Vanessa

Vanessa


Capítulo 9

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Capítulo 9

De haber sabido que las reuniones sociales eran tan provechosas, no hubiera esquivado la temporada londinense con tanto ahínco. Lo hecho, hecho estaba, solo quedaba observar a su esposa hacer un magistral trabajo e inspirarse con su imagen.

El rumor de que estaba radiante corría en boca de todos, y más de un odioso lord lo había felicitado con su libidinosa mirada puesta en Vanessa. Se sorprendió al descubrir que, en su vida, un hombre tan dado a experimentar y probar sentimientos, jamás había sentido celos. Hasta el momento. Era algo bastante desagradable, a decir verdad. Un impulso primitivo de arrancar los ojos que se posaban sobre Vanessa, golpear esos rostros sonrientes y desprender dientes con tenazas. ¿Cuándo se había vuelto tan… tan él?

La muchacha de Boston no era la única que cambiaba con esa unión, o, mejor dicho, que sacaba a relucir su verdadera esencia. Esa que él había observado con su instinto de artista. Allí, en los salones de la nobleza, se ponía en manifiesto lo que él ya sabía, la luz de su esposa era propia. El anhelo de pintarla lo frustraba, porque no tenía en Londres su material, y en Dorset cada vez encontraba menos tiempo para dedicarse a ello.

Su estado de contemplación constante hacia su musa lo hacía percatarse de más cosas de las que un ojo puede captar, las reacciones, las apreciaciones y los sentimientos despertados a su alrededor le llegaban como si fueran imágenes nítidas que pudieran capturarse. Y así como percibía la lujuria de un par de nobles de mala muerte que la habían tratado a ella como arpía en el pasado, y a él, como loco —aún lo hacían—, también era testigo de un anhelo único y distinto a todos los demás. Un amor que no competía con el que él le profesaba a Vanessa, el de Sir Johnson.

Philip era invitado a los mismos eventos y recibía en primera instancia las felicitaciones por el éxito social de su pupila, felicitaciones que desestimaba con un enorme orgullo, relegando los méritos a la joven en quien siempre había confiado. William sabía de las mentiras, los engaños y la falta de información. Sabía del daño ocasionado en Vanessa, y quería detestar a Johnson, porque esa última espina clavada en el pecho de la muchacha era lo que le impedía terminar de abrirse a él. Su esposa no quería sufrir un nuevo desengaño, y él lo entendía, claro que sí. Un padre que te desprecia, una madre muerta en la juventud, una sociedad que te margina… tenían mucho en común. Pero él había caído rendido a los pies de la actual Lady Witthall, le había otorgado a esa muchacha de carácter agrio, modales francos y temple frío la posibilidad de sanarlo, y eso se debía a algo que tenía claro. Allí, mientras observaba al tutor de la joven Cleveland, lo comprendía.

Él tenía su etapa de dolor cerrada. No más padre, no más madre, y si no lograba su cometido con Dorset, no más nobleza. Solo quedaba construir de cero, y quería hacerlo junto a ella. En cambio, Vanessa no tenía su etapa cerrada, porque ese hombre, su tutor, la quería demasiado. Y en lugar de pasar página con él, se requería reescribirla. Palabra por palabra con la más cruda verdad.

¿Cómo no había podido verlo antes?, pensó con malestar hacia sí mismo. Él, que era tan observador, cómo se le pudo pasar semejante «detalle». Que Vanessa no lo viera era normal, se trataba de la negación absoluta, esa a la que nos aferramos cuando el mundo se nos cae a pedazos. Como él, creyendo que podía salvar el condado solo. Ya no se aferraba a sueños absurdos, existían demasiados sueños plausibles para abocarse, como hacer de su matrimonio uno de verdad. Era tiempo de que Vanessa dejara caer la venda, por su bien, era tiempo de que Philip la liberara.

—Sir Johnson —lo saludó la mañana siguiente al despertar. El desayuno estaba dispuesto, y William se sirvió té, un huevo y unas tostadas. Philip le alcanzó el Times, que él finalizaba de leer. Sonrió al ver que estaba separado en la sección de sociales, donde se comentaba la aparición del conde y la condesa, al igual que el regreso de Lord Webb con una esposa americana.

—Lord Witthall, espero que hayan descansado bien.

—Perfectamente, gracias. No recordaba lo que era despertar sin el sonido de un gallo.

