Vanessa

Vanessa


Capítulo 10

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Capítulo 10

Cuanto más rápido finalizaran con el asunto de la condenada pintura, más rápido pondrían las energías en lo que demandaba real necesidad. Aceptaba el rol de ser su musa, William podía hacer lo que deseara con su imagen dentro de su cabeza, ella hacía lo mismo con él. En el resguardo de su pensamiento, Vanessa se atrevía a la entrega total, tanto en cuerpo como en emociones. Los que conocían en verdad a la bostoniana comprenderían que la labor silenciosa que estaba llevando a cabo —propia de un alienista hurgando en los intrincados corredores de la mente— era por demás agotadora. Dos décadas de vida al servicio del distanciamiento emocional era mucho, desenredar esa mente, separar las emociones con el fin del análisis en primera persona, requería de mucho tiempo. Con Witthall, esos tiempos parecían acelerarse. Vanessa estaba al borde del abismo personal, no hallaba respuestas en los libros, ni en las experiencias pasadas, estaba a ciegas, y eso la hacía sentir débil.

No le agradaba la sensación, no era débil. Robert, su padre, así lo había querido, es más, lo había demandado, y se había llevado el peor fiasco de su vida. No, no era débil. No podía permitirse tal lujo en un mundo de hombres, no podía permitirse eso con William.

Promesas y promesas. De eso se trataba. Cumpliría con su parte del trato, juntos regresarían a Dorset al buen camino, a la prosperidad, y para lograrlo debía mantener los pies sobre la tierra...

—Eleva tus piernas.

La decimoquinta indicación de la mañana. Vanessa estaba perdiendo su condición de ninfa para ganarse la de estatua. El concepto «posar» tenía una interpretación muy diferente en ella.

—¿Dónde quieres que las eleve? —Se sentía incómoda ante la situación, por no decir «tonta». Había tantas tareas pendientes, y ella ahí, perdiendo el tiempo para satisfacer a su marido.

William había acondicionado el altillo para lograr un espacio cómodo para su esposa, un diván junto a la ventana, en perfecta comunión con los rayos de sol que se filtraban por el cristal. Era un día espléndido para retratarla, la divina providencia también estaba dispuesta a colaborar con el arte.

—Sobre los cojines... —le indicó asomando el rostro desde detrás del bastidor. El lienzo vacío esperaba. El cuerpo de Vanessa estaba rígido.

—¿Así? —Se contorsionó sobre el mullido sofá, intentó acomodar las piernas a lo largo. No lo consiguió, cambió de posición. Fue peor, sintió un leve tirón en uno de los muslos. No resistiría mucho—. ¿Cuánto crees que vas a demorar?

—No lo sé... ¿cuánto tarda una mariposa en batir sus alas?

—Nunca me lo he preguntado. —Vanessa se tomó esa pregunta como un desafío personal, abandonó la dolorosa pose dispuesta a ir en busca de una respuesta—. Ahora necesito alejar esa duda, creo que contamos con un libro en la biblioteca...

¡Vaya que era escurridiza su esposa!

—No, tú no te vas a ningún lado. —La interceptó a mitad de camino, y con delicadeza, tomándola de la cintura, la regresó al sofá—. Tenemos un trato, Lady Witthall.

Ella se dejó caer como si de un costal de harina se tratase. La bella gracia que solía acompañar a sus femeninos movimientos había desaparecido, parecía una muñeca de trapo inexpresiva.

—¡Cómo olvidarlo! —Resopló, y los mechones rebeldes alrededor su rostro danzaron gracias a esa ventisca de fastidio. Llegó a una resolución inmediata, no deseaba extender ese fastidio más de lo debido—. Lo siento, William, no sé hacerlo.

—He ahí la cuestión, esposa mía, tú no tienes que hacer nada... solo relajarte, yo me encargo del resto.

Los dedos de William jugaban con el carbón, estaba impaciente, se sentía como un niño frente a un dulce prohibido, lo veía, lo tenía al alcance de su mano y, sin embargo, no podía tocarlo ni saborearlo. ¡Maldito mundo cruel!

—¿Relajarme? ¿Cómo puedes pretender que me relaje sin hacer nada útil?

