Valor

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Capítulo 9

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Capítulo 9

Aquellos que reprimen su deseo, lo hacen porque es lo bastante débil como para poder contenerlo.

WILLIAM BLAKE, EL BESO», EL MATRIMONIO DEL CIELO Y EL INFIERNO.

Cuando Val se despertó, alguien estaba intentando desabrocharle los vaqueros. Notó el roce de unos dedos en la cintura, el giro y el chasquido del botón al desabrocharse.

—Quita de ahí —exclamó, antes incluso de advertir que era Dave el que estaba agazapado encima de ella.

Se zafó de él y se incorporó, todavía ruborizada por los rescoldos del Nuncamás. Tenía la piel sudada, a pesar del aire frío que soplaba desde la rejilla del techo, y tenía la boca seca como el papel de lija.

—Venga —susurró Dave—. Por favor.

Val se miró los dedos y vio la laca de uñas azul descascarillada de Lolli. Llevaba puestas las mismas botas blancas que ella, y vio unos largos mechones azulados que se desplegaban por debajo de sus hombros.

—Yo no soy Lolli —dijo con voz pastosa, a causa del cansancio y la confusión.

—Puedes fingir que lo eres —replicó Dave el Difuso—. Y yo podría ser quien tú quieras. Transfórmame en quien sea.

Val negó con la cabeza, consciente de que Dave la había hechizado para parecerse a Lolli. Se preguntó si ya lo habría hecho antes con otras chicas, se preguntó si ella lo sabría. La idea de hacerse pasar por otra persona le resultó atroz, pero con los restos del Nuncamás todavía bullendo en su interior, se sintió intrigada por lo retorcido de aquella ocurrencia. Notó la misma excitación que la impulsó a adentrarse en los túneles, el placer embriagador de tomar una decisión por sí misma, aunque fuera equivocada.

«En quien sea». Miró a Lolli y a Luis, que dormían cerca el uno del otro, pero sin tocarse. Val se permitió imaginarse la cara de Luis en el cuerpo de Dave. No fue difícil; los dos se parecían bastante. La expresión de Dave cambió, adoptando un gesto de hastío y fastidio muy propio de su hermano.

—Sabía que lo elegirías a él —dijo Dave.

Val inclinó la cabeza hacia delante, y le sorprendió que cayera un mechón de cabello que le cubrió la cara. Había olvidado lo protegida que le hacía sentir una melena.

—No he elegido a nadie.

—Pero lo harás. Quieres hacerlo.

—Es posible.

La mente de Val hizo que la figura que tenía encima resultase aún más familiar. La cresta de Tom relucía a causa de la laca y, cuando sonrió, le salieron hoyuelos en las mejillas. Val percibió incluso el olor familiar de su loción de pachulí para el afeitado. Se dejó llevar por ese olor, embargada por la sensación de que estaba de vuelta en casa y de que nada de aquello había sucedido.

El Tom que tenía encima soltó un suspiro que Val consideró de alivio, y le deslizó las manos por debajo de la camiseta.

—Sabía que te sentías sola.

—De eso nada —replicó Val sin pensar, apartándose.

No sabía si estaba mintiendo o no. ¿Se había sentido sola? Pensó en los feéricos, en su incapacidad para mentir, y se preguntó qué harían cuando no sabían cuál era la verdad.

Al pensar en feéricos, la piel de Tom se tornó verde, se le oscureció el pelo y se desplegó alrededor de sus hombros, hasta que la figura que tenía delante se correspondió con Ravus, hasta que fueron sus largos dedos los que le rozaban la piel y sus ojos ardientes los que la miraban.

Val se quedó paralizada, sintió repulsión por esa fantasía. La inclinación de la cabeza de Ravus era la justa, su gesto era inquisitivo.

—No me deseas a mí —dijo Val, pero no tuvo claro si se estaba dirigiendo a Dave o a la imagen de Ravus que tenía delante.

El otro la besó y Val notó cómo le hincaba los dientes en los labios. Se estremeció con una mezcla de deseo y pavor.

¿Cómo era posible que no supiera que era esto lo que quería, cuando ahora no deseaba otra cosa? Sabía que ese no era el verdadero Ravus y que resultaba obsceno fingir lo contrario, pero a pesar de todo, permitió que le bajara los pantalones por las caderas. El corazón le latía con fuerza en el pecho, como si hubiera corrido, como si estuviera en peligro, pero alzó los brazos y hundió los dedos en esa cabellera negra y lustrosa. Su cuerpo alargado se asentó sobre ella, y Val se aferró a los músculos de su espalda, fijándose en el hueco de su garganta, en el fulgor dorado de sus ojos entornados, mientras intentaba ignorar los gemidos de Dave. Casi bastó con eso.

