Valor

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Llegaba tarde («sobre todo, no llegues tarde —le había dicho Iván—, a la hora en punto, ni antes ni después»), y el apuro y la carrera le hacían sudar, pese a que la noche era fría. Se detuvo a unos metros de la marquesina de la entrada del hotel y examinó su rostro en el espejo retrovisor de una moto, aparcada bajo una farola. Apenas distinguía sus facciones, se peinó como pudo con los dedos y se untó el tupé con saliva, para que le quedara tieso. Empezó a abrocharse la americana, pero desistió porque le venía justa, Iván y él no tenían la misma talla, por más que su amigo porfiara. Eran igual de altos, pero él tenía los hombros más anchos y no era tan delgado como Iván, su traje le quedaba ceñido, demasiado. Siguió sus consejos en casi todo, pero no se puso la corbata, no sabía hacerse bien el nudo y con el traje azul oscuro, la camisa blanca, y la corbata a rayas azules y grises tenía aspecto de vendedor de pisos, de gilipollas. Subió por la rampa que daba acceso al hotel arrastrando la maleta. Le salió al encuentro un portero uniformado. Temió que fuera a impedirle la entrada pero lo saludó con amabilidad e hizo ademán de cogerle el equipaje. No se lo permitió y el hombre se limitó a abrirle la puerta con la misma sonrisa educada con que lo había recibido. Con un gesto del brazo lo invitó a dirigirse al mostrador de recepción, pero él, agarrando con firmeza el asa de la maleta, atravesó el vestíbulo del hotel hacia la cafetería.

De una sola ojeada lo abarcó todo: la barra al fondo, replicada en un espejo que colgaba de la pared, las mesas redondas, los silloncitos de color oscuro, los sofás tapizados en el mismo tono, el suelo de moqueta gris perla, las luces tenues, el murmullo suave de las conversaciones, era como si la cafetería también vistiera uniforme, todo en ese hotel parecía coordinado, hasta los clientes. Ni miró a los hombres, no le interesaban, tampoco a los grupos de amigos o turistas o familiares. Vio a dos mujeres solas; una de ellas, de pelo muy oscuro, casi negro (media melena, rostro pequeño y redondo, atezado o muy maquillado), hablaba por el móvil y al mismo tiempo, con la mano que le quedaba libre, tecleaba en el ordenador portátil desplegado sobre la mesa. «José María, fíate de mí —decía—, después de fiestas, sobre el diez o el doce, te hago la transferencia.» A medida que hablaba, iba elevando el tono de voz. «Pero José María, ¿cuándo te he fallado yo? ¿Cuándo…? Escucha, no, ¡que no!», se enardecía por momentos, como si estuviera sola en su casa, pensó él, o, delante de ese José María y no en el café de un hotel, rodeada de desconocidos. La descartó, aquella mujer estaba trabajando. Y sintió alivio, porque le pareció mayor, en cambio la otra, la rubia, no tendría más de treinta o treinta y cinco años, muy bien llevados. Se congratuló de su fortuna: junto al vaso de lo que fuere que la rubia estuviera bebiendo, distinguió un ejemplar del diario Levante. Era como meterse de golpe en una película y advertir, con sorpresa y halago y, también, algo de aturdimiento, que uno iba a ser el protagonista. La mujer jugueteaba con un móvil, la expresión entre preocupada y aburrida. Alzó la cabeza y su mirada resbaló sobre él, sobre los tres hombres vestidos con traje y corbata que ocupaban el rincón del sofá, a su derecha, y sobre el grupo de turistas extranjeros que jugaban a las cartas un poco más allá, con imparcial indiferencia. Lo estaba esperando y no lo sabía.

«Hola, soy Héctor, le dices —le había dicho Iván—, y le sonríes. No te olvides de esto que es muy importante: cuando estés con ella, sonríe siempre.» Le había parecido sencillo en ese momento, él tenía mano con las mujeres, las miraba con aquella sonrisa pícara, una sonrisa que le salía sin más, sin tener que esforzarse o prepararla, y las encandilaba, pero ahora se sentía cohibido. Con una cerveza encima estaría más suelto, pensó, me saldría mejor, pero carecía de tiempo, no había más que ver cómo la rubia movía la cabeza a derecha e izquierda, inquieta, al acecho. Le molestaba tener los dos brazos ocupados, se desembarazó de la gabardina, que dobló sobre el asa extensible de la maleta, para tener una mano libre y poder ofrecérsela mientras le decía, con una gran sonrisa: «Hola, soy Héctor». Ya había dado dos pasos hacia ella, cuando la mujer hizo un gesto de saludo con la mano y sonrió; una niña pasó por su lado como una exhalación —seguida de una señora mayor, quizá su abuela—, se abalanzó sobre la rubia y anunció, exultante: «¡Mami, ya he hecho pis! Ahora tengo sed».

No era a él a quien esperaba. Había llegado con tanto retraso, que la señora de la cita se había marchado. Iván iba a ponerse furioso. Y se había gastado una pasta en el billete de tren, los dos autobuses, el bocata y la cerveza en la estación, para nada. Aunque no era responsable de la impuntualidad del tren. «¿Y por qué no cogiste el Euromed, como te dije?», le preguntaría Iván. El Euromed nunca se atrasaba, pero era más caro, por eso. ¿Y ahora qué hacía? Por de pronto, sentarse; no podía seguir de pie en medio de la cafetería, el camarero de la barra no le quitaba la vista de encima. ¿Cuánto costaría una cerveza en ese sitio? Tres o cuatro euros, por lo menos. Se sentó a una mesa, de espaldas a la barra. Reparó en que la mujer morena no estaba bebiendo nada. Uno podía instalarse allí, trabajar con su ordenador y hablar por el móvil, sin tener que consumir, al menos esa mujer lo hacía. ¡Cómo gritaba! «Flores de Bach no quiero. No. Montse, ¡no!» Había cambiado el tono, ya no era persuasivo, sino apremiante. «Tengo un stock de cinco cajas en la tienda desde hace un mes, muertas de risa. No se mueven, no hay demanda… ¿Es que no me quieres entender? ¡Me salen las Flores de Bach por las orejas!», proclamó, y lanzó una mirada airada por encima de sus gafas de présbita; sus ojos se encontraron y él apartó la vista. En ese momento descubrió que el antebrazo izquierdo de la mujer reposaba sobre un ejemplar del Levante.

