Valor

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Capítulo 7

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Capítulo 7

A ellos acudo, en ellos confío:

Hermano Plomo y Hermana Acero.

SIEGFRIED SASSOON, «EL BESO», EL VIEJO CAZADOR Y OTROS POEMAS.

La primera vez que Val vio un cadáver fue en el centro comercial situado junto a la casa de su padre, cuando tenía doce años. Arrojó una moneda a la fuente que había en la zona de restaurantes y pidió unas zapatillas de correr. Al cabo de un rato, se lo pensó mejor y regresó corriendo para tratar de recuperar su moneda y anular el deseo. Pero lo que vio, flotando sobre el agua estancada, fue el cuerpo inerte de un gorrión. Metió una mano para sacarlo y le chorreó agua del pico, como si fuera una taza. Olía fatal, como cuando dejas un trozo de carne en la nevera para que se descongele y te olvidas de que está ahí. Se quedó mirándolo unos segundos antes de comprender que estaba muerto.

Mientras corría por las calles y atravesaba el puente de Manhattan, envuelta en nubecillas de vaho, pensó en ese pajarillo ahogado. Ahora había visto dos muertos.

El portal mágico situado bajo el puente se abrió del mismo modo que la última vez, pero cuando se adentró en el oscuro rellano, comprobó que no estaba sola. Alguien estaba bajando por las escaleras, pero hasta que la vela que llevaba en las manos arrancó un destello de los aros plateados que llevaba en el labio y en la nariz, y hasta que hizo brillar el blanco de sus ojos, no se dio cuenta de que era Luis. Pareció tan sobresaltado como ella y, bajo esa luz titilante, también exhausto.

—¿Luis? —preguntó.

—Esperaba que te hubieras largado. —Luis empleó una voz susurrante e implacable—. Esperaba que te hubieras vuelto con tus papaítos a la periferia. Es lo único que sabéis hacer las catetas de Jersey: huir cuando las cosas se ponen feas. Venir de excursión a la gran ciudad y luego volver corriendo a casa.

—Que te jodan —le espetó Val—. No sabes nada sobre mí.

—Tú tampoco sabes un carajo sobre mí. Crees que te he tratado mal, pero no he parado de salvarte el culo.

—¿Qué problema tienes conmigo? ¡Me odias desde el momento en que aparecí!

—Los amiguitos de Lolli siempre revuelven la mierda, y eso es justo lo que has hecho tú. Y aquí me tienes, recién interrogado por un trol cabreado por vuestra puta culpa. ¿Cuál crees tú que es mi problema?

Val se puso furiosa. Le ardió el rostro, pese al frío que hacía en la escalera.

—Esto es lo que pienso: que lo único que tienes de especial es la visión extrasensorial. Echas pestes de los feéricos, pero te encanta ser el único capaz de verlos. Por eso te mueres de celos cada vez que alguien más habla con ellos.

Luis se quedó mirándola como si le hubiera arreado una bofetada.

Val comenzó a soltar palabras en tromba por la boca, antes de que fuera consciente siquiera de lo que iba a decir:

—Y también creo algo más. Es posible que las ratas puedan abrirse camino a mordiscos a través del cobre o lo que sea, pero el único motivo por el que sobreviven es porque hay miles y miles de ellas. Eso es lo que las hace tan especiales: que follan sin parar y tienen millones de ratitas.

—Basta —dijo Luis, que alzó una mano como si quisiera repeler las palabras de Val. Bajó el tono de voz, mientras su ira se disipaba como si fuera el aire de un globo pinchado—. Vale. Sí. Para Ravus y el resto de los feéricos, los humanos no somos más que eso: criaturas patéticas que procrean a saco y se mueren tan deprisa que no hay manera de distinguir unas de otras. Oye, he perdido la cuenta del tiempo que he pasado respondiendo preguntas después de beberme una especie de mejunje tóxico que me obligaba a decir la verdad. Y todo porque Lolli y tú os colasteis aquí. Estoy cansado y cabreado. —Se frotó el rostro—. No eres la primera chica descarriada que Lolli invita a casa, ¿vale? No tienes ni idea de dónde te estás metiendo.

Val se inquietó al percibir ese repentino cambio de tono en Luis.

—¿Qué quieres decir?

—Hubo otra chica hace un par de meses. Una vagabunda que Lolli decidió traer al subsuelo. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de inyectarse las pociones. Lolli y esa chica, Nancy, querían pillar droga, pero no tenían dinero. Así que Lolli empezó a enumerar qué más cosas podrían pincharse y acabaron metiéndose parte de la sustancia de una de las entregas de Dave. De repente, comenzaron a hablar como si vieran cosas que no estaban allí. Y, peor aún, Dave también empezó a ver movidas. A Nancy la atropelló un tren, y no dejó de sonreír hasta el momento en que la arrolló.

Val apartó la mirada de la titilante vela, hacia la oscuridad.

—A mí eso me parece un accidente.

—Pues claro que fue un puto accidente. Pero a Lolli le encantaba esa basura, incluso después de lo que pasó. Convenció a Dave para que se la metiera.

—¿Lolli sabía lo que era? —preguntó Val—. ¿Sabía lo de los feéricos? ¿Y lo de Ravus?

