Valor

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Capítulo 14

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Capítulo 14

Antes de morir, los seres humanos deberían aprender de qué huyen, hacia dónde corren y por qué.

JAMES THURBER.

Llegaron a la ciudad mientras el sol se ponía a sus espaldas. El trayecto se había hecho eterno. La congestión del tráfico y las largas colas en el peaje alargaron el trecho, y Val no paró de revolverse en el asiento trasero. El aire gélido que entraba por las ventanillas que Luis se negaba a cerrar la dejó congelada, y el dolor que le producía el tapizado en la espalda le impedía girar el cuerpo.

—¿Sigues bien ahí atrás? —preguntó Luis.

—Estoy despierta —repuso Val, arrodillada y agarrada al reposacabezas del asiento del copiloto, ignorando el mareo que le entró al incorporarse. La caja de plata estaba en el centro del asiento delantero, la tenue luz del exterior resaltaba la escultural guirnalda de espinos que rodeaba la imagen de una rosa en la superficie.

—Ya ha oscurecido.

—No podemos ir más deprisa. Hay muchísimo tráfico, incluso en esta dirección.

Val miró a Luis y fue como si lo estuviera viendo por primera vez. Tenía el rostro ensangrentado y las trenzas deshechas, su cabello encrespado formaba un halo alrededor de su cabeza, pero tenía una expresión serena, incluso afable.

—Llegaremos a tiempo —dijo Val, intentando parecer valiente y segura.

—Estoy convencido de ello —coincidió Luis, y Val agradeció que existiera el consuelo humano de las mentiras, mientras seguían avanzando entre el tráfico.

Aparcaron sobre la acera, cerca del paso subterráneo. Luis apagó el motor y salió del coche, después reclinó el asiento para que Val también pudiera salir. Ella agarró la caja y se bajó del vehículo, mientras Luis daba unos golpecitos sobre el tocón del árbol.

Val corrió escaleras arriba, con la caja aferrada al pecho. Ya había empezado a llorar cuando entró en la habitación oscura.

Ravus estaba tendido en mitad de la estancia; ya no era de piedra, tenía la piel tan pálida como el mármol. Val se arrodilló a su lado, abrió la caja plateada y sacó su sanguinolento tesoro. Notó su tacto frío y resbaladizo mientras lo depositaba en la herida abierta y viscosa que tenía Ravus en el pecho. La sangre del suelo se había secado, formando unas manchas negruzcas que se descascarillaron allí donde ella había pisado. A Val se le revolvió el estómago al verlas.

Giró la cabeza hacia Luis, que debió de percibir algo en su rostro, porque derribó de un puntapié una pila de libros, levantando una nube de polvo. Los dos guardaron silencio mientras pasaban los segundos, todos ellos carentes de sentido, pues habían llegado demasiado tarde.

Las lágrimas de Val se secaron y ya no brotaron más. Pensó que debía gritar o sollozar, pero ninguna de esas reacciones podría expresar el creciente vacío que sentía en su interior.

Se agachó, deslizó los dedos por el cabello sedoso de Ravus, le apartó unos mechones rebeldes del rostro. El trol debió de despertarse cuando perdió su forma de piedra; se habría despertado con un dolor atroz, en una estancia vacía. ¿Habría llamado a Val? ¿La habría maldecido al comprender que lo había abandonado a su suerte?

Agachándose todavía más, ignorando el olor a sangre, lo besó. Ravus tenía los labios suaves y no tan fríos como ella temía.

Ravus tosió y Val se apartó, quedando sentada. La piel comenzó a regenerarse sobre el pecho del trol y su corazón se puso a latir a un ritmo constante.

—¿Ravus? —susurró.

El trol abrió sus ojos dorados.

—Me duele todo. —Se rio, y luego empezó a toser—. Pero supongo que eso es bueno.

Val asintió, le dolieron los músculos de la cara en su intento por sonreír.

Luis cruzó la habitación para arrodillarse al otro lado de Ravus. El trol lo miró y después volvió a mirar a Val.

—Vosotros… ¿me habéis salvado?

