Valor

Valor


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Serenos y alegres, / valientes y osados, / cantemos soldados / el himno a la lid. / De nuestros acentos / el orbe se admire / y en nosotros mire / los hijos del Cid. Los camiones de reparto del mercado ascienden renqueantes el puerto de Oroel. Van atestados de soldados, los motores se quejan, los soldados dan vivas a la República, desean muchas veces la muerte del rey, corean entusiastas el Himno de Riego, un cabo de Monzón protesta por el frío… Los rebeldes tiritan bajo el viento del norte, se soplan en las manos y se arriman unos a otros para darse calor. La columna se detiene. ¡Pam!, ¡pam!, ¡pam!, uno tras otro caen los postes de telégrafo bajo las hachas de los soldados. Bailando la toqué / Y ella se dejó… / Me aprovecho y… / ¡Pam pam pam! / La toco y / ¡Pam pam pam! La niña baila reggaeton. El sonido está tan alto que el bajo retumba y el libro de historia vibra junto al amplificador. Si cierra los ojos, es como si estuviera en la discoteca, subida al escenario, vestida de gogó. «¡Créetelo, anímate, sonríe!», la jalea Cari, la mujer del dueño. La niña mueve el culo con frenesí. Figura que lleva puesto un sujetador azul claro con plumas blancas; de la braguita azul a juego pende una cola negra de pelo sintético, como de zorra o de gata, que oscila al vaivén con mucha gracia. Unas medias de rejilla le cubren las piernas y calza sandalias doradas con unos taconazos que domina de maravilla. Acércate a mí… / un poquito / te quiero sentir / dame un cantito / Acércateee… ¡te necesito! / Yo quiero contigo / Bailar pegadito. La comitiva avanza a trompicones, el morro de un camión pegado al guardabarros del precedente, con su movimiento torpe y sinuoso recuerda a una fila de orugas procesionarias. Atraviesan barrancos, puentes, torrenteras, bordean precipicios, negocian curvas cerradas… ¡Tardan una hora en recorrer dos kilómetros! ¿Es ésta la revolución más lenta de la historia? Sin duda, una de las más desdichadas, los contratiempos se suceden: camiones que en plena ascensión se ahogan o se rompen, un auto de la policía que les sale al encuentro y que interceptan, tomando como rehenes a sus ocupantes, más postes de telégrafo por derribar… La revolución y el artista / Cantándole, siéndole realista… / No hay nadie como yo que exista / Mis enemigos no los pierdo de vista / los tengo apuntaos en mi lista / ¡¡¡La Revolución!!! / La música no hay quien la resista / ¡Mi gata la escucha y se vuelve adicta! ¡Aaaaaah! La niña enseña las uñas, dibuja un garabato en el aire con la mano, que no es una mano sino una garra de gata, de gata en celo que se contonea y estira con elasticidad felina, mientras su iPhone, que la está grabando desde la mesa, no pierde detalle (espera). De cara a la puerta de su habitación, dando la espalda al iPhone, el pecho aplastado contra el paño, las garras de la niña/gata hacen amago de arañar la madera mientras sus nalgas describen círculos sensuales y las caderas galopan, vuelan. Guerrean conmigo, con un flow barato / y más rápido los mato / Tranquilo, mi voz les causa maltrato / quisieran eliminarme hace rato… / Llegó la gerencia, hace su entrada la potencia / To’ el mundo sentado / No quiero ver resistencia / Al que se mueva le voy a cortar la frecuencia. A la hora del crepúsculo, esa hora mágica, ensimismada, que cantan los poetas, la columna se topa con un automóvil que procede de Huesca, en el que viaja un destacamento de la Guardia Civil que escolta al general Las Heras, quien ha venido a ver qué pasa (aunque lo sabe o lo sospecha: el general es uno de los juramentados). Las Heras sale del coche, una pistola en cada mano, furioso, indignado:

—¿Qué pasa en Jaca? ¿Qué fuerza es ésta? ¿Adónde van ustedes? ¿Quién es el jefe? —interpela a un oficial sedicioso, el alférez González, quien le remite al capitán. «¡Se lo pregunto a usted! ¡Yo soy el general gobernador!», y el general gobernador dispara dos veces a bocajarro, pero está tan alterado, tan nervioso, que no da en el blanco. García Hernández y otros oficiales responden con fuego, toda la columna pone pie a tierra, los tiros espantan a los pájaros, Galán y Gallo se acercan corriendo, gritan:

—¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!

—¡Que se escapa el general! ¡Que se escapa!

—¡Dejadle que se escape! ¡A vuestros puestos!

—¡Allí, allí a la derecha! ¡Que se escapan!

Se escaparon. El general Las Heras había sido herido en un brazo y en otro sitio. Los guardias civiles que lo acompañaban en la huida restañaron la hemorragia del brazo con un torniquete, el otro balazo, más íntimo, menos evidente, sería el que habría de matarlo. A su funeral asistieron el delegado del gobierno y cuatro generales, entre ellos, Francisco Franco. La causa oficial del fallecimiento fue «un ataque de uremia», la oficiosa, un disparo en…

