Valor

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»Croacia debía ser un reino, ¿dónde se ha visto una república católica?, y puesto que el Poglavnik declinó con encomiable humildad la corona de Zvonimir, un noble italiano, el duque de Spoleto, fue entronizado como Tomislav II, por recomendación de Mussolini y del gran emperador y rey de Italia, Víctor Manuel, y con el beneplácito del propio Pavelić, del arzobispo Stepinac y de Su Santidad. Tomislav II no fue un mal rey, tampoco bueno: se ciñó la corona, pero jamás pisó el suelo de Croacia. Cuando fue destronado, nadie lo lamentó ni le echó en falta.

»Alemania, Italia, Eslovaquia, Bulgaria y España, entre otras naciones, se aprestaron a reconocer al Estado Independiente de Croacia; el Beatísimo Padre Pío XII recibió en audiencia al Poglavnik y nos hizo la merced de enviarnos a un nuncio, el buen prelado Marcone, en prueba de su complacencia y de su predilección por nuestra patria.

»El reverendísimo señor Aloysius Stepinac se reunió con Pavelić y dispuso que se celebrara un tedeum de Acción de Gracias en todas las iglesias de Croacia. A sus presbíteros nos dirigió una hermosa y conmovedora carta pastoral, en la que escribió con inspirada pluma: “¿Es preciso mencionar que la sangre fluye más rápido por nuestras venas, que nuestro corazón late más deprisa en nuestros pechos? ¡No hay sabio que pueda juzgarnos, ni persona honesta que pueda hacernos reproche alguno, pues el amor por el propio pueblo está escrito en el ser humano por el dedo de Dios y es un mandamiento del Señor! A dominio factum est istud et est mirabile in oculis nostris. ¡Dios ha hecho esto y nuestros ojos están maravillados!” Su ilustrísima, el arzobispo de Sarajevo Ivan Šarić (un gran sacerdote y excelso poeta, quien me había señalado con su amistad y había tenido a bien publicar en la hoja diocesana de Sarajevo, Vrhsbosna, un par de articulillos míos) compuso un bello himno en honor de Ante Pavelić, que pronto coreamos en todos los monasterios: ¡Oh, Poglavnik, sois el ídolo de los croatas / cuyos antiguos y sagrados derechos defendéis! / Que la fama eterna sea con vos / ¡Oh, divino ustacha! / Más amada que una madre es la libertad para vos / Cual gigante la defendéis erguido contra los avariciosos judíos con todo su dinero / Deseosos de vender nuestras almas / Y traicionar nuestro buen nombre, ¡los miserables! / ¡Siempre estaremos dispuestos a defender a la patria! / ¡Por la patria con renovado celo, por nuestra amada patria! / ¡Que el rey celestial esté contigo eternamente, querido líder Ante Pavelić!

»Y también entonábamos, sí, aunque fuera profano, Nuestra amada patria, el himno ustacha:

Humean las pistolas y atruenan los cañones,

Golpeando como el rayo,

Por su patria Croata,

Luchan los ustachas.

»Andrija no podía cantarla sin que se le quebrara la voz, tan henchido de fervor patriótico se hallaba. Incluso caminaba de otra manera, con paso enérgico, haciendo resonar las suelas de sus sandalias sobre el enlosado del monasterio, como remedando el taconeo nervioso de los oficiales ustachas que entraban y salían a discreción del convento y a mí me daban miedo. Adoptó el nuevo saludo revolucionario, el brazo extendido al estilo romano y el grito estentóreo: “¡Por la patria!”. Yo le respondía: “¡Listo!”, y le devolvía el saludo fascista, en lugar de estrechar con ternura sus manos, sonreírle, decir: “Ave María, hermano, que Dios te bendiga”, porque los ustachas desaprobaban, por burgueses, los saludos tradicionales, ya no podíamos decir “Buenas tardes” o “Buenos días” o “¿Cómo está usted?”, menos aún, “beso su mano”, ahora el único saludo permitido era: “Za Dom! Spremni!” y hasta las monjas formaban ante las fuerzas ustachas, el brazo en alto, sus voces angelicales (no siempre, a veces) proclamando su disposición entusiasta a morir por la patria. Y el Poglavnik.

»Fueron días de júbilo y alborozo para la nación croata y yo me regocijé, como todos, aunque una íntima pena empañaba mi dicha: Andrija me rehuía. Yo hubiera querido que él fuera mi Vincenzo, pero él prefería ser san Juan de Capistrano; se soñaba guerrero, viril, ustacha, me reprochaba la delicadeza de mis gestos y ademanes, mi blandura, mi carácter pusilánime, rechazaba airado la más tímida caricia, ya no me hacía confidencias, tenía amigos nuevos: otros frailes del movimiento y los propios milicianos ustachas, tan apuestos y varoniles en sus uniformes… Satanás no me daba sosiego, yo veía a esos mozos esbeltos y sentía a la vez celos y un agudo deseo. Me mortificaba clavando las uñas de la mano izquierda en la palma de la derecha, evocaba en mi mente el calvario de Cristo, sus santas llagas, me encomendaba al casto san José, pero el recuerdo del suave roce de la piel de Andrija, de su mejilla imberbe apoyada en mi cuello, su olor, su voz, el latido acompasado de su corazón, del que el mío se hacía eco, se apoderaba de mí, me trastornaba. “¡Oh, Dios mío, déjame pecar una sola vez más y luego haz conmigo lo que quieras! —suplicaba—, ¡envíame la enfermedad, el hambre, las tinieblas, haz de mí un tullido, ciégame si eso ha de aplacar tu cólera, pero permite que vuelva a estrechar contra mi pecho esa cabeza amada!” No era a Dios a quien rogaba, sino al demonio, y era el maligno quien me insinuaba que la vida en el Señor es áspera, dura, ingrata, hecha de renuncias y padecimientos, mientras que el vicio es cálido, dulce, deleitable. ¡Qué miserias padecí! Deambulaba por el monasterio como sonámbulo, el alma en vilo, el corazón sangrando. “¿Por qué a mí, Señor? —increpaba al Altísimo—, ¿por qué me sometes a tan dura prueba a mí, que soy tibio y flojo, y no al guardián del convento o a fray Dragutin?”, y aguardé una señal suya, una indicación de su voluntad, pero no me llegó —se queja Mar—, Dios no atendió mi ruego, entonces me dirigí a mi madre, la Virgen Santísima, y le pedí que intercediera por mí ante su hijo, mi amado Jesucristo, y el Cordero de Dios se apiadó de mí, me dio ocasión de redimir mi pecado, de expiar mi culpa y salvar mi alma: la Santa Cruzada.

