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Martes 19 de octubre. 13 h.

 

Jack apartó a un lado el libro de texto sobre enfermedades infecciosas que había sacado de la biblioteca y maldijo en voz alta. Estaba tratando de leer más cosas sobre el ántrax. El caso de Jason Papparis seguía preocupándole, pero le resultaba difícil concentrarse. Giró en su silla y miró la silla vacía de Chet, preguntándose dónde se encontraría su compañero de oficina. Jack estaba deseando hablar de su reciente experiencia que confirmaba su sospecha acerca de que las mujeres eran imposibles.

Durante la noche Jack se había despertado sufriendo por no haber sido más amable con el novio de Laurie. Aunque era consciente de que los celos jugaban un papel en su evaluación de aquel hombre, había algo en el individuo que realmente no le gustaba. Como insinuó a Lou, tenía que ver con el galante gesto de haberse llevado a Laurie a París para el fin de semana. Para Jack, semejante comportamiento era sospechoso. Según su experiencia tales hombres resultaban invariablemente unos verdaderos machistas una vez la relación se había establecido y la mujer estaba emocionalmente comprometida.

Alrededor de las cuatro de la mañana Jack decidió reconocer su error. Incluso aunque le fastidiase, resolvió aguantarse y pedir disculpas. Luego sería amable con Paul de alguna forma que se le ocurriera. La decisión le había costado unas cuantas horas. Lo que inclinó la balanza fue darse cuenta de lo importante que era para él su amistad con Laurie.

Pero las cosas no habían salido del modo previsto. Una vez hizo lo que tenía pensado, ella aceptó someramente sus disculpas antes de marcharse. Le había evitado durante toda la mañana y no había hecho nada que indicase que apreciaba su gesto. A Jack le pareció que no hacía nada bien. Laurie se había enfadado porque no había sido amable con Paul y ahora estaba enfadada porque lo había sido. Meneó la cabeza. No sabía qué más podía hacer.

Girando de nuevo en su silla, alargó la mano para coger el teléfono. Si no podía leer acerca del ántrax, al menos trabajaría por teléfono. Durante la hora anterior había llamado a media docena de hospitales de Nueva York para hablar con los jefes de sección de enfermedades infecciosas, o en su caso con el médico residente de enfermedades infecciosas.

Cuando tenía a la persona adecuada al teléfono, describía el caso de ántrax inhalatorio que les habían traído del hospital general del Bronx y preguntaba si había habido algún caso en su hospital que pudiera ser ántrax. Las respuestas fueron negativas pero al menos Jack tenía la sensación de que estaba plantando la semilla de la sospecha en la gente adecuada. De aquella forma, si les llegaba un caso o si dejaban algún caso sin diagnosticar, al menos podían pensar en ello. El ántrax nunca era lo primero en que pensaba el personal de los hospitales de Nueva York.

El médico residente de enfermedades infecciosas del Centro Médico Presbiteriano de Columbia se puso al teléfono y Jack le soltó su discurso. Aunque le sorprendió oír hablar del señor Papparis, el residente le aseguró que no había nadie en el hospital que pudiera ser considerado un candidato a diagnóstico de ántrax.

Jack colgó y miró la página abierta del listín de páginas amarillas buscando el número de otro hospital. Antes de que pudiera marcar, sonó el teléfono. Pero no era un residente llamándole con noticias interesantes, sino la señora Sandford, la secretaria del jefe, con una petición que le resultaba familiar: el jefe quería verle lo antes posible.

Mal dispuesto ante los absurdos burocráticos, como Jack llamaba sus frecuentes peleas con la oficina principal, cogió el ascensor hasta el primer piso. Como un colegial que espera ser castigado se presentó ante la señora Cheryl Sandford, que le sonrió y le guiñó un ojo. A lo largo de los años Jack y Cheryl se habían llegado a conocer bien, ya que cada vez que el jefe llamaba a Jack, invariablemente le hacía esperar. El tiempo les proporcionaba la ocasión de charlar amigablemente.

Jack le devolvió el guiño. Era parte de un método de comunicación no verbal que los dos habían desarrollado. Significaba que Jack podía relajarse porque el encuentro con el jefe era sólo rutinario y que el jefe se sentía obligado, no motivado, a gritarle por leve que fuese la trasgresión.

—¿Cómo está tu chico? —preguntó Jack mientras se sentaba en el duro sofá de vinilo frente al escritorio de la secretaria. La puerta del despacho estaba entreabierta y se oía al jefe hablando por teléfono.

—Muy bien —dijo Cheryl orgullosamente—. Sigue sacando sobresalientes en el colegio.

—Fantástico —dijo Jack. Casualmente conocía al hijo de Cheryl, Arnold. A veces jugaba al baloncesto en la misma cancha que él. Era un jugador joven y vacilante pero con evidente habilidad natural. Cheryl, negra y madre soltera, vivía en un edificio de la calle Ciento cinco que Jack podía ver desde la ventana de su dormitorio.

—Dice que espera jugar al baloncesto tan bien como usted algún día —dijo Cheryl.

Él soltó una risa burlona.

—Va a ser diez veces mejor de lo que yo haya sido nunca. —Jack no exageraba; Arnold acababa de cumplir los quince y era un jugador buscado ya hasta por Warren.

—Preferiría que tuviese sus habilidades médicas —dijo ella.

—Ha manifestado cierto interés. Él y yo estuvimos hablando la semana pasada, mientras esperábamos para jugar.

—Me lo dijo. Le agradezco que se tomara la molestia.

