Valor

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—Apuntadme bien para que no sufra —pide Fermín Galán a los soldados del pelotón. Un capellán busca reconciliarlo con Dios y Galán le dice que no está dispuesto a echar por tierra en el último minuto los ideales de toda una vida; solicita ser enterrado en el cementerio civil. De pie, dando la espalda a la tapia, al lado de su compañero, el capitán García Hernández, rehúsa el pañuelo que le ofrece el sacerdote; quiere morir viendo. En posición militar, dirige a los piquetes:

—¡En revista! ¡Cuatro pasos al frente! ¡Carguen! ¡Apunten!

Y a continuación:

—¡Fuego! ¡Viva la República!

García Hernández murió al instante. A Fermín Galán hubo que rematarlo dos veces.

«Justin Bieber sucks», tecleaba la niña en su iPhone cuando su madre entró en su habitación.

—¿Así es como estudias? Dame ese cacharro, te lo confisco hasta que hayas terminado los deberes.

La niña se llevó el aparato al pecho para protegerlo. Alegó que no tenía deberes en época de exámenes. «Llevo horas empollando —se quejó—, creo que merezco siquiera diez minutos de descanso.» Su madre reparó en el libro abierto sobre la mesa: en la página de la derecha destacaba el retrato de un hombre de facciones blandas, frente ancha, pelo escaso, un bigotillo triste y mirada serena, autoritaria. Vestía guerrera militar y una capa con cuello de astracán; tenía los labios pintados de fucsia.

—Ya veo lo mucho que estudias. Estos libros tuyos no me los regalan, su dinero me cuestan, como para que te dediques a pintarrajearlos. A ver, dime: ¿quién era Franco?

La niña la miró con estupor.

—Sí, Francisco Franco, este señor a quien le has pintado la boca. Hazte a la idea de que soy tu profesora, recítame la lección.

—No lo hacemos así —se defendió la niña—. Es un examen escrito, con preguntas. Además, Franco no me toca hasta el próximo trimestre.

—Pero ¿sabes o no sabes quién era Francisco Franco?

—¿Y tú sabes o no sabes quiénes son Galán y García Hernández?

—¡Cómo voy a saberlo! Cantantes o humoristas, me imagino, famosos de esos que tanto te interesan… Yo no estoy todo el día pegada a la tele o a la pantalla del móvil, yo curro, alguien tiene que hacerlo en esta familia.

—Mamá…

—¿Qué?

—¿Puedo salir esta noche?

—¿Cómo te atreves a preguntármelo? Estás castigada sin salir hasta el mes que viene, ya te lo dije. Además, mañana a las nueve en punto vendrá tu padre a buscarte.

La niña protestó, recordó a su madre que había sacado un siete en el último examen de Sociales y un cinco y medio en Matemáticas, que era viernes y el viernes por la noche sale todo el mundo, que sus amigas contaban con ella, que… La madre, Mati Oliván, se mostró inflexible. La niña la observó con odio y una pizca de desdén. Su madre no sabía maquillarse, la raya del ojo se le torcía, el colorete, como un emplasto rojo sobre los pómulos, le daba aspecto de payasa, y los labios… mejor ni mencionarlos; su madre nunca acertaba con el tono del carmín, sentía una predilección reprobable por los colores chillones. «Mi madre es patética», sería el primer tuit que lanzaría en cuanto se quedara sola, le avergonzaba que su madre se exhibiera con esa minifalda que no le correspondía y una blusa negra con transparencias abierta hasta la raja del escote. Todo Sagunto las conocía, su madre no tenía sentido de la edad ni del ridículo. Y, sin embargo, ella sí iba a salir. La vida era muy injusta. «Espero que estudies de verdad y no cierres el libro en cuanto me dé la vuelta para bajarte un vídeo de ese Galán o como se llame», fue la admonición con que se despidió Mati de su hija.

Su madre, además de patética, era ignorante. Galán y García Hernández no eran cantantes ni humoristas, aunque sí famosos, un poco: figuraban en su libro de historia y la niña aún desconocía por qué motivo, pero pronto lo iba a averiguar. Sabía de buena fuente que le preguntarían por ellos en el examen. No merecían más que dos párrafos en la página 107, sin foto; no podían compararse en importancia a Alfonso XIII, al general Primo de Rivera, o a aquel Francisco Franco, que le sonaba muchísimo aunque no acababa de identificarlo.

Y la vida es injusta, no le faltaba razón a la niña, Fermín Galán era un hombre apuesto, al contrario que Primo de Rivera o Franco, y arriesgó más que ellos para pasar a la historia y recoger la gloria póstuma de unas líneas con su nombre en negrita en las páginas de los libros de texto. «En Jaca o donde sea; yo, donde esté, me sublevo», dijo Fermín Galán, y cumplió su palabra.

