Valor

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Siente nostalgia de aquellas tardes, aquellas noches gloriosas cuando era la estrella de la discoteca y al acabar, aun con ropa normal y sin el maquillaje de fantasía, era reconocida en la pista por sus admiradores, que le pedían su amistad en Facebook, ¿qué haces el sábado que viene?, ¿puedo invitarte a una copa? Cuando eres gogó ligas lo que quieres, decía Alba, ¿por qué no te aprovechas? Porque la niña es fiel a Óscar, aunque no esté segura de que Óscar piense en ella o la considere su novia, pese a que se comportó como si lo sintiera, que la niña era suya y le pertenecía, la noche en que lo volvió a ver, o fue él quien la vio a ella y la persiguió hasta la puerta del baño y la agarró del brazo y le pidió cuentas por su vacile allá arriba con los dos chicos gogós, un par de tiarrones musculosos, con los pectorales pringados de aceite. «Eres una descarada —le dijo Óscar—, les metes el culo en el paquete, ¡cómo te sobras!», y ella no le soltó, como hubiera debido, «¿y a ti qué te importa? ¿Acaso eres mi novio?», la cogió tan de improviso, fue tan grande el deleite y la sorpresa por el reencuentro después de tantos días soñando con ello, que se acobardó, «¡pero si son gays! —se justificó—, ¿no te has dado cuenta?», y hubiera querido decirle me alegra mucho verte, estás más guapo con el pelo como lo llevas ahora y… ¡Ya no llevo brackets!, puedes besarme con lengua, pero no tuvo coraje, se limitó a mirarlo con lo que ella creía era una mirada lánguida, sexy, incitadora, y él le preguntó «¿Y ahora qué te pasa? ¿Estás cabreada? —Y antes de que Mar pudiera aclarar la confusión, le dio la espalda, murmuró—: Voy a por una copa», y la dejó ahí plantada y no lo ha vuelto a ver a Óscar, no se ha atrevido a regresar a la disco por miedo a que Alba se haya ido de la lengua y haya estado contando cosas de su madre, la conoce bien, es una chismosa.

Por eso, porque la conoce, la niña le confiaba muchos secretos pero no todos. Por ejemplo, Alba no sabe que a ella Cari le pagaba treinta euros por sesión, mientras que a Alba no le daba más que vales para un par de copas y aun gracias. Pero la niña estaba dispuesta a compartir con Alba todas sus ganancias, los trescientos euros que tiene ahorrados (contando lo que le debe su padre), para cuando fueran las dos a Ibiza, a hacer de gogós en Pachá o en Amnesia. Y allí, en Ibiza, donde veranean los famosos, alguien (un actor, un cantante, un DJ o un director de cine) la descubriría (es probable que se enamorara de Mar y tal vez ella le correspondiera. Óscar comprendería, demasiado tarde, que había dejado escapar al amor de su vida). ¡La niña daría el salto a la televisión! Y sería famosa, se pasaría el día firmando autógrafos a sus fans con una sonrisa (aunque en privado confesaría a sus íntimos: «¡No puedo más, me duele la mano de tanto firmar!»), y se pondría una gorra con visera cuando fuera a un restaurante para no ser reconocida, en vano, porque un enjambre de paparazzi la esperaría en la calle. Del brazo de su no menos famoso novio, saldría del local con la cabeza baja, la mano ante el rostro, para evitar el deslumbramiento de los flashes. «No voy a hacer declaraciones —advertiría a los periodistas y suplicaría a los fotógrafos—: ¡Fotos no, por favor! Es una velada íntima.» Aunque pensar en ello ahora es soñar.

La primavera ha venido

del brazo de un capitán.

Cantad niñas, en corro:

¡Viva Fermín Galán!

No hay ciudad española que no tenga su avenida, su parque, su plaza o su calle de Fermín Galán, retratos suyos adornan las escuelas, los ministerios, los ayuntamientos republicanos, su tumba, visitadísima, rebosa de ramos de flores que nunca se marchitan. Ni en sueños hubiera podido imaginar su gloria póstuma el bizarro capitán Galán, de cuya amistad se precia Luis Duch. «Y yo telefoneé a Galán y le dije… Y Fermín me contestó: “estoy contigo, Luis, te agradezco lo bien que lo organizas todo”…», se jacta Luisito ante la respetuosa y entusiasta tertulia del bar Galán. A nadie se le oculta que, a su manera, él también es un héroe. ¿Valió o no la pena esa rebelión tan criticada? Si no fuera por los valientes que salieron a la calle en Jaca y que vertieron su sangre por la causa, ¿habría ahora República en España?

—No pueden ser mártires —opina José María Lacruz—, serán lo que quieras, pero mártires no, otra cosa: para ser mártir hay que creer en Dios y morir por él, Galán y García Hernández murieron precisamente para acabar con Dios, los cardenales, los obispos y los frailes, ¡con todas las sotanas!

—Y con el rey, los banqueros, los terratenientes… ¡Y los caciques! —apunta Luis Duch, al tiempo que saluda con el sombrero a su tío Juan, el cacique de Jaca, quien se pasea acompañado del canónigo de la catedral—. Aunque llevas razón, Galán y García Hernández no son mártires: son más. El mártir no arriesga nada o bien poca cosa, unos años de vida a cambio de la eternidad, morir por la fe no es un sacrificio sino un negocio, un trato, «yo te ofrezco, Señor, mi cuerpo perecedero, y tú me premias con las prebendas del cielo». Sólo quien no cree en el más allá es un verdadero héroe, ofrece su vida, todo lo que tiene, a cambio de… —Luisito no sabe cómo seguir: ¿a cambio del polvo, la podre, el olvido? ¡No, el olvido no, Galán y García Hernández no pueden ser más recordados! Pero ya no están; la gloria póstuma, ¿de qué les vale? A cambio de nada, piensa, eso es tener valor, eso, ser un héroe: dar todo lo que tienes, lo único que tienes, ¡a cambio de nada!, pero no lo dice, por pundonor, por inercia, lo que dice es—: ¡A cambio de la libertad para España!

