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Lunes 18 de octubre. 18.45 h.

 

Jack cruzó la Primera Avenida por la calle Trece justo antes de que el semáforo se pusiera en verde para el tráfico que se dirigía hacia la parte alta de la ciudad, y se encaminó a la zona de carga de la oficina del forense. Saludó con la mano a Marvin Fletcher, el empleado de noche del depósito, que estaba ocupado preparándose para la recepción de cuerpos por la noche.

Tras asegurar su bicicleta con candado en su lugar habitual, Jack tomó el ascensor y se dirigió al laboratorio de toxicología del segundo piso. Era más tarde de lo que pensaba. Revisar los archivos de la Compañía de Alfombras Corintias le había llevado más de lo esperado.

John DeVries, el toxicólogo jefe, ya se había marchado. Jack se vio obligado a preguntar a un empleado nocturno si el subdirector había llamado para meter prisa con las muestras de David Jefferson, el caso de la muerte del preso bajo custodia acerca del cual Calvin le estaba presionando. Por desgracia, el empleado nocturno no sabía nada.

De vuelta en el ascensor, Jack subió al laboratorio de ADN en la sexta planta. Ted Lynch, el director, no estaba, así que dejó su colección de tubos de cultivos sacados de la Compañía de Alfombras Corintias a un técnico. Quería que por la mañana Ted investigara para ver si había esporas de ántrax.

Jack bajó por las escaleras hasta el quinto piso y se metió en el laboratorio de histología con la esperanza de animar a Maureen O’Connor, la supervisora, para que se diera prisa con las secciones microscópicas de Jefferson. Jack tenía una buena relación de trabajo con Maureen, cosa que no podía decirse en el caso de John DeVries, pero no le sirvió de nada. Maureen también se había marchado ya.

De camino a su despacho, Jack se dirigió al de Laurie esperando al menos descubrir el «cuándo y dónde» de la esperada cena nocturna. El despacho de Laurie estaba a oscuras y desierto. Para empeorar las cosas, la puerta estaba cerrada con llave. Eso era la prueba irrefutable de que se había ido a su casa.

—¡Santo cielo! —dijo. Sintiéndose frustrado, se fue refunfuñando por el pasillo. Por un momento pensó en estar ilocalizable el resto de la noche para que Laurie no pudiera encontrarle. Pero pronto abandonó la idea. No era su estilo y, además, tenía auténtica curiosidad.

Entró en su despacho. Al menos Chet seguía allí, escribiendo en un cuaderno oficial amarillo.

—Oh, ha vuelto el aventurero —comentó Chet al verle—. Supongo que puedo cancelar el informe de personas desaparecidas que estaba rellenando.

—Muy gracioso —dijo Jack mientras colgaba su cazadora.

—Al menos has vuelto de una pieza. ¿Cómo han ido las cosas por ahí fuera? ¿Ha habido amenazas contra tu vida? ¿A cuántos funcionarios has conseguido enfurecer?

—No estoy de humor para que me tomen el pelo —dijo Jack. Se dejó caer pesadamente en la silla de su escritorio como si las piernas le hubiesen cedido de pronto.

—No parece que te hayas divertido mucho.

—Fue una paliza. Excepto por el paseo en bicicleta.

—No me sorprende —dijo Chet—. Era una misión condenada desde el principio. ¿Te enteraste de algo nuevo?

—Me enteré de que se tarda mucho en revisar los informes de una compañía. Incluso de una compañía pequeña. Y después de todo el esfuerzo, no ha habido recompensa. En cierto sentido perverso, esperaba descubrir que parte del último pedido de pieles turcas hubiese sido distribuido para poder pasarle la información por las narices al viejo Clint Abelard. Pero nada. Todo el cargamento está bien guardado en el almacén de Queens.

—Al menos tenías buena intención —dijo Chet con una risita.

—Si se te ocurre insinuar «ya te lo decía yo», te borro de mi testamento —le advirtió Jack.

—No voy a caer tan bajo como para decirte eso —rió Chet.

—Sí, pero lo piensas.

—Tengo que decirte que te han echado de menos. Pero no te preocupes. Te he encubierto. Usé tu broma sobre ese grupo de monjas que estabas esperando. Dije que habían venido a la ciudad a una convención de bolos y que habías ido a recibirlas.

—¿Quién ha preguntado por mí?

—Para empezar, Laurie. De hecho, estaba escribiéndotelo en una nota. —Chet arrancó la primera hoja de su cuaderno, hizo una bola con ella y la lanzó limpiamente a la papelera.

—¿Cuál era el mensaje? —preguntó Jack.

—Yo tenía que decirte que la cena de esta noche es en Elio, en la Segunda Avenida, a las ocho y media.

—¡A las ocho y media! ¿Por qué tan tarde?

—No lo dijo. Pero a mí las ocho y media no me parece tan tarde.

—Es tarde para la hora a la que le gusta cenar a ella —repuso Jack. El misterio continuaba. Recordaba que por la mañana ella había comentado que no sabía si iba a poder seguir en pie por la noche, sugiriendo que estaría cansada. ¿Por qué entonces hacer planes para encontrarse tan tarde?

