Valor

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Capítulo 13

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Capítulo 13

Nada más morir los monstruos, mueren los héroes.

ROBERTO CALASSO, LAS BODAS DE CADMO Y HARMONÍA.

Val permaneció un rato en su asiento, después se paseó con nerviosismo por el pasillo del tren. Cada vez que el revisor pasaba junto a ella, le preguntaba cuál era la siguiente parada, si iban con retraso, si podían ir más deprisa. El revisor le dijo que no podían. Tras echar un vistazo a la espada que llevaba envuelta en una manta sucia y atada con los cordones de unos zapatos, el revisor se alejó a toda prisa.

Cuando montaron, Val tuvo que enseñar la empuñadura para demostrar que era meramente decorativa. Al fin y al cabo, estaba hecha de cristal. Explicó que iba a hacer una entrega.

Luis estaba hablando en voz baja por el móvil de Val, con la cabeza girada hacia la ventanilla. Había llamado a todos los hospitales que conocía antes de que se le ocurriera llamar a Ruth, y ahora que había dado con ella, su cuerpo se había relajado, ya no hincaba los dedos en la lona de la mochila de Val, ya no tenía la mandíbula tan apretada como para que le palpitasen los músculos del rostro.

—Te queda poca batería —dijo tras apagar el móvil.

Val asintió.

—¿Qué te ha dicho Ruth?

—Dave está en estado crítico. Lolli salió por piernas. No podía soportar el hospital, odiaba el olor o algo así. Están atosigando a Ruth, porque no quiere decirles qué ha tomado Dave. Y, por supuesto, no le permiten entrar a verlo, porque no es familiar.

Val se puso a juguetear con el borde descascarillado del asiento de plástico, mientras respiraba con bastante fuerza. Sintió una nueva oleada de furia, acumulada sobre una furia anterior que ya resultaba muy difícil de soportar.

—A lo mejor, tú…

—Yo no puedo hacer nada. —Luis miró por la ventanilla—. Dave no va a salir de esta, ¿verdad?

—Saldrá —le aseguró Val. Podía salvar a Ravus. Podía salvar a Dave. Como fichas de dominó distribuidas en filas sinuosas, donde lo más importante era no derribarlas.

Val se miró las manos, repletas de astillas y manchadas de barro, y le costó imaginar que esas manos fueran capaces de salvar a alguien.

Se puso a pensar en el Nuncamás que llevaba en la mochila. Prometía cantar por sus venas, volverla más veloz, más fuerte y mejor persona. Sería prudente. No acabaría igual que Dave. Nada más que un pinchazo. Uno solo aquel día. Lo necesitaba para mantenerse en pie, para enfrentarse a Mabry, para dejar que la rabia y la tristeza fueran engullidas por algo más grande que ella misma.

Luis estaba sentado en el otro extremo del asiento, recostado, con los ojos cerrados, los brazos cruzados a la altura del pecho y la cabeza apoyada en la mochila de Val, presionada contra el borde metálico de la ventanilla. Si Val se escabullera al baño, no se enteraría.

Se levantó, pero algo llamó su atención. La manta que envolvía la espada se había deslizado, revelando un fragmento de cristal que lucía un aspecto etéreo bajo la luz del sol. Se acordó de los témpanos que colgaban del pelo de la madre de Ravus.

Equilibrio. Como una espada bien forjada. Equilibrio perfecto.

No podía confiar en sí misma bajo los efectos del Nuncamás, que le haría sentirse eufórica o aturdida alternativamente, concentrada o ausente. Desequilibrada. Val no sabía cuánto tiempo más podría abstenerse de consumirlo, pero podía seguir demorándolo un rato más. Y pasado ese rato, un poco más todavía. Se mordió el labio y retomó su paseo.

Se bajaron en la estación de Long Branch, descendieron al andén de hormigón en cuanto se abrieron las puertas. Varios taxis merodeaban por la zona, con señales amarillas en el techo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Luis—. ¿Dónde narices estamos?

—Vamos a ir a mi casa —dijo Val. Sosteniendo la espada por la empuñadura, se apoyó el filo envuelto en el hombro y empezó a caminar—. Vamos a pedir prestado un coche.