Sin duda era pura casualidad, también la rubia tenía ese periódico, en Valencia debía leerlo mucha gente, aquella señora no aguardaba a nadie, pero decidió probar.

—Hola, soy Héctor. Siento haber llegado…

—¿Cómo dices? ¿Que tú eres Héctor?

Lo miró con incredulidad. Y con censura. Él se disculpó, lo siento, me he equivocado.

—No, no te has equivocado. Sólo que no eres Héctor. Y llegas casi una hora tarde. Siéntate —le ordenó la mujer, señalando con la mano un silloncito a su derecha y él la obedeció, aunque su primer impulso fue salir corriendo. En silencio la observó trajinar en su ordenador, cerrar una ventana, abrir otra, y luego mover el portátil de forma que él pudiera ver la pantalla. Se la mostró.

—¿Tú eres éste? —le espetó, y él miró la pantalla y se encontró con una foto de Iván (aunque allí figuraba como Héctor), de cuerpo entero, vestido con el traje azul y la camisa blanca que él llevaba puestos, recostado contra el tronco de un árbol, en un jardín o un parque, mirando a la cámara con aplomo, sin sonreír (¿no había que sonreír siempre?), desafiante.

—¿Tú eres rubio, mides uno ochenta y ocho, pesas setenta y siete kilos y tienes los ojos azules? —insistió la mujer.

La página era de una web, Only for ladies. Escorts de lujo. Iván le había jurado que la señora no le había visto nunca, que no se daría cuenta del cambio, no le había contado que su foto, con todos sus detalles, estaba en internet.

—A mí no me gusta que me tomen el pelo —dijo ella—. Yo he contratado un servicio con un chico que se llama Héctor y que es rubio y que no eres tú. Soy una persona seria y espero que me traten con seriedad. Voy a llamar ahora mismo a la agencia para aclarar esto —amenazó, y él se asustó, «no, por favor», le rogó, «no llame, yo le explico», y le explicó que era un amigo de Héctor, quien no había podido venir porque había sufrido un accidente y le había pedido a él que acudiera en su lugar para no «dejarla colgada», una expresión desafortunada.

»¡A mí nadie me deja colgada! —se indignó la mujer—. Si el chico no podía venir, me avisan de la agencia y en paz, lo que no puede ser es que me manden a un sustituto sin mi consentimiento.

Se quedó pensativa, achicó los ojos y le soltó:

—¿A ti no te ha mandado la agencia, verdad? ¡Tú has venido por tu cuenta!

Decidió no mentir, o mentir a su manera, no a la de Iván, para no hablar como repitiendo una lección aprendida, sino tejiendo su propia red de embustes y medias verdades. Le dijo que era actor y modelo, como Héctor, se conocían de eso, y no trabajaba para la agencia, prefería ir por libre. No quería atarse a una agencia «porque yo no puedo estar con una mujer que no me guste, tengo que sentirlo». Ella le preguntó si por esa razón se había pasado un cuarto de hora de pie mirándola como un pasmarote, y él asintió y le dedicó una sonrisa. En un arranque de osadía, le confesó que la encontraba muy atractiva. La señora lo miró con desconfianza, «no me des coba y no me tires los tejos, podría ser tu madre», le reprendió. Él temió que allí terminara todo.

—¡Y encima llegas una hora tarde!

No llegaba a tanto, media hora larga, el tren se había retrasado y luego el autobús… Ella se asombró cuando supo que había viajado desde Barcelona para la cita.

—¿Y si yo no…? ¿Y si te digo que te vuelvas por donde has venido? ¡Hay que tener valor…! ¡Tú y tu amiguito Héctor! Tendría que mandarte a tomar viento, pero mira, ¡te voy a invitar a una copa! —dijo, y él pensó que ya la tenía medio conquistada.

La mujer reclamó la presencia del camarero. Pidieron dos margaritas muy fríos. Él hubiera preferido una cerveza, pero ella insistió en que probara el margarita, un cóctel sensacional, y no quiso contrariarla.

—Me llamo Mati —le informó—. ¿Y tú, cómo te llamas? ¡Héctor seguro que no!

Él se rió, ella había dicho una gracia.

—Sami.

—¿Sami de Samuel?

No lo desmintió. El margarita tenía un sabor metálico, ácido y salado, entraba con facilidad, pero se cuidó de beberlo despacio («tú bebe poco —le había aconsejado Iván—. Ella, cuanto más beba, mejor, más fácil todo, aunque algunas, cuando se emborrachan, se ponen bordes o se echan a llorar, ¡ojo!»). Mati apuró su cóctel y pidió otro. Con su voz sonora, un poco ronca, le preguntó si era de Barcelona, «catalán-catalán», y él respondió que había nacido en otro sitio, pero vivía en Barcelona desde niño. Temía la siguiente pregunta: ¿Y dónde naciste? Mati no se la hizo, prefería hablar de sí misma. Le contó que ella era de Huesca, pero al casarse con uno de Sagunto (su ex), se fue a vivir a esa población, donde había pasado «¡uf!, ¡media vida, ya ni me acuerdo de cuánto tiempo!». Sagunto era una ciudad estupenda, industrial, con mucha actividad, buenas tiendas, playa, mar, en fin, todo, y unas ruinas romanas de categoría. ¿Conocía Sami el teatro romano de Sagunto? Tenía que ir a verlo, era único en el mundo. Pero Sagunto no deja de ser un pueblo grande, allí se conocen todos, lo cual acaba por resultar agobiante, en Valencia, en cambio, Mati se sentía más libre, así que cuando dejó el trabajo en la caja (era directora de una sucursal), decidió trasladarse a Valencia, en parte por la niña (tenía una hija, Mar, de diecisiete años), y también por… pasar página, hacer limpieza, «no sé si me entiendes». Él le aseguró que sí. En Valencia estaba muy a gusto, vivía con Flor, una amiga suya, su amiga del alma («pero no otra cosa, ¿eh?»), con la que compartía casa y negocio. Después de trabajar toda la vida para otros, a los cuarenta y tres años se había convertido en emprendedora, un reto difícil aunque apasionante.

