Valor

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Capítulo 12

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Capítulo 12

Y sus labios dulces y rojos sobre los míos

ardieron como el llameante rubí incrustado

la balanceante lámpara de un santuario carmesí,

como las heridas sanguinolentas de una granada,

como el corazón humedecido del loto,

como la sangre derramada de un vino rosado.

OSCAR WILDE, «EN LA HABITACIÓN DORADA: UNA ARMONÍA».

Un carruaje se detuvo bajo el arco del pilar del puente.

Se encontraba lejos del parque, o de cualquier otro sitio donde pudiera encontrarse un carruaje así, y el caballo pardo parecía inquieto bajo la pálida luz del amanecer. No había ni rastro del conductor.

—¿Crees que alguien se habrá ido a caballo al supermercado? —preguntó Val.

—Eso no es un caballo —dijo Luis, apartándola lejos de él. Tenía los ojos inyectados en sangre y los labios agrietados a causa del frío—. Alégrate de no poder ver lo que es en realidad.

Parecía un caballo cualquiera de ciudad, con el lomo encorvado y unas pezuñas gruesas. Val achicó los ojos hasta que su imagen se desdibujó, pero siguió sin saber qué había visto Luis, y prefirió no preguntarlo.

—Sigamos.

Pegada a la pared del fondo, Val pasó bajo la pasarela, seguida de cerca por Luis. Llamó al tocón, pero cuando se introdujeron por la abertura, oyó las pisadas de alguien que bajaba por las escaleras del puente.

No les dio tiempo más que a quedarse mirando a Greyan con la boca abierta. Tenía las manos cubiertas de sangre, una sangre que goteaba de las yemas de sus dedos y se coagulaba sobre los escalones polvorientos, demasiado brillante como para ser real. Sostenía sus hoces de bronce en una mano. También estaban ensangrentadas.

—Ya está hecho —dijo el ogro. Parecía cansado—. Pequeños humanos, permitid que os diga que no os entrometáis más en los asuntos de los feéricos.

—¿Dónde está Ravus? —inquirió Val—. ¿Qué ha ocurrido?

—¿Volverías a enfrentarte a mí, mortal? Tu lealtad es encomiable, aunque inapropiada. Ahorra tu valentía para un adversario más digno. —Pasó de largo junto a ella y bajó los escalones restantes—. Por hoy, no me apetece seguir alternando con la muerte.

Todo se redujo a ese instante, a esa palabra. Muerte. «No puede ser», se dijo Val, que se apoyó en el frío muro de piedra. Durante unos instantes, no fue capaz de subir el resto de las escaleras. No podía soportarlo.

Luis subió lentamente, llegó al descansillo y luego volvió a bajar. Se acercó un dedo a los labios.

—Ella está ahí.

Val se puso en marcha, con demasiada brusquedad, pero Luis la agarró con fuerza del brazo.

—No hagas ruido —le espetó.

Val asintió, sin atreverse a preguntar por Ravus. Juntos, subieron poco a poco por las escaleras, cada pisada provocaba una nubecilla de polvo, hacía crujir el armazón de hierro, hacía tintinear las cuerdas de la cítara, sonidos que Val confió en que quedaran eclipsados por el murmullo constante del tráfico en la superficie. Cuando se aproximaron al descansillo, oyó la voz de Mabry, cargada de ansiedad:

—¿Dónde lo guardas? Seguro que tienes veneno en alguna parte. Venga, hazme un último servicio.

Val esperó a oír la respuesta de Ravus, pero el trol no dijo nada. Luis adoptó un gesto sombrío.

—Antes eras muy servicial —añadió Mabry con resquemor.

Algo cayó dentro de la habitación, y a Val le pareció oír el estrépito de un cristal al romperse. Avanzó, separó las láminas de plástico. La mesa de Ravus estaba volcada, sus libros y papeles estaban desperdigados por la estancia. La butaca tenía un tajo en el respaldo, del que brotaba el relleno de plumas y espuma. Unas pocas velas titilaban en el suelo, algunas de ellas rodeadas por riachuelos de cera. La piedra de las paredes tenía unos surcos profundos. Ravus estaba tendido boca arriba, con una mano en el pecho, mientras manaba sangre entre sus dedos. Unos regueros húmedos y oscuros pintaban el suelo, como si el trol se hubiera arrastrado por la superficie. Mabry se acercó a un armario, se puso a rebuscar en él con una mano, mientras con la otra sostenía un plato que contenía unos despojos rojizos.

