Valor

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Capítulo 10

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Capítulo 10

Los que necesitan veneno, no por ello lo aman.

WILLIAM SHAKESPEARE, RICARDO II.

Conforme avanzó la noche, Val no se sintió mejor. Los calambres musculares se intensificaron hasta que se levantó y se alejó del escondite para, al menos, poder moverse y retorcerse en función de su malestar. Caminó a través de las rocas y comenzó a desandar el camino por el Ramble, esparciendo un remolino de hojas secas caídas desde sus ramas. Dio otro sorbo de té, pero se había quedado helado.

Val había crecido con la creencia de que Central Park era un lugar peligroso, aún más que el resto de Nueva York; era la clase de sitio donde pervertidos y asesinos acechaban detrás de cada arbusto, esperando a que pasara algún corredor inocente. Recordaba incontables noticias sobre atracos y apuñalamientos. Pero ahora el parque parecía tranquilo.

Cogió un palo y se puso a practicar estocadas, introduciendo la punta en el agujero de un grueso olmo hasta que, supuso, hubo ahuyentado a cualquier ardilla que viviera allí. Esos movimientos le produjeron un mareo y unas ligeras náuseas, y cuando giró la cabeza, le pareció ver unas luces que se movían por un sendero cercano.

El viento arreció en ese momento y el ambiente pareció cargado, igual que antes de una tormenta, pero cuando volvió a mirar, no vio nada. Frunciendo el ceño, se acuclilló y esperó para comprobar si había alguien allí.

Sopló una ráfaga de viento que estuvo a punto de arrancarle la mochila del hombro. Esta vez, estaba segura de haber escuchado una carcajada. Se giró, pero solo vio los gruesos tallos de una hiedra que se encaramaba a un árbol cercano.

Sopló una nueva ventolera que derribó el vaso que llevaba en la mano, formando un charquito de té. El vaso blanco echó a rodar sobre el suelo humedecido.

—¡Ya basta! —gritó, pero sus palabras quedaron sin efecto en el silencio que se produjo después, pareció incluso peligroso decirlas tan alto entre tanta quietud.

Oyó un silbido y giró la cabeza. Allí, sentada sobre un tocón, había una mujer compuesta enteramente de hiedra.

—Huelo un hechizo, fino como la nieve en polvo. ¿Eres uno de los nuestros?

—No —respondió Val—. No soy feérica.

La mujer inclinó la cabeza con una ligera reverencia.

—Espera. Necesito… —comenzó a decir Val, pero no supo cómo terminar la frase. Necesitaba pincharse, necesitaba Nuncamás, pero no sabía si los feéricos tendrían un nombre para referirse a ello.

—¿Perteneces al grupo de los golosos? Pobrecilla, te has alejado mucho de la fiesta. —La mujer de hiedra pasó de largo junto a ella y se encaminó hacia el puente—. Te mostraré el camino.

Val no sabía a qué se refería, pero la siguió, no solo porque Lolli y Luis le estaban partiendo el corazón a Dave sobre unas rocas cercanas y ella no quería verlo; no solo porque los ojos inertes de la mujer policía parecían seguirla en la oscuridad; lo hizo también porque lo único que parecía importante en ese momento era aplacar su dolor. Y allí donde hubiera un festejo feérico, habría algún modo de encontrar alivio.

La mujer de hiedra la condujo hasta aquella terraza con aves y ramas talladas en los muros, con una fuente en el centro y el lago de fondo. La feérica avanzó sobre las baldosas del suelo, como si fuera una columna vegetal en movimiento. Del agua emergió una neblina, una capa plateada que se quedó flotando en el aire durante unos segundos antes de comenzar a extenderse, demasiado densa y veloz como para ser un fenómeno natural. Val sintió un cosquilleo en la piel, pero estaba demasiado aturdida y dolorida como para hacer algo que no fuera retroceder a trompicones, mientras la niebla se desplegaba como la marea sobre una orilla oscura.

Esta se asentó a su alrededor, cálida y pesada, trayendo consigo un aroma extraño, empalagoso y putrefacto. Resonó una melodía en el ambiente: el tintineo de unas campanas, un gemido, las notas estridentes de una flauta. Val caminó dando tumbos, engullida y cegada por oleadas de niebla. Oyó un coro de carcajadas, próximas a ella, y se giró. La niebla remitió en algunos puntos, ofreciéndole la vista de un nuevo paisaje.