—Bueno, no parecía nada preocupada —dijo Chet—. De hecho, a decir verdad, estaba de un humor muy animado y festivo.

—¿De verdad?

—Diría incluso que exuberante.

—Esta mañana estaba igual.

—Estaba tan animada que mencioné el posible plan para el jueves por la noche —dijo Chet.

—¿Te refieres a que vayamos los cuatro a la exposición de Manet?

Chet asintió.

—Espero que no te importe.

—¿Qué contestó?

—Dijo que apreciaba mucho que pensásemos en ella, pero que ya había hecho planes.

—¿Usó la expresión «apreciaba»?

—Cito textualmente —dijo Chet—. A mí también me llamó la atención. Me pareció extrañamente formal.

—¿Quién más ha preguntado por mí? —preguntó Jack. Quería dejar de hablar de Laurie. Se sentía cada vez más curioso… y más nervioso.

—Vino Calvin. Creo que había ido a histología y entró sólo porque estaba en este piso.

—¿Qué dijo?

—Quería recordarte que el caso de Jefferson tiene que estar terminado el jueves.

Jack hizo un gesto despreciativo con la mano.

—Eso es cosa del laboratorio, no mía.

—Bueno, yo me voy —dijo Chet. Se levantó, se estiró y recogió el abrigo de detrás de la puerta.

—Déjame hacerte una pregunta. Has vivido en Nueva York más tiempo que yo. ¿Cuál es la relación de los taxis amarillos con las llamadas por radio?

—Los taxis amarillos viven de la gente que los para por la calle —explicó Chet—. Generalmente no se les llama por radio. Entre los conductores suele decirse que o te mueves o pierdes. No quieren quedarse sentados y esperar. Tienen que espabilar o pierden dinero.

—¿Por qué muchos tienen radio? —preguntó Jack.

—Contestan a llamadas de radio si quieren. Pero no les compensa. Generalmente las radios les mantienen informados de dónde hay mayor demanda, ya sea en la parte alta de la ciudad, en la baja o en el aeropuerto. Y las zonas que deben evitar porque hay atascos; ese tipo de cosas.

Jack asintió.

—Eso pensaba.

—¿Por qué lo preguntas?

—Un taxista se acercó a la Compañía de Alfombras Corintias para recoger a Jason Papparis mientras yo estaba allí —dijo con una sonrisa torcida. Chet rió.

—Es la primera vez que oigo que un hombre muerto llama a un taxi. Me pregunto desde dónde haría la llamada.

—O a dónde quería que le llevase el taxi. —Chet rió de nuevo.

—El taxista me dio el número de su centralita —dijo Jack—. Les llamé para averiguar si Jason era cliente habitual. Creo que si lo hubiera sido, quizá la compañía de taxis pudiera ser una fuente de información para averiguar cuál fue la última vez que el hombre había ido al almacén de Queens.

—¿Qué dijeron?

—No se mostraron muy colaboradores. No quisieron decirme siquiera si Jason Papparis había llamado esa vez. Sólo dijeron que no daban información sobre los conductores ni sobre sus clientes.

—Qué amable y útil —dijo Chet—. Se les podrá citar judicialmente, supongo.

—No sé si merecería la pena.

—No deja de ser curioso. Si alguien llama a un taxi en Nueva York, no suele ir un taxi amarillo.

—Te diré algo aún más curioso —dijo Jack—. El conductor del taxi era ruso y había crecido en Sverdlovsk.

—¡Sverdlovsk! ¡Fue la ciudad soviética donde hubo aquel accidente con ántrax letal que me enseñaste en tu libro de medicina de Harrison!

—La verdad es que es una coincidencia increíble.

—Eso sólo pasa en Nueva York —dijo Chet—. Supongo que no deberíamos sorprendernos de nada de lo que pasa aquí.

—Ese tipo incluso sabía lo que era el ántrax.

—¡No fastidies!

—Bueno, no sabía mucho —añadió Jack—. Sólo sabía que es una enfermedad sobre todo del ganado. Mencionó vacas y ovejas.

—Yo diría que eso es más de lo que sabe el neoyorquino medio.

Después de charlar un poco más acerca de lo que iban a hacer el fin de semana siguiente, Chet se despidió y se marchó. Jack volvió a su escritorio. Sin entusiasmo, contempló el siempre repleto montón de casos pendientes que había junto a una pila de portaobjetos de histología. Pensó brevemente en sacar el microscopio hasta que miró su reloj. Eran más de las siete. Como tenía que pedalear hasta casa, ducharse y vestirse, decidió que no tenía tiempo de trabajar más.

El tráfico de la Primera Avenida era algo menos intenso que hacía media hora y Jack pasó entre él por delante del edificio de las Naciones Unidas. Entrando por la calle Cuarenta y nueve cruzó Madison Avenue y luego giró de nuevo hacia el norte. Rara vez usaba la misma ruta hasta que llegaba a la plaza Grand Army en la esquina sudeste de Central Park. Allí solía dar su vuelta nocturna alrededor de la fuente de Pulitzer para admirar la estatua de la Abundancia que la coronaba. Luego entraba por el parque, donde empezaba su parte favorita del viaje. Durante años se había organizado la mejor y más bonita de las rutas y la usaba la mayoría de las noches.