¡El culo! Es el secreto del reggaeton, también los brazos, claro, hay que saber moverlos y jugar con ellos; la niña los eleva y traza un arco con las manos unidas sobre su cabeza mientras menea las caderas, baja los brazos despacio esbozando un arabesco y deja reposar las manos abiertas por un instante sobre, sí, el pubis, enmarcándolo; a continuación, da una vuelta completa, ofrece un primer plano del culo a su iPhone (rotación, rotación, ¡pam!, culo afuera, sacándolo mucho, como si quisiera rozar la mesa, las manos en el pelo, desordenando la melena, los rizos cayéndole por la cara, sexywild, ésa es la idea, entorna los párpados, pone morritos, lanza un beso al público, da un paso atrás, dos, tres y… ¡trastabilla, pero consigue dar media vuelta!), ahora pongamos que Mar lleva puesto el corsé negro de imitación de cuero que le aprieta pero le realza el pecho, los mini-shorts negros de conjunto, y medias con ligueros, o no, mejor el sujetador tropical con flores de plástico y la falda con tiras de colores que tanto luce los golpes de cadera, el cabello entretejido de flores sintéticas, y esta vez lo ha conseguido, baila en el centro, ella, la gogó morena, las dos rubias (teñidas) la flanquean, la niña marca el paso y los movimientos con aplomo, con ganas, agitando las caderas mientras avanza a ritmo de vértigo sobre sus plataformas hasta el mismo borde del escenario y no mira abajo, hacia los rostros encendidos de los chicos que la admiran y piropean, con los ojos borrosos, desenfocados, «¡Qué buena estás!». «¿A qué hora sales?» «¡Eres la más guapa!», no, no hay que mirarlos, no hay que hacerles ni caso, sólo seguir bailando y sonreír, sonreír y ser sexy, guiñar un ojo pícaro a la bruma azul y plata que proyectan los focos, ser atrevida y pasarse un dedo por los labios, chuparse el pulgar con una boca obscena y oír cómo gritan, y el culo, sobre todo el culo, no parar de moverlo ni un segundo. Una bruma blanca que asciende desde el río Gállego envuelve a la comitiva. Los vehículos circulan con los faros apagados. En la vanguardia, un grupo de soldados reconoce a pie el terreno; a cada poco, la columna se detiene hasta que la avanzadilla da orden de seguir, viendo el camino expedito. Dile que no trate de competir contigo / que nosotros estamos bendecidos / Hambre y sueño / Eso es lo que ustedes tienen / Hambre y sueño… Los rebeldes llevan sin comer desde la mañana, están exhaustos, entumecidos, ya no cantan ni bromean y hasta le perdonan la vida al rey; si no fuera por el hambre y el frío, caerían dormidos.

«¡Viva la República!»

«¡Viva el capitán Galán!»

La cálida recepción de Ayerbe les despabila. Los vecinos de esa localidad no han esperado a los heraldos de la revolución, han proclamado la República por su cuenta y cuando llegan los rebeldes los acogen como a héroes. Los conducen al Centro Republicano y allí les dan de comer, de beber, de fumar… «¡Viva el capitán Galán!», gritan desgañitándose los soldados, que han dejado el frío en la calle y enredan al hambre con unas rodajas de pan y chorizo. «¡Viva la República!», les enmienda Galán. «¡Viva!» Aplausos, gorros que vuelan, chanzas, risas, más vítores… Si los curas y frailes supieran (brazos en alto, los dedos índices apuntando al techo) / la paliza que van a llevar (culo fuera, culo fuera), / subirían al coro gritando: / ¡libertad, libertad, libertad! (tres rotundos golpes de cadera), la niña baila el Himno de Riego, lleva un bikini estampado con la bandera republicana, roja, amarilla y morada. Marx y Bakunin, ataviados con sendos tangas tricolores, la rodean. No deberían estar aquí, con la niña, exhibiendo sus vientres peludos que bambolean al ritmo del reggaeton y mirándola con ojos lascivos (sí, los Seres de Luz también tienen libido), sino en el Centro Republicano de Ayerbe, con Galán y sus héroes, insuflándoles ánimo.

El tren en que se desplaza el batallón de cazadores que comanda Sediles se detiene en Riglos: han levantado la vía, los doscientos cazadores deben caminar hasta Ayerbe, donde se reúnen con Galán y el resto de sublevados. Son las dos de la mañana, la revolución reanuda la marcha bajo la helada.

—¡Me cago en el copón bendito!

—¡Me cago en la Virgen del Pilar!

—¡Joder qué frío!

Como si las blasfemias pudieran atenuar el frío, darles calor (¿el calor del infierno?, ¡oh, si pudieran visitar siquiera cinco minutos las calderas de Pedro Botero y reanimar un poco sus ateridos miembros!), los soldados juran y maldicen y se amodorran en el interior de los camiones revolucionarios, que prosiguen su camino hacia Huesca muy muy despacio, tanto que los rebeldes no pueden evitarlo y sucumben al sueño, acunados por el trotecillo. Ya son las cinco de la madrugada. La revolución duerme. Su líder no; Galán recorre una y otra vez en su coche del Estado Mayor la oruga perezosa de vehículos que se extiende a lo largo de un kilómetro; en el interior del vehículo el capitán fuma, vela y escribe (¿qué escribe?).

El santuario de la Virgen de Cillas, cuya ermita data del siglo XVIII, no vale gran cosa, aunque es justo mencionar que alberga una talla de la Virgen del siglo XVI, y un Cristo del siglo XV. Si la revolución se detuvo en Cillas no fue por fervor mariano ni por curiosidad artística; si la revolución no pasó de Cillas fue por culpa de una zanja.

El teniente Muñiz, al volante del coche de avanzadilla que se topa con la brecha que rompe la carretera, examina el terreno a la luz tibia del amanecer y descubre que, al igual que él observa, está siendo observado: hay tropas desplegadas sobre una loma cercana. Se sorprende; tenía entendido que hasta llegar a Huesca no se unirían a los soldados de esa plaza. Pide instrucciones a Galán, quien le aconseja que «tantee las fuerzas». Muñiz asciende el montecillo, se acerca despacio a los soldados acantonados, que no parecen hostiles. «¡Son de los nuestros!», piensa, y aviva el paso y sonríe y abre los brazos, profiriendo vivas a España y a la República. Lo recibe un comandante que lo conduce ante el general Dolla. Muñiz le informa de que pertenece a la columna de Jaca. «Vengo a ver —dice— si están dispuestos a darnos el abrazo prometido.»

El general le deniega su afecto y Muñiz es detenido.

La niña detiene su movimiento, el brazo derecho en alto con la mano abierta, como saludando, la izquierda en la espalda, apoyada sobre el nacimiento de la nalga, el torso escorado a la derecha, sacando mucho el pecho, que se vean las tetas: le ha parecido oír un timbre, el timbre de la puerta, ese sonido que lleva rato esperando aunque finja estar absorta en su coreografía. Sale corriendo del cuarto, la certeza de que la vecina aguarda detrás de la puerta para espetarle sus quejas le ha insuflado valor. Pero no hay nadie en el rellano. Se siente molesta con la vecina, no se explica por qué hoy, justo hoy, ha decidido pasar por alto el estruendo intolerable de su música. ¡Siempre protesta cuando menos conviene! Lo más enojoso es que ahora ya no tiene miedo de salir de casa sino de volver a entrar en ella.