»Al igual que en España la Iglesia católica (con la ayuda inestimable del general Franco, de Hitler, de Mussolini y de las fuerzas fascistas) se alzó contra el gobierno del Frente Popular, contra el ateísmo y el bolchevismo, nosotros, los clérigos croatas, teníamos la obligación de apoyar a los valientes ustachas en su batalla contra el enemigo comunista, contra los masones, los hebreos y los serbios, pero sobre todo debíamos esforzarnos en recuperar para la fe verdadera a tantas ovejas perdidas, extraviadas en la religión cismática. No sólo nuestros obispos nos alentaban a emprender esa gozosa labor de apostolado, la prensa católica, Katolicki list, Vrhsbosna, Hrvatska Straza, Nedelja, nos exhortaba a hacer realidad el viejo sueño de reconciliación entre todos los croatas, entre aquellos que se creían serbios (y, errados, seguían practicando la religión ortodoxa) y los católicos. Unum ovile et unus pastor.

»La posteridad ha sido injusta con el gobierno de Ante Pavelić. Los vencedores, no contentos con su triunfo, suelen complacerse en calumniar a los vencidos y así sucedió en el caso del Poglavnik, cuya figura ha sido denostada y comparada con Mussolini y Hitler, olvidando, o eligiendo olvidar, que mientras el Duce y el Führer eran ateos, y por ende, inmorales, Ante Pavelić era un católico de misa diaria. Tan pronto ocupó el poder, emprendió una regeneración moral. Castigó el aborto con la pena de muerte, prohibió la prostitución (que promueven y practican los hebreos), las medidas contraceptivas, la mendicidad, la blasfemia, los juramentos (a los que tan aficionados son los serbios), el alfabeto cirílico, el culto ortodoxo, las misas en glagolítico, el judaísmo… ¡Y la sodomía, penada con el campo de concentración! (Yo me congratulé de esa medida, el temor al castigo terrenal habría de reforzar y afirmar mi abstinencia tanto o más que el temor de Dios, pues el castigo divino se nos antoja lejano y en cambio, el de los hombres, amedrenta y espanta, es inmediato.)

»La familia y la fe católica eran los pilares sobre los que se asentaba el joven Reino Independiente de Croacia. Y el amor a la patria y la pureza de raza… Todos los croatas éramos godos, ¡arios!, a diferencia de los serbios, quienes descienden de razas inferiores, los ilirios, los eslavos… ¡Hasta en eso nos habían engañado! El gobierno ustacha promulgó leyes para evitar que degradáramos la raza mezclándonos con serbios, judíos y gitanos, a los que, para distinguirlos, se obligó a llevar un brazal: amarillo con una estrella y la letra Z para los hebreos, y azul, con la P de pravoslavos, para los cismáticos (los gitanos no precisaban ningún distintivo, se les reconocía de inmediato). En buena lógica, se prohibieron los matrimonios mixtos, se apartó de los organismos oficiales a los no arios (la quinta columna) y se restringió su libertad de movimientos. No puedo negar —admite Mar—, que en los locales públicos fueron colgados letreros que impedían la entrada a serbios, gitanos, judíos y perros, pero (y esto nunca lo mencionan nuestros detractores) por recomendación directa del nuncio vaticano Marconi, del propio Pontífice y de nuestro Arzobispo, Aloysius Stepinac, por deseo expreso de la Iglesia católica, el Poglavnik creó una nueva categoría que desconocían los alemanes y los tedescos: los Arios Honorarios. ¿Y quiénes podían ser Arios Honorarios? —pregunta Mar, y se contesta, gozosa—: ¡Todos aquellos judíos y serbios que se convirtieran al catolicismo! Los gitanos no, y los perros tampoco.

»Ya de niño —dice Mar— me apenaba la certidumbre de que mis vecinos y condiscípulos serbios se verían privados del Paraíso, de esa vida eterna, tras la terrenal, de la cual sí gozaríamos nosotros, mi tía, mi hermana, yo, y todos los demás católicos de mi pueblo. No entendía cómo los cismáticos podían perseverar en el error y condenarse sin remisión a los tormentos del infierno. ¿Por qué Dios, que es bondadoso y todo lo puede, permitía que tantas almas se perdieran para la salvación? ¿Cómo era posible que los serbios ortodoxos dudaran de la inmaculada concepción de la Virgen María? ¿O que no comprendieran y aceptaran que el Espíritu Santo procede no sólo del Padre, sino también del Hijo? ¿Cómo podían cuestionar la existencia del Purgatorio? ¡O la Supremacía Universal del Obispo de Roma!… Preguntas sin respuesta que turbaron mis noches infantiles. Ahora, cercano al mediodía de mi existencia, el Altísimo me deparaba la oportunidad de sanar aquellas pobres almas. No hay mejor ocasión de apostolado que la Cruzada. Ni mayor venero de santos. No aspiraba yo a tan alta condición, me conformaba con ser un buen misionero y rebautizar, cuando menos, a cuatro o cinco mil cismáticos. (Si más adelante mi labor apostólica se veía recompensada con el anillo episcopal, era algo que no me concernía, aunque no cabía descartarlo.) Creí comprender por qué Satanás se había empeñado con tanto ardor en torturarme, por qué mi carne y mis sentidos habían sido tentados con tamaña inquina: yo estaba llamado a una gran misión y el diablo quería malograrla.»

—¿Adónde vas?

—A buscar a mi madre porque tarda mucho.

—¡Te estoy contando una historia! ¿No sabes que es de mala educación interrumpir a los mayores? Vuelve a sentarte.

