Valor

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—¿Cuándo me van a dar de desayunar?

—Hace rato que le hemos servido el desayuno, a las ocho, como todos los días.

—¡A mí nadie me ha traído nada! Me tienen sin probar bocado desde ayer noche, son muy malas.

—¡Padre Casimiro! ¡Esa lengua! Nos desvivimos por usted y así nos lo paga. Con estos ojos lo he visto desayunarse tres madalenas y un café con leche. ¿Ya no se acuerda?

—Yo me acuerdo de todo, hermana, tengo buena memoria y si hubiera desayunado, lo recordaría. Me quiere confundir, cree que porque soy viejo y estoy impedido puede engañarme.

—Hoy va a tener que confesarse, padre. ¿No me llama mentirosa? Usted se acuerda sólo de lo que le conviene…

Vještice!

—Hábleme en español, no entiendo su lengua.

—¿No entiende usted el croata? La hermana María sí que me comprende. ¿Dónde está sor María? ¡Dígale que venga! Ella es simpática y buena conmigo, no como usted, vještice!

—¡Como siga diciéndome cosas feas en su idioma, le voy a lavar la boca con agua y jabón! La hermana María no puede venir porque nos dejó, el mes que viene hará dos años que emprendió el camino del cielo, Dios la tenga en… ¡No llore, padre, por Dios!

—¡Yo no lo sabía! ¡Me lo ocultáis todo! ¡La única compatriota que me quedaba! Ahora estoy solo…

—¡Y dale! Cada día tenemos el mismo drama. Se lo hemos dicho centenares de veces, pero se le olvida… Dame paciencia, Jesús mío. A ver, padre, abra la boca, que le voy a dar las pastillas.

Mar dijo: «San Bernardino de Siena nació en 1380 en Massa Maritima, una pequeña ciudad de la Toscana italiana, y a los seis años perdió a sus padres, como yo, y fue criado por una tía, al igual que yo. Bernardino procedía de familia noble, su padre fue gobernador de Siena. El mío no era noble, ni rico. Murió en la guerra. Y mi madre, de sobreparto tras dar a luz a mi hermana pequeña. Fui un niño enfermizo, mi delicada constitución no estaba hecha para la vida áspera del campesino, a mí me atraía el estudio, hubiera querido dedicarme a las bellas artes, a la poesía, pero hube de resignarme a crecer entre cerdos, vacas y gallinas, debido a mi orfandad y a la férrea determinación de mi tía, que quería hacer de mí un granjero, un labrador, en ausencia de otro varón en la familia. Yo entonces no entendí, como ahora sé, que las vacas, los cerdos y las gallinas son criaturas del Señor y que también puede hallarse a Dios en su compañía.

»A los dieciocho años, san Bernardino se enamoró de una dama, con la que se encontraba, o eso decía, a la salida de la puerta de Camolia. Yo había cumplido ya los veintidós cuando me comprometí con Mihaila, una muchacha de una aldea vecina. Mi tía aprobaba el noviazgo, Mihaila era hija única de un campesino acomodado y aquel matrimonio nos aseguraba el porvenir. Mi prometida era, si no bella, sí trabajadora, alegre y sana, pero, ¡ay!, poco modesta, demasiado atrevida. Yo temía las ocasiones en que me hallaba a solas con ella, se permitía conmigo familiaridades indecorosas que me provocaban el sonrojo. Trataba de alejarla de mí apelando a su pureza, recordándole nuestro mutuo deber de castidad hasta el día del connubio.

»La tía de san Bernardino, mujer noble y piadosa, ¡piadosísima!, mandó averiguar a su hija Tobia la identidad de la joven que había inflamado el corazón de su sobrino. Y una mañana siguió Tobia los pasos ligeros del santo y al llegar a la puerta de Camolia descubrió que su bien amada era… ¡la Santísima Virgen María!, cuya efigie coronaba el arco de la puerta de la ciudad. A mí me sucedió algo parecido. Cuanto más se acercaba la fecha de mi boda, más conturbado y triste me hallaba; no me sería ya posible contener las caricias imprudentes de Mihaila, tras la ceremonia debería yacer con ella el resto de las noches de mi vida. Acudí al Señor en busca de paz, de consuelo y guía. Y una tarde, orando en la pequeña iglesia de mi aldea, comprendí que yo no podía casarme con Mihaila, porque mi corazón pertenecía por entero y hasta mi muerte a otra mujer: la Virgen Bendita».

—Padre Casimiro, abra la boca, hágame el favor, tiene que tomarse las pastillas para la tensión.

—Después de desayunar.

—¡Ya ha desayunado!

—Aún no he rezado las laudes.

—Pues las reza más tarde, ¡no me sea rebelde! Es por su bien. Así me gusta, bien abierta. Y ahora, un traguito de agua, venga. ¿Dónde está Croacia, padre?

—Ya no está, hermana. ¡Mi país ya no existe! Se han apoderado de él los comunistas, ahora se llama Yugoslavia…

—Eso queda por el este de Europa, ¿no? ¿Cerca de Grecia?

—Era un hermoso país el Estado Independiente de Croacia, una nación católica, como España. La gobernaba un gran hombre, a quien me precio de haber conocido, Ante Pavelić, el Poglavnik. Y eso es lo que me sorprende, hermana, Franco, el Generalísimo, fue también un gran hombre, qué duda cabe, y muy católico, pero si me permite decirlo, más bien pequeño, un pequeño gran hombre, con una vocecilla aguda, femenina, mientras que nuestro Poglavnik era alto, fuerte, apuesto, con voz tan poderosa que no precisaba de micrófono en sus alocuciones. Yo he tenido el honor de ser presentado al Caudillo y hube de inclinarme, casi doblarme en dos, para darle la mano, y, sin embargo, él sí ganó su cruzada contra los rojos y en cambio nosotros, los croatas, fuimos derrotados por las hordas comunistas y Pavelić tuvo exiliarse, al igual que yo y tantos otros… También Hitler y Mussolini eran buenos mozos y también ellos mordieron el polvo. Hitler se suicidó, a Mussolini lo ahorcaron… ¡Franco murió en la cama! Y a Tito, el comunista, Dios le deparó una vida larga. ¡En verdad los designios del Señor son inescrutables!

