Valor

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Capítulo 11

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Capítulo 11

Golpea un cristal y no durará un instante. No lo golpees y durará mil años.

G. K. CHESTERTON ORTODOXIA, RICARDO II.

Val y Ruth llegaron al parque Riverside en las frías horas previas al amanecer. El cielo estaba oscuro y las calles silenciosas. El corazón de Val latía rápido, como el de un conejo. La adrenalina y los calambres musculares hicieron que no advirtiera el frío, ni lo tarde que era. Ruth se estremeció y se envolvió con fuerza en su abrigo de piel, mientras el viento soplaba desde el río. Tenía manchas de maquillaje en las mejillas, fruto de unas lágrimas secadas con descuido, pero cuando le dedicó una sonrisa a Val, pareció la misma chica aguerrida de siempre.

El parque estaba prácticamente vacío, había un pequeño grupo de personas apiñadas cerca de uno de los muros. Uno de ellos estaba fumando algo que, a juzgar por el olor, era un porro. Val contempló la hilera de edificios de apartamentos que se extendían al otro lado del parque, pero ninguno de ellos encajaba con el que buscaba. Localizó la fuente obstruida en la que se sentó unos días antes, pero cuando miró al otro lado de la calle, la puerta que tenía enfrente era de otro color, y había rejas metálicas en las ventanas.

—¿Y bien? —preguntó Ruth.

Val se revolvió en el sitio, inquieta.

—No estoy segura.

—¿Qué haremos si la encuentras?

Cuando alzó la mirada, Val vio una gárgola en un sitio ligeramente distinto al que ella recordaba, pero ese monstruo de piedra bastó para convencerla de que la casa que estaba mirando tenía que ser la de Mabry. Puede que simplemente le fallara la memoria.

—Vigila por si viene alguien —dijo Val, que empezó a cruzar la calle.

El corazón le latía con fuerza en el pecho. No sabía en qué se estaba metiendo. Ruth echó a correr tras ella.

—Genial. Ahora me toca ejercer de vigía. Otra experiencia que incluir en mi solicitud para la universidad. ¿Qué hago si veo a alguien?

Val giró la cabeza para mirarla.

—La verdad es que no estoy segura.

Tras contemplar el edificio durante un buen rato, Val se agarró a uno de los anclajes del canalón y se encaramó a la pared. Era como trepar a un árbol, como trepar por una cuerda en clase de gimnasia.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Ruth, con voz chillona.

—¿Por qué crees que necesito que vigiles? Y ahora, cierra el pico.

Val siguió subiendo, presionando los pies sobre la fachada de ladrillo, hincando los dedos en los anclajes metálicos, mientras el canalón rechinaba y se combaba bajo su peso. Cuando alargó el brazo hacia un saliente, metió la mano sin darse cuenta en la boca de una gárgola, que tenía la cabeza ladeada, con un rostro que parecía una mezcla de gallina con terrier, y los ojos desorbitados en un gesto de sorpresa o excitación. Val apartó la mano, segundos antes de que los dientes de piedra se cerrasen de golpe. Desequilibrada, pataleó en el aire por unos instantes, sujetándose del canalón con una sola mano. El aluminio se dobló, separándose de los anclajes.

Val hincó el pie en la pared de ladrillo y se impulsó con fuerza, saltando y trepando hasta que se agarró de la cornisa. Oyó un grito agudo procedente del suelo cuando se aferró al alféizar. Era Ruth. Por un momento, se quedó colgando, sin atreverse a moverse. Después, se encaramó por la moldura y empujó la ventana. Al principio, no cedió. Val temió que estuviera cerrada o atascada, pero empujó más fuerte y al final se abrió. Se metió por ella, atravesó la maraña de cortinas y se encontró en el dormitorio de Mabry. El suelo era de mármol reluciente y la cama tenía un dosel hecho de ramas de sauce, estaba cubierta con sábanas de seda y satén arrugadas. Un lado de la cama estaba limpio, pero el otro tenía restos de tierra y zarzas.

