Vector

Vector


1

Página 7 de 39

1

Lunes 18 de octubre. 4.30 de la mañana

 

El zumbido de los motores del avión era desigual. En un momento rugían mientras el avión se dirigía hacia tierra y al siguiente se quedaban extrañamente silenciosos, como si el piloto los hubiera apagado sin darse cuenta.

Jack Stapleton lo contemplaba aterrorizado, sabiendo que su familia iba a bordo y que no podía hacer nada. ¡El avión se iba a estrellar! Indefenso gritó: «¡No! ¡No! ¡No!».

Los gritos de Jack le sacaron piadosamente de las garras de su pesadilla recurrente. Se incorporó de golpe en la cama. Respiraba con dificultad, como si hubiese estado jugando al baloncesto, y el sudor le goteaba por la nariz. Estuvo desorientado hasta que sus ojos recorrieron el dormitorio. El ruido intermitente no lo hacía un avión. Era su teléfono. Su timbre ronco rompía incansable el silencio de la noche.

Jack miró el despertador. Los números digitales brillaban en la habitación oscura. ¡Eran las cuatro y media de la mañana! Nadie llamaba a Jack a las cuatro y media. Al levantar el auricular recordó la noche, ocho años antes, en que le había despertado una llamada para informarle que su mujer y sus hijos habían perecido.

Jack contestó el teléfono con voz rasposa y asustada.

—Eh, oh, creo que te he despertado —dijo una voz de mujer. Había ruidos en la línea.

—No sé qué le hace pensar eso —dijo Jack, bastante consciente ya como para ser sarcástico—. ¿Quién es?

—Soy Laurie. Siento haberte despertado. No pude evitarlo. —Soltó una risita.

Jack cerró los ojos y luego volvió a mirar el reloj para asegurarse de que no se había equivocado. ¡Eran realmente las cuatro y media de la mañana!

—Escucha —continuó Laurie—. Seré rápida. Quiero cenar contigo esta noche.

—¿Es una broma? —dijo Jack.

—No es ninguna broma —contestó Laurie—. Es importante. Tengo que hablar contigo y me gustaría hacerlo durante la cena. Invito yo. ¡Di que sí!

—Supongo —dijo él sin ganas de comprometerse.

—Lo tomaré por un sí. Te diré dónde cuando te vea en la oficina por la mañana. ¿De acuerdo?

—Vale —dijo Jack. No estaba tan despierto como creía. Su mente no estaba trabajando lo bastante rápido.

—Perfecto. Hasta luego.

Jack parpadeó cuando se dio cuenta de que Laurie había colgado. Colgó a su vez y se quedó mirando el teléfono en la oscuridad. Conocía a Laurie Montgomery desde hacía más de cuatro años. Era una colega médica del Departamento del Forense de la ciudad de Nueva York. También era amiga suya; de hecho más que una amiga, pero ella nunca le había llamado a aquellas horas de la mañana, ya que no era madrugadora. A Laurie le gustaba leer novelas hasta bien avanzada la noche, lo que hacía que levantarse temprano le resultase una dura prueba.

Jack se dejó caer de nuevo sobre la almohada con la intención de dormir una hora y media más. Contrariamente a Laurie él sí era madrugador, pero las cuatro y media era demasiado temprano, incluso para él.

Por desgracia, pronto le quedó claro que no iba a dormir más. Entre la llamada y la pesadilla, no podía volver a dormirse.

Después de hora y media de dar vueltas y vueltas, se metió en el baño.

Se miró en el espejo mientras se pasaba una mano por el rostro con barba de un día. Distraídamente contempló el incisivo izquierdo algo mellado y la cicatriz que tenía en la frente, recuerdos ambos de investigaciones extraoficiales que había hecho en relación con casos de enfermedades infecciosas. El resultado fue que Jack se había convertido en el gurú de las enfermedades infecciosas en el Departamento del Forense.

Sonrió ante su imagen. Más tarde se le ocurrió que si ocho años antes hubiese intentado adivinar, a través de una bola de cristal, cómo sería ahora, no habría conseguido imaginarlo.

Por entonces era un oftalmólogo bastante corpulento, del Medio Oeste, conservador en el vestir. Ahora era un forense delgado que trabajaba en Nueva York, de pelo rizado y veteado de gris, un diente mellado y una cicatriz. En lo que se refería a la ropa, ahora llevaba cazadoras, vaqueros desteñidos y camisas azules. Evitando los pensamientos sobre su familia, reflexionó sobre el sorprendente comportamiento de Laurie. No era propio de ella. Siempre era considerada y se preocupaba mucho por la cortesía. Nunca le hubiera telefoneado a una hora así sin una buena razón. Jack se preguntó cuál sería esa razón. Se afeitó y entró en la ducha mientras trataba de imaginar por qué Laurie le había llamado en mitad de la noche para quedar para cenar. Habían cenado juntos a menudo, pero normalmente lo decidían en el momento. ¿Por qué habría querido concertar una cita a una hora tan intempestiva?

Mientras Jack se secaba decidió llamarla. Era ridículo que intentase adivinar lo que le estaba pasando a ella por la cabeza. Como le había despertado, no era descabellado llamarla para que se lo explicase. Pero cuando Jack llamó, saltó el contestador. Pensando que pudiera estar en la ducha le dejó un mensaje pidiéndole que le llamara.

Cuando se tomó el desayuno eran más de las siete. Como Laurie no le había devuelto la llamada, Jack volvió a intentarlo. Para su disgusto salió de nuevo el contestador. Colgó a mitad del mensaje de bienvenida.

