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Lunes 18 de octubre. 22.15 h.

 

Después de que Curt y Steve se marcharan, Yuri bajó a su amado laboratorio. Lo primero que hizo fue reparar los daños que Connie había causado al romper los candados. Para asegurarse, pasó los candados por la puerta en lugar de reemplazar los tornillos. De aquella forma un intruso necesitaría algo más potente que una palanca para abrirlos.

Mientras trabajaba, pensó en la preocupante visita de Curt y Steve. Le había sorprendido su furia porque él hubiese ido al cuartel de bomberos. La explicación de que era un riesgo para la seguridad porque era un extranjero con acento ruso no le sonaba muy convincente. Nueva York era una ciudad muy cosmopolita. Una persona de cada dos tenía algún acento.

Yuri creía que debía haber alguna otra razón para que no quisieran que fuese por allí. Aunque no se le ocurría qué podía ser, le hacía sentirse incómodo. Por primera vez Yuri empezó a preguntarse por qué se juntaba con Curt y Steve. Sabía que tenían unos prejuicios muy fuertes, así que se le pasó por la cabeza que pudieran tener prejuicios contra él, y que si era así, no serían los amigos que había imaginado.

La otra razón para su furia —que Connie fuera negra— era igualmente misteriosa. Lo que sorprendía a Yuri no era tanto el prejuicio en sí mismo. Era consciente del fanatismo racial de Curt y Steve. Lo que le extrañaba era la fuerza de aquel furor. Era desproporcionado, y la explicación seudorreligiosa dada por Steve parecía artificial. Ni Curt ni Steve habían dicho nunca algo que sugiriera que eran religiosos.

Y finalmente estaba el asunto de la camioneta del control de plagas y el nebulizador. Yuri no podía entender por qué no los habían conseguido ya. Era una parte muy importante del acuerdo. Sin ello, Yuri no podría llevar a cabo su parte en la operación. Necesitaba un nebulizador y necesitaba que fuese móvil. Una manguera no sería igual de efectiva.

Para arreglar la puerta interior, Yuri se puso el traje protector y abrió la válvula del cilindro de aire comprimido. El regulador no era para buceo. Mantenía un flujo constante de aire en el traje como un medio más para mantener fuera cualquier partícula que hubiese en el ambiente.

Era más difícil trabajar con el traje puesto y le daba mucho calor, pero a Yuri no le importaba. Conocía el riesgo que podía correr si no lo llevaba. Pero le hacía ir más lento.

Después de arreglar la puerta, centró su atención en el fermentador que contenía el Clostridium botulinum. Comprobó la concentración bacteriana y se sintió de nuevo desilusionado. No entendía por qué el cultivo seguía creciendo tan despacio. Que él supiera, había seguido cuidadosamente los pasos para el cultivo que se usaba con éxito en la Unión Soviética cuando estuvo trabajando en aquel organismo hacía diez años. Las condiciones habían sido determinadas para producir un crecimiento máximo del cultivo y una producción máxima de la toxina.

Lo único que se le ocurría era que estaba entrando aire en el fermentador. El Clostridium botulinum era una bacteria que crecía sin oxígeno. En consecuencia Yuri había utilizado dióxido de carbono gaseoso en lugar de aire en el cultivo. Quizá le pasase algo al cilindro de dióxido de carbono que los secuaces de Curt le habían conseguido. Por desgracia Yuri no tenía manera de analizarlo y pedir un cilindro nuevo. Habría supuesto mucho tiempo.

Se enderezó tras haberse inclinado para comprobar la temperatura interna del fermentador. Estaba unos grados más baja que la óptima, así que ajustó su improvisado termostato de baño. Que la temperatura estuviese más baja no ayudaba, desde luego, pero tampoco era explicación suficiente para la lentitud del crecimiento.

Pensó en la sugerencia de Curt de concentrarse en cultivar sólo ántrax. Había mucho que decir a favor de esta idea. Era el único modo de que pudiera producir material suficiente para los dos ataques en el tiempo previsto. Lo malo era que desmontar el fermentador era una tarea difícil y de momento tenía otra preocupación: Connie.

Yuri volvió a su incubadora y puso en marcha el ventilador. Metió las manos en un par de guantes de goma fijados a dos agujeros que había en el frente de cristal de la incubadora y recogió el frasco que contenía su producción más reciente de toxina del botulismo. Vertió un poco en una pequeña ampolla de cristal.

Yuri había estado usando la técnica de precipitación de ácido para concentrar y purificar su toxina. Tras volver a suspender la toxina en un amortiguador acuoso, la precipitó de nuevo con sulfato amónico para formar una amalgama cristalina de toxina pura combinada con una proteína estabilizante. Luego la secó para convertirla en polvo.

A Yuri no le importaba su seguridad tanto cuando trabajaba con la toxina botulínica como cuando lo hacía con el polvo de ántrax. Aunque había sido vacunado contra los dos agentes en la Unión Soviética, confiaba más en su inmunización ante la toxina que ante las esporas de ántrax.

Tras sellar la pequeña ampolla, Yuri limpió su exterior antes de sacarla de la incubadora. Entonces empezó la primera fase de desinfectarse y descontaminarse a sí mismo con una ducha.

Al abandonar el laboratorio Yuri pasó por una segunda fase con más desinfectante y otra ducha. Sólo entonces salió de su traje protector, apagó la bombona de aire comprimido y los colgó en sus respectivos colgadores. Luego llevó cuidadosamente la ampolla a la cocina y la escondió detrás de un armario para platos.

Preparándose para la inevitable bronca, Yuri fue a la habitación de Connie. Como de costumbre su mujer estaba tumbada en la cama viendo la televisión; el colchón y el somier estaban caídos en el suelo.

—¿Qué quieres? —refunfuñó Connie. Se había puesto una bolsa de hielo en su hinchado ojo izquierdo.