Es todo un orador. Y un político, aspirante a diputado. Esta mañana ha acompañado a su madre a la plaza de Biscós, donde se ha celebrado la fiesta mística de la veneración de los restos de santa Orosia. Por la tarde, ha acudido a la misma plaza con diferente propósito. Ha dado un mitin con sus compañeros de la Candidatura de la Insurrección: Francisco Galán, hermano de Fermín, el capitán (o excapitán) Salinas y el ingeniero Cárdenas. Mañana doña Eulalia podrá leer la crónica del evento en El Pirineo Aragonés, donde se dejará constancia de la vehemencia de su hijo y se afirmará que «su oratoria radicalísima» fue escuchada con avidez y correspondida con muchos aplausos. ¿Qué madre no se sentiría orgullosa de tener un hijo tan brillante? Su hermano Juan, que antes reprochaba a Luisito su abulia, ahora le recrimina su actividad incesante en pro de la causa de los más radicales, ¡el caso es criticarle!

Como cuasidiputado, Luis Duch empieza a creerse sus propios discursos. Se acuerda del cabo Rodríguez y lamenta que no esté allí para poder espetarle: «¿Ves cómo no murió en vano tu capitán García Hernández?». Rodríguez abandonó el ejército y la ciudad de Jaca el mismo día de su liberación. Ha regresado a su pueblo de Huelva, al jornal y a los olivos, decidido a no tener que ver nunca más con militares ni con sublevaciones, pero el hombrecillo de los labios rosas y los pechos azules (¿y si le añado una vulva peluda?, se pregunta la niña, una pregunta retórica, porque ya se aplica a dibujarla con un rotulador verde justo allí donde termina el fajín), tiene otros planes para el excabo y para todos los españoles.

Alejandro Lerroux ganó las elecciones provinciales con 27.180 votos. ¡A Luisito Duch lo votaron 4.402 ciudadanos! No salió diputado, pero la noticia de que más de cuatro mil votantes confiaron en él le produce euforia. Le gustaría poder conocerlos a todos, darles las gracias uno a uno. Se pasea por la calle Mayor y por el paseo de Fermín Galán con otro porte, no cabe duda de que ya es alguien, un joven político con un gran porvenir. Aunque su tío no lo vea así, lo atosigue con sus recriminaciones y le emplace para que se busque un trabajo y deje de zascandilear con esos rojos. Luis Duch ya tiene un trabajo y de gran importancia: conseguida la República, traer la revolución a España. Se ha hecho comunista y tiene novia. Se llama Enriqueta y es hija de los dueños del hotel Mur. Cuando no está ocupado con el proyecto del monumento a Galán y a García Hernández (que esculpirá el artista oscense Ramón Acín, quien también participó en la rebelión de Jaca), o en Sabiñánigo, apoyando a los huelguistas, Luis Duch juega al tenis con su prometida o la visita en la sala de recibir del hogar familiar de los Leante, detrás del comedor del hotel Mur, ese establecimiento épico donde se gestó el espléndido fracaso de la rebelión de Jaca y donde Enriqueta Leante no cesa de repetirle: «¡Luisito, las manos quietas!», en las raras ocasiones en que se quedan solos, sin carabina (la madre de Enriqueta o alguna de sus tías), y Luis Duch se resigna a cruzar las manos sobre su regazo y hablarle con pasión de Rusia, la única nación libre y justa, igualitaria, del mundo. «¡Hemos de traer a los sóviets a España!», defiende con ímpetu, y su novia se estremece, ¡Dios no lo quiera! Enriqueta es una muchacha comme il faut, católica y de buena familia. Ha perdido amistades por culpa de sus amores: Luisito es un propietario, sobrino del prócer conservador local, pertenece por nacimiento a las fuerzas vivas pero… ¡es rojo! Enriqueta confía en que cuando se casen (por la Iglesia, ella no se puede casar de otro modo) su prometido cambiará, se volverá responsable, encontrará un trabajo (o, en su defecto, dejará de financiar al partido comunista), se hará un hombre, un padre de familia, y con el tiempo, los hijos y las canas, ¿quién sabe si no terminará desempeñando el cargo de cónsul de Francia cuando lo deje vacante (por defunción) su tío y se convertirá, a todos los efectos, en un pilar de la sociedad jaquesa? Enriqueta deja la labor sobre la mesa camilla, estira el brazo y, sin volver la cabeza, como ajena al audaz movimiento de su mano, con las yemas de los dedos revuelve el cabello castaño claro de su prometido, quien le agradece la caricia con ojos bovinos, para a traición abrazarla y acercar el rostro al suyo con mucho peligro, cuando una tos, un carraspeo forzado, los pasos prudentes y sonoros de la tía Piluca —que ha venido a preguntarles si tienen frío o calor y si les apetece una limonada o una taza de chocolate, ¿o quizá prefieran rezar el rosario?— impiden el pecado. Luis Duch Lacasa, el revolucionario que pagó con prisión la asonada de Jaca, se acobarda y se arruga ante una beata.