Witthall se dobló en una carcajada. ¡Esa era su esposa, por todos los cielos, era un encanto!

La risa de William le resultó ofensiva. En ese momento, todo le resultaba ofensivo.

—No encuentro motivo para tu risa, William.

—¡Pues yo sí, cariño! —No podía detenerse—. Esa es, justamente, la función de la relajación... descanso físico, descanso mental, permitirle un momento a la nada misma.

—Entonces retiro lo dicho, no es que no sé hacerlo, no puedo hacerlo —dijo como cierre final retomando la verticalidad.

Por segunda vez en minutos, se separó de esa extensión de su cuerpo que era el lienzo, para ir hasta ella. La forzó a sentarse, luego a recostarse.

—Puedes... no quieres. Y aquí, de querer no se trata, sino de deber. —Sabía presionar los puntos débiles de su esposa. Ella jamás faltaba a su palabra—. Requiero de una gran dosis de arte, una que compense el desapego.

Todo marchaba de maravillas, Patinson había hecho un reconocimiento de las obras de William, y las creaciones del conde loco ya tenían potenciales compradores, así de eficiente era el hombre. Pronto, aquellas pinturas abandonarían el nido, y aunque la satisfacción de reconocer que gracias a ellas se obtendrían grandes beneficios para el condado, cortar el cordón umbilical le dejaba un agrio sabor en los labios.

Para Witthall, vender sus obras bajo pseudónimo era comparable a vender su alma al diablo. Otra era la historia para Vanessa con los artículos del Doctor C, sus escritos nacían del desprecio, del hartazgo social al que sucumbía. Espabilar a sus amigas, las señoritas americanas, había sido el primer paso, el segundo no tuvo límites: abofetear a toda una sociedad. Un artículo significaba solo una maldita raya más en el tigre, pero para William, no; parte de su espíritu se iba con sus pinturas. ¿Y qué solicitaba a cambio de esa dolorosa entrega? Un retrato... uno.

Por él, lo haría por él.

—Dime qué debo hacer... Y no me digas «relajarme», sabes que eso es imposible salvo que el peso del día me cierre los ojos.

Era una verdad incuestionable, el cansancio a finales del día rompía todas sus barreras, Vanessa solo se rendía cuando la luna estaba en lo alto.

Debía de hallar las palabras perfectas, unas que no la llevasen a comparaciones ni a búsquedas infructuosas en los estantes de la biblioteca. Algo tan simple como:

—Piensa en algo que te haga feliz.

La felicidad, al igual que muchas otras tantas cosas, estaba sobrevalorada para Vanessa.

—¿Algo que me haga feliz? —Fue lo más creativa posible— ¡Una herencia que nos libre de las deudas!

Su esposa requería de un trabajo de artesano. De todas maneras, se permitió reír.

—No me refería a esa clase de felicidad, pero... la comparto —bromeó solo para poder retomar el camino—. Déjame hacer una reformulación...

—¿Tengo que pensar en algo que no me haga feliz? —rebatió Vanessa para eludir su responsabilidad de musa.

—No, no, no... —Otra carcajada nació en su pecho y cobró vida—. Eso es demasiado sencillo para ti. Piensa en un momento de tu vida, uno en el que te sentiste feliz...en el que fuiste plenamente feliz.

¿Podía asignarle tarea más difícil? No, porque no existía. Ni muriendo y volviendo a nacer Vanessa podía encontrar tal experiencia. Momentos alegres, de agradable distracción en buena compañía, ¿podrían considerarse felices?

Estaba tomando el giro equivocado, la pregunta que se alzaba por sobre todos sus cuestionamientos personales era otra, una superior. ¿Cuál era el verdadero significado de la felicidad? Porque sin duda no era el que se creía, o el que se narraba en las novelas de folletín. La felicidad requería de un debate filosófico eterno, y no tenía tiempo para iniciar esa empresa. Ni siquiera tenía deseos de compartir con su esposo ese vacío argumental en torno a la experiencia.

Fingir, ahí sí que era una experta maestra. Cargaba a cuestas con una vida de simulación, había aprendido de su padre el magnífico arte de la apariencia. William no tendría que saberlo, sería su secreto, uno que quedaría retratado demostrando que la felicidad no era más que una ilusión.