—Venga ya —dijo Luis—. Lo dices como si hubiera sido tan difícil que Val se colase en la Corte Oscura, hiciera un trato con Roiben, desafiara a Mabry a un duelo, recuperase tu corazón y luego llegara hasta aquí en plena hora punta.

Val se rio, pero esa risa sonó estridente y quebradiza, incluso a sus propios oídos. Ravus la miró fijamente y Val se preguntó si el trol detestaría que le hubiera salvado ella, si ahora se sentiría en deuda con alguien a quien despreciaba.

El trol gimió y comenzó a incorporarse, pero le fallaron las fuerzas y volvió a tenderse.

—Soy un idiota —dijo.

—No te muevas. —Val fue a coger una manta y se la colocó bajo la cabeza—. Descansa.

—Me pondré bien —dijo.

—¿Seguro? —preguntó ella.

—Seguro.

Ravus alargó una mano para estrecharle el hombro, pero Val torció el gesto cuando le rozó los cortes que tenía en la espalda. El trol le sostuvo la mirada durante un buen rato, después le levantó un poco la camiseta. Incluso por el rabillo del ojo, Val vio que estaba cubierta de sangre reseca.

—Date la vuelta.

Val obedeció, se arrodilló y se pasó la parte de atrás de la camiseta sobre la cabeza. Se mantuvo un rato en esa pose, después volvió a cubrirse.

—¿Es grave?

—Luis —dijo Ravus con firmeza—. Tráeme unas cuantas cosas de la mesa.

Luis recopiló los ingredientes y los depositó en el suelo, al lado del trol. En primer lugar, Ravus le enseñó cómo aplicarle un ungüento a Val en la espalda, después a curar las heridas de sus piercings, y finalmente, preparó una mezcla con amaranto, costras de sal y largas briznas de hierba. Se lo entregó todo a Luis.

—Entrelázalo con forma de corona y colócalo sobre la frente de David. Espero que sea suficiente.

—Llévate el coche —dijo Val—. Vuelve a buscarme cuando puedas.

—De acuerdo —asintió Luis, que se dispuso a levantarse—. Traeré a Ruth.

Ravus le tocó el brazo para detenerlo.

—Estaba pensando en lo que se dijo y en lo que no. Si los rumores de alguna de las cortes incriminan a tu hermano, correrá un gran peligro.

Luis se incorporó y contempló el fulgor de la ciudad desde las ventanas.

—Ya se me ocurrirá algo. Llegaré a algún acuerdo. He protegido a mi hermano hasta ahora y lo seguiré haciendo. —Miró a Ravus—. ¿Se lo contarás a alguien?

—Cuenta con mi silencio —dijo el trol.

—Intentaré ser merecedor de él. —Luis negó con la cabeza mientras atravesaba la cortina de plástico.

Val lo observó mientras se alejaba.

—¿Qué crees que le pasará a Dave? —preguntó en voz baja.

—No lo sé —respondió Ravus, susurrando también—. Pero confieso que me preocupa mucho más lo que le ocurra a Luis. —Se giró hacia ella—. Y a ti. Tienes un aspecto horrible.

Ella sonrió, pero el gesto no tardó en desvanecerse.

—Soy horrible.

—Sé que me he portado mal contigo.

Ravus miró hacia un lado, hacia los tablones del suelo cubiertos de su propia sangre seca, y a Val le extrañó que a veces pareciera ser mucho, muchísimo más viejo que ella, pero otras veces no.

—Lo que me contó Mabry me dolió más de lo que esperaba. Me resultó fácil creer que tus besos no eran sinceros.

—¿No creías que pudieras gustarme de verdad? —preguntó Val, sorprendida—. ¿Crees ahora que me gustas de verdad?

Ravus se giró hacia ella, con un gesto de incertidumbre.

—Te has tomado muchas molestias para poder llegar a tener esta conversación, pero… no quiero hacerme falsas ilusiones.

Val se tendió a su lado, apoyó la cabeza en el hueco del codo.

—¿A qué ilusiones te refieres?

Ravus la estrechó contra su cuerpo, con cuidado de no rozarle las heridas mientras la abrazaba.

—Espero que sientas por mí lo mismo que yo por ti —dijo, y su voz le acarició el cuello como un suspiro.

