Valor

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A la luz de un candil, en la trastienda de la relojería de Antonio Rodríguez, Galán lee con voz quebrada: Un gobierno es, ante todo, la política que viene a representar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son… los normales. Fue Alba quien le presentó a Óscar, aunque Alba tampoco lo conocía, a quien Alba quería ver era a Richi y convenció a la niña de que la acompañara a dar un voltio en canoa por las aguas del puerto, «porque si voy yo sola será muy descarado», y en el muelle se encontraron con Richi y un amigo, Óscar, y eso a la niña le escamó, nadie se lo había dicho, le estaban preparando una trampa o qué, y el tal Óscar así de entrada no le dio buen rollo, se le veía chulito, como sobrado, y tenía los brazos perdidos de tatuajes, y a la niña es que ni la miró, como si no estuviera, sólo hablaba con Richi y de vez en cuando también con Alba, para tirarle del pelo o desabrocharle el bikini y hacerle bromas, la niña sólo quería que se terminara pronto el paseo en barca y volver a su casa, pero resultó que no querían navegar, sino ir al pantalán, y una vez allí, Óscar se tiró al agua y nadando se acercó a la grúa, trepó por la escalera de caracol y los saludó desde lo alto de la torre, se le veía lejísimos, y Richi cogió su iPhone y se puso a grabarlo y Alba y la niña no daban crédito a lo que veían, Óscar arrojándose al vacío desde la corona de la grúa, dando un salto mortal, una voltereta impresionante (¿cuántos metros saltó?, la niña no podría decirlo, muchos, mogollón) e irrumpiendo en el agua con tanto ímpetu que levantó olas y Mar tuvo miedo de que no emergiera, de que se ahogara, pero sí, salió y Richi lo grabó todo, incluido el signo de la victoria que hizo Óscar con la mano antes de asomar la cabeza. La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el poder privadísimo brutal y soezmente. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura de los poetas españoles. Y sin saber muy bien cómo la niña se encontró en casa de Óscar con Alba y con Richi, los padres de Óscar no estaban, por suerte, sólo su hermano pequeño de catorce años (Óscar tenía diecisiete) jugando con la Play, la niña aún no había cumplido quince años, de modo que teóricamente tenía la misma edad que el hermano de Óscar pero nadie lo diría y ella, por supuesto, se sentía mucho mayor que ese niñato que ni siquiera había cambiado la voz, por eso cuando Óscar le preguntó cuántos años tienes ella le respondió dieciséis. El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la categoría de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces es ésta: «¡En España no pasa nada!». ¿Qué pasa? ¿Por qué nos miras con esta cara?, le preguntó Alba, como si fuera lo más normal del mundo verla enroscada con Richi en el sofá de la casa de Óscar, Richi metiéndole el hocico en el cuello, Alba riendo y dejándole hacer, mientras seguía el ritmo de la música con el pie. «Relájate y tómate una copa», aconsejó a Mar, y para darle ejemplo se sacó de encima el brazo de Richi, alargó la mano y pegó un trago del cacaolat con vodka que, según declaró, era su bebida favorita y, desde ese día, también de la niña, quien porque le daba corte la situación y no sabía qué hacer consigo misma, salió al pasillo y fue a parar al cuarto del hermano de Óscar, que tenía la puerta abierta y seguía jugando a la Play como si en el salón no estuviera sucediendo nada, pese a la música y a las risas y a los «¡no, no!, ¡eso no!, te digo que pares, que nos van a ver…». Los gritos de Alba la avergonzaban, como si al chaval le fueran a importar, o como si Alba fuera su hija o su hermana, y fue eso, la vergüenza ajena lo que la impulsó a dirigirse al chico, venciendo su timidez, y preguntarle «¿A qué juegas?». «A GTA —le respondió el niño sin dejar de mirar la pantalla, y luego añadió, presumiendo quizá que esa aclaración sería necesaria dado el sexo de Mar—: A Grand Theft Auto. ¡Me cago en la puta! —se lamentó—, me acaban de matar.» «Eres un negado —dijo una voz detrás de ellos—, mira que metes horas, enano, pero siempre la cagas.» Sintió a Óscar a su espalda, lo olió, olía a jabón, a limpio, venía de ducharse, el torso desnudo, los pies descalzos, el pelo mojado, era más alto que ella pero no mucho y, visto de cerca, tenía razón Alba, estaba bueno. Su proximidad la azoró, se quedó paralizada, de pie entre Óscar y la silueta sentada de su hermano, quien fingía no haberle oído y empezó de nuevo el juego. La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho. He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer. La niña sabía que era ficticio pero lo que veía en la pantalla le parecía muy real, los personajes, sus movimientos, los diálogos, estaba muy bien hecho ese juego. «¿No has jugado nunca a esto?», le preguntó Óscar, quien, con la prepotencia y la seguridad del primogénito, había expulsado a su hermano de la silla y del cuarto y ahora empuñaba los mandos de la Play, luciéndose ante ella. «Vamos a robar un banco», le informó. La niña asistió, con admiración y pasmo, a la ejecución perfecta del atraco: el hombretón moreno de la pantalla que Óscar dirigía con los mandos amenazó con una automática a los temblorosos empleados de la sucursal (la niña se acordó de su madre), los encerró en un habitáculo que cerró con llave y luego hizo detonar un explosivo que reventó la puerta blindada de la bóveda donde se apilaban fajos, columnas de billetes, miles, millones de dólares, que Óscar (su álter ego, el héroe moreno) se apresuró a introducir en un saco; en la huida Óscar tuvo que matar a unos cuantos policías y destrozar varios coches, incluido el suyo, pero en un pispás robaron otro a punta de pistola y salieron a escape, dando bandazos por la autopista gris, hasta que se estamparon contra un guardarraíl y la imagen se congeló y cesó la música y parpadeó una leyenda en la pantalla: «Game Over». «¿Quieres probar?», le preguntó Óscar. Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios —función suprema y como sacramental de la convivencia civil— con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esta especulación sobre los vicios nacionales. Este comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. Óscar le cedió la silla y la Play a la niña y se quedó a su lado, aconsejándola, instruyéndola con suavidad y paciencia, mostrando una tolerancia que no había tenido con su infortunado hermano, aunque la niña era aún más negada que éste, por lo que Óscar se ofreció a enseñarle. «Hazme sitio.» Estaban muy apretados, los dos sentados en la misma silla, con medio culo fuera, y el aroma a jabón y ¿a colonia?, ¿a loción de afeitar? (probablemente no, Óscar era lampiño) que desprendía su piel la ponía nerviosa, le temblaban los dedos, que sin querer (y a veces queriendo o permitiéndolo) rozaban los de Óscar, con quien compartía el mando de la Play. «Puedes matar a quien quieras —la alentó Óscar—, todos los muertos dan puntos. A esas dos que van por el arcén con las bolsas de compra, mételes tralla.» La niña era reacia a disparar, a las mujeres no se les dispara y menos a dos señoras mayores, negras, gordas, pero era sólo un juego y las mató. «Guay —aprobó Óscar—, ahora iremos de putas, ya verás cómo mola.» Pero esta vez se ha equivocado. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo. Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. La niña se sonrojó y permitió dócilmente que los dedos de Óscar, enseñoreados del mando, condujeran su coche hacia una carretera secundaria y luego a un arrabal poblado de garajes y galpones desvencijados. En una callejuela oscura acechaban, meneando el bolso y aburridas, las putas, que también eran negras y tenían buenos culos, o eso opinó Óscar, quien paró el coche, bajó una ventanilla, parlamentó con una de ellas y con dos pulsaciones la metió en el vehículo. La Play emitía ahora una música calentorra y el coche vibraba envuelto en una luz rojiza y se escapaban gemidos de los altavoces mientras el héroe moreno se follaba a la puta y la niña se sintió turbada, como si fueran ella y Óscar y no los personajes quienes estuvieran haciendo guarradas en el asiento de atrás, como si Óscar fuera el matón y la niña, la puta, y al poco cesaron la música y la vibración, Óscar pagó a la puta mil dólares del dinero robado y la echó del coche. Cuando la mujer ya empezaba a alejarse con su contoneo le dijo a la niña: «¡Mátala!», y Mar lo miró incrédula, eso era demasiado, pero Óscar insistió: «Si la matas te devuelven la pasta». Éste es el error Berenguer del que la historia hablará. Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros, gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! No pudo, no quiso, no la mató. «No quiero jugar más —dijo—. Voy a ver qué hacen aquellos dos en el salón.» Se levantó para irse y fue en ese momento cuando Óscar la abrazó y le dio el beso. Delenda est Monarchia. ¿Cuánto duró? Demasiado poco. Los labios, la lengua de Óscar pugnaron por abrir su boca, pero ella apretó los dientes, no podía permitirlo, llevaba puestos los brackets. «Este artículo publicado hoy, 15 de noviembre de 1930, en el diario El Sol, lleva la firma de José Ortega y Gasset —anunció emocionado Fermín Galán—. Se titula El error Berenguer.» Y probablemente fue un error no dejarle meter la lengua, con aparatos y todo. Desde aquel día la niña piensa en Óscar de forma obsesiva, no porque esté enamorada, sino porque tiene ganas de estarlo. «Cuando hasta un filósofo llama a la revuelta —dice Fermín Galán— no podemos quedarnos cruzados de brazos.»