Sin perder de vista a los demás ciclistas, corredores y patinadores, Jack aceleró. Aunque los árboles tenían aún casi todas las hojas, muchas habían caído ya y revoloteaban a su paso, llenándole con el inconfundible aroma del otoño.

Aunque Jack disfrutaba de su rápido paseo por el parque, también le ponía algo nervioso. Encontrándose paradójicamente aislado dentro de los confines de la hormigueante ciudad nunca dejaba de recordar la noche en que un pistolero a sueldo casi le mata de un tiro allí. Sin duda el peligro acechaba entre las sombras del parque.

Salió de la silenciosa oscuridad a la bulliciosa avenida de Central Park West. Era como volver a la civilización. Disminuyendo la velocidad, siguió su camino hacia el norte por entre los taxis amarillos que se apresuraban por todas partes, haciendo sonar la bocina. Giró hacia el oeste por la calle Ciento seis.

Como no disponía de mucho tiempo, pensaba ir directamente a su apartamento. Pero no pudo resistir el canto de sirena de la cancha de baloncesto. Aunque era incapaz de jugar aquella noche, no podía pasar sin al menos contemplar un poco la acción.

La cancha era parte de un gran parque de cemento en el que había columpios, barras y cajas de arena para los niños pequeños así como bancos para las madres adormecidas. A Jack le encantaba jugar al baloncesto. Había jugado en Amherst, que nunca había tenido un equipo muy competitivo. Años más tarde, cuando se trasladó a Nueva York, se había aventurado un día en una cancha sólo para lanzar a la canasta, pero por casualidad la gente de allí sólo tenía nueve jugadores. Así que le pidieron a Jack que jugase. Enseguida le había enganchado el alegre y a menudo duro juego urbano. Ahora, cuando el tiempo lo permitía, era casi un ritual nocturno.

Durante casi un año, Jack había sido el único jugador blanco entre el grupo de jugadores locales, bastante más jóvenes. Pero durante los años siguientes otros dos jugadores blancos se aventuraron a entrar a la palestra, así como unos cuantos negros de una edad más parecida a la de Jack, que tenía cuarenta y cuatro.

Como jugador habitual, Jack financió nuevos tableros, nuevas puertas exteriores y luces de mercurio. Llevó a cabo este gesto tanto filantrópico como egoísta por medio de negociaciones con el líder de la comunidad local. El trato final estipulaba que Jack tendría que pagar las demás instalaciones. Esto no le importó y consideró que era un precio muy pequeño para ser bienvenido en el vecindario.

Jack pedaleó hasta la gran verja de tela metálica que separaba la cancha de baloncesto de la acera. Sin quitar los pies de los pedales, se sujetó a la verja. Como esperaba, se estaba celebrando un partido.

—¡Eh, Doc! —gritó una voz. «Doc» era el mote de Jack en el vecindario—. ¿Dónde has estado? Sal de ahí. ¿Vas a correr o qué?

Jack miró a un lado y vio al fornido Warren Wilson botando una pelota entre sus piernas. Su cabeza afeitada brillaba a la luz de los altos focos. Estaba parado junto con unos cuantos compañeros, esperando a entrar en el juego.

—No tengo tiempo —dijo Jack. Warren se acercó a Jack. Flash, uno de los jugadores más altos, cuyo nivel de habilidad era parecido al de Jack, se unió a él. Warren les superaba a los dos.

Jack saludó con la cabeza a Flash, que le devolvió el saludo. Como sus habilidades en el juego eran parecidas, solían marcarse el uno al otro cuando eran rivales. Flash tenía la irritante costumbre de marcar puntos a Jack cuando el juego estaba equiparado, ganando generalmente. La situación les había conducido a una rivalidad amistosa.

—¿Qué es eso de que no tienes tiempo? —preguntó Warren apoyándose contra la verja—. No viniste mucho la semana pasada. Me parece que estás confundiendo tus prioridades. ¿Qué estás haciendo? ¿Dejando que interfiera el trabajo? —Le encantaba tomar el pelo a Jack con sus diferentes filosofías de lo que era importante en la vida.

—Tengo que ver a Laurie al otro lado de la ciudad a las ocho y media —dijo Jack.

—Tenemos un equipo de vencedores —repuso Flash. Tenía una voz profunda de barítono—. Vamos a ser Warren, Spit, Ron y yo. Tenemos sitio para uno más si mueves el culo y vienes. Los vamos a machacar.

—Me estás tentando.

—Vamos a barrer a ese equipo que está ganando ahora —dijo Warren—. Va a ser una nueva dinastía. Pero bueno, no queremos apartarte de tu chica.

Jack echó un vistazo a su reloj y luego al juego que se estaba desarrollando. Se sentía tentado, pero no había manera de hacerlo sin llegar tarde a Elio, aunque sólo jugase un tiempo. Finalmente tuvo que rehusar.

—Lo siento, esta noche no.

—Natalie no hace más que darme la lata con que salgamos contigo y con Laurie —dijo Warren—. Últimamente se os ve poco.

