Valor

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»Decidí abordar el asunto más adelante, porque comprendí que eran muchos los afanes y tareas que ocupaban a mis hermanos en Cristo en Jasenovac —dice Mar—, pasado el verano, quizá, me dije, tendremos ocasión de retirarnos, siquiera un par de días, y meditar, orar, hacer examen de conciencia. En cuanto a mí, procuraba que los quehaceres del campo no me distrajeran de los puntos fundamentales de mi vida espiritual: desapego absoluto con respecto a mi nada, abandono completo en la voluntad del Señor, deseo de vivir exclusivamente para el apostolado y buen servicio a la Santa Madre Iglesia. ¡Obediencia! ¡Humildad! Santa indiferencia. Obediencia y paz. Y recordaba las palabras del Kempis: Sufre al menos con paciencia si no puedes con alegría. Procura hacer antes la voluntad de otro que la tuya. Voluntad del papa, voluntad de Dios. Sentía mi corazón transido de amor hacia la Reina de las Vírgenes, hacia el Sagrado Corazón de Jesús, hacia su santidad Pío XII y hacia el reverendísimo arzobispo Ivan Šarić, quien si me había dado un tirón de orejas, era por mi bien y sólo por mi bien, ahora lo comprendía. Hice mía la plegaria del Serafín de Asís: Jesús, ten piedad de mí, pecador, y mías las palabras de san Francisco de Sales: Yo soy como un pajarillo que canta en un bosque de espinas, ésa era mi humilde aspiración.

»La noche del día 29 de agosto un gran alboroto perturbó mis rezos, pero no permití que el ruido del mundo me impidiera concentrarme en los misterios del Santo Rosario y en la evocación de San Juan Bautista, cuya fiesta celebrábamos ese día —dice Mar—. Y el campo estaba a reventar de presos y Picili dijo que había que hacer sitio para los nuevos, así que se organizó un concurso entre los guardas ustachas, a ver quién mataba a más prisioneros con el srbosjek, y al ganador, que fue Petar Brzica, un franciscano que mató a 1.360 personas de una sentada, le dieron de premio un reloj de oro, una vajilla de plata y un banquete por todo lo alto, con cerdo asado, y al día siguiente vino a verme un ustacha que se llamaba Mile Friganović, que se quería confesar, yo hubiera preferido que se confesara con el padre Brekalo o con Culina o con cualquiera menos conmigo, pero qué le iba a hacer y esto es lo que me dijo:

»“El franciscano Petar Brzica, Ante Zrinusić, Sipka y yo hicimos una apuesta y empezamos a matar prisioneros y al cabo de una hora yo había matado a muchos más que los otros y a las pocas horas había degollado ya a mil cien personas, mientras que los demás habían matado, como mucho, a trescientos o cuatrocientos cada uno. Yo estaba feliz, como en éxtasis, nunca en mi vida me había sentido tan bien, cuando de pronto me fijé en un campesino viejo que estaba de pie y me miraba… ¡con una calma y una tranquilidad mientras yo iba rebanando gargantas…! Y no sé por qué esa mirada me dejó como helado, incapaz de moverme. Y fui a donde estaba él; me dijo que se llamaba Vukasin y que era de la aldea de Klepci, cerca de Capljina y que habían asesinado a toda su familia y que le habían enviado a Jasenovac después de hacerle trabajar en el bosque. Y me decía esto con una paz que me trastornó más que los alaridos y los gritos de los prisioneros, y yo sentí que no podía soportar esa calma, que tenía que torturarlo y hacerle aullar y de esa forma restaurar mis fuerzas y mi éxtasis y mis ganas de matar.

»”Lo senté en un tronco. Le ordené, ‘grita: ¡Viva el Poglavnik!, o te corto una oreja’, pero no dijo nada, y le arranqué la oreja.

