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Martes 19 de octubre. 6.43 h.

 

Laurie se sorprendió a sí misma despertándose antes de que sonara el despertador. No recordaba haberlo hecho hacía años. Era especialmente sorprendente teniendo en cuenta el jet lag que, tenía por haber vuelto de París la mañana anterior. Pero entonces con un simple cálculo se dio cuenta de que en aquel momento eran ya más de las doce del mediodía en la capital francesa, y aunque sólo había estado en Francia un par de días, debía de haberse adaptado un poco al tiempo de allí.

Al primer movimiento de Laurie, su gato de ocho meses, Tom-2, se levantó. Se estiró y se acercó a la cabecera de la cama para su acostumbrada sesión de mimos. Laurie se los proporcionó encantada. Contrariamente al mestizo Tom, el primer gato de Laurie al que ésta rescató de la Sociedad Protectora y que habían matado brutalmente, Tom-2 era un gato siamés con pedigrí que había comprado en la tienda Felinos Fabulosos en la Segunda Avenida. El color del pelaje de Tom-2 no era muy distinto del de Laurie, pero carecía de los reflejos rojizos.

Laurie bajó de la cama con algo más que el entusiasmo habitual. Durante el mes que había pasado desde que conocía a Paul, su humor era eufórico. En la cocina puso en marcha la cafetera, que ya había preparado la noche anterior. Entró en el pequeño cuarto de baño y se metió en la ducha.

Laurie vivía en su pequeño apartamento de un dormitorio desde que había empezado a trabajar en el Departamento Forense de la ciudad de Nueva York, hacía ocho años. Ahora podía permitirse un alojamiento mejor, pero se había acostumbrado a su viejo quinto piso. Además, como estaba sólo a once manzanas de la oficina, a menudo iba y volvía andando. Era una ventaja de la que pocos colegas suyos disfrutaban.

Mientras se lavaba la cabeza, se puso a pensar en la cena de la noche anterior y no pudo evitar una sonrisa. Al principio le había decepcionado la respuesta de Jack y Lou a sus novedades, pero después de pensar en su comportamiento, cambió de opinión. Ahora creía que había un elemento de humor en su evidente asombro y su incapacidad para desearle lo mejor. Y tenía que admitir una sensación de satisfacción. Ninguno de los dos había estado dispuesto a comprometerse lo más mínimo. ¿Qué esperaban que hiciera? ¿Dejar pasar su vida de largo?

Sospechaba desde hacía tiempo que ambos hombres se sentían románticamente atraídos por ella, pero les asustaba reconocer sus sentimientos. Aunque valoraba su amistad, la situación había sido frustrante para Laurie, sobre todo porque quería tener hijos. Entendía que Jack en particular necesitaba mucho tiempo para recuperarse de la penosa pérdida de su familia. Así que había sido paciente. Pero ¿podía de verdad poner su futuro en espera indefinidamente? Durante los años que hacía que lo conocía, Jack no había dado señales de haber superado su dolor. Para Laurie, su vida entera parecía definida como una reacción a aquel trágico accidente.

Con Lou las cosas eran diferentes. Su arraigado complejo de inferioridad parecía inmune a los esfuerzos de Laurie, que había tratado de perforar su escudo protector con múltiples tácticas, pero sin suerte. De hecho, cuanto más lo había intentado, más a la defensiva se ponía él, hasta llegar a discutir. Finalmente se había dado por vencida y se contentaba con su sólida amistad.

Laurie se secó vigorosamente el pelo y luego se lo cepilló antes de pasarse el secador eléctrico. Por lo que a ella se refería, era mejor concentrarse en lo positivo, y eso significaba pensar en Paul Sutherland. Aquellos pensamientos le dibujaban una sonrisa aún mayor en el rostro.

