Valor

Valor


Capítulo 2

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Capítulo 2

Baten sus alas una vez más para alzarse en desesperado vuelo:

polillas ciegas que topan contra los alambres de las mosquiteras. Lo que sea. Lo que sea con tal de conseguir un chute de luz.

X. J. KENNEDY, «POLILLAS CALLEJERAS». LOS SEÑORES DE MlSRULE

Val se quedó dormida otra vez, con la cabeza apoyada en la mochila medio vacía y el resto del cuerpo tendido sobre las frías baldosas del suelo, arropada con un mapa del metro. Eligió un lugar próximo a la taquilla para echar una cabezada, suponiendo que nadie intentaría robarle ni apuñalarla delante de más gente.

Había pasado gran parte de la noche en ese estado confuso entre el sueño y la vigilia, cabeceando por un instante, para luego espabilarse sobresaltada. A veces despertaba de un sueño y no sabía dónde estaba. La estación apestaba a moho y a basura, incluso sin temperaturas altas que acentuaran los olores. Por encima del moho y la pintura descascarillada había una moldura decorativa con tulipanes enroscados, remanente de otra estación de la calle Spring, una que en el pasado debió de ser majestuosa. Val intentó imaginarse cómo sería esa estación mientras volvía a quedarse dormida.

Curiosamente, no estaba asustada. Se sentía ajena a todo, como una sonámbula que hubiera abandonado la senda de la vida cotidiana para acceder al bosque donde todo podía suceder. Su rabia y su tristeza se habían templado hasta formar una apatía que le provocó tal pesadez en las extremidades que parecían hechas de plomo.

La siguiente vez que abrió los ojos, aletargada, vio gente a su alrededor. Se incorporó y, mientras rebuscaba con una mano en su mochila, alzó la otra como si quisiera protegerse de un golpe. Dos policías la estaban mirando.

—Buenos días —dijo uno de ellos. Tenía el pelo corto y canoso y el rostro rubicundo, como si hubiera pasado mucho rato a la intemperie.

—Sí, buenos. —Val se espabiló del todo, frotándose las comisuras de los ojos con la parte inferior de la mano. Le dolía la cabeza.

—No es un lugar muy apropiado para echarse a dormir —dijo el policía.

La gente que iba de camino al trabajo pasaba junto a ellos, pero solo unos pocos se molestaban en mirarla.

—¿Y? —Val achicó los ojos.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó el compañero del otro policía. Era más joven, delgado, con ojos oscuros y aliento a tabaco.

—Diecinueve —mintió Val.

—¿Tienes alguna identificación?

—No —respondió ella, confiando en que no le registrasen la mochila. Tenía un permiso provisional para conducir, pero no la licencia oficial, pues había suspendido el examen. Sin embargo, ese permiso era prueba suficiente de que solo tenía diecisiete años.

El policía suspiró y dijo:

—No puedes dormir aquí. ¿Quieres que te llevemos a algún sitio donde puedas descansar un poco?

Val se levantó, al tiempo que se colgaba la mochila de un hombro.

—Estoy bien. Solo estaba esperando a que amaneciera.

—¿Adónde vas? —le preguntó el policía de mayor edad, cortándole el paso.

—A casa —respondió Val, porque pensó que le agradaría esa respuesta.

Se agachó para pasar por debajo del brazo del policía y subió a toda prisa por las escaleras. El corazón le tamborileó con fuerza mientras corría por la calle Crosby, a través de hordas de gente, junto a los soñolientos trabajadores que cargaban a duras penas con sus mochilas y maletines, junto a los taxis y los mensajeros en bicicleta, a través de las oleadas de vapor que emergían de las rejillas del suelo. Aflojó el paso y miró atrás, pero no parecía que nadie la siguiera. Cuando cruzó a Bleecker, vio a un par de punkis pintando en la acera con tiza. Uno de ellos tenía una cresta teñida de muchos colores y ligeramente dentada en la parte superior. Val rodeó con cuidado su obra de arte y siguió su camino.