—Como comprenderás, no voy a quedarme cruzada de brazos, voy a luchar por lo que es mío.

—¿Paco?

—¡No! El piso —responde Mati, quien, tras una profunda calada al cigarro, añade—: Y la niña, claro.

—¿Por qué eres tan materialista?

—¡Tú también eres materialista! ¿O no cobras, bien cobrados, esos talleres tuyos? Los curas no cobran por ir a misa.

A Flor le duele esa pulla, quisiera compartir gratis su sabiduría, pero tiene que pagar el alquiler del local, la luz, el gas, el agua, vivir, en suma, y vivir es muy caro. Se defiende:

—Los curas lo tienen todo pagado.

—No te enfades.

—No me enfado.

—Pues me gustaría que te enfadaras de vez en cuando. Ya que estoy aquí aprovecho para comentarte un asunto… Esos depósitos a plazo fijo que tienes en la caja no te dan nada y precisamente acabamos de sacar un producto financiero que estamos recomendando a los clientes especiales, como tú, con una rentabilidad fantástica y muy seguros… Espera un momento. —Mati deja el cigarrillo humeante en el cuenco, abre su bolso, saca un pintalabios, un bolígrafo, el resguardo de una multa y el diario Cinco Días. Lo despliega, lo alisa y pasa las páginas con impaciencia, hasta que da con lo que busca y lo señala con el índice—. Aquí sale la cotización, toma, lee, para que veas que no te tomo el pelo.

Trasladan su residencia a Madrid nuestras consideradas convecinas las señoras doña Eulalia Lacasa, viuda de Duch, y doña María Ripa, viuda de Pueyo, ambas con sus hijos. Les deseamos una ausencia muy satisfactoria.