Como ya era de día, Jack barajó la idea de ir pronto al trabajo. Fue entonces cuando se le ocurrió que quizá Laurie le hubiera llamado desde la oficina. Estaba seguro de que ella no estaba de guardia, pero cabía la posibilidad de que hubiera surgido un caso que le interesase especialmente.

Jack llamó a la oficina del forense. Marjorie Zankowski, la operadora de noche, contestó. Le dijo que estaba casi segura de que la doctora Laurie Montgomery no se encontraba allí. Dijo que el único médico era el que estaba de turno.

Con una sensación de frustración que rozaba la rabia, Jack abandonó. Decidió no gastar más energía mental tratando de imaginarse lo que le hubiese pasado por la cabeza a Laurie y fue a la sala. Se sentó en el sofá con uno de los muchos periódicos médicos que aún no había leído.

A las siete menos cuarto dejó a un lado la lectura y cogió su bicicleta de montaña Cannondale. Con ella al hombro empezó a bajar los cuatro pisos del edificio. Las primeras horas de la mañana eran las únicas en que no se oían peleas en el 2B. Abajo, Jack tuvo que sortear algunas basuras que habían dejado caer por el hueco de la escalera por la noche.

Al salir a la calle 106 Oeste, inhaló una bocanada de aire de octubre. Por primera vez aquel día se sintió renovado. Se subió a su bicicleta y se dirigió a Central Park, pasando junto a la vacía cancha de baloncesto vecina que quedaba a su izquierda. Unos años antes, el mismo día, le habían golpeado con fuerza suficiente como para mellarle un diente, y le habían robado su primera bicicleta de montaña. Escuchando las advertencias que sus colegas, sobre todo Laurie, le hicieron sobre los riesgos de andar en bicicleta por la ciudad, Jack se resistió a comprarse otra. Pero tras ser atacado en el metro, acabó comprándola.

Al principio Jack había sido un ciclista bastante prudente cuando circulaba con su nueva bicicleta. Ahora había vuelto a sus antiguas costumbres. Al ir y venir de la oficina practicaba su salvaje pedaleo, un paseo que le excitaba dos veces al día. Su manera imprudente de pedalear, un desafío al destino, era un modo de decir que si su familia había tenido que morir, él podría haber estado con ellos y quizá se uniera a ellos pronto.

Cuando llegó a la oficina del forense en la esquina de la Primera Avenida y la calle Treinta, se había peleado con dos taxistas y tenido una discusión con un conductor de autobús. Aparcó la bicicleta y se encaminó a la habitación de identificación. La mayoría de la gente hubiera estado con los nervios de punta tras un trayecto tan angustioso. Pero Jack no. Los enfrentamientos y el cansancio físico le calmaban, preparándole para las tareas burocráticas del día.

Rozó el borde del periódico de Vinnie Armendola al pasar junto al empleado funerario. Vinnie estaba sentado en su sitio preferido, en un escritorio justo detrás de la puerta. Jack dijo hola, pero Vinnie le ignoró. Como de costumbre, Vinnie estaba repasando los resultados deportivos del día anterior.

Vinnie llevaba empleado en la oficina del forense más tiempo que Jack, aunque habían estado a punto de despedirle hacía un par de años por dejar salir información confidencial que había incomodado al departamento y puesto a Jack y Laurie en un aprieto. La razón por la que Vinnie fue censurado y puesto a prueba en lugar de ser expulsado era que su comportamiento se había visto forzado por las circunstancias. Una investigación determinó que había sido víctima de una extorsión por parte de algunas siniestras figuras del mundo del hampa. El padre de Vinnie había tenido cierta relación con la mafia.

Jack saludó al doctor George Fontworth, un corpulento forense colega que era su superior inmediato en la jerarquía del despacho por tener una antigüedad de siete años más. George acababa de empezar su tarea semanal de revisar las muertes de la noche anterior, decidiendo los que serían sometidos a autopsia y los que no. Por eso estaba en la oficina tan temprano. Habitualmente, era el último en llegar.

—Qué agradable bienvenida —murmuró Jack cuando George le ignoró igual que Vinnie. Jack llenó una taza con café que Vinnie había preparado al llegar. Vinnie entraba antes que los demás empleados para ayudar al médico de guardia si era necesario. Una de sus tareas consistía en preparar café para todos.

Con su café en la mano Jack se acercó a George y miró por encima de su hombro.

—¿Le importa? —dijo éste con petulancia. Protegió los papeles poniéndolos delante de él. Una de las cosas que no soportaba era que la gente leyera por encima de su hombro.

Jack y George nunca se habían llevado bien. Jack mostraba muy poca tolerancia ante la mediocridad y se negaba en principio a esconder sus sentimientos. George podía tener unas credenciales deslumbrantes. Se había formado con uno de los grandes en el campo de la patología forense, pero para Jack sus esfuerzos en el trabajo eran meramente superficiales. No le respetaba.

Jack sonrió ante la reacción de George. Encontraba un placer perverso en fastidiarle.

—¿Algo interesante? —preguntó. Rodeó el escritorio y se colocó delante. Empezó a pasar el dedo índice por las carpetas para leer los supuestos diagnósticos.

—¡Los tengo en orden! —Saltó George. Le retiró la mano y ordenó sus montones de carpetas. Los ordenaba según la causa y el modo de la muerte.