—Bueno, es un chico muy simpático —dijo Jack—. Es un placer hablar con él.

En aquel momento el jefe, el doctor Harold Bingham, gritó que Jack entrase en su despacho.

Jack se levantó y se dirigió a la puerta. Al pasar junto al escritorio de Cheryl, ésta susurró:

—¡Sea agradable! ¡No le ponga de mal humor! Si no, estará insoportable todo el día.

El jefe estaba tras su enorme y repleto escritorio. Acababa de cumplir los sesenta y cinco años, y los representaba. En los cuatro años que Jack llevaba trabajando en la oficina del forense la bulbosa nariz de Bingham parecía haberse expandido junto con la red de capilares sobre las aletas nasales. La luz de la ventana que tenía detrás se reflejaba en su sudorosa calva con un brillo que hizo parpadear a Jack.

—¡Siéntese! —ordenó Bingham. Jack lo hizo y esperó. Ignoraba por qué le había llamado pero sabía que había muchas posibles causas.

—¿No le aburre esta rutina? —preguntó Bingham.

Entrecerró sus ojos legañosos, de un azul acerado, que estudiaron a Jack a través de unas gafas de montura metálica. Aunque parecía viejo como Matusalén, el jefe seguía tan agudo como siempre y era una auténtica enciclopedia andante de datos y experiencias forenses. Era mundialmente reconocido como una personalidad en ese campo.

—Es agradable verle de vez en cuando, jefe —dijo Jack. Parpadeó; sabía que con su impertinencia ya estaba ignorando el consejo de Cheryl.

Bingham se quitó las gafas y se frotó los ojos con sus gruesos dedos. Negó con la cabeza.

—A veces me gustaría que no fuese tan ingenioso, porque entonces sabría exactamente qué hacer con usted.

—Gracias por el cumplido, jefe. Hoy necesitaba un poco de ánimo.

—El problema es que usted es un grano en el culo.

Jack se mordió la lengua. Se le ocurrieron unas cuantas salidas ingeniosas, pero se abstuvo en deferencia a Cheryl. Después de todo, ella tendría que estar junto a Bingham el resto del día. El carácter de Bingham era casi tan legendario como su sabiduría forense.

—¿Tiene alguna idea de por qué está aquí? —Preguntó Bingham.

—Me niego a responder para no autoincriminarme.

Bingham sonrió a su pesar, pero la sonrisa se desvaneció al instante.

—Es usted el colmo, hijo mío. Pero escuche. He recibido una llamada de la doctora Patricia Markham, la comisionada de Sanidad. Parece que ha estado usted molestando al epidemiólogo de la ciudad otra vez, al doctor…

Bingham se puso las gafas y repasó unos papeles en busca del nombre.

—Doctor Abelard —dijo Jack.

—Sí, ése.

—¿De qué se me acusa?

—Le molestaba que hiciera usted su trabajo. ¿Qué pasa? ¿No le doy bastante que hacer aquí?.

—Llamé a ese hombre, como sugirió el doctor Washington —dijo Jack—. Pensé que le gustaría saber acerca de un caso de ántrax que diagnostiqué.

—Eso me ha dicho Calvin.

—Pero el doctor Abelard se tomó la noticia con calma. Dijo que se ocuparía de ello cuando tuviera tiempo, o algo por el estilo.

—Pero tengo entendido que el foco está a salvo encerrado en Queens.

—Cierto —admitió Jack.

—Entonces se dedicó usted mismo a revisar los papeles de negocios de la víctima. ¿Qué le ocurre, está loco? ¿Y si algún abogado que se ocupe de las libertades civiles se entera? No tenía una orden de registro ni nada parecido.

—Pedí permiso a la esposa del fallecido —dijo Jack encogiéndose de hombros.

—Oh, eso se sostendría muy bien ante el tribunal —ironizó Bingham.

—Me preocupaba que parte del último pedido de la víctima se hubiera vendido. Si era así, el ántrax habría podido extenderse. Podíamos haber tenido una miniepidemia.

—Abelard tiene razón —bufó Bingham—. Está hablando de su trabajo, no del nuestro.

—Se supone que tenemos que proteger a la gente. Me pareció que había un riesgo del que el doctor Abelard no se estaba ocupando. No dedicaba a la situación la atención que merecía.

—¡Cuando piense así de un compañero en la administración, venga a decírmelo! —rugió Bingham—. En lugar de ir por ahí jugando a los detectives epidemiólogos, yo hubiera llamado a Pat Markham. Como comisionada de Sanidad, seguramente hará mover el culo a la gente que tenga que hacerlo. Ése es el modo en que se supone que tiene que funcionar el sistema.

—De acuerdo —dijo Jack encogiéndose de hombros. Como otra deferencia a Cheryl no quiso entrar en una discusión acerca de la ineficacia burocrática y la frecuente incompetencia de los funcionarios. Como trabajador municipal sabía por experiencia que, demasiado a menudo, si no hacía algo él mismo, la cosa no se hacía.

—Muy bien, entonces lárguese —dijo Bingham con un movimiento de la mano. Su mente ya se había trasladado al siguiente problema de su agenda.

Jack salió del despacho y se detuvo ante el escritorio de Cheryl.

—¿Qué tal lo he hecho?

—La verdad, un aprobado justo —dijo ella con una sonrisa torcida—. Pero como generalmente suspende, poniéndole al borde de la apoplejía, diría que está progresando.

Jack se despidió con la mano y se dirigió al pasillo. Pero no llegó lejos. Calvin le vio a través de la puerta de su despacho.

