida, quizá incluso preocupados de que hubiéramos sido víctimas de nuestro propio juego. Yuri dice que las armas biológicas dan un margen de dos a cinco días hasta que se desencadena el infierno. Quiero que para entonces estemos lejos.

—Supongo que tienes razón —dijo Curt.

—Le diremos al capitán que estamos hartos de la burocracia y la falta de disciplina, cosa que es verdad. Ambos nos hemos quejado de cómo se ha deteriorado el departamento.

—¿Y si el capitán dice que no acepta nuestra dimisión?

—¿Y qué va a hacer? —preguntó Steve—. ¿Ponernos grilletes?

—Supongo que no —dijo Curt. Seguía sin estar muy convencido de tener que enfrentarse a un iracundo capitán—. Pero quizá tengamos que pensar esa parte un poco más detenidamente.

—Por mí muy bien —dijo Steve—. Mientras estemos en un tren camino de Nueva Jersey tan pronto como sea posible, no me importa mucho lo que le digamos a nadie. Confío en nuestra huida. He dejado una vieja camioneta de reparto en un garaje cerca de la primera parada. Eso nos llevará hasta la primera casa segura en Pensilvania. Allí he conseguido otro vehículo. De hecho usaremos vehículos diferentes después de cada parada.

—Eso me gusta —dijo Curt. Curt giró hacia el cuartel de bomberos de la calle Duane y aparcó a un lado. Steve y él cerraron los ojos un instante y alzaron los pulgares.

—La Operación Glotón está en marcha —dijo Curt.

—Armagedón, vamos para allá.

Cuando los dos salían del vehículo, Bob King, uno de los últimos reclutas, les contempló mientras limpiaba el coche 7.

—¡Eh, teniente! —gritó. Curt levantó la cabeza hacia el nuevo.

—Ha venido un taxista hace un rato preguntando por usted —gritó Bob—. Era un tipo bajo y cuadrado con acento que parecía ruso.

Curt miró a Steve, que le devolvió la mirada, espantado. Evidentemente, la noticia no les gustó demasiado. Habían quedado en que Yuri no se acercaría nunca al cuartel. El contacto tenía que limitarse a llamadas telefónicas y encuentros en el bar Orgullo Blanco.

—¿Qué quería? —preguntó Curt ásperamente. Tuvo que aclararse la garganta. En una operación de tal magnitud, los deslices eran imperdonables.

—Quiere que le llame —dijo Bob—. Parecía contrariado al no encontrarles aquí.

—¿Qué le hiciste? —gritó otro bombero desde detrás del camión—. ¿Olvidaste darle propina?

Surgió la risa de un grupo de bomberos que jugaban a las cartas cerca de la entrada. Las puertas abatibles estaban abiertas a la tarde de octubre.

—¿Dejó su nombre o su número de teléfono? —preguntó Curt.

—No. Sólo dijo que le llamara. Pensé que sabría quién era.

—No tengo ni la menor idea —dijo Curt.

—Bueno, quizá vuelva —dijo Bob. Curt indicó a Steve que le siguiera. Subieron las escaleras hacia la zona de descanso. Curt entró en el lavabo. Una vez dentro, comprobó que no había nadie en las cabinas y la ducha para asegurarse de que estaban solos.

—No me gusta esto —masculló Curt en un forzado susurro—. ¿Por qué coño ha venido aquí?

—Te dije que el tipo era rarito —dijo Steve. Curt caminó de un lado a otro como un animal enjaulado. Tenía la mandíbula ligeramente prognática fuertemente cerrada. No podía creer que Yuri hubiese sido tan estúpido.

—Me temo que ese tipo nos pueda crear problemas —dijo Steve—. Vamos a tener que mantener una charla con él. Además me gustaría ver alguna prueba de que no nos ha estado haciendo perder el tiempo.

Curt asintió mientras caminaba, y luego se detuvo.

—Muy bien —dijo—. Después del trabajo iremos hasta su casa de Brighton Beach. Le meteremos en la cabeza algunas ideas sobre seguridad. Le pediremos que nos enseñe el laboratorio y que nos dé alguna prueba de lo que está haciendo.

—¿Sabes su dirección? —preguntó Steve.

—Ocean View, quince.

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