—¿Qué tienes para mí? —preguntó Jack. Una de las cosas que le gustaban de ser médico forense era que nunca sabía lo que podía surgir cada día. Todos los días había alguna novedad. Cuando era oculista las cosas no eran así. Por entonces Jack sabía lo que iba a pasar con tres meses de antelación.

—Tengo un caso infeccioso —dijo George—. Aunque no creo que sea particularmente interesante. Si lo quieres, es tuyo.

—¿Por qué lo han traído? ¿No hubo diagnóstico?

—Sólo una suposición de diagnóstico. Lo han catalogado como posible gripe con neumonía secundaria. Pero el paciente murió antes de que llegasen los cultivos. Para complicar las cosas, no se vio nada en la prueba Gram. Y encima, su médico estaba pasando el fin de semana fuera.

Jack cogió la carpeta. El nombre era Jason Papparis. Deslizó la hoja informativa rellenada por Janice Jaeger, la ayudante de médico en turno de noche, llamada AM para abreviar. A medida que leía la hoja, Jack asintió con admiración. Janice había demostrado ser una concienzuda investigadora.

—¡Una gripe fuerte! —comentó Jack. Advirtió que el fallecido había estado menos de veinticuatro horas en el hospital. Pero también comprobó que era un fumador empedernido y que tenía un historial de problemas respiratorios. Eso suscitaba la duda de si el agente infeccioso era muy potente o si el paciente era anormalmente susceptible.

—¿Lo quieres o no? —preguntó George—. Tenemos muchos casos esta mañana. Ya te he adjudicado otros, entre ellos un preso que murió bajo custodia.

—Vaya —murmuró Jack. Sabía que esos casos se complicaban con temas políticos y sociales—. ¿Estás seguro de que Calvin, nuestro intrépido subdirector, no querrá llevarlo él mismo?

—Ha llamado antes y ha dicho que te lo asignara a ti. Ya ha hablado con algún alto cargo de la policía y cree que eres el que mejor puede manejar el caso.

—Tiene gracia —dijo Jack. No tenía sentido. El subdirector y el propio jefe estaban siempre quejándose de la falta de diplomacia que padecía Jack ante los aspectos políticos y sociales que conlleva ser médico forense.

—Si no quieres el caso infeccioso tengo uno de sobredosis —dijo George.

—Me ocuparé del infeccioso —contestó Jack. No le gustaban las sobredosis. Eran muy repetitivas y había montones. No había desafío intelectual.

—Estupendo —dijo George. Hizo una anotación en su lista original.

Deseando empezar el trabajo diario, Jack se acercó a Vinnie y le dobló el extremo del periódico. Vinnie le miró ceñudamente con sus ojos color carbón. Sabía lo que venía a continuación. Sucedía casi todos los días.

—No me diga que quiere empezar ya —dijo Vinnie.

—El pájaro madrugador se lleva el gusano —repuso Jack. La manida frase solía ser su respuesta a la invariable falta de entusiasmo mañanero de Vinnie. El comentario nunca dejaba de estimularlo aunque supiese lo que venía a continuación.

—Me gustaría saber por qué no puede llegar usted cuando todo el mundo —gruñó Vinnie.

A pesar de las apariencias, Jack y Vinnie se llevaban muy bien. Como Jack solía llegar temprano, generalmente trabajaban juntos y durante los años habían consolidado un equipo eficiente. Jack prefería a Vinnie por encima de todos los demás empleados, y Vinnie prefería a Jack. En palabras de Vinnie, Jack «no se iba por las ramas».

—¿Ha visto ya a la doctora Montgomery? —preguntó Jack mientras se dirigían al ascensor.

—Es lo bastante inteligente como para no venir tan temprano. Ella es normal, no como usted.

A medida que iban avanzando Jack vio una luz en el despacho del sargento Murphy. El sargento era miembro de la Oficina de Personas Desaparecidas de la policía de Nueva York. Llevaba en la oficina del forense jefe desde hacía años. Rara vez llegaba antes de las nueve.

Intrigado al ver que el irlandés ya había llegado, Jack se desvió y echó un vistazo dentro. No sólo Murphy ya estaba allí, sino que no estaba solo. Frente a él estaba sentado el teniente detective Lou Soldano, de Homicidios, un visitante frecuente del depósito. Jack le conocía bastante bien, sobre todo porque era muy amigo de Laurie. Junto a él había otro hombre al que no reconoció.

—¡Jack! —exclamó Lou al verle—. Entra un minuto. Quiero presentarte a alguien.

Como de costumbre, el detective parecía haber estado levantado toda la noche. No estaba afeitado, tenía las mejillas como si se las hubieran manchado con hollín, y había círculos oscuros bajo sus ojos. Además, llevaba la ropa arrugada, el botón de arriba de la camisa desabrochado y la corbata floja.

—Éste es el agente especial Gordon Tyrell —dijo Lou, señalando al hombre sentado junto a él, que se puso de pie y le tendió la mano.

—¿Significa eso que es del FBI? —preguntó Jack, estrechándole la mano.

—Desde luego —contestó Gordon. Jack nunca había estrechado la mano de un miembro del FBI. No fue la experiencia que esperaba. La mano de Gordon era ligera, casi afeminada, y su apretón flojo y dubitativo. El agente era un hombre bajo de rasgos delicados, no el estereotipo masculino que Jack imaginaba. La ropa del agente era conservadora pero limpia. Llevaba los tres botones de la chaqueta abrochados. Era la antítesis visual de Lou.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Jack—. No recuerdo la última vez que vi llegar tan pronto al sargento.

