Valor

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Pidió un desayuno inglés, huevos con beicon y una jarra de cerveza. Mati, un café con leche y un cruasán. Estaba de buen humor, o quería dar esa impresión. Todo le parecía fenomenal, el día, el sol, el cruasán. Le preguntó, ¿qué tal has dormido esta noche? ¡Yo como un leño!, dijo, una mentira, porque a él lo había despertado un par de veces con su llanto, un llanto sostenido y débil, como resignado. No llegó a verla desnuda, ella le dijo que prefería follar a oscuras (no dijo follar, dijo «hacer el amor») y aquella mañana, como el día anterior, salió del baño vestida y maquillada y hasta con gafas de sol, que seguía llevando puestas. Él sí, él se había paseado desnudo por la habitación, exhibiendo su cuerpo de atleta o de modelo, aunque no lo fuera, no tanto por vanidad como por confirmarle que valía lo que costaba. O más.

Mati había hablado con Flor mientras él se duchaba y afeitaba y hacía acopio de potes de champú y jabón líquido (ya tenía una colección). Le contó que Flor iba a llevar a la niña al campo, tenían una furgoneta adaptada a la silla de ruedas. A Mar le convenía que le diera el aire, el sol, y a su manera, disfrutaba con esas excursiones, se la veía contenta. Ella lo pasaba mal cuando sacaban a la niña de casa. La gente la miraba, era algo inevitable; unos la miraban con pena, otros con asco, algunos con prevención, como si la parálisis fuera contagiosa; los niños la señalaban con el dedo, preguntaban a gritos: ¿qué le pasa a esa chica, mamá? Se angustiaba cuando la niña gemía, o se le caían los mocos, o la baba, en algún lugar público, padecía por ella, por Mar, por si era consciente de la atención malsana que despertaba, de las miradas de conmiseración, así que era Flor, a quien eso la traía sin cuidado, la que solía llevarla de paseo. Una vez viajaron con la niña a Barcelona, a que la viera un chamán mapuche, amigo de Flor, un «machi», un sanador, un indio americano de verdad, vestido como tal, quien le recetó un brebaje con hierbas. La pobre niña estuvo una semana con diarrea.

Lo habían intentado todo, la magnetoterapia (una pérdida de tiempo), la fototerapia (tomar el sol), la cristaloterapia (Flor tendía a la niña en la cama y le ponía unos cristales mágicos en la tripa, a Mar le hacía bien, se reía), a la electroterapia, ella se negó, el toque terapéutico no servía para nada, pero Flor le tenía mucha fe y de cuando en cuando imponía sus manos sobre Mar para infundirle energía.

Si tuviera dinero… Si Mati tuviera dinero se dejaría de remedios alternativos («sé que está mal que lo diga yo, que los vendo») y llevaría a la niña al Instituto Guttmann, en Barcelona, o a un centro de Suiza, especializado en parapléjicos y, por ponerse a soñar, a Estados Unidos.

—¡Cuando hay dinero hay esperanza! —dijo, y suspiró y encendió un cigarrillo.

No podía estar más de acuerdo. Si Mati le pagaba lo que le debía, no iría a la cárcel. Empezaba a ponerse nervioso. ¿Cuándo le iba a pagar? Ya había transcurrido el fin de semana, o casi. ¿Le daría el dinero cuando llegaran a Valencia? Debatía en su interior la conveniencia de mencionar el asunto con tacto, decirle, por ejemplo, prefiero que me des billetes pequeños, o… Le hubiera gustado conocer al exmarido de Mati, preguntarle si era cierto que te dan por culo nada más llegar al talego, «yo antes creía que sí, que hay algo después de la muerte —estaba diciendo Mati—, pero ahora estoy segura de que no: te mueres y ya está. Flor dice que la muerte no existe, que el alma se reencarna para expiar las faltas cometidas en la vida anterior, y como en cada reencarnación seguro que algo haces mal, es el cuento de nunca acabar.

¡Qué espanto volver a nacer y otra vez la angustia por el dinero, el trabajo…! ¿Quién quiere eso? Lo que sí me gustaría es convertirme en un Ser de Luz, sé que es imposible, que los ángeles no existen, y cómo voy a ser yo un ángel, con mi currículum, pero imagínate que después de muerta yo pudiera estar ahí, con Flor y con la niña, estar y no estar, sin que me vieran, para que Flor dejara de enterrar dinero en esa porquería de negocio suyo y… Con la indemnización de mi seguro de vida, Flor podría llevar a la niña al Guttmann, o a Suiza o a Estados Unidos, y a mí eso me gustaría verlo, sólo eso, los progresos de Mar, ponte que consiguiera hablar con voz de robot, como ese científico tan famoso, ¡ponte que volviera a andar…! Pero sobre todo, lo que yo quisiera es poder entrar en la mente de la niña, en su cabeza, averiguar si me sigue odiando o si ya me ha perdonado».

—¡Qué desvarío!, ¿no? —dijo Mati—. ¡Bueno! Hay que hacer lo que hay que hacer, es hora de irse.

Pagó la cuenta, y antes de marcharse pidió al camarero que les hiciera una foto a los dos con su móvil. «No dejes que se hagan fotos contigo —le había advertido Iván—, luego las cuelgan en las redes sociales y eso no mola.» Si ya hubiera cobrado, tal vez se habría resistido, pero no era el caso. Posaron sonrientes, cogidos por la cintura, en la primera foto; en la segunda, Mati recostó la cabeza sobre su hombro. ¿Para qué querría tantas fotos? Para enseñárselas a las amigas, para pavonearse ante ellas, mirad qué bomboncito me he ligado, lo bien que me lo he pasado en Benidorm, pero Mati le había dicho que ya no tenía amigas, a todas las había estafado.