Para Val, Nueva York siempre había sido el lugar donde su madre la cogía de la mano con fuerza, era la cuadrícula centelleante de rascacielos con paneles de cristal, la de los recipientes humeantes de fideos instantáneos que amenazaban con verter su caldo ardiente sobre los niños que hacían cola para asistir a una grabación de TRL, apenas a unas manzanas de distancia del lugar donde se realizaban representaciones matinales de Los Miserables para estudiantes de francés de secundaria, traídos en autobús desde la periferia. Pero ahora, al cruzar hacia Macdougal, Nueva York pareció confirmar y desmentir al mismo tiempo el concepto que tenía de la ciudad. Pasó junto a varios restaurantes que empezaban a despertar de su letargo, con las puertas todavía cerradas; junto a una verja metálica decorada con más de una docena de candados, todos ellos engalanados con la cara de algún bebé; y junto a una tienda donde solo vendían juguetes robóticos. Lugares pequeños e interesantes que aventuraban la inmensidad de la ciudad y la singularidad de sus habitantes.

Se metió en una cafetería en penumbra llamada Café Diablo. El papel de las paredes era de terciopelo rojo. Había un demonio de madera situado junto al mostrador, sosteniendo en alto una bandeja plateada que estaba atornillada a su mano. Val pidió un café grande y lo cargó hasta arriba de nata, canela y azúcar. Agradeció el tacto cálido de la taza en los dedos, pero aquello le hizo advertir lo agarrotadas que tenía las extremidades y la contractura que había empezado a formarse en su espalda. Se estiró, arqueó el cuerpo y movió el cuello hasta que oyó un chasquido.

Se encaminó al fondo del local, donde se decantó por una butaca desvencijada, cerca de una mesa donde un chico con unas rastas muy finas y una chica con el pelo enmarañado y teñido de azul, y con unas botas blancas que le llegaban hasta la rodilla, conversaban entre susurros. El chico abría un paquetito de azúcar tras otro y los iba vertiendo en su taza.

La chica se desplazó ligeramente, y Val pudo ver que tenía un gatito anaranjado sobre el regazo. El animal alargó una pata para golpear la cremallera de la cazadora de piel de conejo remendada que tenía la chica.

Val sonrió por acto reflejo. La chica se fijó en ella, le devolvió la sonrisa y depositó al gato sobre la mesa. El animal soltó un maullido lastimero, olisqueó y trastabilló.

—Espera un momento —dijo Val.

Tras quitar la tapa de su café, se dirigió al mostrador, la llenó de nata y la dejó delante del gato.

—Brillante —dijo la chica del pelo azul.

Val advirtió que se le había infectado el piercing de la nariz; la piel que rodeaba esa piedrecita brillante estaba hinchada y enrojecida.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Aún no tiene nombre. Lo estábamos debatiendo. Si se te ocurre algo, avísanos. Dave opina que no deberíamos quedárnosla.

Val probó un sorbo de café. No estaba en condiciones de pensar nada. Sentía como si tuviera el cerebro inflamado, ejerciendo presión contra su cráneo. Estaba tan cansada que sus ojos tardaban en enfocar la imagen cuando parpadeaba.

—¿De dónde ha salido? ¿Es una gata callejera?

La chica abrió la boca, pero el chico le apoyó una mano en el brazo.

—Lolli. —Le apretó el brazo a modo de advertencia, y los dos cruzaron una mirada cargada de intensidad.

—La robé —dijo Lolli.

—¿Por qué le cuentas a la gente esas cosas? —inquirió Dave.

—Yo lo cuento todo. La gente solo se cree lo que puede asimilar. Es mi modo de saber en quién se puede confiar.

—¿La robaste en una tienda? —preguntó Val, mientras contemplaba el cuerpecito diminuto de la gata, con su lengua rosada y enroscada.

Lolli negó con la cabeza, visiblemente orgullosa.

