Valor

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Luis Duch fuma con aire aburrido, el corpachón desbordando la exigua silla. «¿Quién es ese militar gallito que acaba de entrar?», pregunta a José María Lacruz, sentado a su derecha. Éste aparta los ojos de la página de necrológicas de El Pirineo Aragonés, echa un vistazo al recién llegado y cuchichea a su amigo: «¿No sabes quién es? ¿Aún no te has enterado de que tenemos en Jaca a un revolucionario? Es Fermín Galán, un capitán que estuvo preso en Barcelona por la Sanjuanada, un hombre célebre». La noticia despierta el interés de Luisito Duch, quien se rebulle en la silla, da un último trago a la cerveza (que siempre es el primero en apurar) y decide intervenir en la disputa:

—No decís más que majaderías. La cosa fue así: Cristo era un pobre diablo, un iluminado, de padre desconocido. Padeció un delirio, se creyó profeta, hijo de Dios, redentor del género humano… Iba de acá para allá, montado en un burro, predicando sandeces: «Los últimos serán los primeros en el reino de los cielos»… ¿Y por qué, a santo de qué? «Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra…» ¡Acabáramos! Y barbaridades también, no se mordía la lengua: «No creáis que vine a poner paz en la tierra, no vine a poner paz, sino espada. Porque vine a causar división y estará el hombre contra su padre y la hija contra su madre y la esposa contra su suegra. Realmente, los enemigos del hombre serán personas de su propia casa…». ¡Un energúmeno! Pero tenía seguidores, ¿cómo no iba a tenerlos si les ofrecía el premio de la vida eterna? Y cuando lo tomaron preso los romanos y lo juzgó Poncio Pilatos y el pueblo judío lo condenó a muerte, el muy infeliz esperaba que su Padre, Dios, lo sacara del apuro.

Soportó los azotes, la corona de espinas, el calvario, como quien juega, todavía confiado. Pero al verse en la cruz, traspasado de clavos, empezó a dudar, a preocuparse. Hasta que comprendió que estaba perdido, que el asunto iba en serio, que ni Dios ni nadie iba a salvarlo y gritó aquello de «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?».

Luis Duch tiene una voz bonita, cuando habla se escucha y mira de reojo a la concurrencia: le satisface comprobar que el capitán gallito, Fermín Galán, sigue su perorata con interés; él siente tirria hacia los militares, unos pisaverdes que se pavonean por Jaca luciendo sus galones y sus capas y seducen sin esfuerzo a las muchachas, pero a este oficial, un revolucionario, desea causarle impresión, dejarle claro que él, Luis Duch Lacasa, no es ningún manso.

—No haga caso de habladurías, no soy tan fiero como me pintan, en el fondo de mi corazón, Carmen, soy un hombre manso —dice Fermín Galán llevándose la mano derecha al corazón y entornando los ojos. Se ha enamorado. La afortunada se llama Carmen Monreal y es hija de un profesor de francés de la Universidad de Verano de Jaca, una ciudad que tirita bajo los rigores de la nieve y el cierzo durante el largo y penoso invierno, pero se esponja y viste de verde, flores y turistas en cuanto asoma, tímido, el sol de julio: se alargan los días y se organizan festejos, recepciones, conciertos, funciones de teatro, conferencias y todo tipo de eventos propicios a los encuentros informales entre jóvenes de ambos sexos, como esta excursión campestre en la que el azar (con un empujoncito del cálculo y la mutua inclinación) ha llevado a Fermín Galán a descansar sobre una cornisa rocosa junto a la bella que le altera el sueño, quien lo escucha arrobada. Fermín le cuenta de la guerra de Marruecos (no todo, por supuesto, sólo aquello que no pueda ofender al recatado oído femenino), de la lamentable situación del país, mal gobernado, sin rumbo, bajo la férula de un monarca arbitrario y corrupto (también putero, mucho, pero eso lo calla), en el que la gran mayoría de la población malvive, carente de alimentos, de educación, de higiene, y son más los niños que mueren al nacer que los que sobreviven… Fermín Galán quisiera acariciar siquiera con la punta de un dedo la manita blanca y bien proporcionada que descansa sobre la rodilla de su interlocutora, y si pudiera, si el honor, el decoro y la inoportuna presencia de otros excursionistas no lo frenaran, impulsaría ese dedo tentativo por el antebrazo y aún más arriba… ¡Ay, el verano, cuando las muchachas descubren los brazos y algunas, también, las pantorrillas…!

Carmen Monreal bebe de sus palabras, las recibe con excitación culpable, con cierto escándalo muy placentero (¡allí está ella, sentada en una roca, compartiendo confidencias con un revolucionario!, ¡si su madre la viera!), pero no dice nada; en su dimensión las muchachas decentes no hablan de asuntos serios, estaría mal visto que tuvieran criterio. Fermín Galán hace honor a su apellido y baja la voz hasta el susurro para obligar a Carmen a inclinar hacia él la cabecita, cubierta con un pañuelo de colores del que escapan, alegres, algunos rizos.