Fue hasta allí y no se atrevió. Le llevaba de regalo un estuche de maquillaje profesional, que le había costado treinta euros («para que no me vuelvas a pedir mis pinturas», le diría, como le hubiera dicho antes de que dejaran de ser amigas, una manera de pedirle hacer las paces sin tener que decirlo), se había vestido de fiesta para desesperación de su madre («¿Quieres hacer el favor de salir del baño? Llevas media hora encerrada. No me canso de repetírtelo, cuanto más te maquillas, más fea estás. ¡Una niña de quince años no necesita maquillaje!»), lo tenía todo previsto, llamaría al interfono y alguien le abriría, no Alba, puede que Richi o alguna amiga, Alba estaría demasiado ocupada recibiendo felicitaciones y regalos y se pondría lívida cuando la viera, pero no tendría el valor de increparla: «¿Y tú qué haces aquí? ¿Quién te ha invitado a mi fiesta de cumpleaños?», no delante de todos. Mar no la besaría ni le echaría los brazos al cuello, como habría hecho cuando eran íntimas, se limitaría a desearle «feliz cumpleaños» y le daría el paquete; cuando Alba lo abriera, medio en broma medio en serio le diría eso de «para que no me pidas más mis pinturas» y Alba comprendería que… No se atrevió. Fue hasta allí. Las puertas del balcón del piso de Alba estaban abiertas y desde lejos, desde bastante lejos, se oían las voces, la música, el barullo de la fiesta, todo era tal como ella había imaginado y, sin embargo… No llamó. Se quedó en la calle y cuando llegó un grupo de gente que conocía, un par de tías del cole y dos chavales del instituto, se escondió detrás de una furgoneta, como si les tuviera miedo, como si estuviera haciendo algo malo. Tiene el regalo de Alba guardado en un cajón, todavía sin abrir, con su envoltorio y su lazo y un adhesivo dorado, con purpurina, que dice: FELICIDADES.

—¡Hay que quemar más conventos! ¡Que no quede ni uno en pie! ¡Hemos de librarnos de una vez por todas de esa canalla con sotana! —vocifera Luis Duch ante un público adicto, que aplaude y jalea cada una de sus frases: «¡Sí, señor, así se habla! ¡A la guillotina con la clerigalla!». El mitin es un éxito. Luisito regresa a su casa henchido de orgullo y esperanza; son pocos todavía, cuatro gatos (pero selectos) los camaradas, los comunistas de Jaca. Confía en que pronto serán más y algún día verá cumplido su sueño de una España soviética, en la que el proletariado, los trabajadores, serán los amos, los dictadores (eso de la República y la democracia ha resultado un gran fiasco, vuelven a mandar los de siempre, los banqueros, los obispos, los reaccionarios). Tiende su sombrero y su gabardina a Sagrario, la criada, y asciende ligero los peldaños que lo conducen al primer piso, donde le espera su madre, preocupada.

—Los rojos están quemando conventos otra vez, ahora en Asturias —le informa alarmada—. ¡No hago más que rezar a la Santísima Trinidad! Tengo miedo, Luisito. ¿Qué va a pasar?

Su hijo la tranquiliza, le da su palabra de que en Jaca no arderá ninguna iglesia, nadie tocará un pelo a un cura, a una monja, a un seminarista, «yo respondo de ello, madre, no sufra».

La niña vuelve a llorar, pero esta vez con causa, sufre: porque no tiene amigas, porque está sola, porque no ha vuelto a ver a Óscar, porque se va a perder el concurso de gogós, porque su madre no le deja teñirse de rubia, la ha obligado a borrarse de Facebook y si supiera que la niña hace de gogó, también se lo prohibiría… ¡Es una tirana! En ese momento le viene a la memoria quién era Franco, y con rabia, porque le recuerda a su madre y a su encierro y a todo lo que le desasosiega, difumina con la tinta negra de su rotulador el retrato de ese mamarracho y también el texto que circunda la foto, pronto la página entera no es más que una mancha oscura, húmeda de lágrimas que no se molesta en enjugar y que caen a plomo sobre el libro abierto, le gusta la idea de su rostro enrojecido, hinchado por el llanto, como esa actriz (¿cómo se llamaba?, ¿cuál era?) que lloraba a mares en aquella película cuando su novio le dijo que tenía cáncer, la viva imagen de la desesperación, eso es lo que quisiera captar con su iPhone. Se hace la foto sin levantar la mirada (estará fea con los ojos rojos) y luego echa un vistazo a la pantalla mientras se sorbe los mocos, se lleva una decepción y borra la foto.

—Chico, la verdad es que me decepcionó —confía Juan Lacasa a su primo—. Ni son jóvenes ni son francesas. Se hacen llamar Cocó y Fifí, pero son de Cuenca o de Calatayud. A otros les darán gato por liebre, pero yo sé francés, ¡más que ellas! ¿Tú has estado allí?

Luisito niega con la cabeza. Su pariente le ha citado con mucho misterio en el Casino de Jaca, el de los ricos, y aunque él es rico y señorito, no deja de advertir las miradas reprobatorias que los parroquianos le lanzan sin disimulo. Se siente incómodo, algo que le sucede rara vez, y desearía que su primo hubiera elegido para su encuentro un lugar menos hostil. Sabe que Juan no le ha pedido verse con él para hablarle del nuevo lupanar de la calle Mayor y espera con estoicismo el momento en que se dejará de rodeos y le endosará el sermón.

—Tu madre anda diciendo que recibió a la Pasionaria en vuestra casa. ¡Se deshace en elogios! Le admira lo educada y lo formal que es, que vista de luto y que no blasfemara ni le rompiera ninguna figurita de santos o de vírgenes… ¡Y afirma que estuvieron rezando el rosario juntas! ¿Es cierto?

—No rezaron el rosario, que yo sepa —responde Luisito con diplomacia.

—¡Cómo se te ocurre llevar a Pasionaria a casa de mi tía! ¿Es que no tienes decencia?