—Hay que crecer como persona y no estancarse, la vida es eso, plantearte nuevos desafíos… —le aleccionó—. ¿Pedimos otro margarita?

«Tú déjala hablar, de su marido, su ex, sus niños, su suegra, sus jefes, sus varices —le había dicho Iván, repantigado en el gastado sofá verde de su casa, la pierna enyesada sobre un taburete, el tono displicente—. Lo que quieren, básicamente, es una oreja, porque nadie les hace ni puto caso nunca y están desesperadas por contar sus cosas y que las escuchen. Tú la miras a los ojos, le sonríes, le coges una mano para darle cariñito y básicamente, eso: la dejas que raje», y era lo que estaba haciendo, escucharla o fingir que la escuchaba, mientras pensaba que pronto llevaría una hora en su compañía. El servicio mínimo eran cuatro horas, seiscientos euros, con ese dinero cubriría gastos y aún ganaría algo. Si no había trenes nocturnos, dormiría en la estación. Los margaritas parecía que no, pero pegaban fuerte, más con el estómago vacío, y entre el alcohol y la tensión y el cansancio del viaje, le estaba acometiendo una modorra peligrosa, no podía adormecerse cuando ella le explicaba lo duro que había sido trabajar y estudiar y criar a una niña y aguantar a un marido, todo a la vez, para prosperar en el trabajo y llegar adonde había llegado, a directora de sucursal de la caja. ¡Y sin pasar por la universidad! ¡Sin estudios superiores! Pero con dedicación, talento y pocas horas de sueño. Su madre, cuando la llamó para decírselo, se quedó sin habla, no podía creérselo, ¡su Mati, directora de banco! «Yo vengo de familia humilde —le confesó—, mi padre trabajaba en correos, mi madre cosía en casa. Habíamos sido ricos, mi bisabuelo era el cacique de Ayerbe, un pueblo oscense, pero la guerra… Nos arruinamos, mi bisabuelo se arruinó, lo perdió todo, el problema que tenía es que era republicano… Lo metieron en la cárcel, aunque no lo fusilaron como a un primo suyo de Jaca, Luisito Duch, un señorito comunista, ¡fíjate tú qué loco!» Mati seguía explayándose, infatigable, abriendo mucho los ojos, o entornándolos, o fijando en los suyos una mirada vehemente, según lo que le estuviera contando; se expresaba con todo el rostro y sobre todo con las manos, que revoloteaba sin cesar en una coreografía caprichosa que le inducía un sopor hipnótico, pero no debía bostezar, ni cerrar los ojos, mejor concentrarse en lo que de verdad era importante: cuando llegara el momento, ¿podría hacer el trabajo? «Recuerda: todos los coños son iguales, un agujero es un agujero, tan simple como eso», había dicho Iván, solemne, sentencioso, desde la autoridad que le confería la experiencia, y en teoría era verdad, si lo pensabas fríamente, con serenidad… Si lo pensaba fríamente, con serenidad, se sentía incapaz, mejor beberse el margarita, cuando estuviera un poco borracho le daría lo mismo que esa mujer le doblara la edad y le recordara a su tía, era igual de pesada cuando se ponía a contar historias de la familia, o peor, a una clienta, de las que te persiguen por el pasillo para asegurarse de que transportas el chifonier con cuidado y no lo rozas con las paredes recién pintadas y luego protestan porque vais con retraso, se imaginaba a Mati en una mudanza, dándole instrucciones, pero no en la cama.

—Pensarás que soy una cotorra, pero es que estoy muy nerviosa, nunca había hecho esto antes y… ¡no sé!, me da un poco de corte —le dijo Mati y bajó los ojos y esbozó una sonrisa que quería ser tímida. Al sonreír, dejaba al descubierto las encías, de un rosa pálido que contrastaba con el intenso bermellón de los labios, que iba atenuándose a medida que una rebaba carmesí se dibujaba en el borde de su copa.

Ella cenó poco, un consomé y una tortilla. Él pidió paella de primero y solomillo de segundo, estaba hambriento, y no eran platos más caros que el consomé o la tortilla, que Mati apenas probó, ocupada en charlar por los codos y en trasegar una copa de vino tras otra. En algún momento de la noche le reveló que era la primera vez que bebía alcohol tras año y medio de abstinencia y que «¡parece mentira, pero es como si nunca hubiera dejado de beber!». «He pasado una temporada muy complicada —le confió—, ¡pero esta noche me lo permito todo!» Así, se permitió aconsejarle que renunciara a sus sueños de actor, no era algo serio, «¿tú sabes la de actores que se mueren de hambre?», todos los jóvenes de su generación querían ser famosos y salir en la tele, pero eso era imposible, no todos podían ser famosos; lo que tenían que hacer los jóvenes y él, Sami, especialmente, era estudiar o aprender un oficio, cualificarse, porque el mundo, la sociedad, se habían vuelto muy competitivos. Y se lo decía de todo corazón, como si fuera su madre, y no porque él no tuviera condiciones: guapo era, «más que tu amigo Héctor —le reconoció—, a mí siempre me han gustado los hombres morenos y con el pelo negro, como tú, agitanados», aunque eso no quería decir nada, «no te hagas ilusiones, aún no he decidido lo que voy a hacer contigo», le advirtió, como si él fuera su rehén o su criado y estuviera en su mano disponer de su destino. Y en cierto modo, así era, ni siquiera podía pedirle (menos aún, exigirle) que bajara el tono de voz. Tenía la impresión de que los pocos huéspedes que también cenaban en el comedor —dos hombres de negocios, cada uno en su mesa, una pareja de jubilados extranjeros, una chica sola, y una familia española con dos niños— estaban al corriente de que Mati no se arrepentía en absoluto de haber trabajado en banca, «aunque ahora los del sector tengamos tan mala prensa, pero es que la gente no sabe distinguir: una cosa son los banqueros, que tienen la culpa de todo, y otra los bancarios, como yo, currantes, empleados, los que tratamos con el público y nos jugamos el puesto por darle un crédito a un empresario que creemos que se lo merece, o que le decimos —como yo le dije— a una abuela que no iba a permitir que su nieto tuviera firma en su cuenta, porque la podía desvalijar, y cuando viene el nieto con amenazas —como me vino—, un tiarrón de dos metros, o casi, con muy mala leche, le plantamos cara…». Era, en el fondo, un trabajo social. Ser directora de la caja le había permitido realizarse como persona. «¿Tú sabes lo bonito que es que confíen en ti, que tus clientes te digan: Mati, qué hago con estos ahorros, dónde los pongo, yo sé que tú me aconsejarás lo que más me conviene, o que te venga la chica a la que diste un préstamo para que montara una peluquería y te diga que ha triplicado la facturación y ya tiene cuatro empleadas? ¡Eso no se paga con dinero! —Los ojos de Mati chispeaban de orgullo—. ¡No se paga con dinero!», repitió, y le instó a brindar con ella, los brazos entrelazados. Le volvió a repetir que era muy guapo y deslizó una de sus pequeñas manos sobre su antebrazo derecho, que acarició con las yemas de los dedos. Él tuvo que reprimir el impulso de apartársela, consciente de que lo que debía hacer era tomarla entre las suyas y besársela, algo galante y atrevido. El timbre del móvil le salvó del apuro. «Sí, Flor, qué hay, qué pasa», contestó Mati, y había alarma y preocupación y ansiedad en su voz; se levantó de la mesa, salió incluso del comedor, sin un gesto, una palabra (ella pagaba), el móvil pegado al oído. Cuando regresó, su paso era inseguro, pero no a causa del vino ni de los margaritas ni de los tacones, altísimos; por la expresión de su rostro, el brillo de sus ojos, comprendió que Mati había llorado o estaba a punto de llorar (ya se lo había avisado Iván), pero no lo hizo, sino que abrió la boca en una gran sonrisa y dijo:

—Chico, lo estoy pasando divinamente contigo.

Y ahora allí estaba, escuchando el rumor del agua, y si cerraba los ojos podía imaginarse tumbado en un prado, con Sandra, quizá, abrazados los dos, sin hacer nada, sólo eso, disfrutar del calor blando y perezoso del otro cuerpo y de la tranquilidad y la molicie de una mañana de domingo en el campo, escuchando, por qué no, a los pajaritos, pío, pío, y el murmullo del río, pero los abrió porque no acababa de imaginárselo, le dolía el estómago, estaba empachado. Cuando se fueron del comedor, Mati lo invitó a su cuarto: Puedes subir conmigo, le dijo, como si le estuviera dando un premio o un regalo inesperado. Él sintió pánico. Al salir del ascensor, Mati le cogió una mano; con la otra, él tiraba de su maleta, y se le ocurrió que parecía un niño con su mamá, camino de la escuela. No lo iba ni a pensar: tan pronto estuvieran en la habitación, la iba a abrazar por detrás, besándola en el cuello y jugando a mordérselo (eso las volvía locas), y luego… las cosas saldrían solas. Cuando se diera cuenta, ya habrían follado y Mati yacería a su lado, satisfecha, agradecida. En silencio. Pero Mati se le escabulló. Tras entrar en el cuarto, le soltó la mano y salió al balcón.

—¡Qué ganas tenía de fumarme un pitillo! Llevo un año y medio sin fumar, ¿puedes creerlo?

Él la observó fumar con avidez, como si temiera que alguien fuera a arrebatarle el cigarro. Una corriente de aire fresco irrumpió en el cuarto; no se atrevió a cerrar la puerta del balcón, ni siquiera a entornarla, no se permitía ninguna iniciativa por no molestarla, pero cuando Mati regresó, tambaleante, y se dejó caer sobre la cama, pálida, desencajada, se precipitó sobre ella. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa? Mati no respondió, no podía, sentada en el borde de la cama, la cabeza hundida en las rodillas. Él fue al baño y llenó un vaso con agua. Mati lo bebió a pequeños sorbos. Me he mareado, dijo, ha sido el tabaco. Se sentó a su lado, le pasó un brazo por el hombro. ¿Estás mejor? Mati contestó que sí y lo mandó a la ducha. «Vete a duchar», le ordenó, como si fuera un niño. Su manera de tratarlo le irritaba, pero la obedeció, ella pagaba: se encerró en el baño, abrió el grifo de la bañera, se acomodó sobre la tapa del inodoro y allí seguía, esperando a que pasara un tiempo prudencial y pudiera dar la ducha por concluida, como hacía de pequeño en casa de sus tíos. Le gustaba ese cuarto de baño, limpio, nuevo, lujoso. En una repisa sobre el lavamanos, dentro de una cestita de mimbre, descubrió un surtido de jabones, champús, loción para el cuerpo, un kit con una cuchilla y espuma de afeitar, otro con un cepillo de dientes y una pasta minúscula. Se los llevaría antes de irse. Y el albornoz (porque había dos albornoces blancos, doblados sobre una balda), si podía meterlo en la maleta, también, aunque lo veía difícil, cabía poca cosa en la maleta de mano de su hermano. Tenía sueño. Y le pesaba el estómago. Iván le había recomendado que se llevara un par de pastillas Viagra; se las ofreció, insistente, pero él las había desdeñado. Iván era un liante. En el trabajo, siempre se escaqueaba. Cuando había que subir a pulso un armario enorme por una escalera endiablada hasta el sexto piso de un edificio, Iván desaparecía. Lo suyo era hablar con las señoras, camelárselas con la excusa de organizar la mudanza, no partirse el espinazo cargando muebles. ¡Y justo a él se le cayó encima una cómoda! Hasta en eso le envidiaba, ¡tres meses de baja! Fue a verle para reclamarle los ciento veinticinco euros que le debía, con la secreta esperanza de conseguir más, «el mes que viene te lo devuelvo. Es para la fianza, la tengo que llevar al juzgado antes del miércoles, si no, me meterán para adentro». Era un argumento de peso, pero Iván lo echó a broma, como hacía con todo. «¿Y por qué te preocupas? ¡Si en el talego se está de puta madre! Comida gratis, cama gratis, nuevas experiencias… Se te van a rifar, un chavalín como tú… Lo primero que harán es romperte el culo. Estoy pelado, no tengo un euro», le dijo, echado en el sofá, la pata enyesada descansando sobre las rodillas de Jessica, su novia colombiana. Lo invitó a una cerveza y mandó a Jessica a por una lata a la cocina. Jessica era una mulata paciente y comprensiva, con unas tetas magníficas. «Y si tuviera dos mil euros —le informó Iván—, no te los daría. Pero voy a hacer algo mejor que darte pasta, te voy a dar la oportunidad de ganártela.» Se dejó enredar por su palabrería. ¿Dos mil euros por pasar un fin de semana con una tía? ¿Quién podía decir que no a semejante oferta? «Piensa que son señoras —le dijo Iván—, mayores ya, pasaditas. ¡Si estuvieran buenas no tendrían que pagar para que se las tiren!» Era de cajón. No discutió el importe de la comisión que Iván le exigió por hacerle el pase: quinientos euros (descontaría los ciento veinticinco que le debía).