—¡Qué bien habla usted el español! ¿Cuánto hace que vive en España?

—¿En qué año estamos?

—En 1988. ¿También se le ha olvidado?

—No, hermana, es para hacer el cálculo. Yo llegué a España en 1948, hace… Hace muchos años.

«La peste asoló Siena en el año 1400. Bernardino no huyó de la ciudad, como otros nobles, sino que prodigó sus cuidados a los enfermos y dirigió, con abnegación y eficacia, el Hospital de nuestra Señora de la Escala. Esa experiencia lo transformó. Y sintió la llamada del Señor. La tía de Bernardino de Siena celebró con alborozo la renuncia al mundo de su sobrino, quien repartió sus bienes entre los pobres para vestir el tosco sayal franciscano —dijo Mar, y tras una pausa, añadió—: Su reverencia el cardenal de Zagreb, Aloysius Stepinac (quien murió mártir y algún día será santo), abandonó a su novia para desposarse con Dios. San Juan de Capistrano, discípulo de san Bernardino, rompió su matrimonio no consumado para seguir su verdadera vocación; tanto la novia de Stepinac como la castísima esposa de Juan de Capistrano acataron sumisas la voluntad de Dios, mi tía no. “Te he criado como si fueras mi hijo, he sacrificado mi vida por ti y por tu pobre hermana —me recriminó—, permanecí soltera porque ningún hombre hubiera querido tomarme por esposa con semejante carga, y ahora que estoy vieja y enferma me abandonas, y abandonas también a tu inocente hermana. ¿Qué será de nosotras sin un hombre que nos guarde y proteja? ¿Cómo vamos a arar los campos y a sembrarlos y a recoger el maíz y trillarlo, con nuestros débiles brazos? ¿Y las vacas, quién las ordeñará?” De las gallinas no habló, ni de los cerdos tampoco, porque era mi hermana Danica quien de ellos se ocupaba. Yo le dije: “Tía, no está en mi mano disponer de mi futuro, Dios me ha llamado, me ordena ser pastor de sus ovejas, no de vacas o gallinas. No padezca, no se angustie, tenga fe, confíe en el Espíritu Santo, Él proveerá”. Y el Paráclito proveyó que yo partiera al monasterio franciscano de Zagreb y que mi hermana, acuciada por una extrema necesidad, fruto del descuido y de su falsa inocencia, contrajera matrimonio con el maestro del pueblo: un serbio.

»Fue sin duda la época más dichosa de mi existencia, la rutina gratísima de la vida monacal, las oraciones comunitarias, la meditación, las visitas al Santísimo Sacramento, la compañía de los buenos frailes y de mis hermanos novicios, la ausencia de toda tentación femenina, de la cháchara inane de las mujeres, sus envidias, sus rencores, sus mezquindades… Los años pasaron, como suele decirse, volando. Fui un alumno aplicado y, si se me permite jactarme de ello, brillante; el latín, el griego, la filosofía, la lógica, la escolástica, la teodicea, las disciplinas que más quebraderos de cabeza causaban a mis condiscípulos, eran mis asignaturas preferidas. Nadie dudaba, yo tampoco, de que estaba destinado al sacerdocio. Con frecuencia, otros seminaristas menos versados en latín o más renuentes al estudio, acudían a mí. Uno de ellos, un muchacho de diecinueve años llamado Andrija, se convirtió en mi pupilo y mejor amigo. Tales eran las dotes y aptitudes que descubrí en mí, que me ensoberbecí: me creí superior a los demás seminaristas. Me vi, en mi pecaminosa imaginación, no ya sacerdote, sino obispo, arzobispo, cardenal… ¿Papa? Dios castigó mi vanidad, o fue el demonio, furioso ante mi pureza y mi devoción, quien resolvió ponerme a prueba. Y fui tentado.»

Confido in Domino, quod filia mea, precibus tuir, reddenda sit… ¡No puedo rezar las laudes con el estómago vacío! Hermana, ¿cuándo me van a traer el desayuno?

—Me conozco sus tretas, lo que quiere es desayunar dos veces, no piensa más que en comida. Esa gula, padre… Dígame, ¿usted y la hermana María llegaron juntos a España?

—No, yo a la hermana María la conocí aquí, en Quart de Poblet. Yo vine a España acompañando al arzobispo de Sarajevo, el reverendísimo Ivan Šarić. Huí con él, con Rozman, el arzobispo de Liubliana, y otros sacerdotes y frailes cuando los partisanos del mariscal Tito vencieron al ejército croata, en 1945. Alemania también había caído, y dos años antes, Italia. Sin aliados, quedamos a merced de nuestros enemigos. Nos dio refugio temporal en Austria el obispo de Klagenfurt, pero allí no nos sentíamos seguros, de modo que volvimos a emprender camino, pese a la avanzada edad de Su Ilustrísima, ¡qué penalidades no hubo de sobrellevar en sus últimos años! Recalamos en Madrid, donde fuimos muy bien acogidos por el Caudillo. Fue un alivio vivir de nuevo en un país de orden y católico, en el que nos encontramos con otros compatriotas exiliados y organizamos la Academia Católica Croata. Publicábamos una revista católica en nuestra lengua, Osoba i Duh, y yo ayudé a Su Reverencia a traducir el Nuevo Testamento al croata. A decir verdad, hermana, lo traduje yo, él puso su nombre… ¡Pequeña y disculpable vanidad del buen anciano! Aquí en España conocí al Poglavnik. Entiéndame, ya lo conocía, había escuchado sus discursos por la radio, había leído sus proclamas y artículos, había visto innumerables fotografías y retratos suyos, pero nunca lo había visto en persona. Se me encogió el corazón al verlo, hermana, ¡qué avejentado lo hallé! Y frágil. Y alicaído. Las penurias del exilio… En Argentina, donde Perón lo guareció, un sicario de Tito le disparó por la espalda y nunca se recuperó de las heridas. Franco no lo trató mal, pero tampoco bien, me duele decirlo. Concedió asilo y alojamiento a Pavelić, pero no le permitía manifestarse en público, como si le avergonzara acoger a un huésped tan ilustre, un hombre que gobernó con mano firme el Estado Independiente de Croacia durante casi un lustro, que se codeó con el papa Pío XII, con Hitler, con Mussolini… Un gran estadista. Murió en el Hospital Alemán en 1959, en su lecho de muerte sostenía entre las manos una corona, obsequio personal de su buen amigo Pío XII. Lo enterraron en San Isidro. Su santidad Juan XVIII le hizo gracia de una bendición especial. ¡Qué menos! Durante el gobierno de Ante Pavelić doscientos cincuenta mil cismáticos ortodoxos se convirtieron al catolicismo, un cuarto de millón de ovejas descarriadas volvieron al redil, gracias al buen hacer del Poglavnik, de su reverencia Stepinac, entonces arzobispo de Zagreb, y de los misioneros católicos bajo su dirección, entre ellos, este humilde servidor. ¡Qué gran labor de apostolado hicimos…! Pero el comunista Tito la malogró, ¡con qué saña nos persiguió a los sacerdotes católicos! Asesinó a centenares de hombres de la Iglesia y osó juzgar, condenar y encarcelar a ese hombre santo, Aloysius Stepinac. No creo exagerar si afirmo que la Iglesia croata es la que cuenta con el mayor número de mártires de la cristiandad. Yo mismo, si no hubiera logrado escapar, habría muerto en el martirio. Y créame, de buen grado habría dado la vida por Dios, pero me debía a mi arzobispo y a su cuidado, no podía dejar solo al pobre anciano. El caso es que no sé si de pena o de vejez, al año de la muerte del Poglavnik, murió su Eminencia, Ivan Šarić. Siguiendo el consejo del padre Oltra, confesor de Franco y franciscano, me vine a Valencia y me retiré en el convento de nuestra orden en Carcaixent, en la calle Santa Ana. ¿Conoce usted el convento, hermana?