—Le tiré una pedrada al escaparate. Por la noche.

—¿Por qué? —Val adoptó sin esfuerzo el papel de espectadora admirada, profiriendo los ruiditos apropiados, tal y como hacía con Ruth, con Tom o con su madre. Formulaba las preguntas que su interlocutor quería oír, pero por debajo de esa costumbre reconocida, había una fascinación auténtica. Lolli era el ejemplo claro de chica mala que Ruth aparentaba ser, pero no era.

—La dueña de la tienda de mascotas fumaba. Dentro de la tienda. ¿Te lo puedes creer? No es digna de cuidar de los animales.

—Tú fumas. —Dave negó con la cabeza.

—Pero no tengo una tienda de animales. —Lolli se giró hacia Val—. Cómo mola tu cabeza. ¿Me dejas tocarla?

Val se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia delante. Le resultó extraño que la tocaran ahí. No incómodo, solo raro, como si alguien le estuviera acariciando las plantas de los pies.

—Yo soy Lollipop —dijo la chica. Luego se giró hacia el chico de las rastas. Era delgado y bastante guapo—. Este es Dave el Difuso.

—Dave a secas —repuso el otro.

—Yo soy Val a secas.

Se incorporó. Era un alivio hablar con alguien después de tantas horas de silencio. Y le alivió todavía más hablar con personas que no sabían nada sobre ella, ni sobre Tom, ni sobre su madre, ni sobre ningún detalle de su pasado.

—¿No es un diminutivo de Valentina? —preguntó Lollipop, sin dejar de sonreír.

Val no sabía si le estaba tomando el pelo, pero puesto que se llamaba «Lollipop», a su lado Val era un nombre de lo más normal. Se limitó a negar con la cabeza.

Dave soltó una risotada y abrió otro paquetito de azúcar, vertió los granos sobre la mesa y los dividió en unas largas filas que se fue comiendo con un dedo humedecido en café.

—¿Vais a clase cerca de aquí? —preguntó Val.

—Hemos dejado los estudios, pero vivimos por aquí. Vivimos donde nos da la gana.

Val dio otro sorbo de café.

—¿Qué quieres decir?

—No quiere decir nada —interrumpió Dave—. ¿Dónde vives tú?

—En Jersey. —Val se quedó mirando el líquido grisáceo y lechoso que había en su taza. Notó el crujido del azúcar entre los dientes—. Supongo. Si decido volver.

Se levantó, sintiéndose ridícula, y se preguntó si se estarían burlando de ella.

—Disculpadme.

Se metió en el baño y se aseó, lo que hizo que se sintiera un poco menos mugrienta. Hizo gárgaras con el agua del grifo, pero cuando la escupió, se vio en el espejo con total claridad: regueros de pecas a lo largo de la boca y las mejillas, incluyendo una bajo el ojo izquierdo; pecas que parecían granitos de arena incrustados sobre el bronceado irregular de la piel, fruto de practicar deporte al aire libre. Su cabeza recién afeitada lucía una palidez extraña, y la piel que le rodeaba los ojos azules estaba enrojecida e hinchada. Se frotó el rostro, pero no sirvió de nada. Cuando volvió a salir, Lolli y Dave ya no estaban.

Val se terminó el café. Se planteó echar una cabezada en la butaca, pero la cafetería se había llenado de gente y el ruido le estaba empeorando la migraña. Salió a la calle.

Una drag queen con una peluca altísima y torcida iba persiguiendo un taxi, con un zapato Lucite en la mano. Cuando el taxista aceleró, lo arrojó con tanta fuerza que se estrelló contra la ventanilla trasera.

—¡Cabronazo! —gritó, mientras se acercaba a la pata coja a recoger el zapato.

Val echó a correr hacia la calle, lo recogió y se lo devolvió a su dueña.

—Gracias, tesoro.

De cerca, Val vio que llevaba unas pestañas postizas con destellos plateados y un reguero de purpurina sobre el pómulo.