La madre de la niña, Mati, tenía una amiga del alma, Florencia Gómez (conocida como Flor), quien en una ocasión, cuando Mati acudió a ella en busca de consuelo, le reveló algo a lo que Mati no prestó oído, absorta como se hallaba en sus propias cuitas. «Mati, entiendo que estés alterada por el asunto de Paco con esa chica, al fin y al cabo es tu marido, el padre de tu hija… Pero deberías saber que no tiene ninguna importancia», le informó Flor con el tono suave, persuasivo, que afectaba desde que dejó la banca, descubrió la Luz y las terapias alternativas, y abrió la tienda de productos naturales donde impartía sus talleres y vendía todo tipo de hierbas, ungüentos, piedras mágicas, imanes, resinas aromáticas, ámbar, alcanfor, almáciga, benjuí, copal, sándalo, elemí de Manila, incienso de Jerusalén, incienso de Júpiter o el incienso Mágico que estaba quemando en beneficio de su amiga por su efecto tranquilizador. «Apaga eso —reclamó Mati— me marea el humo.» Flor, paciente, comprensiva, le reprochó su acritud. «Estás tensa —observó—, irradias malas vibraciones, no sé si te das cuenta. Expúlsalas, deja que se vayan —la urgió—, siente el amor y la paz en tu corazón, nada es importante y todo es relativo, lo que es, es, todo lo que sucede es porque ha de suceder y es necesario para la evolución del universo y el regreso a la unidad y a la armonía de lo divino. Tú eres sagrada, Paco es sagrado, este cuenco es sagrado (por favor, no tires aquí la ceniza, lo tengo a la venta, échala al cenicero), todo es sagrado y Uno, la dualidad es aparente y nos causa desgarro y sufrimiento, pero en otras dimensiones (están aquí aunque no las veamos, no me lo he inventado yo, lo dice la física cuántica, es una verdad científica), en otras dimensiones tú y Paco os habéis reconciliado y os amáis con amor verdadero. Lo de aquí abajo es falaz y es un experimento. ¿Cómo explicártelo…? Tú y yo ya estamos muertas y a la vez aún no hemos nacido, el tiempo es una impostura, todo transcurre de forma simultánea, en distintos planos, en otras dimensiones que tú y yo no percibimos, pero los Seres de Luz sí, la Divinidad sí, y hazte a la idea de que para ella, la Divinidad, Paco se está acostando con esa muchacha en este mismo instante y también está haciendo la comunión, vestido de marinero, y a la vez yace sobre una camilla en la sala fría del tanatorio y lo están amortajando, porque el futuro no existe, Mati, el futuro, el presente, el pasado están, ¿cómo decirlo?, revueltos…» Mati, airada, impaciente, no le permitió continuar, aclararle, como Flor hubiera deseado, que los Seres de Luz son entes puros, evolucionados, antiguas almas que culminaron con éxito su proceso de transmigración, como por ejemplo Jesucristo, Gandhi, el Buda, Mandela (¡Mandela no está muerto!, habría saltado Mati; sí lo está, en otra dimensión, es lo que intento explicarte, habría replicado Flor), Einstein, Nikola Tesla, todos los hombres sabios, todos los hombres buenos, quienes, libres del yugo de la reencarnación, nos rodean en espíritu (o mejor dicho, nos sobrevuelan, aleteando furiosamente a una velocidad superior a la de la luz, de ahí que no podamos verlos y que se llamen Seres de Luz) y velan por nosotros, quieren impartirnos sus enseñanzas, darnos consejos, pero para entrar en contacto con ellos es preciso practicar la meditación y ser receptivos, estar abiertos, «y tú estás supercerrada, Mati, obsesionada con tus pequeños problemas, los cuernos que te pone tu marido, el estrés del trabajo, el dinero, tu hija…», eso habría dicho, o algo parecido, pero puesto que Mati le advirtió, «no sigas por ahí, Flor, no me des la tabarra con tus historias místicas, yo te hablo en serio, voy a dejar a Paco y no sé cómo decírselo a la niña», Flor hubo de renunciar, por el momento, a compartir con su amiga esa porción preciosa de sabiduría.

—Salgo a cenar fuera —dice Mati a su hija, como si su minifalda, su perfume y su melena ahuecada no lo proclamaran—. Quedan macarrones de ayer y sobras de albóndigas en la nevera, te lo calientas y luego lo recoges todo, no quiero ver platos sucios cuando vuelva. Y, Mar…

La niña, de brazos cruzados, la mano derecha cerrada sobre su iPhone, la espalda rígida contra el respaldo de la silla, la mirada, entre ultrajada y triste, fija en el póster de Justin Bieber pegado a la pared de enfrente de su escritorio, no da muestras de escucharla ni atenderla, pero eso a Mati no le inquieta, si vacila es porque lo que va a decir le produce rubor, casi vergüenza.

—Mar… Mañana, cuando venga tu padre… yo no estaré, tengo que ir a la caja a primera hora… Cuando venga le dices…, le preguntas… si ha traído el sobre con el dinero que me debe de los últimos meses, y si no…

—¿Y si no?

—Nada… ¡Pero como no lo traiga! El muy… Bueno, me voy ya, que llego tarde. ¿Cómo me ves? ¿Estoy guapa?

—No.

—Gracias.

—Mamá…

—Ya sé lo que me vas a pedir y la respuesta es no, por pesada que te pongas no te voy a dejar salir. Si este trimestre lo apruebas todo, será otro cantar. No te olvides de recoger y… ¡Llego tarde! Adiós.

La niña abre la mano que oprime el iPhone y echa un vistazo a Twitter. Durante la intromisión de su madre han sucedido cosas. «Are you stupid, extremely stupid, totally stupid or literally stupid?», le increpa una admiradora de Justin Bieber. La niña insiste. «Justin Bieber is ugly y también gay.» «OMG what a bitch!», es insultada de inmediato desde el ciberespacio. La niña se muerde el labio y medita qué otra injuria añadir, le divierte escandalizar a las Beliebers. Mientras, los Seres de Luz se afanan a su alrededor, buscando orientarla, dirigirla, llevarla por el buen camino; Paz, Amor y Armonía, le encarecen los Seres de Luz, puede que el mismo Gandhi o Cristóbal Colón. Impermeable a sus súplicas, tuitea la niña: «Odio a mi madre».

Fermín Galán odiaba la guerra. ¡Bestias los que la provocan! ¡Bestias los que la hacen!, escribió. También: El pensamiento civilizado es el que asiente a que el ejército ejecute los crímenes que le manda el Estado dentro y fuera de las naciones. Y los enemigos de España siempre han sido sus generales. Él era militar. Se distinguió por su valor y entusiasmo en la guerra de Marruecos y le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando (a título póstumo). Despreciaba a las mujeres que llevaban pendientes e iban pintadas con mascarillas que las desfiguraban, como Mati Oliván, o su hija Mar, quien tras tuitear «Le escupiría en la cara a mi madre y me quedaría muy a gusto» y «Estaría bien que me fuera levantando, tengo el culo pegado a la silla desde hace horas» y «¡Hola! ¿Hay alguien? ¿Quién habla conmigo? Estoy más sola…», consigue despegar el culo de la silla para aventurarse, como suele, en el cuarto de su madre, que está muy desordenado, unas bragas enredadas con las medias colgando de la cama, la falda decente que Mati ha llevado al trabajo tirada de cualquier manera a los pies de la cómoda, los zapatos bocabajo sobre la alfombra nueva. Parecía mentira que fuera madre y directora de banco y era intolerable que siendo tan desastrada le exigiera a ella orden y limpieza en su habitación. Abrió el cajón superior de la mesita de noche donde Mati guardaba el tabaco y comprobó, contrariada, que el único paquete que quedaba no estaba empezado. Se llevó una sorpresa al descubrir que la caja de condones que su madre escondía entre su ropa interior ya no estaba intacta: faltaban un par de preservativos. Por costumbre, y casi por deber, sisó unas monedas de la bandeja de latón plateada donde su madre arrojaba las llaves y el cambio. Se tumbó sobre la cama matrimonial. Acarició la idea de masturbarse pero no tenía ganas.