—¡Han cortado la carretera!

El grueso de la columna ha llegado a la zanja. El inesperado suceso rescata a los rebeldes del sueño, el miedo reanima. «¡Están allí, están allí!» «¿Quiénes?» «¡Las fuerzas leales!» Galán, que en ningún momento pierde la compostura, como si cada incidente o revés estuviera previsto y formara parte del plan revolucionario, procura calmar los ánimos. «No os preocupéis —dice—, es la guarnición de Huesca que nos espera.»

Las tropas descienden de los camiones y forman en la carretera. Hambre y sueño / Tú lo que tienes es hambre y sueño… Hambre y sueño y pavor y un deseo intenso de estar en otro sitio, de no contemplar las nubes rojizas del amanecer que iluminan la loma con una luz cálida y envuelven en su resplandor carmesí el cañón, las ametralladoras, los fusiles que cargan al hombro las siluetas pardas de los soldados que toman posiciones sobre la colina, como si se prepararan para una batalla.

Sí, les aguardan, pero… ¿para darles un abrazo fraternal o para acribillarlos a balas?

Ésa es la duda que carcome a los oficiales del Estado Mayor Revolucionario, el dilema que pondera Galán en silencio mientras fuma. Y llega a la conclusión de que soldados de su mismo regimiento no van a disparar sobre ellos. Le preocupa que Muñiz no haya regresado de su embajada. No será él quien rompa el fuego. Tampoco se rendirá. Enviará emisarios a parlamentar, a recordar a esos camaradas de armas su compromiso y a pedirles que se unan a la revolución, que desfallece y tiembla de frío y pánico en una carretera que no va a ningún sitio, y a Galán, mientras fuma, se le antoja que esa zanja de apenas un metro de profundidad es una sima por la que se precipitarán, uno a uno, hasta desaparecer, todos: los camiones, los coches, los soldados, los paisanos revolucionarios, los oficiales del Estado Mayor, su comandante en jefe y tantas ilusiones, promesas, ideales… En un gesto desesperado o propiciatorio, quién sabe, lanza el cigarro a ese pozo negro que engullirá el futuro de su país y el suyo.

El intrépido Manzanares ata un pañuelo blanco al espejo retrovisor del auto en el que Sediles y García Hernández, con el Esquinazau de chófer, irán al encuentro de las sombras, cada vez más numerosas, que se esparcen por la loma. «Si intentan deteneros —les instruye Galán—, decidles que si en diez minutos no habéis vuelto, abriremos fuego sobre ellos.»

Los parlamentarios llegan a su destino y son conducidos ante un comandante. Se identifican como representantes de las fuerzas republicanas de Jaca y exigen conferenciar con capitanes y tenientes, su revolución no admite otros interlocutores; en caso contrario, advierten, regresarán por donde han venido.

—¡De ninguna manera! —les replica el comandante—. Ustedes no van a ninguna parte.

La amenaza de que su detención provocará el ataque de Galán no impresiona al comandante y aún menos al general Dolla, con quien tienen el infortunio de entrevistarse y quien no pierde el tiempo en diplomacias. Resuelve el contencioso diciendo:

—¡Que fusilen a los tres de inmediato!

Abajo, en la llanura, los rebeldes esperan. Ni siquiera se molestan en acabar de montar las ametralladoras, los morteros y obuses que han traído de Jaca, les parece inconcebible que sus conmilitones les presenten batalla, ya se imaginan los abrazos, las palmadas, los regocijados vivas a la República que pronto entonarán al unísono con los camaradas que han venido de Huesca. Los cuales siguen afanándose sobre el cerro. Ahora emplazan dos ametralladoras. Y las apuntan hacia sus compañeros de Jaca. Ya han pasado los diez minutos, pero a Galán le da por pensar que eso es un buen augurio.

—¿Y si han detenido a los parlamentarios?

—¡No se atreverán!

El capitán Gallo, escamado, dispara dos veces al aire. En el lenguaje militar, un tiro al aire es una pregunta; una ráfaga de ametralladora, una respuesta rotunda.

La niña da la luz del descansillo de la escalera cada vez que se apaga. No se decide a volver a entrar en su casa. ¿Y si baja al piso de la vecina para preguntarle si le molesta la música? Así como va, descalza, con los shorts y la camiseta, no puede. El zumbido del ascensor la pone en alerta: es su madre, que vuelve. De un salto entra en el zaguán y con una patada cierra tras de sí la puerta. Los rebeldes se refugian de la balacera detrás de los camiones. Responden con fuego al fuego, intentan acallar con las balas inciertas, azarosas, de sus fusiles el tableteo incansable de las ametralladoras. Caen uno, dos, tres soldados, un paisano… Hay un hombre en el cuarto de la niña. Tiene una voz grave, seductora, insinuante. «Porque nunca sabes con qué carretera te vas a encontrar —previene—, nuevo Citroën C5.» Las balas acribillan el firme de la carretera, la carrocería de los camiones, los troncos de los árboles, los cadáveres de los rebeldes muertos que parecen resucitar y dan un brinco cada vez que les alcanza un impacto. Galán ordena alto el fuego. Pero las ametralladoras del gobierno siguen disparando. «Alto el fuego», insiste Galán, y los rebeldes, a su pesar, le obedecen. Levantan los fusiles. Gritan, ruegan, suplican:

—¡Hermanos, no tiréis!

Se hace el silencio. La niña apaga el ordenador y acalla la voz del anuncio de YouTube, se apresura a recomponer el orden de su habitación, que ya no es la sala de una discoteca, y se sienta de nuevo a la mesa con el libro de historia frente a ella. Está expectante. Los rebeldes contienen el aliento. Pasan los minutos y nadie les dispara. ¿Se producirá la reconciliación? ¿Han comprendido los compañeros de Huesca que están todos en el mismo bando? Una granada que explota junto a la ermita los desengaña, no habrá compasión con ellos, no habrá fraternal abrazo.

