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Miércoles 20 de octubre. 5.30 h.

 

Jack no podía recordar un momento en su vida en que hubiera estado más preocupado por tantos problemas. En primer lugar estaba Laurie, que le confundía tanto por su comportamiento como por su reacción ante él. Después de que ella se marchara aquella noche, le había costado mucho dormirse. No dejaba de pensar en todo lo que ella había dicho y hecho durante las cuarenta y ocho horas anteriores. Seguía sintiéndose culpable por su reacción de celos ante la noticia de su compromiso y enfadado por la respuesta que ella había tenido ante sus disculpas. No sabía cómo tomárselo.

Y en segundo lugar estaban aquellos dos casos misteriosos. Por mucho que lo intentara, no era capaz de encontrar explicación a la muy contaminada estrellita. En lo que se refería a Connie Davydov, su fuerte sospecha de que hubiese sido envenenada con una droga depresora del sistema respiratorio fue desestimada por el departamento de toxicología y a pesar de varias horas de lectura y más horas aún de reflexión, no había podido encontrar una teoría satisfactoria. La sugerencia de Laurie acerca de la methemoglobinemia era la única hipótesis que tenía alguna posibilidad.

El último problema que acuciaba a Jack era la necesidad de encontrar alguna justificación a su comportamiento tanto en la oficina del forense de Brooklyn como en la funeraria Strickland. Bingham le había llamado la atención justo el día anterior por algo que en comparación era una nimiedad. Y si Bingham se enteraba de lo ocurrido en Brooklyn, se pondría lívido y exigiría una explicación que Jack no tenía. Por primera vez estaba convencido que aquella tarde le obligarían a presentar su dimisión.

A Jack no sólo le costó dormirse; también se despertó más temprano de lo habitual. Tratando aún de encontrar soluciones a sus diversos dilemas fue en bicicleta al trabajo mientras amanecía. Eso le permitió trabajar una hora en su despacho antes de bajar a la sala de identificación.

Cuando llegó, Vinnie Amendola se encontraba preparando café y el doctor George Fontworth acababa de empezar a revisar los casos llegados por la noche.

—Perdona, George —dijo Jack—. ¿Qué pinta tiene el día de hoy en lo que se refiere a autopsias? ¿Duro o llevadero?

Los soñolientos ojos de George recorrieron la lista.

—Diría que normal tirando a llevadero.

—Bien —dijo Jack—. Me gustaría tomarme un día de papel si no te importa. —Un día de papel era cuando un forense decidía no hacer autopsias, sino tomarse el tiempo para ponerse al día en el papeleo que no acababa nunca. Normalmente los días de papel solían fijarse con antelación.

—¿Qué ocurre? —dijo George—. ¿Estás enfermo?

George no pretendía ser sarcástico. Se sabía que Jack era un trabajador incansable cuando se trataba de hacer autopsias. Hacía más que ningún otro, por propia iniciativa. Cuando alguien le preguntaba, decía que mantenerse ocupado le apartaba de los problemas.

—En lo que se refiere a la salud estoy estupendamente. Es que tengo un montón de cosas acumuladas.

—No creo que haya problema —dijo George—. Naturalmente, sería distinto si alguien llamase diciendo que está enfermo en el último momento.

—Si eso ocurre, avísame. —Jack se acercó a la cafetera—. ¿Has acabado ya, maestro? —preguntó a Vinnie.

—Puede tomarse una taza dentro de dos segundos —dijo Vinnie.

—¿Sabes a qué hora suele llegar Peter Letterman? —preguntó Jack.

—El laboratorio de toxicología abre oficialmente a las nueve. Pero sé que Peter suele llegar temprano, generalmente antes de las ocho.

—Caramba, pasa mucho tiempo aquí.

—Y que lo diga.

Con el café en la mano Jack fue de nuevo al ascensor para volver a su despacho. Le sorprendió encontrarse a Laurie, que estaba llegando. Jack miró su reloj.

—Es temprano para ti, ¿no? —preguntó.

—Sí —admitió ella—. Estoy pasando una nueva página. Voy a concentrarme en el trabajo durante un tiempo. Es algo que siempre hago cuando estoy preocupada.

—Ya. —No estaba seguro de si debía preguntarle por qué estaba preocupada.

—Quiero darte las gracias otra vez por lo de anoche. Me ayudaste de verdad.

—Pero si no hice nada.

