Valor

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Se llamaba Sami (nadie le llamaba Sulaiman, ni siquiera su tía). Llegó a España con once años. Su madre enviudó en la guerra (una de las muchas guerras del Líbano) y los envió a Barcelona a su hermano pequeño y a él, a vivir con una tía, casada con un español, la cual desde entonces se ocupó de ambos. Vivía en San Adrián del Besós. Tenía trabajo, un buen trabajo: encargado de una frutería en la zona alta de Barcelona. De la cartera que llevaba en el bolsillo posterior del pantalón extrajo una tarjeta harto manoseada y se la entregó. Mati leyó el texto en voz alta con dificultad (no llevaba gafas):

Sulaiman Doumany. Encarregat. Fruiteria Lorenzo. Carrer Balmes 242. Barcelona.

—Estos catalanes —dijo—. ¡Todo lo tienen que escribir en catalán! Si tienes un buen trabajo, cobrarás un buen sueldo. ¿Por qué estás aquí conmigo, haciendo de gigoló?

Era una larga historia. «Tiene que ver con Yamil, mi hermano.» La expresión de interés en el rostro de Mati le hizo concebir la insensata esperanza de que si lograba conmoverla, quizá tuviera un gesto verdaderamente magnánimo, altruista, y le diera de golpe todo el dinero que precisaba, sin necesidad de follársela ni de darle conversación. Le explicó que cuando su hermano y él abandonaron la casa familiar, en Beirut, su madre le había pedido, llorando, que cuidara y protegiera al pequeño Yamil, de quien tanto le dolía separarse. Y él había sido fiel a su promesa, aunque, todo había que decirlo, Yamil no se lo puso fácil: en la escuela tuvo que defenderlo de otros niños que se metían con él porque era moro, o eso decía su hermano, y también lo había defendido de los profesores y de las madres de otros niños que se quejaban de que Yamil pegaba a sus hijos, porque su hermano ejercía de pequeño matón.

Tenía la mala costumbre de meterse en follones de los que él lo tenía que rescatar. El último, el más serio: propinó un puñetazo al portero de una discoteca del Maremagnum y casi lo dejó ciego de un ojo. «¡Pero qué bruto!», dijo Mati. Él no lo disculpó, aunque ofreció atenuantes: el portero había insultado a Yamil, lo había llamado «¡Moro de mierda!» (el segurata no lo llamó nada, es que ni le habló: lo agarró del pescuezo y lo echó a empujones porque se había colado en la discoteca; ya en la calle, le dio una patada en el culo y él tenía su dignidad, pero eso Mati no iba a comprenderlo). Los Mossos d’Esquadra se lo llevaron detenido. Pasó dos días y dos noches en Jefatura, el lunes declaró ante el juez, quien lo dejó libre bajo una fianza de dos mil quinientos euros. Tenía de plazo para depositarlos en el juzgado hasta el próximo martes, día 30 de enero. Por eso estaba con ella en Benidorm, para evitar que su hermano pequeño fuera a la cárcel.

Pensó que era una historia conmovedora, pero Mati no parecía conmovida.

—Tú eres tonto —le dijo— y tu hermano un cabrón que se aprovecha de ti.

El comentario le molestó. Dijo que Yamil, en el fondo, era un buen tío, pero se le cruzaban los cables con facilidad y perdía los papeles. Vino a España con sólo cinco años. No entendía por qué su madre lo alejaba de ella, creyó que no lo quería, «aún no la ha perdonado». Él, Sami, sí comprendía las razones: la viudez, la guerra, el peligro que suponía para sus hijos varones, pero un niño de cinco años eso no lo entiende.

—Lo que yo no entiendo es por qué eres tú el que hace de gigoló y no el caradura de tu hermano —dijo Mati.

—Porque… ¡Yamil es feo y yo soy guapo!

Mati se rió, se rieron los dos. Le dijo: mira a ver si hay cerveza en la nevera, él no sabía que hubiera una nevera pero la había, dentro de un armario, y sacó dos latitas de cerveza, una para Mati y otra para él. Ambos bebieron directamente de la lata, Mati no le exigió que le trajera un vaso, estaba relajando sus normas higiénicas.

—El tabaco me hace un efecto tremendo —dijo—. ¡Como si me hubiera fumado un porro! ¿Y tú no tienes novia? ¡No me puedo creer que no te hayan echado el anzuelo!

Sí tenía novia, mejor dicho: la había tenido. Se llamaba Sandra. Era de Santa Coloma de Gramanet. Trabajaba en la frutería y… ¡esas cosas que pasan! Él iba en serio, estaba enamorado, se hubiera casado con ella sí… «En mayo se puso de baja un repartidor y conseguí que contrataran a mi hermano. Y una tarde (era mi día libre, yo no tenía que estar en la frutería, pero quería asegurarme de que había llegado el género) fui a la tienda y no vi a nadie. ¡La puerta abierta de par en par y la tienda vacía! Me metí en el almacén y los descubrí…»

—¿A tu hermano y a tu novia?

Mati ahora sí que lo miraba con verdadera lástima.

—¡Cómo te pudo hacer eso! ¡Qué cabronazo!

Él dijo: lo he perdonado, tenía que hacerlo, ¡es mi hermano! (y su hermano hubiera debido perdonarlo, la sangre está por encima de todo, mujeres hay muchas pero hermano uno solo. Seguía sin hablarle y cuando le pidió prestado para la fianza, aunque fueran cincuenta pavos, se negó en redondo).

—Y además, le hice una promesa a mi madre —recordó. Mati le apretó la mano, un apretón solidario. Tenía la cabeza echada hacia atrás, apoyada en el respaldo del sofá, los ojos cerrados, y él interpretó su abandono como una invitación; le acarició el cuello, se lo besó, bajó una mano hacia el escote, la metió por dentro de la camisa, la introdujo bajo el sujetador. Ella temblaba. Tenía las tetas muy blandas, se le escurrían entre los dedos, no sabía qué hacer con ellas; le acarició los pezones, jadeó como si estuviera muy excitado, cerró los ojos para no verla, le mordisqueó una oreja, y lo curioso es que sí, estaba empalmado, no tenía más que enviarle una orden con el pensamiento y la polla se le ponía tiesa, lo de la noche anterior había sido un lapsus, fruto del cansancio y la indigestión. Con la mano que no le masajeaba un pecho intentó desabrocharle la hebilla del cinturón, sin éxito; aplicó las dos manos al mismo empeño, mientras le susurraba al oído, habibi, habibi, a todas les gustaba eso, con las puntas de dos dedos alzó el elástico de las bragas, venció su repugnancia y la besó en la boca.