—Voy a pedir una pizza —dijo él—. Pensé que quizá tuvieras hambre.

Connie se apartó la bolsa de hielo de la cara y miró a su marido con asombro.

—¿Qué te pasa? —repuso sarcásticamente—. Nunca te había importado si tenía hambre o no.

—Me siento culpable por haberte pegado —dijo Yuri tratando de sonar sincero—. Perdona.

—Y una mierda —le contestó Connie—. Si lo que quieres es que te devuelva tu tele, no lo conseguirás.

—No quiero el televisor. Y siento haberte roto el tuyo. Estaba fuera de mí.

—¿Y eso es nuevo?

—No lo entiendes —dijo Yuri, tratando de parecer contrito además de sincero—. Ese laboratorio de abajo es muy importante para mí.

—Ya lo imagino por el tiempo que pasas ahí abajo.

—Es mi billete para salir de esta mierda. Es decir, nuestro billete.

Connie bajó el sonido de la televisión y se apoyó en un codo.

—¿Qué me estás diciendo?

—Trato de volver a la microbiología. Necesito practicar y demostrar que sé lo que estoy haciendo. Luego quizá pueda conseguir un trabajo decente. No quiero conducir un taxi por el resto de mi vida.

—¿De qué clase de trabajo estás hablando?

—Cualquier cosa sobre microbiología. Esos hombres que vinieron esta noche me han estado ayudando, pero están preocupados. Va contra la ley tener un laboratorio así en tu casa, y si me meto en líos, ellos también.

—Creí que tenías que estudiar si querías trabajar con las bacterias.

—No si puedo hacer algo que demuestre que estoy cualificado. Y si lo hago y consigo un nuevo trabajo, podemos empezar una nueva vida. Ya sabes, salir como hacíamos antes.

—Sí, seguro, cuando se hiele el infierno.

—Ocurrirá —prometió Yuri—. Pero ahora, ¿quieres una pizza?

—Vale, por qué no. Pimientos y anchoas. Y que traigan medio litro de helado de nueces.

—Muy bien. —Esbozó una sonrisa y cerró la puerta. Una cosa era segura: nada parecía acabar con el apetito de aquella mujer. Pero se alegraba de lo del helado. Sería un medio mejor para la toxina botulínica, sobre todo porque ella iba a comerse el bote entero.

Yuri usó el teléfono de pared de la cocina para llamar. Pidió la pizza de Connie y, para él, una pizza normal con mozzarella, tomate y albahaca. Antes de colgar añadió una ensalada mixta pequeña y un café. Se dio cuenta de que iba a ser una larga noche.

Yuri caminó por el apartamento. A medida que iba pasando el tiempo se iba poniendo cada vez más nervioso. Aunque había actuado seguro de sí mismo cuando había hablado con Curt, no sabía con seguridad qué iba a pasar después de que Connie ingiriera la toxina. Uno de los problemas era que Yuri no sabía cuánta usar. Tendría que espolvorear algo sobre el helado y esperar lo mejor. Lo único que sabía era que no podía usar demasiado poca. Si Connie sólo se ponía enferma y se sospechaba que fuese botulismo, podrían descubrir el laboratorio del sótano.

El sonido, de una llamada en la puerta le hizo respingar. Miró por las persianas venecianas y vio aliviado que era el repartidor de pizzas. Abrió la puerta, pagó al chico y recogió los paquetes. Las dos pizzas estaban en una funda aislante y aún estaban calientes al tacto.

Yuri apartó los envoltorios de comida rápida que Connie había dejado antes sobre la mesa, y colocó las cajas y la bolsa con la ensalada, el café y el helado. Lo que más le interesaba era el helado. Lo sacó de la bolsa y lo puso sobre la encimera. El bote estaba ligeramente blando. Contrariamente a las pizzas, no lo habían llevado en un contenedor aislante.

Saliendo silenciosamente de la cocina, Yuri se acercó al dormitorio de Connie. Apoyó la oreja contra la puerta. Se oía la televisión. Connie seguía echada en la cama.

De vuelta a la cocina, abrió el bote de helado sin rasgarlo. Luego pensó en cómo echar la toxina. Le preocupaba que se formase una bola y que Connie advirtiera el sabor y lo escupiera. Después de considerar las posibilidades, sacó un cuenco y vació en él la mayor parte del helado. Luego sacó la ampolla del armario. Conteniendo la respiración, roció una parte sobre el helado.

—Oh, qué demonios —masculló y echó el resto. En total no era más que un pellizco. Pero si la toxina era tan letal como esperaba, la dosis era grande. Probablemente suficiente para acabar con todo Brighton Beach.

Aclaró la ampolla y dejó correr el agua. Con un tenedor mezcló el helado. Luego, con una cuchara volvió a ponerlo en el bote. Eso resultó más difícil de lo esperado, porque parecía haber más helado que al principio. Le costó un poco meterlo todo. Cuando terminó, cerró el bote.

Lavó el cuenco. Incluso así se juró no volver a usarlo nunca más. De hecho, después de aquella noche lo tiraría, así como el tenedor.

Tras lavarse las manos sacó una cuchara. Luego cogió el bote de helado y la caja con la pizza de pimientos y se dirigió al dormitorio de Connie.

—Han tardado —comentó ella.

—¿Dónde la quieres?

—Ahí, en el suelo —dijo Connie sin apartar los ojos del televisor.

Yuri colocó la comida en la alfombra. Puso la cuchara sobre el bote de helado y se enderezó. Entonces Connie miró para ver qué había hecho.

—Eh, no quiero el helado —dijo.

—Pero… —repuso Yuri consternado.

—Ponlo en la maldita nevera —dijo Connie—. Me lo comeré después de la pizza. No quiero que se derrita.