Las comisuras de sus labios se ampliaron tensando su boca, recostó la cabeza en uno de los cojines, y se dio el permiso de invertir el tiempo en pensamientos provechosos: debían reparar los cristales rotos del ala este, asegurar una protección a la cosecha, el techo del granero, además de dañado, no proveía un refugio asegurado. En cuanto a los animales, su bienestar, en parte, ya estaba resuelto... ¿qué más? Estaba pensando en improvisar un comedor en los establos para brindarle a los empleados externos un plato de comida caliente decente al día, estaba al tanto que gran número de ellos solo contaban con esa ingesta diaria. Con un par de maderas y troncos bastaría, tendrían una comida caliente bajo un techo... de momento era lo único que podían hacer. Ya vendrían tiempos mejores, y no lo pensaba porque confiaba en la buenaventura, confiaba en ella, en sus decisiones. También en las de William, aunque a veces tenía deseos de despellejarlo vivo.

La ventisca característica de la tarde le erizó la piel, el sol se despedía... ¿Cuánto tiempo había pasado? Rompió el embrujo de sus pensamientos funcionales. No había prestado atención a su esposo hasta el momento, el lienzo era su escondite.

—¿Has terminado?

—No… pero creo que podemos dar por finalizado el día.

¿Dar por finalizado el día? ¿Por cuánto tiempo se extendería esa tortura? Lo comprobaría...

—Déjame ver —dijo más que nada a modo informativo.

—La verás cuando termine con ella —intentó convertirse en un escudo para impedirle el paso.

Negarle algo a Vanessa era una directa invitación a lo contrario. Lo esquivó con la destreza digna de un eximio boxeador del White.

Los ojos de Vanessa se abrieron hasta alcanzar el límite tolerable. Ni un trazo, nada, el lienzo estaba en blanco.

—¿Qué significa esto, William?

Le estaba tomando el pelo. Horas, horas recostada como una estúpida exhibición de feria ¿para qué?

—Te dije que pensaras en un momento en el que fuiste feliz...

—Sí, ¿y? —demandó, esa no era una respuesta. Estaba furiosa, el frío que le había erizado la piel segundos atrás había sido reemplazado por un fuego inesperado, la sangre le hervía.

—Todavía lo espero.

—¡William, eres un estúpido niñato! ¡Me has hecho perder la tarde sin sentido alguno!

—Me parece que el que debería reclamar eso soy yo... ¿no lo crees así? —Le sonrió.

Estaban ahí por un motivo en particular, y William no lo había podido llevar a cabo debido a su falta de colaboración. Vanessa gruñó, porque de alguna manera tenía que liberar la furia que le atenazaba el cuerpo. Él continuaba sonriendo, parecía feliz, y esa felicidad que ella no podía fingir la convertía en un animal rabioso. Lo dejó solo, con su sonrisa, con sus infantiles juegos.

Volvió a gruñir. Lo odiaba...

Lo odiaba porque reconocía que no podía engañarlo. Si no podía fingir más con él, ¿qué recurso le quedaba?

Lo odiaba, y ese sentimiento solo se justificaba con su opuesto. La vida la espabilaba, la abofeteaba por primera vez. ¡Y vaya que no estaba preparada!

***

Contrario a lo que William hubiese pensado, su esposa no buscó refugio y soledad en la biblioteca, sino que optó por la recámara matrimonial. La decisión hablaba por sí sola, las necesidades mutaban en Vanessa. Las necesidades emocionales, por supuesto. Después de años de vida, la razón y la emoción se ponían de acuerdo estableciendo momento y lugar. La razón prefería quedarse junto al fuego del hogar en compañía de los libros; la emoción prefería otro calor, el que nacía bajo las sábanas como consecuencia de los abrazos en plena medianoche.

Acorralada, así se sentía, como el pequeño Webb cuando era cercado por los sirvientes. La diferencia —por sobre las lógicas— se hallaba en que su obstáculo era uno y nada más que uno: ella.

Todo ella era una gran farsa. Peor aún, construía esa farsa para sí. Se engañaba para negar la realidad. ¿Cuál era esa realidad? William, lo que le hacía sentir.

Piensa en un momento de tu vida, uno en el que te sentiste feliz...en el que fuiste plenamente feliz.