—¿Cómo va el caso de David Jefferson? —gritó Calvin.

Jack asomó la cabeza.

—Todavía no ha llegado nada. ¿Llamaste a John DeVries a toxicología para que acelerase las cosas en el laboratorio?

—Nada más decírtelo —contestó Calvin.

—Vale, entonces iré ahora para allá.

—¡Recuerda, quiero que el caso esté firmado para el jueves! —dijo Calvin.

Jack hizo el signo de levantar los pulgares aunque dudaba de que fuese a conseguirlo ya que el trabajo del laboratorio no iba a estar terminado. Pero no merecía la pena discutirlo ahora. En lugar de ello, tomó el ascensor hasta la cuarta planta. Siempre podía suceder un milagro.

Encontró a DeVries en su minúsculo cubículo sin ventanas y le preguntó por el caso del prisionero bajo custodia. En respuesta John se lanzó a un encendido lamento acerca de los fondos para toxicología. Cuando Jack se marchó, estaba aún más seguro de que el caso no iba a estar listo para el jueves.

Subió por las escaleras hasta el sexto piso y entró en el laboratorio de ADN. Ted Lynch, el director, estaba frente a una de sus muchas máquinas de alta tecnología junto con uno de sus técnicos. El manual de instrucciones de la máquina estaba abierto sobre el mostrador. Algo funcionaba mal.

—Vaya, justo el hombre al que quería ver —dijo Ted cuando vio a Jack. Se enderezó y estiró la espalda. Ted era un hombre alto y una antigua estrella de fútbol de la Ivy League.

La cara de Jack se animó.

—¿Eso quiere decir que tienes algún resultado positivo para mí?

—Sí. Una de esas muestras que trajiste dio positivo en esporas de ántrax.

—No bromees —dijo Jack, sorprendido. A pesar de haber hecho el esfuerzo de recoger todas aquellas muestras, no esperaba resultados positivos—. ¿Cuál de las muestras? ¿Lo recuerdas?

—Desde luego. La que tenía dentro una estrellita iridiscente azul.

—¡Madre mía! —Recordaba haber encontrado la estrella en medio del papel secante que había sobre el escritorio. Parecía fuera de lugar en aquel entorno tan espartano. Jack se había figurado que sería el resto de alguna celebración pasada—. ¿Puedes decirme algo acerca de ello?

—Sí —dijo Ted—. Hice que Agnes mandase una muestra del cultivo que había tomado del paciente. Estamos haciendo una prueba identificativa del ADN. Podremos decir si es la misma cepa. Es decir, suponemos que sí, pero sería mejor tener la confirmación.

—Desde luego. ¿Algo más?

—¿Cómo qué? —preguntó Ted quejumbroso. Pensaba que Jack tenía que estar más que satisfecho con lo que le había dicho ya.

—No sé. Tú eres el que tiene todas estas brujerías de alta tecnología. Ni siquiera sé cuál es la pregunta que debería hacerte.

—No leo las mentes. Necesito saber lo que tú quieres saber.

—Bueno, por ejemplo, si la estrella estaba muy contaminada con las esporas o sólo ligeramente contaminada.

—Una pregunta interesante —dijo Ted. Se quedó pensativo y se mordió la mejilla un instante mientras cavilaba—. Tendré que pensar en ello.

—Y yo tendré que pensar en cómo se contaminó.

—¿No estaba en la oficina de la víctima? —preguntó Ted.

—Sí. La estrella estaba sobre el escritorio de la oficina, pero la fuente del ántrax estaba en el almacén, no en la oficina. Aparentemente las esporas procedían de un cargamento de pieles de cabra y alfombras de Turquía.

—Ya veo.

—Supongo que podría tener las esporas encima. Así que cuando volvió a la oficina y se sentó, se cayeron.

—Me parece razonable —dijo Ted—. ¿Y has pensado en la posibilidad de que tosiera alguna de las esporas? Tengo entendido que era un caso inhalatorio.

—Ésa también es buena idea. Pero de cualquier modo, ¿por qué demonios están sólo en la estrella?

—Tomé muestras de varias partes del escritorio y todas fueron negativas.

—Quizá tosió la estrella —dijo Ted riendo.

—Esa sí es una sugerencia útil —repuso Jack sarcásticamente.

—Bueno, te dejo el trabajo detectivesco. Mientras tanto tengo que volver a ocuparme de mi máquina defectuosa.

—Claro —dijo Jack. Siguió pensando en el rompecabezas de la estrella contaminada mientras salía del laboratorio y bajaba por las escaleras hasta la quinta planta. Tenía la incómoda sensación de que la estrella estaba tratando de decirle algo. Era como un mensaje en un código sin clave.

Jack se asomó al despacho de Laurie, pero ella no estaba allí. Riva, su compañera de despacho, levantó la vista del escritorio. Con su suave voz de acento indio le dijo que Laurie seguía aún en la sala de autopsias.

Sin dejar de pensar en la estrella, Jack se encaminó a su propio despacho. Se le ocurrió que la estrella podía haber tenido una ligera carga electrostática ya que su brillo sugería que podía estar hecha de un material metálico o plástico. Eso explicaría por qué las esporas se le habían adherido.

Entró en su despacho y se sentó en la silla, aún obsesionado por el misterio de la minúscula estrella cerúlea. Trató de pensar.

—¿Sobre qué estrella azul estás murmurando? —preguntó una voz.