Salió al pasillo. Había una serie de puertas que conducían a unas estancias vacías y a una escalera de ébano. Descendió por ella y llegó al salón, donde lo único que se oía eran los chirridos de los tablones del suelo y el chapoteo de una fuente.

El salón era tal y como lo recordaba, salvo por la distribución de los muebles y por una puerta que parecía más grande. Salió del apartamento y accedió al pasillo principal, con cuidado de calzar la puerta de Mabry para que no se cerrase. Quitó el pestillo del portal y lo abrió. Ruth la miró boquiabierta desde la acera, después entró corriendo.

—Te has vuelto loca —dijo—. Acabamos de colarnos en un edificio pijo.

—Está protegido por un hechizo —dijo Val—. Tiene que ser eso.

Por primera vez, se fijó en las dos puertas que había dado por hecho que conducían a otros apartamentos. Una estaba enfrente de la puerta de Mabry, la otra se encontraba al final del pasillo. Teniendo en cuenta el tamaño de las habitaciones y de la escalera en el apartamento de Mabry, y el tamaño del edificio desde el exterior, parecía imposible que esas puertas condujeran a alguna parte. Val meneó la cabeza para despejarse. Eso era lo de menos. Lo importante era encontrar alguna prueba para incriminar a Mabry, algo que demostrarse que ella envenenó a los demás feéricos. Para demostrárselo no solo a Ravus, sino a Greyan y a cualquiera que considerase que el trol era el culpable de esas muertes.

—Al menos, aquí estaremos calentitas —dijo Ruth, que entró en el apartamento y se puso a dar vueltas sobre el reluciente suelo de mármol. Su voz reverberó en aquellas estancias casi vacías—. Puestos a allanar casas, voy a ver qué puedo afanar en la nevera.

—La idea es encontrar pruebas de que es una envenenadora. Tenlo en cuenta antes de que empieces a meterte cosas al azar en la boca.

Ruth se encogió de hombros y pasó de largo junto a su amiga. Había una vitrina expositora en un rincón de la sala de estar. Val se asomó a través del cristal. Había un trozo de corteza en el interior, con unos cabellos carmesíes entrelazados; una figurita de una bailarina, con los brazos en jarras y unas zapatillas rojas como pétalos de rosa, el cuello roto de una botella, y una flor descolorida y marchita. Val creyó recordar unos tesoros extraños diferentes en su visita previa.

Sabía que se enfrentaba a una tarea imposible. ¿Cómo reconocería una prueba, aunque la viera? Puede que Ravus reconociera esos objetos, que conociera sus usos y quizá incluso parte de su historia, pero a ella no le decían nada.

Costaba imaginar a Mabry como una persona sentimental, pero debió de serlo en el pasado, antes de que la muerte de Tamson le agriara el carácter.

—Oye —dijo Ruth desde la habitación contigua—. Mira esto.

Val siguió su voz. Su amiga estaba en la sala de música, junto a una cítara, sentada en una otomana cubierta por una piel extraña y rosada. El armazón del instrumento parecía estar hecho de madera chapada en oro, tallada con motivos florales, y cada una de las cuerdas tenía un color distinto. La mayoría eran marrones, doradas o negras, pero había unas cuantas rojas y una de color verde.

Ruth se arrodilló a su lado.

—No lo… —dijo Val, pero su amiga rozó una cuerda marrón con los dedos. De inmediato, un gemido inundó la estancia.