—¡Eh, vosotros dos! ¿De qué habláis con tanto secreto? Vamos a tener que mandaros una carabina, no se os puede dejar solos —grita, jovial, uno de sus compañeros, y el aire se llena de risas y bromas y sobrentendidos que azoran a Carmen e incomodan a su admirador.

—¡Qué equivocados están! —dice Carmen al militar—. ¡Si supieran de lo que estamos hablando…!

Sus amigas dejarían de tenerle envidia, piensa Carmen, si supieran que lo que le confía Galán con verbo encendido no son palabras de amor, sino alegatos revolucionarios y a ella, por descontado, le interesa (no por ser mujer deja de interesarle, así se lo ha hecho saber a su interlocutor, no quiere que la tome por frívola, beata o ignorante) la terrible situación del proletariado en España, pero en esa mañana tórrida de julio, en la que todo (el bordoneo alocado de las moscas, el cortejo elegante de las mariposas, el ajetreo febril de las abejas, el eco de una esquila, los efluvios del bosque, el olor penetrante de la hierba) se conjura para evocar otros ambientes, otras escenas, otros sentimientos del todo ajenos a la penuria del campesinado, el analfabetismo y la lepra, no podría Fermín Galán, acaso con una mirada tierna o una velada alusión, hablarle un poquito, sólo un poquito, de amor…

Y como si le leyera el pensamiento, con esa mágica afinidad que maravilla a los enamorados desde que el dios Cupido enreda sobre la tierra, Fermín Galán interrumpió la frase que acababa de empezar, tomó entre las suyas la mano derecha de la joven, la apretó con ternura y murmuró, apenas murmuró: «Carmen, si usted…, ¡si tú supieras…!».

La Virgen del Carmen preferiría no saber, no enterarse, no presenciar tamaño escándalo, ¡ojalá pudiera taparse los ojos con las manos!, pero los Seres de Luz son transparentes, lo ven todo, les guste o no, quieran o no quieran, y la Virgen del Carmen no quiere ver, ¡de ninguna manera!, cómo el enorme pene erecto del musculoso joven golpea impaciente la vulva depilada de la muchacha rubia de grandes pechos, se abre paso con ímpetu entre los labios morados, se adentra en la vagina, y la joven de dudosa reputación (la Virgen del Carmen es clemente al calificarla de ese modo) cierra los ojos, frunce la boquita y deja escapar un dulce gemido, las manos de uñas rojas apretando con fuerza la espalda del joven, como reteniéndolo o apremiándolo a repetir el embate… ¡Como si el semental precisara estímulo o aliento!: su polla entra y sale con un chasquido húmedo y un ritmo admirable; ahora la cámara ofrece un primer plano del glande púrpura, del tallo del pene, enhiesto, con las venas hinchadas, y de los testículos rasurados. La niña detiene la imagen. ¡Se depilan hasta los huevos! Y ellas también, tienen lo de abajo afeitado. No sabe si le parece bien o no; le parece raro, ésa es la verdad, pero si está de moda, es mejor saberlo. Le preocupa el tamaño del pene, es muy, muy grande. Duda que algo así le quepa a ella. Cierto que el chico es un actor porno, los cuales se caracterizan por sus pollas descomunales, y la rubia es también una profesional, tiene la vagina acostumbrada… Pincha tres macarrones con el tenedor, se los mete en la boca sin apartar la vista de la pantalla y mastica sin ganas, esos macarrones tan recalentados no tienen sabor, parecen de plástico, si les pusiera kétchup mejorarían pero le da pereza ir a la cocina y, de otro lado, cuanto menos coma, mejor: más delgada. Deja el plato en el suelo para hacer sitio en la mesa a su libreta, quiere aprender, tomará notas. Los tíos ven porno en internet, ¿no?, y luego cuando se acuestan con una tía normal, como tú o como yo, pretenden hacer lo mismo que en esas pelis pero nosotras no tenemos ni puta idea y quedamos de pena y eso es un problema, porque ellos se rayan y se van con otra, eso es lo que le dice la niña con el pensamiento a su amiga Alba, es lo que le dirá cuando la vea y le explique que ha estado viendo pelis porno en el ordenador ¡y hacen unas guarradas…! Se dan por el culo (confiará a Alba con voz muy queda y la boca pegada a su oreja), como los maricones, pero un tío a una tía… La niña se jura a sí misma que eso no lo hará nunca, ni aunque el amor de su vida se lo pida de rodillas: es sucio y repugnante y tiene que doler mucho. Recela de que las mujeres normales lleven a cabo esas prácticas, no se imagina a su madre, ¡una directora de banco!, siendo sodomizada por su padre o por nadie. La dimensión de la polla del actor es su mayor preocupación. El día en que Óscar la besó, el día en que le dio el primer beso de su vida, ella notó su polla (no, su pene, los novios tienen pene) erguido y duro contra su muslo, a pesar del pantalón vaquero, como luchando contra la tela y la bragueta, y ella se llevó una gran sorpresa, era como si la estuviera llamando o como si el pene de Óscar quisiera decirle algo, y se sintió tentada de desasirse del abrazo y tocarlo con la mano, parecía algo blando y duro a la vez, tibio y vibrante, era difícil describir la sensación y ni muerta se lo explicaría a nadie, ni a Alba siquiera, era algo muy privado y esa curiosidad por… Pero estuvo bien que no lo hiciera, Óscar hubiera podido pensar que ella era una guarra y eso es lo último que a la niña le falta. Recuerda el lunes en que Olga Martínez llegó al cole toda alborotada, haciéndose la interesante y la misteriosa y a la hora del recreo se formó un corro de chicas en torno a ella.