—¡Déjame! ¿No ves que estoy mareada?

Temblaba de indignación. O de vergüenza. Lo apartó de un empujón y se levantó del sofá, colocándose bien la blusa, abrochándose el cinturón. No parecía mareada. Dijo que no era el momento, ¡las dos y media ya! Estaba muerta de hambre, quería ir a un restaurante. Se sintió humillado, le hubiera gustado abofetearla. Le urgía acostarse con ella para recobrar su aplomo, una vez te has follado a una mujer, da igual quién pague. Esa señora, a qué jugaba, qué quería de él, no alcanzaba a adivinarlo y eso le inquietaba.

Se sentaron en la terraza de un restaurante donde servían «el mejor arroz de Benidorm», frente a la playa de Levante, una playa espectacular, de arena dorada y fina, como peinada o rastrillada por una máquina limpiadora que había dejado impresas las huellas de sus neumáticos. Tumbonas azules, pulcramente alineadas, rompían el amarillo uniforme de la playa. Era una playa de folleto turístico, tan perfecta que parecía falsa, sólo los cuerpos flácidos, blancos, o del color del camarón, y los bañadores de estampados chillones de los turistas que tomaban el sol estropeaban la simetría. Un brazo de tierra que se hundía en el mar separaba esa playa de otra simétrica que completaba el semicírculo de la bahía, la playa de Poniente, que Mati prometió enseñarle. «Esto hay que verlo en verano —dijo Mati—, hay un ambientazo que no te puedes imaginar. Está de gente que no tienes dónde poner la toalla. ¡Y por la noche! ¡Bueno! No hay en España un sitio mejor, más loco y divertido.» Benidorm tenía cerca de setenta mil habitantes en invierno y medio millón en verano, «para que te hagas cargo». Venían extranjeros de todas partes del globo, sobre todo ingleses, para ellos Benidorm era como un pedacito de Inglaterra pero con sol, playa, sangría y palmeras, tenían aquí sus pubs, igualitos que en Inglaterra, sus discotecas, sus restaurantes, sus karaokes, sus tiendas, hasta sus propios médicos y abogados, «hay ingleses que llevan viviendo aquí treinta años y no hablan una palabra de español, ni falta que les hace, en Benidorm puedes vivir sin hablar español, pero si no hablas inglés, estás perdido, esto es más cosmopolita que Londres o Nueva York».

El paseo era ancho y generoso y estaba tan limpio y cuidado como la playa. Casi todos los paseantes eran viejos y gordos. Muchos circulaban en motos eléctricas para minusválidos, aunque no fueran paralíticos ni cojos. Mati dijo que el turismo invernal se componía sobre todo de jubilados, ¡pero en verano…! Aquello antes era un baldío y Benidorm, un pueblo de pescadores. Ahora tenía más rascacielos por habitante que Nueva York. Arquitectos venidos del mundo entero habían expresado su admiración por el modelo de urbanismo vertical de Benidorm, «el más ecológico, aunque no te lo creas». Por si fuera poco, gozaba de un microclima privilegiado, ni frío en invierno, ni demasiado calor en verano, la temperatura ideal todo el año. Él temblaba bajo la húmeda brisa marina, pero no osó contradecirla. Mati no cesaba de ponderarle los atractivos y las ventajas de Benidorm como si se lo estuviera vendiendo, como si de un momento a otro fuera a pedirle precio. Caminaban despacio por el paseo, ella colgada de su brazo, como una pareja de jubilados. Había menos rascacielos en esa parte de la bahía y los edificios eran más antiguos. Mati se detuvo ante una casa con la fachada deteriorada, el Edificio Neptuno, y le señaló un balcón que tenía un letrero:

SE VENDE. FOR SALE.

—Éste era mi apartamento —dijo—. Ahora es de un banco.

Él le contó que su hermano trabajaba para una empresa de mudanzas que, además de traslados, efectuaba desahucios para un banco. En una ocasión, Yamil entró el primero en el piso. Olía a rosas y a cera. Decenas de velas iluminaban con sus pálidas lenguas de luz una sala atiborrada de flores, flores sobre la moqueta, sobre los muebles, las mesas, los estantes, ¡por todas partes!, ramos de flores para recibir a los desahuciadores. Daba la impresión de que la casa estaba vacía. Yamil dio voces, alertó de su presencia, sin respuesta. Procedió a inspeccionar el apartamento. La primera puerta daba a un baño, la segunda, a una habitación, también repleta de flores e iluminada con velas. Sobre la cama yacía una mujer, la inquilina. Se había tomado varias cajas de pastillas. Mati preguntó si estaba muerta, él respondió que no, aunque lo parecía, o a su hermano se lo había parecido. La llevaron al hospital y allí le salvaron la vida. Mati opinó que más le valdría haberse muerto, no se puede vivir sin dinero.

—¡Qué preciosidad de puesta de sol! Hazme una foto aquí, frente al mar, por favor.

Le cedió su iPhone y él la inmortalizó, los brazos abiertos, una sonrisa extasiada en el rostro, de espaldas a la gran mancha azul del Mediterráneo. Estaba a contraluz, aunque no se lo dijo, tenía ganas de acabar con aquello, tiritaba, pero Mati, bien arropada en su abrigo marrón, no tenía ninguna prisa: lo volvió a tomar del brazo, como afirmando su posesión, y le animó a deleitarse en la puesta de sol. «¡Fíjate qué luz! ¡Y esas nubes como de algodón, con rebordes colorados! Y el mar, el mar… ¡qué maravilla! Te advierto que a mí me da mucho respeto, lo veo tan grande, tan… poderoso, y luego que no sabes qué hay debajo, puede haber tiburones, pulpos gigantes…» Ella nunca se aventuraba donde cubría, se quedaba en la orilla. Mar, su hija, disfrutaba haciéndola rabiar. Nadaba como un pez, como una anguila, y se iba lejos, muy lejos, hasta que era un puntito en el horizonte y luego ni siquiera eso, la perdía de vista, y ella se ponía histérica, porque no podía seguirla, porque si la niña tenía problemas y se le ahogaba, no podría rescatarla.