Murphy rió y empezó a protestar, pero Lou le interrumpió.

—Hubo un homicidio anoche por el que el FBI se interesa —explicó Lou—. Esperamos que la autopsia arroje luz.

—¿Qué clase de caso? —preguntó Jack—. ¿Muerte a tiros o apuñalamiento?

—Un poco de todo —dijo Lou—. El cuerpo es un desastre. Como para revolverte el estómago.

—¿Ha habido alguna identificación? —repuso Jack. A menudo, cuando el cuerpo estaba destrozado, la identificación era lo más difícil.

Con las cejas alzadas Lou echó una mirada a Gordon. Lou no sabía hasta qué punto el caso era confidencial.

—Está bien —dijo Gordon.

—Sí, ha habido identificación —contestó Lou—. El nombre es Brad Cassidy. Es un cabeza rapada caucásico de veintidós años.

—¿Quieres decir uno de esos gilipollas racistas? —preguntó Jack—. ¿Uno de esos chavales con tatuajes nazis, cazadora de cuero y botas negras? —Había visto semejantes personajes a veces vagando por los parques de la ciudad. También vio a unos cuantos en su pueblo, cuando visitaba a su madre.

—Justo —dijo Lou.

—No todos llevan parafernalia nazi —dijo Gordon.

—Eso es verdad —asintió Lou—. De hecho, algunos de esos chicos ni siquiera llevan ya la cabeza rapada. Su estilo ha sufrido ciertos cambios.

—La música no —corrigió Gordon—. Ésa ha sido probablemente la parte más consistente de todo el movimiento y sin duda parte del estilo.

—Sobre eso no sé nada —dijo Lou—. Nunca me he interesado por la música.

—Bueno, es importante en lo que se refiere a los cabezas rapadas americanos —dijo Gordon—. La música ha proporcionado al movimiento su ideología de odio y violencia.

—¿De verdad? —dijo Lou—. ¿Sólo la música?

—No estoy exagerando. Aquí en Estados Unidos, aunque no así en Inglaterra, el movimiento de cabezas rapadas empezó sólo como un estilo, una especie de punks con ánimo de ser chocante en aspecto y comportamiento. Pero la música de grupos como Screwdriver, Brutal Attack y otros produjo un cambio. Las letras fomentaban una filosofía retorcida de supervivencia y rebelión. De ahí vienen el odio y la violencia.

—¿Es usted una especie de experto en cabezas rapadas? —preguntó Jack, impresionado.

—Sólo por necesidad —dijo Gordon—. Mi auténtico campo de interés son las milicias extremistas de ultraderecha. Pero he tenido que ampliarlo. Desgraciadamente, a la Resistencia Aria Blanca le dio por reclutar cabezas rapadas como tropas de choque, incidiendo en el tema del odio y la violencia que ha engendrado la música. Ahora muchos grupos de milicias neofascistas han seguido su ejemplo, poniendo a los chicos a hacer gran parte del trabajo sucio e interesándoles en la propaganda neonazi.

—¿No suelen agredir esos chicos a las minorías? —preguntó Jack—. ¿Qué ocurrió con éste? ¿Le devolvieron la paliza?

—Los cabezas rapadas suelen luchar unos con otros igual que atacan a los demás —dijo Gordon—. Y éste es un caso de los primeros.

—¿Por qué hay tanto interés por Brad Cassidy? —preguntó Jack—. Habría pensado que un chico menos de esos haría que sus vidas defensoras de la ley fuesen más fáciles.

Vinnie asomó la cabeza y preguntó a Jack si iba a seguir dándole a la lengua, porque en ese caso él se volvía a su New York Post. Jack le indicó con la mano que se marchara.

—Brad Cassidy fue reclutado por nosotros como informador en potencia —dijo Gordon—. Hizo un trato para que pasásemos por alto unas cuantas fechorías a cambio de cooperar con nosotros. Estaba tratando de encontrar y entrar en una organización llamada Ejército del Pueblo Ario, o EPA.

—Nunca he oído hablar de ellos —dijo Jack.

—Yo tampoco —admitió Lou.

—Es un grupo oscuro —dijo Gordon—. Sólo sabemos lo que hemos podido interceptar en Internet, que por cierto se ha convertido en el principal método de comunicación de esos chiflados neofascistas. Sólo sabemos que el EPA se encuentra en alguna parte de la zona metropolitana de Nueva York y ha reclutado a algunos cabezas rapadas locales. Pero lo más preocupante han sido ciertas referencias vagas a un próximo hecho importante. Nos preocupa que puedan estar planeando algo violento.

—Algo como la bomba del edificio Alfred P. Murrah en la ciudad de Oklahoma —dijo Lou—. Un acto terrorista importante.

—¡Santo cielo! —exclamó Jack.

—No tenemos idea de qué, cuándo o dónde —dijo Gordon—. Esperamos que sólo estén alardeando, cosa que estos grupos tienden a hacer. Pero no queremos correr riesgos. Como el contraespionaje es la única defensa auténtica contra el terrorismo, estamos haciendo lo que podemos. Hemos advertido a los que se ocupan de las emergencias aquí en la ciudad, pero por desgracia podemos proporcionarles poca información.

—Ahora mismo nuestra única prueba real es un cabeza rapada muerto —dijo Lou—. Por eso estamos tan interesados en la autopsia. Esperamos encontrar una pista, cualquier pista.