Durante los últimos años Laurie había desarrollado progresivamente una mayor perspicacia con respecto a su propia personalidad. Se daba cuenta de que había tomado decisiones cuidadosas y racionales, una característica que obviamente la había mantenido en una buena posición en lo que se refería a su carrera, pero a veces había resultado algo limitadora. Había corrido pocos riesgos, excepto una o dos rebeliones adolescentes menores. Ahora, con Paul, había una oportunidad. Era como si le hubiesen ofrecido el brazalete de bronce en el carrusel giratorio de la vida. Todo lo que tenía que hacer era alargar la mano y alcanzarlo.

Con el pelo arreglado a su gusto, se dispuso a maquillarse. No usaba mucho maquillaje, así que no tardó. Mientras se lo aplicaba meditó sobre su apresurado romance con Paul. Gracias a su generosidad y espontaneidad, no sólo habían ido a París; también habían pasado fines de semana en Los Ángeles y Caracas. En Nueva York habían cenado fuera casi todas las noches en algunos de los mejores restaurantes de la ciudad. Habían ido al teatro, al ballet y a conciertos.

Después de vestirse volvió a la cocina para tomarse el desayuno de cereales, fruta, yogur y café. Mientras comía, reconoció que estaba un poco abrumada por la velocidad del cortejo. Aún le sorprendía un poco la propuesta de Paul. La había pillado totalmente por sorpresa. También estaba sumamente complacida y halagada por estar con un hombre que parecía apreciarla y no quería que se le escapara.

La principal razón por la que no había aceptado oficialmente su petición era su deseo de tener una última charla con Jack y Lou, pero sobre todo con Jack. Sabía que iban a sentirse violentos, pero se lo merecían. También pensaba que les debía a ellos y a sí misma exponerles la situación. Podían protestar si querían. O callar para siempre. Y si decidían callar para siempre, Laurie pensaba coger el brazalete de bronce y planear el futuro junto a Paul, aunque ella y Paul no compartiesen la fuerte atracción física que había entre ella y Jack.

El timbre de la puerta la sacó de sus meditaciones. Echó un vistazo al reloj. No se imaginaba quién podría ser a las siete y media de la mañana. Se acercó al viejo telefonillo y se lo colocó al oído. Apretó el botón para hablar y dijo hola. A pesar de los ruidos reconoció la voz: era Paul.

Laurie le abrió la puerta de abajo. Luego corrió a recoger unos leotardos del brazo del sofá, un sujetador de una mesilla y las medias del suelo. Al llegar la noche anterior, estaba exhausta y se había desvestido por el camino a la cama, dejando caer la ropa a su paso.

Cuando llamaron a la puerta miró por la mirilla por reflejo, y vio uno de los oscuros ojos de Paul. Él había acercado la cara a la pequeña lente.

Corrió la gran cantidad de cerrojos que un inquilino anterior había instalado en la puerta y abrió.

—Qué payaso —comentó alegremente ante las bufonadas de Paul. Éste tenía un lado juguetón impredecible, pero que podía turbarla en público, como cuando por sorpresa se unió a ella en el minúsculo lavabo del Concorde. Laurie se había sentido mortificada cuando salió, pero más tarde se rió de sí misma y de los aburridos hombres de negocios que pretendían no haberse dado cuenta.

—Sorpresa —dijo Paul mientras sacaba un ramo de flores de detrás de la espalda.

—¿Qué celebramos?

—Nada. Pensé que eran bonitas al pasar por una de esas tiendas coreanas que están abiertas toda la noche.

—Bueno, gracias. —Le dio un ligero beso y recogió las flores.

Mientras buscaba un jarrón, Paul se quitó el abrigo. Iba vestido para ir a trabajar, con un traje parecido al que llevaba la noche anterior.

—Ven aquí si quieres café —le llamó Laurie desde la cocina.

Paul apareció enseguida. Llevaba en brazos a Tom-2, que ronroneaba ruidosamente.

—¿Qué te apetece? —preguntó Laurie—. Estoy tomando café de filtro, pero te puedo hacer un expreso. —Acabó de colocar las flores y las puso sobre la mesa.

—Nada para mí —dijo Paul enérgicamente—. Ya he tomado suficiente café para el resto del día, y quizá toda la semana. El teléfono me despertó temprano. Ojalá Europa no estuviese seis horas adelantada.