—¿Tú sabes nadar?

Él dijo que sí, pero no sabía, nadie le había enseñado, podía mantenerse a flote unos minutos, estirando mucho el cuello, braceando sin ton ni son, como un desesperado, pero nadar, lo que se dice nadar, no. Emprendieron el regreso. Las losetas de esa parte del paseo eran de colores vivos, amarillo, azul, violeta. A cada poco, Mati decidía parar para que él le hiciera fotos: dando de comer (fingiendo que daba de comer) a las palomas blancas de una pequeña plaza, sentada en un banco, apoyada en el tronco de una palmera, junto a un mendigo rumano vestido de Papá Noel que tocaba (muy mal) la armónica, siempre sonriente, como si estuviera pasándolo en grande. Tuvo el capricho de retratarse ante un elaborado castillo de arena que custodiaba un hombre sentado en una silla de tijera y que le dijo: una foto, un euro. Mati se escandalizó. A él le dio lástima ese artífice de castillos efímeros que vigilaba su obra para protegerla de los desaprensivos. Quiso impresionar a Mati, echó mano al bolsillo y le dio una moneda. Ella se enfadó, ¡qué manera de tirar el dinero! Aún si lo hubiera hecho él… Pero ese individuo no era más que un empleado del escultor, un artista profesional que todos los años sembraba las playas de la Costa del Sol con sus castillos y sus figuras de arena, al cual le iba tan bien que podía permitirse contratar a una cuadrilla de vigilantes. Anunció que se había cansado de andar y propuso hacer el resto del trayecto en una de aquellas motos para minusválidos. Alquilaron una. Mati se empeñó en conducirla, él iba de paquete. Circulaban a toda velocidad, molestando a los paseantes. Mati se reía feliz y tocaba la bocina. Ya estaban llegando al hotel, cuando frenó en seco y le pidió que le tomara la última foto. La bola roja del sol, que ya se hundía en el mar por la zona de Poniente, le deslumbraba. Pensó: no saldrá, no hay luz, pero de todas formas retrocedió unos metros para hacer el encuadre. Mati a lomos de la moto, las manos en el manillar, el rostro vuelto hacia él, sonreía.

—¡Mati Oliván, sinvergüenza!

Un viejo corría a su encuentro, daba saltitos con la pierna buena que tiraba de la otra, renca, y enarbolaba el bastón en amenaza, le habría parecido gracioso de no ser por su expresión, de ira, de odio, y sus insultos: «¡Sinvergüenza! ¡Ladrona! ¡Estafadora!». Una vieja que debía ser su mujer le tiraba del brazo, intentando retenerlo, pero el hombre seguía avanzando, gritando improperios. A Mati se le demudó el rostro, la risa dio paso al miedo; no se movió de la moto, soportó la lluvia de denuestos sin replicar ni defenderse de ellos. Él pensó que debía hacer algo, pero se quedó quieto. El hombre se detuvo ante Mati, fuera de sí, el rostro encendido.

—¡No tienes vergüenza! ¡Tú aquí, en Benidorm, de vacaciones! ¡En la cárcel tendrías que estar! ¡Me has arruinado! ¡Por tu culpa estoy en la miseria!

—Vale, Emilio, ¡déjala! Ya la ha castigado Dios, tú déjala en paz —intercedió su mujer, y él por fin reaccionó: tomó a Mati de un brazo y se la llevó, dejando la moto atrás. La notó rígida, en tensión. Se dejó conducir con docilidad y, aunque tenía los ojos abiertos, daba la impresión de que no veía y de que si él no la sostuviera, se desplomaría. Al llegar al hotel, se desasió con un gesto abrupto. Se apoyó en la barandilla del estanque y se quedó mirando los saltos del agua, los chispazos de colores.

—Es lo que me pasa por ser buena persona. Les das un préstamo, aunque no tengan condiciones, te arriesgas, porque los conoces, porque te dan pena, y luego cuando vienen mal dadas y la caja les reclama las cuotas, te echan a ti la culpa, como si además de darles el préstamo tuvieras que pagarles la deuda, como si la caja fuera tuya y pudieras perdonársela. No hay peces. ¿Por qué no ponen peces en el estanque? Le darían vida.

Dijo que estaba cansada y que le dolía la cabeza, subiría a la habitación a echarse una siesta. Él hizo ademán de acompañarla pero ella no quiso, quédate por aquí, distráete un poco, pídete lo que quieras, lo cargas a mi cuenta. Y eso hizo, deambuló por las salas del hotel; en una de ellas, jubilados ingleses, y unos pocos españoles, jugaban a las cartas o al dominó, sentados a unas mesas con tapete verde. Otra estancia le interesó más, allí había niños, adolescentes, y también adultos, como él, enfrascados en las máquinas recreativas. Ninguna estaba desocupada, se cansó de esperar (no esperó apenas) y se fue al bar, donde pidió un margarita, pero allí no servían margaritas y optó por un gin-tonic. Disfrutó tratando con altivez al camarero, mostrando su disgusto porque no tuvieran la bebida que él quería, exigiendo más limón, más hielo, diciendo con displicencia: cárgalo a la cuenta de la Suite Voramar. El camarero le hizo firmar la factura y eso aún lo envaneció más. Pero le aburría beber solo, sin el móvil. Un cartel pegado a la pared prometía una Nochevieja inolvidable: CENA DE GRAN LUJO. COTILLÓN. FABULOSO ESPECTÁCULO DEL MAGO FOX CON ARTISTAS DE «OPERACIÓN TRIUNFO». MÚSICA. BAILE. ¡DIVERSIÓN ASEGURADA! ¡DA LA BIENVENIDA AL 2013 CON NOSOTROS! Otro en inglés parecía decir lo mismo, los signos de exclamación, las mayúsculas, los dibujos de copas rebosantes de champán, serpentinas y matasuegras, eran idénticos. Un niño se entretenía moviendo las figuras de un nacimiento que decoraba un nicho de la pared, sin que nadie se lo impidiera. Le dieron ganas de unirse a él y jugar a desbaratar el belén. Un letrero en el que hasta entonces no se había fijado llamó su atención. Era un cuadro con el programa de actividades (LEISURE ACTIVITIES). Para ahorrarse tener que describirlas en dos lenguas, las habían representado con dibujos: una diana con flechas, un subfusil, una mesa de billar, una ruleta, dos palas de ping-pong, un futbolín, una pistola… Le apetecían todas, pero de forma especial las de tiro, que estaban programadas para las once de la mañana del día siguiente. Decidió ir a la suite y pedir permiso a Mati para apuntarse. Otra idea aleteaba en su cabeza; si la pillaba en la cama, no la dejaría escapar y así eso estaría hecho. Entró con sigilo, por si seguía dormida, la llave de plástico no hacía ningún ruido.