La casa de ladrillo parecía más pequeña de lo que recordaba Val. La hierba estaba reseca y cubierta de hojas, los árboles negros y pelados. El Miata rojo de su madre estaba enfrente, aparcado en la calle, aunque a esas horas debería estar en el trabajo. El salpicadero estaba cubierto de clínex estrujados y vasos de café vacíos. Val frunció el ceño. Su madre no solía ser tan desordenada.

Abrió la puerta mosquitera, se sintió como si estuviera atravesando un paisaje onírico. Todo le resultaba familiar y extraño al mismo tiempo. La puerta principal no estaba cerrada con llave, el televisor estaba apagado en el salón. Aunque era más de mediodía, la casa estaba a oscuras.

Resultaba perturbador regresar al sitio donde había visto a Tom encaramado encima de su madre, pero resultaba aún más extraño lo pequeña que parecía la estancia. Por alguna razón, el salón había crecido en su mente hasta volverse tan inmenso que no podía imaginarse atravesándolo para llegar hasta su habitación. Val depositó tanto la espada como la mochila en el sofá.

—¿Mamá? —la llamó con suavidad. No hubo respuesta.

—Busca las llaves —dijo Luis—. Es más fácil pedir perdón que permiso.

Val giró la cabeza para replicar, pero se contuvo al percibir un movimiento en las escaleras.

—Val —dijo su madre, que bajó corriendo, solo para detenerse en el descansillo inferior.

Tenía los ojos enrojecidos, la cara sin maquillar y el pelo revuelto. Val sintió muchas cosas al mismo tiempo: culpa por hacer que su madre estuviera en ese estado, satisfacción por verla sufrir («le está bien empleado») y un cansancio extremo. Quería que las dos dejaran de sentirse tan desdichadas, pero no sabía cómo hacerlo realidad.

Su madre bajó lentamente los últimos escalones y la abrazó con fuerza. Val le apoyó la cabeza en el hombro, que olía a jabón con un ligero toque a perfume. Con un escozor en los ojos, fruto de una emoción repentina, se apartó.

—Estaba muy preocupada. No dejaba de pensar que aparecerías de repente, tal que así, pero nunca venías. Pasaron días y más días, pero seguías sin aparecer. —A su madre se le quebró la voz.

—Ya estoy aquí —dijo Val.

—Ay, tesoro. —Cohibida, su madre alargó una mano para acariciarle la cabeza—. Qué delgadas estás. Y tu pelo…

Val giró el cuerpo para zafarse.

—Déjalo, mamá. Me gusta mi pelo.

Su madre palideció.

—No quería decir eso. Siempre estás preciosa, Valerie. Lo que pasa es que te veo diferente.

—Soy diferente —repuso ella.

—Val —insistió Luis—. Las llaves.

Val lo fulminó con la mirada, tomó aliento.

—Necesito que me prestes el coche.

—Llevas semanas desaparecida. —La madre miró a Luis por primera vez—. No puedes marcharte otra vez.

—Volveré mañana.

—No. —El pánico se asomó a la voz de su madre—. Lo siento mucho, Valerie. Siento todo lo que ha pasado. No sabes lo preocupada que he estado por ti, las cosas que me he imaginado. Estaba segura de que la policía me llamaría para decirme que te habían encontrado muerta en una cuneta. No puedes volver a hacerme pasar por eso.

—Tengo cosas que hacer —replicó ella—. Y no tengo mucho tiempo. Oye, no entiendo lo que hubo entre Tom y tú. No sé en qué estabas pensando, ni cómo sucedió, pero…

—Pensarás que soy una…

—Pero ya no me importa.

—Entonces, ¿por qué te…? —comenzó a decir su madre.

—Esto no lo hago por ti, y no puedo volver a casa hasta que lo haya resuelto. Por favor.

Su madre suspiró.

—Suspendiste el examen de conducir.

—¿Sabes conducir? —preguntó Luis.

—Tengo el permiso temporal —le dijo a su madre, después miró a Luis—. Sé conducir de sobra. Lo que no sé es aparcar en paralelo.

La madre de Val se fue a la cocina y regresó con una llave y un mando de alarma que colgaban de un llavero con un diamante falso en forma de «R».

—Te debo el beneficio de la duda, Valerie, así que aquí la tienes. No hagas que me arrepienta.