Luisito tiene la sospecha de que todos los cavernícolas del casino aguzan el oído para no perderse la reprimenda que se dispone a propinarle su primo, pero no por ello pierde la compostura ni la blanda sonrisa. Comprende que a su primo (y a su tío, y a toda la familia) le mortifique (les indigne) que se haya hecho comunista, pero no, no puede conformarse con ser sólo socialista, sus ideas son más radicales, ¿acaso no puede tener ideas propias sin desdoro de la familia? Y tampoco ve contradicción alguna entre ser rico y comunista, o entre no tener oficio conocido y propugnar la dictadura de los trabajadores, el marxismo es más complejo que eso. ¿Ha leído su primo El Capital? «¡Por supuesto que no!» (Luisito no ha llegado más allá de la página 25, pero ése es un secreto hasta para Enriqueta). ¿Y el Manifiesto Comunista? ¿Lo ha hojeado siquiera? «¡Me ofendes, Luis, con sólo suponerlo!» Luisito opina que su primo no debe sentirse ofendido, él, un ateo, puede recitar de corrido el catecismo del padre Astete y no cree que ello suponga ningún demérito, para poder discutir las ideas contrarias o ajenas es preciso primero familiarizarse con ellas. Engels era rico y burgués, Marx no trabajó en su vida y dependía de Engels, como él de doña Eulalia. El materialismo dialéctico (que procede de Hegel, un filósofo alemán muy burgués y muy serio) explica la evolución de la historia con una teoría… Ahorra a su primo detalles sobre la Alienación de los trabajadores, la Superestructura, la Infraestructura, la Plusvalía y la Praxis, su expresión fúnebre y el tabaleo impaciente de sus dedos sobre el velador le impulsan a ser conciso. El cambio es racional, explica, se desarrolla conforme a una ley que puede plasmarse en un esquema: primero viene la tesis, que es la afirmación de una realidad, a continuación la antítesis, que niega la realidad anterior, a la que sigue la síntesis, la cual integra o concilia las dos realidades anteriores, o sea, «la negación de la negación: eso soy yo».

No podía negarse que había mejorado muchísimo, era un escándalo que nadie pudiera apreciarlo, que tuviera que confinar al reducido espacio de su habitación, con sus viejos peluches por todo público, sus extraordinarias aptitudes como gogó. No se cansaba de verse en la pantallita de su iPhone, pese a que el vídeo era deficiente: la cámara no abarcaba más allá del extremo de la mesa por la derecha y la mitad del calendario de la caja en la pared izquierda, por lo que parte de su elaborada coreografía se había perdido; con todo, se sentía más que satisfecha, impresionada consigo misma, esos giros, esos movimientos de brazos, esas aceleradas rotaciones de las nalgas eran propios de una gogó profesional, nadie en Sagunto era capaz de emularla. Con tenacidad y esfuerzo, practicando (a la fuerza) en su cuarto, estudiando con detalle los vídeos en YouTube de las gogós de Amnesia o Ministry of Sound, había llegado a alcanzar un gran nivel; sinceramente, no desentonaría en una discoteca de Londres o de Ibiza. O Nueva York. Si se presentara al concurso de Costa Breve ganaría de calle (si es que hay justicia en este mundo; el año anterior hubo un tongo descarado, le dieron el premio a la camarera de la barra del privé, pero este año no podrá competir: la echaron por meter mano a la caja y por tener un lío con el dueño, aunque eso último, que sabe everybody, Cari nunca lo admitió). ¡Seiscientos euros! Un pastón. Sumados a sus trescientos euros (si su padre le pagara, claro), tendría novecientos, una fortuna que le permitiría viajar a Ibiza el próximo verano (sola, sin Alba: no importa, ya tendrá dieciséis años) y consagrarse como gogó internacional.

—Te agradezco que vengas a visitarme, Luisito —le dice el tío Juan con voz acatarrada—. ¡Ya me ves, en el lecho del dolor! Tengo una gripe muy mala, que si no me cuido puede derivar en pulmonía, eso ha dicho don Ramón. Estoy fastidiado porque esta tarde tenía que intervenir en el mitin de Gil Robles.

Don José María me pidió que lo presentara, insistió mucho, ¡pero no podrá ser! Lo presentará el canónigo, Fumaral. Luis, hijo, quiero pedirte un favor.

—Lo que usted quiera, tío. Si está en mi mano, sólo faltaría. Usted es como un padre para mí, yo siento por usted un afecto grandísimo —responde el devoto sobrino.

Lo que don Juan Lacasa solicita a Luisito es que no reviente el mitin de Gil Robles. Él, don Juan, es el hombre de la CEDA en Jaca. Se llevaría un disgusto enorme si su sobrino acudiera al acto con sus amigos bolcheviques para abuchear a los oradores. Luisito abre mucho sus grandes ojos cándidos y con sincera emoción garantiza a su tío que nada debe temer de él ni de sus correligionarios. Él tiene sus ideas, su tío las suyas, que son opuestas, pero la disidencia cordial, ¡el respeto ante todo! El lazo familiar que los une es más fuerte que las veleidades políticas de cada uno. Desea a su tío una pronta recuperación, vuelve a ofrecérsele para lo que precise, se despide del enfermo y a toda prisa se dirige al teatro donde está a punto de comenzar el mitin de Gil Robles. Diez minutos después, Luis Duch y sus camaradas del partido silban, patalean y con grandes voces insultan al líder de la derecha: «¡Fascista! ¡Burgués! ¡Vaticanista!». Antes de que unos energúmenos de la CEDA los saquen a empellones, tienen tiempo de ponerse en pie y, el puño en alto, cantar, desafinando con entusiasmo, las primeras estrofas de La Internacional.