Luis Duch se masturbaba con energía, estaba casi a punto, le faltaba muy poco, cuando un toctoc insistente le interrumpió.

—¿Qué haces, Luisito, encerrado ahí dentro tanto rato?

—Rezo el rosario, madre.

—¿En el baño?

Mati encendió otro cigarrillo (para matar el olor de incienso, esto parece una iglesia, se lamentó), miró a su amiga y le dijo que era una lástima que no se tiñera el pelo, «aunque fuera con uno de esos tintes naturales que vendes, te quitarías diez años de encima. ¡Cómo te has dejado desde que eres mística! Y no eres nada fea, y lo sabes, parece que te estés estropeando a propósito. Tiene gracia que me digas que el asunto de Paco no tiene importancia. A ti lo de Manu te trastornó». Flor negó con la cabeza sin perder la sonrisa, esa sonrisa idiota con la que incluso debía de dormir. Mati le recordó los meses de terapia con un psicólogo después de que Manu la abandonara, las fobias, la ansiedad, la pérdida del trabajo, «y tú eras una buena comercial, Flor, mejor que yo, una chica con futuro, lo decíamos todos, tenías un trabajo serio y ahora ¿qué vendes?, ¡piedras milagrosas y cursos esotéricos!». Mati extendió ante sí el folleto arrugado con el que se estaba abanicando y leyó desdeñosa: Curso de dos sesiones. Sintonización de la bendición del útero. Curso de Luz Animal: Reequilibrio energético de tu amigo animal. Apoyo en duelo de tu mascota (¡todo el equipo contigo!). Flores de Bach para canes. Taller de Ho’oponopono (trabaja tu niño interior). Lectura del Alma o el Libro de la Vida… ¡Reiki Angélico! ¿No te da vergüenza embaucar a la gente con estas memeces? Mientras Mati y Flor discuten (la una con pasión, la otra con prudencia) sobre los pros y los contras de las enseñanzas esotéricas, por qué es más serio vender bonos del Estado que Flores de Bach, o más razonable creer en la Santísima Trinidad que en los Seres de Luz, en otra dimensión, contigua y paralela pero imperceptible (salvo para el arcángel Gabriel y el maestro Saint Germain, los Seres de Luz que hoy están de guardia), Fermín Galán se pasa un peine por el pelo crespo y se mira al espejo. Si la niña lo conociera, no le disgustaría, con otro corte de pelo y un atuendo moderno podría pasar por un cantante pop, pero Fermín Galán termina de arreglarse, abotonando hasta el cuello su guerrera militar, ajustando mejor la hebilla del correaje, atusándose el cabello una vez más, en otra dimensión, en la que nadie ha oído hablar de la música pop y el año es 1930 y no 2011. Mar se habría dado con un canto en los dientes por ser tan popular como Fermín Galán, y eso que era un hombre adusto, imbuido de un tremendo sentido de la moral, del deber, del honor, de la patria, palabras cuyo significado la niña ni siquiera atisba. Galán fue un militar concienzudo y liberal. Pidió ser destinado a Marruecos con sólo diecinueve años, pese a desaprobar la guerra colonial que allí se libraba. En 1921, bisoño teniente, llega a Ceuta y, a diferencia de la mayoría de sus conmilitones, en vez de frecuentar burdeles, emborracharse y complementar su sueldo con comisiones ilícitas, se dedica a explorar la geografía, a familiarizarse con las costumbres nativas y a entablar relaciones con los jefes locales, cuya lengua pronto chapurrea. Pergeña un plan de paz que expone al rey, Alfonso XIII, quien no entiende nada y a quien la paz no interesa, tiene en juego suculentos negocios en Marruecos. Desengañado, Fermín Galán ingresa en la Legión, bajo el mando del teniente coronel Francisco Franco Baamonde (quien, cuando alcanzó el grado de Generalísimo por la gracia de Dios, consideró oportuno intercalar una hache en su segundo apellido para conferirle una prestancia condigna). La guerra de Marruecos es una larga retirada. De cuando en cuando, las tropas españolas recuperan una posición cercada por los rifeños, sus trincheras pegadas al blocao en el que se guarecen los soldados hispanos. Cuerpo a cuerpo, a golpes de bayoneta, se abren paso Galán y sus legionarios: entran en el blocao, hallan a los asediados «famélicos, barbudos, se caen. Mientras abrimos la puerta sale uno de ellos dando voces incoherentes, pidiendo agua… Dentro, el olor es insoportable. Hay cuatro muertos en descomposición. Llega el médico y al poco sale corriendo, lanzando gritos. Parece que se ha vuelto loco», escribirá Galán.

En septiembre de 1924, Fermín Galán, al mando de una sección, se propuso reconquistar la loma de Solano en la batalla por la liberación de Kobba Darsa. Era preciso adentrarse en un desfiladero sitiado por los moros, llamado El Señorito. Galán no lo dudó. Sus hombres atravesaron de uno en uno y a paso ligero el estrecho pasillo, bajo una lluvia de metralla. Galán pasó el primero y animó a sus tropas a imitarle. Un teniente y un sargento saltaron a la vez y una bala penetró en la frente del oficial, derribándolo. El sargento, que se apellidaba Arias, pasó torpemente por encima del caído y corrió a ponerse a salvo. Galán, que lo había presenciado, amonestó al sargento por abandonar al compañero herido, «eso no lo hace ningún soldado». El sargento Arias iba a licenciarse al cabo de unos días, no veía ningún sentido a volver sobre sus pasos para recoger al oficial, arriesgando su vida, pero Galán, tomándolo por el brazo, la pistola en la mano, le dijo: «¡Ven!, los valientes no abandonan a sus hermanos», y le forzó a regresar con él al maldito paso. Entre ambos levantaron el cadáver del teniente y, cuando se disponían a retomar la marcha, dos balazos alcanzaron al infeliz sargento, uno en el vientre y otro en la espalda. Galán se las apañó para arrastrar fuera del pasillo los dos cuerpos, el del difunto y el del herido. Nunca se arrepintió de la orden dada, ni se sintió culpable del infortunio del sargento (los héroes no dudan), pero sí lo visitó a diario en el hospital de campaña, él mismo lo lavó, le cambió de ropa, curó con ungüentos su carne ulcerada… El pobre sargento Arias recibía sus cuidados con una gratitud agria, no podía dejar de admirar a ese capitán intachable y al tiempo, en secreto, le mentaba a la madre.