Jack levantó la mirada y le sorprendió ver a Lou. La expresión del detective era tan derrotada como cuando se encontraron en el bar la noche anterior, pero volvía a tener su aspecto habitual, arrugado y desaliñado. Habían desaparecido el traje planchado y los zapatos limpios.

—¿Estaba hablando en voz alta? —preguntó Jack.

—No; es que leo las mentes. ¿Puedo entrar?

—Claro. —Se estiró y acercó una de las sillas de respaldo recto que Chet y él compartían a su escritorio. Palmeó el asiento con la manó.

Lou se sentó pesadamente. No parecía haberse afeitado aquella mañana.

—Si estás buscando a Laurie, está abajo, en el pozo —dijo Jack.

—Te estaba buscando a ti. —Jack alzó las cejas.

—Me siento halagado. ¿Qué pasa?

—Tengo que hacer una confesión.

—Eso suena interesante —dijo Jack.

—Me siento tan mal que no he podido dormir. Estuve despierto casi toda la noche.

—Me suena familiar.

—No quiero que pienses mal de mí ni nada —dijo Lou.

—Trataré de no hacerlo. —Jack tamborileó los dedos con impaciencia.

—Porque no es algo que suela hacer. Quiero que lo sepas.

—¡Por amor de Dios, Lou, confiesa! Si no, ¿cómo voy a darte la absolución?

Lou se miró las manos y suspiró.

—Vale, déjame adivinar —dijo Jack—. Te masturbaste y tuviste pensamientos impuros.

—¡No estoy de broma!

—Entonces dímelo para que no tenga que adivinar.

—Bien. Busqué el nombre de Paul Sutherland en el sistema.

—¿Eso es todo? —repuso Jack con exagerada desilusión—. Esperaba algo más salaz.

—Pero es abusar de mis prerrogativas como agente de la ley.

—Puede ser, pero yo hubiera hecho lo mismo —admitió Jack.

—¿De verdad?

—Desde luego. Y ¿qué encontraste?

Lou se inclinó en actitud conspiradora y bajó la voz.

—Tiene antecedentes.

—¿Algo serio? —preguntó Jack.

—No muy serio, la verdad. Supongo que depende de tu punto de vista. El cargo era posesión de cocaína.

—¿Eso es todo?

—Era una buena cantidad de cocaína —dijo Lou—. No lo bastante como para pensar que era vendedor, pero sí como para una buena fiesta. No impugnó la acusación, quedó en libertad vigilada y tuvo que hacer trabajos para la comunidad.

—¿Vas a decírselo a Laurie?

—No lo sé —admitió Lou—. Eso es lo que quería preguntarte.

—Oh, vaya. —Se frotó la frente. Era una pregunta difícil.

—Me he estado preguntando por qué se lo diría.

Jack asintió.

—Ya. Ella puede hacerse la misma pregunta y dirigir toda la rabia que la noticia le genere en contra del mensajero.

—Eso pensé —dijo Lou—. Pero como amigo, creo que debería saberlo. Claro que puede habérselo dicho ya él.

—Mi intuición me dice que no. Está demasiado pagado de sí mismo.

—Pienso lo mismo —dijo Lou. Por el rabillo del ojo, Jack vio una figura que llenaba por completo el quicio de su puerta. Era Ted Lynch, del laboratorio de ADN.

—Lo siento —dijo Ted—. No creí que estuvieras ocupado.

—No importa —dijo Jack. Presentó a Ted y a Lou, pero ellos dijeron que ya se conocían.

—No he podido quitarme tu pregunta de la cabeza —dijo Ted.

—¿Te refieres al grado de contaminación de la estrella?

—Ajá. ¡Y hay un modo de hacerlo! —dijo Ted excitado—. Se llama tecnología TaqMan. Es un nuevo pliegue en la RCP.

—¿Y qué es la RCP? —preguntó Lou.

—La Reacción en Cadena de la Polimerasa —explicó Jack—. Es un modo de aumentar una porción minúscula de ADN para que pueda ser analizado.

—¡Ya! —dijo Lou pretendiendo haberlo entendido.

—En cualquier caso esta técnica es fantástica —dijo orgulloso Ted—. Hay que poner una enzima específica en la mezcla de reacción de la RCP. Lo que hace esa enzima es engullir cabos sueltos de ADN como en aquel viejo videojuego, PacMan. ¿Os acordáis?

Ambos asintieron.

—Lo astuto es que cuando llega a una sonda adjunta de lo que estás buscando, la enzima lo señala. ¿No es ingenioso? Así que puedes cuantificar lo que estaba originalmente en la muestra sabiendo el número de duplicaciones que ha sufrido la reacción durante un tiempo determinado.

Jack y Lou miraron inexpresivamente al excitado experto en ADN.

—¿Quieres que lo haga? —preguntó Ted.

—Sí, claro —dijo Jack—. Sería estupendo.

—De acuerdo —dijo Ted, y desapareció tan deprisa como había aparecido.

—¿Lo has entendido? —preguntó Lou.

—Ni una palabra. Ted está en su propio mundo allá arriba. Por eso pusieron el laboratorio de ADN en la planta superior. Todos creemos que los resultados vienen del cielo.

—Tengo que aprender más sobre eso del ADN —admitió Lou—. Es cada vez más importante para la aplicación de la ley.

—Lo malo es que la tecnología cambia muy rápidamente.

—¿Qué es eso de una estrella azul? ¿Es la misma sobre la que murmurabas cuando entré?

—Precisamente —dijo Jack. Le contó a Lou la historia de la diminuta y brillante estrella, incluyendo el hecho de que era lo único que había en la Compañía de Alfombras Corintias contaminado con esporas de ántrax.