Es una canción chula, alegre, con ritmo y una letra genial. Votando por las izquierdas votaréis contra la guerra, contra el hambre, contra los jornales envilecidos, contra los ladrones y sus cómplices, ¡contra la usura y contra el caciquismo! Luisito Duch se desgañita pidiendo el voto para el Frente Popular, acompañado de Julián Borderas, Alfonso el Relojero, Francisco Lacasta, Manuel Navarro, Manuel Sender y Florentín Ara, socialistas, comunistas y republicanos de izquierdas unidos en un empeño común: terminar con el Bienio Negro, derrocar a las derechas, traer la revolución a España… Let’s paint the town / We’ll shut it down! Let’s burn the roof! And then we’ll do it again!, la niña la borda, imita a la perfección las piruetas de las bailarinas en el vídeo de The Black Eyed Peas, pero añade cosas suyas, unos visajes muy graciosos que hace, lo baila así, un poco payasa, fijo que las chicas que se presentan al concurso de esta noche optan por el reggaeton, y si hay una latina, dominicana o colombiana o de por allí, no hay nada que hacer, estás perdida, aprenden a menear el culo de recién nacidas. Si ella concursara, elegiría I gotta feeling y arrasaría, puede que Óscar vaya esta noche al Costa Breve, puede que ya esté allí, imaginándose que la niña va a concursar, igual va por eso, sólo para verla, y después, cuando ella baje del escenario con su premio (el dinero y ¿unas flores?, ¿un trofeo?, ¿las dos cosas?) y se mezcle con el público en la pista, él se abrirá paso entre la multitud que la engullirá para darle la enhorabuena, piropearla y hacerse fotos con ella, y la apartará, se la llevará cogiéndola por los hombros como si fuera suya, como si le perteneciera, y le dará un beso, esta vez sí, con lengua… I gotta feeling that tonight’s gonna be a good night / That tonight’s gonna be a good, good night! / Tonight’s the night, let’s live it up! / Let’s do it, let’s do it, let’s do it, let’s… La duda es cada vez más acuciante, menos duda, más posibilidad y tentación e impulso irresistible y ¿por qué no?

Bajo la nube negra que lo cubre y oculta en el libro de historia, el general Franco («Franquito», como lo llama el general Mola) sopesa las circunstancias, la oportunidad, las garantías que le ofrecen y resuelve sus dudas: lo hará.

Irá al concurso de gogós; le queda media hora para maquillarse y vestirse y bajar, corriendo, a Puerto Ocio. Su madre, cuando vuelva, no entrará en su habitación y si lo hace y la pilla, ¡qué más da!, mañana no la verá, su madre irá a la caja muy temprano y a la niña la recogerá su padre y para cuando regrese… ¡que la castigue! Ya está castigada, o sea que da igual y, de otro lado, ¿quién es su madre para reprocharle que salga de noche? ¿Dónde está ella, su madre? Por ahí, con un hombre, a punto de follar o puede que follando, le da risa y también lástima, no se imagina a su madre follando, no le pega.

Jump off the sofa, let’s get, get off

Look at her dancing, just take it off

Let’s do it, let’s do it, let’s do it again

Party every day, p-p-party every day

Monday, Tuesday, Wednesday and Thursday

FRIDAY

La sublevación militar contra el gobierno republicano del Frente Popular estaba prevista para el sábado 18 de julio de 1936, pero a causa de una filtración se adelantó un día. El viernes 17 de julio por la tarde, los oficiales de Melilla se levantaron en armas contra el gobierno de Santiago Casares Quiroga (a quien siempre pillaron con sueño las revueltas militares. Informado del alzamiento, dijo: «Si ellos se han levantado, yo me voy a acostar», y se metió en la cama). La sublevación se hizo en nombre del comandante en jefe del Protectorado de Marruecos, el general Francisco Franco, quien se hallaba en Canarias con la excusa de asistir a un funeral y en la madrugada del sábado 18 de julio se trasladó hasta Tetuán en un aeroplano Dragon Rapide. En el libro de historia de la niña se recogen estos datos (el modelo del aeroplano, por alguna razón, va impreso en tinta azul), que la niña debería haber memorizado para su examen del lunes, pero que no sólo desconoce, por no haber leído la lección, sino que difícilmente conocerá, pues ha emborronado la página de tal forma que las líneas del texto son ilegibles. Piensa en ello con algo parecido a la compunción pero se consuela prometiéndose copiar (se sentará junto a Ruth, su amiga inteligente) o apañarse de algún modo si se ve apurada, mientras se maquilla con las pinturas del estuche que había comprado para Alba (ya era hora de que las usara) y echa de menos la copa de cacaolat con vodka, le tiembla el pulso de miedo y excitación y ya ha tenido que rehacer tres veces la raya del ojo izquierdo, ¡como si le sobrara el tiempo!

El 18 de julio, toda España estaba enterada de que la Legión y el ejército se habían sublevado en Marruecos «para salvar a la República» del gobierno del Frente Popular. Ese sábado por la tarde se celebró una reunión en el Ayuntamiento de Jaca, que apenas comenzada suspendió el alcalde, Julián Mur, alarmado por las noticias. No sabía el alcalde, ni sabían los concejales, que aquella sesión permanecería para siempre suspendida y que sigue pendiente de conclusión.

Todos los jaqueses (todos los españoles) tienen el oído pegado a la radio. En los cafés, en los bares, hombres inquietos comentan lo sucedido. Una muchedumbre se congrega en la puerta del ayuntamiento, reclamando armas para defender la República de los que quieren salvarla.

—¡Julián, armas! ¡Julián, armas!

Ya de madrugada, Julián Mur, el alcalde, llama al cuartel de la Victoria; el coronel le asegura que tanto los oficiales como los soldados del regimiento siguen siendo fieles al gobierno republicano.

—¡Todo por la República! —dice Julián Mur.

—¡Todo por la República! —se despide el coronel.

Horas más tarde, Julián Mur recibe una llamada de la policía, la cual le informa de que en Huesca se ha señalado una hora para el levantamiento militar: las seis de la mañana. La actividad es febril esa madrugada; antes de la hora fatídica, el alcalde ha requisado armas y municiones de los comercios de caza, se han recogido cincuenta fusiles de la comandancia de Carabineros y se ha ordenado, por teléfono o telegrama, a los carabineros y a la Guardia Civil de la comarca que se personen, armados, en Jaca.

Aún es noche cerrada. El alcalde vuelve a telefonear al coronel.

—Aquí el alcalde. ¿Sigue el regimiento al servicio del gobierno de la República, como usted nos dijo, señor coronel? Le advierto que tenemos rodeado el cuartel para defender la República.

—¡Estoy con todo el mundo, pero usted queda destituido!

Alborea. Luis Duch, sentado a una mesa en el zaguán del ayuntamiento, lleva el registro del reparto de armas: con letra pulcra anota en unas cuartillas la numeración de los fusiles y el nombre de los ciudadanos que los reciben. Cada voluntario dispone de cincuenta balas. Los defensores de la República, que se aprestan a enfrentarse a sus salvadores, suman apenas ochenta hombres; son muchos más los voluntarios que las armas con que cuentan.