A la niña su madre la tenía intrigada y un poco inquieta. Para qué querría los condones, no tenía edad para ese tipo de escarceos, era algo impropio y también escandaloso. Y con quién cenaría esa noche. Su atuendo osado, provocativo, le hace temer lo peor. Algo le dice que su madre está con un hombre. Y si su madre se echa novio o se vuelve a casar… Qué será de Mar, dónde, cómo encajará. No habrá sitio para ella en esa nueva geografía familiar, sobrará en todas partes. Sole, la novia de su padre, le da repelús. A veces tiene la impresión de que es de mentira, una mujer de plástico, y sospecha que si se animara a darle unos golpes tentativos en el tórax sonaría a hueco, como el ruido de una piedra al caer en un pozo. Todo en Sole es impostado: su lacia melena rubia, sus labios hinchados, el bronceado de su tez, casi marrón, como pintada, las pestañas larguísimas, rizadas hacia arriba… Y ese perfume dulzón que la envuelve como una nube tóxica y su voz nasal y la forma que tiene de pinzar con dos dedos las patatas fritas… Lo peor es cuando intenta hacerse amiga suya, le pasa por el hombro un brazo flaco, tintineante de pulseras, le susurra (o le grita) al oído algún secreto estúpido y le dice a su padre, con un mohín ridículo: «Paco, no escuches, Mar y yo tenemos una conversación de chicas». Busca sobornarla regalándole cosas, una cinta para el pelo, una funda para el móvil, maquillaje… Y se permite criticar a su madre. Mar detesta a su madre, la odia con un odio implacable, pero cuando está con su padre y con Sole la ve con otros ojos y no tolera que la usurpadora murmure de ella. Así son las cosas.

—Así están las cosas —dice Mati—, yo por supuesto quiero separarme, no estoy dispuesta a seguir con un hombre que se ha enamorado de otra, pero es que aunque lo estuviera… Paco me ha dicho que se va a vivir con ella. Está como loco, como un adolescente, me daría risa si no me diera pena. Dice que nunca había sentido algo así, una pasión tan fuerte, y que yo tengo que comprender y no ponerle problemas. Así lo dice, ¡con esa desfachatez!

Y como si aplastara al marido infiel, Mati estruja y retuerce la colilla contra el fondo del cuenco que está a la venta. Flor la mira con rencor aunque se corrige enseguida, devolviendo la dulzura a su mirada, y a sus labios, la obstinada sonrisa. Ella está a favor del amor, incondicionalmente, y busca la manera de comunicárselo a su amiga. Le explica que cuando rompió con Manu (cuando Manu te dejó, la interrumpe Mati), «cuando Manu me dejó, sí —rectifica Flor—, quería morirme, estaba… ¡vacía! Nada en mi vida tenía sentido, el trabajo, el gimnasio, las amigas…». Fue un proceso lento, doloroso, no podía ser de otra manera; indagó muy hondo dentro de sí misma y acabó por percatarse de que no era Manu el causante de su postración, sino la vida que llevaba, tan artificial, tan frívola, tan poco auténtica. «Ya desde chiquitilla sentía otras inquietudes, sabía que era especial, no mejor que los demás, no me malinterpretes, pero sí… ¿más sensible? Siempre pensé que tenía que haber algo más, que esto —y Flor trazó un círculo en el aire con las manos—, la apariencia de las cosas, no podía ser todo. ¿Por qué he venido al mundo?, y, sobre todo, ¿para qué?, me preguntaba sin cesar mientras seguía dócilmente las normas, hacía lo que se esperaba de mí, iba al colegio, salía con chicos, me emborrachaba, tenía amigas, me puse a trabajar en la caja… Y con esa actividad incesante, lo que procuraba, ahora lo sé, ahora lo veo, era no pensar, no darme cuenta de lo infeliz que era, dando vueltas, como todos, a la noria. Yo de niña quería ser monja, ¿no te lo he contado nunca?, soñaba con una vida de entrega a los demás, a los pobres, a los huérfanos, a los negritos de África, pero un cura al que conocí me quitó esas fantasías, me hizo aborrecer la Iglesia católica. Aunque ésa es otra historia. La crisis que me provocó el desengaño con Manu me hizo crecer (como te hará crecer a ti lo de Paco, aunque ahora no lo veas) y encontrarme a mí misma y aceptar la misión que tengo encomendada. No me mires así, con ese escepticismo: yo tengo una misión, tú tienes una misión, todos venimos al mundo con una misión y nuestro trabajo es descubrirla.»

Fermín Galán tenía una misión, o eso creía (en su época no era algo infrecuente, en Rusia se produjo una revolución, las calles de Barcelona bullían de anarquistas, el comunismo, el socialismo, los sindicatos obreros pugnaban por transformar un mundo que consideraban injusto; no uno sino muchos fantasmas recorrían Europa y galopaban alocadamente por sus caminos, tropezándose entre ellos, poniéndose la zancadilla unos a otros; alguna vez, rara vez, iban de la mano). La guerra de Marruecos le ha trastornado. No puedo comprender la razón de nuestros actos —escribe—, encuentro en ellos una contradicción que no sé explicarme. La civilización trata de traer sus progresos a este pueblo atrasado y los trae destruyendo, incendiando, arrasando, haciendo derramar sangre por todas partes… Mientras se recupera de una herida en el hospital reflexiona que «el pueblo no gobierna por sí mismo, lo gobiernan. Los hombres se mueren cristianamente de hambre por la calle, como perros, van a la guerra a matarse como bestias, muy cristianamente también». Le escandaliza la crueldad de los poderosos, su indiferencia hacia el sufrimiento de los desfavorecidos.