—¿Y qué sientes? —preguntó Val, con los labios tan cerca de su mandíbula que percibió el regusto salado de su piel mientras los movía.

—Esta noche has traído mi corazón en brazos —dijo Ravus—. Pero hace mucho que ya estaba en tus manos.

Val sonrió y cerró los ojos. Permanecieron tumbados bajo el puente, mientras las luces de la ciudad centelleaban al otro lado de las ventanas, como un cielo repleto de estrellas fugaces, y se fueron quedando dormidos.

Llegó una nota en el pico de un pájaro negro con unas alas que emitían destellos azules y púrpuras, como si se tratara de un charco de petróleo. El pájaro danzó sobre el alféizar de la ventana de Val, golpeó el cristal con sus patas, sus ojos centellearon como gotas de ónice bajo la luz agonizante.

—Qué extraño —dijo Ruth.

Se levantó del lugar donde había estado tendida sobre la barriga, rodeada de libros de la biblioteca. Estaban preparando un trabajo titulado «La influencia de la depresión posparto en el infanticidio» para subir nota en clase de Educación para la salud, teniendo en cuenta que suspendieron el proyecto del bebé de harina.

Resultó extraño volver a recorrer los pasillos del instituto tras haberse ausentado durante casi un mes, con el suave roce de la camiseta en las heridas cicatrizadas de la espalda, el olor a champú y detergente en la nariz, la expectativa de un almuerzo a base de pizza y batido de chocolate. Cuando Tom pasó junto a ella, Val apenas reparó en él. Estaba demasiado ocupada corriendo de un lado a otro, haciendo la pelota, poniéndose al día con los deberes y prometiendo que jamás volvería a saltarse otro día de clase.

Val se acercó a la ventana y la abrió. El pájaro depositó el papel enrollado sobre la alfombra y alzó el vuelo, graznando.

—Ravus me ha estado enviando notas.

—¿Noootaaaas? —inquirió Ruth, con un tono que amenazaba con asumir las posibilidades más tórridas a no ser que le diera más detalles. Val puso los ojos en blanco.

—Es por Dave… Se supone que saldrá del hospital la semana que viene. Y Luis se mudó a la antigua casa de Mabry. Dice que, aunque sea un cuchitril, al menos es un cuchitril en el Upper West Side.

—¿Sabes algo de Lolli?

Val negó con la cabeza.

—Nada. Nadie la ha visto.

—¿Seguro que no te ha escrito nada más?

Val pateó unos papeles sueltos en dirección a Ruth.

—Que me echa de menos.

Ruth giró para ponerse boca arriba y se rio con ganas.

—¿Y qué dice esta? Vamos, léela en voz alta.

—Está bien, está bien, ya voy. —Val desenrolló la nota—. Dice: «Por favor, reúnete conmigo esta noche en los columpios que hay detrás de tu instituto. Tengo que darte una cosa».

—¿Cómo sabe que hay unos columpios en el insti? —Ruth se incorporó, visiblemente confusa.

Val se encogió de hombros.

—A lo mejor se lo dijo el cuervo.

—¿Qué crees que te va a dar? —preguntó Ruth—. ¿Un buen meneo al estilo trol?

—No seas así. Qué malpensada eres, —exclamó Val, y le arrojó más papeles, desperdigando por completo su trabajo. Después sonrió—. En fin, sea lo que sea, no pienso presentarle a mi madre.

Fue el turno de Ruth para pegar un grito de espanto.

Aquella noche, de camino hacia la puerta, Val pasó junto a su madre, que estaba sentada delante del televisor, donde una mujer se estaba inyectando colágeno en los labios.

En un primer momento, Val se puso tensa al ver esa aguja, creyó percibir ese reconocible olor a azúcar tostada y sus venas se retorcieron como gusanos dentro de sus brazos, pero aquello vino acompañado por una aversión visceral tan intensa como la añoranza.

—Salgo a dar un paseo —dijo—. Luego vuelvo.

Su madre se giró, con una expresión de pánico.

—Solo es un paseo —repuso Val, pero eso no disipó las preguntas sin formular ni responder que había entre ellas.