—En el pasado fui una doncella de la reina Nicnevin —exclamó una voz presa del llanto, con un acento sonoro y extraño—. Yo era su favorita, su confidente, y me gustaba hostigar a las demás. Nicnevin tenía un juguete, un caballero de la Corte Luminosa del que se había encariñado. Sus lágrimas de odio le reportaban más placer a la reina que los gritos de amor de cualquier otro. Fui convocada ante ella: quiso saber si yo estaba conchabada con él. No lo estaba. Entonces, Nicnevin sacó unos guantes que pertenecían al caballero y me ordenó examinar el bordado que tenía en los puños. Era un estampado minucioso, cosido con mi propio cabello. Había más pruebas: habernos visto juntos, una nota en la mano del caballero donde juraba devoción, pero ninguna era cierta. Caí de rodillas, suplicando a Nicnevin, muerta de miedo. Mientras me conducían hacia la muerte, vi a una de las otras damas, Mabry, que sonreía, con los ojos centelleantes como agujas, mientras alargaba los dedos para arrancarme un mechón de pelo de la cabeza. Ahora debo contar mi historia eternamente.

—¿Nicnevin? —preguntó Ruth—. ¿Y esa quién es?

—Creo que es la antigua reina oscura —respondió Val. Deslizó los dedos sobre varias cuerdas a la vez. Se produjo una cacofonía de voces; cada una de ellas contaba una historia trágica, y en todas se mencionaba a Mabry—. Estas cuerdas son cabellos. El cabello de las víctimas de Mabry.

—Joder, qué mal rollo —dijo Ruth.

—Chsss —le chistó Val. Una de esas voces le resultó familiar, pero no logró determinar dónde la había escuchado. Rasgueó una cuerda dorada.

—En el pasado fui un cortesano al servicio de la reina Silarial —dijo una voz masculina—. Vivía para el deporte, los acertijos, los duelos y la danza. Después me enamoré, y todas esas cosas dejaron de tener importancia. Solo tenía ojos para Mabry. Solo deseaba hacerla feliz. Me deleitaba con su dicha. Entonces, durante una tarde de asueto, mientras recolectábamos flores para confeccionar unas guirnaldas, me di cuenta de que Mabry se había alejado. La seguí y la oír hablar con una criatura de la Corte Oscura. Al parecer, se conocían, y ella le transmitió entre susurros la información que había recopilado para la reina oscura. Tendría que haberme enfurecido, pero temía demasiado por ella. Si Silarial se enterase, las consecuencias habrían sido terribles. Le dije a Mabry que no se lo contaría a nadie, pero que debía marcharse enseguida. Ella me dijo que lo haría y lloró amargamente por haberme engañado. Dos días después, debía batirme en duelo con un amigo en un torneo. Cuando me puse mi armadura, me pareció extraña, más ligera, pero no le di mayor importancia. Mabry me dijo que enhebraría en ella sus cabellos a modo de amuleto. Cuando mi amigo me golpeó, la armadura se hizo añicos y me clavó la espada. Noté el roce sedoso del cabello de Mabry en el rostro y supe que me había traicionado. Ahora debo contar mi historia eternamente.

Val se sentó y se quedó mirando la cítara. Mabry era una espía de la Corte Oscura. Ella mató a Tamson. Ravus solo había sido su instrumento.

—¿Quién era ese? —preguntó Ruth—. ¿Lo conocías?

Val negó con la cabeza.

—Pero Ravus, sí. Fue él quien empuñaba la espada en esa historia.

Ruth se mordió el labio inferior.

—Esto es muy complicado. ¿Cómo vamos a averiguar algo?

—Ya hemos averiguado algo —repuso Val.

Se levantó y entró en la siguiente habitación. Era la cocina. Sin embargo, no había fogones, ni tampoco nevera, solo un fregadero en una encimera alargada de pizarra pulida. Val abrió uno de los armarios, pero solo contenía tarros vacíos.

Pensó en la apariencia hechizada de Ravus; sus ojos dorados señalaban el fallo en su disfraz. Había algo inquietante en esas estancias perfectas e impolutas, donde solo resonaban las pisadas y el chapoteo del agua. Pero si había un hechizo, Val desconocía qué estaría ocultando. Ruth entró en la habitación, y Val se fijó en el polvo blanco que caía desde su mochila.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿El qué? —Ruth miró detrás de ella, hacia el suelo, y se quitó la mochila. Luego se rio—. Parece que he desgarrado la lona y le he hecho un boquete a nuestro bebé.