—Pareces un príncipe azul. Bonito pelo. ¿Por qué no fingimos que yo soy Cenicienta y tú me pones el zapato?

—Bueno…, vale —dijo Val, que se agachó y le abrochó la correa de plástico, mientras la drag queen intentaba no ponerse a pegar brincos al tratar de mantener el equilibrio.

—Perfecto, muñeca —dijo, y se enderezó la peluca.

Cuando Val se incorporó, vio a Dave el Difuso, que se estaba riendo, sentado sobre una barandilla metálica al otro lado de la estrecha calle. Lolli estaba tendida sobre una sábana azul desteñida cubierta de libros, candelabros y ropa. Bajo la luz del sol, el tono de su pelo resultaba más radiante que el azul del cielo. La gatita estaba estirada a su lado, jugueteando con un cigarro que había en el suelo.

—Eh, príncipe Valiente —la llamó Dave, sonriendo como si fueran viejos amigos. Lolli la saludó con la mano. Val se metió las manos en los bolsillos y se acercó a ellos.

—Pilla sitio —dijo Lolli—. Creía que te habíamos ahuyentado.

—¿Ibas a alguna parte? —le preguntó Dave.

—La verdad es que no. —Val se sentó sobre el frío hormigón. El café por fin había empezado a hacer efecto y ya se sentía más espabilada—. ¿Y vosotros?

—Vamos a vender unas movidas que ha conseguido Dave. Quédate con nosotros. Juntaremos algo de pasta y luego nos iremos de fiesta.

—Vale. —Val no estaba segura de querer irse de fiesta, pero no le importaba sentarse un rato en la acera. Levantó la manga de una chaqueta roja de terciopelo—. ¿De dónde han salido estas cosas?

—De la basura, en su mayoría —respondió Dave, sin sonreír. Val se preguntó si se le habría escapado un gesto de sorpresa. Quería hacerse la interesante—. Te asombraría lo que llega a pagar la gente por cosas que otros han tirado previamente.

—Me lo creo —repuso Val—. Estaba pensando que esta chaqueta es muy bonita.

Aquella debió de ser la respuesta correcta, porque Dave sonrió de oreja a oreja, dejando entrever un diente delantero partido.

—Me caes bien —le dijo—. Antes dijiste algo sobre si «decidías» volver. ¿A qué vino eso? ¿Estás en la calle?

—Ahora mismo, sí —respondió Val, dando unas palmaditas sobre el hormigón.

Los otros dos se rieron al oír eso. Mientras Val estuvo sentada a su lado, la gente pasó de largo junto a ella, pero solo vieron a una chica con unos vaqueros sucios y la cabeza rapada. Tuvo la sensación de que podría pasar por allí cualquier compañero de clase, que Tom podría pararse a comprar una corbata, o que su madre podría tropezar con una grieta en la acera, y que ninguno de ellos la habría reconocido.

En retrospectiva, Val sabía que tenía la costumbre de ser demasiado confiada, demasiado pasiva, demasiado dispuesta a esperar lo mejor de los demás y lo peor de sí misma. Y, aun así, ahí estaba, relacionándose con gente nueva, dejándose llevar por ellos.

Pero había algo diferente en lo que estaba sintiendo en ese momento, algo que le reportó un placer extraño. Era como asomarse desde un edificio alto, como esa descarga de adrenalina cuando te inclinas hacia el vacío. Era una sensación intensa, terrible y completamente nueva.

Val pasó el día con ellos, sentados en la acera, hablando de todo y de nada. Dave les contó la historia de un conocido suyo que un día se emborrachó tanto que se comió una cucaracha por una apuesta.