—He visto estrellitas como ésas —dijo Lou—. De hecho, la invitación de este año al baile de la policía las llevaba dentro del sobre.

—¡Tienes razón! Una vez recibí una invitación en la que también las había. Me estaba preguntando dónde las había visto.

—Qué raro encontrarla en una tienda de alfombras. Me pregunto si habrían tenido una fiesta.

—Volvamos a tu pregunta. ¿Cómo vas a decidir si contarle o no a Laurie lo de los antecedentes de su novio?

—No lo sé —dijo Lou—. Supongo que estaba esperando que tú te ofrecieras a contárselo.

—En absoluto. Éste es tu juego. Has conseguido esa información y es cosa tuya decidir qué hacer con ella.

—Bueno, hay algo más.

—Dispara.

—He descubierto a qué clase de negocios se dedica.

—¿Está en su ficha policial? —preguntó Jack.

Lou asintió.

—Es traficante de armas.

La mandíbula de Jack se abrió lentamente. El que Paul Sutherland fuera un traficante de armas era más peligroso para Laurie que el que hubiera sido condenado por posesión de cocaína.

—Tenía una especie de monopolio de importación de AK-47 de Bulgaria, al menos hasta 1994, cuando se decretó la Omnibus Crime Bill y fueron prohibidos, junto con otras dieciocho armas de asalto semiautomáticas.

—Esto es serio.

—Claro que lo es —repuso Lou—. Esos AK-47 búlgaros son muy populares entre los grupos de milicias de ultraderecha y toda esa gentuza.

—Hablo en relación con Laurie. ¿Tienes idea de sus opiniones acerca del control de armas?

—No exactamente —admitió Lou.

—Bueno, te lo voy a decir. Le gustaría desarmar al país entero, incluyendo a los patrulleros. Ha hecho de las heridas de bala su especialidad forense.

—Nunca me lo dijo —reconoció Lou. Parecía dolido.

—Bueno, creo que el hecho de que su novio potencial trafique con armas es muchísimo más importante que contarle lo de la cocaína.

—¿Quieres decir que vas a hacerlo?

—Oh, mierda —dijo Jack—. ¿No lo vas a hacer tú? Tú lo has descubierto, y ella seguro que me pregunta de dónde lo he sacado. Tendría que decirle que habías sido tú en cualquier caso.

—No importa. Creo que tú puedes hacerlo mejor que yo. Tienes más en común con ella.

—Cobarde.

—Bueno, no es que tú seas muy valiente —señaló Lou—. ¡Vamos! La ves más a menudo que yo. Trabajáis en el mismo edificio.

—Muy bien, pensaré en ello. Pero no te prometo nada.

El teléfono de Jack sonó. Contestó con voz casi enfadada. Era Marlene Wilson, la recepcionista.

—Espero no molestarle, doctor Stapleton —dijo Marlene. Tenía un ligero acento sureño.

—En absoluto. ¿Qué ocurre?

—Aquí abajo hay varios caballeros que quieren verle. ¿Está esperando a alguien?

—Que yo sepa, no. ¿Cómo se llaman?

—Un momento.

—Bueno, tengo que irme —dijo Lou. Se levantó—. Será mejor que me marche de aquí antes de que me encuentre con Laurie.

—Mantente en contacto —dijo Jack saludándole con la mano—. Vamos a tener que tomar una decisión acerca de esa delicada información que has descubierto.

Lou asintió y se marchó. Marlene volvió al teléfono.

—Son Warren Wilson y Flash Thomas. ¿Qué quiere que les diga?

—Vaya —dijo Jack—. ¡Dígales que suban!

Jack colgó lentamente. No podía creer que Warren hubiera ido a visitarle. Se lo había sugerido unas cuantas veces pensando que Warren podía encontrar interesante ver de primera mano lo que hacía para ganarse la vida. Era parte de los intentos de Jack para que Warren volviera a la escuela. Pero Warren había dicho que sólo visitaría un depósito cuando estuviera muerto.

Jack cogió la silla que estaba junto al escritorio de Chet y la acercó a la otra. Luego salió al pasillo y caminó hacia los ascensores. Llegó justo a tiempo. Las puertas se abrieron y salieron sus dos compañeros de baloncesto.

—Este sitio no vale nada —dijo Warren poniendo cara de disgusto. Luego sonrió—. ¿Cómo te va, tío? —Levantó la mano.

Jack la golpeó como si se estuviesen saludando en la cancha de baloncesto. Hizo lo mismo con Flash, visiblemente más intimidado ante el lugar que Warren.

—Como todos los días. Excepto por vuestra visita. Me sorprende veros, chicos, pero venid a mi despacho.

Les acompañó por el pasillo.

—Este sitio huele raro —dijo Flash.

—Me recuerda a un hospital —dijo Warren.

—No un hospital en el que quisiera estar —repuso Flash con una risita nerviosa.

—Me dijiste que hacíais las autopsias en un sitio llamado el pozo —dijo Warren—. Todo este lugar parece un pozo.

—Le vendría bien renovarse un poco —admitió Jack. Les indicó con un gesto que entrasen en el despacho.

Los tres se sentaron. Jack sonrió.

—¿Habéis venido hasta aquí sólo para aseguraros de que voy a jugar esta noche?

—Tenías que haber jugado anoche —dijo Warren—. Hubieras tenido la oportunidad de jugar con nosotros. Nunca perdemos.

—Quizá tenga suerte esta noche.