Val se acercó, ignorando la advertencia de Luis, que le hincó los dedos en la piel. El miedo le impidió concentrarse en nada que no fuera el cuerpo de Ravus.

—¿Sabes cuánto tiempo llevo esperando a que te mueras? —inquirió Mabry con voz estridente—. Eso me libraría de mi exilio. Me permitiría regresar a la Corte Radiante para seguir con mi trabajo. Pero, ahora, todo el placer que pensé que obtendría de tu muerte me ha sido arrebatado.

»Alguien tiene que parecer culpable de la muerte de esos feéricos, así que al menos servirás para algo. A nadie le gustan los cabos sueltos. —Mabry seleccionó un vial del armario y tomó aliento—. Esto tendrá que servir. Mi nueva señora es impaciente y quiere que todo esté resuelto antes del solsticio de invierno. ¿No te parece irónico que después de todo este tiempo, a pesar de toda tu lealtad, haya sido yo la elegida para ser su agente en la Corte Oscura? Jamás habría pensado que la reina de la Corte Luminosa querría tener su propio agente doble. Quizá me acabe gustando trabajar para Silarial. Al fin y al cabo, ha demostrado ser tan despiadada como mi propia señora.

Val separó las láminas de plástico y se adentró en la habitación. Ravus tenía la cabeza girada hacia la pared donde estaba colgada la espada de Tamson, con los ojos dorados inertes y apagados. Tenía un agujero profundo en el pecho que cubría a medias con una mano, como si estuviera haciendo una promesa después de muerto. La estancia despedía un olor extraño, empalagoso y sofocante, que le produjo arcadas a Val.

«Palabra de honor, así me muera».

Val empezó a temblar. Ya no le importaba Mabry, ni la política, ni los planes, ni nada que no fuera Ravus.

No podía dejar de mirar la sangre que le manchaba las comisuras de los labios y le teñía los dientes. Tenía la piel muy pálida, apenas se percibía en ella un ligero verdor.

Mabry se giró, el plato que tenía en la mano albergaba el trozo de carne que le faltaba al pecho de Ravus. Su corazón. Val estuvo a punto de sufrir un vahído. Quiso gritar, pero tenía la garganta ocluida.

—Luis —dijo Mabry—, tu hermano lamentará saber que te has cansado tan pronto de mi hospitalidad.

Val se giró a medias. Luis se encontraba por detrás de ella, con un tic en un músculo de la mandíbula.

—Y mi cítara. —La voz de Mabry denotaba cierto deje risueño y burlón, en consonancia con su entorno, con la sangre y los muebles rotos—. Ravus, mira lo que han traído tus sirvientes. Un poco de música.

—¿Por qué hablas con él? —gritó Val—. ¿No ves que está muerto?

Al oír el sonido de su voz, Ravus alzó ligeramente la cabeza.

—¿Val? —masculló.

Val pegó un respingo y retrocedió, alejándose del cuerpo. Era imposible que hablara. La esperanza se batió en duelo con el horror, mientras la ira se acumulaba en su garganta.

—Adelante, Luis —dijo Mabry—. Toca la cítara. Seguro que Ravus descansará mejor cuando lo sepa.

Luis rasgueó una cuerda y la voz de Tamson resonó por la estancia, relatando su historia. En el momento en que pronunció la palabra «traicionado», la espada de cristal se cayó de la pared y se agrietó bajo la superficie, como el hielo de un lago.

—Tamson —susurró Ravus. Alzó la cabeza con una mirada cargada de odio, pero tenía el brazo tan ensangrentado que se le resbalaba y no podía sostener su peso. Volvió a tenderse con un gruñido.

Mabry esbozó una sonrisa y se acercó al trol.

—Ay, menuda cara pusiste cuando lo ensartaste con tu espada. Tu cabello será la próxima cuerda de mi cítara, donde contará tu patética historia por toda la eternidad.

—Aléjate de él —dijo Val, que recogió la pata rota de una mesa.

Mabry sostuvo en alto el plato.

—Resulta sorprendente que los trols puedan vivir un tiempo sin su corazón, ¿no crees? Puede que aún le quede una hora, si no acelero el proceso, pero como no te quites de mi camino estamparé su corazón contra el suelo.

Val se quedó inmóvil y soltó la pata de la mesa.