—Una de esas cucarachas de Nueva York, que son tan grandes como una carpa. La mitad del bicho asomaba de su boca y todavía se meneaba mientras lo mordía. Al final, después de mucho masticar, se lo tragó. Mi hermano estaba allí. Luis es un tío superlisto, de los que se leen la enciclopedia cuando se pillan la varicela y les toca quedarse en casa. El caso es que le dijo: «Ya sabrás que las cucarachas ponen huevos incluso después de muertas». El tío no se lo quería creer, pero entonces se puso a gritar que estábamos intentando matarlo, mientras se sujetaba el estómago, asegurando que podía sentir cómo le estaban devorando por dentro.

—Qué asco —dijo Val, pero se rio tanto que se le saltaron las lágrimas—. Qué asco más grande.

—Espera, que aún falta lo mejor —dijo Lolli.

—Así es —asintió Da ve el Difuso—. Porque el tío se vomitó en los zapatos. Y la cucaracha estaba ahí, descuartizada, pero se veían claramente los trocitos negros de bicho. Y esto es lo más gordo: una de las patas se movía.

Val soltó un quejido, asqueada, y luego les contó aquella vez que Ruth y ella se fumaron un puñado de hierba gatera creyendo que les serviría para colocarse.

Cuando vendieron un bolso de imitación de piel de cocodrilo, dos camisetas y una chaqueta con lentejuelas de la sábana, Dave compró perritos para todos en un puesto callejero, extraídos de un agua turbia y embadurnados con chucrut, mostaza y salsa de pepinillos.

—Venga, tenemos que celebrar haberos conocido —dijo Lolli, que se levantó de un brinco—. A la gata y a ti.

Sin dejar de comer, Lolli atravesó la calle al trote. Recorrieron varias manzanas, con Lolli en cabeza, hasta que llegaron junto a un viejo que se liaba sus propios cigarrillos en las escaleras de un edificio de apartamentos. A su lado había una bolsa mugrienta llena con otras bolsas. Tenía los brazos finos como ramitas y el rostro tan arrugado como una pasa, pero le dio un beso a Lolli en la mejilla y saludó a Val con mucha educación. Lolli le dejó en la mano un par de cigarrillos y un fajo de billetes arrugados, y el tipo se levantó y cruzó la calle.

—¿Qué le ocurre? —le susurró Val a Dave—. ¿Por qué está tan flaco?

—Por haberse metido de todo —respondió Dave.

Al cabo de un rato, el tipo regresó con una botella de brandy de cereza en una bolsa de papel.

Dave sacó una botella de Coca-Cola medio vacía de su bandolera y la llenó con el licor.

—Es para que no nos pare la poli —explicó—. Los odio.

Val dio un sorbo de la botella y notó la quemazón del alcohol que descendía por su garganta. Los tres se la fueron pasando mientras caminaban por Third oeste. Lolli se detuvo delante de un tenderete cubierto de pendientes con cuentas que colgaban de unos árboles de plástico que tintineaban cada vez que pasaba un coche. Deslizó los dedos sobre un brazalete compuesto por unas diminutas campanitas plateadas. Val se acercó al puesto de al lado, donde había varias pilas de incienso y barritas de muestra encendidas sobre una concha de abulón.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el vendedor. Tenía la piel de color caoba y olía a sándalo.

Val sonrió ligeramente y se giró hacia Lolli.

—Diles a tus amigos que elijan mejor a quién sirven. —El vendedor de incienso tenía unos ojos oscuros que centellearon como los de un lagarto—. Los mensajeros siempre son los primeros en conocer la insatisfacción del cliente.

—Pues vale —dijo Val, alejándose de la mesa.

Lolli se acercó con unas campanitas tintineando alrededor de su muñeca. Dave estaba intentando hacer que la gata lamiera el brandy del tapón de la botella.

—Qué tipo tan raro —dijo Val. Cuando miró hacia atrás, por el rabillo del ojo, durante apenas un instante, le pareció como si el vendedor de incienso tuviera unas púas alargadas emergiendo de su espalda, como si fuera un erizo.

Val alargó la mano hacia la botella.