—Se lo diré —prometió Jack, aunque no podía ser optimista porque no sabía el secreto que escondía Laurie, sobre todo si se iba a trasladar a algún lugar de la costa Oeste. El pensar en ella le hizo pestañear.

—Oye, tío, ¿estás bien? —preguntó Warren. Se inclinó hacia adelante y lo miró a través de la verja.

—Sí, claro —contestó Jack, sacudiéndose la momentánea preocupación.

—¿Andáis bien Laurie y tú? Vamos, que no estáis peleados, ¿no?

—No; estamos bien —mintió Jack. La verdad era que el último mes Laurie y él no habían pasado mucho tiempo juntos.

—Creo que será mejor que pases por aquí en cuanto puedas —dijo Warren—. Me parece que estás muy tenso.

—Tienes razón. Necesito moverme —asintió Jack—. Mañana por la noche sin falta.

Jack se despidió y cruzó la calle hasta su edificio. Como sabía que iba a salir enseguida, ató la bicicleta a la barandilla de los escalones delanteros del edificio. Luego subió a su apartamento y se metió en la ducha.

Después revisó su austero guardarropa en busca de algo que ponerse, y se enfadó consigo mismo por su indecisión. No recordaba la última vez que había dudado qué ropa ponerse. Al final se decidió por sus vaqueros habituales, una camisa oxford azul, corbata azul más oscuro y una chaqueta de tweed con coderas de cuero. Después de peinarse, bajó de nuevo a la calle y recogió su bicicleta.

El trayecto por el parque transcurrió sin incidentes. Fue hacia el sur por la Quinta Avenida hasta la calle Ochenta y cuatro, por donde giró hacia la Segunda. El restaurante estaba a unas puertas de la esquina. Con dedos ligeramente temblorosos Jack amarró su bicicleta. Al entrar en el restaurante se preguntó por qué estaba tan nervioso.

Elio estaba repleto. A la izquierda, la pequeña barra tenía delante cinco filas de personas. A su derecha había un grupo de mesas con el habitual grupo de personalidades de la televisión que allí cenaban. Abriéndose paso hacia el interior, Jack miró a los comensales para descubrir el familiar rostro de Laurie y su pelo castaño rojizo. No la vio.

—¿Le puedo ayudar? —le preguntó una voz por encima del estrépito. Tenía un ligero acento alemán.

Jack se dio la vuelta para ver al sonriente maître.

—Creo que tenemos una reserva —dijo Jack.

—¿Nombre?

—Montgomery, supongo. El maître consultó su lista.

—Ah, sí, claro. La señorita Montgomery no ha llegado todavía, pero uno de los miembros de su grupo sí. Está en la barra. Les prepararé su mesa ahora mismo.

Jack se abrió camino hasta la clientela que estaba de pie ante la barra. Vio a Lou sentado en uno de los taburetes altos, bebiendo cerveza y fumando. Jack le tocó el brazo. Lou le miró con expresión avergonzada.

—No pareces muy feliz —dijo Jack. Lou apagó el cigarrillo con cara de culpabilidad.

—No lo estoy. Estoy inquieto. Cuando me hablaste de Laurie esta mañana, me dejaste preocupado. Como he estado con ella la mayor parte del día, no he podido evitar fijarme que actuaba de manera extraña, como si estuviera pensando en algo. Cuando finalmente reuní valor para preguntarle qué le pasaba, se rió y me dijo que lo sabría esta noche. Me temo que vaya a dejar la ciudad. Estoy pensando que puede haber conseguido un trabajo en otro lugar. Los forenses estáis muy solicitados. Lo sé de buena tinta.

Jack no pudo evitar una sonrisa. Mirar a Lou era como mirarse en un espejo, y la imagen era patética. Obviamente Lou había estado torturándose con la misma posibilidad.

—Venga, ríete de mí —dijo Lou—. Me lo merezco.

—Oye, no me estoy riendo de ti, sino de nosotros. He pensado exactamente lo mismo. De hecho, incluso he pensado en el lugar: la costa Oeste.

—¿En serio?

Jack asintió.

—No sé si eso me hace sentir mejor o peor —dijo Lou—. Es agradable sentirse acompañado, pero eso debe querer decir que tenemos razón.

Jack se inclinó hacia atrás para ver mejor a Lou. Estaba impresionado. El detective se había afeitado su habitual sombra de barba e incluso se había dado vaselina en el pelo y su raya impecable aún parecía húmeda de la ducha. Habían desaparecido la gastada chaqueta deportiva y los pantalones con bolsas. En su lugar lucía un traje recién planchado, una camisa recién lavada y una corbata bien anudada. Lo más asombroso era que se había lustrado los zapatos.

—Nunca te había visto con traje —comentó Jack—. Parece que sales de una revista, y no me refiero a El detective auténtico.

—Sólo suelo usarlo en los funerales.

—Vaya.

—Perdonen —dijo el maître a Jack—. Su mesa está lista. ¿Desean sentarse o prefieren quedarse en la barra?

—Nos sentaremos —dijo Jack. Estaba ansioso por apartarse del humo del cigarrillo.