»¿Hermana?

»¡Hermana! ¿No me oye?

—Sí le oigo, no hace falta que grite. He cerrado los ojos porque estoy exhausta, hemos tenido una mañana muy ajetreada, pero no me he dormido, le he escuchado con atención y estaba pensando que parece mentira, se le olvida lo que pasó hace un rato y recuerda con pelos y señales lo que sucedió hace más de treinta años.

—Porque hace treinta años mi vida era interesante. Yo era un hombre vigoroso todavía, en la plenitud de mis facultades. Ahora soy un viejo sacerdote que aguarda con impaciencia la llamada del Señor y se me hace larga la espera… ¡Aquí nunca pasa nada! Fui muy bien recibido por mis hermanos franciscanos. ¡Qué hermoso era el convento! ¡Y qué ordenada y plácida existencia, dedicada a la oración y a los cuidados del huerto! A mí el mundo no me gusta, no me gustó nunca. En Carcaixent me reencontré con un viejo amigo croata, el general Maks Luburić, un patriota exiliado, como yo. Se hacía llamar Vicente Pérez. Tenía una imprenta en la misma calle del convento y allí imprimía panfletos y publicaciones anticomunistas. Nunca desfalleció, murió soñando con una Croacia independiente y católica. Se casó con una española y formó aquí una familia, pero aun ocupado como se hallaba por unas cosas y otras, siempre encontraba un rato para visitarme y paseábamos los dos por la huerta del convento y recordábamos a nuestra amada y desdichada patria. De no ser por él, hermana, se me habría olvidado por completo el croata. Una primavera lo mató un comando yugoslavo. Dieron con él pese a su nueva identidad, el demonio tiene infinitos ojos e infinitas lenguas. Alguien lo delató, puede estar segura de que no fui yo. ¿En qué estación del año estamos, hermana? ¿Ya es primavera?

«¡Tres veces le ofrecieron un obispado a Bernardino de Siena y tres veces lo rechazó! —se admira Mar—. Podía haber sido obispo de Siena, de Ferrara o de Urbino, pero no quiso renunciar a su misión apostólica. Siendo guardián del convento franciscano de Fiesole, un novicio le transmitió la orden divina: “Hermano Bernardino, ve a predicar a Lombardia”. Y así lo hizo, pero no sólo predicó en la Lombardía, sino que recorrió toda Italia, difundió la palabra de Dios y el amor a Jesucristo y a su madre, María, en Bérgamo, Como, Plasencia, Milán, Viterbo, Nápoles, Florencia, Verona, Génova, Boloña, Siena…, ¡dónde no! Y pese a su voz ronca y débil, allí donde iba congregaba multitudes. Fue un magnífico orador, uno de los grandes misioneros de su época, y yo no me explico —dijo Mar—, cómo todavía no ha sido nombrado Doctor de la Iglesia, otros con menos méritos (no diré nombres) han sido exaltados a esa dignidad por la Santa Madre Iglesia. ¿Por qué Bernardino no? ¿Por ser franciscano y no dominico o jesuita…?

»Bernardino predicaba en la bella lengua toscana, su estilo era sencillo, directo, coloquial, llegaba sin esfuerzo a los corazones. Como san Vicente Ferrer, quien lo señaló como su sucesor, predicaba al alba. Tal era su fama, que las grandes iglesias y las catedrales no alcanzaban a albergar los miles de fieles que convocaba, por lo que solía predicar en las plazas públicas. Bernardino era un orador pródigo, generoso: sus sermones solían durar tres o cuatro horas. ¡En 1425 predicó en Siena, su ciudad natal, cincuenta días consecutivos! Su carisma y su elocuencia tenían el efecto de propiciar espontáneas hogueras de las vanidades, espejos, alhajas, perfumes, aceites, naipes, dados, tableros de ajedrez, libros de brujería y libros heréticos, ardían en una pira purificadora bajo el púlpito desde el cual Bernardino arrancaba a sus oyentes lágrimas de compunción con su verbo de fuego… ¿Y de qué hablaba el bien amado hijo del Serafín de Asís?»