‘Grita: ¡Viva Pavelic!, o te corto la otra oreja’, y el serbio igual, sin hablar. ‘Di: ¡Viva Pavelic!, o te corto la nariz.’ Como no me obedeció, le corté la otra oreja y la nariz. Una cortina de sangre le bajaba por el rostro; él callaba. Yo estaba fuera de mí: ‘¡Grita viva Pavelic o te arranco el corazón!’, y entonces sí que habló, me miró con su serenidad insoportable y dijo: ‘Criatura, haz tu trabajo’. Le saqué los ojos, el corazón, le corté el pescuezo de oreja a oreja y lo tiré al pozo. Pero algo se rompió en mí y ya no pude matar más en toda la noche. Brzica me ganó la apuesta”.

»Esto de confesar era un palo —dice Mar—, yo lo odiaba, odiaba confesar con toda mi alma, sobre todo a los presos croatas. El padre Brekalo se subía por las paredes con los croatas: “Los serbios están aquí porque son serbios, los judíos porque son judíos —les decía—, ¡pero vosotros habéis venido a Jasenovac porque sois traidores y comunistas, enemigos de la Santa Iglesia Romana Apostólica y de la Croacia independiente, y por eso, bastardos, malnacidos, os voy a hacer sufrir el infierno en la tierra!”. Los comunistas del campo, que lo sabían, les decían a los recién llegados: no digáis que sois croatas, decid que sois serbios, porque si no os matarán, y muchos croatas se hacían pasar por serbios y engañaban a los ustachas, y a Filipović y a Brekalo eso les daba mucha rabia. Y entonces dieron la orden de que todos los croatas tenían que ir a misa al taller de carpintería los domingos a las diez de la mañana, y para que se animaran les prometieron que les darían una comida especial, y todos los comunistas croatas, aunque eran ateos, se apuntaron. Pero antes de la misa tenían que ponerse en fila delante del confesionario que habían instalado en la carpintería, porque si no confesaban, no había comida. Y a nosotros, los curas, nos encargaron que les sacáramos en la confesión todos los secretos que pudiéramos y luego se los teníamos que contar a ellos, los ustachas, y muchos partisanos se lo olían y no confesaban nada, pero otros largaban. Y yo, por si acaso, no les dejaba hablar, cuando empezaban a contarme algo, les interrumpía: ¿Y la castidad? ¿Cómo vas de castidad?, y ellos, pues alucinaban, ¡que les preguntara eso en Jasenovac!, háblame de tus deseos impuros, les decía, no me interesa nada más, aunque de vez en cuando tenía que delatar a alguno para que aquellas bestias no sospecharan, ¡qué mal lo pasaba!, los presos me daban una pena horrible, yo era así, blando, marica, me encerraba en mi cuarto y no paraba de llorar. Y eso que yo sabía que antes o después los iban a matar a todos, y que según cómo lo mires, esos presos aún estaban de suerte, los mandaban a Gradina nada más salir de misa, recién confesados y comulgados, y morían en gracia de Dios, se iban al paraíso sin parar en ningún lado, ¿qué es la vida terrenal comparada con la gloria de los bienaventurados?, era como si les hubiera tocado la lotería, casi como si les hiciera un favor, ¿no?

»Y el día de San Lucas Evangelista, el 18 de octubre, yo me levanté con un dolor de cabeza que me moría por culpa del padre Brekalo y del padre Culina y del padre Lipovac y de fray Satán, que se habían pasado la noche de farra y no me habían dejado dormir, ¡vaya pollo montaron!, las mujeres no, a las mujeres no se las oía, bueno, sí, los gritos, y no me apetecía nada salir de la cama, ojalá me hubieran dejado tranquilo, pero Brekalo y Culina y el padre Lipovac estaban de resaca y alguien tenía que ir a decir misa, cualquiera se atreve a pasar de un ustacha que ha venido a sacarlo de la cama, y Filipović sí que estaba allí, esperándome, en el taller de carpintería, y también una cola de presos croatas recién llegados para que los confesara.

»“Hermano en Cristo, ¿has ofendido de alguna manera a nuestra Santa Madre Iglesia, de la cual forma parte nuestra nación, Croacia? ¿Has pecado contra nuestra independencia? Habla tranquilo, no temas, es con Dios con quien te confiesas, no con la policía.”