Se disponen a avanzar, comandados por Sediles. Galán se lo impide con una orden desconcertante, suicida:

—¡Quietos! No tiréis.

Pero ya no le hacen caso. Rompen en desbandada, se guarecen como pueden, donde pueden, detrás de un árbol, de la ermita, de un camión volcado, y sólo dejan de disparar cuando se quedan sin balas. Nadie intenta organizar el caos, Galán es un jefe mudo, un espectro que deambula cabizbajo entre camiones, cadáveres, troncos desmochados, sin preocuparse siquiera de ponerse a salvo. Una y otra vez sus oficiales le piden dirección. Galán calla. Y la revolución, que agoniza, recibe el golpe de gracia cuando su líder admite: no podemos hacer nada.

Muchos huyen a pie, los más afortunados logran poner en marcha algún vehículo cuyo motor ha sido respetado por las balas. Galán monta en el estribo de un coche que conduce un civil madrileño; si la revolución fue lentísima, la retirada es veloz, acelerada. A unos treinta kilómetros de Cillas, a la entrada del puente que cruza el barranco de Sanmial, Galán pide al conductor que se detenga. Sólo le escoltan militares, los civiles que los acompañaban, entre ellos Graco Marsá, van en otro coche en dirección a Francia. Los oficiales rebeldes se sientan a la orilla del río, debajo del puente. Un hilo de agua turbia fluye por el cauce del torrente; está sucia, pero no tanto como las manos de Galán, sus guantes carmesíes, ¡cuánta sangre vertida en su revolución inmaculada! Son tantos los muertos que no puede ponerles rostro ni nombre. Siente que las manchas de sangre sólo se lavan con sangre. Sus compañeros intentan convencerlo de que no hay revolución sin percances, esas bajas tienen un propósito, esos sacrificios, una finalidad: ¡salvar a España! Y en ese noble objetivo deben perseverar en su exilio de Francia. Le apremian a continuar el viaje, cruzar la frontera cuanto antes, pero Galán les dice que sólo estaría dispuesto a ello si le perdonaran los muertos, lo cual es imposible, y si pudiera perdonarse a sí mismo. «Y eso no lo haré nunca.» Se entregará y con su vida tal vez salve las de los oficiales presos. No le queda otro consuelo: si vivió por ver cumplido su ideal, ha de dar un sentido a su muerte.

El juerguista Manzanares y el capitán Mendoza se niegan a abandonar a Galán. Los tres militares se dirigen caminando a Biscarrués, donde Galán va a entregarse. En el trayecto, se deshace de unos papeles: los primeros decretos de su gobierno revolucionario que hace unas horas borroneaba en el camino hacia Ayerbe. Del suelo recogen una octavilla lanzada por un avión del gobierno.

En toda España hay absoluta tranquilidad. Muchos batallones y baterías vienen a prenderos. Si arrojáis las armas y os entregáis, tendré benevolencia con vosotros; de lo contrario seré inexorable en el castigo.

El Capitán General de Aragón.

Y Galán concibe una esperanza.

El ascensor pasa de largo y sigue subiendo hasta el ático. ¡Para qué se ha molestado en arreglar su cuarto y sentarse a la mesa haciendo como que estudia! Tiene un SMS y dos tuits en su iPhone; el mensaje, cómo no, es de su madre: «No me esperes —le escribe—, volveré tarde. Dile a tu padre mañana que te devuelva a una hora decente». Uno de los tuits es de su cuenta oficial, el otro de la secreta. «¡¡¡Vete a Valencia y no vuelvas!!!», ha escrito alguna graciosa. El tuit recibido en la cuenta que lleva por nombre La Mar de Loka y que no conoce nadie, o casi nadie, es más interesante:

«V Concurso de Gogós en Costa Breve, la mejor discoteca de Morvedra. Esta noche a las 12.00. ¡Gran premio de 600 euros! ¡Te esperamos!».

¿Quién será el jurado?

El presidente del Tribunal del Consejo de Guerra Sumarísimo que va a juzgar a Fermín Galán es un general llamado Arturo Lezcano Piedrahíta. En un país, España, en el que por tradición inmemorable los juicios duran, como poco, lustros, y por norma, decenios, de tal manera que para cuando se dicta el fallo con frecuencia han muerto los acusados, las víctimas, los abogados, los fiscales y los jueces, y la sentencia es un papel superfluo, Galán será enjuiciado y condenado en el curso de una madrugada, la del día en que se entregó a la policía.

El jefe del gobierno, general Berenguer, a quien muchos tachan de tibio o blando, desea prevenir que la rebelión se extienda. Hay rumores fundados de que se prepara una huelga general para el lunes día 15. Es preciso un castigo ejemplar que enfríe los ánimos. De toda España llegan peticiones de clemencia. Se advierte al presidente del gobierno, se avisa al rey, de que la sangre de rebelde es fecunda, de cada gota caída brota un nuevo revolucionario. Para volver a su cauce, no es sangre lo que demanda España, sino justicia y libertad, escribe al general Berenguer el presidente del Colegio de Abogados, y un alto dignatario se dirige así al rey: Señor, la salvación de vuestra Corona está en la vida de esos desgraciados: ¡perdonadles!

Antes de que empiece el juicio ya se ha ordenado la formación de un piquete con un oficial, un sargento, un cabo y ocho soldados.