La terraza seguía allí, pero las vides se habían separado de la tierra hasta formar una maraña de tallos enroscados, cargados de flores extrañas, con espinas largas y finas como agujas. Los pájaros se alzaron desde sus nidos esculpidos para picotear las uvas orondas que pendían de las barandillas, para disputarse con unas abejas grandes como puños las manzanas de acero que cubrían el embarcadero.

Además, también había feéricos. Más de los que Val habría imaginado que pudieran vivir entre el hierro y el acero de la ciudad, feéricos con ojos extraños y orejas afiladas como cuchillos, con faldas confeccionadas a partir de ortigas y filipéndulas, con camisas y chalecos con rosas bordadas, y otros desnudos, cuya piel centelleaba bajo la luna. Val pasó junto a una criatura con unas piernas que parecían ramas y un rostro tallado a partir de una corteza, y junto a un hombrecillo que la miró a través de unos binoculares con lentes hechas de cristalitos marinos de color azul. Pasó junto a un individuo con la espalda encorvada y repleta de espinas. El tipo olía a sándalo, y Val creyó reconocerlo. Todas esas criaturas parecían centelleantes como una llamarada, e indómitas como el viento. Sus ojos despedían un fulgor terrible y ardiente bajo la luz de la luna, y Val comenzó a asustarse.

A lo largo de la orilla del lago habían extendido varias telas con bordados dorados, y encima habían dispuesto toda clase de manjares amontonados. Había dátiles, caquis y membrillos servidos en bandejas compuestas de hojas secas y resquebrajadas, junto a decantadores de zafiro y vinos verdes como el peridoto. Había pasteles cubiertos de bellotas tostadas, apilados junto a espetos de paloma y tazas con siropes viscosos. Cerca de allí, en una pila, había unas manzanas blancas como las de Ravus, cuyas entrañas rojizas resultaban visibles a través de la piel velluda, prometiéndole a Val un alivio frente al dolor.

Olvidó su miedo.

Agarró una y mordió su pulpa cálida y dulce. Se deslizó por su garganta como un pedazo de carne sanguinolenta. Conteniendo las náuseas, la mordió una y otra vez, dejando correr el jugo por su mandíbula, mientras la piel del fruto cedía bajo sus dientes afilados. La sensación no era la misma que con el Nuncamás, pero bastó para adormecerle las extremidades y calmarle los temblores.

Aliviada, Val se sentó junto al lago, justo cuando una criatura cubierta de musgo y liquen emergió fugazmente, con un pez plateado que se meneaba dentro de su boca, para luego volver a sumergirse. Demasiado cansada para moverse, y demasiado aliviada como para sentir nada que no fuera saciedad, Val se contentó con observar a la multitud. Para su sorpresa, comprobó que no era la única humana. Una chica, demasiado joven como para haber terminado el colegio, tenía la cabeza apoyada sobre el regazo de una feérica de piel azul y labios negros que le estaba prendiendo campanitas y tréboles de las coletas. Había un hombre con el pelo canoso y una chaqueta de tweed agachado al lado de una niña verde con el pelo musgoso y chorreante. Dos jóvenes comían unas tajadas de manzana blanca desde el borde de un cuchillo, lamiendo el filo para saborear todo el jugo.

¿Sería ese el grupo de los golosos? Esclavos humanos dispuestos a cualquier cosa a cambio de una dosis de Nuncamás, que ni siquiera sabían lo que era pinchárselo en el brazo o esnifarlo por la nariz. «Nunca —se dijo Val—. Nunca más, nunca. Nunca jamás. Nunca, nunca, nunca. El País de Nunca Jamás». No necesitaba hacer que las sombras danzasen. No necesitaba seguir eligiendo el mal camino, jactándose de ser, al menos, la artífice de su propia tragedia. Por muy malas que fueran sus decisiones, no estaban logrando mantener los demás problemas a raya.

Otro feérico bajó por las escaleras. Había algo extraño en su piel; parecía moteada y burbujeante en algunos puntos. Una oreja y parte del cuello parecían haber sido esculpidos toscamente a partir de un trozo de arcilla. Varios feéricos retrocedieron mientras él avanzaba por la terraza.