—No lo haré —dijo Val.

Su madre le depositó la llave en la mano.

—¿Me prometes que volverás mañana? Júramelo.

Val pensó en cómo le ardieron los labios cuando no cumplió su promesa de regresar a tiempo con Ravus. Asintió. Luis abrió la puerta principal. Val se giró hacia la salida, sin mirar a su madre.

—Sigues siendo mi madre —dijo.

Cuando bajó por las escaleras de la entrada, sintió el roce del sol en el rostro y pensó que al menos una cosa podría salir bien.

Val circuló con el coche por carreteras conocidas, atenta para poner los intermitentes y controlar la velocidad. Confió en que nadie los parase.

—¿Sabes? —dijo Luis—, la última vez que monté en un coche fue en el Escarabajo de mi abuela. Íbamos a la tienda a comprar algo para una celebración. Acción de Gracias, me parece. Ella vivía en Long Island, donde necesitas el coche para todo. Lo recuerdo porque mi padre me llevó a un aparte un rato antes para decirme que podía ver duendes en el jardín.

Val no dijo nada. Estaba concentrada en la carretera.

A bordo del Miata, dejó atrás las columnas de ladrillo que flanqueaban la entrada del cementerio, cubiertas por los tallos enroscados de unas vides sin hojas. El cementerio se desplegaba a lo largo de una colina, salpicada de lápidas blancas y criptas funerarias. Aunque estaban a finales de noviembre, allí la hierba seguía siendo verde.

—¿Ves algo? —preguntó—. A mí me parece un cementerio como otro cualquiera.

Luis tardó en responder. Se puso a mirar por la ventanilla, alzando una mano sin darse cuenta para tocar el cristal empañado.

—Eso es porque estás ciega.

Val pisó el freno y se detuvieron en seco.

—¿Qué ves tú?

—Están por todas partes. —Luis apoyó la mano en el picaporte, su voz era poco más que un susurro.

—¿Luis? —Val apagó el motor.

Cuando respondió, su voz parecía distante, como si estuviera hablando solo:

—Madre mía, míralos. Alas de cuero. Ojos negros. Garras largas y afiladas. —Después miró a Val, como si acabara de recordar su presencia—. ¡Agáchate!

Ella se inclinó, se lanzó sobre el regazo de Luis y sintió la calidez de sus brazos alrededor del cuerpo. Mientras, varias ráfagas de aire zarandearon el techo del coche.

—¿Qué está pasando? —gritó Val, entre los envites del viento. Algo arañó la capota de piel del coche y el capó pegó una sacudida.

Entonces remitió la ventolera, hasta que se disipó por completo. Mientras Val alzaba lentamente la cabeza, le pareció ver que no se movía ni una sola hoja. El cementerio entero se había quedado en silencio.

—Este coche está hecho de fibra de vidrio. —Luis alzó la mirada—. Si quisieran, podrían atravesar el techo a zarpazos.

—¿Y por qué no lo hacen?

—Supongo que están esperando a ver si hemos venido a dejar flores en una tumba.

—Pues no tendrán que esperar mucho. Vamos a salir.

Val se inclinó hacia el asiento trasero y desenvolvió la espada de cristal. Luis agarró la mochila y se la colgó del hombro.

Val cerró los ojos e inspiró hondo. Tenía el estómago revuelto, como antes de un partido de lacrosse, pero aquello era distinto. Su cuerpo parecía distante, mecánico. Sus sentidos se concentraban en percibir cada sonido, cada cambio de forma y de color, pero poco más. La adrenalina se extendió por su sangre, enfriándole los dedos, acelerándole el corazón.

Tras contemplar la espada, abrió la puerta y puso un pie sobre el suelo de gravilla.

—Vengo en son de paz —dijo—. Llevadme ante vuestro líder.

Unos dedos invisibles se abalanzaron sobre ella de forma violenta y repentina: pellizcándole la carne, tirándole del pelo, empujándola y tirando de ella hacia la colina, donde varios matojos de hierba se alzaban y se diseminaban sobre la tierra negra. Val intentó gritar mientras caía de bruces, aterrizó sobre la tierra, respirando su intenso aroma mineral mientras se le atragantaba el grito. Presionó los brazos sobre el suelo para intentar incorporarse, pero la tierra, la roca y la hierba cedieron bajo su cuerpo y se desplomó hacia aquella oscuridad plagada de raíces.