La mesa estaba en el rincón del fondo y para llegar allí necesitaron varias hábiles maniobras, ya que en la sala habían metido todas las mesas posibles. En cuanto estuvieron sentados en sus sillas, apareció un camarero con una botella de champán y dos caras botellas de Brunello. Procedió a abrir el champán.

—¡Caramba! —le dijo Jack—. Se ha equivocado de mesa. Todavía no hemos pedido nada.

—¿No es el grupo de la señorita Montgomery? —Preguntó el camarero. Tenía acento español y un bigotillo pasado de moda. Aunque ello fuese un restaurante italiano, tenía personal internacional.

—Sí, pero…

—Entonces es lo que han encargado —dijo el camarero. Hizo saltar el corcho y colocó la botella en su cubo de hielo. Luego abrió las dos botellas de vino.

—Parece un buen vino —comentó Jack cogiendo de las botellas y mirando la etiqueta.

—¡Oh, muy bueno! —Asintió el camarero—. Ahora vengo con las copas.

Jack miró a Lou.

—No es la jarra de vino que suelo beber.

—Estoy cada vez más nervioso —dio Lou—. Laurie es más bien ahorrativa.

—Tienes razón. —Cuando salían, Laurie siempre insistía en pagar su parte.

En cuanto el camarero volvió con las copas, sirvió el champán. Jack intentó decir que esperarían a la señorita Montgomery, pero el camarero insistió en que estaba siguiendo, las órdenes de la señorita.

Cuando el camarero se fue, Jack cogió su copa. Lou, hizo lo mismo. Brindaron, aunque ninguno de los dos habló. Jack trató de pensar en algo, pero no se le ocurrió nada apropiado ni ingenioso. En silencio probó el burbujeante champán.

—Supongo que es bueno —dijo Lou—. Pero nunca he sido muy aficionado al champán. Me parece más bien algo que se tira por ahí en las victorias deportivas.

—Ya —dijo Jack. Bebió otro sorbo y, mientras lo hacía, vio a Laurie abriéndose paso hacia ellos. Llevaba un traje pantalón de terciopelo negro que destacaba su silueta innegablemente femenina. Un collar de perlas de tres vueltas le rodeaba el cuello. A Jack le pareció absolutamente radiante. Tanto que se atragantó con el champán.

Jack y Lou se pusieron en pie con presteza.

Estaban tan apretados que Lou tropezó con la mesa y derramó un poco de champán. Por suerte Jack aún sujetaba su copa.

—¡Oh, qué torpe! —se lamentó Lou. Laurie sonrió, agarró una servilleta y limpió el líquido derramado. El camarero acudió al instante para echar una mano.

—Gracias a los dos por venir —dijo Laurie. Dio a cada uno un beso en la mejilla.

En aquel momento, Jack se dio cuenta de que Laurie no estaba sola. Detrás de ella venía un hombre muy bronceado, de piel olivácea, cabello espeso y ondulado y una dentadura sorprendentemente blanca. No era mucho más alto que Laurie, pero desprendía un aura de poder y confianza en sí mismo. Jack supuso que tendría más o menos su misma edad. Iba vestido con un traje de seda oscuro que hacía parecer a Lou como salido del sótano de un departamento de saldos. Un brillante pañuelo le sobresalía del bolsillo de la chaqueta.

—Quiero que conozcáis a Paul Sutherland —dijo Laurie. Su voz tembló como si estuviera nerviosa.

Jack le estrechó la mano después de Lou. Cuando se miraron a los ojos, le costó distinguir dónde acababan los iris del hombre y dónde empezaban sus pupilas. Era como mirar en las profundidades de unas canicas negras. Su apretón de manos era firme y resuelto.

—¿Por qué estamos de pie? —preguntó ella. Paul respondió al instante apartando la silla de Laurie. Cuando ella se sentó, los demás la imitaron. El camarero llenó rápidamente las copas de champán.

—Quiero proponer un brindis —dijo Laurie—. Por los amigos.

—¡Eso! —Asintió Paul. Entrechocaron las copas y bebieron. Hubo un breve e incómodo silencio. Jack y Lou no tenían ni idea de por qué Laurie habría traído a un extraño a su cena y les asustaba preguntar.

—Bueno —dijo ella finalmente—. ¡Vaya día! ¿No, Lou?

—Desde luego.

—Espero que no te importe que hablemos un poco de trabajo, Paul —dijo Laurie—. Ese caso del cabeza rapada del que te hablé nos tuvo a Lou y a mí ocupados durante la mayor parte del día.

—No te preocupes —dijo Paul—. Estoy seguro de que me fascinará. Aquella antigua serie de televisión sobre un forense era una de mis favoritas.

—Paul es un hombre de negocios —explicó Laurie. Jack y Lou asintieron. Jack esperaba alguna explicación sobre qué clase de negocios, pero ella cambió de tema:

—He aprendido más hoy sobre la extrema derecha violenta de lo que hubiera querido saber —dijo—. Sobre todo acerca de las milicias de derechas y los cabezas rapadas.

—No sabía nada del papel de la música en el movimiento rapado, —dijo Lou.