—Es que… me aburro.

—¡Más te aburrirás en el Purgatorio! Si te vas, tu madre no volverá y me quedaré sin desayuno. Si te portas bien, estás calladita y escuchas hasta el final, te contaré algo más… Te diré quién es tu padre.

«Me enviaron a convertir a los serbios y a los judíos y tal, a un sitio que se llamaba Eslavonia —dice Mar—, y era el verano de 1941 y hacía un calor horrible y había soldados por todas partes, alemanes, italianos, ustachas, domobrani… No estábamos en guerra pero no lo hubiera dicho nadie. Yo iba vestido con el hábito de capuchino que llevaba siempre y que estaba asqueroso, y sudaba muchísimo y me moría de sed, y cuando llegué al convento franciscano de Našice no me dieron tiempo ni de comer, ni de descansar, ni de ducharme (en aquella época no se duchaba nadie), nada más verme el guardián del monasterio, que era el que mandaba más, el que mandaba a todos, me dijo que acompañara a fray Sidonije Scholz a convertir un pueblo entero. Ese cura era famoso porque él solo había rebautizado a más de dos mil serbios y a mí me daba un poco de envidia, pero envidia sana, ¿no?, y aunque estaba supercansado me fui sin protestar con fray Sidonije porque pensé, me fijaré en cómo lo hace y aprenderé a convertir serbios tan bien, que el que tendrá envidia será él.

»Y llegamos a una aldea que no me acuerdo de cómo se llamaba, un pueblo de mala muerte, con casas de madera tan cutres que parecían chozas y como no tenía iglesia (la habían quemado), los campesinos se habían juntado en una especie de plaza y las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza y tenían cara de pueblo, y también cara de miedo, y a mí no me extrañó nada porque iban con nosotros unos ustachas que eran como nazis croatas, con pistolas y bayonetas. Fray Sidonije se vistió con las ropas que teníamos que llevar los curas para dar misa, el alba, la casulla, el cíngulo y todo el rollo. Yo me había dejado el equipaje en el monasterio y no tenía qué ponerme, y así, sólo con la túnica, en misa no podía estar, ¡ya me podía dejar aunque fuera una estola!, pero fray Sidonije no me dejó nada y eso me dio mucha rabia y encima me mandó que me colocara a su derecha, ¡como si fuera su diácono o su sacristán!, y yo era tan sacerdote como él, ¿qué se pensaba?, así que le dije que no me daba la gana y él se rayó y me dijo: “No era mi voluntad ofenderle, padre. Se lo ruego, diga usted la misa”, y se puso a mi derecha, como dándome a entender que él no le hacía ascos a nada y eso me puso de los nervios, así que empecé a predicar un poco de cualquier manera, estaba tan cabreado y tan cansado que sólo me acordé de decirles lo del Concilio de Nicea y el de Toledo y lo de la Inmaculada Concepción y que se tenían que quitar la mala costumbre de santiguarse de derecha a izquierda, y ya no sabía qué más decirles, la verdad, y entonces fray Sidonije va y me corta, con muy mala educación, pésima: levanta los brazos para que me calle y se pone a gritarles.

»—Bueno, ya sabéis que habéis perdido a vuestro cura ortodoxo, así que no tenéis más remedio que convertiros al catolicismo. Si entre vosotros hay alguno que se considere serbio, deberá irse al otro lado del Drina, porque aquí no tenemos sitio para los de esa calaña. Ésta es una nación croata y ustacha, y todo aquel que quiera vivir aquí debe convertirse al catolicismo, es su única salvación. Será croata y gozará de los mismos derechos que los demás, no deberá temer por sus propiedades, ni por su vida, ni por la de sus familiares, pero el que insista en aferrarse a la fe greco-ortodoxa, será tenido por enemigo del Poglavnik y del NDH y lo expulsarán de la aldea. Si tiene suerte, los ustachas lo enviarán al campo de concentración de Jasenovac, en otro caso, lo matarán, porque son las órdenes que tienen. No hay tiempo que perder, debéis decidiros ahora mismo: ¿quién quiere convertirse al catolicismo?

»Y todos los serbios levantaron la mano, claro, y fray Sidonije les dijo que tenían que pagarle cada uno ciento ochenta kuna y que no podían faltar a misa ningún día y que les pasarían lista. Y luego cantamos un tedeum y sirvieron un banquete (para los serbios no, para nosotros) y vinieron los discursos y los brindis, larga vida al Poglavnik y a la nación croata y tal y cual, y fray Sidonije, que estaba un poco pedo, se levanta y grita —gritaba siempre—: “¡Hasta ahora, hermanos, hemos defendido nuestra religión con la cruz y el breviario, pero ha llegado el día en que tenemos que impulsar nuestra fe con una pistola y una escopeta!”, y lo aplaudieron a rabiar y él se animó y sacó una pistola y disparó un tiro al aire y yo me agaché, porque no estaba acostumbrado, y entonces todos dijeron: “¡Que hable el fraile de Zagreb!”, y yo me moría de vergüenza pero me hicieron ponerme de pie, yo notaba que estaba a punto de llorar, me daban pena esos serbios, no sé por qué, porque me recordaban a la gente de mi pueblo seguramente, y a mi hermana y su pecado, que yo no sabía si era niño o niña, y no quería llorar por nada del mundo y abrí la boca y la tenía seca y no me salía ninguna palabra, ¡ninguna!, y estaba tan agobiado que me dio un mareo y me desmayé.

»Me llevaron al monasterio y me tiré dos días en la cama de lo mal que me encontraba y del miedo que me daban todos aquellos ustachas y oficiales alemanes y espías de la Gestapo que entraban y salían del convento como Pedro por su casa, había algunos monísimos, había alemanes y ustachas que estaban superbuenos, así altos, rubios, cachas, pero no me apetecía ligármelos, cuando los veía me daban ganas de salir corriendo, y pensé ya no soy gay, estoy curado, y recé y di gracias a Dios y a la Virgen María y al Espíritu Santo; rezaba todo el rato, antes de que saliera el sol y justo después y a media mañana, por la tarde y por la noche, venga a rezar, rosarios, novenas, jaculatorias, lo que quieras, y todos los días iba a misa, comulgaba y leía el Breviario, bueno, lo leía cuando podía porque estaba hiperliado con tanto bautizo.