Warren miró a Flash.

—¿Se lo preguntarás tú o se lo pregunto yo?

—Hazlo tú —dijo Flash mientras se revolvía en su asiento, claramente nervioso.

Warren se volvió hacia Jack.

—Flash ha tenido malas noticias esta mañana. Su hermana ha muerto.

—Lo siento —dijo Jack. Miró a Flash, pero éste evitó su mirada.

—No era mayor —dijo Warren—. De tu edad, más o menos. Fue de repente. Y Flash dice que cree que está pasando algo raro. Sabes, ella y su marido no se llevaban muy bien, ya sabes.

—¿He de suponer violencia doméstica en esa relación? —preguntó Jack.

—Si llamas así a que la zurrara de vez en cuando —dijo Warren.

—Es el eufemismo habitual.

—Mucha violencia doméstica —soltó Flash acalorado.

—Tranquilo —le dijo Warren y le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro. Volviéndose de nuevo hacia Jack, añadió—: He tenido que convencer a Flash de que no fuese allí y le rompiese la cara al marido de su hermana.

—Ese hijo de puta la mató —gruñó Flash.

—¡Vamos, tío! —terció Warren—. No lo sabes seguro.

—Lo sé —dijo Flash. Warren se volvió hacia Jack.

—Ya ves lo que pasa. Si Flash va allí, habrá problemas. Alguien acabará muerto, y no creo que vaya a ser Flash.

—¿Qué puedo hacer para ayudar? —preguntó Jack.

—Ver si puedes descubrir de qué murió —dijo Warren—. Si fue de muerte natural, Flash tendrá que desahogarse con otro, como por ejemplo contigo o conmigo en la cancha. —Le lanzó a Flash un golpecito cariñoso a la coronilla. Flash paró el golpe irritado.

—¿Dónde está su cuerpo en este momento? —pregunto Jack.

—En el depósito de Brooklyn —contestó Warren—. Al menos eso le dijeron a Flash en el hospital de Coney Island donde la atendieron.

—Bueno, entonces será fácil —dijo Jack—. Hablaré con el que vaya a hacer su autopsia y tendremos la respuesta.

—No habrá autopsia —soltó Flash—. Eso es en parte lo que me preocupa. La llevaron al depósito para hacerle la autopsia, pero ahora no se la van a hacer. Aquí pasa algo, ¿sabes lo que quiero decir?

—No necesariamente —dijo Jack—. No a todos los cadáveres que llevan al depósito se les hace la autopsia. De hecho, el que no se la hagan significa que hay pocas probabilidades de que hubiese algo turbio. Como murió en un hospital, eso significa que el médico que la atendió certificó la causa de la muerte, y en ese caso la autopsia no es imprescindible.

—Flash cree que hay una conspiración —dijo Warren.

—Puedo aseguraros que no hay ninguna conspiración —dijo Jack—. Incompetencia, tal vez, pero conspiración, no.

—Pero… —empezó Flash.

—¡Espera! —interrumpió Jack—. Investigaré de todos modos. ¿Cómo se llamaba?

—Connie Davydov —dijo Flash. Jack escribió el nombre y cogió el teléfono. Llamó a la oficina de Brooklyn del Departamento Forense de Nueva York. Técnicamente, Bingham era el jefe, pero la oficina de Brooklyn tenía su propio director. Su nombre era Jim Bennett.

—¿Quién es el forense de turno esta semana? —preguntó Jack, después de identificarse, a la operadora.

—El doctor Randolph Sanders —dijo ésta—. ¿Quiere que se lo busque?

—Si no le importa —dijo Jack. No le gustaba aquello. Conocía bastante a Randolph, al que colocaba en la misma categoría de negligentes que a George Fontworth. Jack tamborileó con el lápiz mientras esperaba. Le hubiera gustado tratar con cualquiera de los otros cuatro forenses de Brooklyn.

Cuando Randolph contestó Jack no perdió el tiempo y fue directo al grano. Preguntó por qué no se había hecho una autopsia a Connie Davydov.

—Tengo que buscar la carpeta —dijo Randolph—. ¿Por qué lo preguntas?

—He recibido una petición de investigar el caso. —No dijo quién se lo había pedido. Si Randolph quería pensar que había sido Bingham o Calvin, mejor.

—Espera —dijo Randolph. Jack se volvió hacia Flash con la palma de la mano sobre el auricular.

—Davydov no suena muy afroamericano.

—No lo es —dijo Flash—. El marido de Connie es un chico blanco.

Jack asintió, pensando que había más razones para una posible hostilidad entre Flash y el marido de Connie que la historia de la violencia doméstica.

—¿Se llevaba bien con el resto de tu familia?

—¡Ja! —exclamó Flash desdeñosamente—. La familia no les hablaba a ninguno de los dos. No querían que se casase con él.

—Bien, ya tengo la carpeta —dijo Randolph al teléfono—. Y tengo el informe del fiscal delante.

—¿Cuál es el resumen? —preguntó Jack.

—El médico que la atendió, Michael Cooper, hizo un diagnóstico de estado asmático con resultado de muerte —dijo Randolph—. Había un largo historial de asma con hospitalización y múltiples visitas a urgencias. También era muy obesa, lo que estoy seguro que no le ayudaba a respirar cuando le daba el ataque. También dice que tenía muchas alergias.

—Ya veo —dijo Jack—. Dime, ¿miraste el cuerpo?

—¡Claro que miré el cuerpo!

—Según tu opinión profesional ¿había signos de violencia doméstica? —preguntó Jack.