El ambiente se volvió tenso, algo que rara vez sucedía entre ellos dos. Su relación databa de los pocos años en Cambridge que William había cursado, desde entonces, siempre se centraban en debates filosóficos por demás de enriquecedores. A Johnson no parecía molestarle el juego de Witthall, al contrario, se unía a él y mientras disertaban como solo dos locos pueden hacerlo, llegaban a increíbles conclusiones, esas que escapaban a las mentes cuadradas. ¿Acaso no habían acusado a Galileo de loco y hereje?, pensar distinto, permitirse analizar lo que no se veía tenía esas consecuencias.

Sin embargo, el debate de esa mañana no era sobre cosas lejanas, era sobre asuntos personales. Y esos costaban más.

—Sir Johnson, lo siento si soy en extremo franco. Y más siento hacer esto de este modo, bien sabe usted que no suelo aferrarme a las normas, y que muchas de ellas me resultan absurdas… sobre todo la de considerar que, al casarme, mi mujer pasa a ser mi prioridad.

—Lo sé, por eso consideré su propuesta, Vanessa no soportaría un hombre que la utilizara de objeto.

—Y usted estaba demasiado preocupado en hallarle un buen marido porque… —lo incitó a que hablara.

—Porque es mi pupila, es… es lo que le prometí a mi amigo cuando acepté ser su tutor, que la protegería y…

—Soy loco, no estúpido. —La interrupción de William mostró una faceta de su carácter pocas veces vista.

—¿Perdón?

—Ambos sabemos que a Cleveland no le importa Vanessa, ambos sabemos que no le pidió un favor de amigo, sino una responsabilidad asombrosa. También sabemos que no es su amigo, Sir Johnson. Usted desprecia a Robert Cleveland casi tanto como adora a su hija. Como dije, Vanessa no es mi propiedad en términos emocionales, pero sí en los sociales… y si tengo que hacer uso de esa herramienta, lo haré.

—¿De… de qué habla? —Philip palideció, su plan inicial parecía irse al granete, William mostraba un comportamiento inesperado.

—Hablo de alejarla de usted, de distanciarla de la persona que la lastima.

—¡Yo jamás lastimaría a Vanessa! —Sir Johnson golpeó la mesa, la porcelana sonó y amenazó con hacerse añicos. Los empleados escuchaban la disputa, por fortuna, las mujeres de la casa aún dormían. Lady Witthall había estado hasta el alba escribiendo cartas de recomendación para los empleados «robados».

—¿Por eso le miente? ¿Porque cree que así no la hiere?, lo siento, Sir Johnson, es tiempo de terminar con esto, con lo que le oculta a mi esposa y con lo que se niega a sí mismo.

—No se atreva a sugerir que sabe más que yo, no lo hace.

—¿Entonces, me equivoco? —La mirada de William se unió a la de Philip, exigiéndole la verdad.

—No, no lo hace —confesó el hombre, derrotado—. Ya lo sabe, ya lo ha descubierto, y supongo que pronto se lo dirá a Vanessa.

William dejó de lado su porte desafiante, volvió a la imagen de loco. Se sirvió otra taza de té, y rompió la cáscara del huevo con el borde de la cuchara. Nada indicaba que hacía unos segundos se habían enfrentado a los gritos. Johnson estaba desconcertado, temeroso. Sudaba, temblaba, y el maldito Witthall seguía como si nada.

—¿Witthall? —se atrevió a inquirir.

—¿Quiere que se lo diga yo?

—¡No!

—Entonces, hágalo usted. Philip… usted no es el único que la ama. Pero si no tiene el valor de hacerlo bien, hágase a un lado. Vanessa creció junto a un cobarde pusilánime, y lo sabe. No se vuelva como él. Es mi esposa ahora, prometí protegerla… Le daré algo de tiempo. Úselo como le venga en ganas, ambos sabemos que no lo necesita. Tuvo veinte años para decir la verdad, un par de meses no lo hará más fácil.

—Eso intenté decirle, Witthall. —La voz de Henriet sonó como un susurro desgastado—. Es usted un buen hombre, y solo por eso es que perdono a mi hijo. Puede que no siempre haya sabido qué era lo mejor para nuestra Vanessa, pero con usted acertó.

La mujer se sirvió el té y se unió al desayuno, colaborando en la incomodidad de Philip. Su madre se aliaba con el invitado para demostrarle que estaba acorralado, que su tiempo de huir había finalizado.