»Una vez fuimos a un pueblo que se llamaba Jurkovac y fray Sidonije mandó a los ustachas que le trajeran a Vlajko Popović, un tendero, y que lo mataran allí mismo delante de nosotros, porque ese Popović les decía a los serbios que no se convirtieran al catolicismo, pero no lo encontraron porque se había escapado. De todas maneras, los serbios del pueblo se enteraron de lo que había pasado y vinieron corriendo a pedirnos por favor que los bautizáramos. Y otra vez fray Sidonije mandó asesinar a un pope ortodoxo que se llamaba Djorge Bogić, lo sacaron de su casa, le cortaron la nariz, la lengua, le arrancaron la barba, le rajaron la tripa y le ataron al cuello los intestinos. Fray Sidonije era un salvaje y yo no quería ir de apostolado con él porque me ponía enfermo, le pedí al guardián que me dejara ir solo, le dije: «Padre, creo que ya estoy preparado», y cuando llegué a la aldea con los ustachas, me encontré con que no había serbios que convertir porque los habían matado a todos. Y esa noche en el refectorio fray Sidonije se puso a chulear como siempre de todos los cismáticos que había rebautizado y de que había salido en el periódico y de que le iban a dar una medalla y luego contó que tenía un amigo, el párroco de Gorica, que había dicho en misa: “¡Hermanos croatas, id y matad a todos los serbios! ¡Primero debéis asesinar a mi hermana, que está casada con un serbio, y luego a todos los demás, desde el primero hasta el último! Cuando hayáis acabado, volved a confesaros a la iglesia y yo os absolveré de vuestros pecados”, y yo pensé en mi hermana Danica y ya no pude más y me rayé y exploté —dice Mar—, escribí una carta.

»Miserere mei, Deus: secundum magnam misericordiam tuam —canta Mar—. ¡Oh, Dios, ten compasión de mí, por tu amor ten compasión de mí! / Por tu gran ternura, borra mis culpas / ¡Lávame de mi maldad! ¡Límpiame de mi pecado! / Reconozco que he sido rebelde / Contra ti he pecado, sólo contra ti / haciendo lo malo, lo que tú condenas / Por eso tu sentencia es justa, tu juicio irreprochable / En verdad, soy malo desde que nací, desde el seno de mi madre.

»No podía llevar sandalias porque el campo estaba embarrado y lleno de charcos —dice Mar—, y para que no se me manchara la túnica me la remetía dentro del cordón, pero igual la llevaba hecha una mierda. ¡Jasenovac era enorme!, por un lado daba al río Sava, por el otro al río Una. Había torres muy altas de madera desde donde vigilaban unos ustachas con uniformes amarillos, que apuntaban hacia dentro, no hacia afuera, y estaba todo rodeado por barreras de alambre con pinchos, como si fuera una jaula. Era un campo de trabajo para personas indeseables y peligrosas, que eran todas serbias, judías, gitanas y comunistas. Y gays, claro. En realidad no era un campo sino muchos: el 1, el 2, el 3, el 4, el 5, el 6, el 7… Tenían que improvisar sobre la marcha porque no paraba de llegar gente indeseable y peligrosa y eso que muchos se morían por el camino, aun así. Nada más entrar, les quitaban todo lo que tenían, les rapaban el pelo y los encadenaban. Eran tantos, que a algunos no había dónde meterlos, así que dormían al aire, cubiertos sólo por un tejado, y como en invierno hacía frío, se morían y dejaban sitio para los nuevos.

»De las dos chimeneas de la fábrica de ladrillos salía un humo muy negro que olía de pena. Estaban muy preocupados porque el pestazo llegaba hasta el pueblo de Jasenovac, y aunque ahora todos los que vivían allí eran croatas, hacían preguntas y protestaban, y el comandante Picili dijo: habrá que buscar otra solución, y Ljubo Miloš dijo: los alemanes los matan antes de meterlos en el horno, y Pilici dijo: eso qué tendrá que ver, cuando los quemas huelen lo mismo; sí, dijo Miloš, pero no gritan.

»Su reverencia Ivan Šarić me contestó a vuelta de correo —dice Mar—, lo cual tenía algo de milagroso, porque ahora sí estábamos en guerra: los nacionalistas serbios, los diabólicos chetniks, y los comunistas del Frente de Liberación Popular, los partisanos (muchos de ellos croatas, traidores a su patria, vergüenza de nuestro pueblo), amenazaban la estabilidad de nuestra Gran Croacia. La misiva del Reverendísimo Señor era a la vez severa y cordial, cálida y reprobatoria.

»Me reprochaba el augusto prelado que me permitiera cuestionar el carisma, la labor pastoral de fray Sidonije. ¿Con qué autoridad ponía yo en duda que sus catecúmenos abrazaran espontáneamente la fe católica, inspirados por la gracia divina, impulsados por su libre voluntad, con convicción plena?

»¿No pecaba yo acaso de arrogancia, de soberbia, juzgando así a un hermano que tanto empeño ponía en cosechar almas para nuestro señor, rescatándolas de las tinieblas, brindándoles la gloria de los bienaventurados? ¿Qué es la breve existencia humana comparada con la vida eterna?

»El río Sava se desbordaba sin parar, inundándolo todo, y por eso construían un dique —dice Mar—, y desde que salía el sol hasta que se iba, los prisioneros cavaban y llenaban de tierra las carretillas y luego las vaciaban en el dique, pero como el suelo estaba mojado y muchos iban descalzos, se resbalaban, y los ustachas les daban con el látigo, daba penita verlos, a los presos, tan flacos, levantarse pringados de barro y coger otra vez la carretilla. Pero si se quedaban en el suelo era peor, porque los metían a ellos en la carretilla y los echaban al dique revueltos con la tierra. Los ustachas tenían mucha manía en que no asomara nada, ni una mano, ni un pie, ni un dedo, sobre la arena chafada, pero a veces tiraban al agua a tantos presos que había dos diques, uno de tierra y otro de cadáveres.

