Valor

Valor


Capítulo 3

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Capítulo 3

Hallé las cálidas cuevas en el bosque,

las llené de sartenes, esculturas, estantes,

armarios, sábanas, toda clase de ajuares;

preparé la cena para los gusanos y los duendes.

ANNE, «DE ESAS».

Con los músculos en tensión, Val saltó del sueño a la vigilia, mientras el corazón le latía con fuerza en el pecho. Estuvo a punto de gritar hasta que recordó dónde estaba. Supuso que sería por la tarde, aunque los túneles seguían a oscuras; la única luz provenía de las velas derretidas. En el otro colchón, Lollipop estaba acurrucada con la espalda pegada a Luis, que le había pasado un brazo por encima. Dave el Difuso estaba al otro lado, envuelto en una manta sucia, con la cabeza girada hacia ella, del mismo modo que la rama de un árbol crece hacia el sol.

Val hundió la cabeza más a fondo en la colcha, pese a que despedía un tufillo a pis de gato. Se sentía aturdida, pero más descansada.

Tumbada allí, recordó haber revisado los catálogos de universidades con Tom un par de semanas antes. Él había hablado de Kansas, que tenía un buen programa de escritura creativa y no era demasiado cara. «Y mira esto —añadió—, tienen un equipo femenino de lacrosse», como si quizá fueran a seguir juntos después del instituto. Val sonrió, y lo besó sin dejar de sonreír. Le gustaba besarle; Tom siempre sabía cómo devolverle el gesto. Al pensar en ello, se sintió dolida, ridícula y traicionada.

Quiso volver a dormirse, pero no pudo, así que permaneció allí hasta que no pudo aguantarse las ganas de hacer pis y se acuclilló, con las piernas bien separadas, sobre el cubo maloliente que encontró en un rincón. Se bajó los pantalones y la ropa interior, tratando de mantener el equilibrio de puntillas, mientras apartaba la entrepierna de su ropa lo más lejos posible de su cuerpo. Intentó convencerse de que era lo mismo que cuando ibas conduciendo por una autopista y no había ningún área de descanso, así que te tocaba meterte en el bosque. No había papel higiénico ni hojas, así que pegó unos cuantos brincos con la esperanza de que bastara para secarse.

Cuando regresó, vio que Dave el Difuso comenzaba a revolverse, y esperó no haberlo despertado. Volvió a introducir las piernas bajo la manta, consciente ahora de que los marcados hedores del andén se combinaban para formar un olor que no pudo identificar. Un haz de luz se filtraba por una rejilla que daba a la calle, iluminando unas vigas de hierro negras y mugrientas.

—Eh, has dormido casi catorce horas —dijo Dave, que se puso de costado y se estiró.

No llevaba camiseta, y aun entre la penumbra, Val pudo ver lo que parecía una herida de bala en mitad de su pecho. Tiraba del resto de su piel hacia ella, como un desagüe que lo impulsara todo hacia su corazón.

Dave se acercó a la parrilla portátil y la encendió con unas cerillas y unas bolitas de papel de periódico. Después puso una cazuela encima, vertió unos posos de una lata y echó agua de una botella de plástico.

Val debió de quedarse mirándolo fijamente, porque Dave alzó la cabeza y sonrió.

—¿Quieres? Es café de puchero. No hay leche, pero sí azúcar de sobra, si te apetece.

Val asintió y se envolvió con una manta. Dave le ofreció una taza humeante y ella la aceptó con un gesto de agradecimiento; la utilizó para calentarse las manos y luego las mejillas. Abstraída, se deslizó los dedos por la coronilla. Notó una fina pelusilla, como el roce de un papel de lija.

—Si quieres, puedes venir a rapiñar conmigo —le dijo Dave el Difuso, mientras miraba de reojo hacia el colchón con un gesto que parecía de añoranza—. Si nadie les despierta, Luis y Lolli pueden tirarse el día entero durmiendo.

—¿Y tú por qué estás levantado? —le preguntó Val, que dio un sorbo de la taza. El café estaba amargo, pero le resultó agradable, sazonado con humo y nada más. Los posos flotaban en la superficie, formando una película negruzca.

—Porque soy el basurero. —Dave se encogió de hombros—. Tengo que ir a ver qué han tirado los trajeados.

Val asintió.