***

El regreso a Dorset los llenó de paz. Sonrieron llenos de energía mientras se metían en el carruaje, con los ladrillos recién calentados en el hogar, dispuestos a pasar las horas de nevada lo más caldeados que les fuera posible.

—Ven —propuso él, abriendo su abrigo para darle cobijo a su esposa. Vanessa dudó un instante, sabía que estaba cruzando líneas imaginarias que la acercaban más y más a William. Quería que un comentario mordaz naciera de sus labios, una broma que quitara lo emocional del momento. Optó por bufar, y el bufido dibujó vapor en el aire. Las risas de ellos llenaron el carruaje y la llevaron a Vanessa a aceptar la invitación de un abrazo.

—Bienvenido, invierno —dijo desde el pecho de su marido. Se recostó sobre él, y el alivio alcanzó a William—. Estaba pensando que tenemos que priorizar los animales, porque el corral no está en buen estado, las semillas podrán sobrevivir en el granero, pero los animales no…

—El año pasado pasaron las nevadas en el salón de baile.

—¡Witthall! —exclamó entre carcajadas.

—No recuerdo haberle dado un uso mejor —se defendió el aludido—, ¿pensabas organizar un baile de campo?

—Sabes que en la época de cosecha es lo que se espera… de solo imaginarlo. —Esas tareas del condado no le agradaban para nada.

—No te agobies, ahora el rol de condesa me pertenece, si quieres una fiesta, me encargo yo.

—¡No quiero ninguna fiesta! —La sonrisa le curvó los labios—. Mi primer baile fue apenas hace unas noches. —Recordar el momento en sus brazos le despertó sensaciones, como si la mano de su marido estuviera en su cintura, y sus cuerpos se movieran al compás de un vals.

—Vanessa, no te preocupes por esos asuntos, de verdad. Nunca quise una condesa convencional…

—Eso me ofende, ¿qué tengo de malo? ¿es por lo bostoniana? —La ironía lo golpeó de frente, y William la miró con adoración. No le cambiaría ni un cabello de su oscura melena.

—Nuestros empleados y sirvientes saben que no hay dinero, y valoran que los prioricemos. No quieren un festejo, con saber que han pasado un invierno más bajo techo les basta. Al igual que a nosotros, ¿verdad?

—El techo es otro asunto… —Ella se giró en brazos, unió su mirada café a la castaña de él y con entendimiento mutuo comenzó a relatar todas sus ideas para sobrevivir a los tres meses que se avecinaban.

***

Los martillazos retumbaban por toda la casona. De más estaba decir quién había ganado la disputa: el salón de baile se convertiría en corral durante el invierno. No todo el día, en las horas de sol, las pocas ovejas con las que contaban pastarían al aire libre, entre la nieve, y por las noches, cuando las temperaturas bajaran por debajo de cero, dormirían hacinadas dentro de la casa.

En otro de los puntos en los que Witthall se había impuesto era en Bridport. No, no el vizconde, el perro ovejero cruza con Collie que William había adoptado. El endemoniado cachorro tenía el pelaje rojizo y el temperamento díscolo, no cupo duda de su nombre en cuanto se dispuso, divertido, a saltar alrededor de los animales marginados. Si hasta había congeniado con Webb, la oveja y el perro estaban listos para sus andanzas en Eton.

Vanessa quería mostrarse firme, no podía. Su marido siempre le ganaba con su mirada de ojos dulces y su cuerpo de deseos infernales. Cada día se le hacía más difícil mantener la distancia, y el único motivo de la falta de consumación era que ella no encontraba cómo abordar el tema. Sí, quería hacerlo, deseaba hacerlo, y comprendía que William también. Algunas noches le costaba tanto mantener la distancia que ella anhelaba que rompiera su palabra y la tomara sin más; no se lo negaría. Pero Witthall no quebraba jamás una promesa, por lo que tensaba la mandíbula, la besaba en la frente y la instaba a dormir en sus brazos. Los descansos se volvían noche a noche menos reparadores, y Lady Witthall aprendía de manera empírica las desventajas de la falta de vida sexual. De hecho, caviló con la frustración erizándole la piel y la imagen del cuerpo de William fija en su retina, podría escribir un artículo sobre la falta de sexo en las féminas y su impacto en lo estirado de la sociedad londinense. Si los rumores que ahora le llegaban como mujer casada eran ciertos, no se trataba de la única dama que no recibía la atención de su marido. Era un trato frecuente en la nobleza, los hombres se desahogaban con sus amantes, y las esposas tejían y bordaban en los salones. ¡Al demonio si permitía que William tuviera una amante!, pero para eso necesitaba encontrar la forma de tratar el asunto con él, y le daba pudor ser franca. Sí, ella tenía pudor, vergüenza de confesar que en esos aspectos tampoco era una condesa convencional, una dama recatada. Que deseaba hacer cosas que, al parecer, les correspondían a las queridas.