—Claro que lo sabía. Le conté a Dave lo de Ravus, porque es mi hermano, aunque sea un idiota. Él se lo contó a Lolli, porque ella es una tocapelotas y él haría cualquier cosa con tal de impresionarla. Y Lolli se lo contó a Nancy, porque es incapaz de cerrar la puta boca.

Val oyó la risa quebradiza de Lolli en su mente.

—¿Qué más da que vaya contándolo por ahí?

Luis suspiró.

—Mira esto. —Señaló hacia la pupila lechosa de su ojo izquierdo—. Es asqueroso, ¿verdad? Un día, cuando tenía ocho años, mi madre me llevó al mercado del pescado de Fulton. Decidió comprar unos cangrejos de concha blanda. Se puso a regatear con el pescadero, porque le encantaba negociar los precios, y yo vi a un tipo que cargaba con un puñado de pieles de foca ensangrentadas. El tipo se dio cuenta y sonrió de oreja a oreja. Sus dientes parecían los de un tiburón: diminutos, afilados y separados entre sí.

Val se aferró a la barandilla, la pintura se descascarilló bajo sus uñas.

—«¿Puedes verme?», me preguntó, y como yo era un canijo idiota, asentí. Mi madre estaba a mi lado, pero no se enteró de nada. «¿Me ves con los dos ojos?», quiso saber el tipo. Me puse nervioso, y ese fue el único motivo por el que no le dije la verdad. Me señalé el ojo derecho. El tipo soltó las pieles, que produjeron un sonido viscoso y desagradable al caer unas encima de otras.

Empezó a chorrear cera por un lateral de la vela y se derramó sobre el pulgar de Luis, pero no torció el gesto, ni cambió el modo de sujetarla. Siguió cayendo más cera, formando un goteo constante sobre las escaleras.

—El tipo me agarró del brazo y me presionó el ojo con el pulgar. Su rostro no cambió de expresión mientras lo hacía. Me dolió tanto que empecé a gritar, y fue entonces cuando mi madre se dio la vuelta y por fin me vio. ¿Y sabes lo que pensaron el pescadero y ella? Que me reventé el puto ojo yo solo. Que choqué con algo. Que me cegué yo mismo.

A Val se le erizaron los pelillos de los brazos y un escalofrío le recorrió la espalda, el mismo que sentía cuando estaba asustada de verdad. Pensó en las pieles de foca de esa historia, en el cadáver de la sirena que había visto junto al río, pero no llegó a ninguna conclusión, salvo que no había escapatoria posible frente al horror.

—¿Por qué me lo cuentas?

—Porque estar en mi pellejo es una putada —respondió Luis—. Un paso en falso y decidirán que ya no necesito el otro ojo. Por eso no da igual ir contándolo por ahí.

»Dave y Lolli no lo entienden. —Luis se inclinó hacia ella y empezó a susurrar—. Se dedican a tontear con esa droga, a robarle a Ravus, cuando se supone que estoy saldando una deuda con él. Y encima te traen a ti. —Hizo una pausa, pero Val percibió un gesto de pánico en su mirada—. Estás removiendo la mierda. Lolli no hace más que empeorar.

El trol apareció en lo alto de las escaleras y miró a Val. Su voz resonó grave y profunda, como el redoble de un tambor:

—No se me ocurre ningún motivo para que hayas vuelto. ¿Querías algo?

—La última entrega —dijo Val—. ¿Era para una… sirena? Pues está muerta.

Ravus se quedó callado, mirándola. Val tragó saliva.

—Y parecía que llevaba muerta una temporada.

El trol comenzó a bajar por las escaleras, envuelto en el aleteo de su levita.

—Muéstramelo.

Sus facciones cambiaron conforme se acercaba, el verdor de su piel se fue desvaneciendo, sus rasgos se transformaron hasta que pareció un ser humano, un joven desgarbado apenas un poco mayor que Luis, un joven con unos ojos dorados y extraños, con el pelo negro y desgreñado.

—No te has cambiado los… —dijo Val.

—Así funciona el hechizo —repuso Ravus, interrumpiéndola—. Siempre queda algún indicio de lo que eras. Unos pies torcidos hacia atrás, una cola, una espalda ahuecada. Algún atisbo de tu verdadera naturaleza.

—Yo me largo —dijo Luis—. De hecho, ya me estaba yendo.

—Luis y yo hemos mantenido una interesante conversación sobre ti y sobre las circunstancias de nuestro encuentro —dijo el trol. Resultaba desconcertante escuchar esa voz tan grave y sonora provenir de un chico tan joven.

—Así es —dijo Luis, con una media sonrisa—. Él conversó. Yo me humillé.

Aquello hizo sonreír a Ravus, pero incluso bajo esa apariencia humana, sus incisivos parecían un poco más largos de la cuenta.

—Creo que esta muerte también te concierne, Luis. Aguántate el sueño un poco más y vamos a ver qué averiguamos.