—¿Lo has hecho?

Olga no respondió, contestó su cara por ella, su mirada triunfal, su sonrisa satisfecha.

—¿Lo has hecho?

—Sí —admitió por fin.

¿Y cómo fue? ¿Qué sentiste? ¿Te hizo daño? ¿Te dijo que te amaba?

Olga lo contó todo, con pelos y señales, a Mar le habría dado vergüenza ser tan explícita, «duele un poco al principio y cuesta que entre por lo del virgo y tal, pero me aguanté y le dije a Cristian, métela entera, y él me dijo, ¿estás segura?, y yo le dije sí, te amo, eres el hombre de mi vida, y él me dijo, yo también te quiero, nena, y empujó hasta el fondo y de verdad que entonces sí que vi las estrellas pero poco a poco empezó a entrar más suave y a darme gustito y él me daba besos en el cuello y me mordió en el hombro (tapadme que os lo enseño, me ha dejado los dientes marcados, ¿veis?, y tengo el cuello lleno de chupetones, por eso me lo cubro con un pañuelo), Cristian me decía cosas, ya sabéis, cosas románticas, fue muy bonito, y al final…».

—¿Al final? ¿Al final qué? —Todas, la niña también, querían saber.

—Super…, super…, superbién… Superplacer.

Durante unas semanas todas envidiaron a Olga su nuevo estatus: ya no era una niña sino una mujer, había dejado atrás la masturbación para disfrutar de nuevas experiencias, recónditas, misteriosas; la veían como investida de un conocimiento superior, de una sabiduría antigua que le confería una especie de aura, un aplomo nuevo, una autoridad que, humildes, le reconocían, pidiéndole consejo («ya llevamos dos meses saliendo, él me insiste, yo le doy largas, pero no sé… Tengo miedo de que se canse de esperar, ¿tú qué opinas?»), plegándose a sus dictámenes («dos meses es poco tiempo, puede que él te vaya detrás sólo para eso y cuando lo consiga, te deje; tenlo a raya un mes más»), cuando de repente sucedió lo inconcebible: Cristian se ligó a una de segundo de bachillerato, a la tía más guay y más cool del instituto, un año mayor que él, y plantó a Olga. Y entonces empezaron los chismes, las murmuraciones, Olga era una guarra que se lo hacía con cualquiera, «dicen que la vieron en la playa de Almarda chupándosela a un choni detrás de una duna…».

Ése era el riesgo, el albur que corrías entregándole a un hombre tu virginidad. Si era un tío legal, mantenías el respeto y el aprecio de todos, pero si era un pichaloca, como decía Alba, que se tiraba a todas y, después de usarte, te dejaba colgada, te convertías, ipso facto, en una guarra. ¡Qué complicado era todo!

—Si lo piensas bien, no es nada complicado —dijo Flor—: si la eternidad no existe, entonces el tiempo tiene un fin y un principio, y dime, Mati, ¿qué había antes?

—¿Antes de qué?

—Antes de que empezara el tiempo.

Mati está muy cansada y le duele la cabeza. Ha cogido el coche al salir del trabajo y se ha venido a Valencia a ver a su amiga Flor en busca de cariño, simpatía, algo de compasión, y lo que obtiene son disquisiciones filosóficas en las que se pierde y que no le interesan. «¿Qué puede haber antes de que empiece el tiempo, sino más tiempo? Es pura lógica; por tanto, el tiempo es eterno, ¿me sigues, Mati?, y si no acaba ni comienza nunca y fluye eternamente, no hay futuro ni pasado, todo es presente y nada tiene consecuencias, no hay causa ni efecto que valgan. Imagínate un chicle que se estira y estira, o mejor, un círculo que se va ensanchando hasta el infinito… ¡Eso es la eternidad! Y en un círculo no hay antes ni después: depende de cómo lo mires, el efecto está antes que la causa, el rayo cae cuando ni siquiera se han formado las nubes que traerán la tormenta, la causalidad no existe y todo lo que acontece es fatal, inevitable, aunque nosotros nos hagamos la ilusión de que tenemos libertad y podemos decidir, influir en algo. ¡No somos nada, Mati, no somos nadie! Un puro azar, un mero experimento, del todo irrelevante… Y cuando comprendes eso, como yo lo he comprendido, te quitas un gran peso de encima, porque hagas lo que hagas, siempre pasa lo que tiene que pasar y, además, lo mismo da, ¿me explico?» «No, no te explicas en absoluto. ¿Cómo va a preceder el efecto a la causa? ¿Cómo va a nacer mi hija antes que yo?», le diría Mati si no le acometiera de golpe una tristeza inmensa que la deja muda y como sin fuerzas.