—Vale —dijo él con alivio. Recogió el helado y la cuchara y retrocedió hacia la puerta—. Avísame cuando lo quieras, ¿de acuerdo?

Connie ladeó la cabeza y lo miró con ceño.

—¿Qué te pasa, tío? Nunca habías sido tan amable.

—Ya te lo he dicho. Me siento culpable.

Yuri volvió a la cocina. Gruñendo una serie de epítetos puso el helado en la nevera. Le latían las sienes. Necesitaba vodka. Como temía, iba a ser una larga noche.

—¡Muy bien, que todo el mundo se calle! —chilló Curt al indisciplinado grupo.

Había convocado una reunión del Ejército del Pueblo. Ario en la sala trasera de billar del bar Orgullo Blanco. El propietario del bar era Jeff Connolly, un viejo conocido de Curt. Jeff no era miembro oficial del grupo, aunque simpatizaba enteramente con los puntos de vista del EPA: estaba en contra del gobierno, de los negros, los judíos, los hispanos, la inmigración, el feminismo, el aborto y los gays. Y les dejaba la sala de billar cada vez que el EPA necesitaba reunirse.

Por insistencia de Curt la organización de su grupo era totalmente clandestina. No había carnets de socio, ni siquiera una lista. Decía a la gente que nunca usasen el nombre del grupo, aunque Steve y él se comunicaban con otros grupos paramilitares a través de Internet. En los demás casos toda comunicación era oral, de persona a persona. Para convocar la reunión de aquella noche no hubo llamadas de teléfono ni mensajes escritos. La gente tenía que buscarse unos a otros. Era fácil porque la mayoría de los miembros solían acudir cada noche al Orgullo Blanco.

Curt había reclutado ocho cabezas rapadas usando métodos aprendidos de Tim Melcher. Aislaba a un adolescente en uno de los muchos bares de rapados del lugar y entablaba conversación. La conversación era más bien una entrevista. En cuanto Curt comprobaba que el chico era terreno fértil para sus puntos de vista, empezaba con la ideología. Era fácil, porque los cabezas rapadas deseaban tener cierta organización y un objetivo para sus tendencias violentas. Además, por propia experiencia, Curt conocía sus luchas y resentimientos y podía manipular sus juveniles fanatismos y odios.

Pero mantener a semejante grupo bajo un mínimo control no era fácil. Para empezar, muchos de ellos eran estúpidos, como Yuri, y carecían del sentido de la seguridad. Ofrecer a Brad Cassidy la oportunidad de unirse al grupo cuando él se dirigió a un par de reclutas directamente había sido un caso aparte. Se habían tragado su original historia. Pero no Curt. Para empezar, Curt sospechaba de todo aquel que no fuera de por allí. En segundo lugar, a nadie se le admitía como miembro antes de ser entrevistado por el propio Curt. Cuando éste habló con él, Brad se contradijo varias veces. Luego, con unos cuantos pinchazos con un cuchillo y el uso adecuado de una cuerda de piano, la verdad salió a la luz. Era un espía del gobierno.

El otro problema era el ansia del grupo por la violencia, un rasgo que Curt quería canalizar. Al principio, pensó que entre una y otra misión legítima, el hablar de actos violentos satisfaría sus necesidades. Pero resultó que hablar no era suficiente. A veces Curt tenía que arriesgarse a enfrentarse con las autoridades, dejándoles marchar a otras partes de Brooklyn o incluso hasta Manhattan en busca de alguien a quien zurrar.

La ropa y los tatuajes también preocupaban a Curt. Había tratado de que mejoraran su manera de vestir, diciéndoles que debían dejar que sus acciones hablasen por sí mismas. Les dijo que podían ser más efectivos si pasaban desapercibidos. Pero era como hablar con una pared. Había algo en sus cabezas afeitadas, sus camisetas, los símbolos nazis y las botas negras que les atraían visceralmente. Ningún tipo de persuasión pudo hacerles cambiar de opinión.

—Vamos, chicos —dijo Steve—. Ya habéis oído a Curt. ¡Escuchad!

Kevin Smith y Luke Benn se enderezaron junto a la mesa de billar, golpeando los extremos de los palos en el suelo, se dispusieron a escuchar con displicencia. Stew Manson, que estaba discutiendo con Clark Ebersol y Nat Jenkins, se volvió hacia Curt y se tambaleó. Bebía cerveza desde que tenía ocho años y no sentía nada. Mike Compisano, Matt Sylvester y Carl Ryerson levantaron la vista de su partida de cartas. Incluso entre aquella multitud Carl destacaba con una esvástica rudimentariamente tatuada en medio de la frente.

—Tenemos una misión esta noche —dijo Curt—. Va a requerir finura, cosa que no estoy seguro de que ninguno de vosotros comprenda.

Risitas.

—Tenemos que ir a la isla —continuó Curt—. A los Hamptons, para ser exactos, y robar un camión.

—No hace falta ir hasta allí por un camión —dijo Stew—. Hay montones de camiones aquí en Brooklyn.

—Estamos hablando de un tipo especial de camión —aclaró Curt—. ¿A quién se le da bien meterse rápidamente en un vehículo y hacerle un puente?

La mayoría de los reclutas se volvió hacia Clark Ebersol.

—Supongo que a mí —dijo éste. Era un tipo delgado con un cráneo lleno de bultos que dificultaban el afeitado—. He robado coches desde que tenía doce años. —En aquel momento trabajaba en un garaje de por allí.

—Compisano es bueno si hay alguna alarma electrónica —dijo Kevin, pelirrojo como Steve, pero con el pelo rapado era difícil saberlo, excepto por su piel pecosa. También era el más joven del grupo a sus dieciséis años, aunque era un chico alto y fuerte. Los otros tenían alrededor de veintidós años. El mayor era Luke Benn.