»Uno me dijo que había desertado porque le daban pánico los chetniks y otro que se había escondido de las patrullas de reclutamiento porque era el único hombre que quedaba en su familia, yo los reñía por antipatriotas, les mandaba rezar alguna cosa y luego los absolvía. No les veía la cara, por la cortina, pero notaba que estaban allí por la sombra y la respiración y el ruido que hacían al ponerse de rodillas. “In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti”, le dije al tercero, y él contestó “Amén” y yo sentí que se me iba la sangre de las venas y pensé no puede ser, es imposible, ya verás como no es, y le pregunté, dime, hijo, en qué has ofendido a Dios y él me respondió, en nada, padre, no he cometido pecado alguno del que deba confesarme, y yo reconocí su voz, aquella voz amada, tan añorada, era él, mi Andrija, Dios me lo había enviado para que lo devolviera al buen camino, creí que me daba algo, me puse nerviosísimo, pensé tiene que oírlos, los brincos que me da el corazón, hasta fray Satán tiene que oírlos, le amonesté con dulzura, hermano mío, no hay ser humano que esté libre de pecado desde la caída de Adán, ¡ni el Santo Padre de Roma!, no lo llamé por su nombre, no le dije Andrija, cuánto tiempo sin saber de ti, dónde estabas, y él me trataba de usted y de padre, como si no me conociera de nada, pero yo estaba seguro de que él sabía y también de que él sabía que yo sabía…

»La alegría del reencuentro se vio empañada por la circunstancia en que se produjo —dice Mar—. Andrija no sólo era fraile franciscano y diácono, también era un ustacha y si se hallaba en Jasenovac era debido, me duele admitirlo, a que había traicionado a su religión y a su patria. El pesar que me causó su pecado, ¡su cobardía!, se vio atemperado por el júbilo de saberlo vivo y sano y puede que también por cierta íntima satisfacción: él, mi Andrija, que se creía tan varonil, tan belicoso, era sólo un débil, impresionable muchacho, que precisaba de mi protección y amparo.

»Se tiró una hora hablando, yo estaba agobiado porque me acordaba de la cola, de Filipović, de la misa, nos van a decir algo pensé, pero no había quien lo parara, me lo quería contar, que el 1 de agosto había ido a Vrgin Most y a Cemernica con un batallón ustacha, de capellán, y que el ministro de Justicia, Mirko Puk, dictó una ley para los serbios de la zona: tenían que presentarse en Vrgin Most y allí un delegado de la Iglesia católica les iba a convertir al catolicismo, y a los que no lo hicieran, uno por uno irían a matarlos a sus casas. El día 3 de agosto había más de tres mil serbios en Vrgin Most, y a mí me hicieron explicarles, me dijo Andrija, que el obispo se había retrasado y que tenían que esperarlo y al día siguiente los ustachas trajeron camiones y obligaron a los serbios a subirse en ellos. Los llevaron a Glina, donde se suponía que un cura los bautizaría y luego podrían volver a sus casas, como gente normal, como croatas. La primera noche los ustachas llenaron de serbios la iglesia ortodoxa de Glina. Hacía un calor insoportable y había tanta gente que algunos serbios estaban aplastados contra los muros, nadie podía moverse. El comandante mandó encender todas las velas y cirios de la iglesia y también el gran candelabro en forma de araña que colgaba de la bóveda, la iglesia estaba iluminada como para una boda, con los serbios de pie, vestidos de traje, en filas apretadas, las mujeres con el pelo cubierto, los niños en brazos, esperando que los bautizaran. El comandante Luburić les preguntó:

»—¿Creéis en nuestro Poglavnik?

»—¡Sí, creemos!

»—¿Creéis en el gran Estado Independiente de Croacia?

»Y los serbios dijeron que sí, y tres veces se lo hicieron repetir.

