Valor

Valor


Capítulo 1

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Capítulo 1

Lo que es aquí, como ves, hace falta correr cuanto

se pueda para permanecer en el mismo sitio. Si se

quiere llegar a otra parte, ¡hay que correr por lo

menos el doble de rápido!

LEWIS CARROLL, A TRAVÉS DEL ESPEJO.

Valerie Russell notó el roce de algo frío en la parte baja de la espalda, se dio la vuelta y soltó una bofetada sin pensar. Su mano impactó contra una superficie carnosa. Una lata de refresco cayó al suelo de hormigón del vestuario y echó a rodar, dejando un charco de un líquido parduzco, viscoso y burbujeante. Las demás chicas interrumpieron el proceso de ponerse el chándal y soltaron una risita. Con las manos alzadas en un gesto burlón de conciliación, Ruth se echó a reír.

—Solo era una broma, princesa Tipadura de Machacalandia.

—Lo siento —se obligó a decir Val, pero aquel repentino arrebato de ira no se había disipado del todo y se sintió como una idiota—. ¿Qué estás haciendo aquí? Creía que exponerte al sudor te producía urticaria.

Ruth se sentó en un banco verde. Lucía un aspecto muy glamuroso con su chaqueta de terciopelo vintage y su larga falda a juego. Tenía unas cejas finas, pintadas con lápiz, y los ojos contorneados con delineador negro y sombra roja. Tenía el pelo oscuro y lustroso, más pálido en las raíces, con unas trencitas moradas entrelazadas. Dio una honda calada de su cigarrillo de clavo aromático y lanzó el humo en dirección a una de las compañeras de equipo de Val.

—Solo si el sudor es mío.

Val puso los ojos en blanco, pero sonrió. Ruth y ella eran amigas de toda la vida, desde hacía tanto tiempo que Val estaba acostumbrada a sentirse eclipsada por ella, a ser la «normal», la destinataria de los comentarios ingeniosos, no la que los emitía. Le gustaba ese papel; le hacía sentir segura. Si Ruth fuera Batman, ella sería su Robin. La Chewbacca de su Han Solo.

Val se agachó para quitarse las zapatillas y se miró en el espejito de la puerta de su taquilla, donde vio varios mechones de cabello anaranjado que asomaban bajo su bandana verde.

Ruth se teñía el pelo desde que iba a quinto de primaria, primero con los tintes que vendían en el supermercado, y luego con colores tan bonitos como disparatados, como el verde sirena y el rosa chicle, pero Val solo se había teñido el pelo una vez. Escogió un tono caoba que compró en una tienda, más oscuro e intenso que su color natural pero solo sirvió para ganarse un castigo. Por aquel entonces, su madre la castigaba cada vez que hacía algo que demostrara que se estaba haciendo mayor. Su madre no quería que se comprase un sujetador, ni que se pusiera minifalda, ni que saliera con nadie hasta el instituto. Y ahora que estaba en el instituto, de repente su madre le daba la tabarra con consejos sobre maquillaje y citas románticas. Val se había acostumbrado a recogerse el pelo con una bandana, a vestir con vaqueros y camiseta, y no quería cambiar.

—Tengo varias estadísticas para el proyecto del bebé de harina, y he seleccionado varios nombres posibles para él.

Ruth se quitó la gigantesca bandolera que llevaba colgada. La solapa delantera tenía manchas de pintura estaba cubierta de chapas y pegatinas: un triángulo rosa que empezaba a despegarse por los bordes, una chapa con un mensaje escrito a mano que decía «Estoy en ello» otra más pequeña con el lema: «Algunas cosas existen, lo creas o no», y una docena más.

—He pensado que a lo mejor podrías venirte a casa esta noche para trabajar en ello.

—No puedo —respondió Val—. Después del entrenamiento he quedado con Tom para ir a la ciudad a ver un partido de hockey.

—Anda, mira. Algo que te apetece hacer a ti, para variar —repuso Ruth, mientras se enroscaba una trencita morada alrededor del dedo.

Val frunció el ceño. Era consciente del tonillo irónico que adoptaba su amiga cada vez que hablaba de Tom.