—Suelo ocuparme de alarmas de casas, no de alarmas de coches —dijo Mark Compisano. A pesar de su apellido del sur de Italia, Mike había sido un cabeza de estopa desde que nació. Sus cejas rubias eran casi transparentes y le daban una expresión de perpetua sorpresa.

—Al menos sabes algo de alarmas —dijo Curt—. Eso nos puede servir. Clark y tú vendréis con Steve y conmigo. El resto iréis en la camioneta de Nat. —De todo el grupo Nat era el que mejor estaba financieramente. Su hermano estaba en el negocio de la basura. Tenía una camioneta grande con dos filas de asientos como la de Curt.

—Stew, tú te quedas aquí —dijo Curt.

—Ni de coña. Voy a participar.

—¡Es una orden! Te quedas. Te has tomado cinco cervezas más que los demás. No quiero comprometer esta misión.

—¡Mierda, tío! —se quejó Stew.

—¡No discutas! Vámonos.

Mientras Stew Manson refunfuñaba, los demás salieron de la sala de billar. En el bar la mayoría compró cerveza para la ruta. Luego, se dirigieron a sus respectivos vehículos.

—Manteneos detrás de mí a una distancia razonable —ordenó Curt a Nat antes de poner en marcha su camioneta.

Nat le hizo un signo con el pulgar hacia arriba. Enseguida, de la camioneta de Nat salió el retumbante sonido del grupo Brutal Attack. Nat tenía un sistema especial de sonido con un altavoz capaz de arrancarle a uno las orejas.

Avanzaron en un convoy de dos vehículos. Nat siguió las órdenes y se mantuvo a una distancia cómoda de Curt. A mitad de camino se detuvieron en una gasolinera para aliviarse.

—Casi no nos queda cerveza —dijo Nat a Curt mientras se inclinaba ante un urinario—. ¿Podemos meternos en el próximo pueblo para aprovisionarnos?

—No más cerveza hasta que acabe la misión —respondió Curt.

La segunda parte del viaje fue más rápida que la primera pues el tráfico había disminuido considerablemente. La congestión de la ciudad y el área metropolitana que la rodeaba era sustituida por la tranquilidad de los pueblos pequeños, las granjas y las casas de veraneo.

Eran más de las doce de la noche cuando entraron en Sagamaunatuck, un próspero pueblo de veraneo que servía de centro comercial para aquella parte de la isla. Curt avanzó por la calle Mayor. Las tiendas llevaban horas cerradas. La única actividad surgía de dos bares locales que estaban uno enfrente del otro en la calle principal. Las puertas estaban abiertas al suave aire de la noche de mediados de octubre. En los dos había muchos clientes. Una música no muy alta, competitiva, salía a la calle.

—Un tranquilo y agradable pueblo —comentó Steve.

—Esperemos que siga así —dijo Curt.

—¡Mira, una tienda de comida kosher! —dijo Carl excitado desde el asiento de atrás. Señaló la tienda a oscuras—. Mirad toda esa estúpida escritura extranjera en el escaparate.

—No pienses en otras cosas —dijo Curt—. Estamos aquí por una sola razón.

Curt y Steve habían reconocido el lugar un mes antes y sabían adónde iban. La compañía de control de plagas estaba en la calle siguiente, paralela a la calle Mayor.

Curt giró a la izquierda en la esquina siguiente hacia la calle Banks y de nuevo a la izquierda por Hancock. La compañía Control de Plagas Wouton estaba a la derecha en un edificio de ladrillos de cemento de un piso. Un gran letrero anunciaba que trabajaban tanto en residencias como en agricultura y demás aplicaciones comerciales. A la derecha del edificio había un aparcamiento rodeado de una valla con una puerta cerrada con candado. Dentro había tres vehículos con el logotipo de Wouton, una avispa de cómic. Había dos monovolúmenes. El otro era una camioneta con una carga en la trasera cubierta con una lona de vinilo.

Curt aparcó junto al bordillo. Apagó las luces e indicó a Nat que se acercara. Bajaron las ventanillas.

—¿Cuántos intercomunicadores tenéis? —preguntó Curt. A fin de coordinarse en las misiones, había comprado un barato sistema de radio que funcionaba a una distancia de varias manzanas.

—Dos —dijo Kevin, que iba en el asiento del pasajero de la camioneta de Nat.

—Aquí hay otro —dijo Curt. Se lo tendió—. Ahora os diré lo que quiero que hagamos. Quiero que dos chicos vayan a la esquina de Hancock y Willow con una radio. Quiero a dos chicos detrás de nosotros en la esquina de Hancock y Banks con otra radio. Nat, quiero que te coloques de manera que puedas recoger a los dos grupos si surge la necesidad.

—¿Qué se supone que tenemos que hacer? —preguntó Kevin—. ¿Quedarnos aquí a oscuras?

—Vais a ser hombres de apoyo, cretino —dijo Curt—. Vigilantes.

—¿Qué tenemos que vigilar? Este pueblo está más muerto que un clavo.

—A la policía local. La última vez que Steve y yo estuvimos por aquí pasaron mucho. Esperemos que no aparezcan, pero si aparecen tenéis que distraerles un poco, lo que sea para mantenerles ocupados mientras sacamos el camión del recinto y lo ponemos en marcha.

—No te entiendo —insistió Kevin.

—Armad jaleo —dijo Curt exasperado—. Pelearos o gritaos unos a otros. Cuando los polis os vean, se acercarán como moscas. Si quieren llevaros a comisaría, que os lleven. Como de costumbre, no digáis nada. En el peor de los casos os tendrán ahí toda la noche, pero eso será todo. Confiad en mí.

—Entendido —dijo Nat. Kevin empezó a decir que no tenía intención de pasar la noche en la cárcel, pero Nat le dio un coscorrón y le dijo que se callara.

—Nat, avísame cuando todo el mundo esté en sus puestos —dijo Curt.

