Valor

Valor


Capítulo 8

Página 11 de 18

Capítulo 8

Leche negra del alba, te bebemos por la noche,

te bebemos al amanecer y al mediodía, te bebemos

al caer la tarde,

bebemos y seguimos bebiendo.

PAUL CELAN, «FUGA DE LA MUERTE».

Dave, Lolli y Luis estaban sentados sobre una manta en el parque de hormigón, con parte de los hallazgos de Dave extendidos frente a ellos. Por debajo de la tela asomaba el cartón que habían utilizado como revestimiento para protegerse del frío que ascendía desde la acera. Dave tenía la cabeza apoyada sobre el regazo de Lolli, mientras ella jugueteaba con sus rastas, enroscándolas y frotándole las raíces. La chica hizo una pausa para quitarle una pelusilla del pelo, pellizcándola entre las uñas, después se embadurnó los dedos con cera que había en un tarro junto a su pierna. Dave abrió los ojos, luego los volvió a cerrar con un gesto de embeleso.

Lolli, que iba en chanclas, tenía los pies sucios y enrojecidos a causa del frío. Le acarició el muslo a Luis, que achicaba los ojos para leer entre la penumbra el libro que tenía delante.

—Hola, chicos —los saludó Val con timidez mientras se acercaba, como si al haber pasado dos o tres días fuera se hubiera convertido de nuevo en una extraña.

—¡Val! —Lolli se apartó de Dave, que tuvo que apoyar los codos en el pavimento para no golpearse la cabeza. Echó a correr hacia ella y la abrazó.

—¡Oye! ¡Mi pelo! —gritó Dave.

Val la abrazó a su vez, percibiendo su olor a sudor, a tabaco y a ropa sucia, y sintió una oleada de alivio.

—Luis nos contó lo que pasó. Estás loca. —Lolli sonrió, como si eso fuera un gran halago.

Val miró entonces a Luis, que alzó la vista de su libro con una sonrisa que le hizo parecer atractivo. Negó con la cabeza.

—Pues claro que está loca. Enfrentarse cara a cara contra un maldito ogro. Lolli la Chiflada, Dave el Difuso y Val la Pirada. Estáis hechos una panda de frikis.

Val hizo una reverencia, inclinando la cabeza hacia ellos, y luego se sentó en la manta.

—Querrás decir Luis el Chiflado —repuso Lolli, que le arrojó una chancla de un puntapié.

—Luis el Tuerto —añadió Dave.

—Dave el Cabeza Hueca —replicó su hermano con una sonrisita.

—La princesa Luis —dijo Dave—. El príncipe Valiente.

Val se rio, pensando en la primera vez que Dave la llamó así.

—¿Qué os parece Dave el Temible?

Luis se inclinó hacia su hermano, lo agarró por la cabeza y los dos echaron a rodar sobre la manta.

—¿Qué te parece esto? —dijo Luis—. ¡Dave el Canijo!

—Eh, ¿qué pasa conmigo? —protestó Lolli—. Yo quiero ser una princesa, igual que Luis.

Al oír eso, los chicos se separaron y se echaron a reír. Val se recostó sobre la manta y el cartón. El aire frío le erizó los pelillos de los brazos, a pesar del abrigo. Nueva Jersey le parecía muy lejana, y el instituto, un rito de paso extraño y sin sentido. Sonrió, satisfecha.

—Luis dijo que alguien cree que estamos envenenando a los feéricos —dijo Lolli, que se había echado otra manta sobre los hombros.

—O que lo está haciendo Ravus —dijo Val—. Ravus comentó la posibilidad de interrumpir los repartos. Cree que podría ser demasiado peligroso para nosotros.

—Como si le importara —replicó Luis—. Seguro que te ofreció alguna muestra grandilocuente de agradecimiento, pero para él sigues siendo una rata, Val. Una simple rata que hizo una exhibición excelente.

—Ya lo sé —mintió Val.

—Si quiere dejar de hacer repartos, es para salvar su propio culo. —Cuando Luis dijo eso, hubo algo en su expresión, quizá en la forma que tuvo de eludir la mirada de Val, que la llevó a preguntarse si estaría convencido de ello.

—Los envenenamientos tuvieron que ser cosa de Ravus —dijo Dave—. Nos puso a cumplir el trabajo sucio. No sabemos qué transportamos.