—Lo que me sorprende y asusta es que ese movimiento de milicias es nacional —dijo Laurie—. El agente especial Gordon Tyrrell calcula que hay unos cuarenta mil extremistas armados repartidos por todo el país, esperando Dios sabe qué.

—Creo que esperan que el gobierno se colapse por el peso de su enorme burocracia —dijo Paul—. Como una estrella de neutrones. Entonces los extremistas se encontrarían en situación no sólo de sobrevivir, sino de tomar el poder.

—No es que no colaboren a ello —dijo Laurie—. El agente Tyrrell dice que socavar al gobierno se ha convertido en la razón fundamental de los violentos, ahora que la Unión Soviética ya no es el enemigo arquetípico.

—La venganza es también otra razón —dijo Lou—. Piensa en Timothy McVeigh. Aparentemente estaba tratando de vengarse del gobierno por la incursión contra los davidianos en Waco, Texas.

—Por entonces yo estaba engañada pensando que Timothy McVeigh era una anomalía —dijo Laurie—. Pero no es verdad, y eso es lo más terrorífico. Hay cuarenta mil Timothys McVeigh potenciales por ahí. Nadie sabe cuándo van a volver a golpear ni con qué excusa.

—O con qué —dijo Jack—. ¿Recuerdas la conferencia que nos dio Stan Thornton y el Departamento de Emergencias? No es inconcebible que uno de esos chalados ponga las manos sobre un arma de destrucción masiva.

—Dios nos ampare si eso ocurre —dijo Laurie.

—Gordon Tyrrell no cree que la cuestión sea si es o no posible —dijo Lou—. Su departamento antiterrorista piensa que la cuestión es cuándo. Piensa en todas las armas nucleares que no están localizadas en lo que antes era la Unión Soviética.

—Pidamos la cena —dijo Laurie sacudiendo la cabeza para rechazar tales pensamientos—. Si seguimos hablando mucho tiempo de todo esto, voy a perder el apetito.

El camarero acudió en cuanto le llamaron. Recitó una impresionante lista de especialidades mientras servía el resto del champán. Cuando todos hubieron pedido, se alejó hacia la cocina.

—Tengo una última pregunta sobre tu caso del cabeza rapada —dijo Jack a Laurie—. ¿Descubriste algo en la autopsia que fuera útil para el FBI?

Ella suspiró y echó una mirada a Lou.

—No mucho. ¿Tú qué dices, Lou?

—Tu impresión de que las heridas debieron ser causadas por un cuchillo con la parte de arriba aserrada podrían servir. Si es que aparece el cuchillo. También podría ser útil la bala que le sacaste de la cabeza, pero es difícil de decir en este momento hasta que balística la examine. El hecho de que los clavos para crucificarle fuesen de fabricación polaca no va a servir de ayuda porque ya he descubierto que se venden por todas partes.

—¿Así que ese EPA o Ejército del Pueblo Ario es aún un desconocido en la ciudad? —preguntó Jack.

—Me temo que sí —dijo Lou—. Lo único que nos consuela es que el tráfico de Internet que se refiere a ellos ha disminuido de pronto. Esperamos que eso signifique que lo que estaban planeando haya sido cancelado.

—Esperemos —dijo Jack. Los aperitivos empezaron a llegar y se sirvió el vino tinto. Los cuatro se concentraron en su comida y durante un rato la conversación se redujo al mínimo. Jack miró subrepticiamente a Laurie, pero sus ojos no se encontraron.

—Háblanos de tu caso de hoy —le pidió ella—. Oí que también era, interesante.

Jack tuvo que aclararse la garganta.

—Sorprendente, sí, interesante… en cierto modo. Era un caso de ántrax inhalatorio.

—¿Ántrax? —preguntó Lou con interés—. Eso es una posible arma biológica.

—Sí que lo es —asintió Jack—. Pero por suerte o por desgracia, dependiendo del punto de vista, este caso tiene un origen más prosaico. La víctima acababa de importar un cargamento de alfombras de Turquía, donde la enfermedad es endémica. Es aparentemente la única víctima y las alfombras están bien guardadas en un almacén de Queens. Fin de la historia. Ni siquiera pude interesar al epidemiólogo municipal.

—Gracias a Dios por sus favores —dijo Laurie.

—Amén —añadió Lou. Llegaron los primeros platos y mientras los cuatro cenaban la conversación permaneció en un terreno neutral. El retraso en llegar al punto crucial, fuera cual fuese, no hacía más que aumentar la curiosidad y el nerviosismo de Jack. Además del nerviosismo estaba la sutil, y desde su punto de vista, muy a su pesar, inadecuada familiaridad entre Laurie y Paul. La había advertido por el modo en que ella le tocaba el brazo o cómo él le había limpiado la comisura del labio con su servilleta. Para Jack, esas pequeñas intimidades eran inapropiadas porque sabía que no podía hacer mucho tiempo que conocía a aquel hombre.

Finalmente, cuando llegó el café, Laurie se aclaró la garganta y golpeó suavemente su vaso con el tenedor. Paul esbozó una sonrisa satisfecha y se reclinó en la silla. Era evidente que desde su punto de vista aquélla era la fiesta de Laurie.