Cuando llegaron Ravus, Val y Luis, lo único que sonaba en la ribera eran las olas al romper contra las piedras de la orilla. El cadáver seguía allí, con el pelo flotando como si fueran algas, con unas gargantillas de conchas, perlas y erizos de mar enredadas alrededor de su cuello, como si fueran sogas bien prietas. Tenía el rostro tan pálido que parecía el reflejo de la luna en el agua. Unos peces diminutos nadaban a toda velocidad alrededor del cuerpo, entraban y salían de sus labios entreabiertos.

Ravus se arrodilló, sostuvo la cabeza de la sirena entre sus largos dedos y la levantó. La boca de la sirena se abrió un poco más, mostrando unos dientes finos y traslúcidos que parecían compuestos de cartílago. Ravus acercó tanto su rostro al de la sirena que, por un momento, pareció que fuera a besarla. En vez de eso, la olisqueó un par de veces antes de volver a dejarla apoyada en el agua con suavidad.

El trol miró a Luis con gesto sombrío, después se quitó la levita y la desplegó sobre el suelo. Se giró hacia Val y dijo:

—Si la agarras de la cola, podremos colocarla sobre la levita. Necesito llevarla a mi lugar de trabajo.

—¿La han envenenado? —preguntó Luis—. ¿Sabes qué fue lo que la mató?

—Tengo una teoría —respondió el trol. Se apartó el pelo con una mano mojada, después se adentró en las aguas del East River.

—Yo te ayudo —dijo Luis, que hizo amago de acercarse. Pero Ravus negó con la cabeza.

—No puedes. Todo ese hierro que insistes en llevar puesto podría quemarle la piel. No quiero contaminar las pruebas más de lo que ya estén.

—El hierro me protege —replicó Luis, tocando el piercing que llevaba en el labio—. Un poco, al menos.

Ravus sonrió.

—Como mínimo, te librará de participar en esta tarea tan desagradable.

Val se adentró en el agua y levantó la resbaladiza cola, que tenía las puntas raídas como un tejido deshilachado. Las escamas centellearon como plata líquida mientras se desprendían y se le pegaban en las manos. Parte del costado de la sirena estaba en carne viva, allí donde los peces habían empezado a alimentarse de ella.

—Qué espectáculo tan cruel nos toca presenciar —dijo una voz procedente del valle situado entre los montículos.

—Greyan. —Ravus miró hacia las sombras.

Val reconoció a la criatura que se aproximó: era el fabricante de maniquíes de la barba verdosa. Por detrás de él aparecieron otros feéricos a los que no conocía, individuos con largos brazos y manos renegridas, con ojos de pájaro, rostros felinos, alas raídas que eran tan finas como el humo y radiantes como las luces de neón de un letrero lejano.

—Otra muerte —dijo uno de ellos, seguido de un leve murmullo.

—¿Qué has venido a entregar esta vez? —inquirió Greyan. Se oyó un estallido de risitas nerviosas.

—He venido a ver qué podía descubrir —replicó Ravus.

Le hizo un gesto a Val. Juntos, depositaron el cuerpo sobre la levita. Val sintió nauseas cuando comprendió que ese olor a pescado provenía de la carne que tenía entre las manos. Greyan dio un paso al frente, sus cuernos eran blancos bajo la luz de las farolas.

—Y mira lo que se ha descubierto.

—¿Qué estás insinuando? —inquirió Ravus. Con su disfraz de humano, se lo veía alto y espigado, pero no parecía rival para el corpulento Greyan.

—¿Acaso niegas que eres un asesino?

—Basta —dijo otro de los feéricos, una voz surgida de entre las sombras, unida a lo que parecía ser un cuerpo largo y espigado—. Conocemos a Ravus. Ha preparado pociones inofensivas para todos nosotros.

—¿De verdad lo conocemos? —Greyan se acercó un poco más, y de los pliegues de su gabardina de cuero agrietada extrajo dos hoces con el filo de bronce. Las cruzó sobre su pecho, como si fuera un faraón embalsamado—. Se fue al exilio a causa de un asesinato.

—Ten más consideración —dijo una criatura diminuta—. ¿O quieres que nos juzguen a todos por el motivo de nuestro exilio?

—Ya sabes que no puedo rebatir la acusación de asesino —dijo Ravus—. Como también sé que es una cobardía amenazar con una espada a alguien que ha jurado no volver a empuñar ninguna.

—Bonito discurso. Te crees que sigues siendo un cortesano —dijo Greyan—, pero tu labia no te servirá de nada aquí.

Una de las criaturas sonrió a Val con malicia. Tenía ojos de loro y la boca repleta de dientes serrados. Val se dio la vuelta y recogió un trozo de tubería de entre las rocas. Estaba tan fría que le quemó los dedos.

—No quiero pelear contigo —le dijo el trol a Greyan, alzando las manos.

—Pues peor para ti.

Greyan atacó a Ravus con una hoz. El trol la esquivó y le arrebató una espada de la mano a otro feérico, sujetándola por el filo. Empezó a chorrearle sangre por la palma de la mano. Esbozó una mueca, que bien pudo ser de placer, y su hechizo se desvaneció como si hubiera caído en el olvido.

—Necesitáis mis pociones —bramó Ravus.