»Es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad que tras mil años de historia, el pueblo croata merecía ser dueño de su destino, ser libre y crear su propio estado —me escribió el arzobispo de Vrhbosna—. Y es asimismo cierto que nuestro Eminentísimo Poglavnik, un verdadero mártir, ha contribuido al renacimiento de nuestro Estado independiente. Los croatas nunca seremos capaces de agradecerle lo que ha hecho por nosotros. Es un hombre piadoso, modesto, humilde, un modelo para todos. ¿Sabía usted que mandó a sus hijos internos al convento de las Hermanitas de la Caridad, en Zagreb, y pidió a la madre superiora que les asignara camas duras, incómodas? Sólo un verdadero mártir da muestra de un espíritu tan espartano. Es un Apóstol, un don de Dios. Deberíamos dar gracias a la Providencia por enviárnoslo.

»Había de todo en Jasenovac, ¡hasta un lago! —se maravilla Mar—, y muchos talleres de trabajo, aparte de la fábrica de ladrillos: la herrería, la carpintería, la sastrería, la barbería, un hospital, un cementerio… En la herrería los presos fabricaban herramientas, sierras, hachas, las cadenas que llevaban en los tobillos y unos cuchillos muy especiales, con un diseño un poco raro, curvados, con el filo para dentro, que degollaban muy rápido y se llamaban “srbosjek”, o sea, mataserbios.

»Los alemanes y los domobrani y las milicias ustachas no hacían más que mandar gente peligrosa e indeseable para Jasenovac, niños, viejos, mujeres, hombres… Y Picili se tiraba de los pelos, era imposible vigilarlos a todos. El día de Navidad de 1941 llegaron setenta y cinco serbios de Lipik y Ljubo Miloš, el subcomandante, se rebotó.

»—¿Y por qué siempre me toca a mí matar a los serbios? ¿No hay más campos en Croacia, o qué?

»¿Hay algún juez entre vosotros? —les preguntó a los serbios y uno de ellos salió de la fila y dijo que se llamaba Vlado Ilić y que era juez del distrito de Pakrac.

Miloš le preguntó a cuántos croatas había condenado a muerte y el serbio le dijo que a ninguno porque las sentencias de muerte no eran cosa suya, y Miloš se rayó y le dijo, ¿qué te parecería que yo te condenara a muerte?, y el serbio no le respondió y volvió a la fila y al poco Miloš lo llamó otra vez, ¡que venga el juez!, y cuando lo tuvo delante le dijo que se quitara el abrigo y la chaqueta, no sé por qué, pero se lo dijo, y luego lo llevó frente a una pila de ladrillos, le arrancó la metralleta a un ustacha, y ra-ta-ta, se lo cepilló, pero resulta que no lo había matado bien porque respiraba, así que le disparó tres veces más y luego le sacó el corazón con un cuchillo y nos lo enseñó. Había que acabar el trabajo y un abanderado ustacha, Matković, pidió al subcomandante que por ser Navidad le permitiera matar a un serbio y Miloš dijo que bueno. Matković agarró a un prisionero y le quitó el corazón, como Miloš al suyo, sólo que éste todavía estaba vivo. Y siguió dando la vara, por favor, por favor, déjame matar a diez serbios más, que es Navidad, y Miloš le dijo haz lo que quieras y yo me hice pis encima pero creo que nadie se dio cuenta.

»Soy un ustacha… Cristo y los ustachas y Cristo y los croatas marchan juntos a través de la historia. Desde el primer día de su existencia, el movimiento ustacha viene luchando por la victoria de las verdades cristianas, de la justicia, de la libertad, de la verdad. Nuestro Salvador velará por nosotros en el futuro como ha hecho hasta hoy, es por ello que nuestra nueva Croacia ustacha es una con Cristo, Cristo y los croatas y nadie más. Todo croata honesto y decente tiene la obligación de ser ustacha, usted, hermano en Cristo, también, me advirtió Su Reverencia en su carta y había un velado reproche en esa admonición, o no tan velado, como averigüé después —reflexiona Mar—, y, sin embargo, yo era miembro de Acción Católica. ¡Y Cruzado! Nuestro común amigo, el presidente de los Cruzados, el padre Felix Niedzielski, es un destacado ustacha y vicegobernador de Bosnia. El estimable padre Grga Peinović, director de todos los Cruzados, ha sido nombrado presidente de la Oficina Central de Propaganda Ustacha. El padre Stjepan Lukić es el comandante adjunto de campo de Zepce, el padre Dragutin Kamber es comandante ustacha del distrito de Doboj… Muchos son los sacerdotes croatas que no han dudado en asumir responsabilidades de policía y gobierno en nuestra patria. ¡Son centenares los presbíteros que afrontan los rigores y el peligro de la guerra, asistiendo a nuestro ejército como capellanes! ¿Debo recordarle que su reverencia, Aloysius Stepinac, es vicario castrense del ejército ustacha?

»Antes de llegar yo, el 15 de septiembre de 1941, en el Septenario de la Dolorosa, precisamente, Picili mandó matar a todos los presos que no podían trabajar. Matar de golpe a setecientas personas parece fácil pero no lo es, para nada.

»Su santidad Pío XII, ha concedido audiencia a nuestro Poglavnik, al buen arzobispo Stepinac y a una delegación de jóvenes ustacha, ha bendecido a nuestra joven nación y sigue con esperanza la gran labor misionera de nuestra Iglesia. Il Santo Padre ama i Crociati! La Conferencia Episcopal de Zagreb, a la que asistí junto con el resto de obispos croatas, el 17 de noviembre de este año, otorgó la aprobación canónica al régimen de conversión al catolicismo y creó un comité, encabezado por el reverendísimo arzobispo de Zagreb, Aloysius Stepinac, que vela por su cumplimiento. ¡Más de doscientas mil nuevas ovejas se han sumado ya a nuestro rebaño! ¿No es acaso este milagro prueba y señal de la voluntad de Dios?