Al día siguiente, por la tarde, mientras Ravus le hacía realizar una serie de movimientos de esgrima empuñando el arma de madera, Val contempló su rostro hermético, ausente, y se desesperó. Antes podía convencerse de que no sentía nada por él, pero ahora tenía la sensación de haber degustado un manjar que la dejó deseosa de probar un banquete que jamás llegaría a celebrarse.

Durante el camino de vuelta desde el puente, pasó cerca de la parada del Dragón Bus. Había tres prostitutas en minifalda que tiritaban de frío. Una chica con un abrigo de imitación de piel de poni se acercó sonriendo a Val, pero después dio media vuelta, como si acabara de comprender que Val no era un chico.

En la siguiente manzana, cruzó la calle para esquivar a un tipo barbudo con minifalda y botas con los cordones desatados. Emergió una nubecilla de vapor de debajo de su falda cuando se puso a orinar en la acera.

Val recorrió las calles hacia la entrada del andén subterráneo. Cuando se aproximó al parque de hormigón, vio a Lolli discutiendo con una chica que llevaba puesto un colorido abrigo de pieles, que semejaba la piel de un monstruo, con una mochila de caucho con púas. Por un momento, Val sintió una desorientación extraña. Aquella chica le resultaba familiar, pero estaba tan fuera de contexto que no conseguía ubicarla.

Lolli alzó la mirada. La chica se giró para comprobar hacia dónde miraba. Se quedó boquiabierta. Echó a caminar hacia ella con sus botas de plataforma y un paquete de harina bajo el brazo. Cuando Val advirtió que el paquete de harina tenía una cara pintada, comprendió que la chica que tenía delante era Ruth.

—¿Val? —Ruth hizo un movimiento extraño con el brazo, como si quisiera alargarlo para tocarla, pero se hubiera arrepentido—. Ostras. Tu pelo. Tendrías que haberme dicho que querías cortártelo. Te habría ayudado.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Val, aturdida.

—Gracias a tu amiga. —Ruth miró a Lolli con gesto escéptico—. Ella respondió a tu móvil.

Val acercó una mano a su mochila por acto reflejo, aunque sabía que no encontraría allí el móvil.

—Pero si lo apagué.

—Ya lo sé. He intentado llamarte un millón de veces y tienes el buzón de voz lleno. Estaba superpreocupada.

Val asintió, sin saber qué decir. Era consciente de la mugre que tenía incrustada en los pantalones, de sus uñas renegridas y del tufo que despedía su cuerpo, un olor que no se disipaba frotándote en baños públicos con la mayoría de la ropa puesta.

—Oye —añadió Ruth—, he traído a alguien que quiere conocerte.

Sostuvo en alto el paquete de harina. Tenía los ojos pintados con rotulador negro y una boca diminuta y fruncida, sombreada con laca de uñas azul con purpurina.

—Es nuestro bebé. Lo está pasando mal porque una de sus mamis se largó, y yo también, porque me toca ser madre soltera. En clase de Educación para la salud, tuve que hacer yo sola todos los ejercicios. —Ruth esbozó una sonrisa trémula—. Siento haber sido tan capulla. Tendría que haberte contado lo de Tom. Intenté hacerlo un millón de veces. Pero no me salían las palabras.

—Ya no importa —repuso Val—. Tom me da igual.

—Hace un frío que pela —dijo Ruth—. ¿Y si nos metemos a resguardo? He visto un sitio donde venden té de burbujas cerca de aquí.

¿Tanto frío hacía? Val estaba acostumbrada a tener frío cuando no se encontraba bajo los efectos del Nuncamás, así que le parecía normal tener los dedos entumecidos y sentir como si tuviera la médula hecha de hielo.

—Está bien —accedió.

Lolli esbozó un gesto engreído. Encendió un cigarro y expulsó dos torrentes de humo blanco idénticos por la nariz.

—Le diré a Dave que volverás pronto. No quiero que se preocupe por su nueva novia.

—¿Qué? —Por un momento, Val no supo qué quería decir. Acostarse con Dave le parecía algo irreal, algo llevado a cabo en mitad de la noche, embriagada por el sueño y el hechizo.