—Es un don, como el de esos cerdos que encuentran trufas por el olfato. O lo tienes, o no lo tienes. Una vez encontré un Rolex entre un puñado de cartas de propaganda y trozos de pan requemados. Fue como si alguien hubiera tirado a la basura todo lo que había en la mesa de la cocina sin fijarse.

Pese a lo que había dicho Dave sobre lo de levantarse tarde, Lolli refunfuñó y salió de debajo del brazo de Luis. Tenía los ojos medio cerrados y se había puesto un camisón sucio, parecido a un kimono, sobre la ropa del día. Estaba preciosa, de un modo que Val jamás conseguiría, ruda y sensual al mismo tiempo.

Lolli le dio un empujón a Luis, que refunfuñó y rodó sobre el colchón, para después erguirse un poco apoyándose sobre los codos. Algo se movió junto a la pared, y entonces apareció la gata, que restregó la cabeza sobre la mano de Luis.

—¿Lo ves? Le caes bien —dijo Lolli.

—¿No te preocupa que las ratas la ataquen? —preguntó Val—. Es un poco pequeña.

—La verdad es que no —repuso Luis con un tono sombrío.

—Venga ya, pero si anoche le pusiste nombre. —Lolli cogió a la gata en brazos y la apoyó sobre su regazo.

—Así es —dijo Dave—. Poli y Lolli.

—Polimnia —le corrigió Luis.

Val se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Qué significa Poli…, como se diga?

Dave sirvió otra taza para Luis.

—Polimnia es una especie de musa griega. No sé cuál de ellas. Pregúntaselo a él.

—Olvídalo —dijo Luis, mientras encendía una colilla.

Dave el Difuso se encogió de hombros, como si quisiera disculparse por saber tantas cosas.

—Nuestra madre era bibliotecaria.

Val no tenía muy claro qué era una musa, aunque le sonaba haberlo estudiado cuando hablaron de la Odisea en el instituto.

—¿A qué se dedica ahora vuestra madre?

—Está muerta —replicó Luis—. Nuestro padre le pegó un tiro.

A Val se le cortó el aliento y estuvo a punto de tartamudear una disculpa, pero Dave el Difuso se le adelantó:

—Yo también quería ser bibliotecario. —Miró a Luis—. La biblioteca es un buen sitio para pensar. Igual que aquí. —Se dio la vuelta hacia Val—. ¿Sabías que fui yo el primero que encontró este lugar?

Val negó con la cabeza.

—Fue durante una exploración. Soy el príncipe de los residuos, el señor de la basura.

Lolli se rio y Dave ensanchó su sonrisa. Se le veía más satisfecho con su chiste ahora que sabía que a ella le gustaba.

—Tú no querías ser bibliotecario —replicó Luis, negando con la cabeza.

—Luis sabe mucho de mitología. —Lolli dio un sorbo de café—. De Hermes, por ejemplo. Háblale de Hermes.

—Es un psicopompo. —Luis le lanzó una mirada adusta a Val, como retándola a que le preguntara qué significaba eso—. Viaja entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Es una especie de mensajero. Eso es lo que Lolli quiere que diga. Pero olvida eso por un momento; antes has mencionado que las ratas podrían atacar a la gata. ¿Qué sabes de ellas?

—Poca cosa. —Val negó con la cabeza—. Creo que una me pasó por encima del pie cuando veníamos hacia aquí.

Lolli soltó una risotada y hasta Dave sonrió, pero Luis se puso muy serio. Su voz adoptó un tono ritual, como si hubiera repetido ese discurso muchas veces:

—A las ratas las envenenan, les disparan, las capturan, las golpean, como a la gente que vive en la calle, como a la gente a secas, como a nosotros. Todo el mundo odia a las ratas. La gente odia su manera de moverse, de saltar, detestan el sonido de sus patas al corretear por el suelo. Las ratas siempre son el enemigo.

Val miró hacia las sombras. Parecía que Luis esperaba una reacción por su parte, pero ella no sabía cuál. Ni siquiera tenía claro qué quería decir en realidad.

—Pero las ratas son fuertes —prosiguió Luis—. Tienen dientes más duros que el hierro. Pueden roer cualquier cosa: vigas de madera, paredes de yeso, cañerías de cobre. Todo menos el acero.

—O el diamante —repuso Lolli con una sonrisita. No pareció impresionada en absoluto por esa perorata.

Luis ignoró el comentario. No dejó de mirar a Val.