«No folles sin condón —le dijo Iván—, a veces las que parecen más finas son las más guarras. Y llévate Viagra. En eso no puedes fallar, tienes que acostarte con ellas, para eso te pagan.» Y ahora se arrepentía de no haber seguido su consejo, tenía miedo de no poder, de fallar. Empezó a meneársela, sin ganas. Pensó en Sandra, desnuda, a cuatro patas, ofreciéndole el culo, luego de rodillas, desabotonándole la bragueta, la mirada turbia, la boca bien abierta, asomando la puntita de la lengua… Nada. Aumentó la velocidad, la presión de los dedos, buscando el frenesí que operara el milagro, pensó en la hija de Mati, cuya foto le había mostrado, orgullosa, su madre (la tenía de pantalla en el móvil), una adolescente de grandes ojos oscuros y melena castaña, la dotó de unos pechos enormes, la puso también a cuatro patas… Le dolía la polla de tanto frotársela. Pensó en el dinero, en lo mucho que lo necesitaba.

Salió envuelto en el albornoz. Había tomado la precaución de mojarse las sienes y la frente para que Mati no sospechara. Vio el vestido de Mati colgando del respaldo de una silla. Las medias, hechas un rebujo en el suelo, a los pies de la cama. Un botín junto al radiador. Un sujetador negro, de encaje, pendía del brazo articulado de una lamparita. Las bragas no las vio por ninguna parte. Mati se había metido en la cama. Roncaba. Dormía atravesada sobre el colchón, como si hasta en sueños hiciera valer su prerrogativa. No osó despertarla (aunque tal vez fuera lo que se esperaba de él, que la envolviera en un abrazo apasionado, rescatándola del sueño, y se la follara); apagó la luz y con leves, tentativos movimientos de los hombros, los codos y las rodillas, se fue haciendo un hueco en el lecho. A mitad de la noche, ella dejó caer un brazo sobre su vientre y apoyó la cabeza en su costado; lo despertó el peso inesperado y el cosquilleo de su cabello en el antebrazo. No supo cómo reaccionar. Era extraño compartir la cama con una señora a la que, bien mirado, no conocía de nada. Se quedó inmóvil, haciéndose el dormido, pero luego se armó de valor y con la mano que el cuerpo de Mati no aprisionaba, empezó a acariciarla. Mati se agitó, se quejó en sueños, le quitó la almohada y le dio la espalda.

Se despertó con resaca y una erección. Estaba solo en la cama. La luz del sol lo había desvelado. Alguien había recogido las prendas que Mati desperdigó por el cuarto la noche anterior. ¿Y ella, dónde estaba? ¿Y si lo había abandonado, dejándole la cuenta del hotel? Reparó con alivio en el bolso marrón, el abrigo y la maleta, amontonados sobre un soporte arrimado a la pared. Pensó que era una lástima desperdiciar su erección, si la señora se hubiera quedado en la cama, ahora podría echarle un polvo. ¿Tendría derecho a cobrarle si no habían follado? ¿Sólo por la compañía? Decidió consultarlo con Iván, enviarle un wasap. Desnudo, con su media erección, recién levantado, así fue como lo sorprendió Mati cuando abrió la puerta del baño. Iba completamente vestida, con una blusa de florecitas, una chaqueta beige y unos vaqueros que le quedaban prietos y con los que parecía disfrazada. Se había tomado el trabajo de maquillarse. Estaba descalza, y sin los tacones se la veía pequeña, disminuida. Al verlo, se sorprendió, él notó su azoramiento, cómo Mati desviaba la mirada. «Perdona —dijo—, no sabía… ¡Tienes el baño libre!» Él se metió en el baño a toda prisa, avergonzado por su desnudez, su polla enhiesta. Mati le habló desde detrás de la puerta: le dijo que se duchara, se vistiera y se hiciera la maleta. Ella bajaba a desayunar, le esperaría en el comedor. Esa señora estaba obsesionada con la limpieza. Y cómo mandaba. Iván le había explicado que a algunas mujeres les gustaban los juegos eróticos, una le había pedido que la azotara con el cinturón y luego se había quejado porque le había pegado demasiado fuerte (excusas de mal pagador); otras, en cambio, eran dominantes, pero él no había imaginado que se refiriera a esto: ¡dúchate, vístete, lávate los dientes! Pronto la perdería de vista, si le había ordenado que se hiciera la maleta era porque pensaba despedirlo. ¿Cuánto podría pedirle por una noche entera? El fin de semana eran dos mil euros: mil por lo menos. Y si Mati alegaba que no habían follado, él replicaría que porque ella no quiso. ¡Se había puesto roja al verle desnudo! Se duchó, se afeitó, se vistió, y no tuvo que hacerse la maleta porque no la había deshecho la noche anterior.