A Eulalia Lacasa no le gusta el tranvía, es un medio de transporte que fomenta la promiscuidad y el fornicio. ¡Hombres y mujeres que ni se conocen se sientan los unos al lado de los otros con pecaminoso descuido! Le sorprende que la santa Iglesia no haya condenado esa práctica; cierto que los obispos no pueden estar en todo y tal vez ni siquiera sean conscientes del peligro, los santísimos padres no viajan en tranvía, pero ella sí, y sufre.

Una mujer sin sombrero, con los brazos descubiertos y una falda de longitud reprobable acaba de tomar asiento junto a su hijo. Doña Eulalia ha actuado de forma imprudente, dejándose llevar por el egoísmo, al elegir el asiento de la ventanilla (Madrid es nuevo para ella, se regala los ojos con el panorama de sus plazas, calles y avenidas), sin prever la eventualidad de que la tentación aceche al inocente Luisito. No duda: «cámbiame el sitio», ordena a su hijo.

Se han instalado en Madrid por los estudios del chico. Doña Eulalia no desconoce que otras madres (desapegadas, secas) permiten que sus retoños viajen solos a la capital y se hospeden en residencias de estudiantes, donde la moral es relajada, la comida, mala y escasa, la higiene, insatisfactoria, las habitaciones, angostas y mal aireadas, por no hablar de los colchones… O de las criadas; Eulalia Lacasa se anticipa al demonio y toma la precaución de no emplear a ninguna criada susceptible de estimular la lujuria (ya lo dice su hijo: «En esta casa tenemos las criadas más feas de Jaca»). En una residencia de estudiantes Luisito lo pasaría mal, sin duda, y doña Eulalia, peor, sabiéndolo fuera del alcance de sus cuidados y mimos; su hijo, aunque no lo parezca, es delicado, precisa desayunarse un vaso de leche con mucho azúcar y dos yemas, sus comidas regulares, que cada noche le calienten y abran el lecho, que alguien se acuerde de despertarlo por la mañana, por eso doña Eulalia ha hecho el sacrificio de trasladarse a Madrid con él y han puesto piso en la calle Ibiza, ante el escándalo de su hermano Juan, a quien se le han subido los humos desde que lo han nombrado cónsul de Francia y la reprende por cada gasto que hace, todo se le antoja un derroche (el administrador de la viuda, Paulino, es más comprensivo).

Luis Duch no lo sabe, Mar Díaz tampoco, pero son parientes: un tatarabuelo de Mar era hermano de Prudencio Duch, el padre de Luisito. La tarde de abril de 1996 en que Mar fue engendrada, deprisa y corriendo, sobre un camastro de muelles chirriantes en una alcoba de la casa de Ayerbe, propiedad del abuelo de Mati y bisabuelo de la niña, Pepe Duch, éste le contó a su padre, Paco, la triste historia del pobre Luisito. Paco hizo como que le escuchaba pero tenía la cabeza en otro asunto, Mati estaba en la cocina con su madre y su abuela, ayudándolas con los preparativos de la cena o haciendo como que ayudaba y recordando, entre alarmada y complacida, el frenesí, la urgencia del improvisado revolcón en la habitación de su difunta tía Eugenia (bajo un crucifijo de bronce con la leyenda «Dios te ve»), que su abuela había interrumpido al abrir la puerta sin previo aviso. Mati dio gracias al Dios en quien todavía creía porque las cataratas de la anciana hubieran ahorrado a la pobre mujer la escandalosa visión de dos cuerpos desnudos, el nudo de brazos, piernas, cuellos, los rostros sonrojados; todo había quedado en un tentativo «¿Quién anda ahí?», y la respuesta apurada, «Soy yo, Mati, abuela, que me he echado un rato antes de la merienda». A su lado, Paco, del susto ni respiraba, mientras la abuela ciega retrocedía unos pasos, cerraba la puerta y un espermatozoide afanoso ganaba la carrera y fecundaba un óvulo, que ahora es una niña, o una adolescente, Mar, quien se aburre y sueña, como soñaba Luis Duch, su tío lejano, cada uno soñando y suspirando por un futuro mejor en su respectiva dimensión, ambos remisos al estudio, a perder el tiempo escudriñando libros, como si intuyeran o adivinaran que las fechas y datos, latinajos y guarismos enterrados en sus páginas no merecían ser rescatados y retenidos para volver al olvido. «¿A mí qué me importa quién fuera este señor Primo de Rivera? —se pregunta la niña—. ¿Qué más me da lo que hizo, si se murió hace siglos?» Luisito Duch no es tan drástico ni exagerado; no tendría el menor inconveniente en aprender la teoría del criminal nato de Cesare Lombroso de no ser por el apremio de un quehacer imperativo y urgente, él no ha venido a Madrid a estudiar, sino a derrocar al rey.