—Mierda. Esto es peor que un sendero con miguitas de pan. Mabry sabrá que hemos estado aquí.

Ruth se agachó y empezó a barrer el polvillo con las manos. Pero, en vez de formar una pila, se elevó formando unas nubecitas blancas.

Mientras Val contemplaba la harina, tuvo una idea.

—Espera. Creo que voy a tener que cometer un infanticidio.

Ruth se encogió de hombros y sacó el paquete de harina.

—Supongo que siempre podemos tener otro.

Val abrió el paquete y comenzó a desperdigar la harina por el suelo.

—Tiene que haber algo aquí, algo que no podemos ver.

Ruth agarró un puñado de polvo blanco y lo arrojó hacia la puerta. Val cogió otro puñado. Pronto, el ambiente quedó cargado de harina. Las dos tenían el pelo embadurnado y, cuando respiraban, se les acumulaba harina en la lengua.

El polvo blanco se extendió por todo el apartamento, revelando que el estanque era una cañería rota que escupía agua en unos cubos y formaba charcos en el suelo, mostrando el pladur hundido del techo, los azulejos astillados en las paredes y los restos de excrementos de ratón en el suelo.

—Mira. —Ruth se acercó a una de las paredes. El polvo le daba una apariencia fantasmal. La harina había cubierto la mayor parte de esa pared, pero quedaba una gran zona vacía.

Val lanzó más harina hacia la abertura, pero en vez de topar con la pared, pareció atravesarla.

—Lo tenemos. —Val sonrió y alzó el puño—. ¡Poderes de los Gemelos Fantásticos, actívense!

Ruth sonrió también y le chocó el puño.

—Pero en lugar de ser los Gemelos Fantásticos, somos dos malditas chifladas.

—Eso lo dirás por ti —replicó Val, que se agachó para atravesar la abertura.

Allí, en una estancia sombría con cortinas de terciopelo, encontraron a Luis. Estaba tendido sobre una alfombra con un estampado de granadas, envuelto en una manta de lana, pero a pesar de eso, estaba tiritando. Tenía sangre en el cuero cabelludo y le habían arrancado varias trenzas.

Al principio, Val se quedó mirándolo, boquiabierta.

—¿Luis? —logró decir al fin.

Luis alzó la mirada, achicando los ojos, como si le cegara una luz intensa.

—¿Val? —Se incorporó a duras penas—. ¿Dónde está Dave? ¿Se encuentra bien?

—No lo sé —respondió ella, mientras trataba de asimilar lo que veía—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No ves que estoy encadenado al suelo? —replicó. Giró las muñecas y Val vio que las tenía sujetas por unos grilletes confeccionados con sus propias trenzas.

—¿Al suelo? —repitió Val, como una tonta—. Pero ¿qué pasa con la alfombra?

Luis se rio.

—Supongo que a ti este lugar te parece hermoso.

Val contempló los sofás, las estanterías repletas de cuentos de hadas encuadernados en tela, la alfombra descolorida, pero majestuosa, y las molduras pintadas de las paredes.

—Es una de las estancias más lujosas que he visto en mi vida.

—Las paredes de yeso están agrietadas y hay una gotera en el techo que ha provocado una mancha negruzca de moho en esa esquina. Tampoco hay muebles y, desde luego, no hay ninguna alfombra… Solo unos tablones en el suelo de los que asoman unos clavos viejos.

Val echó un vistazo bajo la suave luz que provenía de una lámpara de peltre con una pantalla con flecos.

—Entonces, ¿qué es lo que estoy viendo?

—Un hechizo, por supuesto.

Ruth agachó la cabeza para acceder a la habitación.