Y todo se reducía a él.

Aquella madrugada al borde del alba junto a la laguna. Su beso, el primero... el único. Porque no deseaba la habilidad de otros labios, estaba condenada a su boca.

¿Felicidad? La vida en Dorset, a su lado, era el sinónimo perfecto para esa palabra.

Fingía, mentía, y lo hacía por estúpida necesidad, por pura costumbre. Estaba tan dañada, tan vacía, que se le hacía imposible creer que sanar, o sentirse completa era algo tan... hermosamente sencillo.

¡Maldito William Witthall! ¡Maldito conde loco!

Una lágrima se escapó de su ojo y le recorrió la mejilla. Se deshizo de ella con la yema de su dedo. Fue en vano, otra más se escabulló ansiosa de emprender el mismo camino. La dejó ser... ¿cuánto mal podría hacer una lágrima? ¿O cuánto bien?

Cerró los ojos, y en su propia oscuridad, la tormenta se desató.

Ahogó las lágrimas en la almohada. Comprobar el efecto reparador que el llanto tenía fue sorpresivo. ¡Increíble, la opresión en su pecho, la que había cargado por décadas, desaparecía!

¿Por qué lloraba?

Porque lo que había creído desear durante toda su vida, aquello que había esgrimido como su bandera de batalla, perdía sentido. ¿Cuál era el sentido de la vida? ¿Acaso tendría que darles la razón a sus amigas? Se trataba del amor y nada más que del amor. ¿El auténtico vacío existencial solo podía ser repleto por ese supremo sentimiento? ¿Lo demás era un elemento decorativo, un aporte para la supervivencia cotidiana?

Estaba perdida, condenada. Descubría que el lado oscuro de ese sentimiento traía consigo la dependencia, la necesidad.

¡Una vida de soledad, de independencia absoluta! De eso se jactaba, si hasta de pequeña se había valido sola. Se recordaba de niña, limpiando sus propias heridas luego de una torpe caída. Se recordaba sola luchando contra los monstruos que invadían sus pesadillas. Sola, siempre sola.

—¿Vanessa?

No quería que William la viese así, convertida en un simple mortal.

—¡Vete! Deseo descansar...

Lidiar con el dolor era una prueba superada por Witthall, en Vanessa, otra sería la historia, ese era tan solo el principio.

—¿Deseas descansar o llorar a solas?

A Vanessa, la calma en su voz le resultó agobiadora.

—¡¿Acaso importa?!

—¡Sin lugar a dudas! Si deseas descansar, hazlo, yo no voy a incomodarte, de hecho, pretendo hacer lo mismo. —De un paso a la vez. Vanessa era como un animalillo herido, había que acercarse con cautela, un movimiento equivocado y el terror la dominaría—. Ahora, si lo que deseas es llorar... que imagino, es el motivo por el que abrazas con tanto esmero a esa almohada, no me queda más alternativa que marcharme...

El velo que cubría los ojos de la bostoniana cedía, le permitía ver un nuevo fragmento de su realidad. Eran marido y mujer, y lo serían hasta que la muerte pusiera un punto final. Habían disfrazado esa unión con el ropaje de una funcional sociedad. ¿Cuánto tiempo podía huir de lo inevitable? ¿Cuánto?

—No, quédate... por favor, quédate. —Se enjugó las lágrimas para voltearse a él. Lo invitó a tomar asiento en la cama.

—Lo siento —dijo William dejándose caer sobre el colchón—. Si el origen de esas lágrimas soy yo, lo siento.

—Entonces no lo sientas... a menos que tu ego se sienta dañado —bromeó ella, no podía estar enfadada con él, el asunto del cuadro ya era historia pasada. La historia presente, la que había abierto las compuertas de sus lágrimas, lo hacía responsable solo en parte.

—Hace tiempo me desligué de esa amistad, no es muy beneficiosa que digamos...

—¡Dímelo a mí! —Las lágrimas les dieron lugar a las risas—. ¡Mira en lo que me ha convertido!

—¡Te ha convertido en mi esposa! Ahora que lo pienso, en tu caso, el ego es una amistad adecuada.