—Estabas allí y me hiciste sentir cómoda. Te portaste como un amigo y eso era lo que necesitaba.

Entraron en el ascensor. Jack apretó el botón de la quinta planta.

—¿Quieres contarme lo que pasó en la cena anoche? —preguntó Jack, titubeando.

Laurie sonrió.

—Todavía no. Tengo que procesarlo un poco más yo misma. Pero gracias por preguntar.

Jack sonrió. Era sorprendente la facilidad que tenía Laurie para hacerle sentir incómodamente extraño.

—¿Vas a trabajar hoy en tus casos misteriosos? —Preguntó ella.

—Lo voy a intentar. ¿Tienes alguna otra idea acerca de Connie Davydov?

—Sólo la que te di anoche.

—Si se te ocurre algo, no dudes en decírmelo. Puede que tenga que mantener a los cazadores de recompensas a raya.

Laurie asintió. Sabía a qué se refería Jack. Caminaron juntos por el pasillo y se detuvieron ante la puerta de Jack.

—Hay una cosa que me gustaría decir —dijo Laurie—. Quería disculparme por el modo en que actué cuando Lou y tú me hablasteis de Paul ayer por la tarde. No me gustó oírlo, pero como dijiste, la estaba tomando con los mensajeros. Hicisteis bien en decírmelo, aunque no estoy segura de que Lou, debiera investigar, para empezar.

—Los celos impulsan a la gente a hacer cosas extrañas. Y estoy hablando por mí.

—Lo tomaré como un cumplido. Buena suerte hoy.

—Gracias. La necesitaré.

Jack entró en su despacho y se puso a trabajar. Se concentró en el caso del prisionero bajo custodia. Al menos quería tener aquello listo el día siguiente para sosegar a Calvin. Mientras trabajaba, levantaba la vista hacia el reloj. Cuando ya eran casi las ocho bajó un piso hasta el laboratorio de toxicología.

La puerta estaba cerrada y el laboratorio parecía estar a oscuras a través del cristal esmerilado. De todos modos Jack trató de abrir la puerta. Estaba cerrada. Cuando se dio la vuelta para subir otra vez por las escaleras vio a Peter acercándose por el pasillo desde el ascensor. Acababa de llegar, como evidenciaba el abrigo que llevaba.

—¿Se le ha ocurrido algo que analizar? —preguntó Peter. Sacó su llave.

—Sí. O más bien se le ocurrió a la doctora Laurie Montgomery.

Jack explicó la hipótesis de la methemoglobinemia mientras seguía al técnico al interior del laboratorio y hasta su pequeño despacho sin ventanas. Peter asintió mientras colgaba su abrigo.

—Eso significa que debo buscar cosas como amilnitrito, nitrito sódico y nitroprusiato —dijo poniéndose la bata blanca—. ¿Tenía el paciente un historial de enfermedades del corazón?

—Que yo sepa, no.

—Entonces no creo que estuviera tomando ninguna de esas drogas. Pero hay muchas sustancias que pueden causar methemoglobinemia. ¿Quiere que haga tests de todas, sea o no probable que las estuviera tomando como medicación?

—¡Por favor! Estoy desesperado.

—Muy bien —repuso Peter. Salió de su despacho y Jack le siguió como un perrito.

—¿Cuándo podrá tenerlo? —preguntó Jack.

—Me pondré en ello ahora mismo. Será mejor que lo ponga en marcha antes de que aparezca el doctor DeVries. Si no, empezará a hacer preguntas.

—Agradezco mucho su ayuda, Peter. Espero poder devolvérsela de algún modo. Hablando de tu jefe, ¿sabe cómo van las muestras de David Jefferson?

—¿Es el prisionero bajo custodia? —preguntó Peter.

—Sí.

—John estuvo quejándose de ello ayer. Por lo que sé, ya está hecho. En cualquier caso, dio positivo en cocaína, si eso es lo que quería saber.

—Gracias a Dios. Calvin se va a poner muy contento. A ver si tengo tanta suerte con lo de Connie Davydov.

—Haré lo que pueda —prometió Peter. Jack se dispuso a salir del laboratorio pero se detuvo cuando recordó la última sugerencia de Laurie.

—Hay otra cosa que sugirió Laurie —dijo—. Toxina botulínica.

Peter movió una mano para indicar que le había oído.