Val se despertó sujeta por unas cadenas doradas en una estancia repleta de feéricos.

Sobre un estrado de tierra, había un caballero de pelo blanco sentado en un trono hecho con ramas de abedul entrelazadas, cuya corteza era pálida como un hueso. El caballero se inclinó hacia delante y le hizo señas a una muchacha alada y de piel verde que observó a Val con unos ojos negros e insólitos. La feérica alada se inclinó y habló en voz baja con el caballero del trono. El feérico esbozó algo que bien pudo ser una sonrisa.

Por encima de Val se alzaba el reverso de la colina, que estaba hueca como un cuenco, plagada de largas raíces que colgaban y se retorcían como si fueran dedos incapaces de alcanzar lo que anhelaban.

Alrededor de ella había un grupo de criaturas que susurraban, guiñaban los ojos y la miraban expectantes. Algunos eran altos y delgados como el palo de una escoba, otras eran unas criaturas diminutas que revoloteaban como hacía Needlenix. Algunos tenían cuernos retorcidos como enredaderas, otros se apartaban hacia atrás unas melenas verdes y moteadas, espesas como el hilo de un carrete, y unos pocos se desplazaban sobre unos pies extraños e insólitos. Val se encogió al ver a una chica con unas alas que soltaban polvo y unos dedos que cambiaban de color, desde el blanco lunar de la base hasta el azul de las yemas. Allá donde mirase no encontró nada familiar. Había descendido por la madriguera del conejo, hasta el mismísimo fondo.

Un individuo encorvado, con el pelo largo y dorado, se arrodilló delante de la criatura del trono y después se alzó con la misma agilidad que tendría un muchacho. Le lanzó una mirada taimada a Val.

—Han encontrado la entrada con tanta facilidad que parece como si les hubieran guiado, pero ¿quién daría indicaciones a un par de humanos? Un enigma para vuestro placer y deleite, mi señor Roiben.

—Tú lo has dicho. —Roiben le dirigió un ademán con la cabeza y el feérico retrocedió.

—Yo puedo resolver este misterio —dijo una voz conocida.

Val se puso boca arriba, chocando con el cuerpo de Luis, y giró la cabeza hacia el hablante. Luis refunfuñó. Mabry pasó junto a ellos, rozándole la mejilla a Val con el bajo de su vestido rojizo. Ejecutó una aparatosa reverencia, mientras sostenía en alto una caja de plata esculpida.

—Tengo lo que buscan.

Roiben enarcó una ceja blanca.

—A la Corte de las Termitas no le gusta que la luz del sol campe a sus anchas por nuestras estancias, aunque solo sea para la fugaz admisión de unos prisioneros.

Luis giró para ponerse de costado y Val vio que estaba encadenado igual que ella, pero además tenía el rostro ensangrentado. Le habían arrancado todos y cada uno de sus piercings de acero.

Mabry agachó la mirada, pero no pareció demasiado avergonzada.

—Permitid que me ocupe de la luz y de sus portadores.

—Zorra de mierda… —le espetó Val pero se interrumpió al sentir un golpecito en el hombro.

—Si el señor no te pregunta nada —le espetó el feérico del cabello dorado—, no digas nada.

—No —repuso el señor de la Corte Nocturna—. Deja que hable. No solemos tener muchos invitados mortales. Me acuerdo de la última vez, que no pudo ser más memorable. —Varios de los presentes soltaron una risita nerviosa, aunque Val no supo por qué—. Ese joven posee visión extrasensorial, si no me equivoco. Uno de los nuestros te dejó tuerto, ¿verdad?

Luis paseó la mirada por la estancia, con el miedo grabado en el rostro. Se lamió la sangre del labio y asintió.

—Me pregunto qué ves cuando me miras —dijo Roiben—. Venga, decidnos que habéis venido a buscar. ¿De verdad está en posesión de Mabry?

—Mabry le arrancó el corazón a mi… —Val titubeó—. A un feérico, un trol. He venido a recuperarlo.