—De acuerdo —contestó Nat, y avanzó con la camioneta.

Nat no había recorrido ni cinco metros cuando un coche de la policía giró por la esquina y se dirigió hacia las dos camionetas.

—¡Mierda! —gritó Curt—. ¡Todos abajo! Curt y los otros se agacharon en sus asientos mientras las luces del coche patrulla los iluminaban.

—Eso era justo lo que me temía —susurró Curt. La repentina aparición de la policía le recordaba la experiencia que habían tenido cuando robaron los fermentadores en la fábrica de Nueva Jersey. Les había sorprendido un guardia de seguridad que había entrado cuando el equipo estaba desmontando los tubos. Curt no había previsto centinelas, así que les habían pillado desprevenidos.

Por suerte el guardia de seguridad había resultado negro y Stew Manson, que se había tomado su dosis habitual de cerveza Olympian, había enloquecido. Gritó «negrata» al guardia, que no iba armado, y le golpeó en la cabeza con una llave inglesa. La cabeza del hombre se aplastó como un huevo sin cocer, aumentando el riesgo de la misión. En lugar de participar en un robo, de pronto eran cómplices de asesinato. Curt estaba decidido a evitar sorpresas semejantes en aquella misión.

—¿Qué ha hecho Nat? —preguntó Steve.

—No sé —dijo Curt—. No le veo.

El coche patrulla siguió adelante. Curt irguió el cuello para verlo por el retrovisor. Por suerte no se detuvo, sino que giró a la derecha por la calle Bank. Mirando al frente, Curt vio que Nat se había detenido en el cruce y dos figuras salían. La puerta del pasajero se cerró y la camioneta desapareció por la esquina. Los hombres caminaron hacia las sombras.

Curt suspiró. No se había dado cuenta de que estaba reteniendo la respiración.

—Esperemos que eso signifique que no van a volver en un rato —dijo Clark desde el asiento trasero.

—Tengo un mal presentimiento —dijo Steve.

—Ya —asintió Curt—. Pero tenemos que conseguir la camioneta.

—¿Y si volvemos mañana? —sugirió Steve.

—Pasaría lo mismo. Y prometimos a Yuri que se la íbamos a llevar esta noche.

Los cuatro hombres permanecieron sentados en silencio mientras crecía la tensión. Finalmente Mike habló:

—¿Queda alguna cerveza?

—¡No se bebe hasta que la misión haya terminado! —exclamó Curt. No podía creer lo infantiles que podían llegar a ser sus reclutas. En ocasiones pensaba que no tenían el menor sentido común.

Justo cuando Curt empezaba a preocuparse por todo el tiempo que había pasado ya, su intercomunicador vibró y Nat dijo que todo el mundo estaba en su puesto. Eso significaba que Kevin y Luke estaban en la calle Willow y Matt y Carl en la calle Banks.

—Diez cuatro —dijo Curt. Se metió la pequeña radio en el bolsillo—. Ya está, todo el mundo fuera.

Salieron del vehículo. Clark tenía una palanqueta y una linterna. Mike llevaba un par de destornilladores pequeños, un par de tenazas para alambre y unos metros de alambre eléctrico aislado. De la parte trasera de la camioneta Curt sacó unas tenazas que había tomado prestadas del cuartel de bomberos. Las deslizó bajo su chaqueta. Las mandíbulas de metal se sentían frías a través de su fina camiseta.

—Actuad como si trabajáramos aquí y estuviésemos comprobando que todo va bien —dijo mientras se aproximaban a la puerta de la verja. Sabía que si alguien estaba mirando desde los apartamentos del otro lado de la calle, podría verles. Aunque no había farolas, no estaba demasiado oscuro. La noche era cristalina con una brillante luna montañosa saliendo y entrando entre nubes que corrían.

—¿Qué camioneta nos vamos a llevar? —preguntó Clark.

—Creo que la de reparto —dijo Curt—. Depende de lo que haya en ella.

La pregunta de Clark retrotrajo a Curt al momento en que él y Steve habían hecho el viaje de reconocimiento a Sagamaunatuck el mes anterior. Entonces habían visto la misma camioneta, aparcada en la calle Mayor, con un equipo de control de plagas en la parte de atrás, junto con bombonas de aire comprimido. El conductor era un hombre amistoso, de rostro rubicundo y barba que llevaba una gorra de béisbol con el logotipo de la avispa de Wouton en la visera. Volvía de cenar del bar más cercano y estaba de un humor expansivo.

—Sí, este aparato es un pulverizador —había contestado a la pregunta de Curt. Ni Curt ni Steve sabían nada de maquinaria de control de plagas—. Bueno, eso no es del todo exacto —se corrigió el hombre. En realidad es un distribuidor de polvo, porque es para polvo, no para líquidos.

—Parece impresionante —comentó Curt mientras guiñaba un ojo a Steve. Era exactamente lo que estaban buscando.

—Por supuesto —dijo el hombre. Dio una palmadita orgullosa a la máquina—. Es la mejor del mercado. Se llama Pulverizador de Cosechas Mecánico.

—¿Cómo funciona? —preguntó Curt.

—El insecticida en polvo va en este depósito. —Señaló una caja de metal verde oscuro. La mayor parte del aparato era verde, excepto las boquillas, que eran color naranja—. Dentro hay una especie de batidora que levanta el polvo con ayuda de aire comprimido. Tras pasar por un aparato medidor, el ventilador centrifugador esparce el material mezclado con aire a través de las boquillas.

—Será muy efectivo —dijo Curt.

—Es increíble —contestó el hombre—. El ventilador alcanza veintidós mil revoluciones por minuto, lo que puede hacer salir hasta treinta metros cúbicos de aire por minuto. A esa velocidad el aire que sale por las boquillas se mueve a casi ciento sesenta kilómetros por hora.