Jack subió por las escaleras. Seguro de que el caso Jefferson podría completarse positivamente para la fecha límite que le había dado Calvin, parecía haber un punto de luz al final del actual túnel de problemas de Jack.

De vuelta en el despacho se encontró con Chet, que tenía noticias acerca de su experiencia en la clase de aeróbic de la noche anterior. No sólo había aparecido la chica de despampanante figura, sino que se había dignado a tomarse un refresco con él después de clase. Jack tuvo que esperar hasta que oyó todo lo referente a la mujer antes de poder meter baza.

—Dime, Casanova, ¿sabes cómo podría localizar a alguno de esos veterinarios que dieron el seminario al que fuiste ayer?

—Creo que sí. ¿Por qué?

—Quiero averiguar si han descubierto por qué murieron esas ratas. Y también si alguna de ellas tenía ántrax.

—Trataré de averiguarlo hoy.

—Te lo agradezco —contestó Jack, que se sumergió de nuevo en el trabajo que tenía en el escritorio.

—¿No vas a hacer autopsias hoy? —preguntó Chet.

—Me he tomado un día de papel no previsto.

—¿Te encuentras mal?

Jack rió.

—Eso mismo preguntó George. Me gustaría que así fuese. Sería una buena excusa. Sólo estoy tratando de eliminar una de las razones por las que la oficina principal está siempre detrás de mí, a saber, que voy siempre atrasado con mis casos.

—Una de las principales razones por las que estás siempre atrasado es porque te haces cargo de demasiados casos —dijo Chet.

—Por lo que sea —murmuró Jack mientras observaba una sección del cerebro de David Jefferson en su microscopio.

Cuando Chet se fue al pozo, Jack cerró la puerta para evitar las distracciones de posibles visitantes. Pero no podía concentrarse. Con lo preocupado que estaba, era incapaz de no mirar el reloj constantemente. Cuando se acercaban las diez, empezó a preocuparle que sonara el teléfono. Esperaba que Cheryl llamara con el mensaje de que el jefe quería verle lo antes posible. Al fin y al cabo a aquella hora de la mañana tanto el doctor Jim Bennett como Gordon Strickland tenían que haber tenido oportunidad más que suficiente para telefonear quejándose de Jack.

Como obedeciendo a una señal, el teléfono sonó a las diez en punto. A pesar de que lo esperaba, el timbre enervó a Jack. Pensó en no contestar. Pero se dio cuenta de lo inútil de postergar lo inevitable y contestó. Para su sorpresa no era Cheryl, sino Peter Letterman.

—Tengo sorprendentes noticias para usted —dijo.

—¿Buenas o malas?

—Supongo que le parecerán buenas. Connie Davydov no tenía methemoglobinemia, pero tiene toxina botulínica en todas las muestras que me dio usted, incluyendo el contenido del estómago.

—¡Santo cielo! No será una broma de mal gusto, ¿verdad?

—En absoluto. He repetido varias pruebas para estar seguro. Los resultados son totalmente positivos y sugieren que la víctima tomó una gran dosis. Puedo seguir haciendo pruebas cuantitativas, pero llevará un tiempo. Quería que conociera los resultados cualitativos enseguida.

—Gracias. Le debo una.

—Encantado de ayudar —dijo Peter. Jack colgó lentamente. Sentía una mezcla de emociones. Una era una especie de júbilo porque las sospechas acerca de Connie Davydov habían resultado reales. La otra era conmoción. El botulismo era seguramente lo último que hubiera esperado.

Jack se puso en pie de un brinco y corrió hasta el despacho de Laurie. Quería que fuese la primera en saber las noticias, ya que el botulismo lo había sugerido ella. Por desgracia su despacho estaba vacío. Sin duda estaría abajo, en la sala de autopsias.

De vuelta en su escritorio pensó a quién llamaría primero. Con una deliciosa sensación de revancha se decidió por Randolph Sanders. Le costó unos momentos conseguir que el doctor se pusiera. Estaba en plena autopsia. Jack insistió a la operadora que era una emergencia. Cuando finalmente Randolph contestó, su voz tenía una prisa comprensible.

—Ah, hola, Randolph —dijo Jack eufórico—. Soy tu colega favorito Jack Stapleton.

—Me han dicho que era una emergencia —gruñó Randolph.

—Desde luego. Justo en este momento acaban de informarme de que tu caso, Connie Davydov, del que estuvimos hablando ayer, sucumbió aparentemente de una gran dosis de toxina botulínica.