—¿Y de qué sirve la reencarnación si no te acuerdas de nada? —pregunta por fastidiarla—. Da lo mismo reencarnarte o no; si a tu alma se le han borrado los recuerdos de sus vidas anteriores, no le veo la gracia al asunto, la verdad.

Y, sin embargo, hay algo tentador, algo que le seduce en el discurso de Flor, ¡si ella pudiera, apretando un botón, retroceder en el tiempo, descender una década como el que baja de piso en el ascensor! Y Mar tendría tres años y la adoraría, e irían juntas a la playa de Poniente, en Benidorm (a Paco no le gusta la playa, la arena le da asco), cargadas con la sombrilla, la bolsa con los juguetes de la niña, la neverita con los bocatas, y su hija se pasaría la mañana yendo de la arena a la orilla, siempre corriendo, como si tuviera mucha prisa, acarreando el cubo y la pala, llenando el cubo de agua, vertiéndola en la arena seca, aplanando la mezcla con la pala… Y luego se meterían las dos en el mar, que les da miedo a ambas, aunque ella lo disimula, la niña no: cierra los ojos, hunde la cabeza en su cuello y la abraza aterrada…

Ahora su hija y ella son enemigas, no sabe por qué, cómo ha sucedido, pero es así y a veces sorprende en Mar unas miradas de odio o desdén o inquina que la desarman, la desconciertan, le hacen desear no haber tenido nunca una hija.

—Pero vamos a ver, Flor —dice con rabia—. Si no hay un Dios, si todos somos Dios, que es como decir ninguno, todo este trajín de almas que pasan de un cuerpo a otro, ¿quién lo dispone? ¿Quién organiza esta gincana?

—Esto no lo vamos a organizar sólo los militares —dice Fermín Galán—, ¡nada de militaradas! El ejército debe ir del brazo del pueblo, servir al pueblo. Es la única manera de sacudirse el yugo en que vivimos desde la restauración.

El teniente Mendoza, los capitanes Sediles, García Hernández, Piaya y Gallo, el teniente Marín, asienten convencidos. ¡Hay que buscar civiles! Es preciso integrarlos en la cosa. «Pronto saldremos de este nido de gladiadores unos cuantos valientes abrasados de ideal y nos dirigiremos a Barcelona a realizar nuestro plan», anuncia entusiasmado Fermín Galán a un escritor amigo que lo visita. La cosa es el plan. Galán encuentra tan propicio el ambiente de Jaca que ya no espera a su traslado a Barcelona; la revolución empezará en Jaca, porque «esto de Jaca está como no podía soñar», aunque por descontado el objetivo será llegar a Barcelona, es impensable hacer la revolución en España sin recalar en la ciudad revolucionaria por antonomasia. A juicio de Galán, la cosa está madura: el pueblo ansía la revolución, los soldados le apoyan y el mando (el apocado teniente coronel Quiroga) será incapaz de sofocar la revuelta. El 17 de agosto los políticos antimonárquicos más relevantes de España (Casares Quiroga, Lerroux, Azaña, Alcalá Zamora, Prieto, Carrasco i Formiguera…), reunidos en San Sebastián, firman el pacto por el que se conciertan para derrocar al rey. Galán está al corriente de ello; no desdeña a los políticos, ni mucho menos, pero sabe que sólo con políticos no se pone en marcha una revolución, sino una larga cadena de reuniones y manifiestos; una reunión desemboca en la convocatoria de la siguiente, un manifiesto enlaza con el anterior… y así ad infinítum, los políticos tienen mucha labia y ninguna capacidad de acción.

—Falta el instrumento revolucionario —afirma Galán, y concluye, con la humildad que le caracteriza—: tenemos que crearlo nosotros. No hay en España nadie más que nosotros para acabar con todo esto.