Al oír eso, Mabry profirió una carcajada profunda y sensual. También se oyeron algunas risas entre la muchedumbre.

—Ravus ya lleva muerto un buen rato, se está pudriendo en sus aposentos. Pero eso ya lo sabrás. ¿Para qué quieres su corazón?

—Esté muerto o no —repuso Val—, he venido a por su corazón, y lo conseguiré.

Roiben esbozó una sonrisa adusta y Val tuvo un mal presentimiento. El caballero miró a los dos humanos con sus ojos pálidos.

—No está en mi mano darte lo que pides, pero quizá mi sirvienta se muestre generosa.

—Me temo que no —repuso Mabry—. Si ingieres el corazón de una criatura, adquieres parte de su poder. Será un placer degustar el corazón de Ravus. —Miró primero a Luis y después a Val—. Y lo saborearé aún más, sabiendo que tú lo querías.

Val se apoyó sobre las rodillas y luego se incorporó, esposada todavía por detrás de la espalda. La sangre se agolpó en sus oídos, de un modo tan estridente que eclipsó los demás sonidos.

—Luchemos por él. Apostaré mi corazón a cambio del suyo.

—Los corazones mortales son débiles. ¿Para qué querría uno?

Val avanzó un paso hacia ella.

—Si soy tan débil, hay que ser una cobarde de mierda para no querer luchar conmigo.

Val se giró hacia los feéricos, hacia los que tenían ojos felinos, hacia quienes lucían una piel verde y dorada, hacia aquellos con el cuerpo larguirucho, achaparrado o dotado singularmente de toda clase de proporciones antinaturales.

—Soy una simple humana, ¿verdad? No soy nada. Mi vida dura lo que un suspiro surgido de vuestros labios. Eso fue lo que dijo Ravus. Así pues, si me tenéis miedo, entonces es que sois menos que eso.

Los ojos de Mabry despidieron un fulgor amenazante, pero su rostro permaneció impávido.

—Eres muy osada para hablar así, aquí, en mi propia corte, en presencia de mi nuevo señor.

—Lo soy —dijo Val—. Como osada eres tú al dártelas de digna cuando solo has venido a asesinarlo, igual que asesinaste a Ravus.

Mabry soltó una risotada breve y brusca, pero algunos de los feéricos reunidos guardaron silencio.

—Déjame adivinar —dijo Roiben con languidez—. No debería seguir escuchando a esa mortal ni un segundo más.

Mabry abrió la boca, pero luego la volvió a cerrar.

—Acepta su desafío —dijo Roiben—. No permitiré que se diga que un miembro de mi corte no pudo vencer a una jovencita humana. Y tampoco permitiré que se diga que mi asesina era una cobarde.

—Como queráis —dijo Mabry, que se giró de golpe hacia Val—. En cuanto acabe contigo, le arrancaré a Luis el otro ojo y me fabricaré una cítara nueva con vuestros huesos.

—Úsame como cuerda en tu cítara —le espetó Val—, y te maldeciré cada vez que la hagas sonar.

Roiben se incorporó.

—¿Accedes a las condiciones de su desafío? —inquirió, y Val sospechó que estaba dándole la oportunidad de hacer algo, pero no sabía el qué.

—No —respondió Val—. No puedo inmiscuir a Luis. Él no tiene nada que ver con mi desafío.

—Pero yo sí puedo inmiscuirme —dijo Luis—. Accedo a los términos que propone Mabry, siempre que ella ofrezca algo a cambio. Si gana, podrá quedarse conmigo, pero si pierde, Val y yo seremos libres. Podremos salir de aquí.

Val miró a Luis, agradecida por su perspicacia y sorprendida por haber sido tan ingenua.

—Está bien —asintió Roiben—. Si la mortal gana, les concederé a su acompañante y a ella un salvoconducto para atravesar mis tierras. Y puesto que no habéis decidido las condiciones del combate, las estableceré yo: lucharéis hasta que una de las dos sangre. —Suspiró—. No lo consideréis como una muestra de clemencia. Vivir, en caso de que Mabry se apropie de vuestros huesos y corazones, no parece una opción preferible a la de una muerte plácida. Por otra parte, tengo algunas preguntas para Mabry, y necesito que esté viva para responderlas. Y ahora, Thistledown, desencadena a los mortales y dale a la jovencita sus armas.