El fiscal acusa a Fermín Galán y a Ángel García Hernández (a quien Dolla no fusiló en Cillas) de ser, respectivamente, jefes de la rebelión y de la compañía que se alzó en Jaca, y pide para ellos la pena de muerte. Al resto de militares encausados se los califica de «adheridos a la rebelión» y se solicita para ellos reclusión perpetua. El abogado que defenderá a la mayoría de encartados es el capitán José María Vallés, quien ha hecho suyo el empeño de Galán de ofrecer su vida a cambio de la salvación de sus compañeros. Ése es el trueque, la negociación que Vallés se desvive por alcanzar, sin tiempo para preparar sus argumentos, ni para examinar el improvisado sumario. Es persuasivo, apasionado, convincente: Fermín Galán, propone el abogado, es por naturaleza un hombre impulsivo, con algún indicio de anormalidad espiritual reflejada en signos físicos exteriores (tiene el párpado derecho caído), por lo que no se le puede condenar sin previa observación facultativa. García Hernández, por su parte, es un hombre de carácter infantil, de no mucha voluntad y fácilmente sugestionable. El único responsable de la revuelta, el autor ideológico y material, es el hombre del párpado inservible; los demás enjuiciados, incluido el pueril capitán García Hernández, son meros acólitos seducidos por el verbo vehemente del fiero Galán, un hombre impetuoso con buenas intenciones, al que el sueño de la mejora del país, la causa de la libertad, indujeron a su desesperada aventura. García Hernández, postula el defensor, debe ser considerado también «adherido a la rebelión», en ningún caso actor. Todo lo que ocurre es fatalmente necesario aunque no sea suficiente, afirma Vallés (Flor aplaudiría ese aserto y Mati le preguntaría ¿qué coño quieres decir?). Aun así lo de ayer ¡qué triste! Excelentísimos señores, ¡compasión! No son malos, son equivocados. ¡Aisladles si son peligrosos, pero no los suprimáis! ¡Señor Dios de los Ejércitos, ten piedad de ellos!, implora en su alegato final el abogado. ¡Protégeles!, suplica. ¡Devuélveles la libertad, sálvameles la vida!

El Señor Dios de los Ejércitos tenía otra idea: antes de concluir la vista ya han sido encargados dos féretros a un carpintero de Huesca. Galán no asiste a su juicio, prefiere aceptar la invitación a un almuerzo que les hace a él y a Salinas el capellán del Regimiento de Artillería: está hambriento. Ya lo dice Flor, no hay presente, futuro, ni pasado, todo está revuelto y como enredado, el efecto precede a la causa y la sentencia al juicio; Galán y Salinas se disponen a dar cuenta de su almuerzo sabiendo el uno que es un moribundo, y el otro, que morirá preso.

—No creo en ultratumba —confía Galán a su amigo—, y sé que dentro de poco seré nada, pero voy a enseñarles a estos desgraciados cómo muere un hombre.

La presencia en la sala de Galán y de Salinas es requerida. Se les pregunta (es una formalidad) si tienen algo que exponer al tribunal. Sólo Galán desea hacer uso de la palabra. Se propone exponer al tribunal los antecedentes y motivos de la revolución de Jaca. Un vocal, el general Gay, se lo impide agitando con frenesí la campanilla. El presidente nominal, el general Lezcano, es viejo y está sordo, de forma que quien realmente maneja y preside el juicio es Gay, a quien Galán conoce, pues era uno de los conjurados. Y los antiguos conspiradores se observan, el uno, nervioso, detrás de la mesa presidencial, sobre el estrado, el otro, impávido desde el lugar del acusado. Galán se limita a reivindicar para sí toda la responsabilidad del movimiento y a mostrar su pesar por las víctimas. Mira con fijeza a Gay y le espeta:

—¡No creí que fuera tanta la bajeza humana!

El tribunal se retira a deliberar. Sus miembros no tardan en ponerse de acuerdo, tan pronto el auditor les presenta a la firma la sentencia que ya tiene redactada siguiendo al pie de la letra las instrucciones del gobierno.

Comunican el fallo a los reos en la Sala de Banderas: pena de muerte para Galán y García Hernández, prisión perpetua para todos los demás. Galán, sereno, se despide así de sus compañeros: «Todos sabíais a lo que íbamos, y desgraciadamente ha salido mal. Ya llegará un día en que habrá Cortes y se os indulte. Lo de nosotros dos, en cambio, no tiene remedio, y ya veis que estoy tranquilo». Al disponerse a firmar la notificación del fallo ante el tribunal, dice Galán a sus jueces:

—Ésta es la firma que con más gusto estampo porque, convencido de que la República es el régimen que más conviene a España, espero que mi sacrificio no será estéril. —Y añade, con desafío—: Ya estáis viendo cómo cuando un hombre es hombre y sirve a una idea, firma su sentencia tranquilo y sereno.

El presidente tiene una curiosidad, pregunta al condenado:

—¿Tenía usted cómplices?

—¡Sí! ¡Vosotros, cobardes, que habéis sido traidores!

Alba lo sabe, tiene que saberlo y ya debe de estar preparando su atuendo especial para el concurso de esta noche. No le ha dicho nada. Y si Alba es gogó, si fue admitida a regañadientes en el elenco de gogós de Costa Este, es por la niña, quien insistió: o las dos o ninguna. Se siente traicionada. También juzgada y condenada por algo de lo que no tiene culpa. La inquina hacia su madre la asalta de repente, un acceso de ira, despecho y rencor que borra el miedo, ya no quiere que vuelva, no, ¡quiere que se muera!

A las once y media del día 14 de diciembre, el capitán general (el mismo que firmó la octavilla prometiendo benevolencia a los rebeldes que depusieran las armas y se entregaran) informa al gobierno por teléfono de la condena a muerte de Galán y García Hernández. Los ministros han acudido a misa en el palacio de Buenavista, como suelen hacer los domingos. Tras el oficio, se reúnen para tratar del grave asunto. Estrada, Sangro y el duque de Alba abogan por la suavización de la condena. El ministro de Economía discrepa: «La sentencia debe ser aprobada por el gobierno para que se cumpla inmediatamente. Hay que salvar al rey y al régimen, que están por encima de todo; por eso y para eso estamos aquí». En ese momento se recibe en la Sala de Consejos una llamada telefónica de Aquel que está por encima de todo. El ministro de Economía notifica el fallo judicial al impaciente rey.

—¿No se ha cumplido la sentencia? —pregunta Alfonso XIII.

—No, señor.

—¿A qué esperan?

—A convencer a dos o tres ministros que son partidarios del indulto.

—De ningún modo indulto. Conviene escarmentar al populacho. Hay que verter sangre. Di a Berenguer que cumpla mis órdenes y no titubee.