»Los mataban con barras de acero, a martillazos, a golpes de azada (a los niños, a las mujeres y a los viejos), a patadas, estrangulándolos, quemándolos en los hornos, con látigos de cuero, ahorcándolos, de un tajo en la garganta con el mataserbios… A muchos no hacía falta matarlos porque se morían solos, de frío, de hambre, del tifus. Y los que podían, se suicidaban.

»La plaga bolchevique busca aniquilarnos, arrancar de raíz el trigo que hemos sembrado, agostar en nuestro suelo la semilla católica. ¡Estamos en guerra, padre! Hasta nuestros aliados conspiran contra nosotros. Los italianos han vuelto y han restablecido su autoridad civil y militar. Las iglesias cismáticas reviven en Dalmacia tras su regreso y los sacerdotes ortodoxos que se habían escondido vuelven a predicar con toda libertad. Los italianos parecen favorecer a los serbios y perjudican a los católicos. ¡Incluso los alemanes de Hitler prestan oídos a las calumnias y bulos que sobre nosotros difunden nuestros enemigos!

»Mile Budak, el ministro de Cultura y Educación, dijo:

»“El movimiento ustacha se basa en la religión. Para las minorías (serbios, judíos y gitanos) tenemos tres millones de balas. Mataremos a una tercera parte de los serbios, deportaremos a otro tercio y al resto los forzaremos a abrazar la religión católica. De este modo, la nueva Croacia se librará de los serbios y en el plazo de diez años será católica al cien por cien”.

»Y cuando me enteré, me entraron unas ganas locas de convertir serbios —dice Mar—, pero allí no me dejaban, en Jasenovac no podía; Maks Luburić, que era el comandante de todos los campos de concentración de Croacia y por eso siempre venía con prisas, pegaba cuatro berridos, daba órdenes a everybody y se iba enseguida, había decidido que a los serbios de Jasenovac había que matarlos a todos. Pero si me hubieran dejado convertirlos antes de matarlos… Habrían ido al cielo o al purgatorio, porque era el colmo que después de lo que les hacían, se fueran directos al infierno.

»Hasta ahora Dios ha hablado a través de las encíclicas papales… ¿Y? Se taparon los oídos… Ahora Dios ha decidido usar otros métodos. Organizará misiones. Misiones europeas. Misiones mundiales. Y las dirigirán no los sacerdotes sino los comandantes del ejército, comandados por Hitler. Los sermones serán atendidos con la ayuda de los cañones, las ametralladoras, los tanques, los bombarderos… El lenguaje de estos sermones será internacional, me escribió el arzobispo Šarić. ¡Debemos emplear métodos revolucionarios al servicio de la verdad! Es indigno de los discípulos de Cristo pensar que esta lucha se librará con los guantes puestos. Hemos lanzado una nueva cruzada. Usted bien sabe que los cruzados de Cristo gozan de indulgencia plenaria, ¿a qué vienen sus críticas, padre?

»Los niños, por lo menos, se lo ahorraban, el infierno —se consuela la niña—, yo me imaginaba el limbo como un lugar muy aburrido, como estar flotando en una piscina, boca arriba, durante siglos, pero no es lo mismo que la gehena siempre en llamas y el fuego devorador que abrasará a los condenados y no tendrán descanso sus tormentos ni fin en ningún momento y el gusano que no se morirá y ser el asco del mundo, como los escribas y fariseos y las serpientes, raza de víboras, y los serbios y los comunistas y los judíos, y los gays, claro, ¡ay, el llanto y el rechinar de dientes!, yo no podía soportar que mataran a los niños, qué culpa tenían ellos de tener padres serbios o judíos, a veces Dios hace cosas que no las entiende nadie. En febrero de 1942 llegó una barbaridad de gente, todos serbios de Kozara, que por lo visto eran comunistas y luchaban contra los ustachas, y yo veía a los niños, desnudos, esqueléticos, ¡y hacía un frío!, y yo pensaba igual uno de éstos es mi sobrino, así que me puse muy contento cuando me contaron que el comandante había ordenado que los llevaran a un barracón y les dieran de comer y les vistieran y les enseñaran a ser buenos ustachas. Yo quería darles clase de catecismo, y si me dejaban, organizar un coro, ¡qué bonitos son los coros de niños!, pero no sé qué pasó, que de la noche a la mañana desaparecieron todos. Supongo que ahora estarán en el limbo.

»No le oculto que comparto sus reservas con respecto a los musulmanes. Tengo en gran estima a nuestro ministro de cultura y educación, Mile Budak, un hombre de fe, pero discrepo de su parecer en lo concerniente a los mahometanos; lejos de ser los más puros croatas, son paganos, escoria: cuando hayamos solucionado el problema serbio, los convertiremos al catolicismo también a ellos, pero tenga muy presente que sólo los más humildes, los más pobres e ignorantes de entre los cismáticos hallarán acogida en el redil católico. Los sacerdotes del culto greco-ortodoxo, los judíos, los intelectuales, los mercaderes y burgueses ricos no tienen cabida en el seno de la Iglesia romana, ya lo dijo Jesucristo: “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de los cielos”.

»Francamente, padre —terminaba su reconvención el Reverendísimo arzobispo—, esperaba de usted una entrega generosa a la Cruzada, sus recelos, las calumnias que dirige contra un hermano en Cristo como fray Svetozar, un hijo de san Francisco, como usted, ¡un uccellino!, me disgustan, lo tenía por un buen sacerdote, advierto con tristeza que estaba equivocado, me escribió su Eminencia —dice Mar—, y temí lo peor y no estaba equivocado.