—Intoxicación por hierro —dijo alguien.

Val se giró y vio a una de las feéricas con la melena de color miel de Washington Square. Aún iba descalza, aunque en el tobillo llevaba puesta una pulsera hecha con bayas. Val se estremeció.

—Parece como si se hubiera quemado.

—Hay quien dice que a todos nos pasará lo mismo si no nos quedamos en el parque, ni regresamos a nuestro lugar de origen.

—¿Estáis exiliadas aquí?

La feérica asintió.

—Tuve un amante que también lo era de un noble influyente. Hizo correr el rumor de que yo había robado un rollo de tela. Era una tela mágica y valiosa, de las que te cuentan historias, y todo apuntaba a que el castigo del tejedor sería tan ocurrente como severo. Mis hermanas y yo seguiremos exiliadas hasta que podamos probar mi inocencia. Pero ¿y tú qué?

Val se había inclinado hacia delante, imaginándose ese maravilloso tejido, así que la pregunta de la feérica la tomó por sorpresa.

—Se puede decir que me exiliaron. —Después miró a su alrededor y preguntó—: ¿Siempre hay tanto ambiente por aquí? ¿Todos los exiliados acuden aquí cada noche?

La feérica de la melena color miel se rio.

—Oh, sí. Si tienes que irte a vivir entre el hierro, al menos puedes venir aquí. Es casi como estar de vuelta en la corte. Y, por supuesto, aquí te enteras de los chismorreos.

—¿Qué clase de chismorreos?

Val sonrió. Había vuelto a adoptar el papel de cómplice. Para ella, era un acto reflejo formular las preguntas que su acompañante quería responder y le aliviaba escuchar. La feérica sonrió y sus palabras serenaron los pensamientos de Val.

—Verás, el mejor chismorreo es que la dama radiante, la reina luminosa Silarial, ha venido a la ciudad del hierro. Dicen que va a ocuparse de los envenenamientos.

Por lo visto, Mabry, que es una exiliada de la nobleza, sabe algo. Todo el mundo ha oído que han mantenido una reunión.

Val se hincó las uñas en el reverso de la mano. ¿Mabry habría acusado a Ravus? Pensó en el abandono de la guarida dentro del puente y frunció el ceño.

—Anda, mira —susurró la feérica—. Ahí está. Mira cómo retroceden todos, fingiendo que no se mueren por pedirle que confirme los rumores.

Val se incorporó y dijo:

—Se lo preguntaré yo.

Antes de que la feérica de la melena color miel pudiera protestar o animarla, Val se abrió camino entre los feéricos. Mabry llevaba puesto un vestido de color crema muy pálido, con el cabello marrón verdoso recogido en un moño con una peineta confeccionada con el interior de una concha. A Val le resultó extrañamente familiar, pero no logró ubicarla.

—Qué peineta tan bonita —dijo, pues se había quedado mirándola fijamente.

Mabry se la quitó del pelo, dejando que los bucles se desplegaran sobre su espalda, y le dirigió a Val una sonrisa amplia y radiante.

—Te conozco. Eres esa sirvienta de la que tanto se ha encariñado Ravus. Quédate con este abalorio, si quieres. Tal vez ayude a que te crezca el pelo.

Val deslizó los dedos sobre la fría superficie de la concha, pero estaba segura de que un regalo acompañado de una pulla no merecía ningún agradecimiento. Mabry alargó un dedo y le tocó la comisura de los labios.

—Veo que has saboreado aquello que ha estado bebiendo tu piel.

Val se sobresaltó.

—¿Cómo lo has sabido?

—Tengo la costumbre de saber cosas —repuso Mabry, que dio media vuelta para marcharse antes de que Val pudiera preguntarle una sola de las cosas que quería saber.

Val intentó seguirla, pero un feérico con una melena larga compuesta de maleza y una sonrisa maliciosa se interpuso en su camino.

—Permíteme devorar tu belleza, preciosa.

—Estarás de coña —replicó Val, que intentó pasar de largo.

—Ni mucho menos —repuso el feérico, y de repente, sin previo aviso, Val experimentó una punzada de deseo en la barriga. Se ruborizó—. Puedo colmarte de deseo incluso en sueños.