Siguieron deambulando sin rumbo hasta que llegaron a una mediana de asfalto con forma de triángulo, flanqueada por bancos, presumiblemente para que los oficinistas se comieran el almuerzo en los días de calor, mientras inspiraban el aire húmedo y el humo de los tubos de escape. Se sentaron y dejaron a la gata en el suelo para que inspeccionara los restos espachurrados de una paloma. Allí siguieron pasándose la botella de brandy hasta que a Val se le entumeció la lengua, sintió un hormigueo en los dientes y le dio vueltas la cabeza.

—¿Crees en fantasmas? —le preguntó Lolli.

Val se quedó pensativa un rato.

—Supongo que me gustaría creer.

—¿Y en otras cosas? —Lolli maulló para llamar a la gata mientras se frotaba los dedos, pero la gata no le hizo ni caso.

Val se rio y dijo:

—¿Qué cosas? No creo en vampiros, ni zombis, ni hombres lobo, ni nada por el estilo.

—¿Y en las hadas?

—¿De qué tipo…?

—Monstruos —repuso Dave con una risita.

—No —dijo Val, negando con la cabeza—. Me parece que no.

—¿Quieres saber un secreto? —preguntó Lolli.

Val se inclinó hacia ella y asintió. Claro que quería.

—Sabemos dónde hay un túnel con un monstruo dentro —susurró Lolli—. Un feérico. Sabemos dónde viven los feéricos.

—¿Qué? —Val no estaba segura de haberlo entendido bien.

—Cierra el pico, Lolli —le advirtió Dave, pero su voz sonó un poco pastosa—. Luis se pondría furioso si te oyera.

—No eres nadie para decirme lo que puedo contar. —Lolli se estrechó entre sus brazos, hincándose las uñas en la piel. Se sacudió el pelo hacia atrás—. ¿Y quién iba a creerla, de todos modos? Seguro que ni siquiera me cree a mí.

—¿Habláis en serio? —preguntó Val.

Ebria como estaba, casi le parecía posible. Val intentó recordar los cuentos de hadas que le gustaba releer, aquellos que recopilaba desde que era pequeña. No salían muchos feéricos en ellos. Al menos, no como ella los imaginaba. Salían hadas madrinas, ogros, trols y hombrecillos que negociaban sus servicios a cambio de niños y luego despotricaban cuando se descubrían sus verdaderos nombres. Pensó en los feéricos de los videojuegos, pero esos eran elfos, y no estaba segura de que los elfos contaran como tales.

—Cuéntaselo —insistió Lolli.

—¿Quién eres tú para darme órdenes? —inquirió Dave, pero la otra se limitó a pegarle un puñetazo en el brazo y se rio.

—Está bien, está bien —concedió Dave—. A mi hermano y a mí nos dio por la exploración urbana. ¿Sabes lo que es?

—Colarse en sitios donde nadie debería entrar —respondió Val. Tenía un primo que iba a los lugares que mencionaban en la guía Weird NJ y luego colgaba las fotos que hacía en su web—. Sobre todo, lugares viejos, ¿verdad? Como edificios abandonados y cosas así.

—Eso es. En esta ciudad hay toda clase de cosas que la mayoría de la gente no puede ver —dijo Dave.

—Cierto —dijo Val—. Caimanes blancos. Hombres topo. Anacondas.

Lolli se levantó y cogió a la gata en brazos, que estaba hurgando en el cadáver del pájaro.

La apoyó sobre su regazo y la acarició con fuerza.

—Creía que serías capaz de asimilarlo.

—¿Cómo es que sabéis esas cosas que nadie más conoce? —Val estaba intentando ser educada.

—Porque Luis posee la visión extrasensorial —dijo Lolli—. Puede verlos.

—¿Tú también puedes? —le preguntó Val a Dave.

—Solo cuando me dejan. —Se quedó mirando a Lolli durante un buen rato—. Me estoy helando.

—Vente con nosotros —dijo Lolli, girándose hacia Val.

—A Luis no le hará ninguna gracia. —Dave giró un pie, como si estuviera espachurrando un bicho.