»Yo también estaba en el limbo —dice la niña—, o en el purgatorio, algo parecido, no era un prisionero pero casi, me tenían vigilado. ¡No me dejaban decir misa! A los otros curas de Jasenovac sí, a Zvonko Brekalo y al padre Culina y al padre Lipovac, sí, ellos hacían lo que les daba la gana y me miraban por encima del hombro porque eran ustachas y yo no, porque yo estaba castigado y ellos no. El padre Brekalo ni siquiera se ponía el hábito, se paseaba con un uniforme ustacha y llevaba pistola y un cuchillo dentro de la bota, sólo se le notaba que era cura en que tenía una cruz cosida en la camisa —encima se leía “¡Todo por el Poglavnik!”, y debajo, “Defensa Ustacha”—, y aquellos tres se juntaban en el cuarto de Brekalo y se ponían hasta arriba de vino y licor y lo que cayera, qué cosas decían, yo me tapaba los oídos para no oírlos, y se hacían traer mujeres, serbias y judías y gitanas, y yo pensaba, qué poco castos, parece mentira que sean sacerdotes, qué mal ejemplo dan a los soldados, y me daban ganas de escribirle una carta al arzobispo Šarić y contárselo todo pero pensé mejor déjalo y reza por ellos y es lo que hacía, rezar todo el rato.

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,

tuyas son la alabanza, la gloria y el honor;

tan sólo tú eres digno de toda bendición,

y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.

»A mí me habían castigado por no ser ni humilde ni obediente —dice Mar— y si al arzobispo Šarić y al arzobispo Stepinac y al Beatísimo Padre aquello les parecía bien, yo me tenía que callar la boca, la Cruzada es la Cruzada y todo está perdonado con la indulgencia plenaria.

Loado seas por toda criatura, mi Señor,

y en especial loado por el hermano sol,

que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,

y lleva por los cielos noticia de su amor.

»Pero a veces me entraba la paranoia y sospechaba que Dios no era Dios, sino el Diablo, porque si Dios es todopoderoso, por qué deja que pase esto, por qué organiza las Cruzadas que son una salvajada, y otras veces pensaba Dios no existe, y si Dios no existe se puede ser gay porque nada es pecado, pero el Demonio sí existe, eso está claro, el Mal existe… ¿Y entonces, Dios…? Y me hacía un lío y lo pasaba fatal y Dios me daba pánico y rezaba muchísimo para caerle bien, para hacerme el simpático. Entonces llegó fray Satán.

Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor!

Ningún viviente escapa de su persecución;

¡ay, si en pecado grave sorprende al pecador!

¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!

»Se llamaba Majstorović y fue nombrado comandante del Campo III de Jasenovac, donde se erigía la fábrica de ladrillos. Era un hombre alto, tirando a corpulento, con un rostro amable, de expresión ingenua, candorosa, y sonrisa pronta, su voz era suave, acariciadora —dijo Mar—, era la suya una delicadeza inesperada en un hombretón y en un comandante ustacha, pero cuando supe que se trataba de un hijo del Serafín de Asís como yo, caído en desgracia, al igual que yo, comprendí el afecto instintivo que despertó en mí, del todo desprovisto de sensualidad, de malos pensamientos, pura amistad.

»Todo el mundo sabía que en verdad se llamaba Vjekoslav Filipović y que era un fraile franciscano del monasterio de Petricevac, sólo que le habían cambiado el nombre y lo habían mandado a Jasenovac porque era tan bestia que hasta los nazis de la Gestapo habían protestado —dice Mar—. En febrero de 1942, ese Filipović se presentó en una mina, en Rakova, con dos batallones ustacha, a las cuatro de la mañana. Separaron a los mineros serbios de los católicos y los musulmanes, a los serbios los mataron con picos y con hachas y con todo lo que tenían a mano y a los otros mineros les ordenaron cavar una fosa para enterrarlos, y luego Filipović y los ustachas se fueron a un pueblo que se llamaba Drakulić y sacaron a la gente de sus casas. Filipović, que era el capellán de los ustachas, agarró a un bebé, lo estranguló con las manos y dijo: “¡Yo te rebautizo! —Y a los ustachas—: Seguid mi ejemplo y rebautizad a estos degenerados en nombre del Señor, yo os daré la absolución”, y cuando se marcharon de Drakulić no quedaba nadie, sólo los muertos, y también fueron a una escuela y les cortaron la cabeza a sesenta niños y la profesora, dicen, se volvió loca. Y así todo el día y toda la noche hasta que mataron a dos mil trescientos serbios, y se armó un follón tremendo porque los nazis de la Gestapo dijeron que por culpa de Filipović se estaban cabreando los serbios y también los croatas y que les iban a dar problemas y ellos no querían problemas así que Kvaternik lo sacó de Bosnia.

»Filipović había desarrollado una extraordinaria labor misionera en Banja Luka, ¡nada menos que setenta mil almas cismáticas volvieron al seno de la Santa Iglesia católica en cuestión de semanas!, pero desavenencias con los alemanes y con el cónsul italiano (¡cuánta razón tenía su reverencia Šarić al prevenirme contra nuestros aliados!), habían impulsado a sus superiores a retirarlo del apostolado. Si bien su trato conmigo fue siempre fraternal, incluso amistoso, y su llegada a Jasenovac fue como un rayo de sol que me devolvió el calor y el afecto de mis correligionarios, restituyéndome en mi dignidad de sacerdote, al elegirme como diácono (o, mejor dicho, concelebrante) en sus oficios religiosos, debo admitir que su comportamiento no fue todo lo edificante que cabía esperar de un presbítero —dice Mar—. Conmigo era supersimpático, se hacía el colega, y como era así tan amanerado y tenía esa voz tan fina, como de tía, al principio pensé, es de los míos, pero no, para nada, y yo tenía miedo de que me pillara, de que se diera cuenta de que yo era gay, yo no quería ser gay pero era una cruz que Dios me había enviado y me tenía que aguantar y era una putada muy grande, ya me podía haber mandado otra cruz, porque allí, si descubrían que eras gay, te mataban y una cosa es que te maten por la fe, que eres mártir y te vas al cielo y puede que te hagan beato o hasta santo, y otra que te maten por marica, nada que ver.

»Y desde que llegó Majstorović fui más popular, los otros curas se empezaron a enrollar conmigo, me invitaban a sus fiestas con mujeres y con las orquestas de gitanos que llevaban monos y osos que bailaban borrachos, y yo estaba supercortado, porque por un lado quedaba como mal que dijera que no, ¿no?, pero por otra parte yo no quería dar un ejemplo tan patético a los soldados y a los guardias, yo oía a los ustachas que decían estos padres Brekalo y Culina a nosotros nos dicen en sus sermones que seamos castos y buenos cristianos y luego míralos a ellos, todo el día de putas y colocados, y si a Flilipović le llamaban fray Satán, a mí me llamaban fray Breviario, porque iba de acá para allá siempre con el breviario en la mano diciendo mis plegarias y mis rosarios, y me daba lo mismo que se rieran de mí, que se rían lo que quieran con tal de que no me maten sin haberme confesado.