—¿Te importa que me acabe el desayuno? No tengo mucho tiempo.

—Adelante —dijo Paul. Se sentó frente a ella en la pequeña mesa. Siguió acariciando al gato, que estaba encantado sobre su regazo.

—Desde luego, estás lleno de sorpresas —dijo Laurie entre bocados—. No esperaba verte esta mañana.

—Ya lo sé —dijo Paul con una astuta sonrisa—. Pero tengo una sorpresa que quería compartir contigo. Pensé que sería mejor decírtelo en persona.

—Eso es muy intrigante. ¿Qué clase de sorpresa?

—En primer lugar, déjame decirte lo que me gustó conocer a tus amigos anoche. Chicos notables, sin duda.

—Me alegro. Gracias. Pero ¿cuál es la sorpresa? —Paul sonrió. Conociendo la curiosidad de Laurie, la hacía rabiar a propósito.

—Me admiró mucho que Jack anduviera en bicicleta por la ciudad —continuó.

—¡Paul! —exclamó Laurie, frustrada.

—Y Lou. No recuerdo la última vez que conocí a un tipo tan modesto.

—Voy a echarte un poco de yogur en tu corbata de seda si no me dices lo que querías decirme. —Sostuvo la cuchara con el índice de la mano izquierda, convirtiéndola en una catapulta en miniatura.

—Muy bien, muy bien —rió él. Alzó las manos con gesto de vencido.

Previendo problemas, Tom-2 se bajó de su regazo y desapareció en el salón.

—Tienes cinco segundos —le provocó Laurie.

—La sorpresa es que volvemos a Europa este fin de semana. Tomamos el Concorde a París el viernes y luego conectamos con Budapest. Y déjame que te diga que Budapest se ha convertido en una de las ciudades más interesantes de Europa. Te va a encantar. He reservado una suite en el Hilton desde la que se ve el Danubio.

Paul se quedó mirando a Laurie con media sonrisa. Ella le devolvió la mirada pero no contestó. La sonrisa de Paul se desvaneció.

—¿Qué pasa?

—No puedo ir a Budapest este fin de semana.

—¿Por qué no?

—Tengo que ponerme al día en el trabajo —dijo Laurie medio riéndose—. Nunca he tenido tantas carpetas sin terminar encima de mi escritorio.

—No dejarás que el trabajo interfiera en nuestros fines de semana, ¿verdad? Puedes trabajar durante toda la semana.

—Tengo mucho que hacer —dijo Laurie—. He tenido que desentenderme de algunas cosas, sobre todo después de pasar el día de ayer con el FBI por el caso del cabeza rapada.

Paul puso los ojos en blanco.

—Te diré una cosa: dejemos todo lo que habíamos planeado para esta semana. Después de todo, hoy es sólo martes. Podemos dejar incluso el ballet del jueves por la noche, aunque tuve que sudar sangre para conseguir las entradas. No es tan importante como un fin de semana en Budapest.

—¡No puedo ir a Budapest! —dijo Laurie con beligerancia.

Hubo una pausa. Laurie se quedó mirando a su casi novio. Él no le estaba devolviendo la mirada, sino más bien mirando sus manos mientras negaba imperceptiblemente con la cabeza.

—Esto es una sorpresa para mí —admitió. Ahora asentía también ligeramente, pero aún se miraba el regazo—. Estaba seguro de que querrías ir.

—No es que no quiera —dijo ella ablandándose—. Es sólo que tengo obligaciones laborales.

—No considero saludable que tu trabajo te controle —dijo Paul. Finalmente alzó sus ojos negros hacia ella—. La vida es demasiado corta para eso.

—No es justo que digas eso. La verdadera razón por la que fuimos a París el fin de semana pasado fue tu trabajo, y no es que no nos divirtiéramos cuando te quedabas libre. Supongo que pasa lo mismo en el caso de Budapest. Quiero decir que irás por negocios. En otras palabras, que trabajas los fines de semana. Así pues, ¿por qué tiene que ser diferente en mi caso?