Lee a Marx, a Bakunin, a Saint-Simon, a Jaurès, a Ortega y Gasset. Participa en un intento de sublevación contra la dictadura de Primo de Rivera. Un día antes de la fecha prevista, el gobierno detiene a varios de los conjurados, y el 24 de junio de 1928 decreta la ley marcial. A Galán le sigue la policía y lo sabe, pero eso no lo arredra, está acostumbrado. Llega a Madrid y anuncia: «Aquí estoy para hacer lo que se debe hacer. Con cien hombres armados me echo a la calle». Mueve los hilos, suma a su iniciativa a un comandante, dos capitanes, dos sargentos… ¡y un general! Galán no se fía de los generales y su instinto no le engaña: ese general le fallará. Decide que, en adelante, hará la revolución sin los generales y, hombre comprometido con su causa, se presenta de forma voluntaria en la prisión militar, el lugar idóneo para hacer proselitismo y reclutar adeptos; a eso dedica, denodadamente, los diez meses que pasa recluido en el penal de San Francisco por su participación en la Sanjuanada, esperando el juicio en el que será condenado a seis años de prisión en el castillo de Montjuïc, condena que recibirá con alborozo; Barcelona era el destino soñado para un revolucionario. Allí se relaciona con militantes anarquistas de la CNT y de la FAI y escribe un libro, la suma de sus ideas, Nueva Creación (subtitulado La política ya no es sólo arte sino ciencia). Su doctrina no es ni anarquista, ni socialista, ni comunista, es del todo original y también un refrito de los libros que ha leído: propugna la propiedad colectiva (pero no del Estado), la educación igual para todos, la equiparación de los derechos de la mujer a los del varón y la libertad sexual «sobre una base científica». Es partidario de la supresión del ejército y de la Iglesia. Defiende el federalismo, no sólo en el marco de España, sino en un ámbito europeo: ya no habrá países sino jurisdicciones. Como tantos autores neófitos, alberga la esperanza de cambiar el mundo con su libro. «Ya veréis —dice a sus compañeros revolucionarios—, es una obra de doctrina social que hace desaparecer la necesidad de la violencia para transformar el país —y añade, modestamente—: el Evangelio del proletariado.»

—No te voy a engañar —dice Mati—, yo el Evangelio no lo he leído, ni la Biblia tampoco, no tengo tiempo para lecturas de placer, lo único que leo son cosas de banca, de economía, libros sobre liderazgo y eso, libros serios, pero sé de qué va, por supuesto, fui a catequesis, hice la comunión, tuve una educación religiosa. Y soy católica, no practicante, pero sí cristiana, creo que tiene que haber algo más, esto no puede ser todo —y ahora es Mati quien hace un gesto con las manos, abriéndolas, como los magos antes de levantar la chistera, como Jesucristo en las estampas—, no es concebible que vengamos al mundo para trabajar como burros y luego morirnos, porque sería una broma, una broma muy triste, existe el alma, eso está claro, y después de la muerte tiene que ir a algún sitio, ahora bien, eso no significa que me crea de pe a pa todo lo que dicen los curas, lo de Adán y Eva y que Dios hizo el mundo en siete días, eso es un cuento de hadas que no se lo cree nadie, ni el mismísimo papa, para que me entiendas, y es lo que me sorprende de tu religión, ¡tú te lo crees todo, Flor!

Su madre se creía que todavía le gustaba Justin Bieber. De pie en su habitación, contempla con desprecio el póster de ese mariconazo con cara de niña, el pelo castaño cortado a lo paje, que le sonríe bobamente y hace la señal de la victoria con los dedos índice y medio de la mano derecha. Le escupe y observa satisfecha el hilo de saliva que baja desde el ojo derecho del cantante y, como una lágrima muy larga, se escurre hacia su boca abierta en permanente sonrisa y avanza, con menos fuerza, por el cuello adolescente para detenerse al borde de la camiseta. Mar acaba de cumplir quince años y ya tiene dos vidas, dos cuentas de Twitter y muchos secretos. Lo peor de los secretos es no poder compartirlos. La niña comprueba, desolada, que ninguna tuitera ha respondido a su petición de auxilio. Insiste: «¿Es que nadie quiere entender que no quiero que vendan la casa? ¿Que no me quiero mudar?». «¿Alguien me quiere adoptar? ¡Odio a mi madre!» Va a contenerse, estará quince minutos de reloj sin mirar el iPhone, concederá una oportunidad a sus amigas (pero ¿le queda alguna?) para que muestren su solidaridad, asomen la cabeza, le den una respuesta. Antes de apagarlo, comparte un último tuit: «Estoy gorda como una pelota».

La niña no está gorda, pero Luisito Duch sí. Dicen de él que es «buen mozo». En su dimensión (la misma que la de Fermín Galán) la abundancia de carnes no es un defecto sino una prenda, son muchos los hambrientos, los delgados a la fuerza, el exceso de grasa es signo de buena cuna y su madre, doña Eulalia Lacasa, viuda de Prudencio Duch, cuando no está en la iglesia o rezando el rosario, dedica sus mejores esfuerzos a cebar a su hijo. «Es un malcriado, un niño zangolotino», dicen de Luisito su tío y sus primos, asombrados de que en una familia de hombres austeros y trabajadores, rectos y amantes del orden, haya emergido este mozo holgazán y de laxas costumbres. «Eulalia, tu hijo te engaña. No ha aprobado ni una asignatura y es el segundo año que cursa primero de Derecho. No acude a clase, no estudia, pierde el tiempo en cafés y sitios peores, ¡con unas compañías…! Poco recomendables. Y tú, en lugar de reñirle y castigarle, se lo consientes todo. ¡Le has comprado un auto! No tiene ni veinte años y ya se pasea por Jaca con su Citroën.» El tío Juan menea la cabeza. «Este chico acabará mal», quiere decir, no se atreve a decir y confía en que su gesto apesadumbrado alarme a su hermana, la madre consentidora, y le haga recapacitar y poner en vereda a su hijo, pero todo es en vano, el amor es ciego y el amor de una madre es también sordo. «Luisito es muy buen hijo, atento y cariñoso —pondera Eulalia Lacasa—, me acompaña a la iglesia todas las mañanas, reza las novenas conmigo, tiene una devoción muy grande por la Santísima Trinidad y por santa Orosia. Y lo de los estudios… Todavía es joven, le queda tiempo para acabar la carrera.»