En uno de los bandos —el ejército— todo estaba preparado anticipadamente; en el otro, improvisado; la ofensiva no cambió de campo ni por un momento. En el primer bando, un ejército bien equipado, moviéndose fácilmente en manos de sus generales; en el otro, unos jefes que van a su pesar hacia adelante, empujados por el ímpetu de un pueblo mal armado. Son reflexiones de Karl Marx sobre el golpe militar del general O’Donnell en 1856, que también valdrían para el de los generales Mola, Sanjurjo y Franco en 1936, y si don Carlos no estuviera pendiente de otras cosas, se congratularía de su atinado juicio, de su presciencia, pero la niña lo tiene hechizado. Bakunin hace rato que se ha ido y Marx sigue allí, en el cuarto, viendo cómo Mar se viste y desviste aceleradamente, deleitándose en los fugaces vislumbres de sus breves pechos, sus nalgas jóvenes. A la niña no le convence ninguno de los vestidos y conjuntos que se prueba, ni siquiera la minifalda de cuero negro (pero cuero de verdad, no polipiel) de su madre, le viene grande… Marx se esfuerza en transmitirle un mensaje, reprochable en un revolucionario: «No vayas, no salgas, quédate», le ha tomado afecto a la niña, quiere evitar su desgracia, pero Mar no repara en él y aún menos lo escucha (y si pudiera escucharle, no le haría caso), pasa primero un pie, luego el otro, por los panties de red (Round and round, up and down, around the clock!), y pese a que el tiempo apremia (clock, clock, clock, clock, clock!), y en realidad no importa lo que se ponga con tal de dejar a la vista un buen pedazo de escote, el vientre y las piernas, se demora un instante en bajar el volumen de la música, sería un incordio que justo ahora viniera la vecina.

Luis Duch no salió, se quedó en el ayuntamiento. Algunos opinaban que era una locura intentar resistir. «Se hará lo que se pueda», decidió el resto, y encabezados por el alcalde, Julián Mur, el diputado provincial, Custodio Penarrocha, el Esquinazau, flamante comunista, y Julián Borderas, por los socialistas, los ciudadanos armados fueron a tomar posiciones en las calles de Jaca. Luis Duch se quedó porque no quería matar a nadie y, ¡sobre todo!, tenía una madre.

Los Carabineros los abandonaron. La Guardia Civil los imitó. A media tarde sonaron los primeros disparos. El ayuntamiento bullía de obreros ansiosos por empuñar un fusil, una pistola, una escopeta de caza, pero no eran los defensores de la República quienes efectuaron los disparos, sino los cómplices de sus salvadores: los tiros procedían del seminario conciliar, de la torre de la iglesia del Carmen… Era el canónigo, Luis Fumaral, quien disparaba, y un procurador de derechas y el administrador de un aristócrata… Buscaban persuadir a los soldados de que eran «los otros» quienes hacían fuego, para obligarlos a salir del cuartel en defensa del orden republicano.

En el patio del cuartel de la Victoria la compañía está formada.

«¡Atención!», grita el coronel, muy nervioso. El comandante Pareja, que se muestra templado (es el contacto en Jaca de los insurrectos), se dispone a leer una proclama, junto a un soldado que enarbola la bandera republicana y un teniente que se cuadra.

Se oyen disparos, proceden de Jaca.

El coronel improvisa una arenga apresurada, «patria», «orden», «peligro», son algunas de las palabras que los soldados alcanzan a distinguir en su faramalla, para concluir: «La República está en peligro. ¡Nuestra obligación es defenderla!».

Y sucede lo inevitable: paisanos y militares se enfrentan en el espacio delimitado entre la avenida de Marcelino Domínguez y el paseo Galán. Los civiles llevan las de ganar, hasta que se quedan sin munición y huyen a la desbandada. Diez hombres han muerto, ocho de ellos, militares.

El nuevo poder militar toma el ayuntamiento. Persuade con pistolas a los vecinos para que abran ventanas y persianas y los obliga a escuchar la lectura del bando que declara el Estado de Guerra, culminada con estentóreos vivas a la República y a España. La Guardia Civil y los Carabineros no pierden tiempo en ponerse al servicio de la nueva autoridad. Una moto con sidecar, que transporta a un oficial y a dos guardias civiles, se pierde rauda por la carretera hacia la frontera del Portalet. Va en persecución del depuesto alcalde, Julián Mur, y del diputado socialista Julián Borderas, quienes se han dado a la fuga tras comprobar que Huesca también se halla en manos de los golpistas y, de nuevo, «no hay nada que hacer».

Todos los civiles que han participado en la inútil defensa de Jaca se aprestan a la huida: Francia está cerca.

Uno de ellos, Joaquín Palacio, fue a despedirse de su hermano Teodoro, quien se encontraba en prisión por haber participado en los disturbios de mayo y que suplicó a su hermano que le abriera la puerta y le permitiera huir con él, pero Joaquín se negó: la revuelta sería pronto sofocada y dado que Teodoro no había participado en la refriega con los militares, estaría más seguro en prisión.

Tras dejar a su hermano, Joaquín Palacio fue en busca de su amigo Luis Duch e intentó convencerlo de que partiera con él en un auto.

—No, no me voy —dijo Luis Duch—. No he cogido ningún arma y no tengo nada que temer. Si me voy, pensarán que he estado disparando. Además, mi madre se quedaría sola y ya sabes cómo es. Se moriría del disgusto.

Teodoro Palacios sería fusilado. En cuanto a Luis Duch… Sus tíos Juan y José María, sus primos Juanito y Generoso, intentaron en vano persuadirle de que aceptara el dinero que le ofrecían, se pusiera en camino en su Citroën 15 y se refugiara en Francia.