—¿Quieren que lo haga ahora mismo? —preguntó Jack—. Iba a ocuparme de un caso infeccioso, pero puede esperar.

—Le pedí a Laurie que lo hiciera —dijo Lou. Enrojeció todo lo que le permitía hacerlo su oscura piel del sur de Italia—. Y dijo que quería hacerlo.

—¿Cuándo hablaste con Laurie? —preguntó Jack.

—Esta mañana —contestó Lou.

—¿De verdad? ¿Dónde la encontraste? ¿En su casa?

—La verdad es que me llamó ella —dijo Lou—. Al móvil.

—¿A qué hora? —preguntó Jack. Lou vaciló—. ¿Alrededor de las cuatro y media de la mañana? —Preguntó Jack. El misterio de Laurie crecía.

—Más o menos.

Jack agarró a Lou por el codo.

—Perdonadnos —dijo a Gordon y al sargento Murphy. Mientras sacaba a Lou del despacho. Marjorie Zankowski les echó una mirada fugaz y volvió a su labor de punto. La centralita estaba tranquila.

—Laurie me llamó a mí también a las cuatro y media —dijo Jack en un susurro—. Me despertó. No me estoy quejando. La verdad es que hizo bien en despertarme, pues tenía una pesadilla. Pero sé que eran las cuatro y media porque miré el reloj.

—Bueno, quizá fuesen las cinco menos cuarto cuando me llamó a mí —dijo Lou—. No lo recuerdo exactamente. Ha sido una noche agitada.

—¿Para qué te llamó? —preguntó Jack—. Es una hora bastante inapropiada, ¿no te parece?

Lou lo miró con sus ojos oscuros. Era evidente que dudaba acerca de si revelar o no el motivo de la llamada.

—Muy bien, quizá no sea una pregunta justa —dijo Jack, alzando las manos a la defensiva—. En lugar de ello te diré por qué me llamó a mí. Quería cenar conmigo esta noche. Dijo que era importante que hablásemos. ¿Da eso algún sentido a lo que te dijo a ti?

Lou resopló.

—No —dijo—. No le da ningún sentido. A mí me dijo lo mismo. También me invitó a cenar.

—No bromeas, ¿verdad? —Nada de aquello era lógico.

Lou negó con la cabeza.

—¿Qué contestaste? —preguntó Jack.

—Dije que iría.

—¿De qué crees que quiere hablarnos?

Lou vaciló, incómodo.

—Imagino que esperaba que me dijera que me echaba de menos. Ya sabes, algo así.

Jack se golpeó la frente con la mano. Lou estaba enamorado de Laurie. Aquello era también una complicación porque en muchos sentidos Jack sentía lo mismo hacia ella aunque no quería admitirlo.

—No tienes que decir nada —dijo Lou—. Sé que soy un imbécil. Pero de vez en cuando me siento solo y disfruto de su compañía. Además, a ella le gustan mis niños.

Jack apoyó una mano en el hombro de Lou.

—No creo que seas un imbécil. En absoluto. Sólo pensé que podías aclarar algo lo que le pasa.

—Sólo tenemos que preguntárselo. Dijo que esta mañana llegaría un poco tarde.

—Conociendo a Laurie, nos hará esperar hasta la noche. ¿Dijo cuánto iba a tardar?

—No. —Hasta eso es raro. Si estaba levantada a las cuatro y media, ¿cómo es que llega tarde?

Lou se encogió de hombros. Jack fue a la sala de identificaciones pensando en Laurie y el terrorismo. Poco podía hacer por el momento, así que apartó a Vinnie de su periódico una vez más y decidió ponerse a trabajar.

Cuando pasaron ante el despacho de Janice Jaeger, Jack se asomó.

—Oye, has hecho un buen trabajo en el caso de Papparis —dijo.

Janice levantó la vista de su escritorio. Sus ojeras eran tan marcadas como siempre. Jack no pudo evitar preguntarse si aquella mujer dormiría alguna vez.

—Gracias —dijo ella.

—Será mejor que descanses un poco —repuso Jack.

—Me iré en cuanto termine con el caso.

—¿Hay algo más que tengamos que saber acerca de Papparis?

—Creo que está todo aquí —contestó Janice—. Pero puedo decirte que el médico con el que hablé estaba muy preocupado. Me dijo que nunca había visto una infección tan agresiva. De hecho, le gustaría que le llamaras cuando hayas hecho la autopsia. Su nombre y número de teléfono están en el dorso de la hoja informativa.

—Le llamaré en cuanto tenga algo —prometió Jack.

Una vez en el ascensor, Vinnie dijo:

—Este caso empieza a darme escalofríos. Me recuerda el caso de epidemia que tuvimos hace unos años. Espero que no sea el principio de una.

—Yo también —dijo Jack—. Me recuerda más a los casos de gripe que vimos después de la epidemia. Debemos ser cuidadosos con la posible contaminación.

—Ya —dijo Vinnie—. Me pondría dos trajes espaciales si fuera posible.

Vinnie ya estaba vestido para trabajar, así que mientras Jack entraba en el vestuario para quitarse sus ropas de calle, Vinnie se puso el mono protector. Luego, mientras éste entraba en la sala de autopsias o pozo, como la llamaban, Jack repasó el material de la carpeta, sobre todo el informe de investigación forense de Janice Jaeger. Al leerlo esta vez más a fondo advirtió algo que no había visto. El fallecido trabajaba en el negocio de las alfombras. Jack se preguntó qué tipo de alfombras y de dónde procederían. Se prometió preguntárselo a los investigadores forenses.