A la luz del día, y pese al maquillaje, Mati parecía mayor. De noche, las bolsas que tenía bajo los párpados y las arruguitas que tejían redes junto a su boca y en torno a sus ojos, se difuminaban. (También se fijó en que llevaba una cadena de oro colgando del cuello, con tres letras: M, A, R, el nombre de su hija.) El desayuno era un bufet libre del que se aprovechó sin disimulo. Mati le preguntó qué tal había dormido, él contestó que muy bien (lo cual era falso); ella se lamentó de que no había podido pegar ojo porque él roncaba «como un general». Ella también roncaba, estuvo a punto de decírselo pero lo pensó mejor. Mati dijo que era un alivio que ya hubiera pasado la Navidad. ¿Cómo la había celebrado? Contestó que con su familia (lo que no le dijo era que en su familia no celebraban nada). Ella le informó que con Flor y su hija y nadie más. La Navidad era una fiesta triste, en opinión de Mati. Él no opinaba nada. Faltaban sólo cuatro días para Nochevieja. Sin duda Sami tendría algún plan. No respondió, tenía la boca llena. Si para entonces no estaba en la cárcel, si se libraba, ¡menuda farra se iba a correr! Épica. Mati no iba a hacer nada especial, para ella era una noche como cualquier otra. «Oye una cosa —empezó a decirle en un tono suave y comedido—, si tú no trabajas con la agencia, entonces el IVA…» Le expuso unos cálculos que no pudo comprobar: si él cobraba en negro y sin IVA, el precio por sus servicios, un fin de semana completo, no sería de dos mil euros, sino de mil cuatrocientos.

—Es neto, ¿entiendes?, limpio, lo tienes todo pagado: hoteles, viajes, comidas, ¡y sin impuestos!

Y sólo entonces comprendió que Mati proyectaba pasar con él el resto del fin de semana.

—Mil seiscientos —dijo él.

—De acuerdo —dijo Mati—, mil seiscientos.

Le aseguró que Benidorm le iba a encantar. «Es un sitio al que hay que ir por lo menos una vez en la vida, no hay otro igual.» Allí conoció un verano al que habría de ser su marido, Paco, hacía muchísimos años. Fue con unas amigas de Huesca a pasar unos días a Benidorm y regresó ennoviada. «Así es la vida, cuando menos te lo esperas… ¡zas!, todo cambia.» La familia de Paco tenía un apartamento en Benidorm —antes, ahora ya no—, en el que Mati solía pasar un mes todos los veranos, hasta que se separó. No había vuelto desde entonces. Tenía muy buenos recuerdos de Benidorm. También algunos malos. «El yin y el yang, como dice Flor.» Mati conducía deprisa y con brusquedad. «No es mi coche, es el de Flor —se excusó—. El mío es un cacharro demasiado grande.» El coche de Flor era un Toyota, un modelo antiguo. El asiento de atrás estaba repleto de folletos y cajas y bolsas de hierbas que desprendían un olor penetrante, a herboristería. Eran del negocio, le dijo Mati. Flor era una calamidad, muy desordenada. Desde que ella llevaba el management, la empresa iba mejor, por lo menos sabían dónde perdían dinero y dónde no, o dónde perdían más y dónde menos. Tras casi veinte años de dedicación a la banca, «a lo material, como si dijéramos», le había parecido interesante apostar por lo espiritual. En ese campo, lo abarcaban todo: Yoga Kundalini, Hatha, Sivananda, Prenatal, para bebés (la profesora era Flor, a ella el yoga la ponía muy nerviosa), terapias manuales y energéticas, astrología psicológica, coaching de Ayurveda, dietas con auriculoterapia, aromaterapia, drenaje linfático manual, Flores de Bach, reiki, tapping… Los talleres y los tratamientos los impartía Flor, lo de Mati eran la contabilidad y las ventas. A ella lo comercial siempre se le había dado bien, en la caja decían que era capaz de vender una nevera en el Polo Norte, como ella era así, extrovertida, simpática… Pero el sector espiritual estaba muy verde en España, «llevamos treinta años de retraso con respecto al resto de Europa, la gente no se da cuenta de que justo ahora, con la crisis y el paro y tantos problemas, es cuando más les conviene cuidar su faceta espiritual, reforzarse por ahí, hacer un reset anímico y mental». Los cursos y los talleres se estaban quedando sin alumnos y los que seguían acudiendo, no pagaban, «pero a ti te pagaré, no te preocupes», le dijo Mati, sin venir a cuento, y él se empezó a preocupar.

Sortearon una rotonda rematada por una escultura espantosa y Mati dijo:

—Esta rotonda la hizo Paco.

Le contó que Paco tenía una pequeña empresa constructora que había trabajado mucho, y muy bien, en los años buenos, luego… Ahora Paco vivía en Picassent. ¿Era la primera vez que Sami visitaba Valencia? ¡Habérselo dicho! Le hubiera llevado a dar una vuelta por Valencia antes del viaje, le habría enseñado la Ciudad de las Artes y las Ciencias, ¡impresionante! Un proyecto que había sido muy criticado, se quejaban de que el gobierno valenciano se había gastado una porrada de millones que podría haber invertido en cosas más útiles, como la educación y la sanidad, pero las personas se mueren y las piedras quedan. Mati estaba convencida de que cuando los faraones construyeron las pirámides de Egipto, la gente decía lo mismo, qué despilfarro, ¿para qué sirve? Los faraones pensaban a largo plazo y acertaron: ¿Por qué es conocido Egipto? ¡Por las pirámides! ¿A qué van los turistas a Egipto? A ver las pirámides, y dentro de quinientos o mil años, las generaciones futuras sabrán que una vez existió una ciudad llamada Valencia por las ruinas de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. ¿Que no se había construido bien y necesitaba reparaciones? Puede. ¿Que los políticos habían cobrado comisiones? También. «Pero es que España es así —dijo Mati—, siempre ha sido así y siempre será así. Era así antes de Franco, cuando Franco y después de Franco, las mismas familias que mandaban en Valencia y en Castellón y en Alicante en tiempos de Alfonso XIII, siguen mandando, llevamos el caciquismo en la sangre, es algo, para que me entiendas, idiosincrático» (no la entendió, por descontado). Y si no fuera por las comisiones y las mordidas, no se haría una carretera ni un aeropuerto en España, los políticos y los gobernantes, en general, eran unos vagos, necesitaban un estímulo, un aliciente, para mover el culo. Y las carreteras que ahora no llevaban a ningún sitio, algún día conducirían a alguna parte y los aeropuertos sin aviones, algún día tendrían tanto tráfico que habría que ampliarlos. Su amiga Flor le había enseñado a pensar en positivo, a ver el vaso medio lleno y no medio vacío.