»Algunos días Filipović se iba a Gradina vestido con un mono verde, cuando volvía el mono estaba rojo y él tal cual se ponía el alba y la casulla encima y con la pistola y el cuchillo y todo decía misa en un altar en el taller de carpintería. “No debéis preocuparos del cuerpo, sino del alma —les decía a los ustachas y a los presos croatas—, debéis preservar limpia, impoluta el alma, porque es eterna, mientras el cuerpo es mortal”, y la verdad es que mal no hablaba, pero yo le veía las manos y me daba no sé qué llevarle las ofrendas, la patena con la hostia y el cáliz con el vino, ¡más vino todavía!, Offerimus tibi, Domine, calicem salitarias, tuam deprecantes clementiam, decía Filipović levantando el cáliz con las manos pringadas de sangre y yo hacía como que todo era de lo más normal, como que no me daba cuenta de nada.

»El padre Filipović me hizo el honor de designarme su confesor —se jacta Mar—, un desempeño delicado, de gran responsabilidad, máxime cuando el penitente es un hermano presbítero. El pecado es ofensa de Dios y, sólo por eso, un mal grave. Todas las demás consideraciones son secundarias en relación con ésta: una mujer violada, un marido asesinado son poca cosa en comparación con un Dios vilipendiado. En la pobre naturaleza anidan las inclinaciones perversas de ambición, orgullo, gula, impaciencia, envidia, avaricia, pereza, lujuria… Los movimientos interiores de la concupiscencia carnal, herencia de la debilidad de la naturaleza, de la sangre viciada que corre por las venas del género humano desde el primer manantial de Eva pecadora, a todos nos afligen por igual, ni siquiera la alta dignidad del sacerdocio nos libra de la tentación.

»“In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti… Hermano en Cristo, ¿qué pecados has cometido?”

»Yo quería correr la cortina para no verle, pero fray Satán dijo no, para qué tanto secreto, si sabes muy bien quién soy, con esa cara que ponía de no haber roto un plato y esa voz tan suave, tan sexy, como de anuncio de televisión, era un psicópata, es lo que era, pero entonces no sabíamos nada de eso, no sabíamos ni siquiera que existían los psicópatas, estábamos muy atrasados.

»“Muy a mi pesar, padre, por órdenes expresas de Ljubo Miloš y de Maks Luburić, anoche hube de desplazarme a Gradina y supervisar personalmente unas ejecuciones —empezó a decir con voz compungida—. Obligué a los prisioneros a cavar una fosa y luego los matamos con los mazos, todavía me duelen las manos, los echamos dentro del hoyo, a los muertos y también a los vivos, porque nos cansamos de darles mazazos y yo les mandé a los gitanos que lo cubrieran todo con tierra y con piedras y los enterraran bien enterrados. A otros los matamos a balazos, con cuidado, porque las balas son caras, y a algunos los degollamos. A las mujeres, antes de matarlas las violamos”, me contó el muy bruto y yo no sabía qué decirle y él me miraba con sus ojitos grises, como diciendo a ver cómo te apañas, y yo le mandé rezar dos padrenuestros y tres avemarías, Ego te absolvo, Dominus tecum fili mihi, y cuando se levantó para irse después de que le hiciera la señal de la cruz pensé me he pasado con la penitencia, tenía que haberle dicho sólo un padrenuestro y un avemaría y estuve a punto de correr detrás de él pero me acordé de mi dignidad sacerdotal y de todos modos tampoco me iba a hacer ni puto caso, ¿no?

»Y dentro de la contrariedad que suponía para mí el haber sido apartado, por mi desobediencia y mi soberbia, por un pecado de amor propio, de la actividad misionera, me satisfacía y consolaba poder limpiar y purificar con la sangre redentora de Cristo, a través del sacramento de la confesión, aquellas pobres almas, escucharlas, reconvenirlas, aconsejarlas, perdonar sus pecados, administrarles, si era preciso, una penitencia, y decirles: “Da gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Vete en paz y anuncia a los hombres las maravillas de Dios, que te ha salvado”. No obstante, yo también debo hacer una confesión —confiesa Mar—, una y otra vez olvidé —¡ay, la falta por omisión!— preguntar a fray Filipović por el sexto mandamiento, pues si la indulgencia plenaria abarca casi en su totalidad los posibles pecados en que pueda incurrir el cruzado en el curso de la guerra santa, los actos impuros no: la falta de castidad no puede ser excusada, o pasada por alto, bajo ninguna circunstancia.

»Enfrente del comedor de los oficiales ustachas había un pabellón de verano donde comían los jefazos —dice Mar—. Y un día Filipović me invitó a comer con él en el pabellón, solos los dos, y yo tenía un plan que le quería proponer, organizar unos ejercicios espirituales, me parecía una idea superbuena y él me empezó a preguntar de dónde eres y a qué seminario fuiste y tal y cual y yo le hablé de mi tesis de teología y de que si no hubiera sido por la guerra me habría ido a estudiar a Roma y él parecía interesado, ¿y quién te dirigía la tesis?, ¿y por qué elegiste a san Bernardino de Siena y no a san Juan de Capistrano?, todos con el mismo rollo, era increíble, y yo le dije que en mi opinión san Bernardino de Siena era un santo alucinante, mucho más santo que… y en esto llega un ustacha, le dice algo al oído y fray Satán: “¡tráemelo!”, viene el ustacha con un preso, fray Satán deja el cuchillo y el tenedor en el plato, saca la pistola, pega un tiro al desgraciado, me mira con esa sonrisita suya y dice: “Permítame recordarle, padre, que san Juan de Capistrano fue cruzado, murió en nuestra patria y ganó a los infieles la batalla de Belgrado”.

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