Lo único que precisan es dinero, no deja de ser una contrariedad, una triste paradoja, que para desencadenar una revolución que termine con el capitalismo sea necesario contar, de entrada, con un capital. ¿Y dónde hay dinero en España?: en la capital. Y Galán se va a Madrid, se entrevista con Lerroux, con Graco Marsá, con Marcelino Domingo, con Alcalá Zamora, quien tiene el teléfono intervenido… Toda conspiración que se precie requiere reuniones secretas, contraseñas, viajes, mucho ir y venir y conferenciar con los miembros del Comité Revolucionario Nacional. La cosa se perfila: Galán partirá de Jaca con la guarnición de la ciudad y un grupo de paisanos madrileños que se desplazarán hasta allí, los cuales sustituirán a los obreros barceloneses con los que contaba Galán en un principio; los obreros no podrían desempeñar los puestos de funcionarios revolucionarios que deberán ser creados y cubiertos tan pronto estalle la rebelión (los militares no caen en esos importantes detalles que nunca descuidan los políticos, en cuanto hay un movimiento y se toca el poder, hay que repartir cargos y nombrar comisarios, subcomisarios, delegados, subdelegados, secretarios… De otra forma, en lugar de una revolución como Dios manda, sobrevienen el caos y la anarquía, tan cara a los obreros barceloneses y tan antipática a los políticos).

Los gladiadores dejarán el nido antes de que comience el mal tiempo y la nieve y el hielo vuelvan intransitables las carreteras. La guarnición de Jaca se dirigirá a Huesca, donde se le sumarán otras divisiones y, pasando por Lérida, avanzará hasta Barcelona, la Meca revolucionaria. En el ínterin, una huelga general habrá paralizado España.

Galán regresa a Jaca con un cargo: Delegado del Comité Revolucionario Nacional de Aragón. La cosa está en marcha.

—¡Hombre, Luisito, tú por aquí!

—¡Qué alegría verte, primo! ¿Cómo están tus hermanos y mis tíos?

Luis Duch y su primo Juan Lacasa se congratulan de la buena salud de que disfrutan sus familiares más próximos, aunque Luisito Duch informa a su pariente de que «madre anda un poco fastidiada con el dichoso reuma, ya sabes», y su primo frunce el entrecejo y se muestra debidamente cariacontecido, sin dejar de observar con el rabillo del ojo a los acompañantes de Luisito, unos caballeros, por decirlo de algún modo, notorios: el sedicioso capitán Galán, otro oficial (a quien Juan Lacasa no conoce, pero que debe de ser de la misma cuerda), Antonio Beltrán el Esquinazau (quien fue revolucionario en México con Pancho Villa), Julián Borderas, el sastre, y Antonio Rodríguez el Relojero, ambos de ideas socialistas. «Este Luisito no tiene remedio», piensa Juan Lacasa hijo, y se cree en la obligación de aleccionar a su primo.

—Mira, Luis —le dice en un aparte—, mi padre, mis hermanos y yo estamos muy preocupados por ti. No vas por buen camino, te estás descarriando. No estudias, vagueas, pasas los días y las horas en los cafés y en las tabernas, alternando con individuos que un hombre de bien no frecuentaría, te dejas ver por la calle Mayor con El Socialista debajo del brazo, sin parar mientes en la reputación de la familia, gastas con imprudencia… ¡Y tu madre es aún peor! Reconozco que mi tía Eulalia tiene un gran corazón, es una mujer buena y generosa… Pero una cosa es hacer caridad, dar limosna a los pobres o tejerles unos mitones, y otra, regalarles los muebles, entregarles el dinero a manos llenas, ¡despilfarrar el patrimonio, vaya!

—Juan, te agradezco los consejos y prometo reflexionar sobre lo que me has dicho, pero juzga tú mismo, no creo que éste sea el lugar más a propósito para tener esta conversación —replica Luisito Duch, buscando sacárselo de encima. Y como enviada por la Providencia, una señorita muy llamativa hace su entrada en el coqueto salón. Al verla, Juan Lacasa se apresura a soltar el brazo de su primo, relaja el ceño y distiende la boca en una gran sonrisa. «Mi querida Marguerite, ¡por fin te veo! Me tenías impaciente. ¿Te has olvidado de mí?», riñe a la mujer con galantería y ésta, zalamera, le ofrece sus disculpas y una copa de anís o de absenta, pero Juan Lacasa lleva prisa, declina la invitación y, tomándola de la mano, la conduce hacia la puerta del fondo, que disimula una ajada cortina de velours carmesí.

Cautos, avisados, los conspiradores de Jaca evitan reunirse en el mismo sitio y mudan de emplazamiento en cada cita, viéndose alternativamente en la habitación de Galán en el hotel Mur, en la trastienda de la relojería de Alfonso el Relojero, en el bar del republicano Laín, en la finca No te fíes, de Pío Díaz, en el mesón Esculabolsas, o en el burdel, como hoy.