—¡Qué animal! —gritó Mati, dio un volantazo y frenó. Esquivó por los pelos a una camioneta blanca que les salió por la derecha. Él también gritó, no pudo evitarlo, vio el morro blanco a punto de empotrarse en su puerta. Mati se deshizo en imprecaciones, agitada, furiosa, dijo que a algunas personas les daban el carné en una tómbola y lástima que no hubiera allí ningún guardia para ponerle una multa a ese inconsciente. Pero la multa se la merecía ella, no el conductor de la camioneta, Mati no había respetado la señal de ceda el paso, cruzó sin siquiera mirar a los lados.

—Te has asustado, ¿eh? —dijo—. Has pensado de ésta no la cuento.

Le aseguró que no había tenido nunca un trompazo «y llevo conduciendo más de veinte años». Era la vez que más cerca había estado de tener un accidente.

—Yo muerta valgo mucho más que viva —dijo con alegría—. ¡Estos huesos míos valen seiscientos mil euros!

Tenía un seguro de vida por ese importe, la beneficiaria era su hija. Llevaba pagando las primas religiosamente desde que Mar tenía dos años. Había estado a punto de naufragar en un velero —no sabía nadar— y en ese trance lo que le había provocado angustia era el futuro de su hija, no la inminencia de su propia muerte. El susto la hizo reflexionar y contrató el seguro, eso le permitía vivir tranquila, «si yo falto, si ese imbécil de la furgoneta nos hubiera matado, lo tengo todo previsto: la indemnización será para mi niña y Flor se ocupará de administrarla y cuidar de ella. Ser madre es una responsabilidad, no tengas hijos nunca».

—Pero el suicidio no sirve —le advirtió—, no vayas a pensar que es así de fácil, suicidarte y cobrar, mi póliza no cubre el suicidio, casi ninguna lo hace.

Él pensó que quién iba a suicidarse por un dinero que no podría disfrutar. Mati le contó que un cliente suyo se había caído desde el balcón de su casa, un sexto piso, o se había tirado, no estaba claro, andaba medio deprimido, con problemas de dinero, el caso es que tenía dos niños pequeños y la compañía del seguro de vida —Mati se lo había concertado, le había convencido de que, con dos criaturas, necesitaba una póliza—, adujo que la causa de la muerte era el suicidio y no soltó ni un euro. Ella intentó mediar, convencer a la compañía de que el pobre desgraciado se había precipitado a la calle en un descuido, mientras regaba las plantas. No coló. «Y si hubiera habido un testigo, un solo testigo que pudiera decir que había sido un accidente, la familia habría cobrado la indemnización y ahora no estarían pasándolas canutas», sentenció, y a continuación le preguntó:

—Oye, ¿tú cuántos años tienes?

Mati dijo que no le echaba más de veintidós, nunca hubiera dicho que tenía veintiocho, con esa cara de niño… A él le irritó el comentario. Le cargaban su cháchara incesante, sus juicios categóricos, casi siempre despectivos. Mati desaprobaba que los letreros indicadores de la autopista estuvieran también escritos en árabe, «¡como si esto fuera África!». En verano, la autopista del sur iba llena de coches de familias marroquíes, cargados hasta los topes; venían desde Francia y se dirigían a Marruecos para pasar las vacaciones, hacían el trayecto sin parar, o dormitando apenas un par de horas en un área de descanso; eran frecuentes los extravíos y los accidentes de tráfico, por eso les ponían en árabe los letreros. Ella no tenía nada contra los moros, ahora bien, si querían vivir y trabajar en España, tenían que adaptarse a las costumbres españolas, por lo menos respetarlas. ¡Qué era eso de llevar burka! En sus países, si les apetecía cubrirse de la cabeza a los pies, eran muy libres, pero en España, con la cara descubierta. Él le preguntó si había visto alguna vez a una mujer con burka, Mati contestó que sí, en la tele. Anunció que iban a parar en la próxima área de servicio, para tomar un café y fumarse un cigarrillo.

—Siempre me ha gustado fumar, tiene que volver a gustarme, todo es acostumbrarse —se defendió, como si él le hubiera puesto alguna objeción o le hubiera recordado el mareo de la noche anterior.

Pero no llegaron a detenerse, sonó el móvil de Mati y ella le pidió que lo sacara de su bolso, que había dejado en el asiento de atrás, y se lo diera. Sostenía el móvil con una mano y el volante con la otra, aunque no por ello disminuyó la velocidad. «Hola, Flor, ¿cómo estáis? ¿Cómo va todo? Yo estoy llegando a Jaca, voy a casa de mi hermano Carlos, pasaré allí la noche. Todo ha ido muy bien en Huesca, mi madre se ha puesto muy contenta de verme, se ha emocionado mucho… No. Sí. No, ahora no puedo, ya te contaré, te llamo luego, un beso.» Mentía con un desparpajo asombroso. Se sintió obligada a darle una explicación.

—No iba a contarle que me voy a Benidorm con un gigoló, ¿no te parece? —le dijo—. ¿Y tú no tienes móvil? Los chavales de tu edad andan siempre enredando con un iPhone o un Smartphone o como se llame, mandando wasaps o matando marcianos.

Sí que tenía móvil, pero se lo había dejado olvidado en Barcelona, le explicó. No sabía qué quería decir gigoló, pero se lo imaginó. Y no se había olvidado el móvil, lo tenía apagado. Había oído decir o había leído en alguna parte (o lo había visto en la tele, lo más probable), que siguiendo la señal ininterrumpida que emite el móvil, la policía puede localizarte estés donde estés, de ahí la precaución. Imaginaba su móvil a reventar de llamadas y mensajes de su hermano. ¿Dónde coño estás? ¡Han venido a por ti del juzgado! Te andan buscando. Algo así. Confiaba en que su hermano no llegara a descubrir que le había cogido la maleta, el pasaporte, la gabardina, un jersey, calzoncillos y más cosas. Confiaba en poder arreglarlo todo a su regreso. Le daría al abogado los mil seiscientos euros para que los llevara al juzgado, con la firme promesa de entregar el resto en un corto plazo. Mil seiscientos euros era mucho dinero, no iban a despreciarlo en el juzgado. Y un retraso de unos pocos días no era como para meter a nadie en la cárcel. Le hubiera gustado poder franquearse con Mati, exponerle su dilema, pedirle consejo, era una mujer de mundo, había sido directora de banco, pero Mati se había encerrado en un mutismo insólito. Por otra parte, si llegaba a enterarse de su situación, era capaz de parar el coche y decirle que se bajara allí mismo, o peor aún, de llamar a la policía.