»Cuando cerraron las puertas, empezó. Sólo se salvaron unos pocos que llevaban encima el certificado de conversión al catolicismo, a ésos los dejaron ir. A los demás los asesinaron a cuchilladas y hachazos, desde las diez de la noche hasta las cuatro de la mañana. Un serbio les suplicó no me matéis, soy inocente, y yo vi, me contó Andrija, vi cómo un ustacha le estiraba de una mano y otro ustacha de la otra y así, con los brazos en cruz, le quemaron el bigote con una vela y luego le quemaron el ojo izquierdo y después… ¡Ave María Purísima!, dije yo —dice Mar—, no quería saber más, ya sabía demasiado, y me preocupaba que estuvieran escuchándonos, siempre había algún ustacha rondando por el confesionario. Tenía que haberle preguntado por su castidad, por la gula, la pereza, la envidia, la codicia y todo lo demás, tenía que haberle preguntado si se arrepentía de sus pecados y también me hubiera gustado saber si se había acordado de mí todo ese tiempo que habíamos estado separados, si me seguía queriendo, pero eso era imposible, ¡cómo iba a preguntárselo! “Sin pecado concebida —contestó Andrija; y luego—: Hicieron lo mismo varios días seguidos. La última noche, no se molestaron en matarlos, cerraron la iglesia a cal y canto y le prendieron fuego, con los serbios dentro. Mataron a más de tres mil serbios en Glina este verano y eso lo organizaron Maks Luburić, el ministro de Justicia, Mirko Puk, y fray Hermenegildo, el guardián del monasterio franciscano de Cutnica. Por eso deserté. Y no estoy arrepentido de haber escapado, padre, de lo que me arrepiento es de haber sido ustacha, me arrepiento de haber sido fraile, ¡me arrepiento de haber creído en Dios!”, gritó Andrija, y yo hice: ¡Chsss! —dice Mar—, Ego te absolvo, no digas nada más.

»También Jesús fue tentado —dice Mar—, ¡y tantos santos y padres de la Iglesia sufrieron las agonías de la duda y de la incertidumbre! Andrija era joven e influenciable, los padecimientos de la guerra habían debilitado su fe, se precisa una convicción extraordinaria para mantenerse incólume ante los horrores del campo de batalla, para no dejarse persuadir por el Maligno, la Cruzada no es para los pusilánimes. Me propuse devolver la fe a mi pobre amigo, recordarle que Dios es misericordioso y su amor salvífico, aludir a los atroces asesinatos de croatas católicos, de sacerdotes, ¡como yo mismo!, cometidos por los sanguinarios chetniks y los partisanos. Pero mi primer cuidado fue su salvación física. En Jasenovac, la pena infligida a los siervos de Dios incursos en traición era la muerte, todavía pesaba en mi conciencia el terrible fin que hallaron a manos de Filipović y sus ustachas ocho sacerdotes eslovenos que habían osado condenar públicamente el régimen de Pavelić. ¡No me fue permitido confesarlos, reconciliarlos con Dios antes de su partida! Quería evitar ese destino amargo a mi querido amigo.

»Allí todo el mundo tenía sus favoritos, Brekalo, Culina, Filipović, tenían sus protegidos y decían a los guardas: a éste no me lo toquéis, ¿eh?, o a ésta, más bien, a ésta dadle bien de comer, ésta duerme conmigo en mi cuarto, ésta no tiene que ir a ningún taller de trabajo y los demás decían OK, y ese prisionero o prisionera hasta podían salir vivos de Jasenovac, y yo pensé, vale, ahora Andrija va a ser mi favorito. Y se lo dije a Filipović, le dije este recluso era condiscípulo mío en el seminario, un buen muchacho, muy piadoso, pero… un alma sensible, un poco delicado y…, pues… tuvo miedo de los chetniks. Lo suyo es la vida de contemplación, pero me consta que ama muchísimo al Poglavnik y al Estado Independiente de Croacia, y fray Satán me dijo: ¿Es delicado como usted, padre? ¿Son todos los frailes de Zagreb así de delicados?, y yo sabía por dónde iba, lo que quería decir, y pensé estoy perdido, estamos perdidos Andrija y yo, pero en ese momento llegó un oficial ustacha con un asunto urgente y Filipović se olvidó de mí, o se ablandó, ¡vete a saber! “Haga usted lo que quiera con ese fraile delicado”, me dijo, y yo me puse contentísimo y lo primero que hice fue impedir que enviaran a Andrija al dique, conseguí que lo metieran en la barbería, que era uno de los mejores sitios. Yo iba a verlo todos los días, le llevaba comida, porque estaba flaquísimo, muy cambiado con el pelo al cero y la barba crecida y como agujeros donde antes tenía las mejillas. Él me seguía tratando de usted y de padre y lo curioso es que en el confesionario me había explicado muchas cosas y ahora, cara a cara, no me decía nada, sólo gracias, padre, Dios le bendiga, me miraba como con miedo, como miraba a los guardas ustachas, y eso me ponía del revés: ¡Soy yo, Andrija!, quería decirle pero no podía, no allí en la barbería, con los demás presos delante y uno de ellos, sobre todo, que se suponía que era serbio pero tenía barriga y había que tener mucho cuidado con los espías.