Mar hizo una pausa, la faz serena, la mirada dulce, compasiva:

«Del amor, claro: del amor a Jesucristo y a la santísima Virgen María. —Mar arrugó el entrecejo, sus ojos ahora miraban severos—. Y de la vanidad hablaba, para reprobarla. Y de la brujería, para fustigarla. Y de la codicia de los mercaderes y de la usura de los banqueros judíos, cuya mala influencia se esparcía por toda Europa como un viento enfermo. Según el sentir de san Bernardino, el pueblo hebreo, que mató a Jesucristo (no debemos, no podemos olvidarlo), era el principal culpable de la pobreza de los honrados cristianos, por lo que convenía apartarlo de la comunidad o, como a una mala hierba, eliminarlo. Pero lo que más sublevaba al santo hijo de san Francisco era el pecado nefando:

»“No hay pecado en el mundo que más corrompa el alma que la detestable sodomía —predicaba—. Es un vicio peor que la locura, seca el intelecto al más sabio, torna mezquino y egoísta al generoso, vuelve pusilánime, iracundo y obstinado al que lo padece; su ánimo, agitado de una irrefrenable concupiscencia, no atiende a razones, sólo a su pecaminoso furor.

»”Cuando escuchéis pronunciar la palabra sodomita, escupid en el suelo y luego limpiaos bien la boca. Si no hay otro modo de que abandonen sus horrendas prácticas, quizá vuestro público desprecio pueda conmoverlos. ¡Escupid con fuerza! Tal vez vuestra saliva logre extinguir su fuego…”.

»Por causa de ese anatema disminuía la población, los varones ya no querían yacer con sus esposas, preferían retozar con otros hombres. Y las esposas languidecían, yermas, repudiadas. La peste, las inundaciones, los movimientos de tierra, ¿qué eran sino un castigo divino, el modo en que el Altísimo mostraba su ira y su insatisfacción por ese vicio inmundo? Así razonaba el buen franciscano y así increpaba a sus conciudadanos:

»“¡Oh, Italia, no hay provincia más contaminada! ¡Oíd qué primores dicen de vosotros los alemanes! ¡Dicen que no hay mayores sodomitas en todo el mundo que los italianos!”.

»En Verona, explicaba el apóstol, un sodomita fue descuartizado y sus despojos colgados de las puertas de la ciudad, para escarnio y advertencia de sus congéneres. En Génova, los sodomitas recibían el justo castigo de la hoguera. En Venecia, un sodomita fue atado a una columna, bajo la cual fue colocado un barril de pez, al que se prendió fuego. Por contra, los florentinos mostraban lenidad y hasta tolerancia hacia los miembros de Sodoma. “No hagáis como ellos —recomendó a los ciudadanos de Siena—, imitad mejor a los rectos venecianos y a los genoveses: cuando veáis a un sodomita, arrojadlo a la hoguera más próxima.”

»También Juan de Capistrano fue un eminente apóstol y un gran orador, no digo que no —dice Mar—. Y un fraile austero: solía caminar descalzo, apenas dormía, vestía una camisa de cerdas… Era un asceta, sí, pero quizá exageraba, se mortificaba sin necesidad, como queriendo llamar la atención del Altísimo con sus sacrificios. No puede negarse que continuó con eficacia la reforma de la Orden de los frailes menores emprendida por san Bernardino y era aún más fogoso que él en su condena de los herejes husitas y de los fraticelli, los cismáticos y los judíos. Y fue un sacerdote influyente, consejero de nobles, reyes y papas, vicario general de los franciscanos, inquisidor… Predicó en Bohemia, Austria, Hungría, Croacia y Polonia; cuando no estaba inmerso en su apostolado, escribía tratados contra la herejía.

»Dicen que era tal su fuerza evangélica, que en Brescia predicó ante una muchedumbre de ciento veinte mil almas (me permito dudarlo, serían doce mil, a lo sumo). Lo llamaban “el azote de los judíos”, en sus homilías acusaba al pueblo hebreo de matar niños cristianos y de cometer toda suerte de abominaciones. Su convincente verbo indujo al duque de Baviera a expulsar a los israelitas de sus tierras, y a su instancia, el duque de Franconia, el obispo Godofredo de Wurzburgo, revocó los privilegios que aquéllos ostentaban. Allí donde el santo no lograba la erradicación de ese pueblo impuro, procuraba persuadir a las autoridades, casi siempre con éxito, para que obligaran a los judíos a llevar una escarapela que los identificara. Hallándose en Breslavia, llegó a sus oídos la especie de que un acaudalado judío, de nombre Mayer, había hurtado o comprado una sagrada forma y la había profanado. El santo franciscano se empeñó en hallar al culpable de tamaña herejía y como inquisidor mandó arder en la hoguera a cuarenta hebreos el 2 de junio de 1453. Hubo semitas a los que el miedo al fuego empujó al suicidio. El gran rabino se ahorcó de un árbol. Al resto de los judíos los echó de la ciudad, pero antes, hombre compasivo, tomó la precaución de separarlos de sus criaturas, a las que bautizó, entregándolas a los cuidados de probas familias cristianas. Fue un gran misionero, no hay discusión posible. Y un soldado del ejército de Dios, por eso aparece representado con una coraza de hierro sobre su túnica franciscana. Tras la caída de Constantinopla, el papa Calixto III le encomendó una cruzada contra los turcos, que amenazaban con invadir Europa y ya habían llegado a las puertas de Belgrado. Encabezando el ejército de los cruzados, en la mano una bandera con una cruz bordada, al grito de “¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Creyentes valientes, todos a defender nuestra santa religión!”, el santo soldado derrotó a los jenízaros. Esa victoria es de mucho mérito, no lo pongo en duda, pero Bernardino de Siena divulgó en toda la cristiandad el anagrama de Cristo, IHS, fundó más de trescientos conventos franciscanos y su fuerza taumatúrgica fue muy superior a la de su discípulo. Estando en Mantua, un barquero se negó a transportarlo a la otra orilla del lago. Para admiración de todos, Bernardino atravesó las aguas sobre su capa. En Verona lo vieron resucitar a un muerto. En Siena, sanó a una prostituta expulsando al demonio de su cuerpo… Y Juan de Capistrano, ¿qué milagros obró? Dicen que muchos, pero no están probados. Fray Dragutin, mi tutor, me encareció la figura excelsa de Juan de Capistrano y buscó persuadirme para que dedicara mi tesis de Teología a la vindicación de su apostolado, pero mi corazón estaba puesto en el ejemplo pastoral de su correligionario y guía, san Bernardino, por quien siempre he sentido una especial devoción —confiesa Mar—. Anciano ya, rondándole la muerte, cuando descansaba de sus viajes y fatigas en su amado convento de Capriola, el santo de Siena pronunció sus célebres Discursos sobre las Bienaventuranzas; al glosar Bienaventurados los que lloran, conmovió a sus discípulos evocando con ternura a su inseparable compañero durante veintidós años, el dulce hermano Vincenzo, de cuya muerte no hallaba consuelo. Así recordaba Bernardino a Vincenzo: “Débil de cuerpo, con frecuencia he estado enfermo. Entonces él me sostenía, él me conducía. Si mi cuerpo se sentía desfallecer, él me alentaba. Si me mostraba alicaído o negligente en el servicio de Dios, él me excitaba.