Contrajo el rostro a causa de la ira, sus rasgos se volvieron temibles, sus colmillos se introdujeron en la carne de su labio superior. Se lamió las manchas de sangre, sus ojos emitieron un destello que contenía tanta rabia como júbilo. Aferró con más fuerza el filo de la espada, que se le hincó más a fondo en la piel.

—Las ofrezco sin cobrar nada, pero, aunque yo fuera el envenenador, aunque tuviera el capricho de matar a uno de los cientos de individuos a los que ayudo, aun así, me deberíais la vida.

—Yo no le debo la vida a nadie.

Greyan atacó a Ravus con sus hoces. El trol giró la empuñadura de la espada para frenar la tentativa. Los dos giraron en círculos, intercambiando golpes. El arma de Ravus estaba desequilibrada por sujetarla del revés, y su sangre la dejó resbaladiza. Greyan asestaba golpes rápidos con sus hoces de bronce, pero Ravus los repelió todos.

—¡Ya basta! —gritó Greyan.

Un feérico que tenía una cola larga y enroscada se acercó a toda velocidad y sujetó a Ravus de un brazo. Se acercó otro más, empuñando un cuchillo plateado con forma de hoja.

En ese momento, Greyan descargó un golpe dirigido hacia la muñeca de Ravus, y Val reaccionó sin pensar. Su instinto tomó el mando. En su mente se mezclaron todos los entrenamientos de lacrosse con las partidas a los videojuegos, y le golpeó en el costado a Greyan con la tubería. Cuando el tubo impactó, se produjo un chisporroteo, olió a carne chamuscada y Greyan perdió el equilibrio momentáneamente. Después se giró hacia ella y descargó un golpe con las dos hoces de bronce a la vez. Val apenas tuvo tiempo de alzar la tubería para protegerse del impacto, que arrancó unas chispas del metal. Se echó hacia un lado y Greyan la miró con asombro, antes de clavarle las dos hoces en la pierna.

Val sintió un frío que se extendió por su cuerpo, los ruidos de fondo se desvanecieron hasta convertirse en murmullos. La pierna no le dolía demasiado, aunque sus desgarrados pantalones de camuflaje empezaron a mancharse de sangre.

En la vida anterior de Val, aquella en la que era una flipada del deporte que no creía en las hadas, Tom y ella jugaban a la consola y pasaban el rato en el sótano amueblado de la casa de él, después de clase. Su juego favorito era Almas vengadoras. El personaje de Val, Akara, tenía una cimitarra curva, un movimiento especial que le permitía rebanarles la cabeza a tres oponentes al mismo tiempo, y un montón de puntos de salud. Aparecían reflejados en la parte superior de la pantalla, en forma de esferas azuladas que se volvían rojas con un chasquido a medida que herían a Akara. Eso era lo máximo que pasaba. Akara no bajaba el ritmo cuando la herían, no se tambaleaba, ni gritaba, ni se desmayaba.

Val sí hizo todas esas cosas.

Alguien la agarró con fuerza de los brazos. Val notó unas uñas que se le hincaban en la piel. Le dolió. Le dolía todo. Abrió los ojos.

Había un joven de pie junto a ella, pero al principio no lo reconoció. Val retrocedió, alejándose de él. Entonces vio el pelo de color azabache, los labios hinchados y el contorno dorado de unos ojos. Luis estaba al fondo.

—Val —dijo Luis—. Es Ravus. Ravus.

—No me toques —dijo ella, deseando que cesara el dolor.

El trol esbozó una sonrisa agridulce cuando apartó las manos de ella.

—Podrías haber muerto —susurró Ravus.

Val lo tomó como un indicio positivo de que en realidad no se estaba muriendo.

Val se despertó, calentita y amodorrada. Por un momento, creyó que estaba de vuelta en su cama, en su casa. Se preguntó si se habría quedado dormida y se habría perdido las clases. Entonces pensó que a lo mejor había estado enferma, pero cuando abrió los ojos, vio la luz titilante de unas velas y un techo alto y sombrío sobre su cabeza. Estaba envuelta en un capullo hecho con mantas que olían a lavanda, sobre una pila de cojines y alfombras. En lo alto, el zumbido constante del tráfico semejaba el traqueteo de la lluvia.

Se incorporó sobre un codo. Ravus estaba apostado ante su mesa de trabajo, troceando un bloque de alguna sustancia oscura. Val lo observó durante un rato, se fijó en la precisión con la que empuñaba el cuchillo, después sacó una pierna del interior de las mantas. No llevaba pantalones y tenía el muslo vendado, envuelto en hojas, entumecido.

Ravus la miró de reojo y dijo:

—Ya te has despertado.

Val se ruborizó, le avergonzó pensar que fue él quien debió de quitarle los pantalones, que estaban mugrientos.

—¿Dónde está Luis?

—Ha regresado a los túneles. Te estoy preparando un brebaje. ¿Crees que podrás beberlo?

Val asintió.

—¿Es una especie de poción?

—Solo es cacao —repuso el trol con una risita.

—Ah —dijo Val, sintiéndose ridícula. Volvió a observarlo—. No llevas la mano vendada.

Ravus alzó la palma de la mano, que estaba intacta.

—Los trols nos curamos rápido. Soy duro de pelar, Val.