—Dave dice que echasteis un polvo anoche. —Lolli empleó un tono altivo, pero era obvio que él no le había contado que Val tenía su aspecto cuando se acostaron. Aquello le produjo un alivio vergonzoso.

Val comprendió entonces por qué Ruth estaba allí, por qué Lolli había cogido su móvil para montar esa escena. Lo había hecho para castigarla. Y Val pensó que se lo merecía.

—No es para tanto. Solo fue para pasar el rato. —Hizo una pausa—. Dave estaba intentando ponerte celosa.

Lolli pareció sorprendida y, de repente, cohibida.

—No sabía que te gustara de ese modo.

Val se encogió de hombros.

—Vuelvo en un rato.

—¿Quién es esa? —preguntó Ruth, mientras se encaminaban hacia el local donde vendían té de burbujas.

—Lolli —respondió—. Es buena gente, casi siempre. Estoy viviendo con ella y con unos amigos suyos.

Ruth asintió.

—Podrías volver a casa. Podrías quedarte conmigo.

—No creo que a tu madre le parezca bien.

Val abrió la puerta de madera y cristal y se adentró en el ambiente edulcorado del local. Se sentaron a una mesa, en el fondo, haciendo equilibrios sobre las cajas de palisandro que hacían las veces de asientos. Ruth tamborileó con los dedos sobre la mesa de cristal, como si tuviera los nervios a flor de piel.

Cuando vino la camarera, pidieron té perla negra, tostadas con leche condensada y mantequilla de coco, y rollitos de primavera. La camarera se quedó mirando a Val durante un buen rato antes de marcharse, como si estuviera evaluando si tenían dinero para pagar o no.

Val inspiró hondo y contuvo el impulso de mordisquearse un padrastro.

—Se me hace raro verte aquí.

—Tienes mal aspecto —dijo Ruth—. Estás muy flaca y tienes los ojos amoratados.

—Yo…

La camarera dejó los pedidos sobre la mesa, interrumpiendo lo que estaba a punto de decir. Agradecida por la distracción, Val introdujo una gruesa pajita azul en su bebida y después absorbió un trozo enorme y pegajoso de tapioca, acompañado de un trago de té edulcorado. Todos sus movimientos parecían realizados a cámara lenta, se sentía tan pesada que la tarea de mordisquear la tapioca le resultó agotadora.

—Ya sé que vas a decir que estás bien —dijo Ruth—. Pero dime que en el fondo no me odias.

Val sintió que algo se aflojaba en su interior, y por fin pudo empezar a explicarse:

—Ya no estoy cabreada contigo, pero me siento como una idiota. Y mi madre… No puedo volver. Al menos, aún no. No intentes convencerme.

—Entonces, ¿cuándo? —inquirió Ruth—. ¿Dónde estás viviendo?

Val se limitó a negar con la cabeza, mientras le pegaba otro bocado a la tostada. Los trozos parecían deshacerse en su lengua, y las tostadas desaparecieron antes de que advirtiera que se las había comido todas. En otra mesa, un grupo de chicas cubiertas de purpurina rompieron a reír a carcajadas. Dos tipos indonesios las miraron con cara de fastidio.

—¿Y qué nombre le has puesto al niño? —preguntó Val.

—¿Qué?

—A nuestro bebé de harina. Ese al que abandoné sin pagarte siquiera la pensión.

Ruth sonrió.

—Sebastian. ¿Te gusta?

Val asintió.

—Pues ahora voy a decirte algo que no te va a gustar —añadió Ruth—. No pienso volver a casa hasta que te vengas conmigo.

Por más que lo intentó, Val no pudo convencer a Ruth para que se marchara. Finalmente, pensando que enseñarle su cubil serviría para convencerla, la llevó al andén abandonado. Al ir allí acompañada por alguien ajeno, Val volvió a percibir el hedor de aquel lugar: a sudor, a orina y a Nuncamás requemado. Se fijó en los huesos de animales que estaban tirados en las vías y en las pilas de ropa que nadie tocaba, porque estaban repletas de bichos. Lolli tenía preparados sus utensilios y estaba vertiendo un poco de Nuncamás en una cuchara. Dave ya estaba colocado, el humo de su cigarrillo formaba las siluetas de unos personajes de dibujos animados que se perseguían unos a otros con mazos.