Yo era imprevisor, olvidadizo, pero él velaba por mí. ¿Por qué me has sido arrebatado, oh, Vincenzo? ¿Cómo me has sido arrancado, tú que eras como una misma cosa conmigo, tú que eras tan conforme a mi corazón?”, se dolía Bernardino y yo con él, pues tanto como él apreciaba a su llorado compañero, amaba yo al mío, mi caro, estimado Andrija».

—¡Cómo vamos a estar en primavera, padre! ¿No se da cuenta del frío que hace? Faltan sólo diez días para la Nochebuena. ¡En qué mundo vive este hombre…! ¡Bendita ignorancia! ¿Y dice que ese arzobispo de ustedes convirtió a un cuarto de millón de paganos? ¡Es cosa seria! ¿Cómo puede ser que yo no lo sepa?

—¡Porque usted sí que es ignorante, hermana! Exceptuando Roma, la Iglesia católica de Croacia es la más antigua de Europa. Croacia ha dado tres papas a la cristiandad: san Cayo, en el siglo II, Juan IV, en el siglo VI y Sixto V, en el siglo XVI. ¿Y España, que fue un imperio y es una nación más grande y poblada, cuántos papas ha tenido?: uno solo.

—¿Cómo que uno? Tres, no, ¡cuatro!

—¿Qué cuatro?

—No recuerdo los nombres, pero son cuatro.

Sancta simplicitas! Ahora lo digo yo… ¿Qué les enseñan a ustedes en su formación religiosa? A rezar el rosario, el avemaría y poco más… Ha habido un solo papa español: Dámaso I, beato (no llegó a santo), porque Calixto III y su hijo Alejandro VI, los Borgia, no fueron precisamente corderos de Dios, y Benedicto XIII, el Papa Luna, era cismático, ¡el antipapa!

—¡Porque lo diga usted no cuentan Calixto y Alejandro! ¡Estaríamos buenos! ¿Y tienen en su Croacia a una santa como Teresa de Ávila? ¿A un santo como… san Juan de la Cruz, san Isidoro de Sevilla, san Antonio de Padua?

—¡San Antonio de Padua es portugués!

—Está usted muy quisquilloso hoy, buscándole las vueltas a todo. ¡Y yo que he venido de buena voluntad a hacerle compañía! Y eso que ha dicho del Caudillo me ha ofendido, tengo que decírselo, puede que el Generalísimo fuera bajito, pero no por ello es menos digno de admiración y respeto. Y bajito y todo, daba miedo. Yo tampoco soy alta y no me avergüenzo de ello. Usted es una torre y la hermana María también era espigada, pero los españoles, por lo común, somos pequeños. ¿Y qué? ¿Acaso no somos todos iguales a los ojos de Dios? ¿Acaso no desempeño yo tan bien mis tareas como la monja más alta del convento? Si no alcanzo a una barda, me encaramo a una silla o a un taburete, donde no llegan los brazos, llega el ingenio, padre Casimiro.

—No se enfade conmigo, hermana. ¡Usted es la única amiga que tengo en la residencia!

—Eso no es cierto, aquí se le quiere, pero si no tuviera usted ese carácter…, esos prontos… Debería refrenarlos… Se le querría más, padre. Y ahora, tengo que dejarle.

—¡No se vaya! Quédese un poco más conmigo. ¿Por qué no rezamos las laudes juntos?

—¡Qué más quisiera yo que poder quedarme con usted el resto de la mañana! Hoy no tengo tiempo de nada, ni de rezar, ni de comer, ni de conversar con usted… Es por la huelga, ¿sabe? No ha venido a trabajar ningún seglar.

—¿Cómo? ¿Una huelga?

—¡Huelga general, padre Casimiro! Todo el país de brazos cruzados.

—Con Franco no pasaban estas cosas.

—Desde que murió, todo va de mal en peor. Esto de la democracia es Sodoma y Gomorra. Los jóvenes se van a vivir juntos, amancebados, y no pasa nada. Y las mujeres abortan cuando les viene en gana. Y tampoco pasa nada. Y lo peor: como no hay hambre, no hay vocaciones. Tenemos que traer a monjas latinoamericanas, y, ¿qué quiere que le diga, padre?, no trabajan, son flojas, hay que andarles detrás todo el santo día. Es lo que tiene el hambre, que da vocaciones, pero poco sinceras.

«En mi soberbia —dijo Mar—, me creí un lirio de pureza. Podía fijar los ojos (a los que san Antonio llamó redes insidiosas y san Antonio de Padua, ladrones del alma) en el rostro o la figura de la mujer más bella sin alterarme. Nunca sentí la tentación de pecar contra el sexto mandamiento en compañía femenina, mi corazón no latía más deprisa, ni mi sangre bullía cuando me salía al paso una hermosa muchacha. Me creí libre de toda tentación por la gracia divina, casto, célibe sin esfuerzo. Y así era. Pero el demonio no pudo soportar mi pureza y urdió sus asechanzas. Andrija tenía un rostro aniñado, de facciones dulces, angelicales, el cabello del color de la mies, los ojos del azul más intenso, ese azul limpio, como el del cielo después de la lluvia, que es privilegio de la raza dinárica. Y su sonrisa era franca, alegre, tierna… ¡Qué regalo de Dios era su risa! Era apenas un muchacho, campesino como yo, de una modestia innata, una delicadeza singular, una humildad sin límites… Confió en mí. Me confesó que había buscado refugio en la vida religiosa huyendo de un padrastro ruin. Amaba a su madre con un amor extremo. ¡Oh, cuánto la echaba de menos! Yo lo consolaba. Le pasaba un brazo afectuoso por el hombro, lo estrechaba contra mí, le recordaba que en el cielo tenía una madre que lo amaba con un amor infinito y en el convento, unos hermanos, nosotros, que le guardábamos un afecto tiernísimo. Si con mis pobres exhortaciones no conseguía enjugar sus lágrimas, tomaba su mano entre las mías y le animaba a rezar conmigo:

»Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus

»Y a menudo nos sucedía que, tras el rezo, permanecíamos así, unidos, su mano en la mía, en silencio, durante largo rato. Y yo sentí que había hallado en Andrija a un verdadero hermano, a un compañero amabilísimo, como Vincenzo lo fue de Bernardino, y di gracias a Dios y a la Virgen María. Pero pronto experimenté algo distinto, una emoción que no conocía: cómo la visión del rostro puro de mi Andrija agitaba mi pecho y excitaba mis sentidos. Mis ojos lo buscaban continuamente, mis pasos me encaminaban hacia él, sólo en su compañía me hallaba en paz, contento y como poseído de una exaltación que era espiritual, pero no del todo… No del todo. Y la duda me asaltó. Y pedí ayuda a la Santísima Madre y a Cristo Rey. Postrado en el suelo de la capilla del convento, mi boca besando el polvo y la losa fría, repetí muchas veces la oración del casto san José: Virginum custos et pater, sancte Ioseph… Y luego, de rodillas, recité el Credo ante la imagen de Cristo Crucificado y mis ojos se elevaron hasta su corona de espinas y su rostro sereno y resiguieron la línea de sus brazos clavados en la Cruz, y se posaron en su torso pálido, ensangrentado, y en un descuido mío Barrabás hizo de las suyas y despojó a Jesucristo del paño que velaba sus partes pudendas y yo me recreé, con mi imaginación me deleité en la visión del Cristo crucificado totalmente desnudo… ¡ofreciéndoseme! Creí enloquecer. Desesperado, acudí a la palabra de Dios en la Sagrada Escritura:

»Los dos ángeles llegaron a Sodoma por la tarde. Al verlos, Lot se levantó a su encuentro y, postrándose rostro en tierra, dijo: “Os ruego, señores, que vengáis a casa de este servidor vuestro. Hacéis noche, os laváis los pies y de madrugada seguiréis vuestro camino”. Ellos contestaron: “No, haremos noche en la plaza”. Pero tanto porfió con ellos, que al fin se hospedaron en su casa. Él les preparó una comida cociendo unos panes cenceños y comieron.

»No bien se habían acostado, cuando los hombres de la ciudad, los sodomitas, rodearon la casa desde el mozo hasta el viejo, todo el pueblo sin excepción. Llamaron a voces a Lot y le dijeron: “¿Dónde están los hombres que han venido adonde ti esta noche? Sácalos, para que abusemos de ellos”.

»Lot salió donde ellos a la entrada, cerró la puerta detrás de sí y dijo: “Por favor, hermanos, no hagáis esta maldad. Mirad, aquí tengo dos hijas que aún no han conocido varón. Os las sacaré y haced con ellas como bien os parezca; pero a estos hombres no les hagáis nada, que para eso han venido al amparo de mi techo”. Pero ellos respondieron: “¡Venga ya! Uno que ha venido a avecindarse, ¿va a meterse a juez? Ahora te trataremos a ti peor que a ellos”. Y forcejearon con él. Pero los forasteros alargaron las manos, tiraron de Lot hacia sí, adentro de la casa, cerraron la puerta y a los hombres que estaban a la entrada de la casa los dejaron deslumbrados, desde el chico hasta el grande, y mal se vieron para encontrar la puerta…

»Y el demonio, el íncubo que había tomado posesión de mí, confirió a los ángeles los rasgos de Andrija, su voz, su dulce sonrisa, y me vi allí, en la noche de Sodoma, a la entrada de la casa de Lot, junto con los sodomitas, reclamando a gritos a los forasteros, para abusar de ellos. O yo era Lot y sentía la presión turbadora de las manos de los ángeles, la fuerza de sus brazos que tiraban de mí, hacia dentro de la casa y cerraban la puerta y nos quedábamos solos, Andrija y yo…

»¡Oh, pérfida, culpable, venenosa imaginación! Es la causa de todos los males, por ella pecó Eva, por ella se introduce sigiloso el Maligno en nuestros pensamientos y nos impulsa a los mayores desatinos. ¡Ten piedad de mí, Señor!, suplicaba yo. Y recordaba lo que dice Dios en el Levítico:

»Si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos, sobre ellos será su sangre.

»Y me repetí muchas veces la advertencia de san Pablo en su Epístola a los Corintios: ¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones.

»Y medité sobre ello y comprendí que debía reprimir y vencer mis repugnantes impulsos. Era una lucha a muerte entre Satanás y yo. Y recé, recé, recé, con unción, con fervor. Y ayuné. Hice penitencia, me mortifiqué. Y mis hermanos y mis superiores se inquietaron por mí, me veían pálido, enflaquecido, desmedrado. El buen fraile Dragutin me reprochó mi excesiva piedad, mis privaciones. “Dios no quiere sacerdotes enfermos —me aleccionó—, nos quiere sanos y fuertes para divulgar su verdad eterna.” Mi hermano Andrija sufría. No comprendía por qué me apartaba de él, lo evitaba. Y una noche llamó a la puerta de mi celda. Yo no debí abrirle, pero le abrí. Y sus lágrimas y su voz plañidera no hubieran debido conmoverme, pero lo hicieron. “¿Por qué me huyes? —me preguntó—. ¿En qué te he disgustado u ofendido?” Y lo vi tan triste y afligido… que le tendí mis brazos. Y aquella noche pequé, pecamos.

»Y era dulce pecar y era dulce arrepentirse y doloroso alejarse el uno del otro y recuperar la castidad y la gracia de Dios, para volver a pecar por obra del demonio en un momento de debilidad. Y mientras Andrija y yo vivíamos nuestra culpa, nuestro vicio, a escondidas del resto de la fraternidad, grandes cosas sucedieron en mi patria.»