El individuo del cabello dorado introdujo una llave dentada en las cerraduras y los grilletes se abrieron con un resorte, para luego caer al suelo con un ruido seco que resonó por la cúpula.

Luis se incorporó poco después, frotándose las muñecas.

Una mujer con unos pelos tan largos en la barbilla que los llevaba recogidos en unas trencitas diminutas, llevó la espada de cristal hasta Val e hincó una rodilla en el suelo, alzando el filo con las palmas de las manos. Era la espada de Tamson. Val miró a Mabry, pero si la feérica tuvo alguna reacción al verla, si recordaba siquiera a quién había pertenecido, no dio muestra de ello.

—Puedes hacerlo —dijo Luis—. ¿Qué sabrá ella de luchar? No es una guerrera. Pero no dejes que te distraiga con sus hechizos.

Hechizos. Val se fijó en su mochila, que seguía colgada del hombro de Luis. Contenía una botella casi entera de Nuncamás. Si los hechizos eran el arma de Mabry, Val podría luchar con los mismos términos.

—Dame la mochila —dijo.

Luis se deslizó la correa por el brazo y se la entregó.

Val metió la mano y tocó la botella. Un poco más abajo, encontró un mechero. Solo tardaría un instante y entonces se vería inundada de poder.

Cuando se giró, vio su rostro reflejado en el cristal de la espada, vio sus ojos inyectados en sangre y su piel cubierta de mugre, antes de que las luces itinerantes del interior de la colina arrancasen un fulgor repentino a la espada. Val pensó en aquella chica, Nancy, a la que le atropelló un tren porque iba tan drogada de Nuncamás que no vio el resplandor de los faros, ni oyó el chirrido de los frenos. ¿Qué se le pasaría por alto a ella mientras tejía sus propias ilusiones? Sintió el peso de una certeza en el estómago, como si se hubiera tragado una piedra: tenía que llevar a cabo su misión sin exponerse a los efectos del Nuncamás.

Debía combatir a Mabry con su propia experiencia: años de lacrosse y semanas de esgrima, las peleas a puñetazos con los chicos del barrio, que nunca dijeron que pegara como una niña, el dolor de someter su cuerpo a un suplicio aún mayor del que pensaba que podría soportar. Val no podía combatir el fuego con más fuego, pero sí podría combatirlo con hielo.

Soltó el mechero y tomó la espada de cristal de manos de aquella mujer.

«No puedo caer —se recordó, mientras pensaba en Ravus, en Dave, en todas esas fichas de dominó formando unas meticulosas filas—. No puedo caer y tampoco fracasar».

Los cortesanos habían dejado un cuadrado libre en mitad de la estancia. Val se introdujo en él, al tiempo que se quitaba el abrigo. La prenda cayó al suelo y el aire frío le erizó los pelillos de los brazos. Inspiró hondo y percibió el aroma de su propio sudor.

Mabry emergió de entre la multitud, envuelta en una neblina que se condensó hasta adoptar la forma de una armadura. Llevaba en la mano un látigo hecho de humo. La punta arrastraba unas ramificaciones a su paso que semejaban el chisporroteo de una bengala.

Val avanzó un paso, separó un poco las piernas y mantuvo las rodillas ligeramente flexionadas. Pensó en el campo de lacrosse, en la forma de empuñar el palo: con firmeza y soltura. Pensó en las manos de Ravus, presionando su cuerpo para adoptar la pose adecuada. Val anhelaba el Nuncamás, que la abrasara por dentro, que la llenara de fuego, pero apretó los dientes y se preparó para luchar.

Mabry avanzó hacia el centro del cuadrado. Val quiso preguntar si debían empezar ya, pero su adversaria descargó un latigazo, y ya no hubo tiempo para preguntas. Val detuvo el golpe y trató de partir el látigo por la mitad, pero se volvió tan etéreo como la niebla, y el filo de su espada lo atravesó limpiamente.

La feérica atacó de nuevo. Val bloqueó, amagó y lanzó una estocada, pero se quedó corta. Esquivó a duras penas la siguiente embestida.