Val se giró para encararse con él.

—No lo creo. Mientras estuve allí, vino esa mujer de las pezuñas de cabra, Mabry. Ravus le dijo algo acerca de escribir a la reina luminosa. Supongo que, si la corte es como una banda, entonces la ciudad seguirá siendo territorio de la reina. Sea como sea, ¿por qué querría enviarle un mensaje si fuera culpable?

Dave se incorporó y una de sus rastas se escurrió de entre los dedos de Lolli.

—Va a echarnos la culpa. Como dice Luis: para él, somos ratas. Si hay problemas, basta con envenenar a las ratas.

Val recordó con inquietud que la sirena murió a causa de un raticida. Veneno para ratas. Sin embargo, cuando miró a Luis, este permanecía impasible, mordiendo un hilo suelto de sus guantes sin dedos.

Luis alzó la cabeza y sus miradas se cruzaron, pero no había ninguna expresión en su rostro, ni de culpabilidad, ni de inocencia.

—Es un poco raro —dijo—. Con toda esa mierda que os metéis por la nariz y por las venas, me extraña que nunca hayáis topado con el veneno.

—¿Crees que he sido yo? —inquirió Lolli.

—Eres tú el que odia a los feéricos —replicó Dave, hablando al mismo tiempo que ella, de modo que sus palabras se solaparon—. Eres tú el que ve movidas raras.

Luis alzó las manos en son de paz y replicó:

—Esperad un momento, joder. No creo que ninguno de nosotros haya envenenado a esos feéricos. Pero estoy de acuerdo con Val. Ravus me hizo un montón de preguntas la otra noche. Me obligó a… —Miró hacia Lolli con el ceño fruncido—. En parte, me interrogó porque las dos os colasteis en su guarida, pero también me preguntó directamente si yo era el envenenador, si sabía quién era, si alguien me había sobornado para hacer alguna entrega furtiva. ¿Por qué preguntaría tanto, si él hubiera liquidado a esos feéricos? No tiene por qué fingir delante de mí.

Val asintió. Aunque le reconcomía saber que lo que mató a esos feéricos fue un raticida, recordó la cara que puso Luis dentro del puente. No le costó creer que le hubiera interrogado a fondo. Por supuesto, puede que les estuvieran tendiendo una trampa; si no Ravus, cualquier otro feérico.

—¿Y si alguien se hechizó para parecerse a uno de nosotros?

—¿Por qué haría eso? —inquirió Lolli.

—Para aparentar que somos los culpables de esas muertes.

Luis asintió.

—Deberíamos interrumpir las entregas. Que el culpable de todo esto se busque a otros pringados a los que incriminar.

Dave se rascó el brazo, a la altura de unas marcas de cuchilla.

—No podemos interrumpirlas.

—No seas yonqui, joder —replicó su hermano.

—Val puede conseguir Nuncamás. ¿Verdad, Val? —le preguntó Lolli, con una mirada cargada de picardía.

—¿Qué quieres decir? —repuso ella, poniéndose a la defensiva. Se sentía culpable, pero no sabía por qué. Se fijó en el dedo de Lolli, tan recto como si nunca se lo hubieran desencajado.

—El trol te debe una, ¿no es cierto? —Lolli bajó mucho la voz, adoptó un tono casi sensual.

—Supongo. —Val recordó el olor del Nuncamás al quemarse sobre la cuchara, y sintió añoranza—. Pero ya ha saldado su deuda. Va a enseñarme a utilizar una espada.

—¿Es coña? —Dave la miró con extrañeza.

—Deberías tener cuidado —dijo Luis.

Por alguna razón, esas palabras le produjeron una inquietud que poco tenía que ver con una amenaza física. Val esquivó la mirada de Luis, se fijó en un espejo con el marco resquebrajado que estaba sobre la manta. Hacía apenas un instante, se había sentido genial, pero una desazón se había adentrado con fuerza en su corazón.

Lolli se incorporó de repente.

—¡Ya está! —exclamó, alborotando las rastas de Dave, que se menearon como si fueran serpientes rojizas—. Olvídate de todo esto. Es hora de jugar al juego de las apariencias.

—No nos queda mucho —repuso Dave, pero aun así se incorporó para recoger los objetos de la manta.

Juntos, los cuatro volvieron a atravesar la rejilla y entraron en el túnel.