—Mi amor, mi vida, mami te quiere mucho, no llores, cielo, no llores, cari, tú sabes que mami te quiere más que a nadie en el mundo…

Mati hablaba con la vocecilla aguda, infantil, con que se habla a los niños y a los perros; contenía el llanto a duras penas, se le escapaban sollozos e hipidos. Permaneció a oscuras en el umbral, casi sin respirar, no quería que se percatara de su presencia. Abrió la puerta y la cerró suavemente tras de sí. Salió del hotel como alma que lleva el diablo y se puso a deambular por las calles de Benidorm, buscando serenarse. Sentía miedo, ¡miedo de Mati!, no sabía por qué. Era una mujer extraña. Contrataba a un escort y en cuanto éste se le acercaba, se ponía a temblar y lo rechazaba. «No te engañes —había dicho Iván—, todas dicen que lo que quieren es compañía, alguien con quien hablar o ir al cine, pero lo que quieren, ¡todas!, es follar.» Mati no. Y había viajado a Benidorm con él sin conocerlo de nada ni tener referencias suyas. Él podía ser un ladrón, un asesino, un violador, era como para desconfiar de ella. ¡Y sus cambios de ánimo! Y esa voz implorante, patética, cuando hablaba por teléfono con su hija, una tía de diecisiete años, ninguna niña. Y el desagradable incidente con el viejo en el paseo, su pasividad ante los insultos… Si había estafado a ese hombre, también podía estafarle a él. No podía meterse en más líos, el abogado le había dicho que la fianza era sólo el primer paso, aunque siguiera en libertad, tenía pendiente el juicio. El abogado era optimista, calculaba que si lo condenaban, no sería a más de dos años, por lo que no llegaría a ingresar en prisión: no tenía antecedentes, no le había sacado el ojo al gorila, después de todo, y éste no era español, sino un negro dominicano que le importaba al juez tan poco como él, un moro, un libanés, una pelea entre inmigrantes, nada grave. Si Mati no le pagaba, ¿qué haría?

La noche de Benidorm era un derroche de luz, quizá para compensar la soledad de sus calles. Los rascacielos estaban iluminados como para una feria, pero en los altísimos edificios, de veinte o treinta plantas, todas las ventanas estaban a oscuras, salvo, quizá, una o dos. Benidorm era como un cementerio enorme en el cual los muertos fueran los vivos, fue una idea que le pasó por la cabeza. Regresó al paseo, que apenas estaba más animado, pero al que la proximidad del mar, con su suave, pausado rumor de fondo, y las babas blancas de las olas, como lametazos de un perro manso, infundía cierta vida. Sobrevolaban el paseo dos rieles de focos que arrojaban luces amarillas y blancas; al caminar uno tenía la impresión de pisar charcos de luz, de bañarse en ella. Pasó de nuevo junto al castillo de arena. Allí seguía, el cuello hundido en un plumífero, el vigilante al que había dado una propina. ¿Se acordaría? Se sintió tentado de entablar conversación con él, mencionarle como de pasada el encuentro de hacía un rato, pero la expresión hosca de aquel individuo le disuadió. Entró en una pizzería con unas pocas mesas ocupadas. Se sentó en un taburete frente a la barra y esperó a que regresara la camarera. Había entrado por ella. La había visto a través del cristal. Le pidió un gin-tonic y consideró un buen augurio que fuera generosa con la ginebra. Le preguntó cómo se llamaba. ¿Elena? ¡No, Olena! ¿De dónde eres? Ucraniana. Era rubia, los ojos de un azul muy claro, la sonrisa cálida. Conversaron. Olena se desenvolvía bastante bien en español. Le dijo que llevaba allí dos años y sí, le gustaba Benidorm, sobre todo en invierno, en verano tenía demasiado trabajo. Él le dijo que estaba pasando unos días de vacaciones con su madre. Medio quedaron en verse más tarde en la discoteca Penélope’s, situada en ese mismo paseo, a poca distancia. Ella solía dejarse caer por allí después de cerrar si no estaba demasiado cansada. Regresó al hotel de excelente humor, ese sitio le gustaba cada vez más. Pensó que podría quedarse en Benidorm una temporada. ¡A tomar por culo el juzgado! ¡A tomar por culo la empresa de mudanzas! Nunca más intervendría en un desahucio (no le había contado a Mati, le había dado reparo, que cuando la ambulancia se llevó a la inquilina, habían procedido al desalojo como si nada hubiera sucedido: apagaron las velas, tiraron las flores al contenedor y dejaron el piso vacío, arramblaron con todo). Benidorm tenía un aura mafiosa que le atraía, a nadie se le ocurriría buscarlo allí. Se imaginaba de guardián del castillo de arena. Olena iría a visitarle, le llevaría una sopa caliente, un trozo de pizza. Podrían montar un restaurante; un restaurante ucraniano o libanés, incluso ucraniano y libanés a la vez, Benidorm estaba lleno de posibilidades.

Lo esperaba en el bar. Maquilladísima. Se había puesto una blusa negra, que transparentaba el sujetador, y una minifalda a juego; un collar de varias vueltas, brillante y aparatoso, sustituía la cadenita de oro con el nombre de su hija. Tenía un diente manchado de carmín, pensó en decírselo pero no lo hizo, se le antojó demasiado íntimo.

—Me he vestido de guerra. Esta noche lo vamos a pasar de muerte —le dijo, guiñándole un ojo.