—Chicos, supongo que os estaréis preguntando por qué os he invitado a cenar esta noche —empezó Laurie.

No, ni se me había ocurrido, se dijo Jack mientras se le aceleraba el pulso.

—No sé muy bien cómo contároslo, pero… —Miró a Paul, que se encogió de hombros como diciendo que él tampoco.

«Suéltalo antes de que vomite —dijo Jack en silencio».

—En primer lugar, os debo una disculpa —dijo ella. Miró alternativamente a Jack y Lou—. Siento haberos llamado tan temprano. Al menos temprano para vuestro horario.

Jack parpadeó. Laurie le había despistado. ¿Por qué el horario de Laurie iba a ser diferente del de ellos?

—La explicación es que llamaba desde París —dijo Laurie—. Paul y yo habíamos ido allí a pasar el fin de semana, y estábamos esperando a subir al Concorde para volver a Nueva York.

Paul asintió, confirmando tan asombrosa historia.

—Paul tenía negocios en París —continuó Laurie—. Tuvo la amabilidad de invitarme a ir con él. Fue un fin de semana estupendo. —Miró a Paul y extendió su mano derecha. Él la tomó amorosamente. Jack sonrió apretando los dientes. De pronto vio a Paul como a un traidor que había conseguido ganarse a Laurie con su gesto grandioso y galante: un fin de semana en París.

—Una de las cosas que ocurrieron fue bastante inesperada —continuó ella—. Al menos para mí.

Laurie sacó la mano izquierda de debajo de la mesa, donde la había dejado discretamente durante toda la cena. Formaba un puño cuando la extendió sobre el mantel. Cuando estiró el brazo del todo, abrió la mano con teatralidad y separó los dedos. Jack y Lou parpadearon. Estaban contemplando un diamante que parecía una pelota de golf en el dedo anular de Laurie. Recogía toda la luz de la habitación y la devolvía con cegadora intensidad.

—Os vais a casar —dijo Lou como si estuviera describiendo un próximo cataclismo.

La pareja interpretó el tono como asombro, no como terror.

—Eso parece —dijo Laurie con una sonrisa—. No he aceptado incondicionalmente todavía, pero como podéis ver, Paul me ha convencido de que acepte el anillo. Ni siquiera se lo hemos dicho a nuestros padres. Sois los primeros en saberlo.

—Nos sentimos halagados —consiguió decir Jack mientras su mente buscaba desesperadamente una explicación para aquel inesperado giro de los acontecimientos. Creía que Laurie era demasiado madura para lo que consideraba un comportamiento adolescente.

—Ha sido un vendaval —dijo ella. Miró a Paul para que lo confirmara.

—Yo lo describiría más bien como una tempestad —dijo él con un guiño pícaro.

Laurie y Paul se lanzaron entonces a una animada descripción de todas las cosas románticas que habían sido capaces de hacer durante el mes anterior. Jack y Lou se vieron reducidos a asentir en los momentos apropiados mientras mantenían sonrisas forzadas.

Cuando la historia se acercó a su fin, Paul se puso de pie y se excusó. Laurie lo miró irse hacia los servicios. Volviéndose hacia sus dos amigos, suspiró.

—Es maravilloso, ¿verdad? —preguntó. Jack y Lou se miraron, esperando a que respondiera el otro—. ¿Y bien? —preguntó ella.

Jack y Lou empezaron a hablar al mismo tiempo y luego rápidamente se cedieron la palabra.

—¿Qué es esto? ¿Una comedia? —inquirió Laurie. Su beatífica sonrisa se desvaneció—. ¿Qué os pasa?

—La situación nos ha pillado desprevenidos —admitió Jack—. Los dos creíamos que habías tenido una oferta de trabajo y que te ibas a marchar. Nunca pensamos que fueras a casarte.

—¿Y por qué no? Esto es casi insultante. ¿Qué pasa, soy demasiado vieja?

—No quería decir eso —dijo Jack.

—¿Cuánto hace que conoces a ese hombre? —preguntó Lou.

—Un par de meses —dijo ella a la defensiva—. Sé que no es mucho tiempo, pero no creo que sea tan importante. Es inteligente, cálido, generoso, seguro y dispuesto a comprometerse. Y en lo que a mí se refiere, esas características son muy importantes. Sobre todo en lo que se refiere a la seguridad y la capacidad para comprometerse.

Ni Jack ni Lou pudieron evitar sentirse aludidos.

—No puedo creerlo —dijo ella—. Vosotros dos, de todas las personas que conozco, sois los que más deberíais alegraros por mí.

—¿En qué tipo de negocios trabaja? —preguntó Jack.

—¿Qué clase de pregunta es ésa? —repuso Laurie.

—Una simple pregunta —dijo Jack tímidamente.

—La verdad es que no lo sé. Y no me importa. El que me interesa es él, no lo que hace para ganarse la vida. Vosotros los hombres sois imposibles.

—¿Lo conocen tus padres? —preguntó Lou.

—Naturalmente. Lo conocí por medio de mis padres.

—Qué bien —comentó Lou. Laurie rió sin alegría.