Y a eso se le sumaba que Bridport era un pésimo ovejero, pero un excelente compañero; no pudo deshacerse de él. Mientras las manos le dolían de escribir tantas cartas de recomendaciones para los empleados que le fueron «robados», y alterar un sinfín de veces la pizarra de asignaciones, lo único que le daba algo de sosiego era acariciar el pelaje rojizo y reír con los intentos del muy maldito de robarle besos.

—Voy a hacer como que no vi que me eres infiel con Bridport —rio William al encontrar a su esposa en un revuelto de faldas, en el piso, riendo a carcajadas mientras el cachorro buscaba lamerle el rostro.

—Puedo explicarlo —se defendió entre más carcajeos—, pero por favor, no se lo digas a Miranda.

—¡Bridport, deja a mi esposa en paz, vamos pequeño! —el Collie le movió la cola al recién llegado y fue directo a su encuentro. Al parecer no tenía preferencias, quien quiera que le mostrara un poco de atención era digno de sus besos.

—Menos mal que me salvas de sus avances, porque aún no termino con las cartas de referencias…

William se sentó en el suelo junto a su esposa, cerca del hogar. Bridport hizo lo mismo junto a ellos, y no tardó en dormirse al calor de las llamas.

—A ver, vamos a dividirnos. Yo escribo las de los empleados de fuera del hogar, y tú los de dentro. Para mantener las apariencias —propuso el hombre.

—Las apariencias son todo.

Se abocaron a la tarea en silencio, solo se escuchaba el sonido de la pluma al rozar el papel. Uno a uno los sobres fueron sellados, lacrados y acomodados en una pila. William pensó en que debía insistir en que Vanessa usara el despacho en lugar de la biblioteca, que esa posición en el suelo no era buena para su cuerpo, aunque verla tan relajada y feliz, como una niña concentrada en sus deberes, le robaba las ganas de ser correcto. Vanessa no lo sabía, pero ella era la única fuente de locura de él, era su ninfa de los duendes, la que lo hacía creer en cosas que no se veían.

La observaba de soslayo mientras trabajaban para darle a sus empleados una vida mejor, tenía el cabello recogido en una trenza suelta que no lograba sostener los rebeldes mechones oscuros y lacios. Sus pómulos altos de piel lozana parecían capturar la luz del hogar y magnificarla, como hacía la luna con el sol, y los labios invitaban a ser besados. Se los mordía por el esfuerzo al concentrarse, consciente del escrutinio al que era sometida.

—Creo que por hoy terminamos. Los martillazos me están dando dolor de cabeza —dijo Vanessa, para poner distancia.

—Bien, dejemos esto por allí y… —William puso los sobres con el sello Dorset a un lado—, pondremos esto por… aquí. —Antes de que lady Witthall pudiera reaccionar, su marido la había tomado en alzas y colocado sobre su regazo.

—¿Witthall?

—Oh, ¿Ya no son mis tan queridos ¡Witthall!?

—Si sigues haciendo eso, regresarán —amenazó la muchacha, al verse atrapada entre las piernas del hombre. Su espalda estaba sobre el pecho de él, y las piernas de William la cobijaban.

—¿Y si hago esto? —Las manos del conde fueron al cuello de Vanessa y comenzaron a masajearlo. El placer fue inmediato, y un gemido nació de su garganta. William tuvo que tragar saliva por el arrebato de lujuria, y pudo serenarse lo suficiente. Aunque una parte de su anatomía cobraba vida propia. La muchacha podía sentir el deseo de él, y tendría que haber huido, en lugar de quedarse allí, experimentando los cambios en el cuerpo de su esposo y en el de ella.

El masaje no era suave, pues cumplía una función. Nada entre ellos era menos que funcional, y esas caricias tenían como fin mitigar los dolores musculares de tantas horas de mala posición, de tantas responsabilidades sobre sus hombros. Y mientras aliviaba esa tensión, generaba una nueva.