—¡Hermana!

—No soy una madre, soy la Mari, la auxiliar. Disculpe que lo haya despertado, padre.

—No me ha despertado, estaba rezando. ¿Dónde ha ido la hermana?

—¿Qué hermana?

—La que estaba conmigo hace nada.

—¿La hermana Teresa?

—No sé cómo se llama, una monja. No las distingo, son todas iguales.

—Debe de ser la hermana Teresa, es ella quien me ha mandado que viniera a su cuarto.

—¿Y esta niña qué hace aquí?

—Es mi hija. La he tenido que traer al trabajo porque hoy no tiene escuela, ¡como hay huelga! Sola en casa no se puede quedar… Se llama Flor. Saluda al padre Casimiro, Florita. Es muy buena, no molesta, ya verá. Le gusta mucho venir a la residencia, dice que de mayor quiere ser monja y cuidar de los abuelos.

—¿Así que quieres ser monja?

—Síii… Quiero ser monja para ir a salvar a los negritos del África.

—¡Los negritos de África ya están bien como están! Allí las monjas no hacen más que enredar.

—¡Padre! ¿Cómo puede decir eso? ¡Con lo bien que le cuidan a usted las hermanitas!

—¡Me matan de hambre! Hoy ni siquiera me han dado de desayunar… ¿Qué hora es?

—Van a dar las once.

—¡La hora del ángelus! Y aún no he rezado las laudes… Váyase que tengo que hacer.

—Antes tengo que bañarlo y vestirlo, me lo ha ordenado la hermana Teresa.

—A mí siempre me ayuda Rubén. ¿Dónde está Rubén?

—Hoy no ha venido, por la huelga.

—¿Rubén hace huelga?

—Sí, padre. Todo el personal menos yo, me daba lástima de las hermanas y… ¿Qué hago en casa? Además, tengo una cría, necesito el dinero. Voy a prepararle el baño.

—¡Qué despropósito! ¿Cómo me vas a bañar tú? ¡Eres mujer!

—¿No querrá que le bañen las hermanas? Estoy acostumbrada a ver varones como Dios los trajo al mundo, todos los días lavo y visto a varios abuelos, no tenga reparo.

—¿Y la niña?

—La niña se esperará en el pasillo hasta que acabemos.

—No me puedo bañar sin haber desayunado.

—Ya casi es la hora de la comida, padre, aguante un poco.

—¡Yo quiero desayunar! Si no desayuno, no me baño.

—Pues sí que… Flor, bonita, ¿te quedas con el padre Casimiro mientras voy a por su desayuno?

«Al principio fueron sombras que se movían ligeras por los corredores del monasterio. Una noche, Andrija y yo descubrimos en un aposento cajas de munición, escopetas, granadas, toda clase de armas, y ese hallazgo nos inquietó, pero nada dijimos porque el objeto de nuestra visita era pecaminoso y asimismo guardamos silencio sobre las reuniones nocturnas a las que acudían civiles, algunos de ellos vestidos con sotana, y en las que participaban el guardián del convento y otros frailes, pero pronto el secreto dejó de serlo para la fraternidad, no para el mundo: aquellos hombres clandestinos eran héroes croatas, los ustachas, y las armas que el convento custodiaba tenían un fin excelso, la guerra santa. Ya nos lo había anunciado su ilustrísima el arzobispo de Zagreb, en 1935: “¡No he venido a traeros la paz, sino la guerra!”.

»En verdad la cristiandad estaba amenazada y múltiples eran los enemigos de la Iglesia de Cristo: los masones, los comunistas y los cismáticos y, ¡cómo no!, los hebreos, principales instigadores de la masonería, propagadores de la semilla diabólica del marxismo.

»Éramos como criaturas que han sido arrancadas de los brazos de su madre para ser entregadas a una despiadada madrastra, los croatas. Cándidos, inocentes, llenos de esperanza y buena fe, tras la primera guerra mundial decidimos unir nuestro futuro al del pueblo serbio en el Reino de Yugoslavia. ¿Habíamos olvidado que los serbios son por naturaleza “difamadores de la Santa Iglesia, una plaga para la verdadera fe, ladrones de sacerdotes”, como nos advirtió el papa Lucio III, “bestias pérfidas, rebeldes, heréticos”, como nos enseñó Honorio III, y “pestilentes homines”, en palabras del inquisidor Torquemada? Los seglares puede, ¡la Iglesia no! “Croatas y serbios representan dos mundos opuestos, son como el Polo Norte y el Polo Sur, nunca podrán convivir a no ser por intercesión divina, por un milagro de Dios. El Cisma Ortodoxo es la desgracia más grande que ha sobrevenido a Europa, peor que el protestantismo. ¡Los cismáticos no tienen moral, ni principios, ni verdad, ni justicia, ni honestidad!”, recordó oportunamente su ilustrísima el arzobispo Stepinac, pero nadie le hizo caso. Y pagamos nuestro error. El rey serbio de Yugoslavia se propuso aniquilar Croacia, extinguir nuestra raza, arrastrarnos a la trampa de la Gran Serbia, obligarnos a apostatar de nuestra religión y convertirnos al cisma ortodoxo. El pueblo croata fue privado de sus libertades y sojuzgado por el dictador que nombró el rey Alejandro. La Iglesia católica sufrió una persecución atroz, como nunca había experimentado en sus mil trescientos años de historia en Croacia, una nación a la que el papa León XII calificó de “baluarte de la cristiandad”. ¡No quisieron firmar el concordato! Hitler y Mussolini sí lo hicieron, pero el regente yugoslavo no. Dejó a la Iglesia de Roma a los pies de los caballos. Su santidad Pío XI, profundamente disgustado, pronunció entonces palabras proféticas:

»“¡Llegará el día en que muchos lamentarán no haber aceptado la generosa bendición que el Vicario de Dios ha ofrecido a este país!”.