Vanessa palmeó su hombro a modo de reprimenda, rieron por unos segundos, y luego fueron prisioneros del silencio.

El sismo de sensaciones que le impedían el equilibrio hizo que Vanessa reclamara el verdadero relato en su esposo.

—William... ¿por qué te casaste conmigo?

—Ya te expuse mis motivos cuando te propuse matrimonio.

—No son motivos suficientes para unirte a alguien de por vida.

—Coincido contigo, por desgracia, la sociedad opina lo contrario... la conveniencia es el único requisito.

La maldita sociedad se colaba por la ventana, cual fantasma los acosaba desde las sombras. Normas, protocolo, lo correcto y lo incorrecto. ¿Qué demonios eran ellos?

—¿Tú y yo somos un matrimonio conveniente?

—Sí, lo somos... —Los ojos de Vanessa, desesperados, fueron en busca de los suyos. Estaban enrojecidos por las lágrimas derramadas, y brillaban a causa de las nacientes—, pero nuestra conveniencia nada tiene que ver con la de ellos.

—¿Y en qué nos diferenciamos?

Con encontrar un argumento que rebatiera el sentimiento y que justificara la dinámica entre ellos bastaba para Vanessa.

—Tenemos un rebaño de ovejas en nuestro salón de baile...

—Un cerdo por mascota —agregó ella.

—Y podemos bromear de ello sin problema alguno... ¿no te parece suficiente?

¿Era suficiente? Ya no. William Witthall tenía que responsabilizarse, todo era su culpa. Su perfecta propuesta matrimonial, su adorable locura, su sincero altruismo... su bella sonrisa.

—No, no es suficiente, William.

Él le había devuelto las alas, y ella había volado demasiado alto, caería a sus pies sin piedad, lo sabía, se rompería en mil pedazos y no podría evitarlo, lo que sí podía hacer era prepararse para el golpe. ¿Cómo? Descubriendo el origen de las sensaciones que la atormentaban.

—Creo que deberíamos consumar nuestro matrimonio esta noche.

Una risa ahogada, casi incrédula, salió despedida de la garganta de William.

—¿Crees?

—Sí, llevo un par de días meditando sobre este asunto.

—¿Asunto? —Volvió a reír, y en esa oportunidad, abandonó el lugar en la cama junto a ella— ¡Lady Witthall, me veo en la obligación de declinar tal romántica propuesta!

—No es una propuesta romántica, sino... sino... —No encontraba las palabras, tenía que ofrecer un discurso imposible de desestimar.

—Yo te ayudo, cariño... es una propuesta con base científica, casi ética diría, somos marido y mujer. Tarde o temprano esto debía de suceder ¿no?

Lucía enfadado. ¿Enfadado? ¿En verdad? ¿Qué clase de hombre era?

—Cito tus palabras: el día que estés preparada y desees consumar nuestro matrimonio, solo tienes que pedirlo. ¡Eso estoy haciendo, William!

—Gracias por citarme y por recordarme mis exactas palabras. Las memorizaré de camino a la biblioteca. ¡Buenas noches, milady!

Buenas... ¿qué? Vanessa no hizo a tiempo de reaccionar, estaba perdida en la nebulosa de un deseo que había confesado de manera equivocada y conseguido el inaudito desprecio de su esposo.

Ego herido, deseo insatisfecho y un vacío en la cama que vestía a la noche de solitaria y aterradora. ¡Hermoso resultado, uno digno de Vanessa Cleveland!

***

La biblioteca le recordaba a Vanessa, todo allí tenía su impronta. Su esencia había invadido Dorset para llenarlo de luz, de esperanza. Escuchaba los comentarios de sus empleados, habían pasado del temor ante el carácter de la muchacha y el miedo a que los despidiera a todos, a una completa admiración y una fe inquebrantable de que los salvaría.

Orden, objetivos, una visión. Su esposa era más condesa que la mayoría de las mujeres que ostentaban ese título. Aun así existía algo que le dolía en el pecho a William, y era que el condado la estaba convirtiendo en una Witthall de pura cepa, en esa clase de persona que él llevaba una vida luchando por no ser.

Y dolía. Dolía porque la amaba demasiado para hacerle eso.