Una mano la agarró por la garganta y una voz grave y áspera le susurró al oído:

—¿De qué te sirve ahora tu entrenamiento?

—¿Ravus? —preguntó Val, aunque había reconocido su voz.

El otro feérico se escabulló, pero Ravus no le soltó el cuello.

—Este lugar es peligroso. Deberías tener más cuidado. Ahora me gustaría que, al menos, intentaras liberarte.

—No me has enseñado a… —comenzó a decir Val, pero se interrumpió, avergonzada por el tono lastimero que había adoptado su voz.

Ravus le estaba enseñando ahora esa lección. Al fin y al cabo, le estaba dejando tiempo para pensar cuál podría ser su próximo movimiento. Tampoco es que la estuviera estrangulando. Le estaba concediendo margen para salir victoriosa.

Val se relajó, presionó la espalda sobre el pecho del trol y se restregó contra él. Sobresaltado, Ravus aflojó la mano y Val se zafó. Después la agarró del brazo, pero ella giró sobre sí misma y lo besó.

Ravus tenía los labios ásperos, agrietados. Val notó el roce de sus colmillos en el labio inferior. El trol profirió un gemido gutural y cerró los ojos, entregándose a ese beso. El olor que desprendía —como el de una piedra fría y húmeda—, provocó que a Val le diera vueltas la cabeza. Un beso condujo a otro, y el momento fue perfecto, apropiado, auténtico.

El trol se apartó con brusquedad y giró la cabeza para no mirarla.

—Bien jugado —dijo.

—Pensé que a lo mejor querías que te besara. A veces me ha dado esa impresión.

A Val le latía el corazón a mil por hora y tenía las mejillas al rojo vivo, pero se alegró de que no se le notara.

—Yo no quería… —Ravus titubeó—. No quería que te dieras cuenta.

Val estuvo a punto de echarse a reír.

—Vaya cara que has puesto. ¿Es que nunca te habían besado?

Val quiso repetirlo, pero no se atrevió.

—Muy pocas veces —repuso el trol con frialdad.

—¿Y te gustó?

—¿Ahora o entonces?

Val tomó aliento, después suspiró.

—Ambas. Cualquiera.

—Me gustó —respondió Ravus en voz baja.

Fue entonces cuando Val recordó que no podía mentir. Le deslizó una mano por la mejilla.

—Bésame tú a mí.

Ravus le agarró los dedos con tanta fuerza que le hizo daño.

—Basta —dijo—. No sé a qué estás jugando, pero déjalo ya.

Val pegó un tirón para que la soltara, se serenó de golpe y retrocedió varios pasos para alejarse de él.

—Lo siento… Pensé que…

En realidad, no recordaba lo que había pensado, lo que la había llevado a creer que aquello sería una buena idea.

—Vámonos —dijo Ravus, sin mirarla—. Te llevaré de vuelta a los túneles.

—No —replicó ella.

El trol se detuvo.

—No sería buena idea permanecer aquí, sin importar tu…

Val negó con la cabeza.

—No me refiero a eso. Han descubierto nuestra guarida. No tenemos ningún sitio al que regresar.

Hacía mucho tiempo que no tenía ningún sitio al que volver, ni motivos para hacerlo.

Ravus desplegó una mano, como si intentara expresar algo inexpresable.

—Los dos sabemos que soy un monstruo.

—No eres ningún…

—No recubras con miel un trozo de carne podrida. No te rebajes a eso. Sé lo que soy. ¿Qué podrías querer tú de un monstruo?

—Todo —repuso Val, muy seria—. Siento haberte besado, ha sido un acto egoísta y te he molestado… Pero no me pidas que finja que no quería hacerlo.

Ravus la miró con tiento, mientras ella avanzaba un paso hacia él.

—No se me da muy bien explicar las cosas —prosiguió Val—. Pero creo que tienes unos ojos bonitos. Me gusta el dorado que hay en ellos. Me gusta que sean diferentes a los míos. Veo mis ojos a todas horas, y ya me he aburrido de ellos.

El trol resopló con ironía, pero permaneció inmóvil. Val alargó una mano y le acarició la mejilla verde y pálida.