Bebía un margarita que le había preparado su amigo Basilio, un detalle muy especial que había tenido con ella. «Basilio es de Sigüenza», le informó, como si a él pudiera interesarle de dónde fuera ese barman, con el que Mati flirteaba sin disimulo. «¿Qué te parece mi novio, Basilio? ¿Verdad que es guapo?» Él no sabía dónde mirar, qué debía pensar de ellos (de él) ese camarero. Mati insistió en que probara un margarita hecho por Basilio, ella tomaría otro con mucho gusto. Sacó el paquete de tabaco del bolso, riñó a Basilio porque no la dejó fumar, con una audacia insólita le acarició el nacimiento de la nuca y hundió la nariz en su cuello. «¿Qué colonia llevas?» Era la colonia de su hermano, desconocía la marca, dijo que no se acordaba.

—No te la pongas más, no me gusta.

Durante la cena siguió con ese talante caprichoso, imprevisible, retador. Cenaron en el comedor del hotel, pese a que a mediodía le había anunciado que irían a la mejor marisquería de Benidorm. Él sospechó que el temor a volver a encontrarse con el viejo airado la indujo a cambiar de planes. El comedor estaba lleno. Salvo por unas pocas familias inglesas con niños, casi todos los comensales eran jubilados, del Imserso, los españoles, y de Inglaterra el resto. A los jubilados les sirvieron el menú que venía incluido en su paquete turístico. Mati pidió la carta. Devolvió «por no estar en condiciones» dos botellas de vino. Exigió que le volvieran a pasar por la plancha el rodaballo, que según ella le habían traído crudo. Y luego no se lo comió (dijo que no valía nada). Beber, bebió mucho. Le preguntó si no tenía más camisas que la que llevaba puesta (iba vestido igual que el primer día). Hizo varios comentarios embarazosos sobre sus tatuajes, una alusión velada (o muy descarada) al instante en que lo vio desnudo. Repitió en varias ocasiones que esa noche iban a pasarlo «de muerte», y cada vez que lo hizo le guiñó un ojo. Caminaba muy erguida cuando salieron del comedor. Ya estaba borracha. Confiaba en que no tardaría en caer, derrotada por el alcohol. La dejaría en la habitación y se iría a la discoteca. Pero Mati aún estaba lejos de la derrota e insistió en regresar al bar para ver a su amigo Basilio.

Se había producido el cambio de turno. A Mati, el nuevo camarero, que no sabía hacer margaritas, le pareció seco y antipático. Se conformó con un mojito.

En el salón del bar habían improvisado una pista de baile. Había hasta una orquestilla, o un hombre orquesta, un tipo alto, con unas extraordinarias patillas negras, tocado con un sombrero de copa rojo y vestido con un frac granate, sembrado de lentejuelas rosas, que cantaba, tocaba la guitarra, la armónica y un teclado. Pese a su alegre atavío, tenía un rostro patibulario, pensó que, como él, tal vez fuera un prófugo de la justicia. Lo acompañaba una cantante pálida y rolliza, una chica rubia que debía de ser inglesa, porque cantaba en inglés una canción que, según Mati, era de los Beatles. Luego el hombre orquesta atacó un pasodoble y varias parejas de jubilados se pusieron a bailar. La concurrencia era considerable, casi todos los jubilados que había visto en el comedor, y otros que iban llegando, ocupaban las mesas de la sala. Los músicos alternaban canciones en inglés, para los jubilados ingleses, con pasodobles y canciones de Julio Iglesias para los españoles, pero a la tercera canción las parejas lo bailaban todo, pasodobles los ingleses, éxitos anglosajones de mediados del siglo XX los españoles. Como dijo Mati, aquello prometía. La cantante se puso a cantar My life is brillant / My love is pure / I saw an angel / Of that I’m sure / You’re beautiful. You’re beautiful!, y Mati se estremeció.

—¡Cómo me gusta esta canción! Vamos a bailar.

Mati anudó los brazos en torno a su cuello y se dejó ir contra él, haciéndole cargar con su peso. Su equilibrio era inestable, se movía con torpeza; le pisó en un par de ocasiones y le acusó de no saber bailar agarrado. Cuando terminó la canción fue a felicitar a la cantante, al reunirse con él en la barra le informó de que la chica no era inglesa, sino polaca, «¡pero qué bien canta!». Él se apresuró a pedir otro mojito para ella al camarero antipático. A Mati le daba lástima una señora que se había quedado sola en su mesa y seguía el ritmo de la música con las manos y con la cabeza. «¡Pobrecilla! —dijo—, ¡todos los vejetes en la pista menos ella! Sácala a bailar», le ordenó, él creyó que bromeaba pero no. La señora, que era extranjera, no le entendió. Él se inclinó hacia ella, extendió una mano con la palma abierta y le preguntó: Dance? La mujer se azaró, entre asustada y complacida y, para su sorpresa, aceptó. La inglesa llevaba el paso mejor que Mati y guardaba una distancia adecuada. Al cruzarse con una pareja de conocidos suyos intercambiaron saludos, sonrisas cómplices. Se sintió ridículo bailando con esa vieja por imposición de Mati, a la que divisó en el otro extremo de la sala, hablando con un jubilado. Por sus gestos, su mímica exagerada y la forma en que parecía tirar del anciano para que se levantara, comprendió que había decidido bailar con él, quizá también le diera pena, pero el hombre resistió sus embates y no se movió de la silla.

La encontró enfurruñada cuando regresó del baile, ese sitio era un coñazo, lleno de carcamales. «Vámonos de aquí», dijo, y se lanzaron a la calle.

Había bullicio a esa hora de la noche: los rótulos de neón, los letreros luminosos, los chorros de luz que irradiaban los bares, el Caribbean Club, el Chaplin’s Broadway Dancing, The Tropical, Bernie’s Billiards, el desfile de ingleses borrachos, en camiseta, ellos, con minifalda y sandalias, ellas, que pululaban de un local a otro con grandes voces y risotadas, todo contribuía a la impresión de fiesta. Entraron en un bar que anunciaba un concurso de imitadores de Elvis (Mati le reprendió por no saber quién era Elvis Presley), pero resultó que aquella noche los concursantes imitaban a los Blues Brothers y ella no quiso quedarse. Después fueron a un karaoke decorado como un salón del Oeste. Mati se sublevó porque la camarera no la entendía. «¡Estamos en España, no en Inglaterra! ¡Es intolerable que le hable en español y no me comprenda!» De nuevo en la calle, lo sorprendió con su decisión de ir a Penelope’s.