Luis frunció el ceño mientras Lolli extraía la arena ambarina y sus utensilios.

—Eso no es para mortales. Lo sabes de sobra.

Entre la penumbra, Dave se acercó a la nariz un trozo de papel de aluminio y encendió un mechero por debajo, para hacer humear el Nuncamás. Inspiró hondo y miró a Lolli con solemnidad.

—Solo porque algo sea mala idea no significa que puedas dejar de hacerlo.

Miró entonces a Luis y, por la expresión que adoptó su mirada, Val se preguntó en qué estaría pensando exactamente.

—Dame un poco —dijo.

Los días transcurrieron como un sueño febril. Por el día, Val hacía repartos antes de acudir a la guarida de Ravus dentro del puente, donde el trol le enseñaba esgrima en sus sombrías estancias. Luego, por la noche, se inyectaba Nuncamás, y Dave, Lolli y ella hacían lo que les daba la gana. Después se echaban a dormir o bebían un poco para soportar el vacío que seguía al colocón, cuando el mundo volvía a asentarse sobre patrones menos mágicos.

Cada vez resultaba más difícil recordar los procesos básicos, como comer. El Nuncamás transformaba cuscurros de pan en festines repletos de viandas, pero por más que comiera, Val siempre tenía hambre.

—Enséñame cómo empuñas un palo —dijo Ravus durante la primera lección.

Val sujetó el medio palo de escoba como si fuera un palo de lacrosse; lo hizo con las dos manos, separadas por unos treinta centímetros. Ravus le acercó las manos y las bajó un poco.

—Si sostuvieras así una espada, te cortarías la mano con el filo.

—Ya, solo un idiota haría eso —replicó Val para provocarle.

Sin embargo, el trol se limitó a poner una mueca.

—Sé que el peso está descompensado, pero con una espada no te pasará. Toma. —Cogió la espada de cristal y se la depositó en la mano—. Siente el peso. ¿Lo ves? Está equilibrada. Esa es la clave de todo: el equilibrio.

—Equilibrio —repitió Val, mientras hacía balancear la espada en la palma de su mano.

—Esto es el borrén delantero —dijo Ravus, señalando cada parte por tumos—. Esto es el pomo, la empuñadura, la guarda. Cuando empuñas la espada, el extremo que apunta hacia tu oponente es el verdadero filo. Tienes que empuñarla de tal modo que la punta siga a tu oponente. Sitúate como lo hago yo.

Val intentó imitar su postura, con las piernas separadas y ligeramente flexionadas, y con un pie delante del otro.

—Casi.

Ravus le movió el cuerpo para posicionarla, sin preocuparse de dónde la tocaba. Val se ruborizó cuando le separó los muslos, pero lo que más le avergonzó fue que ella parecía la única que se sentía incómoda. Para él, el cuerpo de Val era una herramienta y nada más.

—Y ahora —dijo el trol—, muéstrame cómo respiras.

A veces, Val, Dave, Luis y Lolli hablaban de las cosas extrañas que habían visto o de las criaturas con las que conversaban. Dave les relató una excursión a Brooklyn donde le persiguió por el parque una criatura con unas pequeñas astas que le nacían en la frente. Dave gritó y echó a correr sin mirar atrás, dejando caer la botella con aquella sustancia extraña. Luis les contó que tuvo que patearse la ciudad para buscar unas flores silvestres para un bogan que vivía cerca del Cloisters y estaba planeando un cortejo. A cambio, le dio una botella de vino que jamás se vaciaba, siempre que no mirases a través de su cuello. Debía de ser magia de verdad, no un simple hechizo, porque funcionó, incluso con Luis.

—¿Qué más cosas te han dado? —preguntó Val.

—Suerte —respondió Luis—. Y medios para romper hechizos feéricos. Mi padre nunca hizo nada con su poder. Yo seré diferente.

—¿Cómo se rompen los hechizos? —preguntó Val.

—Sal. Luz. Caldo de cáscaras de huevo. Depende del hechizo. —Luis dio otro sorbo de la botella. Alzó una mano para deslizar un dedo sobre la barra metálica que le atravesaba la mejilla—. Pero sobre todo con hierro.