—¿Crees que no le apetece ir? —inquirió—. ¿Te ha dicho algo?

Ruth negó con la cabeza y le dio otra rápida calada a su cigarrillo aromático:

—No, no. Para nada.

—Si nos da tiempo, estaba pensando que podríamos ir al Village después del partido. A dar un paseo por la calle San Marcos.

Hacía apenas un par de meses, durante la feria municipal, Tom le puso una calcomanía en la parte baja de la espalda. Para ello, se arrodilló y lamió la zona para humedecerla antes de presionar el adhesivo sobre su piel. Pero, ahora, le costaba un triunfo conseguir que la besara.

—La gran ciudad en plena noche. Qué romántico.

Ruth lo dijo de tal manera que parecía querer decir todo lo contrario.

—¿Qué? ¿Se puede saber qué te pasa?

—Nada —respondió Ruth—. No sé, será que este obnubilada. —Se abanicó con una mano—. Demasiadas chicas semidesnudas en un mismo lugar.

Val asintió, pero no se quedó muy convencida.

—¿Has revisado esas conversaciones por chat, como te dije? ¿Encontraste esa en la que te envié unas estadísticas sobre hogares compuestos solo por mujeres para el proyecto?

—No me ha dado tiempo. Mañana lo miro, ¿vale? —Val puso cara de fastidio—. Mi madre se pasa el día enchufada. Se ha echado un novio nuevo por internet.

Ruth imitó el ruido de unas arcadas.

—¿Qué? —replicó Val—. Creía que apoyabas el amor virtual. ¿No fuiste tú la que dijo que era como amar con la mente? ¿Un amor espiritual sin el estorbo de la carne?

—Espero no haber dicho eso. —Ruth se presionó frente con el reverso de la mano e inclinó el cuerpo hacia atrás, fingiendo un desmayo. Luego se recobró de repente y se enderezó—. Oye, ¿te has hecho la coleta con una goma elástica? Te vas a quedar calva. Ven aquí, creo que tengo un coletero y un peine.

Val se sentó a horcajadas en el banco, delante de Ruth, y dejó que le quitara la gomita.

—¡Ay! Lo estás empeorando.

—No seas quejica.

Ruth le peinó el pelo hacia atrás y lo introdujo a través del coletero, dejándolo tan tirante que Val sintió como si se le fueran a partir los pelillos de la nuca.

Jennifer se acercó y se apoyó sobre su palo de lacrosse. Era una chica del montón, grandota, que iba a la misma clase que Val desde el parvulario. Siempre iba impoluta, desde su cabello reluciente hasta el fulgor centelleante de sus medias y de sus pantalones cortos, sin una sola arruga. Además, era la capitana del equipo.

—Eh, vosotras, haced eso en otra parte.

—¿Temes que sea contagioso? —inquirió Ruth con dulzura.

—Vete a la mierda, Jen —dijo Val, cuya respuesta fue más tardía y mucho menos ingeniosa.

—Aquí no se puede fumar —dijo Jen, pero no estaba mirando a Ruth. Estaba mirando el chándal de Val.

Tom lo había decorado por un lateral: había dibujado una gárgola con rotulador permanente a lo largo de una de las perneras. El otro lado estaba cubierto en su mayoría por eslóganes o frases aleatorias que Val había escrito con un puñado de bolis diferentes. Seguramente, aquello no encajaba en el concepto de uniforme de entrenamiento que tenía Jen.

—Olvídalo. De todas formas, tengo que irme. —Ruth apagó el cigarrillo en el banco, dejando un cráter negruzco sobre la madera—. Chao, Val. Chao, pringada.

—¿Se puede saber qué te pasa? —le preguntó Jennifer con suavidad, como si de verdad quisiera congraciarse con Val—. ¿Por qué te juntas con esa? ¿No ves que es una friki?

Val miró al suelo, captando las cosas que Jen estaba insinuando: «¿No sabes que la gente que se junta con frikis suele ser mala en los deportes? ¿Te pongo cachonda? ¿Por qué no dejas el equipo antes de que tengamos que echarte?».