—Bien hecho —dijo Mabry—. Lo dejaré en tus habilidosas manos.

Sus pezuñas traquetearon escaleras abajo, mientras su vestido se deslizaba a su paso.

Val se arrodilló junto a Ravus. El trol alargó una garra larga y afilada para tocarle el rostro. Tenía una mancha oscura y carmesí en los labios.

—Rogué para que vinieras. No debí haberlo hecho, pero no pude evitarlo.

—Dime qué te traigo —dijo Val—. Qué hierbas debo combinar.

El trol negó con la cabeza.

—No tengo cura posible.

—Entonces iré a buscar tu corazón —dijo ella, endureciendo el tono.

Se levantó de un brinco, atravesó la cortina de plástico y bajó por las escaleras. Golpeó la pared y atravesó el umbral que daba a la calle. El aire frío impactó contra su rostro ardiente, pero tanto Mabry como el carruaje habían desaparecido.

La situación se había complicado tanto, se había descontrolado hasta tal punto, que ya no podía enmendarla. No había plan ni solución posibles.

Lo único sobre lo que tenía algún poder era sobre sí misma. Podía marcharse de allí, correr y correr hasta quedarse tan fría y entumecida como para no sentir nada. Al menos, sería ella la que tomaría esa decisión, sería ella la que tomaría el control. Así no tendría que ver morir a Ravus.

Allí, acuclillada sobre la acera, se puso a sollozar sin derramar lágrima alguna. Fue como vomitar cuando no te queda nada en el estómago. Se hincó las uñas en la muñeca, el dolor le ayudó a centrarse hasta que pudo obligarse a volver a subir por las escaleras sin gritar.

Luis estaba arrodillado al lado de Ravus, estaban cogidos de la mano.

—Un cordel de amaranto —dijo el trol con voz ronca, mientras se le formaba una burbuja sanguinolenta en los labios—. El sueño de un niño, el aroma del verano. Teje una corona con todo ello y deposítala con tus propias manos sobre la cabeza de tu hermano.

—No sé cómo conseguir esas cosas —dijo Luis con la voz quebrada.

Val se quedó mirándolos, después se fijó en la pared y en las polvorientas cortinas.

—Perdóname —dijo.

Ravus se giró hacia ella, pero Val no se detuvo a esperar su respuesta. Tiró de la tela para arrancar las cortinas y la luz inundó la estancia. Las motas de polvo danzaban en el aire.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Luis.

Val lo ignoró y corrió hacia la siguiente ventana.

Ravus se incorporó sobre un codo. Separó los labios para decir algo, pero su piel ya se había tornado gris y su boca quedó paralizada, entreabierta, sin palabras. Se convirtió en piedra, una estatua modelada por un escultor perverso, y las manchas de sangre se desmigajaron. Luis corrió hacia el lugar donde Val estaba arrancando más cortinas.

—¿Estás loca?

—Necesitamos tiempo para detener a Mabry —replicó Val—. Ravus no morirá mientras esté convertido en piedra. No morirá hasta el anochecer.

Luis asintió lentamente.

—Creí que podría… No se me ocurrió lo del sol.

—Ravus podrá tejer él mismo la corona para Dave cuando se despierte. Le has preguntado por eso, ¿verdad? —Val cogió la espada de Tamson, que despedía un fulgor tan intenso bajo la luz solar que no pudo mirarla directamente. Sostuvo la empuñadura entre las palmas de las manos—. Encontraremos a Mabry y los salvaremos a los dos.

Luis se alejó de ella un paso.

—Creía que las espadas mágicas no se podían romper.

Val se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la espada apoyada sobre las rodillas. La grieta resultaba visible bajo el cristal, pero cuando deslizó los dedos sobre la superficie, estaba lisa.

—Mabry mencionó que era una agente en la Corte Oscura.

—Una agente doble. —Luis hizo girar la bola de su piercing del labio con el pulgar y el índice, mientras reflexionaba—. Y estaba buscando veneno.

—Los feéricos del parque dijeron que Silarial había ido a ver a Mabry. Pensaban que ella tenía alguna prueba. Puede que hicieran un trato.

—¿Un trato para que Mabry envenene a alguien?

—Veamos —dijo Val—, si Silarial sabía que Mabry era responsable del envenenamiento de los exiliados de la Corte Luminosa, entonces la tendría entre la espada y la pared. Mabry tendría que hacer lo que le dijera la reina para salvar su pellejo. Incluso regresar a su propia corte y matar a alguien.