—Si hubiera habido signos de violencia doméstica habría hecho la maldita autopsia —repuso Randolph a la defensiva.

—¿Alguna señal de ahogo? Como hemorragias petequiales en la esclerótica. ¿Algo de eso?

—Me estás insultando con esas preguntas —contestó Randolph.

—¿Y qué hay de la toxicología? ¿Se tomaron muestras?

—¡Si no se hizo autopsia! —gritó Randolph—. No hacemos análisis toxicológicos de los casos en que no se hace la autopsia. Ni vosotros tampoco.

Randolph colgó sin más. Jack alzó las cejas mientras colgaba el auricular.

—¡Qué tipo más sensible! Aunque, en su defensa, mi falta de habilidades diplomáticas es legendaria. Bueno, ¿habéis oído la conversación?

Warren y Flash asintieron.

—Dijo que no había signos de violencia doméstica —explicó Jack—. La verdad es que no es el mejor forense del mundo en mi opinión, pero reconocer la violencia doméstica no es difícil, aunque a veces pueda ser sutil.

—¿Por qué le preguntaste por la toxicología? —preguntó Warren.

—Los venenos y esa clase de cosas aparecen en toxicología —dijo Jack—. Son cosas que permanecen en el cuerpo.

Warren miró a Flash.

—¿Queréis que siga investigando? —preguntó Jack. Flash asintió.

—Estoy seguro de que la mató.

—Después de lo que acabas de oír, ¿por qué sigues pensando lo mismo?

—Porque no tenía un historial de asma y alergias.

—¿Estás seguro? —repuso Jack con asombro.

—Sí, estoy seguro. Soy su hermano, ¿no? Bueno, tuvo un poco cuando era pequeña. Pero estoy hablando de cuando tenía diez años. Durante los dos últimos años he hablado con ella al menos una vez por semana. No tenía alergias ni asma.

—Eso da un nuevo giro al asunto —dijo Jack.

—¿Qué más puedes hacer? —preguntó Warren.

—Puedo llamar al médico que la atendió, para empezar. El médico que se ocupó de ella en el hospital de Coney Island.

Como Jack tenía las páginas amarillas abiertas por la sección de hospitales, le resultó fácil encontrar el número. Llamó y preguntó por el doctor Michael Cooper. Cuando éste se puso al teléfono, le dio las explicaciones del caso. Contrariamente a Randolph, Michael se mostró cooperador.

—Recuerdo a Connie Davydov —dijo Michael—. ¡Un caso duro! Llegó prácticamente moribunda. Los enfermeros dijeron que estaba muy cianótica cuando llegaron a su casa y que apenas respiraba. Se había desmayado en el cuarto de baño, donde su marido la encontró. Le dieron oxígeno inmediatamente y ventilación. Cuando llegó aquí a urgencias estaba acidótica con un CO2 que se salía del gráfico y baja saturación arterial de oxígeno. Las cifras mejoraron con la ventilación adecuada pero su estado clínico no. No tenía reflejos periféricos, y tenía las pupilas dilatadas y fijas y un electro plano. No pudimos hacer gran cosa.

—¿Cuál era el sonido de su pecho? —preguntó Jack.

—Cuando llegó aquí sonaba claro. Pero eso no nos sorprendió, con la baja saturación de oxígeno y el grado de acidosis que tenía. Todos sus músculos, incluidos los blandos, estaban esencialmente paralizados. Teniendo en cuenta su tamaño, era como una ballena varada.

—¿Alguna indicación de ataque de corazón?

—No —dijo Michael—. El electrocardiograma era normal aunque la velocidad era muy baja, y hubo varios cambios acordes con su bajo oxígeno arterial.

—¿Y un derrame?

—Lo descartamos con un escáner TAC que dio normal —dijo Michael—. También hicimos una punción cerebral y el fluido era limpio.

—¿Fiebre, lesiones de piel u otros signos de infección?

—Nada. De hecho, su temperatura estaba por debajo de lo normal.

—¿Y encontraron un historial de asma y alergias? —dijo Jack—. ¿De dónde lo sacaron? ¿Estaba entre las historias del hospital?

—No; nos lo dijo el marido —dijo Michael—. Estaba bastante entero a pesar de la prueba por la que acababa de pasar y pudo contarnos la historia.

Jack le dio las gracias y colgó. Se volvió hacia Warren y Flash.

—Esto se está poniendo interesante. No parece que la historia fuese corroborada. Creo que tal vez debería echar un vistazo a Connie.

—¿Puedes hacerlo? —preguntó Warren.

—¿Por qué no? —dijo Jack. Volvió a telefonear para tratar de hablar con Randolph, pero nadie contestó. Luego trató de que le localizasen a través del busca. Cuando la operadora preguntó quién le llamaba, Jack dio su nombre y volvió a esperar. Cuando la operadora se puso de nuevo, dijo que el doctor estaba ocupado. Jack dejó el mensaje de que iba para allá.

—Parece que el doctor Sanders está permitiéndose tener un comportamiento pasivo-agresivo —dijo Jack mientras se levantaba. Recogió su móvil y su pequeña cámara y se los metió en el bolsillo—. ¿Qué queréis hacer? Podéis venir conmigo si queréis.

—¿Quieres ir? —preguntó Warren a Flash—. Yo tengo tiempo.

Flash asintió.

—Quiero ver esto hasta el final.

—¿Cómo llegasteis hasta aquí? —preguntó Jack. Warren le enseñó unas llaves.