Si la vida fuera un videojuego, Val habría utilizado su movimiento especial para lanzar a Jen por los aires y estamparla contra la pared con dos golpes del palo de lacrosse. Aunque, claro, si la vida fuera de verdad un videojuego, lo más probable es que Val tuviera que hacer eso en bikini y con unas tetas gigantes, cada una de ellas compuesta por unos polígonos animado por separado.

En la vida real, Val se mordió el labio y se encogió de hombros, pero apretó los puños. Ya se había visto envuelta en dos peleas desde que se unió al equipo, y no podía permitirse participar en una tercera.

—¿Qué pasa? ¿Es que no sabes hablar si no está tu novia delante?

Val le pegó un puñetazo en la cara.

Con los nudillos al rojo vivo, Valerie dejó caer su mochila y el palo de lacrosse en el suelo de su cuarto, que ya estaba atestado de cosas. Tras rebuscar entre su ropa, sacó unas bragas y un sujetador deportivo que le hacía parecer aún más plana de lo que ya era. Luego, tras sacar de la cesta de la colada unos pantalones negros que pensó que estarían limpios y una sudadera con capucha verde, salió al pasillo y estrujó con sus botas de tacos unos libros de cuentos de hadas que se habían desprendido de las pastas y dejó un reguero de tierra sobre un puñado de cajas de videojuegos desperdigadas. Oyó cómo se resquebrajaba el plástico bajo sus talones e intentó salvar unas cuantas apartándolas de un puntapié.

Entró al baño del pasillo y se quitó el uniforme. Se pasó una toallita por las axilas y volvió a echarse desodorante, después comenzó a vestirse, y solo hizo una pausa para inspeccionarse la piel magullada de las manos.

«Has gastado tu último cartucho —le había dicho el entrenador. Val lo estuvo esperando en su despacho durante tres cuartos de hora mientras las demás entrenaban, y cuando por fin llegó, supo lo que iba a decir antes incluso de que abriera la boca—. No podemos permitirnos tenerte en el equipo. Estás afectando a la química del grupo. Tenemos que ser una piña con un único objetivo: ganar. Lo entiendes, ¿verdad?».

Alguien llamó a la puerta una sola vez antes de abrirla. La madre de Val apareció en el umbral, con la mano todavía en el picaporte. Lucía una manicura perfecta.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

Val se mordió el labio partido y se lo inspeccionó en el espejo. Se había olvidado de ese detalle.

—Nada. Ha sido un accidente durante el entrenamiento.

—Estás hecha un adefesio.

Su madre se apretujó en el baño, sacudiendo su melena corta y rubia, en la que acababa de aplicarse mechas, hasta que las dos aparecieron reflejadas en el espejo. Cada vez que iba a la peluquería, le aplicaban más y más reflejos, hasta que el tono castaño original quedaba sepultado bajo una creciente marea amarilla.

—Muchas gracias —replicó Val, un poco molesta—. Voy a llegar tarde. Tarde. Tarde. Como el conejo blanco.

—Espera.

Su madre dio media vuelta y salió del baño. Val la siguió con la mirada a través del pasillo, hasta el papel rayado de la pared, donde estaban colgadas las fotografías familiares. Su madre cuando quedó subcampeona en un concurso de belleza. Valerie con aparato en los dientes, sentada al lado de su madre en el sofá. Los abuelos delante del restaurante que regentaban. Otra vez Valerie, sosteniendo en brazos a su hermanastra cuando era un bebé, en casa de su padre. Las sonrisas de sus rostros congelados parecían una caricatura, y sus dientes al aire resultaban demasiado blancos.

Al cabo de un rato, su madre regresó con un neceser con un estampado de piel de cebra.

—Estate quieta.

Valerie alzó la cabeza y frunció el ceño, mientras se anudaba sus Converse favoritas, que eran de color verde.

—No hay tiempo. Tom llegará en cualquier momento.

No se había acordado de ponerse el reloj, así que le remangó la blusa a su madre para ver qué hora era. Confirmado: iba retrasadísima.

—Tom sabe dónde está la puerta. —Su madre se embadurnó el dedo con un potingue espeso y bronceado, y comenzó a aplicárselo con suavidad bajo los ojos.