Ella se quedó mirando su mano, la mesa llena de ingredientes, y negó con la cabeza.

—¿Cómo funciona esa magia? ¿Cómo tomas objetos corrientes y los vuelves mágicos?

Ravus le lanzó una mirada penetrante y luego siguió troceando aquel bloque marrón.

—¿Eso es lo que crees que hago?

—¿Me equivoco?

—No hago que las cosas se vuelvan mágicas —dijo—. Podría hacerlo, quizá, pero no con potencia ni cantidad suficiente. Eso estaría fuera de mi alcance, y del alcance de cualquiera que no sea un noble o dama de la Corte Suprema de Faerie. Estas cosas… —Deslizó una mano sobre la mesa de trabajo, sobre los trocitos endurecidos de chicle, sobre una variedad de latas y envoltorios, sobre las colillas con restos de pintalabios—. Estas cosas ya son mágicas. La gente las ha hecho así. —Cogió el envoltorio plateado de un chicle—. Un espejo que nunca se agrieta. —Cogió entonces un pañuelo de papel con unos labios marcados—. Un beso que nunca termina. —Cogió un cigarrillo—. El aliento de un hombre.

—Pero los besos y los espejos tampoco son mágicos.

Ravus se rio al oír eso.

—Entonces, ¿no crees que un beso sea capaz de transformar a una bestia o reanimar a los muertos?

—¿Y me equivoco?

—No —repuso Ravus, con su ironía habitual—. Tienes mucha razón. Pero, por suerte, esta poción no pretende hacer ninguna de esas cosas.

Val sonrió. Pensó en la atención que prestaba a todas las miradas de Ravus, a sus suspiros, a los cambios sutiles en su rostro. Pensó en lo que podría significar eso y se puso nerviosa.

—¿Por qué siempre tienes ese aspecto? —preguntó—. Podrías ser como quisieras. Parecerte a quien quisieras.

Ravus frunció el ceño, soltó el mortero y rodeó la mesa. Val sintió un escalofrío que solo en parte fue de terror.

Era muy consciente de que estaba recostada en la que debía de ser la cama de Ravus, pero no quería salir de allí sin pantalones.

—Ah, ¿te refieres al hechizo? —Ravus titubeó—. ¿Para tener un aspecto menos aterrador? ¿Menos espantoso?

—Tú no eres… —comenzó a replicar, pero el trol alzó una mano y la interrumpió.

—Mi madre era muy hermosa. Aunque, sin duda, mi concepto de la belleza es más amplio que el tuyo.

Val asintió sin decir nada. No quería pararse a pensar demasiado en su concepto de belleza. Siempre había considerado que tenía uno bastante limitado, en el que se incluía a su madre y a otras personas que ponían demasiado empeño en parecer atractivas. Siempre había tenido una imagen despectiva de la belleza, como si para alcanzarla tuvieras que renunciar a alguna otra cosa vital.

—Tenía témpanos de hielo en el pelo —prosiguió Ravus—. Lo tenía tan frío que se formaba escarcha, apelmazando sus trenzas hasta formar unas joyas cristalinas que tintineaban entre sí cuando se movía. Tendrías que haberla visto bajo la luz de las velas. El hielo se iluminaba como si estuviera hecho de fuego. Es mejor que no pudiera exponerse a la luz del sol…, pues habría cegado al mismísimo cielo.

—¿Por qué no podía exponerse a la luz?

—Es algo inherente a mi especie. El sol nos convierte en piedra, y nos quedamos así hasta que cae la noche.

—¿Duele?

Ravus negó con la cabeza, pero no respondió.

—A pesar de toda esa belleza, mi madre nunca le mostró su verdadero aspecto a mi padre. Él era mortal, como tú, y cuando estaba con él siempre empleaba un hechizo. También estaba guapa hechizada, desde luego, pero era una belleza deslucida. Mis hermanos y hermanas…, también teníamos que usar el hechizo.

—¿Tu padre era mortal?

—Sí. Se extinguió tan rápido como el suspiro de un feérico. Eso es lo que mi madre solía decir.

—Entonces, ¿eres…?

—Un trol. La sangre feérica corre por mis venas.

—¿Tu padre sabía lo que era ella?

—Hacía como si no supiera lo que éramos, pero debió deducirlo. Como mínimo, debió de sospechar que no éramos humanos. Tenía un aserradero donde talaba y secaba la madera de los cientos de acres de árboles que poseía. Fresnos, álamos, abedules, robles, sauces. Enebros, pinos, tejos.

»Mi padre tenía otra familia en la ciudad, pero mi madre hacía como si no lo supiera. En mi casa se fingía mucho. Mi madre se aseguraba de que la madera de mi padre fuera fina y plana. Estaba bien cepillada y no se deformaba ni se pudría.

»Los feéricos… no hacemos nada con moderación. Cuando amamos, nos entregamos a fondo. Así lo hizo mi madre. Pero, a cambio, le pidió que hiciera sonar una campana en lo alto de la colina para avisarla de que venía. Un día, mi padre se olvidó de tocar la campana.

El trol se levantó y se acercó a la leche hirviendo, para luego servirla en una taza de porcelana. Val percibió un aroma a chocolate y canela.

