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Miércoles 20 de octubre. 14.15 h.

 

Jack se detuvo en la plataforma de carga del edificio del depósito y bajó de la bicicleta. Estaba sin aliento tras el último tramo frenético por la Primera Avenida, mientras seguía el ritmo del tráfico. Había conseguido encontrar todos los semáforos en verde desde la calle Houston y no había parado desde entonces.

Echándose la bicicleta al hombro subió a la plataforma y entró en el edificio. El paseo hasta Brighton Beach había sido muy gratificante aunque no hubiese logrado su objetivo principal. Pero lo había intentado. El resto era cosa de la flemática burocracia del Departamento de Sanidad, o del propio Yuri Davydov.

Jack se detuvo en su despacho y colgó el abrigo detrás de la puerta. El microscopio de Chet estaba fuera, sobre su escritorio, con la luz encendida y papeles alrededor, lo que sugería que estaba en pleno trabajo aunque en aquel momento no se le viera. Jack imaginó que se habría acercado a las máquinas expendedoras de la segunda planta. A Chet le gustaba tomar algo por la tarde.

Antes de sentarse a su propio escritorio, caminó por el pasillo hacia el despacho de Laurie. Seguía deseoso de contarle que había tenido razón en el diagnóstico de botulismo. Por desgracia la puerta estaba cerrada, cosa que no era normal. Jack no recordaba otra ocasión en la que Laurie o su compañera de despacho tuviesen la puerta cerrada. Encogiéndose de hombros, volvió a su despacho.

No hizo más que dar unos pasos cuando oyó una voz masculina llena de furia. No entendía lo que decía, pero parecía proceder del despacho de Laurie. Jack dudó. Un momento más tarde oyó un golpe que parecía un puñetazo sobre un escritorio o un archivador.

Jack volvió a la puerta de Laurie. Alzó la mano para llamar, pero no lo hizo. Como la puerta estaba cerrada, temía inmiscuirse en algo, pero entonces oyó claramente unos juramentos y otro golpe. Luego se oyó la voz suplicante de Laurie: «¡Por favor!».

Impulsado por el instinto más que por la razón Jack llamó y abrió la puerta al mismo tiempo. Laurie había retrocedido hacia la pared detrás del archivador. No estaba acobardada pero su rostro reflejaba una mezcla de miedo e indignación. Paul Sutherland estaba de pie frente a ella, vestido con un traje oscuro. Tenía el bronceado rostro enrojecido y su dedo índice estaba a menos de diez centímetros de la cara de Laurie. La entrada de Jack pareció detenerle en seco.

—Espero no interrumpir —dijo Jack.

—¡Pues estás interrumpiendo! —exclamó Paul—. Por eso estaba cerrada la maldita puerta. —Puso los brazos en jarras con aire desafiante.

—Lo siento mucho —dijo Jack. Se inclinó hacia un lado para ver mejor a Laurie tras la robusta silueta de Paul—. Laurie, ¿estás bien?

—Vaya —dijo ella—. Creo que esta discusión, si puede llamarse así, se nos estaba yendo de las manos.

—¡Sal de aquí! —exclamó Paul—. Laurie y yo vamos a solucionar esto aquí y ahora.

—No es el momento ni el lugar. Ya te lo he dicho.

—Bueno, parece que no hay acuerdo —dijo Jack alegremente. Retrocedió un paso.

—¡Paul, por favor! —dijo Laurie enfadada—. ¡Creo que deberías irte!

Paul no le quitaba los ojos de encima a Jack.

—¡Sal de aquí inmediatamente! —repitió.

—Ya te he oído —dijo Jack con ligereza—. Pero éste es el despacho de la doctora Montgomery y lo que cuenta son sus deseos. Creo que debes irte, a menos que quieras discutirlo abajo con el sargento Murphy.

Paul se adelantó con la intención de darle un puñetazo, pero, Jack se inclinó hacia atrás, fuera de su alcance. Entonces, aprovechando la ventaja del momentáneo desequilibrio de Paul, Jack lo agarró por las solapas y lo sacó hacia el pasillo. La maniobra fue acompañada de un inequívoco ruido de rasgadura.