Y así lo comunicó Berenguer al capitán general de Huesca: «El gobierno de Su Majestad aprueba el fallo del Consejo Sumarísimo. Se encarece la urgencia».

No es decoroso ejecutar a un hombre en domingo, jornada en que la Biblia ordena descanso y oración (también el verdugo tiene derecho al rezo); el lunes, día laborable, parece más propicio para esos menesteres, pero a veces el rey puede más que la Iglesia.

El capitán general dispone que la ejecución tenga lugar a las dos del mediodía en los polvorines de Huesca. Salvo un sargento llamado Borque, que se presenta voluntario, ningún militar quiere integrar el pelotón de ejecución. Dos piquetes son designados, cada uno de ocho soldados, un cabo y un sargento, bajo el mando de dos alféreces, y se dirigen en dos camiones a los polvorines del Camino Viejo de Fornillos. Los reos conferencian con su abogado. García Hernández le regala su encendedor, Galán, su reloj de oro, y le entrega quinientas pesetas para que se las haga llegar a su madre. Antes de subir al camión, el capellán del regimiento busca reconciliarlo con Dios. El condenado a muerte, cortés, afable, le recomienda que «confiese a quienes comercian con su conciencia por un galardón real y pecan, mandándonos matar, contra el quinto mandamiento» y empieza a ascender la escalera arrimada al camión. En el primer peldaño se para, se vuelve, mira al patio del cuartel, a los soldados y oficiales que presencian su marcha, y les dice:

—Bueno, señores, ¡hasta nunca!

En la caja del camión Galán fuma, ofrece cigarrillos a los soldados que lo van a matar, manifiesta su alegría por haber podido salvar a varios de sus compañeros y su hondo pesar por la condena de García Hernández; su propia muerte, la acepta, la entiende; la de su compañero, la juzga un asesinato. García Hernández tiene una mujer joven y una hijita de meses. Pide al abogado que transmita a su mujer sus instrucciones: que si encuentra un hombre que haya de ser un digno esposo y buen padre para su hija, «que no vacile en casarse». La lluvia caída el día anterior ha embarrado el camino, el camión se atasca a medio kilómetro de su destino. Galán insta a García Hernández a bajar del camión y hacer el resto del trayecto a pie, llegarán antes.

Toda Huesca está enterada de lo sucedido: hombres, niños, mujeres y un grupo de seminaristas que no quieren perderse el espectáculo se encaraman a un otero con vistas al polvorín.

Galán lía el último pitillo, comprueba su pulso: está sereno. Hace obsequio de su monedero, con siete pesetas y algunos céntimos, a un soldado del pelotón y pide a todos:

—Apuntadme bien para que no sufra. ¡Tirad al corazón!

—¡Apuntadme a la cabeza, muchachos! —encarece García Hernández.

Galán aparta con suavidad al terco sacerdote que no se cansa de procurar la salvación de su alma. Los condenados abrazan a su abogado y a los dos alféreces que dirigen los piquetes. Rechazan el pañuelo que les tiende el capellán para que se cubran los ojos. Galán, que no ha sido despojado de su rango, pide licencia para dirigir su propia ejecución. Los condenados se colocan ante los piquetes. García Hernández sonríe. Galán se cuadra. Con voz de mando ordena a los soldados:

—¡En revista! ¡Cuatro pasos al frente! ¡Carguen! ¡Apunten!

»¡Fuego! ¡Y viva la República!

García Hernández tiene suerte, muere al instante. Las tres balas que alcanzan a Galán no son mortales; se retuerce en el suelo, ensangrentado. Uno de los alféreces le dispara a la cabeza, pero no lo mata. El forense decide poner remedio a la agonía señalando con un dedo el corazón, que no ha dejado de latir, y apremia a un soldado:

—Apoya aquí la boca del mosquetón.

Este curso Luisito Duch tampoco se va a presentar a los exámenes. Tiene disculpa, está en la cárcel, reside temporalmente en los calabozos del cuartel de la Victoria junto con otros paisanos y militares implicados en la sublevación, a la espera de juicio; los han detenido a todos (o a casi todos, algunos han logrado escapar). Pasa frío, duerme mal, sobre sacos de paja, aprende a cazar pulgas y piojos, que estruja entre el dedo índice y el pulgar, y a convivir con ratas. El riguroso y severo coronel Servet, nuevo responsable del cuartel (los anteriores mandos han sido relevados por su lenidad y escasa firmeza en su oposición a la revuelta), les inflige un rancho escaso e incomible, pero Luisito no pasa hambre: tiene una madre que se ocupa de que todas las mañanas una criada acuda a la prisión con una cesta llena de provisiones. Se conservan dos fotografías de Luis Duch con sus compañeros de cárcel, en ambas aparece orondo y afable, incluso sonriente, como diciendo: «Estoy donde quiero estar, soy consecuente con mis principios, prefiero la cárcel al deshonor», pues en su dimensión el honor, la entereza frente a la adversidad, la fidelidad a los ideales, daban la medida de un hombre; en la de la niña los valores son otros: un anillo, una cadenita, incluso un diente de oro se pueden empeñar y obtener dinero a cambio de ellos. ¿Qué se puede comprar con el honor? ¿Cuánto vale el honor?: lo que alguien pague por el deshonor, pero el honor de personas ordinarias como Mar y su madre no tiene quien lo compre. Shakespeare (a quien la niña no ha leído y Luisito Duch tampoco y aún menos Francisco Franco, que ahora luce dos grandes pechos pintados con bolígrafo azul sobre la guerrera gris), escribió sobre ese asunto: ¿Y si el honor, empujándome hacia adelante, me empuja al otro mundo? ¿Y luego? ¿Puede el honor reponerme una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O suprimir el dolor de una herida? No. ¿Qué es el honor? Un soplo. ¿Qué hay en la palabra honor? Aire. ¿Quién lo tiene? El que murió el otro miércoles.