—Es diferente.

—¿De verdad? No veo la diferencia.

Paul la miró. Su rostro se había enrojecido.

—Que yo sepa, la única diferencia es que yo no puedo trabajar en Budapest.

—Hay otras diferencias —dijo Paul.

—¡Dame ejemplos!

Paul suspiró y negó con la cabeza.

—No importa.

—Pero debe importar; de lo contrario, no te afectaría tanto.

—Me afecta que no quieras ir.

—No es que no quiera —explicó Laurie—. Eso lo entiendes ¿no?

—Supongo —dijo Paul, no muy convencido.

—Además, ¿qué tipo de trabajo haces? —Recordaba que Jack había hecho la misma pregunta la noche anterior. La verdad era que no tenía ni idea, y hasta entonces nunca se le había ocurrido preguntar. Siempre había creído que él se lo diría cuando fuera oportuno. Como había salido con tantos hombres cuyo único tema de conversación era su trabajo, encontraba que Paul era un alivio. Pero empezaba a resultarle extraño no saber a qué se dedicaba.

—¿Importa? —repuso Paul, beligerante.

—No, no importa —dijo Laurie. Advirtió que heriría sus sentimientos si decía que sí—. Y no creo que esto tenga que convertirse en una pelea.

—Tienes razón. Siento haber reaccionado así. El problema es que no tengo elección en este viaje. Tengo que ir, y va a ser muy solitario. Contigo sería un placer.

—Gracias por decirlo, y te agradezco que me lo hayas pedido. Pero es que no puedo irme todos los fines de semana. Y hemos estado fuera tres fines de semana seguidos.

—Lo entiendo —dijo él. Sonrió débilmente.

Laurie le miró a los ojos. Se preguntó si estaba siendo sincero.

Paul tenía un taxi esperándole a la puerta del edificio. La acercaría encantado al trabajo. Dijo que iba en la misma dirección. Su primera reunión del día era en las Naciones Unidas. Ella se sintió impresionada e incluso más curiosa acerca de la naturaleza de su trabajo. Quiso preguntar a quién iba a ver, pero temió traicionarse demasiado.

Delante del Departamento Forense, Laurie despidió a Paul con la mano mientras su coche se alejaba hacia el norte por la Primera Avenida. Luego se volvió y subió los escalones del edificio de ladrillos vidriados azules. Al entrar se sintió algo incómoda, lo que no era su manera habitual de empezar el día. Aunque Paul y ella no se habían peleado, habían estado cerca. Era el primer episodio de aquella clase en su muy romántica relación. Esperaba que no fuese una premonición del futuro, y que aquel atisbo de chauvinismo masculino en sus respuestas no escondiese unos puntos de vista totalmente sexistas.

Laurie cruzó la zona de espera vacía y se acercó a la entrada que conducía al pasillo del primer piso.

—¡Perdona! —gritó a Marlene Wilson, la recepcionista negra. Necesitaba que Marlene la dejara pasar.

—¡Doctora Montgomery! —dijo Marlene cuando la vio—. Hay unas visitas que han estado esperándola.

Una pareja de mediana edad a los que Laurie no había visto nunca se levantaron de uno de los sofás de vinilo de la sala de espera. El fornido hombre llevaba una gruesa chaqueta de lana de cuadros rojos y necesitaba un afeitado. La mujer parecía frágil. Llevaba un cuello de encaje alrededor del abrigo. Los dos parecían venir de una pequeña ciudad del Medio Oeste. Parecían intimidados y exhaustos, como si hubieran viajado toda la noche.

—¿Puedo ayudarles?

—Eso esperamos —dijo el hombre—. Soy Chester Cassidy y ésta es mi esposa Shirley.

Laurie se encogió al oír el nombre, dándose cuenta de que lo más probable era que estuviese frente a los padres de Brad Cassidy. La horrible imagen del joven torturado del que se había ocupado el día anterior surgió en su mente. Recordaba las cuencas de los ojos vacías, los grandes clavos que habían hundido en las palmas de las manos del chico y la parte de su pecho y abdomen a la que habían despellejado aún vivo. Se estremeció.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —Consiguió decir Laurie.