—No me voy —se reafirmó Luisito—. Yo no he matado a nadie. Esta vez son ellos, no yo, los sediciosos. Yo he sido leal, me he limitado a defender al legítimo gobierno republicano. No tengo nada que temer.

Toda la noche sonaron las descargas. Jóvenes falangistas y miembros del antiguo Somatén, armados por los militares, no dejaron dormir a la población de Jaca. Los jaqueses pasaron la vigilia escuchando la emisora UNIÓN RADIO, de Sevilla, desde la que el general Queipo de Llano alentaba a los sublevados, animándoles «¡A matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción sobre vosotros!».

Siguiendo las instrucciones del general Mola, partidario de «llevar las cosas hasta el final, hasta el aplastamiento del adversario» y de una guerra sin cuartel, «que tiene que acabar con el exterminio de los enemigos de España» (y quien definió el arte de la guerra como «el medio de juntar veinte hombres contra uno y, a ser posible, matarlo por la espalda»), el recién instaurado gobierno militar de Jaca detuvo preventivamente a todos los vecinos mayores de dieciséis años, sospechosos de haber colaborado con el anterior gobierno republicano o con los sindicatos.

A Luis Duch no. Anduvo medio escondido, pero no lo buscaron: era un señorito. En España, a los poderosos, a los ricos, a los señoritos, nunca les pasa nada. Y quizá por eso, porque se creía invulnerable, protegido por la densa malla de las relaciones familiares, de los intereses y las lealtades caciquiles, fue por lo que se presentó, voluntariamente, en el ayuntamiento, para entregar la lista de los ciudadanos a los que había entregado armas en la madrugada del 19 de julio. Pero la lista era falsa: Luisito había sustituido los nombres de los paisanos presos por los de otros que habían logrado huir. Buscaba salvar a los detenidos, quizá, también, salvarse: lo prendieron.

Media Jaca estaba en la cárcel: quinientos detenidos se repartían entre la prisión y el fuerte del Rapitán, otros trescientos fueron recluidos en el Seminario Conciliar. De esos ochocientos hombres, fueron quince los elegidos, Luis Duch uno de ellos: al atardecer del día 27 de julio fueron trasladados desde la cárcel al fuerte del Rapitán, que se alza sobre el monte del mismo nombre, al norte de la ciudad. (A Luis Duch le resultaba familiar, estuvo destacado allí como soldado, en tiempos de Alfonso XIII. Todavía se conserva su uniforme, que formó parte, muchos años después —o mucho antes, si Flor no yerra y el pasado, el presente y el futuro son un batiburrillo inextricable— de la exposición «Uniformes de ayer», en la Ciudadela de Jaca.)

Luis Duch no era tan ingenuo o necio como algunos suponían; cuando decidió acudir al ayuntamiento con la lista manipulada, era consciente del riesgo que corría, entraba dentro de su cálculo que pudieran detenerlo, pero confiaba en que la asonada de los militares de derechas no triunfaría. En el peor de los casos, él sufriría una reclusión temporal, que su madre aliviaría con sus cestas diarias de comida. Y cuando lo llamaron, junto con los otros presos, pensó que iban a liberarlo. Ya en los calabozos del fuerte de Rapitán, comenzó a inquietarse. De los quince trasladados, sólo dos eran militares: el músico mayor, capitán Sánchez, y el sargento de Infantería, Julio Caujapé, los otros eran civiles, como él. «A ti no te va a pasar nada —le decían sus compañeros de calabozo—. A nosotros nos van a fusilar, pero contigo no se atreverán.» Luisito fingía estar en desacuerdo, «yo correré el mismo destino que vosotros —les aseguraba—, no admitiré otra cosa»; tal vez recordaba la figura de Galán y quería emularlo, pero en su interior concordaba con ellos: a él, don Luis Duch Lacasa, propietario, no iban a fusilarlo.

Su tío Juan Lacasa Sánchez Cruzat apoyaba el golpe, era un «hombre de orden», pero la noticia de la detención de su sobrino lo desesperó. Esta vez era distinto, eso era algo de lo que no se había percatado Luisito, esta vez el asunto era grave. Acudió al cuartel de la Victoria, se entrevistó con el coronel:

—Luisito ha cometido una imprudencia —admitió—, pero tiene buen fondo. Es hijo único, mimado por una madre, mi hermana Eulalia, que lo adora y le consiente todos los caprichos. Es flojo de carácter y no ha sabido elegir sus amistades, radicales, bolcheviques, ¡rojos!, pero mi sobrino no ha empuñado ningún arma, no tiene deudas de sangre. Yo respondo, coronel, de que tan pronto lo liberen, lo ataré en corto, no cometerá más desatinos.

El coronel le instó a que lo acompañara. Lo condujo a una sala donde Juan Lacasa vio alineados ocho ataúdes: dentro, los militares muertos el día 19 de julio por disparos de las armas que repartió Luisito. Con un gesto de la mano, el coronel señaló los ataúdes y dijo:

—Me pide algo que no le puedo dar.

Pero Juan Lacasa porfió y en la tarde del 27 de julio un carcelero llamó a Luis Duch: tenía visita. Sus compañeros de celda se despidieron de él, daban por descontado que el señorito comunista iba a ser excarcelado. El carcelero lo llevó hasta un despacho, donde aguardaba su visitante:

—Ave María Purísima, hijo mío. Dios te guarde.

El padre Juan Barberá, un sacerdote amigo de la familia, lo recibió con semblante grave. Luis Duch estaba desconcertado: esperaba encontrar a su tío o a uno de sus primos, no a ese cura al que no tenía ninguna simpatía.

—¿Ya sabe mi tío Juan que estoy aquí? ¿Y mi tío José María? ¿Ya lo saben mis primos?

Tres veces preguntó Luis Duch por sus parientes. El padre Barberá no satisfizo su curiosidad, venía con un propósito serio, trascendental. Le dio a entender que su situación era difícil. No podía esperar salvación en este mundo, por lo que era apremiante que se congraciara con Aquel que tiene la prerrogativa de conceder la salvación eterna. Lo conminó a confesarse, a rezar el padrenuestro, a comulgar por última vez.