»Y ese día llegó, pero antes vivimos tiempos de zozobra e incertidumbre. Tres hermanos nuestros fueron arrestados por imprimir panfletos ustachas en la Escuela Teológica del arzobispado de Zagreb, el gobierno serbio nos vigilaba, acusó a Acción Católica de complicidad con los terroristas croatas. Si defender la fe cristiana, el amor de Dios y de la Inmaculada Virgen María es terrorismo, entonces sí, éramos terroristas; si alertar del peligro bolchevique, verdadero Anticristo, de la relajación moral y de las costumbres es terrorismo, entonces sí, éramos terroristas; si amar a la patria es ser terrorista, entonces sí, yo era terrorista, pues me hice miembro de Acción Católica, una organización admirable, fundada por Pío XI, y también me convertí en cruzado, en parte por sentido del deber y voluntad apostólica, en parte para acallar los rumores que circulaban en el convento acerca de la estrecha amistad que me unía a Andrija. Yo acariciaba un proyecto que las circunstancias malograron: doctorarme en teología en el Colegio Ilírico de San Jerónimo, en Roma, y llevar conmigo, como compañero y condiscípulo, a mi buen Andrija. En la Ciudad Santa nos veríamos libres de murmuraciones e insidias, estaríamos más cerca del Señor —quien si mora en algún sitio, es en el Vaticano—, nos regalaríamos la vista y todos los sentidos con las hermosuras de la ciudad inmortal y quién sabe si, tal vez, no llegaríamos (no alcanzaría yo) a conocer al papa, prosternarme ante él, besarle el anillo… Dios tenía otros planes», dijo Mar y suspiró y enlazó las manos y cerró los ojos y los volvió a abrir, húmedos de lágrimas.

«Me ordené sacerdote. Andrija se hizo ustacha. Prestó juramento y ofreció su sagrado voto al Altísimo ante un altar adornado con el crucifijo, una vela, una granada de mano y una daga. Proclamó su disposición a sobrellevar penurias y sufrimientos, hasta el extremo de sacrificar su vida por la patria y el Poglavnik. Andrija era joven y la juventud es proclive a la pasión, al entusiasmo. Yo hubiera preferido que prestara su voto ante la imagen de la Bienaventurada Virgen María y no una granada de mano, dada su condición de diácono y fraile franciscano, y también eché a faltar que en su juramento hubiera ofrecido morir por Dios, y no sólo por la patria y el Poglavnik, pero él replicó que Dios, Croacia y Ante Pavelić, eran uno y trino.»

—¿Así que te llamas Rosa?

—Me llamo Flor.

—¡Qué más da! ¿Y cuántos años tienes?

—Once y medio.

—¿Ya has hecho la comunión?

—Sí, señor, y la confirmación también, en mayo.

—¿Vas a misa todos los domingos y fiestas de guardar?

—Sí.

—¿Y rezas al niño Jesús por la noche, antes de irte a dormir?

—Y a la Virgen María y al Espíritu Santo; rezo por mi abuelito que está en el cielo y por mi madre que trabaja mucho y por mi padre que no sé quién es.

—¡Alabado sea Dios! ¿Y eres estudiosa?

—Bueno… Yo creo que sí, pero la maestra dice que me distraigo mucho.

—Eso no está bien, has de ser una alumna aplicada, al Señor no le gustan las niñas holgazanas. ¿Y cómo andas de castidad?

—Pues…, ni bien ni mal, regular.

—¡Qué respuesta es ésa! ¿Eres casta o no?

—Es que no sé lo que es, padre, sólo estoy en sexto de básica.

—¡Y qué tendrá que ver! ¿Qué educación religiosa te dan en el colegio? Una niña de tu edad tiene que saber muy bien qué es la castidad y más tú, viniendo de donde vienes… ¿Qué miras?

—Su reloj.

—¿Te gusta?

—Sí, es muy bonito. ¡Está parado!

—No dejo que ningún relojero español ponga sus dedazos en esta joya. ¡Es de oro! Y de fabricación alemana. Ya no se encuentran relojes así. Me lo regalaron hace muchos años. Mejor dicho: lo gané. ¡Cuánto tarda tu madre! ¿Tú crees que me va a traer el desayuno?

—Seguro.

—Yo no estoy tan seguro, es una mujer y de las mujeres no puede uno fiarse… Mulier esta malleus, per quam diabolus mollit et malleat universum mundum… ¿Me has entendido?

—No.

—Mejor.

—¿Y cómo lo ganó?

—¿El qué?

—El reloj.

—¡El reloj! ¿Quieres que te cuente la historia de mi reloj?

«Dios nunca ha abandonado a la nación croata y por nuestra salvación Él dispuso que el año en que celebrábamos nuestro Jubileo, en conmemoración de los trece siglos de arraigo de la Iglesia católica en Croacia, en la primavera de 1941, los insensatos militares serbios dieran un golpe de Estado, depusieran al príncipe regente, coronaran al rey niño, Pedro, y rompieran el tratado con el Eje, mientras las masas serbias, mal aconsejadas, se manifestaban por las calles de Belgrado al grito de: ¡Mejor la guerra que el pacto! ¡Es preferible la tumba a la esclavitud!, y fue asimismo la Divina Providencia quien insufló en Hitler la ira y el impulso de venganza: el ejército alemán invadió Yugoslavia y las tropas yugoslavas, pocas y desorganizadas (por voluntad de Dios), conocieron la derrota y la capitulación en menos de dos semanas, y nosotros, los croatas, recibimos con ramos de flores, y calles y avenidas engalanadas con banderas, al victorioso ejército de Hitler, que entró en Zagreb para devolvernos nuestra libertad. El bravo coronel croata Slavko Kvaternik proclamó la fundación del Estado Independiente de Croacia, una Gran Croacia, que se extendía a toda Bosnia-Herzegovina (aunque los italianos nos quitaron Dalmacia), y aquel cuyo nombre estaba proscrito, cuyas iniciales susurrábamos entre nosotros llenos de esperanza e ilusión o, arriesgando tortura y cárcel, escribíamos desafiantes en los muros de las calles; aquél a quien los serbios tildaban de terrorista y al que atribuían toda clase de atrocidades, incluido el asesinato en París del malhadado rey Alejandro; aquel buen católico y gran patriota, el 18 de abril del año del Jubileo, regresó triunfante de su exilio italiano para tomar las riendas de nuestro joven y nuevo Estado, y ahora sí podíamos gritar a pleno pulmón: ¡Larga vida a Ante Pavelić! ¡Dios guarde a nuestro Poglavnik!

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