Seguidamente Jack colocó la radiografía post mortem de Papparis sobre la pantalla. Como la radiografía era de cuerpo entero, no servía de mucho para el diagnóstico. En particular la zona del pecho se veía confusa. A pesar de ello dos detalles llamaron su atención. En primer lugar, no había pruebas de neumonía, lo que parecía sorprendente en vista del rápido deterioro respiratorio del paciente; y en segundo, la parte central del pecho entre los pulmones, el mediastino, parecía más ancha de lo normal.

Cuando Jack se hubo vestido con su mono bioprotector con capucha, máscara de plástico y sistema de ventilación filtrada a pilas, Vinnie ya había colocado el cuerpo sobre la mesa de autopsias y alineado los frascos de muestras.

—¿Qué demonios ha estado haciendo ahí? —se quejó Vinnie—. Ya podíamos haber terminado.

Jack rió.

—Y mire a ese tipo —añadió Vinnie, señalando el cuerpo con un movimiento de cabeza—. No creo que vaya a ir a un baile de etiqueta.

—Buena memoria —dijo Jack. Solía decir eso cuando empezaron a trabajar en el caso de epidemia del que Vinnie había hablado antes y se había convertido en un clásico de su humor negro.

—Y eso no es todo lo que recuerdo —dijo Vinnie—. Mientras estaba usted ahí fuera haciendo no sé qué, he buscado mordeduras de artrópodos. No hay ninguna.

—¡Qué memoria! —comentó Jack—. Estoy impresionado. —En la época de la epidemia, Jack había dicho a Vinnie que los artrópodos, sobre todo insectos y arácnidos, jugaban un papel importante como vector de difusión de muchas enfermedades infecciosas. Buscar pruebas de su participación era una parte importante de la autopsia en casos semejantes—. Pronto me vas a quitar el puesto.

—Lo que me gustaría es quitarle el sueldo. El puesto se lo puede quedar.

Jack hizo su propio examen externo. Vinnie tenía razón: no había huellas de picaduras. Tampoco había púrpura, ni había sangrado la piel, aunque ésta parecía tener un tono ligeramente oscuro.

El examen interno fue otra historia. Tan pronto Jack retiró la parte delantera del pecho, la patología se hizo evidente. Había sangre en la superficie de los pulmones, algo llamado efusión pleural hemorrágica. También había mucho sangrado y signos de inflamación en las estructuras localizadas entre los pulmones, entre ellas el esófago, la tráquea, los bronquios, los grandes vasos y un conglomerado de nódulos linfáticos. Este hallazgo se llamaba mediastinitis hemorrágica, y explicaba la gran sombra que Jack había visto antes en la placa.

—¡Vaya! —comentó Jack—. Con todo ese sangrado no creo que pueda ser gripe. Fuera lo que fuese, se extendía como la pólvora.

Vinnie lo miró nervioso. Le resultaba difícil verle la cara a causa del reflejo de las luces fluorescentes del techo, que brillaban sobre la máscara de plástico de Jack. No le había gustado cómo sonaba la voz de Jack. Éste rara vez se impresionaba por lo que veía en la sala de autopsias, pero ahora sí parecía estarlo.

—¿Qué cree? —preguntó.

—No lo sé —admitió Jack—. Pero la combinación de mediastinitis hemorrágica y efusión pleural me suena de algo. Lo he leído en alguna parte; no recuerdo exactamente dónde. Sea lo que sea este bicho, tiene que ser algo muy agresivo.

Vinnie se apartó un paso del cuerpo.

—No me fastidies ahora —dijo Jack—. Vuelve aquí y ayúdame a sacar los órganos abdominales.

—Bueno, pero prométame ser cuidadoso. A veces trabaja demasiado deprisa con el cuchillo. —Volvió de mala gana junto a la mesa de autopsias.

—Siempre soy cuidadoso.

—¡Seguro! Por eso anda con esa bicicleta por la ciudad.

Mientras los dos se concentraban en el caso, empezaron a llegar otros cuerpos, que fueron colocados en sus respectivas mesas por los empleados para esperar sus autopsias. Los demás forenses iban llegando. Aquél prometía ser un día de mucho trabajo en el pozo.

—¿Qué te ha tocado? —preguntó una voz por encima del hombro de Jack.

Era el doctor Chet McGovern, su compañero de despacho. Jack y Chet habían ingresado en la oficina del forense jefe con un mes de diferencia. Se entendían muy bien, sobre todo porque ambos compartían un amor auténtico por su trabajo. Ambos habían practicado otras especialidades de la medicina antes de dedicarse a la patología forense. Como personas eran muy diferentes. Chet no era tan sarcástico como Jack y no compartía sus problemas con las jerarquías.

Jack le dio un resumen conciso del caso de Papparis y le mostró la patología del pecho. Incluso le mostró el corte superficial en el pulmón, que revelaba una leve neumonía.

—Interesante —dijo Chet—. La infección ha debido ser aérea.

—Sin duda. Pero ¿por qué tan poca neumonía?

—No lo sé. Tú eres el experto en enfermedades infecciosas.

—Me gustaría que eso fuera cierto —repuso Jack. Colocó de nuevo el pulmón en la cubeta—. Estoy seguro de haber oído hablar de esta combinación de hallazgos. Pero no puedo acordarme.