—Tenemos entendido que es usted la doctora que se ha ocupado de nuestro hijo Brad —dijo Chester. Sus grandes manos nudosas retorcían la gorra.

Laurie asintió aunque «ocuparse de Brad» era difícilmente un eufemismo adecuado para lo que había tenido que hacer.

—Nos gustaría hablar con usted un momento —añadió Chester—. Si es que tiene tiempo.

—Naturalmente —dijo Laurie, aunque no deseaba tener aquella conversación. Tratar con parientes en duelo no resultaba fácil—. Pero acabo de llegar en este instante. Tendrán que concederme quince minutos.

—Lo comprendemos —dijo Chester. Con un brazo alrededor de su esposa, retrocedió hacia el sofá.

Laurie pasó al interior del edificio. Preocupada con la inmediata reunión con la familia Cassidy, tomó el ascensor hasta la quinta planta y entró en su despacho. Colgó el abrigo detrás de la puerta. Una rápida mirada al montón de carpetas sin terminar que había sobre su escritorio le hizo alegrarse de su firmeza al rechazar el viaje a Budapest.

Encontró la carpeta de Brad casi encima del montón. Hojeó el contenido hasta llegar a la hoja de identificación. La sacó. Sentía curiosidad por saber quién había llevado a cabo la identificación. El nombre era Helen Trautman, la hermana del fallecido.

De vuelta en la primera planta tomó la ruta indirecta que pasaba por comunicaciones hasta la sala de identificación. Quería tomarse un café antes de enfrentarse a los Cassidy. Al entrar se topó con Jack y Vinnie que iban de camino a la sala de autopsias. Como de costumbre, empezaban el día muy temprano.

—¿Podemos hablar un momento? —preguntó Jack con actitud vacilante.

—¿Puedes esperar? —repuso ella. Miró con curiosidad a Jack; la vacilación no era precisamente uno de sus rasgos característicos—. Hay una pareja que me aguarda en la sala de espera. Tengo la sensación de que llevan aquí mucho tiempo.

—Sólo será un segundo —prometió Jack—. Vinnie, ve abajo y prepara la sala de autopsias. Bajaré en un par de minutos.

—¿Por qué no vuelvo a leer el periódico? —sugirió Vinnie—. No quiero estar allí abajo haciendo girar los pulgares. Algunas de sus conversaciones breves duran media hora.

—Esta vez no —dijo Jack—. ¡Ve!

Vinnie obedeció. Jack le miró marchar hasta que estuvo fuera del alcance de su voz. Entonces se acercó a Laurie, que se estaba sirviendo de la cafetera común. Jack echó una rápida mirada a George Fontworth, pero éste les ignoraba mientras repasaba los casos llegados durante la noche.

—¿Dónde está el anillo con el diamante Hope? —preguntó Jack. Ella contempló su dedo desnudo como si esperara que el anillo estuviera allí.

—Está escondido en el congelador de mi nevera.

—En hielo, por así decirlo.

Laurie no pudo evitar una sonrisa. Aquel comentario era más propio del Jack que ella conocía.

—No estoy comprometida oficialmente —dijo—. Lo expliqué anoche, por si no te acuerdas.

—Espero que no hasta que no se lo digas a tus padres —dijo Jack.

—Eso, y otras cosas.

—En cualquier caso —balbuceó Jack—, quería pedirte perdón por la noche pasada.

—¿Pedirme perdón? —preguntó Laurie. Pedir disculpas tampoco era una de las características de Jack.

—Por no ser más positivo acerca de Paul. Parece un tipo agradable, y me impresiona que os fueseis los dos a París el fin de semana. Yo no habría podido hacerlo ni en un millón de años.

—¿Eso es lo que querías decirme?

—Supongo.

—Acepto tus disculpas —dijo Laurie prosaicamente. Se tomó el café que se había servido, lanzó a Jack una sonrisa afectada y se dirigió a reunirse con los Cassidy.