Durante la siguiente sesión no practicaron ningún movimiento con la espada, solo la postura y el juego de pies. Adelante y atrás, sobre los tablones polvorientos del suelo, con el palo de escoba apuntando siempre hacia Ravus. El trol la corregía cuando daba un paso demasiado largo, cuando se desequilibraba, cuando no ponía el pie recto. Val se mordió el interior del carrillo, frustrada, y siguió moviéndose, manteniendo la distancia entre ellos, como a la espera de una batalla que nunca daba comienzo.

De repente, Ravus se giró hacia un lado y la obligó a seguirle como buenamente pudo.

—Velocidad, cadencia y equilibrio. Esas son las tres cosas que te convertirán en una guerrera competente.

Val apretó los dientes y volvió a errar el paso.

—Deja de pensar —dijo Ravus.

—Tengo que hacerlo —repuso Val—. Me dijiste que tenía que concentrarme.

—Pensar te ralentiza. Tienes que moverte como lo hago yo. Ahora mismo, te limitas a seguir mis pasos.

—¿Cómo quieres que sepa adonde te vas a mover antes de que lo hagas? Eso es absurdo.

—No difiere mucho de saber hacia dónde podría moverse un oponente. ¿Cómo sabes hacia dónde es probable que vaya el balón en el campo de lacrosse?

—Lo único que sabes de lacrosse es lo que yo te he contado —replicó ella.

—Yo podría decir lo mismo de ti y de la esgrima. —Ravus se detuvo—. Listo. Lo has hecho. Estabas tan ocupada discutiendo conmigo que no te has dado cuenta de que lo estabas consiguiendo.

Val frunció el ceño, demasiado enojada como para sentirse satisfecha, pero lo bastante satisfecha como para cerrar la boca.

Lolli, Dave y Val atravesaron las calles del West Village, transformando unas hojas secas en un puñado de sapos engalanados que brincaban por ahí sin seguir un orden lógico, hechizando a desconocidos para que los besaran, y provocando toda clase de altercados que se les fueron ocurriendo.

Val miró hacia la otra acera, a través de las cortinas diáfanas de un apartamento a pie de calle en el que divisó una lámpara de araña con monos tallados y unas centelleantes cuentas de cristal con forma de lágrima.

—Quiero entrar ahí —dijo.

—Vamos —repuso Lolli.

Dave se acercó a la puerta y llamó al timbre. El telefonillo situado junto a la puerta emitió un zumbido y se oyó una voz distorsionada que dijo algo indescifrable.

—Quiero una hamburguesa con queso —dijo Dave con una risotada—, un batido y unos aros de cebolla.

La voz añadió algo, esta vez más alto, pero Val siguió sin entender lo que decía.

—Déjame a mí —dijo, mientras apartaba a Dave.

Pulsó el timbre y no lo soltó hasta que un tipo de mediana edad fue a abrir la puerta. Llevaba unos pantalones de pana descoloridos y una camiseta holgada que cubría su barriga incipiente. Las gafas se le habían deslizado hasta la mitad de la nariz.

—¿Qué mosca te ha picado? —inquirió.

Val sintió el cosquilleo del Nuncamás en las venas, reventando como burbujas de champán.

—Quiero entrar —dijo.

El tipo se quedó pasmado y abrió la puerta un poco más. Val le dedicó una sonrisa, mientras lo sorteaba para acceder al apartamento.

Las paredes estaban pintadas de amarillo, tenían colgados unos dibujos hechos con pintura de dedos, con marcos dorados. Había una mujer recostada en el sofá, con una copa de vino en la mano. Cuando entró Val, se quedó mirándola y se derramó el líquido rojo sobre la camisa. Había una niña pequeña sentada en una alfombra, junto a los pies de la mujer, viendo un programa en la televisión que parecía tratar sobre unos ninjas que intercambiaban patadas. La niña se giró y sonrió.

—Qué casa tan bonita —dijo Lolli desde la puerta—. ¿Quién vive en un lugar así?

—Nadie —respondió Dave—. Contratan limpiadores, tal vez a un decorador, para crear una vida ficticia.

Val entró en la cocina y abrió la nevera. Había recipientes de comida para llevar, unas cuantas manzanas pochas y un cartón de leche desnatada. Le pegó un mordisco a la fruta. Estaba marrón y terrosa por dentro, pero seguía sabiendo dulce. No se explicaba por qué era la primera vez que se comía una manzana marrón.

Lolli cogió la botella de vino de la mesita auxiliar y bebió a morro, dejando que el jugo le corriera por la barbilla y las mejillas.