Fermín Galán ha resuelto dejar la carrera militar para dedicarse de pleno a la revolución pacífica; persuadirá con razones y palabras, no impondrá su nuevo credo a golpe de pistola. Vuelve a ser un hombre libre, amnistiado por un decreto gubernamental del 5 de febrero de 1930. Se quedará en Barcelona, colaborará con la prensa progresista y con las organizaciones sindicales. Su Nueva Creación tendrá una resonancia mayor que El capital de Marx, una obra ya obsoleta, producto de la mente de un intelectual burgués, demasiado teórica y alejada de la realidad, que él, Fermín Galán, hombre de pensamiento pero también de acción, conoce a fondo: ha experimentado la guerra, el hambre, los piojos, y quiere acabar con ellos, sabe cómo. Publica su libro lleno de ilusión; pasan los días, las semanas, los meses, y la tibia acogida, el eco feble que tiene su doctrina le sorprende. Los críticos no entienden su obra, los amigos la reciben con reservas. Como tantos autores españoles, Galán llega a la conclusión de que este pueblo ignaro y perezoso no atiende a razones, a frases floridas o elegantes periodos, el cabestro español sólo comprende un lenguaje; como buen militar, él sabe manejarlo. Hablará con las balas, persuadirá con el sable, seguirá la tradición, tan española, del cuartelazo. Solicita destino en el ejército. Aspira a una plaza en Barcelona, la capital más revolucionaria de España, pero lo mandan a Jaca, una ciudad pequeña, de apenas seis mil habitantes, al pie de los Pirineos, cerca de la frontera con Francia, una ciudad levítica, con obispo y seminario, abundante en iglesias y también soldados, plaza de castigo a la que suelen enviar a los militares delincuentes o díscolos.

—¿A Jaca? —le preguntan sus amigos—. ¿Qué va a hacer usted ahí? ¡No pensará hacer nada!

—¡En Jaca y en donde sea! ¡Donde esté me sublevo! —replica Fermín Galán.

Y allí está, alojado en una habitación de la segunda planta del hotel Mur, con vistas a la Ciudadela, a la que echa una ojeada fugaz antes de ponerse la gorra de plato y dirigirse a la sede del Regimiento de Infantería Galicia 19, a conspirar. Tiene una teoría, la teoría del mantel, según la cual bastaría con que un grupo de hombres resueltos cogieran por un pico el mantel y tiraran de él para que todo rodara por los suelos, y en su imaginación fértil y optimista ya ve al rey Alfonso XIII, al pusilánime Berenguer, presidente del gobierno, a los aristócratas parásitos, a los cortesanos lameculos, a los burgueses explotadores, a los terratenientes, los cardenales, los obispos, los curas, las monjas, los novicios, revolcándose por el suelo en fraternal desorden. En su dimensión son muchos los hombres (pocas las mujeres) que acarician proyectos similares, que se creen titanes capaces de transformar el mundo con un puñado de pistolas, un manojo de ideas y valor a raudales. En la dimensión en que la niña se aburre, sin por ello decidirse a estudiar para el examen de historia (es el último recurso), los hombres jóvenes miden un promedio de diez centímetros más que en la de Galán, están mejor alimentados y albergan otro tipo de esperanza: ser guapos, ricos y famosos, sobre todo esto último, ¡famosísimos!

Cuando su padre le pregunta qué quieres ser de mayor, la niña se encoge de hombros y contesta ¡no lo sé!, pero sí lo sabe, claro que lo sabe: será famosa. «No te gusta estudiar —le dice su padre—, por más que tu madre se empeñe en que hagas una carrera universitaria, no te la sacarás, eres como yo, no te va lo de hincar los codos. ¿Por qué no te dedicas a la política? —le propone—, yo en eso puedo ayudarte, tengo contactos en el partido, me deben muchos favores. Y hay pocas mujeres, andan escasos de ellas y necesitan más por aquello de la imagen y las cuotas… Tú eres guapa, tienes presencia, que es lo más importante. No se gana mal, nada mal en la política, entre el sueldo, las dietas, los consejos y los cargos que vas pillando, y otros dineritos que te caen si estás en el sitio adecuado, se puede vivir bien, mucho mejor que de profesora o médica.» Su padre lo flipa. A Mar no le interesa para nada la política, ella quiere ser famosa por otros medios. «¿Periodista? —le pregunta su padre con cara de pasmo—. ¿Ahora te ha dado con que quieres ser periodista? ¡No has leído un periódico en tu vida!» Su padre es un primo, Mar no tiene ninguna intención de estudiar periodismo para trabajar en un periódico, si hace el esfuerzo será con un fin superior: ser presentadora de televisión. Se ve, puede verse sentada en una silla giratoria (probablemente blanca), en el centro de un plató, soportando con soltura el calor de los focos (porque hará mucho calor), las largas piernas (le crecerán, espera) envueltas en unas medias negras y rematadas en unos botines de charol monísimos de tacón alto y fino, el cuerpo embutido en un vestido breve y descarado, el rostro supermaquillado, sus grandes ojos negros mirando a cámara sin pestañear, una sonrisa malévola en la boca, regodeándose en la pregunta que se dispone a lanzar a su medrosa invitada (una famosa):

—¿Cómo puede ser que toda España sepa que tu marido te la está pegando con otra y hayas tenido que venir a este plató para que te lo cuente yo?

—Déjame que te cuente, es que no me dejas hablar, Mati —protesta Flor—. ¡Hay que ver cómo has puesto el cuenco de colillas, me lo vas a tener que pagar!