—El corte lo tengo en el labio —protestó Val. No le gustaba pintarse. Cada vez que se reía, se le saltaban las lágrimas y se le corría el maquillaje como si hubiera estado llorando.

—Te vendrá bien un poco de color en la cara. Los neoyorquinos se arreglan mucho.

—Solo es un partido de hockey, mamá, no voy a la ópera.

Su madre soltó su típico suspiro, con el que parecía insinuar que Val se daría cuenta algún día de lo equivocada que estaba. Sacó un cepillo para aplicarle en la cara unos polvos con color, y luego otros incoloros. Después le aplicó más, pero esta vez en los ojos. Val recordó su graduación del colegio, el verano anterior, y confió en que su madre no intentara replicar ese aspecto pringoso y brillante. Por último, le dio una pasada con el pintalabios. Aquello provocó que le escociera la herida.

—¿Has terminado ya? —le preguntó, mientras su madre empezaba con el rímel. Cuando miró de reojo el reloj de su madre, comprobó que el tren iba a salir en quince minutos—. ¡Maldita sea! Tengo que irme. ¿Dónde narices está Tom?

—Ya sabes cómo es —repuso su madre.

—¿Qué quieres decir? —Val no entendía por qué su madre siempre tenía que actuar como si conociera a sus amigos mejor que ella.

—Es un chico. —Su madre meneó la cabeza—. Los chicos son pasotas.

Valerie sacó su móvil de la mochila y buscó el nombre de Tom. Le saltó directamente el buzón de voz. Colgó. De vuelta en su habitación, se asomó a la ventana, miró más allá de los chavales que se tiraban en monopatín por la rampa de contrachapado frente a la casa del vecino. No vio ni rastro del aparatoso Caprice Classic de Tom.

Lo volvió a llamar. Otra vez el buzón de voz.

—Hola, soy Tom. Bela Lugosi está muerto, pero yo, no. Déjame un mensaje.

—No deberías llamarle tantas veces —dijo su madre, que la siguió hasta su cuarto—. Cuando encienda el móvil, verá un montón de llamadas perdidas y sabrá de quién son.

—Me da igual lo que vea —replicó Val, mientras aporreaba los botones—. De todas formas, esta será la última.

La madre de Val se estiró sobre la cama de su hija y empezó a perfilarse los labios con un lápiz marrón. Conocía tan bien la forma de su boca que no necesitó usar espejo.

—Tom —dijo Valerie por el móvil, en cuanto saltó el buzón de voz—, voy a ir tirando para la estación. No te molestes en recogerme. Nos vemos en el andén. Si no apareces, me subiré al tren y ya nos veremos en el estadio.

Su madre frunció el ceño.

—No me hace mucha gracia que vayas tú sola a la ciudad.

—Si no nos montamos en ese tren, llegaremos tarde al partido.

—Bueno, pero al menos llévate este pintalabios. —Rebuscó en el neceser y se lo entregó.

—¿De qué me va a servir esto? —murmuró Val, mientras se echaba la mochila al hombro. Aún llevaba el móvil en la mano, lo apretaba tan fuerte que el plástico se estaba recalentando.

Su madre sonrió y dijo:

—Esta noche tengo que enseñar una casa. ¿Llevas tus llaves?

—Claro —respondió Val. Le dio un beso a su madre en la mejilla e inspiró su olor a laca y perfume. Sus labios dejaron una marca de color bermellón—. Si viene Tom, dile que ya me he ido. Y dile también que es un capullo.

Su madre sonrió, pero con cierta aprensión.

—Espera —dijo—. Deberías esperarle.

—No puedo —replicó Val—. Ya le he dicho que iba tirando.

Dicho eso, corrió escaleras abajo, salió por la puerta y atravesó la pequeña porción de césped. Fue un paseo corto hasta la estación y le sentó bien respirar aire fresco. Cualquier cosa que no fuera esperar le sentaría bien.

El asfalto del aparcamiento de la estación seguía húmedo a causa de la lluvia del día anterior, y el cielo encapotado amenazaba con volver a descargar. Mientras atravesaba el aparcamiento, los paneles comenzaron proferir avisos sonoros y luminosos. Llegó al andén justo cuando el tren se detenía en la estación, proyectando una bocanada de aire cálido y maloliente.