Paul se rehízo enseguida y adoptó una postura agachada con los puños alzados sobre su cabeza, dándole a Jack la impresión de que sabía boxear. Como reconocía sus propios límites en semejante deporte, Jack dudó en si retroceder o envolver al hombre en un abrazo de oso. Por suerte no tuvo que tomar la decisión: un grito resonó en el pasillo mientras Chet se acercaba con una bolsa de patatas fritas y una lata de refresco en la mano.

Ante unos acontecimientos que le superaban, Paul se enderezó abandonando su postura de pugilista. Con gestos de furia examinó su elegante chaqueta y descubrió que estaba desgarrada.

—Lo siento —dijo Jack—. Por suerte, parece que es sólo en la costura.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó Chet.

—Paul y yo hemos tenido un desacuerdo momentáneo —dijo Jack—. Pero gracias a ti todo se ha arreglado, por así decirlo.

Paul movió el dedo índice ante la cara de Jack del mismo modo que lo había hecho con Laurie.

—Tendrás noticias mías por esto —exclamó—. ¡Te lo juro!

—Las estaré esperando.

—Paul, ¿por qué no te vas? —dijo Laurie—. ¡Por favor, vete a menos que quieras ser detenido! He llamado a seguridad.

Paul se enderezó la corbata y volvió a meterse el pañuelo a juego en el bolsillo del pecho. Durante todo el tiempo mantuvo los ojos fijos en Jack.

—No es la última vez que me ves —espetó. Luego, volviéndose hacia Laurie, dijo con el mismo tono venenoso—: Y hablaré contigo más tarde. —Tras cuadrar los hombros, se dirigió al ascensor pasillo adelante.

Jack, Laurie y Chet le vieron marcharse.

—¿Qué era todo esto? —preguntó Chet. Ni Jack ni Laurie respondieron.

—¿De verdad llamaste a seguridad? —preguntó Jack.

—No —dijo Laurie—. Iba a hacerlo cuando oí el grito de Chet. Es mejor así.

—Gracias por llegar cuando lo hiciste, Chet —dijo Jack.

—Encantado de ayudar. ¿Alguien quiere una patata? —Ofreció la bolsa pero ellos negaron con la cabeza.

—¿Te gustaría hablar? —preguntó Jack a Laurie.

—La verdad es que sí.

—Chet, viejo amigo —dijo Jack, dándole a Chet una palmada en la espalda—. Gracias por ser la caballería; te veo en el orificio dentro de un momento.

Orificio era el modo burlón de llamar al despacho.

—Tres es multitud —dijo Chet. Se marchó, masticando alegremente su aperitivo.

Laurie entró delante en el despacho. Cerró la puerta detrás de Jack.

—Espero que no te importe que te encierre aquí así.

—Se me ocurren cosas peores —dijo Jack. Laurie lo estrechó en un largo abrazo. Jack se lo devolvió.

—Gracias por ser un amigo una vez más —dijo tras un minuto de silencio.

Luego se apartó con una sonrisa torcida y se sentó. Sacó un pañuelo de papel y se enjugó los ojos. Meneó la cabeza.

—Odio llorar —dijo.

—Me parece una reacción comprensible después de haber tenido que soportar ese tipo de comportamiento.

Laurie agitó la cabeza descorazonada.

—No lo puedo creer. Estoy asombrada. Hace sólo tres días era el paraíso.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Jack. Se inclinó hacia el escritorio de Laurie.

—Anoche en la cena traté de mantener con él una conversación acerca de lo que Lou y tú me dijisteis —contestó ella—. No funcionó. Inmediatamente se convirtió en una pelea.

—Eso no es buena señal.

—No sé —dijo Laurie. Volvió a enjugarse los ojos—. Me hizo sentir que estaba escondiendo algo y esa idea se afirmó con su comportamiento de hoy. No debí haberle dejado entrar, pero él llamó desde abajo diciendo que quería disculparse. ¡Vaya disculpa!

—¿Qué crees que esconde? —preguntó Jack.

—No estoy segura. Creo que puede estar vendiendo rifles de asalto búlgaros AK-47 ilegales.

Jack soltó un silbido.