Se mordió los labios con la frustración que cargaba encima, odiando el silencio impuesto, detestando a quienes lo obligaban a ello. Robert Cleveland y Sir Johnson. Uno le impedía declarar su amor, porque había mutilado a su hija hasta hacerla desconfiar de la existencia de dicho sentimiento. Si se lo confesaba, los muros de Vanessa volverían a crecer en torno a ella para aislarla de manera definitiva. Solo proponerle pensar en un momento feliz la había desbarajustado, hablar de amor la desarmaría por completo. ¡Era incapaz de reconocer el deseo!, ¿cómo pretendía que ahondara en algo más?

Johnson, en cambio, tiraba de otro hilo, uno casi tan peligroso como el primero: la confianza. Violaba la confianza con su silencio y ponía en manifiesto algo peor que la ausencia del amor, la capacidad que tenía éste de infringir heridas mortales.

Su Vanessa, su bella esposa, caminaba por un sendero lleno de trampas afectivas, y él se hallaba recién al final de ese camino.

Se cubrió los ojos con el antebrazo e ignoró el malestar de su cuerpo insatisfecho. ¡Por Dios, cómo la deseaba!, llevaba meses de anhelos, de imaginar besos. Desde Sameville, desde su encuentro fortuito. La había observado mientras maquinaba planes maquiavélicos para ayudar a sus amigas, para descubrir a un asesino y brindarle a quienes quería su felices por siempre. ¿Y aún desconfiaba de la existencia del amor?, ¿justo Vanessa, que a su modo daba tanto?

Ese verano se vio reflejado en ella de una forma que, al igual que su esposa en esos momentos, creyó que era pura filosofía. El banquete de Platón, las mitades separadas para disminuir sus fuerzas, el destino de regresar el uno con el otro como una necesidad de volver a ser uno. Sí, y con ello llegó en cadena el resto de su descubrimiento. Se había olvidado de ser él mismo. Pasó demasiado tiempo aislado en el rumor de su locura, lejos de la pintura que tanto sentido le daba a su vida, intentando ser lo que su padre quería de él, mientras se dividía entre el ser y el deber. Hasta ella…

Y la amó de inmediato, primero con egoísmo. La amó porque le mostró sus errores, la amó por reconectarlo con lo olvidado, con él mismo. La amó porque ella le enseñó a amarse primero.

Los meses que tardó en hacer la propuesta no se trataron de manipulaciones ni especulaciones, sino de que fue el tiempo que le llevó reconstruirse, aparecer entero ante sus ojos. Ahora le correspondía devolver el favor, y de momento, había fracasado.

Bridport se acercó a él, y acomodó su peludo cuerpo junto al del hombre al verlo abatido.

—¿Tienes la respuesta? —le preguntó al cachorro—, porque me vendría bien el consejo de un amigo.

Vanessa también había olvidado su esencia por culpa de su padre. Así como él amaba el arte, su esposa amaba el saber. Lo hacía, por eso su cuadro «filosofía», fue una de las primeras cosas que observó de ella. Era su pasión, los libros, descubrir conocimientos, ponerlos en práctica, compartirlos. Lo sucedido en el altillo demostraba que se impedía vivirlo de ese modo, por eso podía venderlos sin más, porque llevaba demasiado tiempo sin poner el corazón. ¿La razón?: Robert Cleveland. Su esposa ya no hacía nada por ella, hacía todo por impresionar a ese hombre que jamás la había querido. Anhelaba hacerlo sentir orgulloso, sin sospechar que eso era imposible.

Había subastado su vida en la búsqueda de cariño. Se había subastado ella. Necesitaba volver a amarse tal cual era, del mismo modo que hizo él, para entonces poder conseguir eso que tanto buscaba sin saber: cariño.

A William le salía por los poros, la amaría por el resto de sus días. Lo que le estaba faltando era paciencia, y un poco de fe… la fe de ser capaz de darle lo que necesitaba por sus medios.

Vanessa lo había salvado a él como hombre, y era la clave para salvarlo como conde, ¿sería él capaz de retribuirle?

Lo intentaría, una y mil veces, hasta que la muerte los separara.

Con esa determinación, regresó a la habitación junto a su esposa. Tendrían que volver a Londres en breve, se debían ese resto de la vida para sanar.

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