Es el hombre de Galán en Madrid. Los conspiradores de Jaca están nerviosos: imprevistos, dudas, huelgas, aplazan una y otra vez la fecha de la sublevación (un edificio hundido en Madrid con muchas víctimas y los consiguientes disturbios, la espectacular fuga de prisión del comandante Ramón Franco, las vacilaciones de los políticos). Pasaron el 14 de octubre, el 18, el 26 de noviembre, y Alfonso XIII seguía en su trono. Llegó diciembre y con él la amenaza de las nieves. Los conspiradores estaban cansados de tanto conspirar, de sus reuniones incesantes en la habitación 18 del hotel Mur (el cuarto de Galán), en la trastienda de la relojería o en el Centro Republicano, de hacer cábalas, elucubrar, exasperarse… «Qué importancia ni valor tendría el triunfo si no existiera el peligro del fracaso», dice el Esquinazau, y eso querrían transmitir Galán, García Hernández y sus compañeros a los miembros del Comité Revolucionario de Madrid, toda revolución comporta un riesgo, no hay rebelión tranquila ni apacible. Se conferencia con Madrid (con Luis Duch, con Graco Marsá), se intercambian telegramas en clave: «Lola muy bien: todos muy contentos. Enviaré más detalles. Abrazos de Antonio. Rosario». «Enviamos libros que salen hoy mismo»; vienen y van emisarios en vano, no hay manera de fijar una fecha… A Galán no lo amedrenta la carta que recibe del general Emilio Mola, en la que éste le comunica que sabe el gobierno y sé yo sus actividades revolucionarias y sus propósitos de sublevarse con tropas de esa guarnición. La de Jaca es una revolución pregonada, en los dos casinos de la ciudad, La Unión Jaquesa, el liberal, y el Casino de Jaca, el de los señoritos carcas, se admiten apuestas sobre el día de la asonada. Prueba de la honradez y del pundonor de Galán y sus conjurados es que ninguno de ellos se prevalió de su información privilegiada, apostando por el día ganador: viernes, 12 de diciembre de 1930.

—¡Ya veréis! —dice Galán—, cuando entremos en Lérida nos vamos a emborrachar de pueblo. El entusiasmo de las multitudes tiranizadas hará innecesarios los fusiles. ¡Ya veréis, nos vamos a emborrachar de pueblo!

Le fastidia que su padre pase a recogerla tan temprano, a las nueve de la mañana, tendrá que madrugar incluso el sábado, aunque a esa hora su padre no estará borracho y podrá hablar con él en serio. Si trae el dinero que le debe a su madre (¡ojalá lo traiga!), le exigirá que le devuelva los ciento cincuenta euros (su madre los necesita menos), aunque no se hace ilusiones, «la semana que viene te los daré sin falta y a tu madre también le pagaré, no porque le deba nada, sino para que se calle», le dirá su padre así como de pasada, sin darle importancia a la deuda ni a la angustiosa espera. Mar se ha encaramado al borde de la bañera para poder verse de cuerpo entero en el espejo clavado en la pared, sobre el lavamanos. Lleva una camiseta de tirantes que justo termina donde empieza el ombligo y unos shorts vaqueros que, según su madre, parecen bragas. Está monísima. Inspecciona severa sus piernas delgadas (como las de una modelo, más que las de muchas modelos) y su barriga plana, y no les ve defectos. Se baja de la bañera, se quita toda la ropa y la deja tirada sobre el suelo, vuelve a subir al bordillo, con la mano izquierda se agarra a la barra de la cortina y en difícil equilibrio se contorsiona, quiere verse las nalgas: son supersexys. También sus tetas son muy monas, pero… pequeñas, debe admitirlo, por eso suele llevar sujetadores con relleno. Se acaricia una nalga con la palma abierta de la mano y cierra los ojos y se imagina que es la mano de Óscar la que palpa y manosea su piel de… ¡terciopelo!, ésa es la palabra, y haciendo un esfuerzo adicional intenta imaginar la excitación de Óscar, el temblor de sus dedos, su pene erguido, su voz emocionada: «¡Qué culo tienes! ¡Qué buena estás!». La barra de la cortina del baño oscila y Mar la suelta y baja de un salto, ya la rompió en una ocasión y tuvo que dar muchas explicaciones. Mientras se viste piensa que es una lástima, una gran tragedia que una chica tan mona y sexy como ella tenga que pasar la noche del viernes encerrada en casa. Un ruido inesperado le hace dar un respingo. ¿Qué es eso? Una puerta que se abre o una puerta que se cierra. ¿Habrá entrado alguien en casa? Un ladrón o… uno de ésos. Recuerda la noche en que a ella y su madre las sobresaltaron unos golpetazos en la puerta de entrada y cuando su madre abrió no vio a nadie, sólo una rata muerta, una rata enorme, tumbada boca arriba sobre el felpudo. Fingió que era un accidente, una rata de cloaca que por uno de esos azares dio en morir en el umbral de su casa. «Hay que ver —dijo—, ¡qué cosas pasan!», y con gran presencia de ánimo metió al bicho en una bolsa de basura y luego se puso a preparar la cena como de costumbre, pero en su rostro había angustia. Habían sido ésos, Mar lo sabía, su madre lo sabía, aunque ninguna de las dos se atrevió a expresarlo. Y toda la culpa era de su madre. ¡Cuánto, cuánto la odiaba! ¿Y por qué se había ido, dejándola sola en casa? ¡Mar no era mayor para salir de noche pero sí para quedarse sola! Daría lo que fuera, los ciento cincuenta euros que su padre le adeuda, por que su madre volviera; con ella no tiene miedo. Tarda en reunir el coraje necesario para salir del baño, enfrentar el pasillo y el albur atroz de lo desconocido (un ladrón desalmado, un asesino en serie, uno de ésos), regresar al cuarto, cerrar la puerta y correr el cerrojo, por si acaso, y de pronto lo ve, allí está, el causante de su pánico: el libro de historia se ha caído de la mesa, el generalísimo Francisco Franco la contempla desde abajo con sus ojos serenos y su boca rosa.

«Viernes. Día 12. Enviad libros.»

A este telegrama remitido desde Jaca contestan desde Madrid:

«Cumpliremos instrucciones al pie de la letra».