Su madre quería hacer como si los sucesos del último mes no se hubieran producido. Solo se refería a ellos diciendo cosas como: «cuando estuviste fuera» o «cuando no estabas aquí». Detrás de esas palabras parecía haber vastos océanos oscuros de miedo, y Val no sabía cómo navegar por ellos.

—No llegues muy tarde —dijo su madre con un hilo de voz.

Había caído la primera nevada, revistiendo las ramas con láminas de hielo y dejando el cielo tan radiante como durante el día. Val se encaminó al patio de la escuela, mientras comenzaban a caer nuevos copos.

Ravus estaba allí, una silueta oscura sentada en un columpio demasiado pequeño para él, inclinado hacia adelante para no tocar las cadenas. Iba envuelto en un hechizo que hacía que sus dientes parecieran menos prominentes, su piel menos verde, pero en general parecía el mismo de siempre, ataviado con un abrigo largo y negro, sujetando sobre su regazo una espada centelleante con las manos enguantadas.

Val se acercó y se metió las manos en los bolsillos, pues de repente se sintió cohibida.

—Hola.

—He pensado que deberías tener la tuya propia —dijo Ravus.

Val alargó un brazo y deslizó un dedo sobre el canto que no cortaba. Era fina, la guarda tenía forma de hiedra entrelazada y la empuñadura estaba envuelta con un trozo de tela o cuero.

—Es preciosa —dijo Val.

—Es de hierro —dijo Ravus—. Forjada por manos humanas. Ningún feérico podrá usarla contra ti. Ni siquiera yo.

Val cogió la espada y se sentó en el columpio de al lado, arrastrando los pies sobre la nieve, formando un surco embarrado.

—Esto sí que es un regalo.

Ravus sonrió, satisfecho, al parecer.

—Espero que sigas enseñándome a utilizarla.

El trol ensanchó su sonrisa.

—Cuenta con ello. Solo tienes que decirme cuándo.

—He estado mirando la Universidad de New York. A Ruth le gusta su departamento de cine, y tienen un equipo de esgrima. Ya sé que es algo distinto a la forma de luchar que me has estado enseñando, pero no sé, he pensado que quizá no sea tan diferente. Y siempre me quedará el lacrosse.

—¿Vendrías a Nueva York?

—Pues claro. —Val se miró los pies, cubiertos de aguanieve—. Pero antes tengo que acabar el instituto. Recibí todos tus mensajes. —Notó que se había ruborizado y lo achacó al frío—. Me preguntaba si habría algún modo de enviarte algo yo a ti.

—¿Te molestan los pájaros?

—No. El cuervo que enviaste era precioso, aunque creo que no le caigo bien.

—Le diré a mi próximo mensajero que espere tu respuesta.

Hace no tanto tiempo, Val podría haber sido ese mensajero.

—¿Tienes noticias de Mabry? ¿Qué dice la gente?

—Los rumores de la corte sostienen que Mabry era una especie de agente doble, pero ambas cortes niegan tener constancia de ello. Los exiliados en la ciudad saben que la envenenadora era ella. Al parecer, la Corte Radiante afirma que cometió esos asesinatos por orden de la Corte Nocturna, pero de momento no han relacionado a Mabry con Dave. Por desgracia, me temo que con el tiempo se revelará su implicación.

—¿Y entonces?

—Los feéricos somos gente voluble y caprichosa. Su suerte vendrá determinada por un antojo, no por ningún concepto mortal de justicia.

—Entonces, ¿vas a regresar a la Corte Radiante? Ahora que sabes la verdad sobre Tamson, no tienes motivos para seguir exiliado.

Ravus negó con la cabeza.

—Allí no hay nada para mí. Silarial se toma la muerte demasiado a la ligera. —Ravus alargó una mano enguantada y detuvo el columpio de Val—. Prefiero estar cerca de ti durante el tiempo que quede.

—Que se consumirá tan rápido como el suspiro de un feérico —recitó Val.

Ravus le acarició el pelo con sus dedos enfundados en cuero, luego los apoyó sobre su mejilla.

—Siempre puedo contener el aliento.

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