Valerie titubeó. ¿Y si Tom se había olvidado el móvil y la esperaba en su casa? Si ella se iba ahora y él cogía el siguiente tren, puede que luego no se encontraran. Ella llevaba las dos entradas. Tal vez podría dejarle la suya en la taquilla, pero puede que no se le ocurriera preguntar allí. Y aunque todo eso saliera bien, Tom seguiría cabreado. Cuando por fin apareciera, si es que lo hacía, no tendría ganas para nada más que para discutir. Val no tenía planeado nada concreto, pero esperaba encontrar un sitio donde pudieran pasar un rato a solas.

Se mordisqueó el pulgar, levantando un trozo de piel del que fue tirando hasta desprenderlo. Aquello le produjo una satisfacción extraña, a pesar de la gotita de sangre que afloró en la superficie, pero cuando la lamió, su piel le dejó un regusto amargo.

Finalmente, las puertas del tren se cerraron, poniendo fin a su indecisión. Valerie lo observó mientras salía de la estación, y luego emprendió el lento camino de vuelta a casa. Se sintió aliviada y molesta al ver el coche de Tom aparcado junto al Miata de su madre, ante la entrada de su casa. ¿Dónde se habría metido? Apretó el paso, abrió de golpe la puerta…

Y se quedó paralizada. Se le cayó el móvil de la mano, que se cerró solo tras el golpe. A través de la mosquitera de la entrada, vio a su madre inclinada hacia delante desde el sofá blanco, con la blusa azul desabotonada por debajo del sujetador. Tom estaba arrodillado en el suelo, con su cresta en la cabeza, que tenía inclinada hacia arriba para besarla. Tenía las uñas pintadas con una laca negra y descascarillada, sujetas a unos dedos con los que se afanaba en desabrochar los botones restantes de la blusa. Los dos se sobresaltaron al oír el portazo y se giraron hacia ella, mudos de expresión. Tom tenía los morros cubiertos de pintalabios. Por alguna razón, Val no se fijó en ellos, sino en las margaritas secas que Tom le regaló cuando cumplieron cuatro meses juntos. Estaban en lo alto del mueble del televisor, donde Val las dejó varias semanas antes. Su madre quería que las tirase, pero se le olvidó hacerlo. Se veían los tallos a través del jarrón de cristal, cuya parte inferior estaba inmersa en un agua salobre y cubierta de moho.

Su madre profirió un quejido ahogado y se incorporó a duras penas, mientras se cerraba la blusa.

—Maldita sea, mierda —dijo Tom, que estuvo a punto de desplomarse sobre la alfombra beis.

Val quiso decir algo incisivo, algo que les dejara por los suelos, pero las palabras le rehuyeron. Dio media vuelta y se marchó.

—¡Valerie! —gritó su madre, con un tono que sonó más desesperado que imperativo.

Cuando giró la cabeza, Val vio a su madre en el umbral de la puerta, con la sombra de Tom asomando por detrás. Valerie echó a correr, con la mochila rebotando sobre su cadera. No redujo el paso hasta que llegó de nuevo a la estación de tren. Allí se acuclilló sobre la acera de hormigón y se puso a arrancar hierbajos mientras marcaba el número de Ruth.

Su amiga cogió el teléfono. Por su manera de hablar, parecía como si se hubiera estado riendo.

—¿Diga?

—Soy yo —dijo Val. Pensó que le temblaría la voz, pero el tono fue plano y carente de emoción.

—Ah, hola —dijo Ruth—. ¿Dónde estás?

Val notó la quemazón de unas lágrimas incipientes, pero aun así pudo seguir hablando sin trabarse:

—He descubierto algo sobre mi madre y Tom…

—¡Mierda! —la interrumpió Ruth.

Valerie se quedó callada un instante, con un mal presentimiento que le entumeció los brazos y las piernas.

—¿Tú sabes algo? ¿Sabes de lo que te estoy hablando?