—Me gusta todo lo que te hace ser monstruoso.

Ravus le acarició con sus largos dedos la pelusilla que le brotaba de la cabeza, como la piel de un melocotón, apoyando las garras encima con delicadeza.

—Me temo que todo lo que toco se acaba corrompiendo.

—A mí no me asusta corromperme —repuso Val.

El trol hizo un amago de sonreír.

La voz de una mujer resonó en el ambiente, sonora como el tañido de una campana:

—De modo que mandaste llamar a Silarial.

Val se giró. Mabry se encontraba en mitad del patio, con la melena alborotada por la brisa. A su alrededor, los demás feéricos estaban expectantes. Al fin y al cabo, era una buena ocasión para chismorrear.

Ravus le apoyó una mano en la rabadilla a Val, que notó la curvatura de sus garras en el espinazo. El trol respondió a Mabry sin inmutarse:

—La misericordia de lady Silarial puede ser temible, pero no tengo más remedio que encomendarme a ella. Sé que vino a hablar contigo. Quizá, cuando vea lo desdichada que has sido y lo útil que eres, te lleve de vuelta a la corte.

Mabry esbozó una sonrisa adusta.

—Todos debemos encomendarnos a su misericordia. Pero ahora quiero darte algo a cambio de lo que tú me diste a mí.

Val se metió la mano en el bolsillo para devolver la peineta de Mabry, cuyas púas se le hincaron en los dedos mientras la sacaba. Aferradas a la cresta de la peineta había unas perlas envueltas en algas marinas y unos crustáceos diminutos. Al verlo, Val se acordó de la sirena con su collar de perlas y conchas, con los ojos inertes apuntando hacia ella, mientras su cabello flotaba sobre la superficie del agua, privado de aquella peineta a juego.

Mientras sostenía la peineta con los dedos entumecidos, Val comprendió que provenía de un cadáver.

—Mabry me dio esto —dijo.

Ravus le echó un vistazo rápido, pero no le dio mayor importancia.

—Era de la sirena —le explicó ella—. Mabry se la quitó.

La feérica soltó un bufido.

—Entonces, ¿cómo ha acabado en tus manos?

—Me la dio ella…

Mabry se giró hacia Ravus, interrumpiéndola:

—¿Sabías que te ha estado robando? ¿Que te ha estado sisando parte de tus pociones, como cuando los boggarts se beben la capa superior de nata de una botella de leche?

Mabry la agarró del brazo, le subió la manga para que Ravus pudiera ver las marcas negruzcas que tenía en el hueco del codo, unas marcas que parecían quemaduras de cigarrillo.

—Y mira lo que ha estado haciendo: atiborrarse las venas con nuestro bálsamo. Ahora, Ravus, dime quién es el envenenador. ¿Vas a pagar por sus errores?

Val alargó una mano hacia Ravus. El trol se apartó.

—¿Qué has hecho? —inquirió, frunciendo los labios.

—Sí, me he inyectado las pociones —confesó Val.

A esas alturas, no tenía sentido negarlo.

—¿A quién se le ocurre? —exclamó el trol—. Yo pensaba que era inocuo, un bálsamo para aliviar el dolor de los feéricos.

—El Nuncamás te concede… Hace que los humanos… parezcan feéricos.

No era eso, no exactamente, pero el rostro de Ravus venía a decir: «No te importa que yo sea un monstruo, porque tú también lo eres».

—Tenía mejor opinión de ti —dijo—. Te tenía en muy alta estima.

—Lo siento —dijo Val—. Por favor, deja que me explique.

—Humanos —repuso el trol, con un tono cargado de aversión—. Sois una sarta de mentirosos. Ahora entiendo el odio que sentía mi madre.

—Puede que te haya mentido en eso, pero no he mentido sobre la peineta. No he mentido siempre.

Ravus la agarró del hombro, sus dedos eran tan pesados que ella sintió como si estuviera sujeta por una piedra.

—Ya sé qué era lo que te gustaba tanto de mí: las pociones.

—¡No! —protestó Val.

Cuando miró al trol a la cara, no encontró ningún gesto reconocible, ningún rastro de simpatía. Ravus presionó el pulgar sobre la vena que le palpitaba en el pescuezo.