—Mi hermano los envenenó, ¿verdad? —preguntó Luis.

—¿Qué?

—Eso era lo que hacía por Mabry. Envenenó a todos esos feéricos para que pareciera que Ravus era el culpable de sus muertes. Lo que Mabry hizo por Dave fue atarme en su casa. A eso te referías cuando dijiste que Silarial es la responsable. Querías decir que ella lo orquestó todo, pero que fue otro quien llevó a cabo los envenenamientos.

—No quería decir eso. Eso no lo sabemos.

Luis se quedó callado.

—Me sorprende que te importe —le espetó Val, impelida por el miedo y la frustración—. Creía que, a ti, lo de matar feéricos no te parecería tan grave.

—Creías que yo era el asesino, ¿verdad? —Luis giró la cabeza para evitar mirarla.

—Por supuesto que sí. —Val sabía que estaba siendo cruel, pero las palabras emergieron de sus labios como si fueran seres vivos, como si fueran arañas, gusanos y escarabajos ansiosos por escapar de su boca—. No parabas de decir que los feéricos eran peligrosos, y de repente, sorpresa, alguien empieza a matarlos con un raticida. Si hubieras descubierto que Dave era el envenenador, ¿qué habrías hecho? ¿Le habrías detenido?

—Pues claro que sí —exclamó Luis.

—Venga ya. Pero si odias a los feéricos.

—Les tengo miedo —gritó Luis, después inspiró hondo—. Mi padre poseía la visión extrasensorial, y eso lo volvió loco. Mi madre está muerta. Mi hermano está catatónico. Yo soy un maldito vagabundo tuerto de diecisiete años. Seguro que Faerieland es una fiesta constante.

—Pues ve descorchando el champán —dijo Val, que se acercó tanto a él que percibió el calor que irradiaba su cuerpo. Ondeó un brazo para señalar la estancia—. Otro de ellos ha muerto.

—No quería decir eso. —Luis le dio la espalda, la luz diluyó el color de su rostro. Se acercó al cuerpo de Ravus, alargó una mano para tocar la superficie de piedra, después la apartó de golpe como si se hubiera quemado—. Pero es que no sé qué podemos hacer.

—¿A quién crees que quiere Silarial que envenene Mabry? Tiene que ser alguien de la Corte Oscura.

—Ravus la llamaba la Corte Nocturna.

Val se acercó al mapa que había en la pared del cuarto del trol. Allí, fuera del límite municipal de Nueva York, lejos de los alfileres que señalizaban cada envenenamiento, había dos marcas negras: una al norte del estado de Nueva York y la otra en Nueva Jersey. Val tocó la correspondiente a Jersey.

—Aquí.

—Pero ¿quién? Esto nos viene grande.

—¿No hay un nuevo rey aquí? —preguntó Val—. Mabry mencionó algo sobre el solsticio de invierno. ¿Crees que podría querer matarlo a él?

—Es posible.

—Y aunque no lo sea…, eso es lo de menos. La clave es saber dónde está Mabry.

—Pero las cortes no son lugar para humanos, sobre todo la Corte Oscura. La mayoría de los feéricos ni siquiera se acercan por allí.

—Tenemos que ir…, tenemos que recuperar el corazón de Ravus. Si no lo hacemos, morirá.

—¿Qué pretendes hacer? ¿Ir allí y pedir que nos lo devuelvan?

—Más o menos —repuso Val.

Cuando se incorporó, vio un vial diminuto de Nuncamás tirado junto a unos asfódelos y escaramujos. Lo recogió.

—¿Para qué es eso? —preguntó Luis, aunque ya debería saberlo de sobra.

Val pensó en Dave, se acordó de su piel pálida y su boca amoratada, pero eso no calmó sus ansias de Nuncamás. Podría necesitarlo. Lo necesitaba ahora. Un simple pinchazo y todo ese dolor desaparecería.

Pero lo guardó en su mochila y sacó los billetes de tren que compró varias semanas atrás. Se los tendió a Luis. El papel estaba tan desgastado de ir de un lado para otro dentro de la mochila que tenía un tacto tan suave como el de una tela, pero cuando Luis cogió el suyo, el billete le hizo un ligero corte en la piel a Val. Por un momento, su piel pareció tan sorprendida que se olvidó de sangrar.

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