—¡Eso sí es una mala noticia!

—Es una suposición. —Negó con la cabeza—. Supongo que podría admitir que fuera vendedor de armas si fuese con algún fin legítimo de defensa nacional. Desde luego, podría perdonar un viejo encontronazo con la ley por posesión de cocaína, si ya no la estuviera utilizando. Pero lo que no toleraré nunca es que venda rifles de asalto ilegales o cualquier tipo de arma de fuego a particulares, sobre todo a chicos. Resulta que ese cabeza rapada, Brad Cassidy, al que hice la autopsia el lunes, también había estado implicado como una especie de intermediario con esos rifles búlgaros.

—Caramba —dijo Jack.

—Y ya conoces mis ideas sobre el control de armas.

—Desde luego. Así pues, ¿qué significa todo esto para Laurie Montgomery?

—No lo sé exactamente —dijo con un suspiro—. Supongo que dejaré las cosas correr con Paul y trataré de hablar con él dentro de una semana más o menos. Mientras tanto, como dije esta mañana, me concentraré en mi trabajo. Me distrae de mi desastrosa vida personal.

—Espero que te deje en paz. Parece persistente.

—Ya. Lo que me recuerda que me gustaría pedirte un favor.

—Claro. ¿Qué quieres?

—No quiero estar sentada junto al teléfono esta noche, ni mañana por la noche. Me gustaría estar con amigos. ¿Crees que tú y yo podríamos ir con Chet y Colleen a esa exposición de Monet?

—Tendré que preguntárselo a Chet. Pero a mí me encantaría ir.

—Estupendo. Y esta noche, ¿qué te parecería salir a tomar algo con Lou? Creo que os debo algo por mi comportamiento de la pasada noche, así que ése será mi pago.

—No le debes nada a nadie. No puedo hablar por Lou, pero en lo que a mi respecta, iré encantado a cenar contigo esta noche. Me dará la oportunidad de informarte acerca de lo que me trajo a tu despacho hace unos minutos.

—¿Y, qué es?

—Tu sugerencia acerca de Connie Davydov dio en el clavo. Murió de botulismo.

—¡Bromeas! —dijo Laurie. Su cara enrojecida se iluminó.

—Palabra de honor. Peter lo confirmó esta mañana.

—¡Santo cielo! Entonces ¿qué ha ocurrido? ¿Llamaste a Randolph Sanders?

Jack se apartó del escritorio.

—Te lo contaré todo esta noche. ¿Dónde y cuándo quedamos para cenar?

—¿A las ocho?

—Muy bien —dijo Jack—. ¿Dónde?

—¿Qué te parece el restaurante favorito de Lou en Little Italy? Hace siglos que no voy.

—¿Cómo se llama?

—No tiene nombre.

—Bueno, pues ¿cuál es la dirección?

—No me acuerdo.

—¡Maravilloso! —bromeó Jack.

—Recógeme de camino al centro. Puedo encontrarlo. Está en una callecita junto a Mulberry. Pero ven en taxi, no en tu bici.

Tras la promesa de que no iría en bicicleta, Jack volvió a su despacho. Cuando entró, Chet levantó la vista del microscopio.

—Bueno —dijo—. ¿Qué ha pasado?

—Es muy complicado —contestó dejándose caer en su silla. Entre los nervios a causa de Paul y el largo paseo en bicicleta, se sintió cansado de repente—. Pero uno de los resultados es que Laurie ha cambiado de opinión respecto a mañana por la noche. Así que si Colleen y tú aún deseáis compañía, estamos disponibles.

—¡Estupendo! —dijo Chet. Alargó la mano para telefonear—. Llamaré a Colleen para ver si puede conseguir más entradas.

—Espera un segundo. ¿Qué hay de los veterinarios epidemiólogos? ¿Pudiste encontrar a alguno?

—Sí. Hablé con el doctor Clark Simsarian, que dirigía el seminario. Le pregunté si tenían ya algún diagnóstico para las ratas, pero no lo tienen. No han encontrado más úlceras por ántrax.

—Tengo una sugerencia que hacerles. Llama otra vez al doctor Simsarian y dile que busque la toxina del botulismo.