Siguió una significativa pausa.

—¿Cómo se ha determinado eso? —preguntó Randolph.

—Gracias a mi insistencia personal. Fui a la funeraria, donde el encargado me permitió amablemente tomar algunas muestras de fluidos del cuerpo.

—No tenía noticias de que hubiera ocurrido eso —dijo Randolph con una voz que había perdido gran parte de su agudeza.

—¿De verdad? Creí que lo sabrías. De todos modos, como un favor hacia ti, como nos tenemos mutuamente en alta estima, te llamo en lugar de correr a informar al doctor Harold Bingham.

—Te lo agradezco —consiguió decir Randolph.

—Naturalmente, hay un aspecto práctico. Connie Davydov es un caso de Brooklyn. Supongo que querrás recuperar el cuerpo tan pronto sea posible. También dejo en tus capaces manos la tarea de advertir a las autoridades competentes.

—Por supuesto. Gracias.

—De nada —dijo Jack, divirtiéndose mucho—. Es agradable saber que podemos ayudarnos unos a otros cuando surge la ocasión.

Jack colgó. No pudo evitar una amplia sonrisa. La venganza había sido dulce. Estaba claro que Randolph debía de estar retorciéndose.

A continuación llamó a Warren. Le explicó brevemente lo que había descubierto con respecto a Connie y preguntó el número del trabajo de Flash. A Warren le costó unos minutos encontrarlo, pero finalmente lo hizo y se lo dio a Jack.

Flash trabajaba en una compañía de mudanzas y almacenaje y tardaron un rato en encontrarle. Cuando finalmente se puso, estaba sin aliento. Había estado transportando cajas por el almacén.

—Tengo la respuesta acerca de Connie —dijo Jack—. Como sugirió Warren ayer, creo que vas a tener que desahogar tu rabia en la cancha de baloncesto y no con el marido de Connie.

—¿No la mató?

—No lo parece. Aparentemente murió de botulismo. ¿Has oído hablar de eso?

—Creo que sí. ¿No es un tipo de envenenamiento alimentario?

—En general, sí —contestó Jack—. Lo causa una toxina que produce un tipo específico de bacteria. Lo que convierte a la bacteria en especialmente peligrosa es que puede crecer sin oxígeno. Habrás oído hablar de ella principalmente en relación con alimentos enlatados, cuando el alimento no ha sido calentado lo suficiente durante el procesamiento como para matar las esporas. Pero en el caso de tu hermana es importante que entiendas que parece que no hubo juego sucio.

—¿Estás seguro?

—Acabo de recibir el informe del laboratorio —dijo Jack—. El técnico me ha asegurado que comprobó los resultados. Yo creo que murió de botulismo, y excepto en algunos casos apócrifos en los que se dijo que la toxina se había usado para matar a Reinhard Heydrich, uno de los compañeros de Hitler, durante la Segunda Guerra Mundial, nunca oí que ese agente se usara para envenenar a alguien deliberadamente. No es fácil conseguir el producto. La idea de que el marido de Connie lo usara le concedería más importancia de la que realmente tiene.

—¡Maldita sea! —exclamó Flash.

—Te diré una cosa. Warren y yo te dejaremos ganar al baloncesto la próxima vez que estemos en equipos contrarios.

Flash rió sin ganas.

—¡Eres demasiado, doc! Con lo competitivos que sois tú y Warren, no creo que os dejéis ganar de ninguna manera. De todas formas, gracias por investigar todo eso. Te lo agradezco.

—Me alegro de haber servido de algo —dijo Jack—. Ahora tengo que hacerte una pregunta. ¿Cómo se llama el marido de Connie?

—Yuri —dijo Flash—. ¿Por qué lo preguntas?

—Tendré que llamarle. Si Connie ha muerto de botulismo, Yuri está corriendo el mismo riesgo.

—Ya le vale.

—Como amigo tuyo, a mí tampoco me importa. Pero como médico, es diferente. ¿Tienes su número de teléfono?

—¿Tengo que dártelo?

—Supongo que podría buscarlo. O conseguirlo en la oficina de Brooklyn. Pero sería más fácil si me lo dieras tú.

—Es como si le estuviera haciendo un favor a ese mierda —se quejó Flash antes de darle el número.

Jack lo anotó. Hablaron unos minutos más acerca de la posibilidad de jugar aquella noche antes de despedirse y colgar.