—No esperaba que la velada acabase así.

Ni Jack ni Lou, sabían muy bien qué decir. Por suerte fueron rescatados por el regreso de Paul, que estaba eufórico, totalmente ajeno a lo ocurrido durante su breve ausencia. Se dispuso a sentarse, pero Laurie se levantó.

—Creo que es hora de irse —dijo.

—¿No vamos a tomar una copa después de la cena en el bar? —preguntó Paul.

—Creo que ya hemos tenido suficiente —dijo Laurie—. Y como suele decir Jack, mañana hay colegio.

Jack sonrió débilmente. La sensación de haberle fallado a Laurie le hacía sentir aún peor. Se puso en pie.

—Felicidades, chicos —dijo con entusiasmo fingido—. Para celebrarlo, Lou y yo nos haremos cargo de la cuenta.

—Eso ya está arreglado —dijo Paul con aire de superioridad—. Nosotros invitamos.

—Preferiría pagar —dijo Jack—. Es lo justo.

—Tonterías —repuso Paul. Extendió la mano y se la estrechó a Jack y Lou—. Me alegro de haber conocido a los mejores amigos de Laurie. No sabéis lo bien que habla de vosotros y cuán a menudo. Bastaría para ponerme celoso. —Se rió.

—Os veo mañana en la oficina —dijo ella. Se volvió y empezó a andar hacia la salida. Paul se despidió con la mano y la siguió.

Jack miró a Lou.

—¿Qué quieres hacer?

—Irme a casa y pegarme un tiro —dijo Lou. Los dos se dejaron caer en sus asientos. Jack se sentía conmocionado. Que Laurie se casara era peor que si se marchase fuera. En lugar de trasladarse a la costa Oeste, era como si se fuera a Venus. El hecho le hizo darse cuenta de pronto lo mucho que había estado evitando pensar en el futuro. La culpabilidad que sentía por su familia seguía dificultándole el poder justificar una felicidad futura. Por eso le resultaba tan difícil comprometerse.

Lou se sujetó la cabeza con las manos. Era la imagen de la desolación.

—Siempre me preocupó que Laurie se casara —dijo—. Sobre todo contigo.

—¿Conmigo? —repuso Jack sorprendido—. A mí me preocupaba que se casase contigo. Sé que salíais antes de que yo entrase en escena.

—No tenías que haberte preocupado —dio Lou—. No era posible. Nunca hubiera funcionado. Durante el breve tiempo que salimos juntos de forma regular, yo lo jodí todo. Cada vez que había la más ligera señal, yo creía que ella estaba rompiendo conmigo y actuaba como un burro. Esta noche, cuando habló de que la seguridad era una importante característica de la personalidad, se estaba refiriendo a mí.

—La parte acerca de la capacidad para comprometerse estaba dirigida a mí —dijo Jack.

—¿Cuál era el problema entre vosotros? Nunca supe qué ocurrió. Parecíais hechos el uno para el otro. Ya sabes, un pasado parecido, buenos colegios y todo el resto de esa mierda.

—Era en parte por eso. Pero estoy tan jodido que ni siquiera sé todas las razones.

—¡Es una tragedia! —se lamentó Lou—. Para ti y para mí. Al menos si hubiera acabado contigo, yo podía haber seguido siendo amigo de ambos. Cuando se case con ese cretino, se acabó. Es decir; yo había fantaseado con la posibilidad de seguir siendo amigo de Laurie aunque ella se casara. Pero esta noche, cuando vi ese pedrusco en su dedo, supe al instante que el tipo de amistad en que yo pensaba estaba fuera de lugar.

—Supongo que yo estaba esperando, de manera poco realista, que el presente no cambiara nunca —dijo Jack.

Lou asintió y reflexionó un momento antes de preguntar:

—¿Qué te pareció el tío?

—Una serpiente —dijo Jack sin dudarlo—. Pero no sé si soy objetivo. Estoy celoso, sin duda. Me reventaba ver cómo se tocaban sin parar.

—A mí también me fastidió. Como cachorritos enamorados. Era repugnante. Pero también cuestiono mi objetividad. De todas formas, todo esto me parece muy precipitado, como si el tío estuviese tras su dinero, aunque ella no lo tenga. Claro que puede estar hablando el detective cínico que hay en mí.

Jack negó con la cabeza.

—Podemos quedarnos aquí sentados diciendo cosas desagradables de él, pero el caso es que es más espontáneo que nosotros, y tiene más pasta. ¡Mira que ir a París a pasar un fin de semana! Yo no podría hacerlo. La preocupación por lo que me iba a costar me amargaría el viaje.

—A mí me vuelve loco pensar que hay gente que puede hacer esas cosas —dijo Lou—. Con la pensión alimenticia y tener que mantener a mis dos hijos, me puedo dar por satisfecho si consigo reunir un par de dólares.

—La palabra es celoso. —Lou apartó la silla y se levantó—. Me voy a casa, a la cama, antes de que me deprima demasiado. Llevo dos días en pie.

—Yo también —dijo Jack. Ambos salieron del restaurante sintiéndose aún más deprimidos ante el festivo ambiente que reinaba allí.

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