—¡La toxina del botulismo! ¿De eso murió Connie Davydov?

—Aparentemente —dijo Jack—. Al menos según Peter Letterman.

—¿Y aún crees que las ratas y Connie pueden estar relacionadas?

—Es un poco arriesgado —admitió Jack—. Pero como los veterinarios no han encontrado ninguna otra cosa, podrían probar. Hoy me detuve en una clínica veterinaria en Brighton Beach. Me dijeron que algunos gatos de la zona estaban muriendo misteriosamente.

—Daré el recado. ¿Y Randolph Sanders? ¿Le has hablado del botulismo?

—Sí. Y me avergüenza decir que disfruté haciéndole rabiar.

—Tengo curiosidad por oír el chaparrón —dijo Chet, moviendo la cabeza—. Decidir no hacer una autopsia y luego descubrir que la paciente ha muerto de botulismo debe ser la peor pesadilla de un médico forense.

Jack telefoneó a la oficina de Brooklyn y preguntó por el doctor Sanders. Como el médico no estaba en su despacho, pidió que le localizaran por el busca. Mientras esperaba, Chet llamó a Colleen y recibió una respuesta afirmativa. Chet le hizo una señal con el pulgar alzado justo en el momento en que Sanders se ponía al teléfono.

—Siento molestarte —dijo Jack—. Chet y yo hemos estado hablando del caso Davydov. Tenemos curiosidad por saber qué está pasando.

—Es una pesadilla —dijo Randolph.

—Eso es precisamente lo que acaba de decir Chet. Le guiñó un ojo a Chet, que estaba esperando para hablar con el doctor Simsarian.

—No puedo creer la mala suerte que hemos tenido —dijo Randolph—. Después de hablar contigo esta mañana, llamé a la funeraria Strickland y me dieron malas noticias.

—Siento oír eso.

—El cuerpo ha sido incinerado.

—¡Oh! —gimió Jack.

—En ese momento yo ya no podía hacer mucho más que poner las cosas en manos de Jim Bennett.

—¿Y él qué hizo?

—Todavía nada —dijo Randolph—. Pero sé que ha llamado a Bingham. Todo este jaleo va a tener que ser manejado por las altas instancias, es decir, por Harold Bingham.

—Supongo que te sentirás muy mal —dijo Jack. A pesar de lo poco que le gustaba aquel hombre, no podía evitar sentir un atisbo de simpatía.

—Nunca me había pasado algo parecido.

—Saldrás de ésta. En trabajos como el nuestro, es imposible adivinarlo todo. Y estás haciendo lo que puedes para rectificar el error inicial.

Jack y Chet colgaron casi simultáneamente. Se volvieron y se miraron.

—Tú primero —dijo Chet—. ¿Qué te ha dicho?

—No hay chaparrón. Al menos todavía. Bingham va a hacerse cargo pero no sabe nada aún. El auténtico problema es que no tenemos cuerpo. Fue incinerado. —Meneó la cabeza—. Es un desastre. Lo único que sé es que esto ya no está en mis manos.

—Ya —dijo Chet—. ¡Y que siga así! Por lo que se refiere al doctor Simsarian, no le ha interesado mucho tu sugerencia, pero dice que hará pruebas.

Jack levantó las manos.

—Bueno, esto es todo lo que podemos hacer.

—Desde luego. —Jack volvió a su escritorio. En el centro del papel secante había un portaobjetos con una nota de Maureen. Las muestras eran de la piel de Connie Davydov.

Tras sacar el microscopio, Jack deslizó un portaobjetos bajo el objetivo y echó un vistazo. Ahora que tenía el diagnóstico de botulismo, las muestras eran superfluas. Había tomado la muestra de piel para asegurarse de que el ojo hinchado de la mujer era un traumatismo y no una infección, y eso fue lo que vio.

Dejando a un lado las muestras de Connie, tendió la mano hacia la carpeta de David Jefferson. Pensó en terminar el caso un día antes y sorprender a Calvin. Mientras trabajaba, pensó alegremente en la idea de pasar la velada con Laurie y Lou tras una vigorizante sesión en la cancha de baloncesto.

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