Mientras seguía comiéndose la manzana, Val se acercó al sofá donde estaba recostada la mujer, aturdida. Aquel coqueto apartamento, con su mobiliario estiloso y su familia feliz, le recordó a la casa de su padre. Ella no encajaba en ninguno de esos dos sitios. Tenía demasiada ira, demasiados problemas, demasiados tropiezos.

¿Y cómo podría explicarle a su padre lo que sucedió con Tom y con su madre? Sería como confesarle que era mala en la cama o algo así. Pero al no contárselo, provocaba que su nueva mujer la etiquetara como la protagonista de una película romántica de sobremesa, como una adolescente problemática y huida que necesitaba un poco de mano dura. «Mírala —diría Linda—. Es igualita que su madre».

—Nunca te he caído bien —le dijo a la mujer del sofá.

—Así es —repitió la mujer con voz robótica—. Nunca me has gustado.

Dave empujó al hombre hacia una silla y se giró hacia Lolli.

—Podríamos hacer que se largasen —dijo—. Estaría chupado. Podríamos vivir aquí.

Lolli se sentó al lado de la niña y le pegó un tirón de uno de sus rizos oscuros.

—¿Qué estás viendo?

La niña se encogió de hombros.

—¿Te gustaría venir a jugar con nosotros?

—Claro —respondió—. Este programa es un rollo.

—Primero, vamos a ponernos guapas —dijo Lolli, y se fue con la niña a la habitación del fondo.

Val se giró hacia el hombre. Se lo veía dócil y feliz en su asiento, desviando su atención hacia la televisión.

—¿Dónde está tu otra hija? —preguntó Val.

—Solo tengo una —respondió el tipo, desconcertado.

—Quieres olvidarte de ella. Pero sigue ahí.

—¿Tengo otra hija?

Val se sentó en el brazo del asiento y se inclinó hacia él para susurrarle al oído:

—Esa hija es un símbolo de la cagada espectacular que supuso tu primer matrimonio. Cada vez que ves lo mucho que ha crecido, te acuerdas de lo viejo que eres. Hace que te sientas un poco culpable, como si debieras saber qué deporte practica o cómo se llama su mejor amiga. Pero tú no quieres saber esas cosas. Si las supieras, no podrías olvidarte de ella.

—Mirad —dijo Dave, sosteniendo en alto una botella de coñac que estaba casi entera—. A Luis le gustaría probarlo.

Lolli volvió a entrar en el salón, ataviada con una cazadora de cuero del mismo color que la mantequilla tostada y con un collar de perlas. La niña llevaba una docena de horquillas en el pelo, que centelleaban con unos diamantes de imitación.

—¿Al menos eres feliz? —le preguntó Val a la mujer.

—No lo sé —respondió la otra.

—¿Cómo es posible que no lo sepas? —gritó Val. Cogió una silla y la arrojó contra el televisor. Los demás se sobresaltaron cuando la pantalla se resquebrajó—. ¿Eres feliz?

—No lo sé —repitió la mujer.

Val derribó una estantería, asustando a la niña. Se escucharon gritos al otro lado de la puerta.

Dave se empezó a reír.

La luz de la lámpara de araña se reflejó sobre las esquirlas de cristal, proyectando destellos que centellearon a lo largo del techo y las paredes.

—Vámonos —dijo Val—. Me aburro.

La gatita maullaba sin parar, golpeó a Lolli con sus zarpas diminutas y saltó sobre ella con su suave cuerpecito.

—Cállate, Poli —murmuró Lolli, que giró el cuerpo y se cubrió la cabeza con la manta.

—A lo mejor está aburrida —dijo Val, soñolienta.

—Tendrá hambre —repuso Luis—. Dale de comer de una puta vez.

Sin parar de maullar, Poli saltó sobre la espalda de Lolli y empezó a juguetear con su pelo.

—Déjame en paz —protestó la otra—. Vete a cazar unas ratas. Ya eres mayorcita para arreglártelas sola.

Un chirrido metálico y una tenue luz anunciaron la llegada de un tren.

El traqueteo ahogó el sonido de los maullidos de la gata.

En el último momento, cuando el andén entero quedó inundado de luz, Lolli empujó a Poli a las vías, justo delante del tren. Val se levantó de un salto, pero era demasiado tarde. La gata había desaparecido y el armazón metálico del tren pasó a toda velocidad.