—¿Qué está pasan…? ¿Luis?

—Espera. ¿Cómo podemos saber que de verdad eres tú? —inquirió Val.

—¿Quién podría ser, si no?

Ruth había introducido casi todo el cuerpo, pero mantuvo el pie en la abertura hechizada, como si creyera que podría cerrarse en cualquier momento si no la calzaban.

—Acabamos de dejarte en el parque y estabas dormido.

Luis volvió a apoyar la cabeza en el suelo.

—Ya, bueno, la última vez que vi a Ruth, yo estaba con Lolli y Dave en el parque. Habíamos elegido un sitio para dormir cerca del castillo meteorológico. Lolli estaba apoyada encima de mí, dormitando, cuando Dave se levantó y se largó. Sabía que estaba molesto. Maldita sea, yo también estaba muy rayado. Pensé que querría estar solo.

»Pero al ver que no regresaba, empecé a mosquearme. Salí a buscarlo. Lo vi caminando por el Ramble. Pero no estaba solo. Al principio pensé que era un tipo cualquiera, no sé, alguien que le estaría tirando los tejos. Pero entonces vi que tenía plumas en lugar de pelo. Me encaminé hacia ellos y fue entonces cuando unos dedos diminutos me taparon la boca y el ojo bueno, y me agarraron de los brazos y las piernas. Oí sus risitas mientras me alzaban por los aires, y oí a mi hermano que decía: «Tranquilo. Solo será un ratito». No supe qué pensar. Desde luego, no pensé que acabaría aquí.

—¿Viste a Mabry? —preguntó Val—. ¿Te dijo algo?

—Poca cosa. Estaba distraída con algo que estaba pasando. Alguien fue a visitarla y ella estaba cabreada por ello.

—Hay algo que tenemos que contarte —dijo Val.

Luis se quedó callado, con los labios fruncidos.

—¿El qué? —inquirió, con un tono tan seco que a Val se le encogió el corazón.

—Era a Dave al que echábamos en falta. Ha desaparecido. Alguien se está haciendo pasar por ti.

—Entonces, ¿habéis venido aquí a buscar a mi hermano?

—Hemos venido a buscar pruebas. Creo que Mabry está detrás de la muerte de los feéricos.

Luis frunció el ceño.

—Espera. Entonces, ¿dónde está Dave? ¿Está en apuros?

Val negó con la cabeza.

—No lo creo. Quienquiera que esté haciéndose pasar por ti se está dedicando a cepillarse a Lolli. No creo que eso forme parte de un plan sobrenatural, pero no me extrañaría que sí forme parte de un plan de Dave.

Luis torció el gesto, pero no dijo nada.

—Deberíamos apresurarnos —dijo Ruth, que le dio una palmadita en la cabeza a Val, deslizando los dedos sobre la pelusilla—. Aunque esa perra no pueda atarte con tu propio cabello, eso no significa que debamos entretenernos.

—Cierto. —Val se inclinó sobre Luis, se fijó en las trenzas que lo sujetaban al suelo. Intentó romperlas o arrancarlas de cuajo, pero eran tan duras como si fueran de acero.

—Mabry las cortó con unas tijeras —dijo Luis—. Y me cortó a mí también.

—¿Crees que unas tijeras podrían cortar las trenzas? —preguntó Ruth.

Val asintió.

—Mabry ha de tener un modo de romper sus propios hechizos. ¿Dónde crees que estarán?

—No lo sé —dijo Luis—. Puede que ni siquiera parezcan tijeras.

Val se levantó y entró en el salón. Se detuvo junto a la fuente donde se había disuelto la harina, después se acercó a la vitrina.

—¿Ves algo? —preguntó.

Ruth sacó un cajón y vació los contenidos en el suelo.

—Nada.