Inmediatamente marcó el número de Brighton Beach. Se preguntaba si Yuri Davydov tendría acento y si realmente sería el ogro que Flash decía. Pero no le contestaron. La línea estaba ocupada.

De mejor humor, Jack volvió a su papeleo. Con renovada eficacia completó un caso más. Tras colocarlo en lo alto del montón de casos cerrados, volvió a marcar el número de Brighton Beach. Seguía comunicando.

No le sorprendió. Imaginaba que aquel hombre recibiría muchas llamadas tras la muerte de su esposa. Pero a medida que avanzaba la mañana y seguía sin conseguir hablar con él, perdió la paciencia. Marcó el número de la operadora y pidió que comprobasen el número de Yuri. Unos minutos más tarde la operadora le dijo que no había ninguna conversación en la línea.

—¿Qué significa eso? —preguntó Jack.

—Que está descolgado o que no funciona. Puedo ponerle con averías si quiere.

—No importa —respondió Jack. Pensó que seguramente Yuri estaría en casa pero que no querría hablar con nadie. Por muy comprensible que fuera eso, le frustraba no poder hablar con él; a veces nada parecía fácil. Lo único que quería era decirle que tuviese cuidado con una posible infección de botulismo. Como había puesto el caso en manos de Randolph Sanders, esperaba que la oficina de Brooklyn hiciera el seguimiento, como legalmente les correspondía. Eso significaba avisar al Departamento de Sanidad y a la amenaza de Jack, el doctor Clint Abelard, el epidemiólogo municipal. Como habían informado a Jack en diversas ocasiones, era labor de Clint el hacer el seguimiento, lo que incluía ponerse en contacto con Yuri Davydov. Pero Jack se sentía moralmente obligado a notificar él mismo al viudo.

Jugueteó ausente con el cable del teléfono mientras sopesaba la situación. Siempre era posible que la oficina de Brooklyn pudiese tener problemas si no conseguía recuperar el cuerpo. Después de todo, razonó, el cuerpo podía haber sido incinerado. Si ése era el caso y no había más pruebas disponibles para confirmar el diagnóstico, era inevitable un aplazamiento. Lo grave del asunto era que Yuri Davydov podía no enterarse a tiempo del riesgo que corría.

De uno de los cajones de su escritorio, sacó un plano de Nueva York. Lo abrió por la sección de Brooklyn. Suponer que estaba a la orilla del mar le ayudó; lo encontró cerca de Coney Island.

Jack calculó que Brighton Beach estaría a unos veinticinco kilómetros. Nunca había ido hasta allí en bicicleta pero había llegado hasta el Prospect Park de Brooklyn varias veces en fin de semana y recordaba la ruta. En el plano vio que Brighton Beach estaba justo debajo de la avenida de Coney Island a partir de la base del parque.

Decidió que una vuelta en bicicleta hasta Brighton Beach sería una manera agradable de pasar la hora de la comida, incluso si resultaba un viaje de más de dos horas. Aunque la salud de Yuri Davydov era la razón principal por la que quería ir allí, también podía justificar la salida como una recompensa por haber progresado considerablemente con el papeleo pendiente y por haber conseguido una buena coartada a las escapadas del día anterior. Pero lo que le decidió realmente fue que era un agradable día del veranillo de San Miguel, con un fuerte sol, temperatura cálida y un suave viento. Podría ser el último día agradable antes del crudo invierno.

Antes de marcharse buscó de nuevo a Laurie para contarle lo del botulismo, pero le dijeron que seguía en la sala de autopsias. Se dijo que la vería cuando volviese.

El viaje fue mejor incluso de lo que había imaginado Jack, sobre todo la travesía del puente de Brooklyn y el paseo a través de Prospect Park. La parte de la avenida de Coney Island fue menos estimulante pero aun así placentera. Cuando pasó por Neptune Avenue advirtió algo que no había esperado: todas las tiendas tenían los letreros escritos en alfabeto cirílico.

Tan pronto Jack vio Ocean View Avenue se detuvo y preguntó la dirección hacia Ocean View Lane. Tuvo que preguntar a tres personas distintas hasta que una le indicó cómo llegar.