Alfonso XIII ya puede empezar a hacer las maletas: veintisiete guarniciones de toda España están comprometidas en el golpe, generales de Madrid, Barcelona, Burgos, Logroño, Huesca, Lérida, Valencia… Delegados de CNT y UGT preparan la huelga general para el día de la asonada. Madrid es una algarabía de rumores. El coronel al cargo del Regimiento Galicia en Jaca advierte a la superioridad de la inminente revuelta y decide ponerse a resguardo solicitando licencia para marchar a Palma. El general Urruela Sanabria es el militar de más alta graduación en la plaza; acaba de ser nombrado gentilhombre de cámara de su majestad y no piensa más que en su nuevo destino en la Corte. Para no amargarse la dulce espera exige a su secretario que le entregue la correspondencia con una semana de retraso.

La guarnición de Valencia pide que la rebelión se demore tres días. Manuel Azaña accede, la revolución empezará el lunes, 15 de diciembre. El abogado y político Santiago Casares Quiroga recibe el encargo de desplazarse a Jaca para transmitir las nuevas instrucciones. La noche del día 10 de diciembre de 1930 varios automóviles parten de Madrid en dirección a Jaca. Van llenos de «libros»: ateneístas, maestros, médicos, abogados, estudiantes de Derecho (siempre dispuestos a transgredir las leyes que memorizan). Entre ellos, Graco Marsá, uno de los más activos conspiradores y, por supuesto, Santiago Casares Quiroga, delegado del Comité Revolucionario Nacional y miembro del gobierno provisional de la República (ministro en ciernes, protoministro). Antes de partir, Graco Marsá pone un telefonema a los de Jaca:

«Libros en camino».

La víspera de la revolución la pasan los conjurados Sediles, Marín, Pinillos, Cárdenas, Rico Godoy, García Hernández y Galán en la habitación de éste en el hotel Mur. Galán repite: «Es preciso salir de Jaca con guante blanco», como un mantra o una jaculatoria, como si en el fondo supiera que en todas las revoluciones los guantes se manchan y por pose o precaución quisiera dejar constancia de sus buenas intenciones.

Esa noche Jaca es la ciudad insomne, no duerme nadie (o casi nadie), las señoritas del prostíbulo de la calle El Canal no dan abasto, una cola de soldados codicia sus atenciones. ¡Hasta las meretrices saben que mañana se armará la gorda! El único que lo ignora es Casares Quiroga, quien cree que el golpe tendrá lugar el lunes día 15 y es el mensajero de su aplazamiento. Llega a Jaca a las dos de la madrugada. En el hotel Mur pregunta por Galán y le dicen (o eso aducirá) que el capitán está ausente. Pide una habitación, pero no hay ninguna libre. Se dirige al hotel La Paz con sus acompañantes y… ¡se va a dormir! (Más tarde protestará: «¡Dónde se ha visto que en España los militares se subleven a la hora prevista!».)

Mientras Casares Quiroga ronca, Luisito Duch apura la noche de Madrid. Desearía no estar allí, sino en Jaca, con los bravos revolucionarios; él también es valiente y revolucionario, pero tiene una madre. Ha despedido a los ateneístas, ha visitado un café, luego una taberna y un cabaré, donde se ha aburrido. Se ha echado a caminar por las calles de Madrid, azogado, como en trance, y a la vuelta de una costanilla ha hallado refugio en un lupanar. Ahora está en la cama con una puta fea, que le ha dado lástima. Se siente magnánimo. Piensa en su tío y en sus primos, en la sorpresa que se llevarán cuando se enteren de que ese familiar al que desprecian por zángano es uno de los líderes que traerán la República a España. Él les dirá: «No temáis, sois parientes míos, nada malo os va a suceder, os lo garantizo». «Soy amigo de Galán, de Sediles, de Graco Marsá, de Azaña, de Casares Quiroga», les dirá, como diciendo «soy amigo de los peces gordos» y «yo también soy un pez gordo», y lo mirarán de otro modo, con respeto, con admiración, o puede que con miedo, pero con respeto. Ha cumplido con la puta no sin repugnancia y cierta premura. Ahora fuma un pitillo en la cama. Le inspira compasión esa mujer escuálida, que apenas sonríe para disimular los dientes que le faltan, con más años vividos de los que admite y un perfil inquietante: tiene una nariz cortada a escuadra que rompe la simetría de sus facciones y oculta, como la luna al sol en el eclipse, el otro lado de su cara; el suyo es un rostro lleno de misterio, pero de un misterio triste, casi escabroso. Le gustaría poder hacerla partícipe de la buena nueva, confiarle que mañana España será republicana y comenzará para todos (menos para los curas y los carcas) una vida mejor, más limpia, más justa, igualitaria.

—Tu nombre, Bibí, ¿es abreviación de Bibiana? —le pregunta, para matar los nervios y el impulso furioso de irse de la lengua.

—No, de Basilisa.

—¿De dónde eres?

—De Arnedo.