Val se asomó a la vitrina, volvió a fijarse en la bailarina, en los bucles que formaban sus brazos y en el color sanguinolento de las zapatillas. Metió un brazo y la cogió, después introdujo los dedos por las aberturas de los brazos y empujó. Las piernas de la figurita se abrieron y cerraron, igual que unas tijeras.

—Trae la cítara —dijo Val—. Yo iré a liberar a Luis.

Aún no había amanecido del todo cuando deshicieron el camino a través del Ramble, siguiendo las ramificaciones del sendero hasta el lugar donde dejaron a Lolli y a lo que parecía ser Luis. Las cuerdas de la cítara tintinearon mientras avanzaban, pero Ruth las acalló aferrando el instrumento sobre su pecho. Mientras se aproximaban, vieron que el otro Luis estaba despierto.

—Hace mucho frío y estás ardiendo de fiebre. —La voz de Lolli era aguda y trémula.

El falso Luis los miró. Tenía ennegrecidas las comisuras de los ojos y la boca amoratada. Tenía la piel pálida como un folio, cubierta por una pátina de sudor que la hacía parecer de plástico. Con dedos temblorosos, se acercó un cigarrillo a los labios. El humo no salió de su cuerpo.

—Dave —dijo el verdadero Luis. Mantuvo un tono sereno, ecuánime, el mismo que empleó Val cuando vio a su madre con Tom. Era una voz tan cargada de emoción que sonaba como si no albergara emoción alguna.

Lolli miró a Luis, después a su gemelo idéntico.

—¿Qué…? ¿Qué está pasando?

—No has notado la diferencia, ¿verdad? —le preguntó el falso Luis. Su rostro se transformó, sus rasgos cambiaron sutilmente hasta convertirse en los de Dave. Los ojos y la boca amoratada permanecieron iguales, así como el sudor de la piel.

A Lolli se le cortó el aliento.

Dave se rio como un demente, y cuando habló, lo hizo con voz áspera:

—No has notado la diferencia, pero aun así nunca quisiste darme una oportunidad.

—Eres un mierda. —Lolli lo abofeteó. Luego le volvió a pegar, le descargó una lluvia de golpes mientras él alzaba las manos para repelerla.

Luis le sujetó los brazos a Lolli, pero Dave volvió a reírse.

—¿Crees que me conoces? ¿Soy Dave el Difuso? ¿Dave el Cobarde? ¿Dave el Idiota? ¿Soy Dave, el que necesita la protección de su hermano? Yo no necesito nada. —Miró a Luis a la cara—. Te crees muy listo, ¿verdad? Tan listo que no viste venir nada de esto. ¿Quién es el idiota, eh? ¿Tienes algún palabra de mierda para definir lo estúpido que eres?

—¿Qué has hecho? —inquirió su hermano.

—Ha hecho un trato con Mabry —dijo Val—. ¿No es cierto?

Dave sonrió, pero su sonrisa se convirtió en rictus, pues la piel de sus labios quedó demasiado tirante. Cuando habló, Val solo vio negrura más allá de sus dientes, como si se estuviera asomando a un túnel oscuro.

—Sí, hice un trato. No necesito una visión extrasensorial para saber cuándo tengo algo que alguien más quiere. —Se secó el sudor de la frente, con los ojos cada vez más desorbitados—. Yo quería…

Se desplomó, su cuerpo comenzó a temblar. Luis se arrodilló a su lado y alargó el brazo para apartarle las rastas de la cara, pero luego retiró la mano con brusquedad.

—Está muy caliente. Le arde la piel.

—Es por el Nuncamás —dijo Val—. Lo ha estado consumiendo mucho más que una vez al día.

Ha tenido que tomarlo todo este tiempo para mantener esa apariencia.

—En las películas, a la gente que tiene fiebres altas la sumergen en una bañera con hielo —dijo Ruth.

—¿También cuando se pillan una sobredosis con drogas feéricas? —replicó Lolli.

—Agarradlo —dijo Val—. Debería bastar con el frío del lago.