¡Mama, yo paso de todo!

I’m telling to you mama,

there’s no need for a drama.

But I don’t wanna study.

I just wanna party!

La música, tan fuerte que ensordecía, las luces estroboscópicas, la gogó que se movía con desgana, o como buenamente podía, encaramada a unos tacones de vértigo, I’m a nini, ma’. You know what a nini is?, la barra al fondo donde quizá le aguardaba la ucraniana, don’t wait for me awake, I’m going home late, se hallaba en su elemento, Mati le sobraba. ¿Qué podía hacer para que se fuera al hotel? No había mucha gente; salvo Mati, todos eran jóvenes, como aquellos chavales marroquíes o argelinos que jugaban al billar, o el grupito de niñas que bailaban en corro, haciendo el burro. Mama, yo paso de todo. I don’t wanna study. I just wanna party! Mati parecía un poco perdida, desubicada, pero pronto se lanzó a bailar sin siquiera quitarse el abrigo, el bolso colgando del hombro, la mirada baja, como persiguiendo los evasivos destellos de luz sobre la pista. Monday-party! Tuesday-party! Wednesday-party. Weekend, weekend. Party! Wow! Bailaba de una forma peculiar, moviendo los hombros arriba y abajo, como si hiciera gimnasia, la expresión ida, en el rostro una boba sonrisa. I’m telling to you, mama, there’s no need for a drama. Le preguntó si quería beber algo, ella le dio un billete de cincuenta euros y le encargó un vodka con tónica. En la barra aprovechó para charlar un poco, a gritos y por medio de señas, con la camarera, que no estaba mal. Cuando regresó a la pista con las bebidas, se encontró con que uno de los chavales magrebíes vacilaba con Mati, bailaba para ella, le decía cosas en la oreja. Dejó las copas sobre una mesa y se puso a bailar, marcando a Mati muy de cerca, ciñéndola por la cintura, para dejar constancia de que tenía dueño. Una vez afirmado el territorio, y tras aconsejarle que vigilara su bolso, volvió a la barra. Allí lo esperaba Olena. La acompañaba una amiga española cuyo nombre no alcanzó a oír, ni le importaba. And if the world would end tomorrow, we don’t care, tonight is the night! Las invitó a una copa con el dinero de Mati. «¿Es tu madre?», le preguntó Olena, señalando a Mati, quien de nuevo tenía al chaval marroquí revoloteando en torno a ella. Le dijo que sí. «¡Qué marchosa!», terció la amiga, que no perdía comba de su conversación con la ucraniana. Le dio la espalda de forma ostentosa y concentró toda su atención en ésta. No tenía tiempo que perder, así que pronto se encontró negociando la posibilidad de ir a su casa (ellos dos solos), cuando cerrara la discoteca. No había que preocuparse por su madre, un par de canciones más, cinco minutos, y se la llevaría al hotel, no pintaba nada allí, no tenía edad para estar en la discoteca. And if the world would end tomorrow, just put your hands up and feel alright! La amiga de Olena era una pesada que no se resignaba a la soledad, le daba golpecitos en el hombro. «Oye, oye», le reclamaba.

—Están pegando a tu madre —le dijo, cuando por fin volvió la cara.

Nadie pegaba a Mati, era ella quien zurraba a un hombre con saña. Su víctima, un grandullón entrado en la treintena, se defendía de los golpes y los arañazos y las patadas cubriéndose la cara con las manos, retrocediendo a ciegas. «¡Criminal, asesino! —chillaba Mati—. ¡Deja a la chica en paz! ¡Respétala!» La gogó lloraba en brazos de una amiga. El chaval marroquí había desaparecido. Un guardia de seguridad intentaba pacificar a Mati, sin éxito; pasó de las palabras a los hechos y la trabó de los brazos, levantándola del suelo. Ella pataleaba y se retorcía y le amenazó con llamar a la policía.

—¿Qué pasa? —preguntó alguien (él).

—¡Esta loca, que se ha puesto como una fiera porque le he tocado el culo a la gogó! —le explicó el agredido, mientras se tentaba los brazos, la ropa—. A la chica no le importa, es amiga mía, siempre estamos de coña… ¿Por qué se mete donde nadie la llama? ¡Si fuera un hombre…!

Con sangre fría y grandes dosis de diplomacia logró persuadir al guardia, a quien Mati había mordido en la muñeca, de que la dejara libre, sin represalias. Le dijo que era su tía, quien no estaba acostumbrada a beber y esa noche se había excedido. Le pidió excusas en su nombre, le garantizó que se la llevaría y no volvería a pisar la discoteca.

Consiguió sacarla de Penelope’s y conducirla hasta un banco del paseo. A la izquierda centelleaba el escaparate de un minimarket que sólo vendía alcohol, a la derecha tenían el mar, iluminado apenas por la media luna, y a los pies del banco, la playa, vacía salvo por las tumbonas apiladas y una gaviota que curioseaba una papelera. Le sorprendieron agradablemente la paz, el silencio, tras el estruendo y la violencia de la discoteca. Mati lloraba, derrumbada contra su pecho, murmurando incoherencias, algo sobre gogós, sobre el respeto, «no son putas —decía—, aunque vayan así vestidas». Él le cubría el hombro con un brazo protector.