La niña no sabe qué es un burdel. Acaba de leer un tuit que le intriga: «Justin Bieber detenido a la salida de un burdel». Indaga en Google y disipa su ignorancia en un clic. Le admira que Justin Bieber y su padre tengan algo en común, no lo hubiera dicho nunca. Su padre también frecuenta (o frecuentaba) las casas de putas, pero en su caso por celo profesional, obligado por las circunstancias. Si la niña apretara el botón que sube y baja en el ascensor del tiempo, se trasladaría de golpe a la dimensión en que ella tenía once años, sus padres aún vivían juntos y había bronca en casa casi todos los días (mejor dicho, casi todas las noches, cuando se suponía que la niña dormía y sus padres se desahogaban a gritos sin empacho). La niña está en la cama leyendo un libro de Harry Potter (en esa dimensión, la niña lee), tiene que hacer un verdadero esfuerzo para concentrarse en las andanzas del niño mago, las voces de sus padres la perturban. Parece ser que su madre está furiosa porque tiene hongos. La niña no acaba de entender la ira de su madre, ella, Mar, también tuvo hongos en los pies el pasado verano y su madre no armó ningún escándalo: la llevó a la farmacia, le compró unos productos, se los aplicó en los pies y le prohibió ir a la playa una semana, eso fue todo.

—Me los has contagiado tú —acusa su madre a su padre—. No puede haber sido nadie más. ¿Dónde los has pillado?

»¡Contéstame, Paco! —insiste su madre—. ¿Con quién has estado? ¿Con qué pelandusca te has acostado?

La niña pierde todo interés por las desventuras del niño mago. Abre mucho los ojos para oír mejor. El corazón le da saltos. Su padre murmura algo que no alcanza a entender. A su madre se le entiende todo porque grita.

—¿Y esta caja de cerillas que he encontrado en el bolsillo de tu americana? ¡Es de un puticlub!

La niña se acerca de puntillas a la puerta de su habitación y, con un coraje que no se conocía, la entreabre unos centímetros, una rajita; esa disputa entre sus padres es muy importante, sospecha, quizá decisiva. Recibe con alivio la explicación del acusado, su padre: fue a ese sitio a contrapelo, de mala gana, porque se empeñaron los clientes y el arquitecto, había que celebrar la terminación de la obra y él no podía negarse, en su sector («y esto tú lo sabes, Mati») es costumbre festejar el buen fin de un negocio o el cierre de un contrato en los puticlubs, la gente del ramo de la construcción es muy bruta («es lo que dices tú siempre, Mati, ¡qué animales sois los de la construcción!»), de modo que no tuvo más remedio que acompañarlos para no aguarles la fiesta y, lo principal, no perder un buen cliente. Y una vez allí, en el Divina Tentación, Luis Miguel Ferrer, que llevaba unas copas encima, empezó a darle la lata: que subas con la que más te guste, con la que más rabia te dé, que te convido yo, que no me hagas un feo, Paco, mira que me enfado, y por no hacerle un feo y no enfadarle, pasó lo que pasó.

—Yo no quería, Mati, te lo juro por la niña, pero el cliente se emperró… ¡Mucho mejor habría estado aquí en casa, con vosotras, viendo la televisión!

Su padre era capaz de cualquier cosa con tal de conseguir un contrato. Ahora la niña tiene diez años y medio, son las fiestas de Sagunto, hace un calor tremendo, la niña suda y lame un polo azul con forma de pie y un sabor extraño, junto a su madre y sus amigas en el tendido de la peña El Asilo, en la segunda planta de la plaza de toros provisional que han levantado en el recinto ferial de Puerto Ocio.

Su padre está abajo, con un cliente de Murcia al que quiere agasajar. Su madre cotorrea con sus amigas y no hace caso ninguno de la niña, quien se aburre esperando a que traigan el toro y, cuando éste llega, asiste sin especial interés a su entrada, un torito joven a manchas blancas y negras que los mozos arrastran tirando de una soga que atan al pilón erguido en la arena. Observa con indiferencia cómo insertan en las astas del toro los herrajes con las bolas de estopa y, a continuación, el mozo más experto o más valiente les prende fuego, con un cuchillo corta la cuerda que sujeta al animal y echa a correr despavorido. El toro está demasiado ocupado en el vano intento de librarse de las bolas de fuego, cabeceando con desesperación, dando vueltas sobre sí mismo, como para ponerse a perseguir a su agresor. Y mientras su madre enciende un cigarrillo y bebe a sorbos la cerveza del vaso de plástico, sin dejar de charlotear con sus amigas, y la niña da un último lametazo al polo derretido y se alegra de que sea de noche y su madre no pueda advertir el manchurrón azul que afea la falda de su vestido, el toro embolao golpea la arena con las patas, brama, se revuelve enfadado y luego arranca a correr de una punta a otra del recinto sin ton ni son, como arrepintiéndose de cada derrotero que toma a poco de emprenderlo (una mancha de luz y calor que oscila y titubea y que le recuerda extrañamente a los penitentes de Semana Santa con sus hachones) y, de cuando en cuando, mete la testuz por entre los barrotes de la estructura metálica, dando un buen susto a los mozos que se guarecen tras ellos. Algún chaval con lo que hay que tener (o casi) rompe la monotonía del espectáculo, aventurándose unos metros en la arena y desafiando al toro con un grito y el agitar de una cazadora, para volver precipitadamente a la seguridad del tendido en cuanto la bestia se lanza tras él, pero, en general, no sucede gran cosa y «están sosos los toros esta noche, a ver si esto se anima», dice su madre y justo entonces un hombre salta a la arena enarbolando un jersey rojo y un palo largo y llama al toro, «¡ey, ey, torito, toro!», como si fuera un torero (puede que se lo crea, que es un torero) y dado que el toro no lo oye o no lo advierte, empecinado como está en derribar una de las defensas de madera, el hombre corre hacia él blandiendo el palo y ondeando el jersey, sin cesar de jalearlo, hasta que el toro por fin repara en él y lo embiste y la niña grita y todo el público con ella, y su madre, que no miraba a la arena, enfrascada en una conversación íntima con Flor, su gran amiga, vuelve la cabeza y pregunta, «¿qué pasa?». La niña no responde, no puede, se ha tapado la boca con una mano y tiembla toda ella; con la otra mano señala al bulto inerme que yace sobre la arena y al toro que lo empitona con sus astas de fuego y lo eleva en el aire y lo arroja al suelo y de nuevo se ensaña con él, pateándolo, y la niña hunde la cara en las manos y ahora sí, chilla, «¡PAPÁ, PAPÁA!», y su madre con ella, «¡Paaco! ¡Paaacoo! ¡Ay, que lo mata! ¡Ay, que me lo ha matado!». Brazos, manos amigas, se apoderan de las dos, las envuelven, las tapan, les impiden ver para que no sufran y todo el recinto es un suspiro contenido. La niña se libera del abrazo de Flor, si lo peor ha de suceder, quiere verlo, debe verlo: cómo los mozos se abalanzan en vano sobre el toro, le estiran de la cola, arriesgando una cornada o una quemadura, le agarran los pitones para apartarlo de su víctima, para distraerlo de su encarnizamiento…