Los pezones de Vanessa respondían bajo el corsé, una cárcel de tela y ballenas que William comenzaba a aflojar con sus dedos ágiles. Las palmas del hombre le calentaron la piel a través de la fina camisola que usaba debajo. Una risa tenue se escuchó en la biblioteca cuando los huesos de la muchacha crujieron apenas al ser enderezados por los certeros movimientos de William.

—Sí que sabes lo que haces —fue la confesión que salió de sus labios al notar que caía en un placentero letargo.

—Harás que me roben, como hiciste con Louise —bromeó, sin imaginar que eso tiraría por la borda el trabajo realizado. La muchacha se tensó de inmediato ante las palabras oídas y quiso poner distancia de inmediato—. Ey, Vanessa, fue solo una broma.

—¿Eso quieres? —se atrevió a preguntar, aunque fue incapaz de alzar la mirada. Temía ver el engaño en los ojos de William, hacía días que lo sabía, pero recién en ese instante lo admitía en su interior. No soportaría un engaño de él, no… ya llevaba demasiados engaños en su vida.

—No, Vanessa, por supuesto que no. —Antes de que pudiera huir a lamerse las heridas en soledad, como siempre hacía, Witthall la detuvo—. No te vayas aún, no te escapes. Mírame —le exigió—, mírame. —Vanessa alzó los ojos hacia él y juntó el valor para mantenerlos—. No así, hazlo de verdad, atrévete a mirar lo que no quieres ver.

Sí, estaba allí y era tan real como las cosas tangibles, como esas que ella podía palpar u oler u oír. William no le fallaría, él no. Ahora, la necesidad de escapar no era del conde, sino de ella, y de lo que los ojos castaños de su esposo provocaban. Witthall se lo impidió, en cuanto notó que comprendía lo no dicho, unió su boca a la de ella para sellar la promesa muda.

La corriente desatada en Vanessa la paralizó por completo, para luego dotarla de una energía renovada. Con sus labios unidos, se acercó de nuevo a él, y en el piso, lo montó con las piernas a ambos lados de las de él, tal y como había visto en ese maldito libro de sexualidad que se encontraba oculto entre los tomos de la biblioteca. William la recibió sin vacilar, y exploró con su lengua la cavidad de la boca de su esposa, al tiempo que sus manos hacían lo mismo bajo la tela del vestido. El beso se volvió intenso, fogoso. Una invitación a saldar la deuda entre ambos, y Witthall lamentó el momento exacto en que Vanessa tomaba conciencia de eso y se alejaba con la respiración agitada y la mirada café vidriada por el deseo no satisfecho.

—Vanessa… —la convocó—, no te alejes, por favor.

—No, no lo hago. Solo… —Tuvo la necesidad de ponerlo a prueba, su corazón lo clamaba con la inseguridad que lo embargaba. Ella era segura en todos los aspectos superficiales, las emociones, en cambio, eran un terreno lleno de baches y obstáculos—. Me prometiste que lo haríamos cuando yo lo pidiera, y no lo pedí. No aún.

Quería saberlo de modo certero, comprobar, como santo Tomás poniendo los dedos en las llagas de Jesús, que lo que creía ver era verdad, que William Witthall era un hombre de palabra, incluso cuando la promesa hecha les generara dolor a ambos, un dolor físico que se asemejaba a las hogueras en las que ardían las brujas.

—Entonces no pasaremos de un beso. Ven… —Le extendió la mano—, terminemos con ese masaje.

La muchacha volvió a darle la espalda, y compartió con él la tortura de tocarse a sabiendas de que no conseguirían alivio. En su afán de pensar en cualquier cosa que no fueran las manos de su marido, se centró en los problemas del condado, y agradeció mentalmente que fueran tantos.

—Puede que pasemos el invierno, pero si queremos que no sea el último, necesitamos cambiar el arado y extender los sistemas de riego y drenaje. Consulté la biblioteca de Johnson mientras estaba en Londres, le robé un libro… No se lo digas.

—No, no le debo lealtad a Sir Johnson, sino a mi esposa —prometió él, y Vanessa no preguntó sobre lo enigmático de esa confesión. A William no le agradaba guardarle el secreto a Philip, no quería que su esposa pensara que él también le fallaba.