Su rival hizo girar el látigo sobre su cabeza, como si fuera un lazo. Sonrió a la multitud y los feéricos aullaron. Val no sabía si le estarían mostrando su favor o sencillamente pidiendo sangre.

Un nuevo latigazo salió al encuentro de Val. Ella se agachó y trató de pillar desprevenida a Mabry, ejecutando uno de esos movimientos que lucían mucho si te salían bien. Pero falló por completo.

Dos quites más y Val empezó a perder fuelle. Llevaba dos días sin dormir, y lo último que comió fue una pálida manzana feérica. Mabry le golpeó la espalda, así que los cortesanos tuvieron que apartarse para permitir la retirada a trompicones de Val.

—¿Te crees que eres una heroína? —inquirió Mabry con un tono burlón, lo bastante alto como para que lo oyera la multitud.

—No —repuso Val—. Lo que creo es que tú eres una villana.

Val se mordió el labio y se concentró. Mabry no movía los hombros ni las muñecas con el refinamiento necesario para ejecutar los golpes con los que atacaba a Val. Era su mente la que hacía el trabajo. El látigo era una ilusión. ¿Qué posibilidades tenía de vencerla, cuando Mabry podía dirigir mentalmente al látigo para que cambiase de dirección o se alargase más de lo que le permitiría su longitud?

Val blandió la espada para bloquear otro golpe, y el cordón de niebla se enrolló a lo largo del filo. Con un tirón, se lo arrancó de las manos. La espada voló por la estancia, provocando que varios cortesanos se lanzaran cuerpo a tierra, chillando. Cuando el filo impactó contra el suelo, se rompió en tres pedazos.

El látigo voló de nuevo hacia ella para tratar de golpearla en el rostro. Val se agachó y corrió hacia los restos de la espada, mientras el látigo restallaba por detrás de ella.

—No te aflijas por estar a punto de morir —dijo Mabry, con una carcajada que invitó a los demás feéricos a sumarse a ella—. Tu vida siempre estuvo destinada a ser tan breve que no supondrá ninguna diferencia.

—¡Cállate!

Val tenía que concentrarse, pero estaba desorientada, en estado de pánico. Se había equivocado al plantear el combate: estaba luchando como si quisiera matar a Mabry, pero lo único que tenía que hacer para ganar era golpearla una vez, y lo único que tenía que hacer para perder era dejarse golpear.

Mabry era un engreída; eso era evidente. Le gustaba lucirse y peleaba con ese objetivo en mente. Aunque dependía en gran medida de su hechizo, lo hacía de tal modo que le hiciera parecer la mejor combatiente. Si podía agarrar el filo de la espada con el látigo, ¿no podría usarlo para golpearle la mano a Val? ¿No podría materializar unos cuchillos para lanzarlos hacia su cuello?

Seguro que quería una victoria dramática. Una pequeña cicatriz en la mejilla de Val. Una herida que le atravesara la espalda. Rodearle el cuello con el látigo. Al fin y al cabo, era una actuación. La actuación de una maestra de la interpretación ante una corte decidida a juzgarla.

Val se detuvo a escasos centímetros de la empuñadura de la espada de cristal, que tenía la espiga intacta y parte del filo todavía sujeto. Se giró.

La feérica estaba avanzando hacia ella, mientras esbozaba una sonrisa.

Val tenía que hacer algo inesperado, y eso fue lo que hizo. Se mantuvo inmóvil.

Mabry titubeó un instante, después descargó su látigo humeante hacia ella. Val se tiró al suelo, rodó y agarró la empuñadura con lo que quedaba de la espada de cristal. La hincó hacia arriba, sin elegancia, sin gracilidad, sin el menor lucimiento, hasta introducirla en la rodilla de Mabry.

—Alto —exclamó el feérico del cabello dorado.

Val soltó la empuñadura, manchada con un poco de sangre. Era suficiente. Empezaron a temblarle las manos.

La armadura y las armas de Mabry se desvanecieron, y volvió a quedar ataviada con su vestido.

—Poco importa —dijo—. Tu sanguinolento recordatorio se pudrirá al igual que tu amor. No hallarás compañía en un cadáver.

Val no pudo reprimir la sonrisa que se extendió por su rostro, una sonrisa tan amplia que hizo que le dolieran los músculos de la cara.