Su padre no murió, pero le tuvieron que dar siete puntos en la cara y cinco en el cuello. Su madre lo reñía, «pero ¿tú estás loco o qué?, ¿cómo se te ocurre ponerte delante de un toro?, ¡como si fueras un chaval de veinte años!».

La niña, pasado el susto, experimentó algo así como alegría, satisfacción malsana: le estaba bien empleado, a su padre, que lo hubiera cogido un toro, por engañarla. Su padre le había prometido, ¡le había jurado!, que ese año la nombrarían Fallera Mayor Infantil de las fiestas de Sagunto, todo el consistorio estaba en deuda con él, «no tengo más que pedirlo». Mar y su madre pasaron una tarde atroz esperando la llamada del ayuntamiento que nunca llegó.

El cliente murciano, que las acompañó al dispensario, sufrió un vahído al ver tanta sangre, pero su padre consiguió el contrato: doce chalés adosados. En aquella dimensión su padre estaba siempre cargado de trabajo, no daba abasto, «lo vendo todo sobre plano —se jactaba—, ¡me los quitan de las manos!». Ganaba tanto dinero que intentó convencer a su madre de que dejara su empleo en la caja, pero ésta se negó, la acababan de nombrar directora de la sucursal. Mar le pidió un poni y su padre se lo hubiera comprado si su madre no se hubiera opuesto, como solía oponerse a todo lo que la niña pedía o deseaba, sólo por fastidiarla. «¿Y dónde lo tendremos? ¿Y quién cuidará de él? ¡Ya me veo dando de comer al poni como tuve que dar de comer al pobre hámster para que no se muriera de hambre!», protestó su madre, ante lo cual, para consolarla, su padre llevó a Mar a Eurodisney, en París de Francia. En aquella dimensión, a su padre medio Sagunto le debía dinero o favores; en esta otra, en la que Mar advierte con pesar que no tiene tuits ni mensajes nuevos en su móvil, su padre se esconde de sus acreedores y le ha pegado un sablazo hasta a ella, ciento cincuenta euros. La niña lanza un tuit desesperado: «¿Hay derecho a que mi padre me deba 200 euros?».

—Por supuesto que Paco tiene derecho a enamorarse de otra mujer, no te digo que no, Flor, pero es que Paco no está enamorado de Sole, está encoñado, que no es lo mismo. ¡Si lo sabré yo! Se ha comprado un coche, un cochazo, se está haciendo un chalé en Canet de Berenguer, con piscina y pista de tenis, ¡cuando no ha jugado al tenis en su vida!, y ahora, claro, quiere comprarse una mujer nueva, una chica de treinta años que no tiene donde caerse muerta, dice que es relaciones públicas, ¡una relaciones públicas en Sagunto, ya me dirás! Y a mí me deja de lado como a un trasto viejo, después de lo que hemos pasado, de lo que hemos luchado por hacernos una posición…

—Pero ¿tú estás enamorada de él?