«¿Llevas mucho tiempo en Madrid?» «¿Te gusta esto?» «¿Echas de menos el pueblo?» Bibí contesta con monosílabos, a desgana. Ahoga un bostezo, después otro, ¿este tío gordo va a pasar con ella toda la noche? Basilisa tiene sueño y, sobre todo, hambre, le inspira rencor ese mocetón que ha debido de cenar un buen filete con patatas y vino y quién sabe qué más y que le está dando conversación como si ella fuera una señorita y él estuviera de visita. Le envidia el reloj, un reloj de oro con leontina que ambiciona para su novio, el Hipólito, quien ya debe de estar abajo esperándola y rezongando por su tardanza. Basilisa bosteza y el tío gordo habla por los codos, se ve que no tiene prisa. Le dice que por qué no deja el oficio y busca trabajo en una casa o en una fábrica, ¡parece un cura! Basilisa tiene para sí otras aspiraciones: cuando los años y el disfavor de los clientes la retiren, con sus ahorros y los del Hipólito, que es sereno, pondrán un meublé, un sitio fino, en Madrid no, en Málaga o en Sevilla, donde no haga tanto frío, y llevará una vida cómoda y regalada. ¿Cuándo se irá este pelmazo? ¿No sé da cuenta de que no puedo con mi alma?, se pregunta Basilisa, y santa María Goretti, que comparte lecho con ellos, le lee el pensamiento y se aflige. ¡Cuánto mejor haría Basilisa en arrepentirse y dejar esa vida, siguiendo los consejos del caballero que tan amable es con ella y tenía un reloj tan bueno! (Santa María Goretti ha visto cómo Basilisa distraía el reloj del chaleco de su cliente, mientras éste se desahogaba en la bacinica, y lo escondía debajo del colchón, de ahí la urgencia por perder de vista a su víctima.) Bibí morirá pronto porque es tísica y el Hipólito no es su novio, sino su macarrón, y el dinero que ahorra para su elegante casa de lenocinio, el sereno se lo gasta en el juego, en vino y en otras mujeres. ¡Arrepiéntete, Basilisa!, le encarece santa María Goretti, ¡no te queda otro remedio!, pero la cháchara incesante de Luisito vuelve inaudible su súplica. Basilisa se despabila, ¡se indigna! ¿No está diciendo este tío que pronto vendrá la República y echarán a patadas al rey y cerrarán las iglesias y las casas de putas? No es un cura, no, sino algo peor, ¡un comunista!

—¡En mi cama no se habla mal del rey! ¡Fuera de aquí, sinvergüenza, comunista! —brama Bibí y se pone en pie y sus pechos mustios miran al suelo y su boca abierta parece un erial.

Una prima suya, quien la inició en el oficio, se ha acostado con el rey no una, sino cuatro veces, de ahí su fervor monárquico. «Es mentira, Basilisa, tu prima Merche no ha gozado nunca de los favores de Alfonso XIII, sino de su cochero, y además no es tu prima, sólo una conocida tuya de Arnedo», la corrige santa María Goretti, quien se percata de que sigue en la cama con el caballero de Jaca, un comportamiento inadmisible en una santa. A Luis Duch le tiemblan los carrillos de pura rabia. ¡Qué puta ingrata! No la ha jodido por gusto sino por caridad y así le responde, con improperios. Salta del lecho, se viste a toda prisa, saca su billetera, arroja unos billetes al suelo… No quiere marcharse sin decirle algo hiriente. «¡Eres fea! ¡Y majadera!», le diría, pero lo que le chilla antes de abandonar el cuartucho con un portazo es: «¡Hueles a ajo!».

—En verdad eres ingrata, Basilisa —dice santa María Goretti, a quien el caballero le ha parecido buen mozo y hasta le disculpa esas ideas extremas, una enfermedad juvenil que los años curan—. Y el reloj mañana por la tarde ya estará en la casa de empeños, ¿o no conoces a tu Hipólito?

Basilisa escupe una flema roja. Basilisa llora. Basilisa sabe que no llegará a vieja, que su meublé fino es una entelequia y que, con suerte, el reloj de oro y los billetes que uno a uno recoge del suelo, esta noche (o esta madrugada), le ahorrarán una paliza. Basilisa sabe lo mismo que santa María Goretti y muchas más cosas, por eso suspira, llora, se endereza y vuelve a suspirar. ¡Qué remedio!

Ya en la calle, Luisito Duch advierte que se ha puesto el chaleco del revés. También, que le ha desaparecido el reloj que heredó de su padre; suspira, como Basilisa, pero en su caso con resignación, casi con ternura, es indulgente con las debilidades humanas porque él también se sabe débil. Piensa que quizá el pueblo no esté a la altura de los revolucionarios dispuestos al sacrificio para salvarlo. O son los revolucionarios quienes han idealizado a este pueblo ignorante, supersticioso, mendaz, cobarde. ¡Lo cambiarán! Con educación, alimentos, laicismo, cultura, condiciones laborales justas… Sus pasos le devuelven a la misma plazoleta en la que desemboca el callejón del burdel, ha caminado en círculo, anda perdido por Madrid y ni siquiera sabe qué hora es. Llama al sereno con la palmada firme del señorito.

Son las cinco menos cuarto de la mañana.

«¡Viva la República!»

Galán y sus compañeros salen del hotel Mur armados y equipados con el uniforme de reglamento. Aún está oscuro, llueve y hace frío. En un cruce de carreteras se reúnen con los paisanos procedentes de Madrid. Se abrazan, se dan ánimo unos a otros. Galán comunica a los presentes que están viviendo momentos históricos. Estamos haciendo historia, viene a decirles, y la historia no espera, démonos prisa. Marchan hacia el cuartel de la Victoria, en el que está destinado Galán, quien tan pronto llega despierta al oficial de guardia, un teniente, y le informa de que ha estallado en España un movimiento general para proclamar la República. Le ofrece unirse a ellos pero el teniente desconfía y pide ser encerrado en el cuarto del capitán del cuartel. Encerrar bajo llave a un compañero de armas sería humillarlo, Galán permite que el teniente se encierre solo. Otro tanto hará con el capitán del cuartel, a quien la revolución sorprende haciendo arqueo de la caja. A la tropa la despereza con una arenga, les recuerda que son pueblo, ¿cómo van a ir contra el pueblo? Y los soldados, conscientes de que no son burgueses ni aristócratas ni terratenientes y de que, en efecto, pertenecen a esa masa informe y vapuleada que los políticos bautizan como «pueblo» (cuando no la tildan de «plebe», «horda» o «chusma»), se unen con entusiasmo a la revuelta.