—Val nos cae bien. Eso es lo único que importa.

—¿Adónde queréis que os acompañe? —preguntó Val. Se estremeció. Aunque sentía la calidez del licor que se extendía lentamente por sus venas, su aliento salía en forma de vaho y sus manos alternaban entre la gelidez y el calor sobre la piel, por debajo de la camiseta.

—Ya lo verás —repuso Lolli.

Caminaron durante un rato, y después se metieron en una estación de metro. Lollipop deslizó una tarjeta para atravesar el torno y después se la pasó a Dave entre los barrotes. Luego miró a Val.

—¿Te vienes?

Val asintió.

—Ponte delante de mí —dijo Dave, esperando.

Val se acercó al torno. Dave pasó la tarjeta, después se pegó a ella y la impulsó para poder pasar los dos al mismo tiempo. Val notó en la espalda el roce de su cuerpo fibroso y musculoso, y percibió su olor a humo y a ropa sucia. Se rio y se tambaleó un poco.

—Voy a contarte otra cosa que no sabes —dijo Lolli, mientras sostenía en alto varias tarjetas—. Hemos conseguido estos abonos de metro con mondadientes. Hay que romper los palillos en trocitos muy pequeños y luego meterlos en la máquina. La gente paga, pero no les sale la tarjeta. Es como una trampa para cangrejos. Solo tienes que volver al rato y ver lo que has capturado.

—Vaya —dijo Val. La cabeza le daba vueltas a causa del brandy y la confusión. No estaba segura de poder discernir lo que era cierto de lo que no.

Lollipop y Dave el Difuso se encaminaron hacia el final del andén, pero en lugar de detenerse allí para esperar al tren, Dave saltó al foso por el que discurrían las vías. Varias personas que estaban esperando el metro lo miraron de reojo, pero luego miraron rápidamente hacia otro lado, aunque la mayoría de ellos ni siquiera parecía haber advertido lo ocurrido. Lolli siguió a Dave con torpeza; primero se quedó sentada en el borde del andén, y luego dejó que él la ayudara a bajar. Llevaba en brazos a la gatita, que había empezado a revolverse.

—¿Adónde vais? —preguntó Val, pero los otros ya estaban desapareciendo entre la oscuridad.

Cuando saltó tras ellos al suelo de hormigón cubierto de desperdicios, pensó que era una locura seguir a dos desconocidos hacia las entrañas del metro, pero en lugar de tener miedo, se sintió bien. Ahora era ella la que tomaba las decisiones, aunque fueran catastróficas. Era la misma sensación placentera que la de romper una hoja de papel en trocitos muy muy pequeños.

—Ten cuidado para no tocar el tercer raíl o te freirás —resonó la voz de Dave, procedente de algún lugar situado al frente.

¿El tercer raíl? Val miró al suelo con nerviosismo. El del medio. Tenía que ser el del medio.

—¿Y si viene un tren? —preguntó.

—¿Ves esos nichos? —respondió Lolli—. Si viene, métete en uno de ellos.

Val volvió a mirar hacia el hormigón del andén del metro, estaba demasiado alto como para escalarlo. Hacia el frente, todo estaba oscuro, flanqueado tan solo por unos faroles diminutos que apenas emitían luz. Oyó el ruidito de unos correteos y le pareció sentir el roce de unas patitas diminutas sobre una de sus zapatillas. Sintió el pánico que sabía que tarde o temprano se acabaría manifestando. La embargó por completo. Se quedó quieta, tan afectada por el miedo que no se podía mover.

—Vamos. —La voz de Lolli resonó entre la penumbra—. No te pares.

Val oyó el traqueteo distante de un tren, pero no supo discernir a qué distancia se encontraba, ni siquiera por qué vía circulaba. Corrió para alcanzarlos. Nunca le había dado miedo la oscuridad, pero aquello era distinto. Allí la oscuridad era densa, voraz. Parecía una criatura viviente que respiraba a través de sus propios conductos, expulsando bocanadas pestilentes a lo largo del túnel.