—Tienes que estar de coña —dijo Luis—. Déjame adivinar: has traído otra gatita callejera para que Lolli pueda arrojarla a las vías.

—¿V-Val? —tartamudeó Ruth, mientras miraba a su alrededor.

—Esta es Ruth, mi mejor amiga —dijo Val, antes de darse cuenta de lo pueril que sonaba eso—. Ha venido a buscarme.

—Yo creía que tus mejores amigos éramos nosotros. —Dave esbozó una sonrisa maliciosa, y Val se arrepintió de haber permitido que la tocara, de haberle dejado creer que tenía algún poder sobre ella.

—Todos somos grandes amigos —intervino Lolli, que fulminó a Dave con la mirada mientras le apoyaba una pierna encima a Luis, con la bota apoyada cerca de su entrepierna—. Grandísimos amigos.

Dave torció el gesto.

—Si de verdad fueras amiga de esa chica, no la traerías a este estercolero —le espetó Luis a Val, al tiempo que se apartaba de Lolli.

—¿Cuánta gente hay aquí abajo? Salid a donde pueda veros —dijo alguien, de malos modos.

Dos policías bajaron por las escaleras. Lolli se quedó paralizada, con la cuchara en la mano, todavía sobre la llama. La droga comenzó a quemarse y ennegrecerse. Dave se rio, profirió una carcajada demente que pareció no tener fin.

El haz de unas linternas iluminó el interior de la estación. Lolli dejó caer la cuchara, que se había calentado mucho, y los haces de luz se concentraron sobre ella. Después se desplazaron hacia Val, que se cubrió los ojos con una mano para que no la cegaran.

—Eh, vosotros. —Uno de los polis era una mujer, con cara de pocos amigos—. Poneos contra la pared, con las manos en la cabeza.

Una linterna iluminó a Luis, y el policía le dio un golpecito con la bota.

—Venga. Andando. Hemos recibido avisos de que había unos críos aquí abajo, pero yo no me lo creía.

Val se levantó despacio y se encaminó a la pared, con Ruth a su lado. Se sintió tan culpable que le entraron ganas de vomitar.

—Lo siento —susurró.

Dave permaneció inmóvil en mitad del andén. Estaba temblando.

—¿Y a ti qué te pasa? —gritó la mujer policía, de un modo que no parecía una pregunta—. ¡Contra la pared!

Tras decir eso, sus palabras se convirtieron en ladridos. En el lugar donde estaba, apareció un perro negro, más grande que un rottweiler, echando espuma por la boca.

—¿Qué coño…? —El otro poli se giró y sacó su pistola—. ¿Ese perro es vuestro? Decidle que se vaya.

—No es nuestro —repuso Dave con una sonrisa espeluznante.

El perro se giró hacia él, gruñendo y ladrando. Dave se limitó a reírse.

—¿Masollino? —exclamó el policía—. ¿Masollino?

—Deja de tocar los cojones, Dave —bramó Luis—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Qué está pasando? —preguntó Ruth, mientras bajaba los brazos.

El perro avanzó hacia el policía, sus dientes centellearon. El otro lo encañonó y el perro se detuvo. Se puso a gemir y el policía titubeó.

—¿Dónde está mi compañera?

Lolli se rio y el policía alzó la cabeza de golpe, después volvió a mirar rápidamente al perro. Val avanzó un paso, mientras Ruth la agarraba del brazo con tanta fuerza que le hizo daño.

—Dave —masculló—. Venga. Vámonos.

—¡Dave! —gritó Luis—. ¡Vuelve a transformarla!

El perro se giró al oír eso, brincó hacia donde estaban ellos, con la lengua colgando, convertida en un tajo rojizo en la oscuridad.

Se oyeron dos detonaciones, seguidas de un silencio. Val abrió los ojos, sin ser consciente de que los había cerrado. Ruth pegó un grito.

La mujer policía estaba tendida en el suelo, sangrando por el cuello y el costado. El otro agente contempló su pistola, horrorizado. Val se quedó inmóvil, conmocionada, como si sus pies estuvieran hechos de plomo. Su mente seguía intentando encontrar una solución, un modo de deshacer lo que había pasado. «Esto es solo una ilusión —se dijo—, Dave nos está gastando una broma a todos».

Lolli saltó a las vías y echó a correr, la gravilla crujió bajo sus botas. Luis agarró a Dave del brazo y tiró de él hacia los túneles.