—Nos vio tal y como éramos en realidad. —Ravus se sentó a su lado, su larga gabardina negra se desparramó por el suelo—. Entonces huyó y no regresó jamás.

Val cogió la taza que le ofrecía y probó un sorbito. Estaba tan caliente que se quemó la lengua.

—¿Y qué pasó luego?

—Mucha gente se habría conformado con que la historia terminara ahí. Lo que pasó luego es que todo el amor de mi madre se convirtió en odio. Desde entonces, sus hijos ya no significaron nada para ella, salvo para recordarle a él.

Val se puso a pensar en su madre, en que nunca había cuestionado que la quería. Por supuesto que quería a su madre…, pero ahora la odiaba. Le pareció injusto que pudiera pasarse de un extremo al otro tan fácilmente.

—Su venganza fue terrible. —Ravus se miró las manos y Val recordó cómo se las había herido al sujetar aquella espada por el filo. Se preguntó si su ira sería tan grande que no reparó en el dolor. Se preguntó si amaría del mismo modo que lo hacía su madre.

—Mi madre también era muy guapa —dijo Val.

Quiso añadir algo más, pero aquel sorbo de chocolate caliente le provocó una modorra tan agradable que se quedó dormida una vez más.

Val se despertó al oír unas voces. La mujer de las pezuñas de cabra estaba allí, hablando con Ravus en voz baja.

—Si fuera un perro callejero, podría llegar a entenderlo —dijo—. Pero ¿esto? Eres un blandengue.

—No, Mabry —repuso Ravus—. No lo soy. —Miró en dirección a Val—. Creo que quiere morirse.

—Quizá puedas ayudarla, después de todo —dijo Mabry—. Se te da bien ayudar a morir a los demás.

—¿Has venido con algún propósito, aparte de echarme en cara mis trapos sucios? —inquirió el trol.

—Eso sería motivo suficiente, pero se ha producido otra muerte —repuso Mabry—. Una feérica acuática del East River. Un humano encontró su cuerpo, pero los cangrejos lo habían devorado hasta tal punto que no creo que se monte un gran revuelo.

—Eso ya lo sé —repuso Ravus.

—Sabes demasiado. Los conocías a todos. A todas y cada una de las víctimas —dijo Mabry—. ¿Eres el asesino?

—No —respondió el trol—. Todos los muertos eran exiliados de la Corte Luminosa. Alguien más habrá reparado en eso.

—Los envenenaron —dijo Mabry—. Eso es lo que ha advertido la gente.

Ravus asintió.

—Percibí en la sirena un olor a raticida.

Val se cubrió con las mantas para reprimir un grito.

—Los feéricos te consideran responsable —prosiguió Mabry—. Es demasiada coincidencia que todos los muertos sean clientes tuyos y que murieran horas después de recibir una entrega de uno de tus mensajeros humanos.

—Tras el fracaso del tributo en la Corte Nocturna, docenas de feéricos montaraces debieron de salir del territorio de Nicnevin. No entiendo que la gente considere más probable que me haya convertido en un envenenador.

—Ahora es el territorio de lord Roiben. —La voz de Mabry denotaba una emoción que Val no pudo identificar—. Mientras Silarial le permita conservarlo.

Ravus se sorbió la nariz. Val creyó identificar en él algo que no había percibido antes. Iba vestido con una levita, pero estaba demasiado nueva como para provenir de la época que representaba. Se dio cuenta de que era un disfraz, y de pronto tuvo la certeza de que Ravus era mucho más joven de lo que ella pensaba. No sabía cómo envejecían los feéricos, pero le pareció que el trol se estaba esforzando mucho por parecer sofisticado delante de Mabry.

—Me da igual quién sea el señor o la señora de la Corte Nocturna en este momento —dijo Ravus—. Por mí, que se maten entre ellos y que nos dejen en paz de una vez.

Mabry lo miró con gesto sombrío.

—No dudo que ese sea tu deseo.

—Voy a enviarle un mensaje a lady Silarial. Ya sé que ignora a los feéricos que vivimos tan cerca de las ciudades, pero ni siquiera ella podrá mostrarse indiferente ante el asesinato de varios exiliados de la Corte Radiante. Seguimos estando dentro de su territorio.

—No —se apresuró a decir Mabry, modificando su tono—. No creo que sea buena idea. Convocar a la nobleza empeoraría las cosas.

Ravus suspiró y miró hacia el lugar donde Val estaba acostada.

—Me cuesta creerlo.

—Espera un poco más antes de enviar ningún mensaje —dijo Mabry.

El trol volvió a suspirar.

—Has sido muy amable al venir a alertarme, al margen de lo que pienses de mí.

—¿Alertarte? Solo he venido a regodearme —replicó Mabry, antes de salir de la habitación. Se oyó el traqueteo de sus pezuñas escaleras abajo.

El trol se giró hacia Val y dijo:

—Ya puedes dejar de fingir que estás dormida.

Val se incorporó, frunciendo el ceño.