O en domingo, como Fermín Galán, como Ángel García Hernández, dos héroes. «No se puede vivir sin ideales —opina Luisito Duch—, y, si es preciso, hay que estar dispuesto a morir por ellos.» Una muerte gloriosa justifica una vida, morir de cualquier manera, tras una existencia rutinaria, anodina, es de pusilánimes, como lo es suplicar clemencia al verdugo, descomponerse en la hora final, temer la muerte. ¡Qué bien supo morir Fermín Galán! Y Luisito casi lamenta que su condena, cuando llegue, será de prisión y no de muerte, ¡qué ocasión perdida de probar su valor, su gallardía! El cabo primero Rodríguez discrepa. ¿De qué le sirve el honor a un cadáver? ¿Y a su madre, o a su viuda y huérfanos? ¿Da de comer el honor? (Sin duda, el cabo Rodríguez ha leído a Shakespeare en otra vida.) Los señoritos, como este Duch, el único prisionero que en lugar de perder peso, engorda, un zagal mimado por su madre y por la fortuna, quien nunca ha tenido que trabajar para ganarse el sustento, pueden permitirse el lujo de despilfarrar su vida con la misma largueza y despreocupación con que dilapidan su hacienda. Rodríguez nunca quiso ser militar; el capricho de un señorito que, llamado a filas, pagó al padre del cabo para que en su sustitución mandara a su hijo, determinó su destino. Y en la guerra de Marruecos no luchó por su honor, eso es cosa de alféreces para arriba, sino por sobrevivir, defendiéndose, más que del enemigo, de esos oficiales señoritos dispuestos a arriesgar las vidas de sus subordinados a cambio de una medalla, un ascenso o una simple mención; los mandados no tienen honor, sólo los que mandan, eso piensa el cabo Rodríguez, que echa en falta al mejor mando que tuvo, el capitán García Hernández, un hombre respetuoso, gentil, considerado. «La culpa de todo la tiene Fermín Galán», explota el cabo, dando rienda suelta a un resentimiento que lo domina desde el mismo día en que lo apresaron. Les engañó: les dijo que todas las guarniciones militares se habían sublevado, que España entera era republicana, lo cual era falso. Galán estaba solo en su descabellada empresa y se lo ocultó. Su vanidad, su soberbia, su inmensa arrogancia, lo llevaron a anticiparse a la fecha acordada, arrastrando consigo a los incautos militares de Jaca. Rodríguez no tuvo opción: su superior, Ángel García Hernández, estaba en la rebelión, todos los soldados y oficiales de su compañía lo secundaban, ¿quién era él para llevarles la contraria? Rodríguez no tiene vocación de héroe, a él la República ni le va ni le viene, ¡como si su futuro fuera a cambiar porque en vez de un rey hubiera un presidente! El instinto de conservación le ha enseñado a dejarse conducir por los que mandan, pero en esta ocasión le falló. «¡Tiene bien merecida la muerte Fermín Galán! —se despacha—, en cambio, mi pobre capitán… ¡Menudo sinvergüenza, ese Galán!»

A Luis Duch se le agota la paciencia, muda el semblante, le tiemblan los carrillos, señal de que la ira le domina. No tolera que se calumnie al capitán Galán, un héroe impecable que murió por la libertad de todos los españoles, y está dispuesto a defender su reputación a golpes.

No le hizo daño, tanto lloro y tanto grito no estaban justificados, es verdad que le propinó un par de bofetadas y le estiró del pelo, pero no la mordió, ni la emprendió con ella a patadas, Alba armó un gran alboroto por nada. Las otras, Melanie, Natalia y Carmen, que lo vieron y ni siquiera intentaron separarlas, podían dar fe de ello, pero ellas también mintieron, se pusieron de parte de Alba y fue la niña la expulsada. Lo peor fueron los reproches de su madre. «¿Y por qué has pegado a Alba? ¡A tu edad, con quince años cumplidos, que ya no eres una niña! ¡Me avergüenzo de ti!» Pero no se lo dijo, aún no sabe por qué, tendría que habérselo dicho: «Me peleé con Alba por tu culpa, porque me dijo que me compadecía por tenerte de madre». Y ahora Mar se arrepiente. Si en vez de liarse a bofetadas con Alba se hubiera encogido de hombros y hubiera dicho: «¡Cuánta razón tienes! Yo también me compadezco, mi madre es impresentable», seguirían siendo amigas. ¿Por qué defendió a su madre si la aborrece? Hay cosas de sí misma que no alcanza a comprender; por ejemplo, ésa. Y ahora no tiene amigas. Alba Méndez es la reina de la clase y, hasta aquella discusión, Mar era su favorita. Su madre le intenta vender el traslado a Valencia como una oportunidad para conocer gente nueva y es cierto que en Valencia, salvo Flor, no las conoce nadie. Pero hacer amigas no es fácil cuando eres tímida y Mar era muy tímida hasta hace año y medio, cuando consiguió entrar en la corte de Alba y dejó atrás su timidez y a sus dos amigas aburridas, la más lista y la más tonta de la clase, Ruth y Sandra, a las que no ha tenido más remedio que recuperar desde su condena al ostracismo: la niña ya no es popular y vuelve a ser tímida. Menos en la discoteca, allí ella, y no Alba, es la reina. Como le dijo Cari el día que la descubrió en la sesión de tarde: «Llevas el baile en las venas. Te he estado observando, te mueves con mucho feeling. ¿Te gustaría hacer una prueba para trabajar de gogó en Costa Breve?». ¿A quién no le gustaría? Alba se moría de envidia y por eso la niña insistió: ella también, es mi amiga.

«¿Cómo voy a pegarte si eres mi amigo?», dijo Luisito al cabo primero, quien, dejando en mal lugar su uniforme, se había escurrido contra la pared y lo miraba con pánico. Rodríguez era todo un cabo y Duch tan sólo un civil, ¡pero qué civil! Era tan alto que cada vez que se ponía en pie se daba un golpe en la coronilla con el techo de la celda. Y corpulento. Un hombrón. Rodríguez apretó con ganas la manaza que le ofrecía Luis Duch. «Aquí, en prisión, somos todos compañeros —le aseguró Luisito—. Pero te agradeceré que no vuelvas a hablar mal de Fermín Galán. Si la revuelta fracasó en Cillas fue porque nos hicieron traición: nos traicionó el Comité Revolucionario, nos traicionó Casares Quiroga, nos traicionaron los generales y coroneles que se habían comprometido con nosotros, los socialistas de Madrid, que boicotearon la huelga general del lunes 15, el comandante Ramón Franco, que no bombardeó el Palacio Real desde su aeroplano con la excusa de que vio niños jugando… ¡Nos traicionaron todos! Y aun así, fíjate en lo que te digo, recuérdalo: Galán y García Hernández son dos mártires, que con el sacrificio de sus vidas traerán la República a España.»