—Apuesto a que lo descubrirás —dijo Chet. Se dispuso a marcharse, pero Jack le preguntó si había visto a Laurie. Chet negó con la cabeza.

—Todavía no.

Jack miró el reloj de pared. Casi las nueve. Ella tendría que haber estado allí desde hacía una hora. Se encogió de hombros y volvió al trabajo.

El paso siguiente era retirar el cerebro. Como Jack y Vinnie trabajaban juntos tan a menudo, habían establecido una rutina de corte de la cabeza que no requería conversación. Aunque Vinnie hacía gran parte del trabajo, era siempre Jack el que levantaba la parte superior del cráneo.

—Ay, ay —comentó Jack cuando apareció el cerebro. Al igual que en los pulmones, había una cantidad significativa de sangre en la superficie. Cuando se veía esto en un caso infeccioso, solía tratarse de meningitis hemorrágica o inflamación de las meninges hasta el punto que provocaba sangrado.

—Este tipo tuvo que padecer un dolor de cabeza tremendo —dijo Vinnie.

—Eso y un fuerte dolor de pecho —dijo Jack—. El pobre debió de sentirse como si le hubiera atropellado un tren.

—¿Qué tiene aquí, doctor? —preguntó una voz profunda y resonante—. ¿Un aneurisma reventado o una víctima traumática?

—Ninguna de las dos cosas —dijo Jack—. Es un caso infeccioso. —Se dio la vuelta y contempló la imponente silueta del doctor Calvin Washington, el subdirector.

—Muy apropiado —dijo Calvin—. Lo contagioso te va muy bien. ¿Has hecho un diagnóstico provisional?

Calvin se inclinó sobre la mesa para ver mejor. Su gran masa musculosa hacía que Jack, de complexión robusta, pareciese menudo. Como buen deportista afroamericano que era, Calvin podría haber jugado profesionalmente al fútbol si no hubiese estado interesado en sus estudios de medicina. Su padre había sido un respetable cirujano en Filadelfia y él quería seguir sus pasos.

—No tenía ni idea hasta hace un par de segundos —dijo Jack—. Pero la sangre en la superficie del cerebro me llamó la atención. Recuerdo haber leído acerca del ántrax inhalatorio hace dos años cuando estaba empollando las enfermedades infecciosas.

—¿Ántrax? —Calvin soltó una risita incrédula. Jack solía hacer diagnósticos extraños, Aunque a menudo resultaba que tenía razón, el ántrax parecía una posibilidad muy remota. En todos los años de patólogo de Calvin, sólo había visto un caso, el de un ganadero de Oklahoma, y no era inhalatorio, sino la forma cutánea, más corriente.

—En este momento yo diría que es ántrax —aseguró Jack—. Sería interesante que el laboratorio lo confirmase. Naturalmente, puede resultar que el paciente tuviera un sistema inmunológico débil del que nadie sabía nada. El bicho podría ser cualquier elemento patógeno.

—Por triste experiencia, prefiero no hacer apuestas contigo, pero te has encontrado con una enfermedad bien rara, al menos aquí en Estados Unidos.

—Bueno, no recuerdo lo rara que es —dijo Jack—. Lo único que recuerdo es que está asociada con la mediastinitis hemorrágica y la meningitis.

—¿Qué me dices del meningococo? —preguntó Calvin—. ¿Por qué no pensar en algo más común?

—Es posible que sea un meningococo —dijo Jack—. Pero no lo pondría el primero de la lista a causa de la mediastinitis hemorrágica. Además no había púrpura, y habría esperado encontrar más purulencia en la superficie del cerebro.

—Bueno, si resulta ser ántrax dímelo lo antes posible —pidió Calvin—. Estoy seguro de que el comisionado de Sanidad estará interesado. En lo que se refiere a tu siguiente caso, te habrán informado de mi interés en que te ocupes.

—Sí. Pero ¿por qué yo? El jefe y tú estáis siempre quejándoos de mi falta de diplomacia. Un caso de custodia policial suele provocar un avispero de alborotos políticos. ¿Estás seguro de que quieres que participe?

—Tus servicios han sido especialmente solicitados por personas de fuera del departamento —dijo Calvin—. Aparentemente, tu falta de diplomacia ha sido considerada un rasgo positivo entre la comunidad afroamericana. Puedes ser un tormento para el jefe y para mí, pero has conseguido hacerte con una sólida reputación de integridad profesional entre determinados líderes comunitarios.

—Probablemente por mis hazañas de baloncesto —dijo Jack—, rara vez hago trampas.

—¿Por qué siempre te burlas de los cumplidos? —preguntó Calvin irritado.

—Quizá porque me hacen sentir incómodo. Prefiero las críticas.

—Bendito seas —comentó Calvin—. Escucha, al darte el trabajo podemos evitar cualquier posible suposición de que esta oficina esté tomando parte en un encubrimiento.

—¿La víctima es un afroamericano? —preguntó Jack.

—Obviamente. Y el policía es blanco. ¿Lo pillas?

—Lo pillo.

—Bien. Avísame cuando estés listo para empezar. Te echaré una mano. De hecho, lo haremos juntos.

Calvin se marchó. Jack miró a Vinnie y gruñó:

—¡Ese trabajo llevará tres horas! Calvin puede ser minucioso, pero es más lento que una tortuga.

—¿Es muy contagioso el ántrax? —preguntó Vinnie.

—No te preocupes. No vas a contagiarte. Si mal no recuerdo, el ántrax no se contagia de persona a persona.

—Nunca sé si creerle o no.