Curt y Steve silbaron admirativamente y empezaron a tramar cómo llevarse la camioneta a la ciudad. El plan que habían concebido era el que ahora estaban ejecutando.

—Asegurémonos de que el coche patrulla no está por aquí —dijo Curt. Sacó su radio y lo verificó con los otros grupos. Cuando le dijeron que todo estaba despejado, se sacó las tenazas de debajo de la cazadora y avanzó hasta la verja. Cortó y dio las tenazas a Steve antes de quitar de un tirón el candado roto. La verja chirrió cuando la abrieron—. Vamos a hacerlo deprisa —dijo mientras los tres corrían hacia la camioneta de reparto.

Steve levantó el extremo de la lona. Incluso a la luz de la luna Curt y Steve reconocieron el verde oscuro del Pulverizador de Cosechas Mecánico.

—Muy bien, a trabajar —dijo Curt a Mike y Clark. Clark deslizó la palanqueta por la parte de arriba de la ventanilla del conductor. Al instante se abrió el seguro. Miró a Mike.

—Abre la puerta —dijo Mike—. Si salta una alarma, abre el capó.

—¡Espera un segundo! —repuso Curt—. ¿Quieres decir que puede saltar una alarma?

—No podemos evitarlo si hay una alarma —dijo Mike—. Pero no durará mucho si abro el capó.

Curt miró alrededor. A pesar de lo tarde que era, aún había luces en los apartamentos de enfrente. Reconociendo que no tenía opción, hizo a Clark un gesto de asentimiento para que siguiese adelante. Pero no estaba tranquilo.

El instante en que Clark abrió la puerta, la bocina de la camioneta empezó a sonar y las luces delanteras a parpadear.

Clark abrió el capó. Mike enfocó el motor con la linterna. En unos segundos, aunque no lo bastante rápido para Curt, la bocina dejó de sonar y se apagaron las luces. Mike cerró el capó tan silenciosamente como pudo. Clark ya estaba inclinado dentro de la cabina, manipulando el eje del volante.

—Necesito la luz —dijo Clark y tendió la mano hacia atrás.

Mike le pasó la linterna como un corredor de relevos cediéndole el testigo.

Con los oídos resonándole aún a causa de la bocina de la camioneta, Curt miró arriba y debajo de la calle. Medio esperaba ver luces encendiéndose en todas las ventanas del edificio de enfrente. Entonces vibró su radio.

Mientras Curt se llevaba el intercomunicador a la oreja, el motor de la camioneta se puso en marcha débilmente.

—Mierda, suena como si la batería estuviera baja —dijo Clark. Estaba sentado al volante—. Este trasto debe llevar aquí aparcado mucho tiempo.

Curt oyó la voz de Nat, junto con las habituales interferencias, diciendo que había un problema.

—¿Qué clase de problema? —preguntó Curt nervioso.

—Kevin y Luke se han ido detrás de un par de maricas —dijo Nat.

—Oh, por amor de Dios. ¡Ve por ellos y tráelos de vuelta al camión! Y trae a los demás también.

—Diez catorce —dijo Nat. Curt levantó las manos con exasperación.

—¿Qué pasa? —preguntó Steve.

—No me preguntes. Los voy a matar a todos.

—¿Tenéis algún cable en vuestra camioneta? —preguntó Carl—. Vamos a tener que poner en marcha a esta hija de puta.

—¿Qué más puede ir mal? —A Curt no le gustaba la idea de llevar su camioneta hasta el aparcamiento vallado, pero no había otro modo.

Corrió de vuelta a su vehículo. Mientras se subía a la cabina, Nat pasó a su lado con su camioneta hacia la calle Willow e hizo sonar la bocina para saludarle. Matt y Carl le saludaron con la mano y sonrieron. Curt juró entre dientes. ¿Cómo podía haber reunido a semejante grupo de imbéciles?

Tan rápido como pudo Curt se metió en el aparcamiento y se acercó a la furgoneta de Wouton. Con el motor aún en marcha abrió el capó y saltó fuera. Sacó los cables de debajo del asiento. Mike agarró los extremos mientras Curt ponía las pinzas en su batería.

En cuanto los bornes se conectaron, el motor de la camioneta de control de plagas cobró vida. Curt desconectó los bornes de su camioneta mientras Mike hacía lo mismo en el vehículo de Wouton.

—Muy bien —dijo Curt ansioso—. Steve, Clark y tú llevad este jodido cacharro de vuelta al Orgullo Blanco, pero no volváis atravesando el pueblo y torced a la izquierda por aquí por Hancock. ¡Y conducid al límite de la velocidad, no más rápido! Si os para la pasma, fracasamos. ¡Mike, tú ven conmigo!

—Pero el Orgullo Blanco estará cerrado —se quejó Steve.

—Pues llama al jodido timbre de Jeff. Coño, ¿tengo que pensar yo en todo?

Curt subió y retrocedió rápidamente hacia la calle. Luego se bajó mientras Clark sacaba la camioneta de Wouton por la verja.

—¿Adónde vas? —preguntó Mike.

—Quiero cerrar la verja —dijo Curt—. No quiero que se den cuenta de que ha desaparecido la camioneta.

Mientras los goznes de la puerta chirriaban cuando la cerraba, Curt oyó gritos distantes y peticiones de socorro que venían de la calle Willow. Se le pusieron los pelos de punta.

Curt pisó el acelerador y se dirigió hacia la calle Willow. Apagó sus luces.

—¿Has oído esos gritos? —preguntó Mike.

—Claro que los he oído —dijo Curt.

—Me jode. Siempre me pierdo la diversión.