—Mi hija era gogó y me la mataron —dijo Mati cuando se calmó. A continuación rectificó, no le habían matado a la niña, le hicieron algo peor. Su hija, Mar —quien tenía quince años cuando aquello pasó—, hacía de gogó en una discoteca. Mati lo ignoraba, de haberlo sabido, se lo habría prohibido, la niña no era tonta, por eso no se lo dijo. Esa noche la dejó en casa, estudiando para los exámenes, con la cena preparada. Tenía una cita con un hombre, una de esas citas de internet. Llevaba tiempo separada de Paco y las amigas la animaban a que se metiera en una web de ligue y probara suerte, y un poco por curiosidad y otro poco para que la dejaran en paz, quedó con un tipo. Se llevó un chasco al verlo al natural, no se parecía en nada a la foto que había colgado en su perfil, parecía el padre de sí mismo, «no sé si me explico», pero en fin, era simpático y aceptó cenar con él, pensó, haré un amigo y quién sabe si algo más… Cuando recibió la llamada de la policía, lo tenía casi convencido para que se cambiara de banco y empezara a trabajar con la caja. «Me dijeron que habían atropellado a mi hija en Puerto Ocio y que fuera corriendo al hospital. Yo no me lo creí, pensé que era una broma de… Una broma pesada de alguien que me quería mal.» Pero era verdad. Mar se había escapado de casa para ir a un concurso de gogós en la discoteca. No llegó a participar en él, algo sucedió antes, algo que le dijeron o que vio, algo que tenía que ver con un chico, un tal Óscar, y con su amiga Alba, algo que la trastornó tanto que la niña salió a la calle despavorida y un coche se la llevó por delante. Estuvo un mes en coma. Ella no se separó de Mar, prácticamente vivía en el hospital. Dejó de beber alcohol y de fumar, un castigo que se impuso, como una especie de sacrificio. Rezó a la Virgen del Pilar, tan desesperada estaba, que volvió a rezar. Le prometió a la Virgen que si su hija salía de ésa, haría la procesión del Viernes Santo de rodillas. No cumplió la promesa porque para sobrevivir en esas condiciones, mejor hubiera sido… Era como si tuviera en casa a una muerta en vida. Mar se recuperó del coma y los médicos dijeron que era un milagro, ¡vaya milagro! La niña no volvió a hablar, ni a andar, ni a valerse por sí misma, quedó parapléjica, había que darle de comer, de beber, ¡hacérselo todo! Y le cambió hasta esa carita que tenía. Ahora su hija, por más que le dieran de comer, era un puro hueso y las manos las tenía así, como garras. Sólo reía o lloraba o gemía, o te miraba con unos ojos muy tristes y no había forma de saber qué pensaba —si pensaba—, qué quería… Flor la hacía reír, tenía maña para eso, a la niña le gustaba estar con Flor más que con ella. Era ver a Mati y echarse a llorar a moco tendido. Incluso al oír su voz por teléfono, era automático: llantina.

Había algo que atormentaba a Mati, un enigma que nunca podría aclarar. La noche del atropello, cuando se despidió de ella, Mar quiso decirle algo, pero no la dejó hablar porque llevaba prisa. Según Flor, lo que la niña iba a decirle era lo mucho que la quería, «así es Flor, para ella en el mundo todo es amor y felicidad». Aquella noche, Mar, mientras no estudiaba, mientras ensayaba y se preparaba para ir al concurso de gogós, se distrajo enviando tuits con el móvil, andaba loca con eso de Twitter y ella no había tenido valor para prohibírselo, algo tenía que dejarle.

—¿Sabes qué decían los tuits?: «¿Alguien me quiere adoptar?». «¡Odio a mi madre!» ¡Eso decían!

Al móvil se le resquebrajó la pantalla, pero no se rompió, el reloj tampoco, sólo la niña. «Éste era el reloj de Mar», dijo, y le mostró el relojito de plástico que llevaba en la muñeca, la correa decorada con corazones rojos, en el que él ya había reparado, le parecía inadecuado para una mujer de su categoría.

La niña estaba furiosa con ella porque se iban a vivir a Valencia, ¡pero en Sagunto no podían seguir! La caja, ¡su caja!, iba a sacar el piso a subasta por deudas de Paco. Y todos los días, cuando iba a la oficina, se encontraba con manifestaciones. No podía ir por la calle sin que la insultaran. La amenazaron de muerte. Como aviso, le dejaron una rata muerta en el felpudo de su casa. A Mar también la acosaron. Tuvo que quitarla de Facebook. ¡Las cosas que le decían! ¡A una niña! Y todo por culpa suya, de Mati. Era una culpa inmensa, una culpa tan grande que no cabía en ningún sitio. Nunca podría quitársela de encima, se levantaba con ella, dormía con ella y con ella se iría a la tumba.

Flor le pedía que no se torturara de esa manera, todo pasaba porque tenía que pasar y no había que hacerse mala sangre, porque nada era culpa de nadie, según ella. Un día se fue a Barcelona a comprar género para la tienda y a la vuelta, Flor le dijo que había pasado toda la tarde conversando con Mar. «Hablaba perfectamente —le dijo Flor—, como tú y como yo», sólo que a ratos con voz de hombre y otras veces con la suya, con su voz de niña. Flor la había sometido a una terapia de regresión y Mar había revivido una vida anterior, en la que había sido un cura horrible, un sacerdote croata que hizo barbaridades en un campo de concentración. Y para Flor, el accidente de la niña, su paraplejia, eran vías de purificación, había que aceptar la desventura de Mar con alegría, porque estaba purgando a lo bestia los crímenes de aquel sacerdote y su próxima vida iba a ser estupenda. Y aunque sospechaba que Flor se había inventado esa patraña para que no sufriera tanto, y le había pasado la culpa a la pobre niña para quitársela a ella, aun así, aun sabiéndolo…, le pidió a Flor que lo volviera a hacer, que sometiera a la niña a otra sesión, por si se producía el milagro y lograba escuchar de nuevo su voz, aunque fuera para oírle decir: «¿Alguien me quiere adoptar? ¡Odio a mi madre!».

Y su hija tenía razones para odiarla, dijera Flor lo que dijera.

Ella, Mati, era la culpable de su desgracia.

Él no sabía qué decir, cómo consolarla, cómo persuadirla para que se dejara acompañar al hotel ahora que parecía más calmada. Le abrumaba su confesión, le sobrepasaba. Mati le inspiraba tanta lástima que por un momento se sintió tentado de decirle que no era preciso que le pagara, pero esa compasión estaba teñida de incomodidad, de un deseo apremiante de estar con otra gente, en otra parte. Pensaba en Olena, en las ganas que tenía de regresar a la discoteca y ligar con ella. Mati encendió un cigarrillo. Una pareja se internó en la playa, observó cómo avanzaban abrazados hacia la orilla, cómo se dejaban caer sobre la arena y se besaban.