El olor a mugre y humedad era agobiante. Aguzó el oído para captar las pisadas de los otros dos. No les quitó ojo a los faroles, como si fueran un rastro de miguitas de pan capaz de alejarla del peligro.

Un tren pasó de largo por el otro extremo de las vías, el resplandor repentino y el sonido estridente la sobresaltaron. Sintió el tirón del aire, como si el convoy lo estuviera absorbiendo todo a su paso. Si el tren hubiera pasado más cerca, Val no habría tenido tiempo de saltar hacia el nicho.

—Llegamos. —Aquella voz resonó cerca, muy cerca.

Val no sabía quién lo había dicho, si Lolli o Dave. Se dio cuenta de que se encontraba al lado de un andén. Se parecía a la estación que habían dejado atrás, salvo que allí los azulejos de las paredes estaban cubiertos de pintadas. Había unos colchones apilados sobre la repisa de hormigón, cubiertos de mantas, almohadones y cojines, la mayoría en algún tono de amarillo mostaza. Varias velas medio consumidas emitían una luz tenue; algunas estaban arremetidas en la abertura de unas latas de cerveza, otras en unos tarros altos de cristal, decorados con la cara de la Virgen María en la etiqueta. Había un chico con el pelo peinado hacia atrás con trencitas, sentado al lado de una parrilla portátil, en la esquina del fondo de la estación. Tenía un ojo lechoso, lucía un aspecto blanquecino y extraño, y su piel oscura estaba cubierta de piercings de acero. Tenía las orejas llenas de anillas brillantes, algunas gruesas como gusanos, y de cada una de sus mejillas emergía una barra, como para acentuar la forma de sus pómulos. Tenía un piercing en una fosa nasal y un aro alojado en el labio inferior. Cuando se levantó, Val vio que llevaba puesto un abrigo de plumas negro y unos pantalones anchos y rotos. Dave el Difuso comenzó a subir por una escalera improvisada, hecha con tablones de madera.

Val miró a su alrededor. Una de las paredes estaba decorada con una pintada que decía: «Nunca jamás».

—Está impresionada —dijo Lolli. Su voz resonó en el túnel.

Dave resopló y se acercó a la fogata. Sacó unas colillas aplastadas de su bandolera y las tiró en una de las tazas astilladas, después formó una pila con latas de melocotones y café.

El chico de los piercings encendió una colilla e inspiró una honda calada.

—¿Quién coño es esa?

—Val —dijo la propia Val, antes de que Lolli pudiera responder. Alternó el peso de su cuerpo de un pie al otro, incómoda, consciente de que no conocía el camino de vuelta.

—Es mi nueva amiga —dijo Lollipop, que se sentó sobre un nido hecho con mantas.

El chico de los piercings frunció el ceño.

—¿Qué le pasa en el pelo?

—Que me lo he cortado —repuso Val. Por alguna razón, aquello hizo reír a Dave el Difuso y al chico de los piercings. Lolli pareció satisfecha con esa respuesta.

—Por si no lo habías adivinado, este es Luis —dijo.

—¿No os parece que ya pasa bastante gente por aquí, como para que encima os pongáis a jugar a los guías turísticos? —inquirió Luis, pero nadie le respondió, así que quizá se trató de una pregunta retórica.

El cansancio estaba empezando a cobrarle factura a Val. Se tumbó en un colchón y se echó una manta sobre la cabeza. Lolli estaba diciendo algo, pero la mezcla de brandy, miedo y cansancio resultaba abrumadora. Siempre podría volver a casa más tarde, mañana, o al cabo de unos días. En cualquier momento. Siempre que no fuera ahora.

Mientras se quedaba dormida, la gata de Lolli se le subió encima, sobresaltada por las sombras. Val alargó una mano hacia ella, hundió los dedos en su pelaje suave y corto. Era una cosita diminuta, sí, pero ya estaba loca.

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