—Mabry no te cae bien —dijo Ravus, que se mantuvo de espaldas a ella. Val deseó poder ver la expresión de su rostro; su voz resultaba difícil de interpretar—. Pero yo tengo la culpa de que esté atrapada en esta ciudad que apesta a hierro. Y tiene otros motivos, aún mejores, para odiarme.

—¿Qué motivos?

Ravus ondeó la mano por encima de una vela y con el humo formó el rostro de un joven, demasiado hermoso como para ser humano.

—Este es Tamson —dijo.

Un cabello pajizo se desplegó sobre el cuello de la figura, dejando su rostro al descubierto, con un peinado tan desenfadado como su sonrisa.

A Val se le cortó el aliento. Nunca había visto emplear un hechizo de ese modo.

El resto de Tamson se formó a partir de la nada. Iba ataviado con una armadura que parecía compuesta de corteza, áspera y salpicada de musgo. Llevaba la espada de cristal colgada a la cintura, parecía líquida, como agua obligada a mantener una forma insólita.

—Fue mi primer y mejor amigo en la Corte Radiante. No le importaba que yo no pudiera tolerar el sol. Me visitaba en la oscuridad y me contaba historias graciosas sobre lo ocurrido a lo largo del día. —Ravus frunció el ceño—. Me pregunto si mi compañía le resultaría agradable.

—Entonces, ¿la espada de cristal era suya?

—Es un objeto demasiado refinado para mí —repuso el trol.

Al lado de Tamson, apareció otra figura neblinosa. A Val le resultó familiar, aunque tardó un rato en identificarla. Era una feérica con el cabello castaño y salpicado de tonos verdosos, como el manto de hojarasca de un bosque, y por debajo de su vestido rojo asomaban unas pezuñas de cabra. Estaba cantando una balada. Su voz, sonora y gutural, entonaba esa letra como si fuera una promesa. El trol señaló hacia ella.

—Mabry, la amante de Tamson.

—¿También era tu amiga?

—Lo intentó, creo, pero no era fácil tratar conmigo.

La figura hechizada de Tamson le apoyó una mano en el brazo a Mabry, y ella se giró hacia él, interrumpiendo su cántico. Por encima de su hombro, la imagen humeante de Tamson se quedó mirando a Ravus, con unos ojos que ardían como tizones.

—Mi amigo no paraba de hablar de ella. —El trol esbozó una sonrisa.

La figura etérea de Tamson dijo:

—Su cabello es del color del trigo en plena canícula, su piel es del color de los huesos, sus labios son rojos como granadas.

Val se preguntó si Ravus consideraría certeras esas descripciones. Se mordió el interior del carrillo.

—Tamson quería impresionarla —prosiguió el trol—. Me dijo que me conchabara con él para poder demostrarle su destreza en un duelo. Soy alto y supongo que puedo parecer feroz.

»La lucha es el deporte favorito de la reina de la Corte Radiante. Organizaba torneos donde los feéricos podían demostrar sus habilidades. Yo era un recién llegado a la corte y no me gustaba demasiado competir. Me deleitaba con mi trabajo, con mi alquimia.

»Era una noche calurosa, lo recuerdo bien. Estaba pensando en Islandia, en los fríos bosques de mi juventud. Mabry y Tamson habían estado cuchicheando. Le oí decir a mi amigo: «Te vi con él».

»Ojalá supiera qué fue lo que vio Tamson, aunque me lo puedo imaginar. —Ravus se giró hacia las ventanas cubiertas por mantas—. Los feéricos no hacemos las cosas a medias, tenemos un carácter caprichoso. Cada emoción es un trago que debemos apurar hasta el final, pero a veces creo que nos agrada lo amargo tanto como un dulce. En la Corte Radiante, que Mabry hubiera flirteado con Tamson y lo amara, no significaba que no pudiera flirtear con nadie más.

»La armadura de Tamson fue tallada a partir de un trozo de corteza, fue hechizada para volverla más resistente que el hierro. —Ravus se quedó callado, cerró los ojos y empezó de nuevo—. Era mejor espadachín que yo, pero se distrajo, y yo golpeé primero. La espada atravesó la corteza como si fuera de papel.

Val vio cómo se asestaba el golpe en el humo hechizado de la vela. La armadura desmenuzada alrededor del filo, el gesto de sorpresa de Tamson, el grito de Mabry que resonó en el ambiente, agudo y repentino, como si se hubiera dado cuenta de lo sucedido un segundo antes que los demás. El eco de ese grito hechizado resonó por la polvorienta estancia.

—Cuando lucho, lucho como un trol. Me invade la furia. Puede que otro hubiera podido refrenar su golpe, pero yo no. Aún sostenía la empuñadura de mi espada, como si la tuviera soldada a la mano y no pudiera soltarla. Parecía como si alguien hubiera pintado de rojo el filo.

»¿Por qué anularía el hechizo de su armadura? —Ravus la miró, y por un momento, Val pensó que quizá estuviera esperando una respuesta. Después miró hacia la pared y el hechizo de la vela se desvaneció—. Pero tuvo que hacerlo él. Nadie más tenía motivos para desearle la muerte. —La voz de Ravus se tomó áspera y susurrante—. Yo sabía que estaba afligido, se le notaba en la cara. Pensé que se le acabaría pasando… Y, egoístamente, me alegré de que Mabry le hubiera decepcionado. Echaba de menos su compañía, pensé que Tamson volvería a ser mío. Él debió de percibir esa vulgaridad en mí. ¿Por qué, si no, me habría elegido para ser el artífice de su muerte?