—Me alegra que te hayas enterado —dijo Ruth, que empezó a hablar a toda prisa, atropellando las palabras—. Quise contártelo, pero tu madre me rogó que no lo hiciera. Me hizo jurar que no diría nada.

—¿Te lo contó a ti? —Val se sentía estúpida, pero no podía aceptar las implicaciones de esa revelación—. ¿Tú lo sabías?

—No hablaba de otra cosa desde que se enteró de que Tom se fue de la lengua. —A Ruth se le escapó una risita, pero se contuvo, incómoda—. Tampoco es que lleve pasando desde hace mucho, ¿eh? En serio. Te lo habría dicho, pero tu madre me prometió que lo haría ella. Incluso le dije que te lo iba a contar, pero ella dijo que lo negaría. Así que intenté dejarte pistas.

—¿Qué pistas? —Val se sintió mareada de repente. Cerró los ojos.

—Bueno, te dije que revisaras las conversaciones del chat, ¿recuerdas? En fin, no importa. Me alegra que después de todo te lo haya contado.

—No me lo contó —repuso Valerie.

Se produjo un largo silencio. Val oyó respirar a Ruth.

—Por favor, no te cabrees —dijo al fin—. No podía contártelo. No podía ser yo la que te lo dijera.

Val colgó el teléfono. Pateó un trozo de asfalto suelto hacia un charco, después pegó un pisotón en el agua. Su reflejo se desdibujó; lo único que quedó nítido de ella fueron sus labios, como un tajo rojo sobre un rostro pálido. Se los frotó con la mano, pero solo sirvió para que color se extendiera.

Cuando llegó el siguiente tren, Valerie se montó, ocupó un asiento naranja y resquebrajado, y apoyó frente sobre la fría superficie de plexiglás de la ventanilla. Le sonó el móvil y lo apagó sin mirar la pantalla. Pero cuando volvió a girarse hacia la ventanilla, lo que vio fue el reflejo de su madre. Tardó un instante en comprender que se estaba viendo a sí misma, maquillada. Furiosa, se dirigió a toda prisa al baño del tren.

Era un cubículo grande y mugriento, con un suelo de goma pegajoso y paredes de plástico duro. El hedor a orina estaba entremezclado con un aroma químico a flores. Las paredes estaban decoradas con trozos de chicle.

Val se sentó sobre la tapa del retrete y se obligó a relajarse, a inspirar hondas bocanadas de aire pútrido. Se hincó las uñas en los brazos y, sin saber el motivo, eso le hizo sentir un poco mejor, recuperar un poco más el control.

Le sorprendió la intensidad de su ira.

La abrumaba, temió que pudiera ponerse a gritarle al conductor, a cada pasajero del tren. No se sintió capaz de resistir el trayecto entero. El esfuerzo por mantener la compostura la tenía agotada.

Se frotó el rostro y se miró la palma de la mano, que le temblaba ligeramente y tenía restos bermejos de pintalabios. Abrió la mochila y volcó el contenido sobre el suelo mugriento, mientras el tren avanzaba entre sacudidas.

Su cámara traqueteó sobre el suelo de goma, junto con un par de carretes, un libro del instituto que ya tendría que haber leído “Hamlet”, un par de coleteros, un paquete de chicles arrugado y un neceser de viaje que le regaló su madre por su último cumpleaños. Lo abrió como buenamente pudo; pinzas, tijeras para la manicura y una cuchilla centellearon bajo la tenue luz. Valerie sacó las tijeras, tocó las pequeñas puntas afiladas. Se incorporó y se miró en el espejo. Agarró un mechón de cabello y empezó a cortar.

Cuando terminó, sus zapatillas quedaron rodeadas de mechones curvados que parecían serpientes cobrizas. Val se deslizó una mano sobre la cabeza rapada. La tenía pegajosa, a causa del jabón de manos rosa, y áspera como la lengua de un gato. Observó su reflejo, extraño y vulgar, con una mirada férrea y los labios fruncidos. Tenía un reguero de pelillos pegados a le mejillas, que parecían finas limaduras metálicas. Por un momento, no supo decir qué estaría pensando ese rostro del espejo.