Está perdiendo la paciencia, algo que no se puede permitir, calma y paciencia ante todo, respira hondo, cierra los ojos, aspira, espira, los vuelve a abrir y mira a su amiga con serenidad, con paz, con amorosa paz. «No es ninguna fantasía, perdona que te diga, es la Verdad, yo lo he experimentado, yo he vivido una regresión, una y media, para ser más exacta. Yo era una princesa —le confía con una sonrisa tímida— allá por el siglo XIII o XIV, muy jovencita, prácticamente una niña. Me dirigía a Francia, donde me iban a casar con un hijo del rey, un hombre de cuarenta años picado de viruela al que no había visto en mi vida. Me acompañaban mi ama, mis damas de honor (tenía varias), una guardia de soldados reales y un par de pajes… ¡Ay, los pajes…! Me enamoré de uno de ellos, un muchacho de quince años, tan bello, tan tierno… Él me correspondía, fue mi primer amor, ¡yo era tan inocente! No te haces a la idea de cómo nos educaban a las princesas en aquellos tiempos, sabía tocar el arpa y el clavicordio, coser, montar a caballo (a la jineta, ¡incomodísimo!, no te lo recomiendo), hablar algo de francés y latín, leer con dificultad y escribir con torpeza, pero de las cosas de la vida, de los misterios del sexo, no tenía noción, no nos lo enseñaban para que no pusiéramos pegas a los matrimonios de conveniencia. No follé con el paje (Recaredo se llamaba), lo hicimos todo menos eso… Un día mi ama nos descubrió y puso fin al romance. Dio órdenes de que Recaredo fuera apartado de mi comitiva y regresara a la Península. La noche antes de partir, mi paje se las apañó para trepar hasta mi ventana con una escala de cuerda, como en Romeo y Julieta. Me pidió de rodillas que huyera con él, su padre era un conde aragonés muy poderoso, en sus tierras encontraríamos cobijo y protección. Me arrugué, Mati, no tuve valor, le dije que no. Temía la ira de mi padre, el rey de Castilla, Sancho… VI, o Sancho VII (ahora no me acuerdo), temía sobre todo por él, mi paje, por su vida. Renuncié a él, a nuestra felicidad y pagué cara mi cobardía: mi marido francés me violaba todos los días, morí de parto antes de cumplir los quince años, Recaredo, mi amor, se retiró a un monasterio… ¡Ya estoy llorando! Como una Magdalena, no falla, cada vez que revivo ese episodio me deshago en llanto, alcánzame un clínex de aquella caja, hazme el favor. El terapeuta que me guió en mi regresión (Francisco Sánchez, un hombre muy válido) me dijo que nunca había visto nada parecido, cómo me derrumbé, Mati, cuando lo recordé todo, me puse a temblar de un modo incontenible, mira mi brazo, cómo se me pone la piel de gallina… Fue un amor tan, tan, tan intenso… No volveré a experimentar algo así, lo sé, y me lo merezco, es lo que estoy penando ahora, ese trauma tremendo, por eso mis relaciones amorosas se truncan, soy incapaz de entregarme a fondo, me inhibo, me freno, por eso no funcionó lo mío con Manu, yo no le daba lo que él me pedía, amor, amor incondicional, sin reservas, sin miedos… ¡Ya no puedo! Desde lo de Recaredo. Y he comprendido que para evolucionar y curarme del trauma de mi vida pasada debo dar amor, derramarlo a manos llenas, con generosidad, a todos los que me rodean, a ti, por ejemplo.»

Por ejemplo, de frente y con fuego en los ojos, así busca sorprenderse la niña en el espejo. Le angustia pensar que lo más importante de sí misma, su aspecto cuando gesticula o habla, cuando está triste o enfadada, o cuando se ríe y enrosca un dedo en un mechón de su cabello, en ese tic instintivo, se le escapa. Desconoce qué impresión produce en los otros, hasta qué punto difiere de la que ella intenta proyectar. Y sospecha que más, mucho más de lo que desearía. Necesita coordinar la intención con el efecto, controlar sus gestos, la caída de los párpados, la intensidad de su mirada, que, por ejemplo, cuando quiera parecer sexy y a la vez vulnerable, no le suceda como aquella ocasión en que Óscar le preguntó, qué te pasa, por qué te has cabreado ahora. De pronto, la conciencia de que vive como si estuviera encerrada en su cuerpo, al modo de los que hacen de gigantes y cabezudos en las fiestas de Sagunto, ocultos bajo un armazón de alambre recubierto de cartón, con sólo dos rendijas para asomarse al exterior, le produce vértigo. A diferencia de los monigotes de las fiestas, ella no se parapeta tras una máscara inexpresiva; lo que Mar expone ante el mundo, lo que somete al implacable juicio de los otros, es su propio rostro. Cómo ha podido vivir hasta ahora en ese desvalimiento la asombra. Cómo pueden vivir los demás… Por ejemplo, su madre, ¡si supiera la cara de boba que se le pone cuando revisa las facturas, sentada a la mesa del comedor, la boca entreabierta, la lengua medio fuera, el ceño fruncido, la expresión perpleja del que no comprende nada! (La niña decide que la próxima vez que sorprenda a su madre en esa actitud le sacará una foto y la subirá a Facebook.) No sirve de gran cosa mirarse al espejo, porque una inevitablemente pone ese semblante, adopta aquel mohín que cree que le favorece y es todo menos natural, como, por ejemplo, los presentadores de la tele, quienes fingen siempre, sus gestos adolecen de exageración, hacen aspavientos de sorpresa o deleite que son puro teatro y se mueven con rigidez, con aplomo estudiado, un poco como ella cuando enfrenta su reflejo. Lo que Mar busca es justo lo contrario, averiguar qué pinta tiene cuando no está alerta, cuando se distrae o piensa en otras cosas, no en eso tan importante, su aspecto, como si fuera una actriz, que actúa como si no actuara y, de nuevo en su cuarto, mira hacia la pared fingiendo que en lugar del tabique empapelado en rosa (un rosa desvaído y manchado por el tiempo y el roce de las manos), del póster de Justin Bieber, del calendario de la caja y del estante donde sus peluches infantiles penan su olvido, lo que tiene ante sus ojos es el mar, el mar del Puerto de Sagunto en una tarde de mayo, cuando el sol bajo ilumina el horizonte como desde dentro y el agua hace guiños y huele a sal y se siente una paz, una calma y, también, una soledad… Ella está allí, de pie en la arena junto a una palmera, los ojos perdidos en la Inmensidad, pensando en su Amor (el que sea, quien sea), en el Hombre que le roba los pensamientos, y siente una desazón, un anhelo imposible, una tristeza blanda… ¡Flash! Mar se hace la primera foto con el iPhone resistiendo el impulso de volver la mirada y se apresura a comprobar el resultado. ¡Una mierda! En la foto, el pelo le tapa media cara, no se le ve la nariz, ya no digamos la expresión de enamorada… Lo intentará de nuevo, poniendo cuidado en apartarse el cabello del rostro, o quizá se fotografíe del otro perfil, del izquierdo, aunque no sea el bueno, pero antes curioseará en Twitter, ya ha pasado de sobra el cuarto de hora.