Sabía que Jack estaba horrorizado y probablemente desconcertado con su comportamiento, pero no le importaba. Lo que quería oírle decir era lo que pensaba de sus posibles planes de matrimonio. Pero sabía que aquello no iba a ocurrir, y eso la frustraba.

Laurie miró en uno de los pequeños cuartos que se utilizaban para hablar con los parientes durante el emotivo proceso de identificación. En el pasado la gente tenía que ir hasta el depósito y mirar el cadáver, pero era un proceso innecesariamente cruel para personas que todavía tenían que hacerse a la idea de la pérdida de un ser querido. Ahora se usaban fotos Polaroid, y era más fácil para todos.

Después de asegurarse de que el cuarto estaba presentable, fue a buscar a los Cassidy. Ellos entraron en silencio y se sentaron en dos sillas de respaldo recto. Laurie se inclinó sobre el gastado escritorio de madera. Las únicas otras cosas que había en la habitación eran una caja de pañuelos de papel, una papelera y varios ceniceros mellados.

—¿Quieren un poco de café? —preguntó Laurie a modo de introducción.

—Creo que no —dijo Chester. Se había quitado la chaqueta. Su camisa de cuadros estaba abotonada hasta el cuello—. No queremos quitarle mucho tiempo.

—Está bien —dijo Laurie—. Estamos aquí para servir al público. Y déjeme decirle que siento mucho lo de su hijo. Estoy segura de que fue un terrible golpe para ustedes.

—En cierto modo sí y en cierto modo no —respondió Chester—. Fue siempre un chico difícil. No como su hermana y su hermano mayores. Para decirle la verdad, no nos gustaba el modo en que se vestía y su aspecto, sobre todo ese signo nazi que se tatuó en la frente. Mi tío murió luchando contra esos nazis. Brad y yo tuvimos una discusión acerca del tatuaje y de lo que significaba.

—La rebelión adolescente es a veces difícil de entender —admitió Laurie. Quería dirigir la conversación en otra dirección. Una de sus mayores preocupaciones era que los Cassidy quisieran ver las fotografías que se le habían hecho a su hijo al llegar al depósito. Aquellas fotografías no eran para que las viese nadie, y mucho menos los padres.

—El problema es que ya no era un adolescente —dijo Chester, y Shirley asintió—. Pero se había juntado con malas compañías. Todos andaban con esas cosas nazis. Y luego empezaron a ir por ahí pegando a gente que era diferente, como gays y puertorriqueños.

—Así fue como se metió en líos por primera vez —terció Shirley. Tenía una voz inusualmente alta y estridente.

—Entiendo que tuvo dificultades con la policía —dijo Laurie. Empezó a relajarse. Parecía que los Cassidy sólo querían hablar. Ella entendía esa necesidad, considerando su dolor y su desconcierto tras la muerte de su hijo. El único problema era que había cosas que Lou y el agente Tyrrell le habían contado sobre la víctima que no estaba en condiciones de desvelar, como el hecho de que hubiera estado cooperando con las autoridades como parte de un trato.

—Nuestra hija Helen nos dijo que a Brad le habían pasado cosas terribles —dijo Chester—.

Brad había venido aquí recientemente a vivir con ella en la ciudad. Pero ella no pudo contarnos mucho acerca de los detalles de su muerte. Por eso hemos venido nosotros desde donde vivimos, al norte del estado.

—¿Qué querrían saber? —preguntó Laurie. Esperaba poder hablar de generalidades.

El marido y la mujer se miraron para ver quién empezaba. Chester se aclaró la garganta:

—Una de las cosas que queríamos saber es si le dispararon.

—Sí. Le dispararon.

—Te lo dije —dijo Shirley a Chester como si la noticia le diese la razón en una discusión—. Porque todos los que a hierro matan a hierro mueren: Mateo veintiséis.

—¿Sabe qué tipo de pistola era? —preguntó Chester.

—No —dijo Laurie—. Y no estoy segura de que lleguemos a saberlo. La bala, naturalmente, será examinada, y si se cree que se usó una pistola determinada, podría ser rastreada.