Luis deslizó las manos bajo los hombros de su hermano.

—Ten cuidado. Su cuerpo quema mucho.

—Toma mis guantes. —Ruth sacó un par del bolsillo de su abrigo y se los dio a Val.

Val se los puso a toda prisa y agarró a Dave por los tobillos. Tocarle la piel fue como agarrar el asa de una cazuela con agua hirviendo. Lo levantó. Dave pesaba tan poco como si estuviera hueco.

Juntos, Luis y ella bajaron a toda prisa por los escalones, descendieron por los senderos del Ramble hasta llegar a la orilla del lago. El calor que despedía el cuerpo le abrasó la piel a pesar de los guantes, mientras Dave se retorcía y contorsionaba como si estuviera luchando contra una fuerza invisible. Val apretó los dientes y resistió.

Luis se introdujo en el agua y ella lo siguió; el frío gélido que notó en las pantorrillas marcó un fuerte contraste con la quemazón que sentía en las manos.

—Bien, abajo —dijo Luis.

Introdujeron a Dave en el lago, su cuerpo humeó al tocar el agua. Val lo soltó y se encaminó hacia la orilla, pero Luis se quedó allí, sosteniendo la cabeza de su hermano sobre la superficie, como si fuera un predicador llevando a cabo un horrible bautismo.

—¿Funciona? —preguntó Ruth.

Luis asintió, mientras acariciaba el rostro flotante de su hermano. Val vio que Luis tenía la mano enrojecida, pero no supo si se debía al frío o a una quemadura.

—Ya está mejor, pero tenemos que llevarlo a un hospital.

Lolli se metió en el lago y se quedó mirando a Dave.

—¡Gilipollas! —gritó—. ¿Cómo has podido ser tan estúpido? —De pronto, pareció confusa—. ¿Por qué haría esto por mí?

—No te sientas responsable —dijo Val—. Yo en tu lugar, creo que querría matarlo.

—No sé cómo sentirme —dijo Lolli.

—Val —intervino Luis—. Tenemos que ir a pedirle ayuda a Ravus.

—¿A Ravus? —inquirió Ruth.

—Ya le salvó la vida una vez —repuso Luis.

Val pensó en el rostro de Ravus, hermético, con un gesto furioso en sus ojos oscuros. Pensó en lo que sabía de Mabry y en los detalles que había deducido sobre la moneda de cambio que habría empleado Dave para pagar su ayuda.

—No sé si estará dispuesto a hacerlo ahora.

—Yo llevaré a Dave al hospital —se ofreció Lolli.

—Acompáñala, ¿vale? —le pidió Val a Ruth—. Por

favor.

—¿Yo? —Su amiga pareció incrédula—. Pero si ni siquiera lo conozco.

Val se inclinó hacia ella y le dijo:

—Pero yo sí te conozco a ti.

Ruth puso los ojos en blanco.

—Está bien. Pero me debes una. Me debes, por lo menos, un mes de servidumbre sin rechistar.

—Te debo un año, más bien —dijo Val, que se metió en el lago para ayudar a Luis a levantar el cuerpo de su hermano una vez más.

Lentamente, llegaron hasta la calle. El primer taxi al que llamaron se detuvo, pero, al ver el cuerpo de Dave, se largó de allí antes de que Lolli pudiera alcanzar la puerta. El siguiente taxista paró y no pareció inmutarse cuando las dos chicas se montaron y Luis arrojó a su contorsionado hermano sobre sus regazos.

—Tomad —dijo Ruth, entregando la cítara.

—Cuidaremos de él —dijo Lolli.

—Iré allí en cuanto pueda. —Luis titubeó antes de cerrar la puerta.

El taxi se puso en marcha y Val vio el rostro pálido de Ruth asomado desde la ventanilla trasera, articulando una frase con los labios que ella no pudo desentrañar, mientras el coche se alejaba cada vez más.

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