La niña le decía a Alba, «es que no te sacrificas nada, no ensayas en casa, no ves vídeos de YouTube, cuando quedamos para hacer una coreografía siempre me dices que no tienes ganas», para consolarla o apaciguarla, porque Cari siempre la convocaba a ella; a Alba, sólo cuando alguna otra gogó fallaba.

Pero es que Alba era torpe, desmañada, se movía de forma mecánica, como esos muñecos que venden los chinos, que le das a un botón y se balancean tiesos de derecha a izquierda o de adelante hacia atrás. Y se cortaba en el escenario, tenía la impresión de que todos los ojos estaban puestos en ella para buscarle fallos. Durante la espera en el cuartito, mientras se visten y se maquillan y se toman una copa de cacaolat con vodka para ponerse a tono, la niña se concentra (como hacen las actrices famosas y las supergogós antes de salir a escena), Alba, en cambio, no para de incordiar. «¡Has visto qué cara tengo! ¡Estoy fatal, hinchada, con ojeras! ¡Y los jodidos granos! Ni con un palmo de maquillaje puedo disimularlos. ¡Yo no puedo salir con estos granos! ¿Y por qué nos tienen que vestir iguales, como si fuéramos gemelas? ¿No te terminas tu copa? Dámela, la necesito», y le quita la copa sin pedirle permiso. Y entonces viene Cari y les dice: «¿Niñas, estáis listas? ¡Salid ya!».

Salen a hombros de la cárcel. El coronel Servet no ha tenido más remedio que dejarlos libres, el primer acto del nuevo gobierno republicano ha sido la concesión de una amnistía a todos los presos políticos. Es el 14 de abril de 1931. El día 12, al conocerse los resultados de los comicios municipales, España despertó republicana. El rey Alfonso XIII ha huido de palacio, dejando atrás a su familia, que se las apañe como pueda. El dictador Berenguer se ha apresurado a rasurarse el bigote para no ser reconocido por la muchedumbre que inunda las calles y corea entusiasmada: «¡No se ha ido, que lo hemos barrido! ¡No se ha marchao, que lo hemos echao!», enarbolando banderas republicanas, exhibiendo retratos de Galán y García Hernández, los rostros muy juntos, como si fueran novios, enmarcados en una guirnalda.

El DJ atruena desde la cabina: «¡Gogós, bienvenidas a vuestra casa!».

Alfonso el Relojero, el Esquinazau, Luis Duch, y otros civiles recién excarcelados llegan a hombros al ayuntamiento, donde ante una bandera republicana y las efigies de los héroes de Jaca, Luisito Duch pronuncia el discurso de su vida, el más aplaudido, el más recordado (como no se cansaría de mencionar en días sucesivos una orgullosa doña Eulalia, para pasmo y consternación de familiares y amigos, gente de orden, conservadora, monárquica, de acendrado cristianismo. ¿Ha olvidado doña Eulalia cuál es su bando? «Tiene ideas equivocadas este hijo mío —concede doña Eulalia—, ¡pero qué bien habla!»).

El coronel Servet es acorralado por jóvenes republicanos en la calle Mayor. «¡De rodillas, póngase de rodillas, señor Servet, que ahora sí que pasa la bandera!», le intimidan. Y Servet, temblando, se hinca de rodillas. Alfonso el Relojero, Julio Turrao y Luis Duch, el elocuente tribuno, se apartan de la cabeza de la manifestación para socorrer a su carcelero; lo levantan, le devuelven la calma, le aseguran que nada malo va a sucederle.

—Es una inversión cien por cien segura, es imposible que pierdas dinero. ¡Vamos, a no ser que quiebre la caja o haya un terremoto!

—¡Qué pesada eres! Ya te he dicho que hagas lo que te parezca con mis ahorrillos, si no me fío de ti, que eres como mi hermana, ¡más que una hermana, Mati!, ¿de quién voy a fiarme? Oye, ¿y tú no tienes que volver a Sagunto, no trabajas mañana?

—¡Mañana y pasado y al otro! Todos los días trabajo, Flor, también los fines de semana. No te imaginas la presión que me mete el director de Zona, me llama cada dos por tres para saber cómo va la cosa. Ser directora de sucursal es un trabajo precioso pero una responsabilidad muy grande. ¿Me estás echando? ¿Quieres que me vaya?

—Yo no te echo, yo nunca echo a nadie, pero te comunico que es mi hora de meditar, si quieres meditar conmigo, adelante, y si no…

—¿Y qué haces cuando meditas? ¿Le das vueltas a las cosas? ¿Piensas en lo que has hecho bien y en qué te has equivocado? Yo lo hago siempre, después de apagar el ordenador, paso cinco minutos, ¡o más!, en mi despacho, a solas, haciendo balance de la jornada, y en una libretita que tengo me pongo una nota, del uno al diez, y luego me marco los deberes, las metas para el día siguiente. Lo aprendí en un curso de liderazgo.

—¡Meditar no tiene nada que ver con eso! Meditar es dejar libre la mente, ¡que fluyan y se vayan los pensamientos! Hago limpieza de… mi conciencia, mi alma, llámalo como quieras. Y entonces… No te rías, por favor, de lo que te voy a decir. Cuando medito yo… hablo con los Seres de Luz, Mati, me comunico con ellos, recibo sus enseñanzas, sus indicaciones. Les hablo de ti, les digo que me preocupas, que vives en la Oscuridad y desearía que vieras la Luz, si no en esta vida, en otra.

—¡A mí déjame tranquila! ¡Yo no quiero saber nada de tus seres luminosos! Y te prohíbo que les hables de mí. ¡Menuda cotilla!

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