—A veces no me creo a mí mismo —bromeó Jack—. Pero en este caso puedes fiarte de mí.

Luego, Jack y Vinnie acabaron con el caso Papparis. Cuando Jack estaba reuniendo las muestras para el laboratorio a fin de llevarlas arriba, Laurie apareció en el pozo. Jack reconoció su risa característica, porque su rostro estaba oculto por la capucha bioprotectora. Parecía estar de un humor excelente. Iba acompañada por otros dos que Jack supuso serían Lou y el agente del FBI. Todos iban vestidos con monos protectores.

Jack se acercó a la mesa junto a la que se habían agrupado los recién llegados. Ya no reían.

—¿Me estás diciendo que este chico fue crucificado? —preguntó Laurie. Sostenía la mano derecha del cadáver. Jack vio un gran clavo sobresalir de la palma.

—Exacto —dijo Lou—. Y eso no fue más que el principio. Clavaron una cruz a un poste de teléfonos y luego clavaron en ella al chico.

—Santo cielo —dijo Laurie.

—Luego trataron de despellejarle. Al menos por delante.

—Qué horror.

—¿Crees que estaba vivo cuando le hicieron eso? —preguntó Gordon.

—Me temo que sí —contestó Laurie—. Ya veis lo que sangró. No hay duda de que estaba vivo.

Jack se acercó más para llamar la atención de Laurie y tener una rápida charla con ella, pero entonces vio el cuerpo. Por muy curtido que se creyera ante la imagen de la muerte, el cuerpo de Brad Cassidy hizo que se le cortase la respiración. El joven había sido crucificado, parcialmente despellejado, le habían sacado los ojos y le habían cortado los genitales. Tenía múltiples cuchilladas por todo el cuerpo. Le habían envuelto alrededor de las piernas la piel del tórax que le habían arrancado. En ella tenía un gran tatuaje de un vikingo. En medio de la frente tenía una pequeña esvástica tatuada.

—¿Por qué un vikingo? —preguntó Jack.

—Hola, Jack, querido —dijo Laurie animadamente—. ¿Ya has acabado tu primer caso? ¿Conoces al agente Gordon Tyrrell? ¿Qué tal llegaste esta mañana?

—Muy bien. —Como sus preguntas habían sido tan rápidas, sólo contestó a la última.

—Jack se empeña en ir en bicicleta por la ciudad —explicó Laurie—. Dice que le aclara la mente.

—No me parece muy seguro —dijo Gordon.

—No lo es —coincidió Lou—. Pero con el tráfico que hay en el centro, a menudo me gustaría tener una.

—¡Vamos, Lou! —exclamó Laurie—. No hablarás en serio.

Jack experimentó una sensación de irrealidad a medida que la conversación continuaba. Parecía absurdo estar intercambiando bromas mundanas vestidos con monos protectores y delante de un cadáver mutilado.

Interrumpió la discusión sobre las bicicletas volviendo a su pregunta inicial sobre el tatuaje vikingo.

—Es por el mito ario —explicó Gordon—. Como la ropa y las botas. La imagen del vikingo procede del movimiento de cabezas rapadas de Inglaterra, donde todo empezó.

—Pero ¿por qué precisamente un vikingo? —insistió Jack—. Creí que usaban los símbolos nazis.

—Su interés por los vikingos procede de una visión de la historia muy revisionista —dijo Gordon—. Los cabezas rapadas creen que los agresivos vikingos simbolizan el orgulloso honor masculino.

—Por eso Gordon cree que lo despellejaron —dijo Lou—. Quien le asesinó no cree que mereciera morir con la imagen de un vikingo unida aún a él.

—Creía que ese tipo de torturas ocurría sólo en la Edad Media —dijo Jack.

—He visto muchos casos igual de horribles —dijo Gordon—. Son chicos muy violentos.

—Y temibles —apostilló Lou—. Son auténticos psicópatas.

—Perdona, Laurie —dijo Jack—. ¿Podría hablar un momento contigo a solas?

—Claro. —Se excusó ante los demás y se apartó con Jack hacia un lado de la habitación.

—¿Acabas de llegar? —preguntó él.

—Hace unos minutos. ¿Qué pasa?

—¿Me preguntas qué pasa? —dijo Jack—. Eres tú la que está actuando de manera extraña y, la verdad, el misterio me tiene intrigadísimo. ¿Qué pasa? ¿De qué quieres hablarnos a Lou y a mí?

Jack la vio sonreír a pesar de la máscara.

—Dios mío —dijo—. No creo haberte visto nunca tan interesado. Me siento halagada.

—¡Vamos, Laurie! Deja de dar rodeos. ¡Dilo!

—Sería demasiado largo.

—Hazme un resumen rápido. Podemos guardar los detalles escabrosos para más tarde.

—¡No, Jack! Tendrás que esperar hasta esta noche, si es que me aguanto de pie.

—¿Qué se supone que significa eso?

—¡Jack! No puedo hablar ahora. Hablaremos esta noche, como decidimos.

—Lo decidiste tú.

—Tengo que seguir trabajando —respondió ella. Se dio la vuelta y volvió a su mesa.

Jack se sintió frustrado e irritado. No podía creer que Laurie le estuviese haciendo eso. Refunfuñando, empujó el panel y volvió a recoger las muestras de Papparis. Quería llevárselas a Agnes Finn para que pudiera hacer una prueba de fluorescencia de anticuerpos del ántrax.

Ir a la siguiente página

Report Page