—¿Por qué narices has hecho eso? —gritó Luis.

—Siempre se estaba meando por todas partes —repuso Lolli, que se hizo un ovillo y cerró los ojos.

Val miró a Luis, pero él se limitó a mirar para otro lado.

Cuando Ravus quedó satisfecho con su postura, le enseñó un movimiento y le obligó a repetirlo hasta que le dolieron las extremidades. Val estaba convencida de que el trol le estaba tomando el pelo, después pensó que no tenía ni idea de enseñar. El trol le hizo repetir cada movimiento hasta que los automatizó, hasta que se convirtieron en un hábito, como mordisquearse los padrastros o como introducirse una aguja en el brazo.

—Suelta el aire —gritó Ravus—. Coordina tu exhalación con el ataque.

Val asintió e intentó acordarse de hacerlo, intentó hacerlo todo.

A Val le gustaba buscar en la basura con Dave el Difuso. Le gustaba pasear por las calles, disfrutaba con la búsqueda y el hallazgo ocasional de algún tesoro, como la pila de mantas acolchadas con un revestimiento plateado que los trabajadores de mudanzas usaban para proteger los muebles; las encontraron cerca de un contenedor, y los mantuvieron a los cuatro calientes como ratones en pleno noviembre. O como ese teléfono antiguo tan chulo, con dial rotatorio, que un tipo les compró por diez pavos. Sin embargo, la mayor parte del tiempo iban tan hasta las cejas de Nuncamás que no podían retomar las viejas rondas. Resultaba más fácil coger lo que querían y punto. Solo tenían que pedirlo.

Un reloj. Una cámara. Un anillo de oro.

Al fin y al cabo, esas cosas se vendían mejor que un puñado de antiguallas.

Finalmente, Ravus empezó a permitirle enlazar los movimientos y pelear. El trol tenía los brazos más largos, lo cual le daba ventaja, aunque tampoco la necesitaba. Era implacable, la derribaba con el palo de la escoba, la acorralaba contra la pared, derribaba su mesa de trabajo cuando Val intentaba cobijarse tras ella. El instinto y los años de dedicación al deporte, combinados con la desesperación, le permitieron asestarle algún golpe ocasional.

Cuando le golpeó con el palo en el muslo, fue un gustazo ver la cara que puso el trol; un gesto de ira que pasó a ser de sorpresa y luego de satisfacción en el lapso de unos segundos.

Retrocedieron y reanudaron el combate, girando en círculos. Ravus amagó con un golpe y Val se cubrió, pero mientras lo hacía, la habitación comenzó a dar vueltas. Se desplomó sobre la pared.

Ravus le golpeó el otro costado con su palo. El dolor dejó sin aliento a Val.

—¿Se puede saber qué te pasa? —gritó el trol—. ¿Por qué no bloqueas el golpe?

Val se obligó a mantenerse erguida, hincándose las uñas en las palmas de las manos y mordiéndose el interior del carrillo. Seguía mareada, pero pensó que podría disimularlo.

—No lo sé… Es mi cabeza.

Ravus golpeó la pared con el palo de escoba, que se astilló y dejó un arañazo sobre la piedra. Arrojó al suelo los restos de su arma y volvió a girarse hacia ella, con una mirada tan ardiente como el acero en una forja.

—¡No debiste pedirme que te enseñara! No puedo contener mis golpes. Acabarás malherida por mi culpa.

Val retrocedió un paso, tambaleándose, mientras contemplaba los restos de la escoba con la vista nublada.

Ravus inspiró una bocanada honda y trémula que pareció serenarlo.

—Puede que te haya afectado la magia que hay en la habitación. A menudo percibo su olor en ti, en tu piel, en tu pelo. Puede que te hayas expuesto demasiado a ella.

Val negó con la cabeza y empuñó su palo, adoptando la posición inicial.

—Ya estoy bien.

El trol la miró con suspicacia.

—¿Es el hechizo lo que te está debilitando, o lo que quiera que estés haciendo en la calle?

—No importa —replicó Val—. Quiero luchar.

—Cuando era pequeño —dijo Ravus, que no hizo amago de modificar su postura—, mi madre me enseñó a luchar con las manos antes de permitirme usar ningún tipo de arma. Mis hermanos y ella me golpeaban con una escoba, me bombardeaban con nieve y hielo hasta que me enfurecía y atacaba. El dolor no era excusa, tampoco la enfermedad. Todo estaba pensado para alimentar mi furia.