—Tenemos que salir de aquí —exclamó.

El policía alzó la cabeza cuando Val saltó desde el borde del andén, seguida de Ruth. Luis y Dave ya estaban desapareciendo en la oscuridad.

Resonó un disparo por detrás de ellas. Val no volvió la vista. Echó a correr por la vía, cogida de la mano de Ruth, como si fueran niñas pequeñas a punto de cruzar la carretera. Ruth se la estrechó dos veces, pero Val se dio cuenta de que había empezado a sollozar.

—Es imposible razonar con la poli —dijo Dave, mientras atravesaban los túneles—. Tienen que cumplir una cuota de arrestos, y eso es lo único que les importa. Encontraron nuestra guarida y pensaban clausurarla para que nadie pudiera utilizarla. ¿Y a quién beneficiaría eso? No hacemos daño a nadie viviendo aquí abajo. Es nuestro hogar. Nosotros lo encontramos.

—¿De qué estás hablando? —inquirió Luis—. ¿En qué estabas pensando? ¿Se te ha ido la puta olla?

—No es culpa mía —replicó Dave—. Y tampoco tuya. No es culpa de nadie.

Val deseo que cerrase el pico.

—Tienes razón —dijo Luis con voz trémula—. No es culpa de nadie.

Emergieron en la estación de la calle Canal, subieron al andén y se montaron en el primer metro que pasó. El vagón estaba prácticamente vacío, pero de todos modos permanecieron pegados a la puerta, mientras el tren reanudaba la marcha.

Ruth había dejado de llorar, pero tenía la nariz enrojecida y el maquillaje le había dejado unos surcos oscuros sobre las mejillas. Dave parecía vacío de toda emoción, no cruzó una mirada con nadie. Val no se podía imaginar lo que estaría sintiendo en ese momento. Ni siquiera ella sabía cómo definir lo que sentía.

—Esta noche podemos dormir en el parque —dijo Luis—. Dave y yo lo hacíamos antes de encontrar el túnel.

—Yo voy a llevar a Ruth a Penn Station —dijo Val, de repente.

Pensó en la mujer policía; el recuerdo de su muerte era como una losa que se volvía más pesada con cada paso que se alejaban del cadáver. No quería que Ruth se hundiera junto con ellos. Luis asintió y dijo:

—¿Y te irás con ella?

Val titubeó.

—No pienso montar sola en ese tren —replicó Ruth, tajante.

—Antes tengo que despedirme de alguien —dijo Val—. No puedo desaparecer sin más.

Se bajaron en la siguiente parada, se montaron en un tren que iba hacia el norte y llegaron a Penn Station después subieron a la planta superior para consultar los horarios. Más tarde, se acomodaron en la sala de espera de Amtrak, y Lolli compró café y sopa que ninguno de ellos probó.

—Quedamos aquí dentro de una hora —dijo Ruth—. El tren saldrá quince minutos después. Podrás despedirte de ese tío en ese tiempo, ¿verdad?

—Si no regreso, tienes que subirte a ese tren —repuso Val—. Prométemelo.

Ruth asintió, con la cara pálida.

—Si tú me prometes que volverás.

—Nosotros estaremos junto al castillo meteorológico de Central Park —dijo Lolli—. Por si pierdes el tren.

—No voy a perderlo —replicó Val, mirando de reojo a Ruth.

Lolli giró una cuchara dentro de uno de los cuencos de sopa, pero no se la acercó a los labios.

—Ya lo sé. Solo lo he dicho por si acaso.

Val salió a la fría calle, contenta de poner distancia con los demás.

Cuando llegó al puente, aún había suficiente luz para ver el East River, cuyas aguas eran marrones como un café olvidado sobre el fogón. Le dolía la cabeza, tenía calambres en los brazos, y se dio cuenta de que no había vuelto a probar una dosis de Nuncamás desde la noche anterior.

«No hay que consumirlo más de dos días seguidos». Val no recordaba cuándo había caído en el olvido esa norma y había aparecido una nueva que establecía consumirlo una vez al día, y a veces incluso más.

Dio unos golpecitos en el tocón y se metió dentro del puente, pero a pesar de la amenaza de la luz solar, Ravus se había ido. Val se planteó escribirle un mensaje en el folleto roto de un supermercado, pero estaba tan cansada que decidió esperar un poco más. Sentada en el butacón, el olor a papel viejo, a cuero y a fruta la animó a recostar la cabeza y abrir la cortina ligeramente. Se quedó apoltronada una hora, viendo caer el sol, que tiñó de rojo el cielo, pero Ravus no regresó, y ella se sintió cada vez peor.