—El tema es que el libro habla de la industrialización de los campos, los modos de hacerlos más redituables. Ya sabes que Inglaterra no puede competir con las tierras americanas, con sus extensiones. Ellos, o nosotros —se corrigió recordando su nacionalidad— podemos darnos el lujo de desperdiciar un par de acres. Aquí no.

—Lo sé, solo que en su momento antepuse a los empleados. No quería reemplazarlos por una máquina, menos cuando eran tantos los que dependían de mí.

—Los reorganizaremos en otras tareas, y además los podremos capacitar en el trabajo con maquinarias. No podemos cometer los errores de tu padre, de cerrarnos al progreso.

—Eso intento… pero si no tenemos el dinero para el corral, menos para un nuevo arado. —El lamento de William era genuino. Los canales los podían hacer ellos mismos, trabajando de sol a sol como hacían desde algunos años, iba a tener que estudiar y conseguir que algún que otro sabedor del asunto compartiera sus conocimientos solo por amor al saber. Pero de allí a construir un arado moderno…

—A ese punto quería llegar. Sé que mi rol es el de conde, te lo prometí y no quiero fallarte. De verdad, solo… ¿Alguna vez escuchaste hablar del Doctor C.?

—¿El que escribe en el folletín de damas?

—Ese mismo. —Vanessa se giró para quedar de frente antes de su confesión—. Soy yo, o, mejor dicho, era. Me pagaban algunas libras al mes por los artículos. ¡Libras!, no peniques. Podría volver a trabajar, y tú también.

—¿Qué? —preguntó, atónito—. ¿Como los burgueses?

Sonrieron ante la idea. Progreso y tareas burguesas, el anterior conde se levantaría de su tumba solo para volver a morir si el rumor llegaba al más allá.

—Sí. No leí tus poemas, William, pero sí vi tus cuadros y valen una fortuna. No un par de libras como mis artículos, tus cuadros son dignos de las mejores galerías de arte. Nuestra mayor riqueza está escondida en un altillo, no podemos permitirnos desperdiciarla. Además, el arte se debe a la humanidad, esconderlo es egoísmo.

—Lo segundo lo dices solo para endulzarme —la reprendió él.

—¡Sabes que tengo razón!, ¿qué piensas de las obras de arte que esconde el Vaticano? —lo desafió, y William rompió en carcajadas. Claro, ¿qué podía esperar de su hermosa esposa que no fueran golpes bajos? Acusarlo de ser igual que los católicos, siendo él un noble británico y, por supuesto, protestante, era desleal—. ¡Trabajemos, William!, ganemos dinero, compremos el arado, salvemos el condado y sus habitantes, y seamos felices burgueses. ¿No querías una condesa poco convencional?

—Condiciones —alzó la mano él, y Vanessa se entusiasmó. Sí, así eran las cosas entre ellos, un equipo que trabajaba codo a codo, un dar y recibir en igualdad de condiciones.

—Lanza, Witthall. Negociemos.

—Uno, al igual que el Doctor C., firmaré con pseudónimo. No quiero que esto impacte en mi imagen de conde loco, que bastante esfuerzo me costó forjarme.

—Hecho, Patinson se encargará de representarte como hizo conmigo.

—¿Patinson?, oh, ¡cómo no me di cuenta que eras tú!, Patinson es un aliado de Johnson desde Cambridge.

—Y lo suficientemente listo para sacar dinero del saber. Vamos, tu segunda condición.

—Me dejarás pintarte a ti, no para vender, solo para mí. —La idea la hizo estremecerse.

—¿Te… te refieres a posar?

—Sí, llevo demasiado tiempo pintando lo que recuerdo de ti, la imagen que retengo en mi mente. Te quiero frente a mí, quiero sentir lo que siento ahora cuando tenga el pincel en la mano, no sabes lo mucho… mucho que me inspiras. —Eso que se leía en sus facciones era puro deseo, un clamor que pedía ser inmortalizado—. Sin mis condiciones, no hay trato.

—Promete que ese no lo venderás…

—¡Jamás! —La idea pareció ofenderlo. No, Vanessa y los sentimientos que ella le generaban le pertenecían solo a él. Podía pensar que esconder el arte era un delito de egoísmo, pero ya lo había dicho él cuando se conocieron, el amor, a veces, tenía aristas oscuras.

—Bien, acepto. Consigamos ese maldito arado —y en lugar de pactar con un apretón de manos, Witthall le robó un nuevo beso.

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