—Creo que es hora de que te vayas.

—Deja que… —replicó Val.

—¡Vete! —gritó Ravus, que la apartó de un empujón y apretó el puño con tanta fuerza que sus garras le dejaron marca.

Val retrocedió, tambaleándose, con un escozor en la garganta. Ravus se giró hacia Mabry y le dijo:

—Di que das por zanjada tu venganza conmigo. Al menos, dime eso.

—En absoluto —repuso Mabry con una sonrisa mordaz—. Te he hecho un favor.

Val se marchó, deshizo el camino a través del sendero, del manto de niebla y del bosque hasta llegar al castillo, con los ojos llorosos y el corazón herido. Allí, mientras contemplaba el fulgor lejano de las luces de la ciudad, pensó de repente en su madre. ¿Fue así como se sintió, después de que Tom y ella se marcharan? ¿Habría querido volver atrás para cambiarlo todo, pero no tenía el poder necesario para hacerlo?

Mientras se deslizaba por las rocas, Val vio la punta roja del cigarrillo de clavo aromático de Ruth, después, divisó el resto de su campamento improvisado. Su amiga se levantó cuando la vio llegar.

—Creía que habías vuelto a dejarme tirada.

Val miró a Lolli y a Luis, acurrucados juntos. Luis parecía diferente, estaba pálido y tenía ojeras.

—He salido a dar un paseo.

Ruth dio otra honda calada, la punta del cigarrillo chisporroteó.

—Ya, bueno, tu amigo Dave también salió a pasear.

Val pensó en la fiesta y se preguntó si Dave habría estado allí, como otro goloso que deambula, aturdido, entre sus caprichosos amos.

—Yo… yo… —Val se sentó, abrumada, y hundió el rostro entre sus manos—. La he cagado. La he cagado de verdad.

—¿Qué quieres decir? —Ruth se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—Es difícil de explicar. Existen los feéricos, como los del Final Fantasy. Alguien los está envenenando, y esta sustancia que yo consumo… es una especie de droga, pero también es algo mágico.

Val notó cómo las lágrimas corrían por su rostro, y se las secó de un manotazo.

—¿Sabes una cosa? —dijo Ruth—. La gente no llora cuando está triste. Todo el mundo piensa eso, pero no es cierto. La gente llora cuando se siente frustrada o abrumada.

—¿Y qué pasa con la pena? —preguntó Val.

—La pena es frustrante y abrumadora.

Val se dio cuenta de que aún llevaba en la mano la peineta de la sirena, pero la había estado aferrando tan fuerte que se había roto en pedazos. Apenas quedaban unos trocitos de concha. No había motivos para pensar que pudieran demostrar nada.

—Oye, admito que lo que dices parece una locura —dijo Ruth—. Pero ¿y qué? Aunque estés delirando, eso no quita que debamos resolver tu delirio, ¿no crees? Los problemas imaginarios necesitan soluciones imaginarias.

Val apoyó la cabeza sobre el hombro de su amiga, relajándose como no lo había vuelto a hacer desde que vio a su madre con Tom. Y puede que desde antes, incluso. Había olvidado lo mucho que le gustaba hablar con Ruth.

—Está bien, empecemos por el principio.

—Cuando llegué a la ciudad, puse el piloto automático —dijo Val—. Tenía entradas para el partido, así que fui a verlo. Sé que parece absurdo. Ya en ese momento, me pareció un disparate, como si fuera uno de esos tipos que matan a su jefe y luego vuelven a sentarse ante el ordenador para terminar unos informes.

»Cuando me crucé con Lolli y Dave, solo quería perderme, sumirme en el vacío, dejar de ser yo. Ya sé que te parecerá estúpido y equivocado.

—Es muy poético —bromeó Ruth—. En un sentido gótico.

Val puso los ojos en blanco, pero sonrió.

—Ellos me presentaron a algunos feéricos, y esa es la parte donde todo deja de tener sentido.

¿Feéricos? ¿Te refieres a elfos, duendes y trols? ¿Como los que salen en los cuadros de Brian Froud?

—Oye, yo…

Ruth alzó una mano.

—Era por preguntar. Vale, feéricos. Continúa.