—Ravus no está muerto —dijo, regocijándose con el desconcierto que se plasmó en los rasgos de Mabry—. Arranqué todas las cortinas y lo convertí en piedra. Se pondrá bien.

—No es posible… —Mabry alargó una mano y el humo se condensó hasta formar una cimitarra. Descargó una estocada. Val retrocedió, girando la cabeza para esquivar el golpe. El filo le rozó la mejilla, dejándole una línea ardiente sobre la piel.

—¡Alto, he dicho! —gritó el feérico del cabello dorado, alzando la caja plateada.

—Basta —dijo el rey de la Corte Oscura—. Seas espía o no, Mabry, me has contrariado tres veces. Por tu negligencia, los mortales han dejado entrar la luz del sol en la Corte Nocturna. Por tu cobardía, una mortal nos ha vencido. Y por tu mezquindad, mi promesa de que los mortales no serían heridos en mis tierras se ha incumplido. Por tanto, quedas desterrada.

Mabry chilló, profirió un sonido inhumano que recordó al de una ráfaga de viento.

—¿Te atreves a desterrarme? ¿A mí, la leal espía de lady Nicnevin en la Corte Luminosa? ¿A mí, que soy una verdadera sirviente de la Corte Oscura y no una usurpadora del trono?

Sus dedos se convirtieron en cuchillos y su rostro se alargó de un modo antinatural y monstruoso. Luego se abalanzó sobre Roiben.

Val reaccionó por acto reflejo, con esos movimientos que había practicado cientos y cientos de veces en aquel puente polvoriento, tan automatizados ya como una sonrisa. Desvió el golpe de Mabry y la apuñaló en el cuello.

La sangre se derramó sobre el vestido rojo y salpicó a Val. Aquellos dedos como cuchillas la aferraron, le abrieron largas heridas en la espalda a medida que Mabry se acercaba, estrechando sus cuerpos como si fueran amantes. Val chilló, dolorida, presa de una conmoción que la dejó paralizada. Pero, de repente, Mabry cayó, su sangre oscureció el suelo de tierra, sus manos se deslizaron por la espalda de Val. Ya no volvió a moverse.

Se formó un revuelo entre los cortesanos. Luis echó a correr, abriéndose camino entre los feéricos para sujetar a Val, que se tambaleaba.

Lo único que vio ella fue la espada de cristal, rota en pedazos y cubierta de sangre.

«No te caigas», se recordó, pero esas palabras parecían ya fuera de contexto. Se le nubló la vista.

—¡Dadme el corazón! —gritó Luis, pero entre tanto caos, nadie le hizo caso.

—Basta —dijo alguien, probablemente Roiben.

Val no podía concentrarse. Luis estaba diciendo algo, después empezaron a moverse, abriéndose paso entre la maraña de cuerpos. Val se tambaleó, Luis la sujetaba, mientras atravesaban varios pasadizos subterráneos. El ruido de la corte se disipó cuando llegaron al exterior de la fría colina.

—Mi abrigo —murmuró Val, pero Luis no se detuvo.

La llevó hasta el coche y la dejó apoyada encima, mientras él reclinaba el asiento del copiloto.

—Entra y tiéndete sobre el estómago. Te está dando una conmoción.

Recordó algo sobre una caja. Una caja con un corazón dentro, como en Blancanieves.

—¿Te la dio el leñador? —preguntó Val—. Engañó a la Reina Malvada. Puede que nos engañara a nosotros también.

Luis inspiró una bocanada trémula y luego soltó el aire.

—Voy a llevarte al hospital.

Aquello la sacó lo suficiente del estupor como para llenarla de pánico.

—¡No! Ravus y Dave nos están esperando. Tenemos que ir a jugar al dominó.

—Me estás acojonando, Val —dijo Luis—. Venga, túmbate e iremos a la ciudad. Pero no te quedes dormida. Mantente despierta, joder.

Val se montó en el coche, presionó el rostro sobre la funda de piel del asiento. Notó cómo Luis la arropaba con su abrigo y puso una mueca. Le ardía la espalda.

—Lo logré —susurró para sus adentros, mientras Luis giraba la llave en el contacto y circulaba hacia la calle—. Me he pasado este nivel.

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