Hasta entonces, tenía los músculos cargados como después de hacer ejercicio, pero ahora le dolían como cuando sufres un calambre que te despierta en mitad de la noche.

Se puso a buscar entre las botellas, las pociones y las mezclas de Ravus, sin importarle lo que movía o cambiaba de sitio, pero no encontró un solo gránulo de Nuncamás con el que disipar el dolor.

Una familia estaba terminando de hacer un pícnic sobre las rocas cuando Val entró arrastrando los pies en Central Park. La madre estaba envolviendo las sobras de los sándwiches y una niña larguirucha estaba empujando a uno de sus hermanos. Los dos chicos eran gemelos, advirtió Val. Los gemelos siempre le habían dado mal rollo, como si solo uno de ellos pudiera ser el auténtico. El padre la miró de pasada, pero luego se concentró en las piernas largas y expuestas de una ciclista, mientras masticaba lentamente su comida.

Val siguió caminando, con las piernas doloridas, junto a un lago repleto de algas donde una barca sin tripulantes flotaba bajo la menguante luz. Un matrimonio de edad avanzada paseaba por la orilla, tiernamente cogidos del brazo, mientras un corredor vestido de licra los rodeaba, resoplando, con un reproductor de MP3 prendido de uno de sus bíceps. Gente corriente con problemas corrientes.

El sendero continuaba a través de un patio cuyas paredes tenían bayas y pájaros tallados, vides tan intrincadas que casi parecían de verdad, rosas en flor y otras flores menos reconocibles.

Val se detuvo para apoyarse en un árbol, cuyas raíces estaban expuestas y enmarañadas como el estampado de venas que se adivina bajo la piel; la corteza grisácea del tronco estaba húmeda y cubierta de savia congelada. Val llevaba un rato caminando, pero no había ningún castillo a la vista.

Pasaron tres chicos con los pantalones caídos, uno de ellos hacía rebotar una pelota de baloncesto sobre la espalda de su amigo.

—¿Dónde está el castillo meteorológico? —les preguntó Val.

—Eso no existe —repuso uno de ellos, negando con la cabeza.

—Se refiere al castillo Belvedere —dijo otro, que señaló hacia un punto situado a mitad de camino del sendero por el que había venido Val—. Tienes que cruzar el puente y atravesar el Ramble.

Val asintió. «Cruzar el puente y atravesar el bosque». Le dolía todo, pero siguió avanzando, mientras anticipaba el pinchazo de la aguja y el dulce alivio que le traería. Volvió a pensar en Lolli sentada junto al fuego con la cuchara en la mano y se le cortó el aliento al pensar que sus reservas de Nuncamás seguían allí, en los túneles, con la mujer muerta. Después se reprendió por que fuera eso lo único que la preocupaba, lo único que le cortó el aliento.

El Ramble era un laberinto de senderos, cruzados unos con otros, que desembocaban en puntos muertos o giraban en círculos. Algunos senderos parecían intencionados, otros parecían haber sido creados por transeúntes hartos de intentar orientarse a través de ese circuito tan enrevesado. Val avanzó a duras penas, entre el crujido de las hojas y las ramitas, con las manos en los bolsillos, pellizcándose la piel a través del fino revestimiento del abrigo, como si eso fuera a servir para castigar a su cuerpo y que no le doliera.

Al cobijo de las ramas moteadas había dos hombres abrazados, uno de ellos con traje y abrigo, el otro con pantalones vaqueros y cazadora a juego.

En lo alto de la colina había un enorme castillo gris con chapitel que asomaba por encima de las copas de los árboles. Parecía una finca grande y antigua, que lucía un aspecto extraño en contraste con las relucientes luces de la ciudad al anochecer, como si fuera algo salido de otra época. Cuando se aproximó, Val vio que había todo un surtido de criaturas disecadas al otro lado de una ventana, que la observaban con sus ojillos negros a través del cristal.

—Hola —dijo una voz familiar.

Val se dio la vuelta y vio a Ruth apoyada en una columna. Antes de que se le ocurriera qué decir, vio a Luis, que estaba tendido sobre el embarcadero que daba a un lago y a un campo de béisbol, compartiendo con Lolli unos besos apasionados, tiernos y húmedos.