Val no supo qué decir. Compuso varias frases en su mente: «No fue culpa tuya. Todo el mundo tiene pensamientos horribles y egoístas. Tuvo que ser un accidente». Pero ninguna de ellas parecía significar nada. No eran más que simples palabras para romper el silencio. Cuando Ravus volvió a hablar, Val comprendió que llevaba mucho rato debatiendo consigo misma.

—Morir es un acto de mal gusto en Faerie. —Soltó una carcajada adusta—. Cuando dije que vendría a la ciudad, que me exiliaría aquí tras la muerte de Tamson, no pusieron objeción. No fue tanto que me culparan de su muerte, como que me consideraron mancillado por ella.

»Silarial, la reina de la Corte Radiante, ordenó a Mabry que me acompañara para que pudiéramos pasar el duelo juntos. El hedor de la muerte también se había aferrado a ella, y eso ponía nerviosos a los demás feéricos. Por eso tuvo que acompañarme, a mí, al asesino de su amante, y aquí deberá quedarse hasta que cumpla los términos de mi exilio autoimpuesto o hasta que me muera.

—Es horrible —dijo Val, pero al ver que Ravus guardaba silencio, comprendió que su comentario había sido inapropiado—. A ver, está claro que es horrible, pero me estaba refiriendo a la parte de enviar a Mabry aquí contigo. Es una crueldad.

El trol soltó un bufido que pareció una carcajada.

—Me arrancaría el corazón con tal de conseguir que el de Tamson volviera a latir en su pecho. Aunque solo fuera por un instante. Habría aceptado cualquier sentencia que me impusieran. Pero, para Mabry, sumar el castigo y el exilio al duelo tuvo que ser algo difícil de digerir.

—¿Qué se siente? Me refiero a lo de estar exiliado en la ciudad.

—Me siento abrumado por la presión constante de los olores, del ruido. Hay veneno por todas partes, y el hierro está tan cerca que me produce un hormigueo en la piel y una quemazón en la garganta. No puedo ni imaginar cómo se sentirá Mabry.

Val alargó una mano hacia él, que se la agarró y deslizó los dedos sobre sus callos. Val le miró a la cara, en un intento por transmitirle su compasión, pero el trol le estaba mirando fijamente la mano.

—¿A qué se debe? —preguntó Ravus.

—¿El qué?

—Tienes las manos ásperas —dijo el trol—. Callosas.

—Es por el lacrosse —respondió ella.

Ravus asintió, pero se le notó en la cara que no sabía de qué le estaba hablando. Val podría haber dicho cualquier otra cosa y él habría asentido del mismo modo.

—Tienes manos de guerrera —dijo al fin, y la soltó.

Val se frotó la piel, sin saber si estaba intentando eliminar el recuerdo de ese roce o recrearse en él.

—Es peligroso que sigas haciendo repartos. —Ravus se acercó a uno de sus armarios y sacó un tarro donde revoloteaba una mariposa. Después sacó un rollo diminuto de papel y escribió algo con una caligrafía minúscula—. Tengo una deuda contigo que no podré saldar fácilmente, pero al menos puedo cancelar tu promesa de servidumbre.

Val miró hacia la pared donde estaba colgada la espada de cristal, centelleando entre la penumbra, casi tan oscura como la pared que tenía detrás. Recordó la sensación de empuñar la tubería, el subidón de adrenalina y la claridad mental que experimentaba en el campo de lacrosse o durante una pelea.

—Quiero seguir haciendo entregas —dijo Val—. Hay algo que podrías hacer para compensarme, aunque no sé si querrás hacerlo. Enséñame a utilizar la espada.

Ravus alzó la mirada, interrumpiendo la labor de enrollar el pergamino y sujetarlo a la pata de la mariposa.

—Saber usarla no me ha traído más que desgracias.

Val aguardó, sin decir nada. Ravus no había dicho que no.

El trol terminó su labor y sopló, al tiempo que lanzaba al pequeño insecto hacia el aire. La mariposa emprendió un vuelo vacilante, tal vez desequilibrada por el trocito de papel.

—¿Quieres matar a alguien? ¿A quién? ¿A Greyan? ¿Acaso quieres morir?

Val negó con la cabeza.

—Solo quiero aprender. Quiero ser capaz de usarla.

Ravus asintió lentamente.

—Como quieras. Estoy en deuda contigo y tienes derecho a decidir cómo saldarla.

—Entonces, ¿me enseñarás? —preguntó Val.

Ravus asintió de nuevo.

—Te volveré tan terrible como desees.

—No quiero ser… —comenzó a decir Val, pero el trol alzó una mano.

—Sé que eres muy valiente —dijo.

—O estúpida.

—Y estúpida. Valiente y estúpida. —Ravus sonrió, pero no tardó en borrar el gesto—. Aunque nada podrá impedir que seas terrible una vez que hayas aprendido a serlo.

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