Le sorprendió el barrio. Tal como lo había descrito Flash, había una zona de casas de madera apretujadas unas contra otras. Algunas bien conservadas y otras casi en ruinas. Verjas de diversos materiales separaban las propiedades. Había jardines limpios y adornados con flores otoñales mientras que otros servían de basureros, llenos de neveras sin puertas, televisores destripados, juguetes rotos y otros desperdicios. Los ángulos de los tejados se inclinaban en curiosas yuxtaposiciones, como testimonio de la manera desordenada en que las estructuras originales se habían ampliado. Una selva de antenas de televisión oxidadas surgían como malas hierbas de los tejados.

Jack aminoró y miró los edificios individuales. Algunos conservaban adornos victorianos. La mayoría necesitaba urgentemente pintura y reparaciones. La mitad más o menos tenían garajes anexos. Los perros ladraban y gruñían cuando Jack pasaba. Se veía poca gente y ningún niño aparte de unos pocos bebés con sus madres. Jack recordó que era día de escuela.

La zona estaba surcada por una red de calles normales, pero también por numerosos callejones estrechos, algunos tanto que sólo permitían el paso de peatones, y a las casas que había en ellos sólo se podía llegar a pie. En todas las calles había postes de teléfonos y electricidad.

Jack localizó Ocean View Lane gracias a un letrero clavado precariamente a un poste de teléfonos.

Entró en el callejón e inmediatamente tuvo que prestar atención a los grandes baches que había en el pavimento.

Pocas casas tenían número aunque Jack vio el número 13 escrito en un cubo de basura. Suponiendo que el siguiente edificio sería el 15, continuó hasta éste. La estructura era semejante a las otras aunque reposaba sobre cimientos y no en los más típicos ladrillos de cemento. También tenía un garaje para dos coches. El tejado era de placas de asfalto; faltaban varias placas. La puerta mosquitera estaba desvencijada. El canalón de la esquina estaba roto y la parte de arriba amenazaba con caerse. El conjunto amenazaba con derrumbarse si se cerraba la puerta con un golpe lo bastante fuerte.

Una verja de tela metálica a la altura de la cintura separaba un descuidado césped de la acera de cemento. Jack encadenó a ella su bicicleta. Abrió la verja y se acercó a la casa. Las persianas venecianas de las ventanas a los lados de la puerta estaban cerradas, así que Jack no pudo ver el interior.

Tras buscar en vano un timbre, abrió la cochambrosa puerta mosquitera y llamó con los nudillos.

Como no obtuvo respuesta, insistió, pero en vano. Jack se desanimó. Después de haber hecho el esfuerzo de llegar hasta allí, no iba a poder hablar con Yuri Davydov.

Estaba a punto de volver a su bicicleta cuando advirtió un murmullo bajo y continuo. Volvió a la puerta y escuchó. El sonido no era continuo, sino bastante modulado, como un lejano helicóptero o un ventilador de aspas grandes. Miró la casa con extrañeza. No parecía lo bastante grande como para albergar un ventilador que provocara semejante vibración.

Echó un vistazo a las otras casas cercanas. Todas parecían cerradas, como si sus ocupantes estuvieran ausentes. La única persona a la vista era un señor mayor sentado en su jardín al que no interesaba nada su presencia.

Jack cruzó el césped para atisbar entre la casa de Yuri y la de su vecino. La separación era sólo de dos metros y la dividía la verja de tela metálica. Tras mirar de nuevo al señor mayor, Jack caminó entre los dos edificios y salió al pequeño patio trasero de Yuri. Allí encontró lo que parecía el respiradero metálico de un horno saliendo de un agujero recién hecho en los cimientos de la casa. El respiradero formaba un ángulo y se proyectaba hacia arriba. Al tocarlo y sentir su vibración se dio cuenta de que al menos había encontrado la salida del ventilador. Considerando el tamaño de la casa, el tipo de horno que sugería el respiradero parecía desproporcionado.

Siguió rodeando el chalet. En la parte que daba al garaje había otra puerta, a la que volvió a llamar. Haciéndose pantalla con las manos, miró por uno de los pequeños cristales. Vio una habitación en forma de L que servía a la vez de cuarto de estar y cocina.

Apartándose de la puerta, caminó junto al garaje y se dirigió a la parte delantera de la casa. Cuando llegaba al césped, un hombre con barba apareció andando por el sendero de entrada con una bolsa de la compra en la mano. Jack no le vio hasta el último momento porque el garaje le tapaba la vista.