«¡Viva la República!»

«¡Muera el rey!»

«¡Viva el capitán Galán!»

La revolución empieza con un desayuno republicano en el comedor del cuartel.

Napoleón observa ceñudo la escena, ésa no es manera de iniciar un golpe de Estado. ¿Dónde está el plan de campaña? ¿Quién se ha ocupado de la intendencia? ¿Y los mapas? Los militares españoles, piensa el Emperador, carecen de la instrucción adecuada: se les adiestra para la guerra, pero las pierden todas, y no se les forma para la revuelta, cuando ésa es la práctica que más frecuentan: veintisiete sublevaciones militares en menos de un siglo dan fe de ese apego. Galán se quita la gorra y la despoja de la corona real con gesto dramático. (Todos los soldados que participan en la rebelión lo imitarán, como si deshaciéndose del símbolo se libraran mágicamente del rey.)

Los paisanos de Jaca van llegando. Se reparten armas, tabardos, capotes militares y correajes entre los civiles madrileños y jaqueses, que harán la revolución medio disfrazados. El cuartel general se instala en el cuarto de Banderas. Galán es el jefe in péctore e imparte las órdenes: el capitán Gallo, al mando de una guardia de soldados y paisanos, tomará la Ciudadela y el batallón de Artillería, el capitán Sediles hará lo propio en el cuartel de los Estudios con el batallón la Palma. La revolución sorprende en calzones a don Fernando de Urruela y Sanabria, gentilhombre de cámara, y a su mujer, sin peinar y en chambra. Un general del ejército español sabe comportarse siempre como tal con independencia de su atavío, don Fernando de Urruela y Sanabria reacciona con bravura a la noticia de que en España se ha proclamado la República: pide que lo maten, pero cuando Gallo le apunta con una pistola, cambia de opinión. «¡Cómo os atrevéis a hacer esto a vuestro general!» Gallo le informa de que ya no es general y de que él, un simple capitán, es su superior y ordena su arresto. Un cabo y un soldado toman con suavidad de los brazos al ilustre gentilhombre (quien ha podido cubrirse con un gabán) y lo conducen al puesto de guardia. Ante un nutrido grupo de soldados, el general se crece; algo, alguien (¿Napoleón?) le inspira una enérgica soflama:

—¿Juráis a Dios y prometéis al rey revolveros contra esos oficiales que os llevan por mal camino?

El alférez Manzanares (que tiene un aire a Óscar), uno de esos especímenes para quienes el día es un largo bostezo, una tediosa interrupción entre dos noches, le conmina a dejarse de discursos y seguir avanzando.

—¡No tenéis valor ni para obedecerme ni para matarme! —se queja el general, mientras arrastra las zapatillas.

Sediles llega al cuartel de los Estudios acompañado de una extraña troupe de soldados y paisanos disfrazados. Senra, el oficial de guardia, al oírle decir que en España se ha proclamado la República, sospecha que Sediles ha vuelto curda otra vez e intenta persuadirle de que le acompañe al puesto de guardia, donde se propone arrestarlo, pero el arrestado será él.

Las tropas de la Ciudadela y del cuartel de los Estudios se suman al movimiento revolucionario. Los sublevados se dirigen en formación al cuartel de la Victoria, donde los espera Galán. Un piquete al mando de un sargento se ocupa de inutilizar los servicios de telégrafos y teléfonos y de controlar el cuartel de la Guardia Civil. La vigilancia impuesta es blanda, un suboficial logra escapar y dar la alerta a los Carabineros. Se produce un tiroteo entre rebeldes y carabineros cerca de la plaza de la Catedral, con el balance de dos heridos y un muerto, un sargento de Carabineros. Galán aún no lo sabe, pero sus guantes ya no están impolutos. (Poco después, otro incidente entre carabineros y sublevados en la calle del Carmen añadirá dos cadáveres más a la cuenta del debe del capitán.) Los revolucionarios se incautan de los camiones y coches que han acudido al mercado, así como del autobús de línea Jaca-Biescas; hay que vaciar los vehículos y equiparlos con armamento, hacer acopio de provisiones y también de tabardos, correajes y municiones, con los que se adornan los paisanos.

Se toma el control de la oficina de Correos y de la estación de ferrocarril. García Hernández se afana por que un nuevo poder civil se instaure en el ayuntamiento.

Graco Marsá, delegado del gobierno provisional de la República y el más madrugador de los civiles de Madrid, abandona el hotel La Paz bajo la lluvia y pronto advierte que la ciudad está tomada por soldados: Galán se ha sublevado. La comezón de la culpa acelera sus pasos de regreso al hotel, ya no se resguarda de la lluvia ni piensa en desayunar; si la noche anterior, en lugar de irse a dormir, hubieran avisado a Galán de la contraorden, la rebelión no habría estallado, los muertos seguirían vivos y el desastre se habría evitado. Despierta a Casares Quiroga y éste, como buen político, se sacude de encima toda responsabilidad: la sublevación ha tenido lugar antes de tiempo, él no puede ni quiere hacerse cargo de las consecuencias. «Esta gente ha hundido la República por unos años —afirma—. Yo me marcho o me entrego.» Ni mención al detalle de que los revolucionarios de Jaca desconocían el cambio de fecha que él tenía obligación de comunicarles, un político que quiere hacer carrera jamás reconoce un error o una negligencia y con el tiempo Casares Quiroga será varias veces ministro, diputado, presidente del gobierno y, finalmente, exiliado. Graco Marsá, que no llegará a nada, quién sabe si por mala conciencia o por espíritu aventurero o por un optimismo digno de mejor causa, decide correr la suerte de los sublevados.