—¡Váyase por donde ha venido! —Le despidió, furioso, Luisito.

Los sacaron del calabozo cuando aún estaba oscuro. Los alinearon en el glacis, bajo el relente, y temblaron de frío los reos en esa madrugada de julio. Para conferir a la ejecución visos de legalidad, en ausencia de juicio o de sentencia de muerte, un juez militar, el capitán Fernando Díaz O’Dena, presidió el acto, asistido del capitán médico (quien no iba a tener ocasión de prestar sus servicios, no se cura a los muertos: su cometido era firmar los certificados de defunción). No podía faltar a los prisioneros el auxilio espiritual de la Iglesia católica, que les ofrecieron el capuchino padre Hermenegildo de Fustiñana y el sacerdote Carlos Quintanilla. Fueron pocos los que recibieron, con unción, los santos sacramentos. Luis Duch dio la espalda de forma ostentosa al padre Hermenegildo cuando éste lo llamó por su nombre hasta tres veces: siguió fumando con expresión tranquila, casi insolente.

Los soldados del piquete (vigilados de cerca por un grupito de falangistas y requetés armados, no fuera a ser que aquéllos flojeasen y se negaran a disparar) se apostaron ante los reos. El capitán voceó las órdenes preliminares. Luisito arrojó al suelo su cigarro, dio un paso adelante, gritó «¡Viva la República!», y antes de que la colilla dejara de humear ya había muerto.

Tres soldados del pelotón se desmayaron.

Juan Lacasa telefoneó al fuerte de Rapitán para preguntar por su sobrino; le respondieron que podía ir a recoger su cadáver. Envuelto en sábanas, sus primos lo cargaron y lo bajaron a pie hasta el cementerio, donde estuvieron velándolo toda la noche. Entre plegaria y plegaria, una duda los carcomía: ¿Sabía Luisito que habían intercedido por él? ¿Que habían intentado salvarlo? Los alegres disparos de los cachorros falangistas que celebraban su victoria por las calles de Jaca puntearon las dudas y las avemarías.

Fue un alivio para la familia que, tras enconada negociación, la curia permitiera que Luisito, un ateo recalcitrante, reposara en sagrado. Los demás ejecutados fueron enterrados en cajones y en la fosa común; Luisito, en un ataúd de categoría y en un nicho. Otro privilegio que le fue otorgado fue el de encabezar la lista de fusilados del día 28 de julio:

N.º

Nombre y apellidos

Edad

Fecha

Otros datos

1

Luis Duch Lacasa

30

28-07-1936

propietario

El resto de ejecutados eran obreros, labradores, militares y artesanos.

Don Juan Lacasa protestó con tal vehemencia contra el fusilamiento de su sobrino, que pese a ser «uno de los suyos», la autoridad militar lo sometió a arresto domiciliario.

Nadie más osó alzar la voz, presentar una queja; si habían matado a Luis Duch Lacasa, nada ni nadie iba a detenerlos.

Luisito dejó una carta a su novia. Años después (o mucho antes, o en el preciso instante en que Luisito caía fulminado, o ahora mismo, ¡el tiempo es un verdadero lío!) la novia/viuda quiso mostrársela a un joven alférez, sobrino de Luisito, que residía en el hotel Mur y también se llamaba Luis y era alto y corpulento, quizá por eso le cobró especial afecto. En la carta, explicó doña Enriqueta, su prometido le anunciaba que moría por coherencia con sus ideas y le escribía otras cosas (¿declaraciones de amor?, ¿ternezas?) que el bisoño alférez nunca llegó a saber. Alegó premura («tengo revista en el cuartel») y se fue, casi a la carrera, a la plaza de la catedral, donde iba a encontrarse con una francesita. Enriqueta Leante no se casó. Vistió hábito los últimos años de su vida y cuando salía a pasear por las calles de Jaca, acompañada de alguna sobrina, no dejaba de señalar: «En aquella esquina solía esperarme Luis…».

«¡El pobre Luisito!», decía, suspirando, la sobrina.

Eulalia Lacasa, inquieta por la prolongada ausencia de su hijo, pidió razón de él a sus familiares y conocidos. Nadie se atrevía a confesarle la verdad y un médico compasivo ideó una argucia. Le dijo que Luis estaba exiliado en la isla de Fernando Poo, con buena salud y excelente ánimo, aguardando el momento propicio para regresar a España. Hasta su muerte, tres años más tarde, Eulalia Lacasa mandó poner plato y cubiertos para Luisito en la mesa todos los días. La alcoba del hijo estaba siempre aseada, las sábanas del lecho, limpias. Cada noche le calentaban la cama, le dejaban un vaso de leche en una repisa y un candil sobre la mesa de luz, por si volvía de improviso. Toda Jaca colaboró en la conspiración, nadie tuvo el valor, o la crueldad, de desengañarla y concurrían con ella en que, el día menos pensado, Luisito reaparecería.

El régimen del general (¡Generalísimo!) Franco se incautó de los bienes del ejecutado; las leyes de los gobiernos militares son tan justas y necesarias, que entran en vigor antes de haber sido dictadas (si es que hay un antes y un después y si no siguen rigiendo ahora).

La niña inspecciona su cuarto por última vez. Comprueba que desde el pasillo, al abrir la puerta de la habitación a oscuras, el bulto que forman sus peluches dentro de las sábanas remeda al de una persona. Es perfeccionista, el león que le regaló Flor por su quinto cumpleaños ocupa la cabecera; en la penumbra, la melena del muñeco podría pasar por la suya. Ya en el ascensor, repara en que ha olvidado cerrar el libro de historia: si su madre entra en su habitación, su cólera alcanzará cotas insospechadas cuando descubra su torpe artimaña y el destrozo en el libro de historia, la negra página.

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