La repentina aparición de aquel individuo le asustó. No se había dado cuenta de lo incómodo que estaba por haberse colado. Pero por muy asustado que estuviera Jack, al parecer lo estaba menos que el extraño. El hombre dejó caer su bolsa mientras trataba de sacar en vano la mano derecha del bolsillo de la chaqueta.

—Lo siento —dijo Jack. El hombre tardó un instante en recobrarse. Jack utilizó ese tiempo para salir por la verja y ayudarle a recoger sus compras, que se habían caído de la bolsa.

—Siento haberle asustado —dijo Jack mientras recogía paquetes de harina de repostería, comida congelada, un bote de canela y una botella de vodka, milagrosamente intacta.

—No es culpa suya —contestó el hombre. Sus ojos miraban nerviosamente hacia todos lados como si temiera algo.

Jack le tendió lo que había recogido. El fuerte acento eslavo del hombre parecía concordar con su barba oscura y su sombrero de estilo ruso.

—¿Vive usted por aquí? —preguntó Jack. El hombre vaciló antes de contestar.

—Sí —dijo.

—¿No conocerá a Yuri Davydov? Vive en el número 15.

El hombre miró más allá de Jack y estudió el edificio.

—Vagamente. ¿Por qué lo pregunta?

Jack sacó su cartera del bolsillo. Mientras lo hacía preguntó al hombre si era ruso. Él dijo que sí.

—He advertido que todos los letreros de la calle estaban en alfabeto cirílico —dijo Jack.

—Hay muchos rusos viviendo en Brighton Beach.

Jack asintió. Abrió su cartera y le mostró su brillante placa de forense. Jack sabía que el emblema oficial convertía a la gente en más cooperadora y dispuesta a contestar preguntas.

—Soy el doctor Jack Stapleton.

—Yo me llamo Yegor.

—Encantado de conocerle, Yegor. Soy forense de Manhattan. ¿Sabría usted dónde está Yuri Davydov en este momento? He llamado a la puerta, pero al parecer no está en casa.

—Probablemente estará fuera conduciendo su taxi.

—Ya. —Para Jack aquello significaba que o Yuri era emocionalmente muy fuerte o que la ausencia de paz doméstica de la que había hablado Flash era cierta—. ¿Cuándo cree que estará de vuelta?

—A última hora de la noche.

—¿Sobre las nueve o las diez?

—Algo así. ¿Pasa algo? —Jack asintió.

—Necesito hablar con él. ¿Sabe para qué compañía de taxis trabaja?

—Trabaja por su cuenta.

—Vaya.

—He oído que su esposa acaba de morir. ¿Es de eso de lo que quiere hablar con él?

—Sí.

—¿Quiere decírmelo a mí por si le veo?

—Dígale solamente que sabemos la causa del deceso. Pero lo más importante es que me llame porque lo que mató a su mujer es muy peligroso y podría estar corriendo riesgos. Le daré una de mis tarjetas y si le ve entréguesela. —Jack sacó una tarjeta—. También le anotaré el número de mi casa. —Lo escribió por la parte de atrás y se la tendió.

El hombre examinó la parte delantera de la tarjeta.

—¿Ésta es la dirección en que trabaja?

—Eso es —dijo Jack. Trató de pensar si había algo más que preguntarle, pero no se le ocurrió nada—. Gracias por su ayuda.

—De nada. ¿Hasta qué hora estará usted en el trabajo?

—Hasta las seis al menos.

—Se lo diré a Yuri si le veo.

Luego hizo un gesto con la cabeza a Jack antes de seguir su camino.

Jack se quedó mirando al ruso durante un momento antes de mirar de nuevo hacia la casa de Yuri Davydov. Fue entonces cuando pensó en meter una tarjeta por debajo de la puerta. El único inconveniente era que Clint Abelard se pasase por allí; si veía la tarjeta, tendría pruebas de lo que llamaba interferencias de Jack. Entonces Bingham le echaría una reprimenda.

Bueno, qué más da, se dijo. Sacó otra tarjeta. En la parte de atrás escribió un mensaje para Yuri diciendo que le llamase lo antes posible. Incluyó su extensión directa además del número de su casa. Volvió al frente de la casa y pasó la tarjeta por debajo de la puerta.

Luego se marchó pedaleando. Pensaba dar una rápida vuelta por Brighton Beach antes de volver a la oficina. El lugar despertaba su curiosidad, pero pensó que si veía la consulta de un veterinario se detendría a preguntar si tenían información sobre la mortandad de ratas.

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