—¡Despierta, Luisito! Te has quedado dormido.

—Un cuarto de hora, madre, no más, un sueñecito. Este tratado de derecho canónico es endiablado… ¿De dónde viene usted? ¿De misa?

—Hoy he ido a la catedral, con Pilarín Leante. Hemos recorrido el claustro de rodillas. ¡Mira cómo llevo el hábito!

Luis Duch deja de restregarse los ojos para observar a su madre. El hábito marrón que no se quita desde que enviudó se ve arrugado; a la altura de las rodillas, dos roderas oscuras delatan su devoción, la tela basta impregnada de polvo, borra y briznas de paja del sucio enlosado por el que se ha arrastrado. Su madre, el rostro encendido, los ojos chispeantes, lo mira ufana, tiene la expresión de una baturra a punto de arrancarse a cantar una jota un poco picante en las fiestas de Jaca, sólo le falta poner los brazos en jarra, incluso el pelo, que doña Eulalia lleva siempre pulcramente recogido en un moño tirante, ostenta un cierto desorden, las greñas grises asomando rebeldes por detrás de las orejas.

—Esta Pilarín, siempre tan exagerada, la impulsa a usted a unos excesos de fe que no le convienen, madre, no tiene edad para andar de rodillas, acuérdese de su reuma… Quería decirle algo… ¡Sí, ya sé! ¿Dónde está la lámpara de lectura de mi mesa de estudio? La he echado en falta.

Eulalia Lacasa se ruboriza, baja la cabeza, su mano derecha juguetea nerviosa con el cordoncillo dorado del hábito.

—¿Han estado aquí las gitanas? —pregunta Luis Duch en tono severo.

Su madre admite, compungida, que Remedios Vargas le rindió una visita la tarde anterior, le trajo a su niña recién nacida para que la conociera y pedirle la merced de que la amadrinara, «quiere que la criatura sea cristiana, Luisito, la bautizará por la Iglesia y eso para mí es una satisfacción muy grande; cuando Remedios vino a esta casa por vez primera era pagana. No creo que se llevara la lámpara, no entró en tu despacho, sólo en la cocina, le di de comer, algo de ropa vieja, unos reales… Claro que… Hablaré con ella, esa debilidad suya tiene que vencerla. No te preocupes, hijo, mañana iré a la ferretería y te compraré otra lámpara». Luis Duch suspira, menea la cabeza en señal de reproche, chasquea la lengua, un ritual que se reproduce todas las semanas. Se yergue, la expresión del rostro todavía solemne, preocupada, se estira el chaleco, se ajusta la corbata, se palpa los bolsillos del pantalón… Su madre lee sus gestos, los interpreta.

—¿Te vas? ¿Adónde vas tan tarde? Van a dar las siete.

—A la catedral a rezar las vísperas, madre.

Eulalia preferiría que su hijo se quedara a rezar con ella, pero Luisito es joven, y la juventud, inquieta.

—Reza por mí dos avemarías a la Inmaculada y enciende un cirio en la capilla de la Santísima Trinidad por el eterno reposo del alma de tu padre. ¿Llevas dinero?

Luis Duch nunca lleva dinero encima o no por mucho tiempo, es pródigo, dilapidador, manirroto, o eso le reprochan su tío y sus primos. Doña Eulalia, con disimulo innecesario, con delicadeza extrema, desliza unos billetes en su mano derecha, que oprime con cariño, con amor (para alborozo de san Francisco de Asís, que está allí junto a ellos, entre ellos, vibrando con frenesí, a velocidad superlumínica); la de su hijo es la única mano masculina que doña Eulalia acaricia y estrecha desde que murió Prudencio, su condición de sierva de María, su castidad a toda prueba le impulsan a rehuir el más leve contacto físico con miembros del otro sexo, siempre sale a la calle armada de un paraguas, incluso en pleno agosto, bajo un sol furioso, con el fin de tener un pretexto cuando se topa casualmente con algún conocido y poder alegar sin mentir, «disculpe que no le dé la mano, la tengo ocupada». (Santa Teresa de Jesús aprueba y aplaude su piadosa argucia. Sigmund Freud sospecha que doña Eulalia padece una aguda envidia del pene y si pudiera, si ella se dejara y, en lugar de aturdirse con rezos y salmodias, lo escuchara, le recomendaría una terapia de regresión para depurar su trauma. Santa Teresa y Freud no se hablan.)

Con el dinero que le ha dado su madre, Luis Duch podría iluminar la catedral con todas sus capillas, tal vez por eso, para evitarse un trabajo ímprobo, pasa de largo por el santo edificio; el taconeo vivaz de sus caros botines sobre el empedrado de las calles de Jaca revela su expectación, su alegría en esa cálida tarde de junio, a Luisito Duch los bares le regocijan tanto como a su madre las iglesias.

La tertulia del bar Laín es tumultuosa, la mesa redonda, mal calzada, a la que están sentados Luis Duch y sus amigos se agita peligrosamente cada vez que Mariano Used descarga un puñetazo enfático sobre el tablero, alborotando los vasos de vino y cerveza, remeciendo las colillas en el atestado cenicero.

—¡Te digo que no, Joaquín! —grita Mariano—, Cristo no se suicidó, lo mataron. ¿Y sabes quién lo mató? Su Padre.

La afirmación es tan extraordinaria que no requiere ningún golpe airado entre la cerveza y el cenicero. Sus compañeros callan, expectantes, y Mariano no les defrauda.

—Es evidente —dice—, que si Dios Padre es omnipotente podía haber impedido el sacrificio de su Hijo. ¿Por qué no lo hizo? Porque precisaba un mártir. Y san Pedro no negó a Cristo, cumplió órdenes de Dios, y Judas no fue traidor sino fiel instrumento de la voluntad divina. Es evidente que la última cena, la prisión, el juicio de Poncio Pilatos, la corona de espinas y la crucifixión no son más que una mise en scène —Mariano Used gusta de exhibir en público su conocimiento del francés, no en vano vivió en París una temporada—, una representación teatral. Es evidente…

—¡Qué puñetas va a ser evidente! Todo lo arreglas diciendo que «es evidente»… A Jesucristo no lo mató Dios, lo que dices es sacrílego, lo mataron los judíos —proclama Fernando Mayor, con la santa ira del exseminarista.

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