—¿Le dispararon sólo una vez? —preguntó Chester.

—Creemos que sí —dijo Laurie con menos énfasis. Se sentía incómoda dando detalles más que esquemáticos, ya que la muerte de Brad aún estaba siendo investigada.

—Entonces quizá no fuese con una de sus armas —dijo Chester a Shirley—. Si lo hubiera sido, probablemente le habrían disparado varias veces.

—¿Tenía su hijo muchas armas?

—Demasiadas —dijo Shirley—. Por eso se metió en líos la segunda vez. Creímos que le meterían a la cárcel. La verdad, no sé qué ven los hombres en las armas.

—Bueno, es que no todas las armas son malas —dijo Chester.

—La mayoría, si quieres saber mi opinión —contestó Shirley—. Sobre todo las automáticas. —Luego, volviéndose hacia Laurie, añadió—: En eso se metió Brad. Estaba vendiendo fusiles de asalto.

—¿Dónde los conseguía? —La idea de un joven cabeza rapada vendiendo rifles de asalto al norte de Nueva York le dio escalofríos.

—No lo sabemos exactamente —dijo Chester—. Procedían originalmente de Bulgaria. Al menos se fabricaban allí. Encontré un montón de ellos escondidos en nuestro granero.

—Eso es terrible —dijo Laurie. Sabía que era una respuesta trivial, pero lo sentía de verdad. Por su especial interés como forense por las heridas de bala, había visto muchos casos. No podía evitar preguntarse si habría hecho la autopsia a alguna víctima de los clientes de Brad Cassidy.

—Hay otra cosa que queremos preguntar —dijo Shirley vacilante—. Y es si nuestro hijo sufrió.

Laurie desvió la mirada mientras su mente luchaba con la pregunta. Odiaba tener que elegir entre la verdad y la compasión. Era innegable que Brad Cassidy había sido torturado sin piedad, pero ¿de qué serviría contar semejante horror a sus afligidos padres? Por otra parte, odiaba mentir.

—Puede decírnoslo —dijo Chester como si le adivinara los pensamientos.

—Le dispararon en la cabeza y creo que murió instantáneamente —dijo ella, encontrando de pronto una salida. Con esa declaración no estaba siendo totalmente honesta ya que no contestaba la pregunta de Shirley, pero tampoco mentía. Era cosa de los Cassidy el hacer la pregunta crítica acerca de los hechos que precedieron a la muerte de Brad.

—¡Gracias al Señor! —dijo Shirley—. Era un chico difícil y desde luego no era bueno, pero la idea de que hubiera podido sufrir me afectaba mucho.

—Me alegro de haberles sido útil —dijo Laurie. Se levantó, deseando evitar más preguntas y acabar la entrevista—. Si hay algo más que pueda hacer por ustedes, llámenme, por favor.

Chester y Shirley se levantaron. Estaban muy agradecidos y el padre le estrechó la mano con entusiasmo. Ella le dio una de sus tarjetas mientras les acompañaba fuera. Abrió la puerta que daba a la sala de espera y los Cassidy se marcharon.

Tras un último adiós Laurie cerró la puerta. Dio un suspiro de alivio.

—¿Estabas haciendo una identificación de un caso que no conozco? —preguntó George Fontworth. Estaba inclinado sobre la lista de fallecidos, tratando de ordenar las autopsias del día.

—¡No! Eran los padres de uno de los casos de ayer —dijo Laurie, abstraída.

Tras la partida de los Cassidy se había quedado preocupada con el horror de un hijo que vendía fusiles de asalto probablemente a otros cabezas rapadas. Por lo que le había dicho el agente especial Gordon Tyrrell el día anterior, poner armas tan mortíferas en manos de gente tan violenta y fanática era una invitación al desastre, sobre todo porque las milicias neonazis de extrema derecha estaban muy atareadas reclutando rapados como comandos de choque.

—¿Adónde va a llegar este mundo? —se preguntó Laurie para sí. Su decidido apoyo al control de armas subió un punto más.

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