—Ya hemos llegado. ¡Esto es Benidorm!

El hotel le gustó mucho. Tenía en la entrada un pequeño estanque interior iluminado por luces verdes, sobre el que manaba, constante, el agua de una cascada, que cambiaba de color, del naranja al morado al amarillo. El hall era muy amplio. Casi se tropezó con un Santa Claus de tamaño natural, por un momento creyó que era un empleado disfrazado y a punto estuvo de disculparse. Era un hotel alegre, con decoraciones navideñas, guirnaldas, bolas y demás, adornando plafones y paredes. Había un montón de letreros que explicaban muchas cosas en inglés. Y eran ingleses, o tenían pinta de serlo, los clientes que descansaban en sofás y butacas frente al mostrador de recepción. El recepcionista era un gilipollas, un jovenzuelo con perilla, camisa negra y corbata lila, que inspeccionó su pasaporte con suspicacia: arrugó la nariz con aire importante, lo miró a él, miró la foto del pasaporte y volvió a someterlo al escrutinio de sus ojos. Mati arrancó el documento de sus manos y lo examinó sin decir nada. Se lo devolvió al empleado y le exigió la llave de la habitación. Su aplomo, esa seguridad que podía ser confundida con arrogancia (o que era a la vez descaro y arrogancia), era la característica que más admiraba, y a la vez, temía en ella. En el ascensor, le comentó que ese hotel era quizá un poco hortera, pero estaba muy bien situado y una suite en el Gran Bali le habría costado un ojo de la cara. Ella iba delante, él detrás arrastrando las dos maletas. La habitación no tenía número, era la Suite Voramar. Nunca había visto una habitación de hotel tan grande (no podía comparar mucho, sólo había estado en el hotel del día anterior en Valencia y en ninguno más. Él, cuando viajaba, se alojaba en casas de amigos o familiares, en pensiones —dos veces— y otra en un hostal). La suite parecía un apartamento, con su recibidor, amueblado con una mesa y un par de sillones floreados, varias puertas en el pasillo que debían corresponder al cuarto de baño y, supuso, a armarios, y un salón, o una habitación del tamaño de una sala, con una enorme cama de matrimonio (luego advertiría que eran dos camas pegadas), y un sofá, sillas, dos butacas y un par de mesas, una de ellas tipo escritorio. Las paredes eran de un amarillo pálido muy distinguido y colgaban de ellas fotos enmarcadas de paisajes marinos y de una playa crepuscular. Unas cortinas gruesas de color granate ocultaban lo que debía de ser un ventanal. Mati las abrió, dejando al descubierto una terraza con una mesa de plástico y dos sillas de mimbre, una terraza para ellos solos con vistas al mar, y allá abajo, la media luna parda de la playa.

—No está mal —concedió Mati y se sentó en el sofá, se quitó los botines, hurgó en el bolso, sacó el paquete de tabaco y un mechero, encendió un cigarrillo, dio un par de caladas, apoyó los pies en el sobre de cristal de una mesita y dijo:

—Así que te llamas Sulaiman.

Lo estaba esperando. Era cierto, se llamaba Sulaiman, había nacido en el Líbano, pero era español, «tan español como usted, como tú», se jactó.

Mati replicó que si había nacido en el Líbano, tan español como ella no era, por más que tuviera pasaporte español.

—A mí me da igual que seas moro…, árabe —rectificó—, yo no soy racista, pero me molesta que me mientan.

Tuvieron una pequeña discusión, él de pie, justificándose, ella fumando arrellanada en el sofá. Él negó haberle dicho que se llamaba Samuel y, de otro lado, ¿qué importancia tenía? Sulaiman o Samuel, ¿qué más daba? Él era Sami, español, catalán, de Barcelona. Había ido al colegio en España, todos sus amigos eran españoles (casi todos), ni siquiera hablaba árabe, sólo un poco. Y no era árabe, ni moro: era fenicio. Sus padres eran musulmanes, él no era nada, ¡un tío normal!

—¿Fenicio? ¡Los fenicios desaparecieron hace siglos! Mira, no me creo nada de lo que me estás contando, no has hecho más que engañarme desde que te conozco, ni te llamas Samuel, no eres modelo ni actor, no tienes veintiocho años, sino treinta y uno, he visto tu pasaporte, y nunca has hecho de gigoló, ¿o crees que me chupo el dedo? No sé quién eres, ni qué hago aquí contigo —dijo Mati con voz plana, sin ninguna ira, como si estuviera constatando un fenómeno atmosférico o esperara que él la sacara de dudas, le explicara qué sentido tenía que estuvieran los dos en esa suite, para qué habían venido.

»Búscame un cenicero —dijo. Él no encontró ninguno, era un hotel para no fumadores, lo que hacía Mati estaba prohibido. Le trajo un vaso de cristal del baño y Mati hundió en él el pitillo y sacó otro del paquete; echaba el humo por la nariz y lo miraba expectante. Él hizo algo inesperado: se puso de rodillas.

»¡Levántate!

—No quiero.

—¡Que te levantes!

Se levantó, se sentó a su lado en el sofá, aunque ella no se lo había ofrecido, juntó las manos ante su rostro como si fuera a rezar o como si estuviera reflexionando, entornó los ojos y luego los abrió y los fijó en los de Mati, una mirada seria, sincera, la mirada de alguien que se está desnudando, al borde de revelaciones íntimas, dolorosas, expuestas.

—No soy un gigoló —admitió—, ni modelo, ni actor. Héctor tampoco —dijo con deslealtad. Y con toda probabilidad ninguno de los hombres que ofrecían sus servicios en la página web de la agencia lo eran, pero eso ella, que era una mujer inteligente, tenía que saberlo o suponerlo—. La verdad… ¿Quieres saber la verdad?

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