—El hierro les hace daño, así que hay una sustancia a la que Lolli llama Nuncamás. Impide que el hierro les afecte demasiado. Los humanos pueden… consumirla… Te permite crear ilusiones o hacer que la gente sienta lo que tú quieras que sientan. Hacíamos repartos en nombre de Ravus, que es quien elabora el Nuncamás, y nos quedábamos con una parte.

Ruth asintió.

—Entiendo. Entonces, ¿Ravus es un feérico?

—Algo parecido —repuso Val. Percibió un gesto risueño en la mirada de su amiga, pero agradeció que la sonrisa no se extendiera hasta sus labios—. Varios feéricos murieron envenenados y le echaron la culpa a Ravus. Creo que esta peineta procede de una feérica muerta, y Mabry la tenía en su poder, pero no sé qué significa eso.

»Todo se ha desmadrado. Dave convirtió a una policía en un perro a propósito, y Mabry le contó a Ravus que le estábamos robando, así que ahora cree que yo he tenido algo que ver con las muertes, y encima hace dos días que no pruebo el Nuncamás y me duele el cuerpo entero.

Eso era cierto, las molestias habían empezado otra vez; sentía un dolor leve, pero creciente. El alivio temporal del fruto feérico no bastó para evitar que sus venas exigieran más. Ruth le estrechó los hombros a modo de abrazo.

—Joder. Sí que es una locura. ¿Qué podemos hacer?

—Podemos averiguar qué pasó —respondió Val—. Tengo todas estas pistas, pero no sé cómo hacerlas encajar.

Val observó los restos de la peineta y volvió a pensar en la sirena. Ravus dijo que la mataron con un raticida, pero era una sustancia peligrosa que no encajaba con el perfil de un envenenador feérico, y menos aún el de un alquimista como Ravus. ¿Y por qué querría él matar a un puñado de feéricos inofensivos?

Pudo haber sido un humano. Los mensajeros humanos eran bien recibidos, no levantaban sospechas.

Val recordó la primera entrega en la que participó y la botella de Nuncamás que Dave descorchó, rompiendo el sello de cera. ¿Mabry no debería haberse preocupado? Con tantos envenenamientos, ¿no sería eso el equivalente a tomarse una aspirina con el precinto de seguridad roto? El único motivo por el que alguien haría algo así sería que ya supiera quién era el envenenador, o si él mismo fuera el culpable.

Y Mabry sabía que Val consumía esa sustancia. Alguien se lo había contado.

—Pero ¿por qué? —se preguntó en voz alta.

—¿A qué te refieres? —inquirió Ruth.

Val se levantó y se paseó sobre la roca.

—Estoy pensando. ¿Cuál es la consecuencia de los envenenamientos? ¡Que Ravus está en apuros!

—¿Y qué? —preguntó Ruth.

—Que Mabry quiere vengarse de él —respondió

Val.

Pues claro: vengarse por la muerte de su amante. Vengarse por su exilio.

Fue Mabry, seguro. Mabry y un cómplice humano. Dave era la opción más evidente, puesto que fue él quien no se molestó en disimular que le estaba sisando Nuncamás. Pero ¿qué motivos podría tener para matar feéricos?

Pudo haber sido Luis. Odiaba a los feéricos por lo que le habían hecho en el ojo. Llevaba un montón de metal encima para protegerse. Y consumía Nuncamás, como demostraban las marcas que tenía bajo la rodilla, aunque él lo negara. Pero ¿para qué, si él no podía ver los hechizos? ¿Y por qué le daba igual la desaparición de Dave? ¿Por qué se enrollaba ahora con Lolli, cuando ella llevaba detrás de él desde mucho antes de que Val la conociera? Luis estaba tan tranquilo. Como si supiera dónde estaba su hermano.

Val se detuvo en ese pensamiento.

—Este es el plan —dijo—. Tenemos que ir a casa de Mabry, mientras siga en la fiesta, y encontrar pruebas de que ella está detrás de los envenenamientos.

Pruebas para convencer a Ravus de su inocencia y para convencer a los demás feéricos de que él no era el envenenador. Pruebas capaces de salvarlo, para que pudiera perdonar a Val.

—Está bien —dijo Ruth, echándose la mochila al hombro—. Vamos a ayudar a tus amigos imaginarios.

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