Esa pregunta de Flor le desconcierta. ¡Qué tendrá que ver! Paco y ella llevan veinte años juntos, cinco de noviazgo, quince de matrimonio, tienen una hija en común y un piso (un buen piso) en Sagunto, el apartamento de Benidorm, el chalé en construcción en Canet de Berenguer (¿y ahora qué va a pasar con el chalé?), su relación es mucho más profunda, va mucho más allá de una mera relación amorosa. Mati estuvo enamorada de Paco («Paco ha sido el amor de mi vida», confiesa a Flor), cuando éste tenía veinte años y una mata de pelo negro que daba envidia, era delgado, gracioso, medio guapo, y la llevaba en palmitas. El hombre que comparte cama con ella todas las noches es otro, un señor entrado en carnes, con cuatro pelos en la coronilla que se deja largos como si fuera un artista, dientes amarillos del tabaco, el café y el vino, que reserva sus bromas y su buen humor para las relaciones de trabajo y hace mucho perdió todo interés en seducirla o serle atractivo. Llevan dos años sin follar, pero esto no lo admite ante Flor porque sospecha que debilitaría su argumento. Son como hermanos, según y cómo, y también como socios, tienen un patrimonio, un negocio a medias, dividirlo será complicado. «La mitad de lo que gana Paco es en negro —le explica a Flor— yo me voy a quedar a dos velas, ¿entiendes?» «Y no es por mí, si me duele y me preocupa es por mi hija», miente, porque le produce pánico quedarse sola a estas alturas, no está enamorada de Paco sino algo peor: acostumbrada a él, resignada a la idea de seguir viéndolo todos los días, de, más adelante, envejecer juntos; conoce sus manías, las tolera, las sobrelleva, es su marido, está habituada a tener un marido, un piso, una hija, una familia, y perder esa seguridad sin culpa alguna de su parte, verse arrojada a una existencia incierta, le da miedo.

—No es por mí, Flor —repite (se repite)—, yo no necesito a Paco para nada, soy una mujer independiente, puedo valerme por mí misma, es por la niña. Está con el pavo puesto, no estudia, no obedece, me responde de mala manera, ¡me insulta!, me dice cosas que no te puedo repetir, que yo nunca me habría atrevido a decirle a mi madre, tiene el cuarto hecho una pocilga… No sé qué le pasa, está siempre de morros, se encierra en su habitación y no deja entrar a nadie. Algo le trae de cabeza pero a mí no me lo cuenta y me lo contaba todo: los disgustos con las amigas, los niños que le gustaban, todo… Mar ya no confía en mí.

El general Queipo de Llano dirige un comité militar secreto en Madrid cuya finalidad es recabar apoyos dentro del ejército a la iniciativa del Comité Revolucionario y del cual es miembro el comandante Ramón Franco, el intrépido aviador, a quien se ha encomendado una misión de enlace con Lérida; de camino a esa ciudad, Ramón Franco hace un alto en Zaragoza, donde reside su hermano Francisco (el superior de Galán en Marruecos, el hombrecillo de los labios pintados de fucsia en el libro de historia que la niña tiene sobre la mesa), el cual ostenta el cargo de director de la Academia General Militar. Ramón confía sus planes sediciosos a su hermano y éste lo denuncia a la policía de inmediato; el general Mola, director general de Seguridad, ordena su detención. A raíz de esa denuncia, en una mise en scène de la teoría del mantel de Fermín Galán, son detenidos otros conspiradores, entre ellos el abogado republicano Lluís Companys y el sindicalista Ángel Pestaña. La cosa se para.

Fermín Galán está impaciente y triste, el otoño avanza pero la cosa no, en unas semanas caerán las primeras nieves, que sepultarán los prados en su sudario blanco, y con ellos, sus sueños revolucionarios; los otros, los sueños de enamorado ya se han truncado. La familia de Carmen Monreal desaprueba la relación de la muchacha con un peligroso republicano, la desdichada (y obediente) joven ha regresado a Zaragoza, dejando en Jaca un corazón herido, You’re beautiful, you’re beautiful —canta Fermín Galán—, There must be an angel with a smile on her face / When she thought up that I should be with you / But it’s time to face the truth / I will never be with you!, a la niña le emociona esa canción de James Blunt, es una emoción secreta, culpable: oficialmente (en Twitter, en Facebook, en la hora del recreo) la tilda de blanda y empalagosa, pero en la intimidad de su habitación se permite escucharla, tumbada sobre la cama, con los ojos cerrados, y llora por su amor, como está llorando ahora, aunque no esté enamorada y nunca lo haya estado; en realidad, más que de enamorarse, de lo que tiene ganas es de que la abandonen y poder sentir con conocimiento de causa esa melancolía dulce y musical que acuna la pena, la mece, la acaricia y hace brotar de sus ojos lágrimas cálidas, reconfortantes, que recoge con la punta de la lengua y saborea, sumida en su pena, una pena difusa, que lo abarca todo y no tiene nombre, porque si ha de ser sincera (y sí, consigo misma le conviene ser sincera), no está enamorada de Óscar, no es de él de quien está prendada, sino de lo que representa: la posibilidad del amor, la posibilidad de la pena.

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