Curt le dirigió a su ayudante una mirada asesina. Frenó de golpe en medio del cruce para mirar por la calle Willow arriba y abajo. Vio la camioneta de Nat a media manzana más allá de la calle en dirección contraria a la zona comercial del pueblo. Girando bruscamente fue en aquella dirección. A la derecha, sobre un césped, pudo entrever unas figuras en la oscuridad pegando a otras que estaban caídas en el suelo. Empezaban a encenderse luces en las casas de los alrededores en respuesta a la conmoción. Entonces oyó la sirena de la policía.

—¡Mierda! —exclamó. Tras frenar bruscamente detrás de la camioneta de Nat, miró por el retrovisor. Las luces parpadeantes de un coche patrulla corrían hacia ellos.

—Mételos en el camión de Nat —ladró a Mike, que saltó de la cabina.

Curt vio acercarse el coche de policía por el retrovisor. Al principio pensó que se agacharía y se mantendría oculto mientras el policía salía de su coche y se unía al jaleo. Eso le daría la oportunidad de salir corriendo y dejar a la tropa abandonada a la suerte que se merecía. Pero entonces se le ocurrió otra idea. Como había ido a media docena de carreras de coches que chocaban entre sí, sabía que la mejor manera de incapacitar a otro vehículo era retroceder hasta interceptarlo.

La cuestión crítica era si el policía se pararía detrás de Curt, como él esperaba. Afortunadamente lo hizo. En el momento en el que el policía empezó a salir de su vehículo Curt puso la marcha atrás y pisó el acelerador. Los neumáticos chirriaron espantosamente. La pesada camioneta retrocedió veloz y ganó considerable velocidad en la corta distancia antes de estrellarse contra el coche de policía.

A pesar de haberse preparado para la colisión, la cabeza de Curt se golpeó hacia atrás con el impacto. El ruido fue como de latas de cerveza aplastándose y la sirena, que hasta entonces había resonado en la noche, cesó. El capó del coche patrulla se levantó y soltó un chorro de vapor.

Para Curt fue más importante que la puerta del conductor se hubiese salido de los goznes. El policía acabó tendido sobre el pavimento.

—Gracias a Dios —se dijo Curt. Puso la primera y pisó a fondo.

Al principio el coche del policía seguía pegado a su parachoques trasero. Retrocediendo un poco y luego acelerando de nuevo hacia adelante, Curt consiguió separar los coches. El policía no se había movido.

Más adelante, entre risas y escándalo, los reclutas se estaban metiendo en la camioneta de Nat, excepto Mike. Éste se acercó a Curt. En medio del césped había dos figuras tendidas.

—¡Eh, qué bien te lo has montado con el coche de la pasma! —gritó Mike mientras miraba la parte delantera abollada del coche de policía. El chorro de vapor había cesado. Ahora el motor sólo humeaba al resplandor de las luces giratorias del coche, aún encendidas.

Curt no dijo nada. Avanzó un poco y frenó junto al vehículo de Nat.

—Escuchad, payasos —les soltó cuando hubieron bajado las ventanillas—. No os paréis, conducid al límite de la velocidad permitida e id directamente al Orgullo Blanco para una charla. ¿Entendido?

—Entendido —contestó Nat entre más risas. Curt aceleró, meneando la cabeza de frustración. Toda la operación era como una película cómica sin gracia.

—Parece que el coche del policía se va a incendiar —dijo Mike.

Curt echo un vistazo al vehículo e iba a explicar que el humo no era más que vapor de líquido refrigerante cuando vio la última estupidez de su tropa: en lugar de seguir hacia adelante, Nat retrocedió para arrollar al policía tirado en el suelo. Curt parpadeó. No pensaba que los sheriffs locales fuesen el enemigo, contrariamente a los agentes federales o la policía de la ciudad.

Mike miró al frente cuando Curt giró hacia el oeste en el siguiente cruce, dirigiéndose ya a la ciudad.

—Sé por qué Kevin y Luke salieron detrás de esos dos maricas —dijo.

—Seguro —murmuró Curt irritado y sin interés en el asunto. Fuera cual fuese la explicación, pensaba darle a Kevin una buena reprimenda cuando llegasen a la base. Desobedecer órdenes, incluso órdenes implícitas, no iba a tolerarse.

—Eran una pareja mixta —dijo Mike—. Uno era un rostro pálido, el otro era negro, e iban de la mano.

—¡No jodas! —La sorpresa de Curt fue genuina. Mestizaje marica. Inmediatamente entendió lo provocativa que había sido la situación.

Yuri abrió los ojos parpadeando. Se sentó donde se había quedado dormido, en el sofá. No estaba seguro de qué le había despertado. Miró su reloj. Era poco más de la una de la madrugada. El sonido de la televisión salía de detrás de la puerta del dormitorio de Connie.

Con unos cuantos tacos en ruso, Yuri se levantó del sofá y se puso las zapatillas. Como para conducir el taxi tenía que levantarse temprano, siempre se iba pronto a la cama. En consecuencia no conocía las costumbres nocturnas de Connie, aparte de saber que se quedaba levantada más tiempo que él. Pero la una era muy tarde incluso para ella. Había muchas posibilidades de que se hubiera quedado dormida sin haber disfrutado de su helado de nueces.

Yuri guiñó los ojos al sentir una fugaz punzada en las sienes. Se estremeció con una oleada de náuseas que le hizo tapar la pizza fría a medio comer que descansaba sobre la mesa. Su superficie rígida tenía un aspecto repugnante.

Yuri estaba exhausto y se sentía mal. Se tomó el resto de vodka de su vaso y puso en orden sus pensamientos. Tenía que hacer algo. No podía seguir esperando a que Connie pidiera su postre.

Se detuvo un momento ante la puerta de ella. Se preguntó si llamar o simplemente entrar como hacía en las raras ocasiones en que pasaba por su cuarto. Al final, abrió la puerta directamente. Connie apartó la vista de la película clásica que estaba viendo y miró brevemente a Yuri. Su ojo izquierdo estaba todavía más hinchado que antes. A su lado, sobre la cama, estaba la caja de la pizza, vacía.