—No estoy poniendo excusas.

—No, no —repuso Ravus—. No me refería a eso. Siéntate. La furia no te hace ser mejor espadachín; te convierte en un guerrero inestable. Tendría que haberme dado cuenta de que estás enferma, pero lo único que veía era una debilidad. Ese es mi defecto, y no quiero que a ti te pase lo mismo.

—Me da mucha rabia que no se me dé bien —dijo Val, mientras se sentaba en un taburete.

—Eres buena. Lo que te da rabia es no alcanzar la excelencia.

Val soltó una carcajada, pero sonó forzada. Le molestaba que el mundo no dejase de dar vueltas, y le molestaba todavía más la ira de Ravus.

—¿Por qué preparas pociones cuando eres tan buen espadachín?

El trol sonrió.

—Cuando abandoné las tierras de mi madre, intenté dejar atrás la espada. Quería hacer algo por mí mismo.

Val asintió.

—Aunque algunos feéricos se sentirían escandalizados, aprendí a preparar pociones gracias a una humana. Preparaba curas, pociones y cataplasmas para otros mortales. Cabría pensar que los humanos ya no hacen esas cosas, pero aún queda gente que lo hace en ciertos lugares. Esa humana se portó muy bien conmigo, me trató con cortesía y deferencia, como si creyera que estaba apaciguando a un espíritu errante. Creo que sabía que yo no era mortal.

—Pero ¿qué pasa con el Nuncamás? —preguntó Val,

—¿El qué?

Val se dio cuenta de que el trol nunca había oído llamarlo así. Se preguntó si tendría alguna idea del efecto que podía causar entre los humanos. Negó con la cabeza, como si intentara disipar esas palabras.

—La magia feérica. ¿Cómo aprendiste lo que haría que esas pociones fueran mágicas?

—Ah, eso. —Ravus sonrió de un modo que resultó casi chistoso—. Ya conocía la parte mágica.

En los túneles, Val practicó el movimiento para asestar una estocada, con esa forma que tenía de girar las manos como si estuviera escurriendo un paño de cocina. Practicó la deslizante figura en ocho y probó a hacer girar la espada en sus manos como hacían las animadoras con las banderas en los descansos de los partidos. Unos oponentes invisibles danzaban entre las sombras, siempre más veloces y mejor equilibrados, con una cadencia perfecta.

Pensó en los entrenamientos de lacrosse, en los ejercicios de pases con el reverso del palo, las fintas con la espada y los cambios de mano. Recordó aprender a darle a la pelota con el palo para que rebotase en la pared y después capturarla por detrás de la espalda o entre las piernas.

Probó esos movimientos con el palo de escoba. Para comprobar si era posible ejecutarlos. Para comprobar si podía aprender algo de ello. Levantó del suelo una lata de refresco con el palo, después la pateó con el empeine y la lanzó hacia sus sombríos oponentes.

Val vio su cara reflejada en una ventana, mientras la droga surtía efecto. Su piel parecía hecha de arcilla, maleable hasta el infinito. Podía darle la forma que quisiera, agrandarse los ojos como los de un personaje de anime, o estirarse la piel de los pómulos, dejándolos afilados como cuchillos.

Su frente se ondulaba, su boca se fruncía y su nariz se hizo larga y curva. Era muy fácil volverse hermosa —ya se había aburrido de eso—, pero nunca se cansaba de volverse grotesca. Había tantas formas posibles de hacerlo.

Val estaba jugando a un juego, cuyo nombre no recordaba, en el que estabas atrapado dentro de la torre de un nigromante y tenías que correr por unas escaleras interminables. Por el camino, ibas recogiendo pociones. Algunas te hacían más pequeño y otras te volvían muy grande, de manera que podías atravesar toda clase de puertas distintas. Había un alquimista atrapado en un piso muy alto, tan alto que no veía nada de lo que sucedía en los pisos inferiores. En otra parte había un monstruo, pero a veces el alquimista era el monstruo, y a veces el monstruo era el alquimista. Val tenía una espada, pero no se transformaba a la vez que ella, así que o bien parecía un mondadientes afilado en la palma de su mano o un armatoste que tenía que llevar a rastras.