La acompañó al garaje con las maletas y las colocó en el maletero. Mati le dijo que volviera al hotel y saliera por la entrada principal, se encontrarían en la esquina con la avenida del Mediterráneo. Si le preguntaban por la cuenta, «que no te preguntarán, diles que ahora iré yo a saldarla».

Le pareció raro. Incluso sospechoso. Salió del hotel con nervios, temía que el recepcionista, al verlo pasar, le dijera algo, pero nadie le dijo nada y fue caminando hasta la esquina en la que el Toyota ya lo estaba esperando. En cuanto se metió en el coche, Mati arrancó. Estaba seria. Él comprendió que se habían ido del hotel sin pagar y temió lo peor. Aún lo intranquilizó más advertir que, en lugar de ir a buscar la autopista, Mati se adentraba en unas calles por las que no habían pasado y tomaba otra dirección. Le dijo que lo iba a llevar a un sitio espectacular, merecía la pena desviarse un poco para verlo, porque había que verlo: ¡la Cruz de Benidorm!, un mirador en lo alto de la Sierra Helada, con unas vistas es-pec-ta-cu-la-res sobre la bahía, dominado por una cruz enorme. La pusieran en la época franquista, en los años sesenta. La Iglesia protestó porque dejaban bañarse en bikini a las turistas, algo muy pecaminoso, tanto que el obispo de Orihuela amenazó al alcalde con poner un cartel en la entrada de Benidorm con la leyenda: EL INFIERNO. Al alcalde, que se las sabía todas, se le ocurrió lo del «Día del Perdón», y desde entonces todos los años los hombres del pueblo cargaban con una cruz de madera «que pesaba que no veas» y la subían en procesión hasta la cumbre de la sierra, y luego, pues la cruz se quedó allí, «la que verás hoy es otra, a la de madera se la llevó un temporal, la nueva es más grande y de piedra».

—Los curas son de miedo —dijo—. ¡Y no pagan impuestos!

No llegaron hasta la cruz, Mati detuvo el coche a cierta distancia y se la mostró, sin bajar del coche. Le dijo que le iba a enseñar otro mirador, «¡un acantilado con unas vistas…! De foto», y eso quería ella, que le hiciera la última foto, la de la despedida, sobre aquel promontorio. Condujo por carreteras estrechas y por senderos de tierra hasta que llegaron al acantilado. Mati paró el coche, se quedó pensativa, respiró hondo, volvió a decir, suspirando, «Hay que hacer lo que hay que hacer», abrió su bolso, sacó un sobre grueso y se lo dio.

—Es la primera vez en mi vida que me voy sin pagar —le dijo—. Pero tú necesitas más el dinero que la cadena hotelera. Hay dos mil quinientos euros. ¡Cuéntalo!

»Te digo que lo cuentes —insistió—, el dinero hay que contarlo siempre. No sé quién eres, el de la foto de tu pasaporte desde luego que no, ni sé si es verdad o no lo de la fianza y la cárcel, pero te has portado bien conmigo, te he cogido cariño.

Se quitó las gafas de sol (tenía los párpados hinchados), le dio un abrazo, lo miró a los ojos y él sintió que quería decirle algo o que le estaba pidiendo algo (¿que le diera un beso?, ¿que volvieran a verse?). Lo que Mati le dijo fue: «¡Cuídate!», y abrió la puerta del coche.

—¡Qué aire más puro! ¡Cómo me gusta el olor de los pinos! Y la retama, ¿no te parece que también huele a retama? ¿O es tomillo?

Avanzaba a paso ligero sobre el suelo pedregoso, hoy no llevaba los botines negros de tacón, sino unas zapatillas de deporte rosas con cordones blancos. Una familia de turistas (un hombre alto, una mujer y un adolescente larguirucho, que debía ser su hijo) había tenido la misma idea que ellos y, armados con cámaras de fotos y prismáticos, oteaban el horizonte, a una distancia prudencial del precipicio. Mati pareció complacida al verlos, los saludó alegre con la mano, el padre y la madre le devolvieron el saludo, el chico siguió observando a los pájaros con sus prismáticos. Una cerca de madera rodeaba el acantilado. Se asomaron al precipicio. Él sintió vértigo al ver la pared desnuda, vertical, que llegaba hasta el mar, allá abajo, muy abajo, donde la espuma blanca rompía contra las rocas. Mati encendió un cigarrillo, que se le fumó el viento.

—¡Cómo impresiona el mar desde aquí! El agua debe de estar helada… Dentro hay unas medusas grandes como liebres, ¡tremendas!

Tiró el cigarrillo y dijo:

—Ya estoy lista, ¡vamos a por esa foto!

Le dio su móvil y el bolso, para que se lo guardara, y antes de que él pudiera evitarlo, saltó la cerca y se plantó en el borde mismo del acantilado. Esta vez posó sin sonreír. A través de la cámara del móvil, él vio cómo de pronto Mati le dio la espalda, tomó impulso y se lanzó al abismo. Tardó en reaccionar, no la vio caer, pero sí escuchó el alarido espantado que iba menguando, ahogado por las exclamaciones y los gritos de los turistas. Sorteó la cerca y se situó en el mismo punto en el que Mati se hallaba hacía unos instantes. La superficie del mar estaba en calma, no había rastro de ella, como si se hubiera esfumado en el aire, pero al poco percibió una floración de espuma cerca del rompiente, algo que podía ser una cabeza, unos brazos agitándose. La espuma se disolvió, el mar volvió a tragársela, pero Mati reapareció, luchando por no ahogarse. No lo pensó: dejó caer al suelo el móvil, el bolso, y dio un paso adelante. La cámara del turista lo capturó en el vuelo.

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