—Ya sabía yo que no ibas a aparecer por la estación —dijo Ruth, negando con la cabeza.

—Dijiste que te montarías en el tren, aunque yo no apareciera —repuso Val, en un intento por ponerse digna, pero su réplica sonó poco convincente y a la defensiva.

—Me da igual. —Ruth se cruzó de brazos.

—¿Dónde está Dave? —preguntó Val, mirando a su alrededor. El parque se estaba oscureciendo y no vio a Dave en las proximidades.

Ruth se encogió de hombros y se agachó a por un vaso que tenía junto a los pies.

—Se marchó hace un rato, a pensar o yo qué sé. Luis salió tras él, pero volvió solo. Imagino que se habrá rayado. Joder, yo aún sigo flipando. Esa mujer se convirtió en un perro y ahora está muerta.

Val no sabía cómo explicar lo ocurrido para que su amiga lo entendiera, sobre todo porque eso empeoraría mucho las cosas. Era mejor creer que la poli se había convertido en un perro a que alguien la hubiera transformado.

—A Dave no le hará ninguna gracia cuando se entere. —Val señaló con la barbilla hacia Lolli y Luis, ignorando por completo la cuestión de la magia.

—Es asqueroso. —Ruth puso una mueca—. Son unos cabrones desalmados.

—No lo entiendo. Lolli lleva todo este tiempo detrás de él, ¿y Luis elige este momento para enrollarse con ella?

Val no lo podía entender. Luis era un gilipollas, pero se preocupaba por su hermano. Era impropio de él dejar que Dave se pusiera a deambular solo por Central Park, mientras él se enrollaba con una chica.

Ruth frunció el ceño y le ofreció a Val el vaso que tenía en la mano.

—Son tus amigos. Toma, bebe un poco de té. Está superdulce, pero al menos está caliente.

Val probó un sorbo, dejó que el líquido le calentara la garganta, mientras trataba de ignorar los temblores que sentía en la mano.

Luis se apartó de Lolli y sonrió a Val de medio lado.

—Anda, ¿cuándo has llegado?

—¿Os queda Nuncamás? —inquirió Val. No podría soportar el dolor mucho más tiempo. Tenía calambres hasta en la mandíbula.

Luis negó con la cabeza y miró a Lolli.

—No —dijo ella—. Lo tiré. ¿Has conseguido algo de Ravus?

Val inspiró hondo, tratando de contener el pánico.

—No estaba en casa.

—¿Y has visto a Dave por el camino? —preguntó Lolli.

Val negó con la cabeza.

—Vamos a bajar al sitio donde dormiremos —dijo Luis—. Creo que ya está lo bastante oscuro como para que no nos vean.

—¿Dave sabrá encontrarnos? —preguntó Ruth.

—Pues claro —repuso Luis—. Conoce el sitio. Hemos dormido otras veces allí.

Val apretó los dientes con frustración, pero siguió a los demás mientras saltaban la verja por un lateral del castillo y descendían por las rocas que se extendían por debajo. Había una zona plana y sombría, cubierta por otro saliente que les proporcionaba cierto cobijo. Val se dio cuenta de que lo habían equipado con unos cuantos cartones.

Luis se sentó y Lolli se apoyó encima de él, con los ojos entrecerrados.

—Mañana iré a rapiñar provisiones —dijo Luis, que se inclinó para besar a Lolli.

Ruth rodeó a Val con un brazo y suspiró.

—No me lo puedo creer.

—Yo tampoco —dijo Val, porque de repente todo le parecía irreal, arbitrario e insólito a partes iguales. Que Ruth tuviera que dormir entre cartones en Central Park le parecía más descabellado que la existencia de los feéricos.

Luis le introdujo las manos a Lolli por debajo de la falda, y Val dio otro sorbo de té, que se estaba enfriando, ignorando el atisbo de piel, el destello de unos piercings de acero, tratando de ignorar las risitas y los ruiditos húmedos. Cuando giró la cabeza, vio la pernera de los pantalones anchos de Luis; se había remangado tanto que resultaban visibles unas marcas negruzcas en el hueco de la rodilla, unas marcas que solo podían provenir del Nuncamás.

Mientras la respiración de Ruth se sumía en el sueño, y las de Lolli y Luis se incrementaban hacia algo más, Val se mordió el interior del labio y sobrellevó el dolor del síndrome de abstinencia.

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