»Esperaba con ilusión la llegada del domingo —dice Mar—, en que tendría ocasión de confesar de nuevo a mi protegido y podría hablar con él sin testigos inoportunos. Pergeñaba un plan: persuadir al padre Brekalo de que permitiera que Andrija oficiara como diácono en misa, y de ese modo, rescatarlo de la insalubridad y la aspereza del barracón de los reclusos, buscándole acomodo en nuestros aposentos. Podía compartir habitación conmigo, por ejemplo.

»Pero el primer domingo después de su llegada no me tocó confesar a mí, era el turno de Culina, ¡vaya putada!, y el lunes fui a la barbería y ese día el serbio gordo no estaba, así que aproveché para hablar un poco con Andrija y él va y me coge de las manos, como antes, y me mira a los ojos con aquella sonrisa… y me llama por mi nombre, ¡por fin!, y me dice: “No quiero ayudar en misa, no quiero seguir aquí. Por favor, ayúdame a escapar”.

»Me enojé con él, me pedía lo imposible y, lo más preocupante, su inaceptable ruego ponía de manifiesto que en nada había variado su actitud, que perseveraba en su rebeldía, en su apartamiento de la senda del Señor y lo castigué, con gran dolor, decidí mostrarle mi disgusto para que recapacitara: me abstuve de acudir a la barbería durante cuatro días, dice la niña.

»Y el quinto día me moría de ganas de verlo, no podía aguantar más, pero cuando llegué a la barbería me dijeron que lo habían mandado a la brigada de limpieza del cuartel y eso quedaba en la otra punta del campo, sólo se podía llegar en coche o a caballo. Y esa noche (una noche tranquila, a Brekalo y los otros no se les oía), me despertó un soldado, me dijo que Filipović me esperaba fuera y cuando salí, allí estaba fray Satán con cuatro ustachas y uno de ellos era Petar Brzica. Dos de los ustachas llevaban a un prisionero, lo tenían cogido de los brazos porque le habían dado tal paliza que no se aguantaba en pie, se les escurría. Fray Satán le levantó la cabeza con una mano y le iluminó la cara con la linterna. “Lo hemos cogido cuando intentaba escapar con el ingeniero Danon y otros hebreos —me dijo—. Los demás ya están muertos, pero este preso especial, tan delicado, se merece el honor de que usted, padre, le dé su castigo.” Petar Brzica se quitó el reloj de la muñeca y lo balanceó, ¡cómo brillaba! “¡Mire qué reloj, padre! —me dijo—. Es todo de oro, la correa también, de oro de ley y de fabricación alemana. Sólo los jefes de la Gestapo tienen relojes tan buenos como éste. Lo gané en una apuesta, pero se lo daré a usted, será su premio, si hace lo que tiene que hacer y se porta como un buen ustacha”, y me dio su pistola, que estaba muy caliente, ¡quemaba! No le había mirado a la cara en ningún momento, pero justo antes sí, los ojos se me escaparon, lo miraron por su cuenta y vi los suyos, los grandes ojos azules de mi Andrija, suplicándome, aterrados.»

—No recé por él, ¡era Satanás! Y tu padre es Dios. ¿Cuándo me van a traer el desayuno? —dice Flor que dijo Mar.

Mati protestó:

—Flor, mi hija no habla.

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