—Tengo el ruedas aparcado ahí fuera en la calle Treinta.

—Perfecto —dijo Jack—. ¡Vámonos!

Tomaron el ascensor hasta el sótano e iban a salir por el muelle de carga cuando Jack se detuvo.

—Estaba pensando… —dijo—. No sé cómo me recibirán en Brooklyn. Quizá sea mejor que lleve mi propio material.

—¿De qué tipo de material hablas? —preguntó Warren.

—Sería muy largo de explicar. Chicos, esperadme aquí o fuera, junto al coche. Vuelvo enseguida.

Volvió al interior del depósito, pasando junto a la fila de compartimentos refrigerados donde se almacenaban los cuerpos antes de que se les hiciera la autopsia. Se encontró felizmente a Vinnie, que venía del pozo. Jack le pidió al empleado que le buscase unos cuantos botes para muestras de fluidos corporales, una mascarilla, guantes de goma, un puñado de jeringuillas, un par de escalpelos y un tubo nasogástrico.

—¿Qué demonios va a hacer? —preguntó Vinnie con suspicacia.

—Probablemente meterme en camisa de once varas —dijo Jack.

—¿Sale de la casa?

—Me temo que sí.

—¿Quiere que vaya con usted? —preguntó Vinnie.

—Gracias, pero no. Agradezco el ofrecimiento.

Vinnie no tardó en reunir todo el material y, cuando reapareció, Jack había recogido una pequeña cartera que usaba para llevar y traer del trabajo a casa un juego limpio de ropa interior. Especialmente durante el verano, sudaba mucho en su trayecto en bicicleta y tenía que ducharse y cambiarse.

Metió todos los materiales en la cartera, dio las gracias a Vinnie y se dirigió al muelle de carga. Encontró a Warren y a Flash en la acera. Estaban discutiendo de nuevo acerca de si Flash debería ir a enfrentarse con su cuñado.

Cuando se metieron en el coche, los dos amigos de toda la vida se comportaron como si estuvieran furiosos el uno con el otro. Jack entró en el amplio asiento trasero mientras Warren y Flash subían delante. El coche era un Cadillac de cinco años de antigüedad.

—¿Podemos tener un viaje agradable? —preguntó Jack, deseando relajar la atmósfera.

—¡Está loco! —se quejó Warren alzando las manos—. Quiere meterse en un buen lío, o hacerse matar, ¿sabes lo que quiero decir?

—Sí, pero es mi hermana la que ha sido asesinada —contestó Flash—. Si fuese la tuya sentirías lo mismo.

—Pero no sabes si fue asesinada —repuso Warren—. Ésa es la cuestión. Por eso estamos aquí hablando con el médico.

—Escucha, Flash —dijo Jack—. Estoy razonablemente seguro de poder determinar si hubo juego sucio, pero tienes que tener paciencia. Quizá no pueda decírtelo de manera definitiva hasta dentro de un par de días.

—¿Cómo que un par de días? —replicó Flash. Se giró en el asiento para mirar a Jack—. Creía que podrías decirlo sólo con verla.

—Podría ser. Pero lo dudo, ya que Randolph no vio nada. No es tan mal forense. Lo que me preocupa es que haya algún tipo de veneno.

—¿Como qué? —preguntó Warren.

—Tal vez monóxido de carbono —dijo Jack—. Pero el problema es que los enfermeros la describieron como cianótica, es decir, azulada.

—¿Eso es todo? —preguntó Warren—. ¿No puede haber otros venenos?

—¿Qué es esto? ¿Un examen? —preguntó Jack.

—No, es que me interesa —dijo Warren.

—Bueno, ahora me estáis atosigando. Pero supongo que se puede pensar en barbitúricos, benzodiazepinas, como el Valium, glicoletileno o cosas así. Lo que todos esos agentes tienen en común es que causan depresión respiratoria, que es al parecer lo que padecía Connie.

—¿Cómo pudo matarla su marido con monóxido de carbono? —preguntó Flash.

—¿Tenían coche?

—Sí —dijo Flash—. Y garaje.

—Bueno, podía haberla emborrachado o drogado lo bastante como para llevarla al coche que estuviera en marcha en el garaje. O, mejor aún, con el tubo de escape enchufado directamente hacia el interior. Entonces, cuando estuvo casi muerta, pudo haberla llevado al cuarto de baño y llamar al 919.

—No pudo llevarla a ninguna parte —dijo Flash—. Pesaba casi ciento cincuenta kilos.

—Te hablo de una situación hipotética —dijo Jack—. ¡Venga, vamos!

—Tienes que decirme a dónde —dijo Warren.

—Al hospital Kings County. Está al sudeste de Prospert Park, en Brooklyn.

—¿Voy por la FDR Drive? —preguntó Warren.

—Sí. Y pasa por el puente de Brooklyn. Luego toma la avenida Flatbush.

Warren arrancó.

—Flash —dijo Jack desde el asiento trasero mientras avanzaban junto al East River—, ¿qué posibilidades hay de que tu hermana se suicidara?

—¡Ninguna! No daba el tipo.

—¿Alguna vez se deprimía?

—No en el sentido habitual —dijo Flash—. Pero quizá un poco. Quizá por eso comía tanto. Sabía que se había casado con un demente.

—¿Y eso? —preguntó Jack.

—El tío no hacía nada —dijo Flash furioso—. Volvía a casa del trabajo y se ponía a beber frente a la televisión. Eso era todo, al menos hasta hace unos meses, cuando empezó a pasar todo su tiempo en el sótano.

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