El día amanece gris, húmedo y ventoso, pero el ambiente es festivo, los vecinos de Jaca se aglomeran en la calle Mayor, felices y asombrados. Se forma el primer gobierno municipal republicano, que preside Pío Díaz. Del bar Laín se trae una gran bandera republicana, la banda de música toca el Himno de Riego, y frente al ayuntamiento Alfonso el Relojero lee con solemnidad el bando de Galán:

Como Delegado del Comité Revolucionario Nacional, a todos los habitantes de esta Ciudad y Demarcación hago saber:

Artículo único: todo aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente, será fusilado sin formación de causa.

Dado en Jaca a 12 de Diciembre de 1930.

FERMÍN GALÁN

El bando de Galán es espantable, su autor no tanto: a los oficiales que se niegan a sumarse a la sedición se les invita a que se dirijan por su propio pie al ayuntamiento y, una vez allí, se detengan a sí mismos, o se les ruega con buenas palabras que permanezcan en sus casas. La noticia de los carabineros muertos descompone al aguerrido capitán; pide disculpas al cuerpo de Carabineros y a la Guardia Civil, debe hacer un esfuerzo viril por contener el llanto. Los preparativos retrasan la marcha. Ya son las once y media de la mañana y aún no han repostado todos los camiones. A las dos los insurrectos continúan en Jaca. No hay suficientes vehículos, el capitán Sediles se desplazará en tren hasta Ayerbe con parte de la tropa. Los trescientos setenta soldados del Regimiento Galicia, que llevan horas formados en el patio del cuartel, se acomodan como pueden en los camiones. Antes de partir, Galán arenga a los soldados de artillería:

«¡Soldados! ¿Estáis dispuestos a dar vuestra sangre por la República?».

«¡Sí!», rugen los soldados como un solo hombre.

«¡Viva la República!»

«¡Viva!»

Los «libros» de Madrid y los paisanos jaqueses se han repartido en varios coches surtidos de mosquetones, cartucheras, pistolas y correajes; aunque no sepan cómo usar las armas o qué hacer con ellas, la euforia revolucionaria es contagiosa, todo parece posible, al alcance de la mano, basta con tener valor, entusiasmo, confianza.

—Todos los días, nada más levantarme, doy gracias al sol y a la naturaleza por todos sus bienes y maravillas. No deberías quejarte tanto, Mati, sino estar agradecida por lo que tienes, por el hecho de estar viva.

—Sí… No sé… Quizá… Entonces qué, Flor: ¿te pongo ese dinero en el nuevo producto?

—Haz lo que te parezca, confío en ti con los ojos cerrados, te quiero y considero una bendición que seas mi amiga. Debemos dar las gracias por todo, siempre, todos los días… ¡Por lo menos podrías vaciar el cuenco, ya no caben las colillas!

La brasa del cigarrillo que está fumando, o que encendió pero olvidó fumar, quema el dedo índice de Fermín Galán, quien se apresura a tirar la colilla por la ventana del auto en el que viaja con el resto de su Estado Mayor y que encabeza la columna de camiones y vehículos de los rebeldes. Ya deberían estar en Huesca y lo sabe; el éxito de una insurrección va aparejado al elemento sorpresa y de ello es consciente; cuanto más se demore el avance, mayores son las probabilidades de fracaso. Pero no quiere pensar en ello, tiene la palabra de los mandos de Huesca, de los de Lérida, Zaragoza, Madrid, Barcelona, nada puede fallar, todos están conjurados. Se acuerda de Carmen Monreal, se imagina la impresión que se llevará mañana cuando le despierte la noticia de su golpe de Estado; salga bien o salga mal, se enterará y verá su foto en la prensa. ¿Qué sentirá? ¿Miedo, angustia, pena? ¿Remordimiento? ¿Admiración?… ¿Amor?

—¡Me cago en Dios! —maldice el chófer—. ¿Y ahora qué pasa?

Galán echa la vista atrás. La distancia con el resto de vehículos ha aumentado, la columna está parada, ordena al conductor que retroceda para averiguar la causa.

La niña ha recogido del suelo el libro de historia y ahora está maquillando a conciencia a Francisco Franco; una sombra de ojos de color malva, rímel aplicado con rotulador negro en las pestañas, colorete de payaso, al estilo de su madre, sobre los mofletes blandos… ¿Y si le pinta una melena rubia? No sabe qué hacer, sigue inquieta, no se atreve a descorrer el pestillo y abrir la puerta, el miedo la posee, se ha instalado en su pecho y desde allí emite señales de alarma a todos sus nervios. ¿Cuándo regresará su madre? Le gustaría ver la tele para serenarse, pero la tele está en el salón. Podría mirar unos vídeos de la MTV en su ordenador, o un episodio de la serie «Glee», pero esas actividades le parecen expuestas; si hay un intruso en la casa debe pasar a la acción, atemorizarlo, disuadirle de entrar en su cuarto; pondrá música al máximo volumen, aunque proteste la vecina (si protesta, mejor, subirá a quejarse y tendrá compañía).

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