Cuando abrió los ojos, vio que estaba tendida en la acera, con la espalda y las caderas doloridas. El hormigón le había dejado su huella en la mejilla. La gente pasaba a su lado sin detenerse. Había vuelto a perderse el entrenamiento.

—¿Qué le ocurre a esa chica? —escuchó que preguntaba un niño.

—Solo está cansada —respondió una mujer.

Era cierto: Val estaba cansada. Cerró los ojos y regresó al juego. Tenía que encontrar al monstruo.

Algunas tardes llegaba al puente después de pasarse la noche fuera, con los restos del hechizo corriendo por sus venas, con un escozor en las comisuras de los ojos como si se los hubiera pintado con ceniza, con la boca seca por culpa de una sed insaciable. Intentó mantener las manos firmes, contener los tembleques que podrían delatar su debilidad. Cuando erró un golpe, intentó fingir que no se debía a que se sentía mareada o enferma.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó Ravus una mañana que la vio especialmente indispuesta.

—Estoy bien —mintió ella.

Sintió como si tuviera las venas resecas. Notó cómo le palpitaban a lo largo de los brazos, con un dolor en las magulladuras negras que poblaban el hueco de sus codos.

Ravus se encaramó al borde de su mesa de trabajo y apuntó hacia el rostro de Val con su palo de entrenamiento, como si fuera una varita mágica. Ella alzó una mano por acto reflejo, pero si el trol hubiera tenido intención de golpearla, no habría llegado a tiempo de impedirlo.

—Estás muy pálida. Tus bloqueos son lamentables… —Ravus dejó a medias el resto de la frase.

—Supongo que estoy un poco cansada.

—Hasta tus labios están pálidos —dijo el trol, que trazó su contorno en el aire con aquella arma de madera. Lucía una mirada intensa, inquebrantable.

Val quiso abrir la boca y contárselo todo: lo de la droga robada, lo del hechizo que les concedía, lo de esos sentimientos confusos que se anulaban en su interior, pero lo que hizo fue acercarse para que Ravus tuviera que dejar de gesticular, y apartó el palo a un lado para impedir que le hiciera daño con él.

—Tengo frío —susurró. Últimamente, siempre tenía frío, pero estaban en invierno, así que quizá no fuera tan extraño.

—¿Frío? —repitió Ravus. Le agarró el brazo y lo frotó entre sus manos, mientras las observaba como si le estuvieran traicionando—. ¿Mejor? —preguntó con tiento.

Val notó que el trol tenía la piel caliente, incluso a través de su camisa, y el roce le resultó relajante y eléctrico al mismo tiempo. Se inclinó hacia él, sin pensar. Ravus separó los muslos y ella se deslizó entre sus largas piernas, notando el tejido áspero de los pantalones negros del trol al rozar contra sus vaqueros.

Ravus entrecerró los ojos mientras se bajaba del escritorio, mientras sus cuerpos se entrelazaban, cogidos aún de la mano. Entonces, de repente, el trol se quedó inmóvil.

—¿Pasa algo…? —preguntó Val, pero Ravus se apartó con brusquedad.

—Deberías irte —dijo, y se encaminó hacia la ventana para detenerse junto a ella. Val sabía que el trol no se atrevía a abrir las persianas mientras aún siguiera siendo de día—. Vuelve cuando te sientas mejor. No nos servirá de nada a ninguno entrenar mientras estés enferma. Si necesitas algo, puedo…

—Ya te he dicho que estoy bien —insistió Val, con una voz más chillona de lo que le hubiese gustado. Pensó en su madre. ¿Se habría lanzado sobre Tom de ese modo? ¿Él la habría rechazado en un primer momento?

Ravus seguía de espaldas, ante la ventana, cuando Val cogió una botella entera de Nuncamás y se la guardó en la mochila.

Aquella noche, Lolli y Dave la felicitaron por su botín; corearon su nombre tan fuerte, que la gente se detuvo junto a la rejilla que había en la calle. Luis permaneció sentado entre las sombras, mordisqueándose el piercing que llevaba en la lengua, sin decir nada.

Por la mañana, Val se desplomó sobre un colchón mugriento, como hacía casi todas las mañanas, y se sumió en un letargo profundo, carente de sueños, como si jamás hubiera conocido otra vida que no fuera aquella.

Ir a la siguiente página

Report Page