La cuchilla y las tijeras traquetearon hacia el interior del lavabo cuando el tren hizo otra parada. Sonó la cisterna del váter.

—¿Hola? —dijo alguien desde el otro lado de la puerta—. ¿Va todo bien ahí dentro?

—Enseguida salgo —respondió Val.

Enjuagó la cuchilla bajo el grifo y se la guardó en la mochila. Tras colgársela de un hombro, cogió un puñado de papel higiénico, lo humedeció y se agachó para recoger los restos de pelo.

Volvió a mirarse en el espejo cuando se enderezó. Por un momento, la persona que le devolvió la mirada parecía un chico joven, con unos rasgos tan delicados que Val lo consideró un pusilánime. Parpadeó, abrió la puerta y salió al pasillo del tren.

Regresó a su asiento, notando cómo los demás pasajeros apartaban la mirada al verla pasar. Miró por la ventanilla y vio pasar de largo las casas ajardinadas de las afueras, hasta que entraron en un túnel y se quedó a solas con su nuevo y desconocido reflejo en la ventanilla.

El tren se detuvo en una estación subterránea y Val se bajó, abriéndose camino entre el hedor de los vapores del tren. Subió por una escalera mecánica estrecha que no se movía, apretujada entre la gente. La estación Pensilvania estaba atestada de gente que iba y volvía del trabajo con la cabeza gacha, y de puestos donde vendían colgantes, bufandas y flores de fibra óptica que centelleaban con colores cambiantes. Valerie se pegó a una de las paredes, pasó junto a un tipo mugriento que dormía arropado con un periódico, y un grupo de niñas con mochila que hablaban a voces en alemán.

La ira que sintió en el tren se había disipado, y Val atravesó la estación como si estuviera sonámbula.

Para llegar al estadio tenía que subir otro tramo de escaleras y pasar junto a una fila de taxis y tenderetes donde vendían salchichas y cacahuetes dulces. Un tipo le dio un folleto y ella intentó devolvérselo, pero el repartidor ya estaba lejos, así que se quedó con ese papel en la mano que prometía CHICAS EN DIRECTO. Lo estrujó y se lo metió en el bolsillo.

Se adentró en un pasillo estrecho, abarrotado de gente, y esperó la cola ante la taquilla. El joven que estaba al otro lado del cristal la miró cuando introdujo la entrada de Tom. Pareció sobresaltado. Valerie pensó que podría deberse a su falta de pelo.

—¿Puedes devolverme el dinero de esta? —preguntó.

—¿Ya tienes otra entrada? —preguntó el taquillero, que la miró con los ojos entornados, como si estuviera intentando discernir en qué consistía el timo.

—Sí —respondió ella—. El gilipollas de mi exnovio no ha podido venir.

El taquillero esbozó un gesto comprensivo y asintió con la cabeza.

—Entiendo. Oye, no puedo devolverte el dinero porque el partido ya ha empezado, pero si me entregas las dos puedo darte otra mejor.

—Está bien —dijo Val, que sonrió por primera vez en todo el trayecto. Tom ya le había pagado su entrada, así que se alegró de poder cobrarse la pequeña venganza de conseguir un asiento mejor a cambio de ella.

El taquillero le dio la nueva entrada y Valerie atravesó los tornos, para después abrirse camino entre la multitud. La gente discutía, con el rostro colorado. El ambiente apestaba a cerveza.

Tenía muchas ganas de ver ese partido. Los Rangers estaban haciendo una temporada estupenda. Pero, aunque no hubiese sido así, le encantaba la forma en que los jugadores se desplazaban sobre el hielo, como si fueran etéreos, siempre en equilibrio sobre las cuchillas de sus patines. A su lado, el lacrosse parecía tosco, una panda de jugadores moviéndose aparatosamente sobre un poco de hierba. Pero mientras buscaba el acceso que conducía a su asiento, notó una sensación desagradable en el estómago. Al resto de la gente le importaba ese partido tanto como le importó a ella en un principio, pero ahora no estaba haciendo más que matar el tiempo antes de que le tocara volver a casa.