—No es culpa tuya que tu hija se escapara —dijo—. Podía haberse escapado aunque estuvieras durmiendo en casa.

—¡No es por eso! —dijo Mati—. Es por las preferentes.

Las empezaron a vender en 2007. Tuvieron mucho éxito, había cola de clientes que se pegaban por comprarlas: un producto sin riesgos, para inversores prudentes, conservadores —eso ponía en el folleto que la caja envió a las sucursales—, ¡y muy rentable! Era como para coger el teléfono y llamar a tu madre o a tu hermano, ¡como para perdérselo! Ella misma colocó en preferentes los treinta mil euros que tenía en un depósito de bonos del Estado, el rinconcito por si pasaba algo. Convenció a su madre y a su hermano Carlos de que se vendieran las acciones de la cartera y cancelaran los depósitos a plazo, para comprar preferentes… Y a Flor. Y a todos sus clientes… Aquello no podía salir mal de ninguna manera. ¡Lo había aprobado el Banco de España! Y el Ministerio de Economía. Todos los bancos de la competencia las vendían. Y la caja crecía sin parar, reventaba de solvencia, había dinero para dar y tirar.

La presión era tremenda: día sí, día no, la llamaban el director de zona, el comercial. ¡Incluso el director territorial! Dos veces en quince días. La semana próxima tu sucursal tiene que colocar veinte mil euros en preferentes, le exigían, y ella siempre cumplía. Tenía motivados a todos los comerciales, hasta la cajera se desvivía por vender preferentes, el suyo era un equipo triunfador, los jefes la felicitaron, la pusieron de modelo, le pagaron un bonus…

Y de repente todo se torció: las colas de clientes no eran para comprar preferentes, sino para venderlas, y el director de zona y el director comercial y el director territorial se pusieron muy nerviosos: ve a por los pensionistas, a por las viudas, a por los analfabetos, le decían, ¡hay que colocarlas como sea, a quien sea!, y el señor Emilio preguntaba: Mati, ¿esto es seguro? ¿De verdad que no corro ningún riesgo? Y tú le decías: por Dios, don Emilio, ¿cuándo le he engañado yo? ¿Cómo voy a aconsejarle algo que le perjudique? Y tú entonces ya sabías, todos sabíamos lo que iba a pasar, pero era como estar montado en un tiovivo enloquecido que no para de girar. Y tenías miedo: de perder el trabajo, los ahorros, de perderlo todo, y pensabas que no lo dejarían caer, que el director general haría algo, que el gobierno haría algo, el rey, el papa, ¡alguien! No podían permitir que sucediera lo que sucedió: el tiovivo se paró en seco y todos salieron despedidos. Y si ella no hubiera sido tan trabajadora, si no se hubiera quitado de dormir por la caja, no habría arruinado a tanta gente y ahora su niña no sería una muerta en vida. «Cuando te estafan los que hacen las leyes, estás jodida.»

Había vendido preferentes a los padres de Alba, la mejor amiga de su hija. Había estafado a todo aquel que se había cruzado en su camino… ¡Ella vivía para la caja, siempre tenía presentes sus intereses! Mar se quedó sin amigas y ella nunca sabrá qué pasó aquella noche en la discoteca, qué le dijeron o le hicieron a su niña, por qué salió corriendo a la carretera, medio desnuda, con un sujetador y una faldita hawaiana.

Su propia madre le dijo que el accidente de Mar era un castigo de Dios.

Y era verdad. Lo que Dios le hizo a ella iba con intención.

Pero ¿por qué Dios no castigaba al director de zona o al director territorial? ¿O a los consejeros de la caja, esos políticos que habían robado a manos llenas, hasta quebrarla? ¡O al gobernador del Banco de España! ¡Ellos tendrían que estar en Picassent y no Paco! En este país, para conseguir un contrato con la administración pública, tienes que untar a alguien, si no, no trabajas. Éste es el sistema, así funciona, es como una ley, una ley muy antigua. Paco hizo lo que todos. ¿Por qué lo metieron en la cárcel? Una vez fue a visitarlo. Le llevó comida, vino, ropa, tabaco. Él le aceptó los regalos pero no quiso verla, también la culpa del accidente de Mar, tampoco la perdona. La única que nunca le ha hecho ningún reproche y no sólo no le guarda rencor, sino que la ha acogido en su casa, es Flor. Según ella, que Mati la desplumara estaba en su karma.

—Yo quería divertirme, pasarlo bien, olvidarme de todo este fin de semana. Quería… ¡ya sabes!, después de tanto tiempo… Pero no puedo, ¡no me lo merezco!

Insistió en que volviera a la discoteca. Ella se iría al hotel. Gracias por escucharla. Él le cogió la cara entre las manos y empezó a besarla.

Mati no quiso desayunar en el hotel, dijo que le deprimía ver tantos viejos. Fueron a almorzar a un café del paseo.

El polvo había sido tenso y rápido, no exento de forcejeos. Mati protestó que él era demasiado joven, dijo que no podía acostarse con un hombre que estaba con ella por dinero, «pero te pagaré igual, te lo prometo». La oyó gemir y suspirar bajo su cuerpo, no supo distinguir si de angustia o placer o ambas cosas a la vez, o si fingía estar excitada para que él se diera prisa y acabara. Después, se echó a llorar. Le pareció ingrato, cuando menos descortés. Le dijo no te preocupes, todo se arreglará, por decir algo, para que durmiera en paz.

Había cumplido con su deber y eso le daba seguridad. Hacía un día magnífico, soleado, el Mediterráneo estaba azul y quieto, un mar para jubilados. ¿Le pagaría Mati? ¿Y si no lo hacía? ¿La amenazaría? ¿Le daría una paliza? Comprendió que no haría ninguna de esas cosas. Si se la folló no fue por dinero, ni por pundonor, sino por compasión. Ese pensamiento le hizo sentirse puro, virtuoso. Volvería a Benidorm. Podía imaginar un futuro allí, con Olena o con otra. En Benidorm daba lo mismo que fueras ucraniano o libanés, allí todo el mundo era de otro sitio, hasta las cantantes inglesas eran polacas. Y Mati podía ser una estafadora, pero nunca habría permitido que se llevaran a su hija a otro país, con guerra o sin ella. ¿Y si no le pagaba?

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