—¿Y tu helado? —dijo Yuri con voz rasposa.

—¿Todavía sigues levantado? ¿Qué pasa? ¿Estás enfermo?

—Sólo cansado. ¿Quieres el helado?

—Pareces un perro con un hueso con ese helado —dijo Connie—. Además, es muy tarde. Estaba a punto de dormirme.

—Vamos —la animó Yuri—. Me hiciste comprarlo.

—¿Estás realmente seguro de que no estás enfermo? —preguntó ella de nuevo—. Me estás preocupando por el modo en que te comportas.

—¡Maldita sea! —exclamó Yuri perdiendo la paciencia—. Ya te lo he dicho, me sentía culpable por haberte pegado y por haber roto tu televisor. Estoy tratando de ser amable, pero ni siquiera me dejas.

—Ahora te pareces más a ti mismo. ¡Muy bien! ¡Trae el helado si eso te hace sentir mejor! Y puedes llevarte la caja de pizza, ya que estás en ello.

Aliviado pero aún exasperado, Yuri recogió la caja vacía y la llevó a la cocina. Sacó el helado de la nevera y cogió una cuchara de un cajón. Llevó las dos cosas al dormitorio de Connie y se las tendió.

Con dificultad a causa de su propio peso, Connie se enderezó un poco y agarró el helado y la cuchara.

—Este bote está abierto —dijo. Miró a Yuri para que le diera una explicación.

—Lo he probado antes —mintió él. Ella soltó un bufido.

—No me pediste permiso —protestó. Yuri no contestó. Estaba mirando el teléfono que había junto a la cama de Connie. No había pensado en la posibilidad de que ella llamase a alguien para describir los síntomas iniciales que pronto tendría, si se tomaba el helado. Nervioso, Yuri decidió que tenía que hacer algo con el teléfono.

—Te estoy hablando —insistió Connie—. Sabes que no me gusta que la gente pruebe mi comida.

—No fue más que una cucharada.

—¿Sólo una? ¿No metiste y sacaste la cuchara un montón de veces?

—Sólo una vez. Ábrelo y lo verás. Connie refunfuñó mientras abría la tapa. El helado sobresalía del bote con una superficie brillante e intacta.

A Yuri no se le ocurría ninguna excusa para sacar el teléfono de la habitación sin despertar las sospechas de Connie.

—No veo que hayas comido nada —dijo Connie.

—Porque tomé muy poco. ¡Por amor de Dios, olvídalo! ¡Tómatelo!

—Muy bien. Déjame en paz.

—Encantado —dijo Yuri—. Llámame cuando quieras que venga a recoger el bote.

Connie alzó su ceja no hinchada con incredulidad, contempló suspicaz a Yuri y volvió a dirigir su atención a la película.

—Quizá te llame y quizá no —dijo. Yuri salió de la habitación mientras Connie tomaba distraídamente la primera cucharada. Volvió al salón y comprobó que si se sentaba en el extremo del sofá, podía ver el interior de la habitación de Connie. Era sólo un fragmento estrecho, pero veía los pies de la cama y los dedos de sus pies.

El tiempo pasaba de forma increíblemente lenta. No podía estar seguro de que Connie se estuviera comiendo el helado, aunque le habría extrañado que no lo hiciera una vez había empezado. La película parecía durar eternamente a pesar de las numerosas veces que la banda sonora parecía llegar a un crescendo final. Esperaba que Connie se levantara y fuera al cuarto de baño, para así llevarse el teléfono de su mesilla.

Finalmente, cuarenta y cinco minutos más tarde, acabó la película y Connie se levantó para ir al baño.

Yuri se movió rápidamente. Empujó la puerta para abrirla. El bote de helado estaba en el suelo junto a la cama con la cuchara sobresaliendo. Por desgracia la puerta del baño no estaba completamente cerrada. La televisión era la única fuente de luz del cuarto.

Con el pulso desbocado Yuri se acercó a la mesilla de noche. Desde aquel ángulo podía ver parte del cuarto de baño pero no a Connie. Recogió el teléfono y tiró del cable para localizar el enchufe en la pared. El rastro le condujo detrás de la mesa cubierta de platos y vasos sucios.

Cuando pasó su mano por el cable, dio un codazo a la mesa. Varios vasos cayeron y se rompieron en el suelo. El ruido fue más fuerte que el ruidoso anuncio de la televisión.

Imaginando que Connie aparecería al instante, Yuri dio un tirón al cable, arrancándolo de la pared. El tirón hizo caer otro vaso al suelo. Se inclinó para recoger el bote vacío del helado. Como se temía, la puerta del baño se abrió de golpe y la silueta de Connie tapó el quicio. Se estaba lavando los dientes.

—¿Qué ha sido ese ruido? —preguntó, tratando de evitar que se le cayese la pasta de dientes de la boca. Llevaba el cepillo agarrado en su gran puño.

—No sé —dijo Yuri, arriesgándose—. Quizá fuese algo en la televisión. —Sujetaba el teléfono detrás de la espalda con la mano izquierda. En la derecha llevaba el bote del helado. Lo alzó para enseñárselo y dijo—: Sólo vine a recoger esto.

Ella se quedó tan desconcertada como antes. Pero no dijo nada. Siguió cepillándose los dientes y volvió al cuarto de baño.

Aliviado, Yuri salió de la habitación y corrió a la cocina. Lo primero que hizo fue esconder el teléfono bajo el fregadero. Luego lavó el bote de helado antes de tirarlo. Hizo lo mismo con la cuchara, el cuenco que había usado antes y el tenedor.

Con manos temblorosas sacó una copa y se sirvió otra buena ración de vodka. Necesitaba urgentemente sus efectos calmantes. La verdad es que le preocupaba lo nervioso que estaba.

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