Encontró el acceso y lo atravesó. La mayoría de los asientos estaban ya ocupados y tuvo que pasar de lado frente a un puñado de tipos con las caras coloradas. Alargaron el cuello para esquivarla y poder ver, al otro lado de la pared divisoria de cristal, el partido que ya había comenzado. El aire del pabellón «olía» a frío, tal y como pasaba después de una tormenta de nieve. Pero, incluso mientras su equipo patinaba hacia una portería, Valerie volvió a pensar en su madre y en Tom. No tendría que haberse marchado de ese modo. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo. Ni siquiera se habría molestado en decirle nada a su madre. Le habría pegado un puñetazo a Tom. Y luego, mirándolo solo a él, le habría dicho:

—De ella me lo esperaba, pero tenía mejor opinión de ti.

Eso habría sido perfecto.

O quizá podría haberle reventado las ventanillas del coche. Aunque ese coche era un trozo de chatarra, así que quizá no.

Pero sí podría haber ido a casa de Tom para hablarles a sus padres de la bolsa de maría que tenía escondida entre el colchón y el canapé de su cama. Entre eso y aquel asunto con la madre de Val, puede que su familia lo enviara a algún centro de rehabilitación para fumetas aficionados a tirarse madres ajenas.

En cuanto a su madre, la mejor venganza que Val podría cobrarse sería llamar a su padre, decirle que pusiera por el manos libres a su madrastra, Linda, y contarles todo el asunto. Linda y el padre de Val tenían un matrimonio perfecto, de esos que conllevan tener dos mocosos adorables y una casa con moqueta. Un matrimonio de los que hacían vomitar a Val. Por desgracia, al contárselo les haría partícipes de esa historia. Podrían contarla cuando les diera la gana, echársela en cara a la madre de Val cuando discutieran, relatarla para escandalizar a sus compañeros de golf. Pero era la historia de Val, así que estaba decidida a controlarla.

Se oyó un bramido procedente del público. A su alrededor, la gente se puso en pie. Uno de los Rangers había tirado al suelo a un miembro del otro equipo y se estaba quitando los guantes. El árbitro sujetó al Ranger y pegó un patinazo, que le dejó un tajo al otro jugador en la mejilla. Mientras los separaban, Val vio la mancha de sangre que se formó sobre el hielo. Un tipo vestido de blanco entró y raspó la mayor parte, y después la pulidora de hielo alisó la pista durante el descanso, pero la mancha roja persistió, como si se hubiera adentrado tan a fondo que ya fuera imposible borrarla. Pese a que su equipo anotó el gol de la victoria, y todos se pusieron de nuevo en pie a su alrededor, Val no pudo dejar de mirar la sangre.

Después del partido, Val siguió a la multitud hasta la calle. La estación de tren se encontraba a pocos metros de distancia, pero no se sentía capaz de volver a casa. Quería quedarse allí un rato más, hasta que encontrase una solución, hasta haber diseccionado lo ocurrido un poco más. La simple idea de volver a montarse en el tren le provocó una punzada de pánico que le aceleró el pulso y le revolvió el estómago.

Empezó a caminar y, al cabo de un rato, advirtió que los números de las calles se volvían más pequeños los edificios más antiguos, los carriles más estrechos y el tráfico más escaso. Tras girar a la izquierda, hacia lo que pensó que sería el límite del este del Village, pasó junto a una serie de tiendas de ropa cerradas y filas de coches aparcados. No sabía qué hora era, pero debía de ser casi medianoche.

Su mente siguió descifrando las miradas que cruzaban Tom y su madre, miradas que ahora cobraban un nuevo significado, indicios que ella tendría que haber captado. Visualizó el rostro de su madre, con una extraña combinación de culpa y franqueza, cuando le dijo que esperase a Tom. Ese recuerdo la obligó a encogerse, como si su cuerpo estuviera intentando desprenderse de un peso físico.

Se detuvo a comprar una porción de pizza en una tienda apenas concurrida, donde una mujer con un carrito de la compra lleno de botellas estaba sentada al fondo, bebiendo Sprite con pajita mientras canturreaba entre dientes. El queso caliente le quemó el paladar, y cuando alzó la mirada hacia el reloj, se dio cuenta de que había perdido el último tren a casa.

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