—En esta ciudad, la gente las ponía a luchar en fosos. Las ponía a luchar con hurones, con perros, con personas. Así se las gastan las ratas.

Dave sonrió, como si encontrase alguna lógica en toda esa diatriba.

—Además, son muy listas. ¿Alguna vez has visto una rata en el metro? A veces se montan en un vagón desde un andén y se bajan en la siguiente parada. Para irse a dar una vuelta.

—Nunca lo he visto —replicó Lolli.

—Me da igual si lo has visto o no. —Luis Miró a Dave, que había dejado de asentir. Después se giró hacia Val—. Podría tirarme el día entero contando las bondades de las ratas, aunque eso no cambiará la imagen que tienes de ellas, ¿verdad? Pero ¿y si te dijera que ahí fuera hay seres que piensan de ti lo mismo que tú opinas de las ratas?

—¿Qué seres? —preguntó Val. Entonces recordó lo que le dijo Lolli la noche anterior—. ¿Te refieres a los feé…?

Lolli le hincó las uñas en el brazo. Luis se quedó mirándola fijamente.

—Un detalle más sobre las ratas. Tienen neofobia. ¿Sabes lo que significa eso?

Val negó con la cabeza.

—No se fían de las cosas nuevas —explicó Luis, muy serio—. Y nosotros tampoco deberíamos hacerlo.

Entonces se levantó, arrojó la colilla a las vías y subió por las escaleras para salir de la estación.

«Menudo gilipollas». Val agarró un hilo suelto de sus pantalones y tiró de él, deshilachando el tejido. «Debería irme a casa», pensó. Pero no se movió del sitio.

—No le hagas caso —dijo Lolli—. Como puede ver cosas que nosotros no, se cree mejor que los demás.

Se quedó mirando a Luis hasta que desapareció, después cogió una pequeña fiambrera que tenía un dibujo de un gato rosa. Abrió la tapa, sacó una camiseta y la desenrolló para desperdigar sus contenidos: una jeringuilla, una vieja cuchara que había empezado a perder su revestimiento de plata, unas medias de color carne y varias bolsitas diminutas y bien prensadas, que contenían un polvo ambarino que despedía un leve fulgor azulado bajo la tenue luz. Lolli extrajo un brazo de la manga de su camisón y Val pudo ver unas marcas negruzcas en el hueco del codo, como si se hubiera chamuscado la piel.

—Para el carro, Lolli —dijo Dave el Difuso—. No lo hagas delante de ella. Esto no.

Lolli se recostó sobre una pila de bolsas y cojines.

—Me gustan las agujas. Me gusta sentir el acero bajo mi piel. —Miró a Val—. Puedes colocarte un poco pinchándote agua. Incluso puedes inyectarte vodka. Te va directo al torrente sanguíneo. Así el pedo te sale más barato.

Val se frotó el brazo.

—No puede ser mucho peor que cuando me clavaste las uñas.

Tendría que haberse sentido horrorizada, pero aquel ritual la fascinó, la forma en que todos los utensilios estaban dispuestos sobre la camiseta mugrienta, esperando a ser utilizados por turnos. Aquello le recordaba a algo, pero no sabía muy bien el qué.

—¡Perdona por lo del brazo! Luis estaba tan cabreado que no quería que se pusiera a dar la murga con los feéricos.

Lolli torció el gesto mientras mezclaba los polvos con un poco de agua sobre la parrilla portátil. El líquido burbujeó en la cuchara. Un olor dulzón, como a azúcar tostado, inundó la nariz de Val. Lolli introdujo la mezcla en la jeringuilla, después impulsó las burbujas hacia lo alto, junto con un chorrito de líquido. Tras anudarse la media en la parte superior del brazo, insertó la punta poco a poco en una de las marcas negruzcas de su brazo.

—Ahora soy una hechicera —dijo.

Val se dio cuenta entonces de que aquello le recordaba a su madre maquillándose, con todo ese surtido de utensilios que después iba utilizando uno por uno. Primero la base, luego los polvos, la sombra de ojos, el lápiz, el colorete, y todo ello ejecutado con la misma ceremoniosidad. La sobreposición de esas imágenes la perturbó.

—No deberías hacer eso delante de ella —repitió Dave, que señaló a Val con la barbilla—. A ella no le importa. ¿Verdad, Val?

Val no sabía qué pensar. Nunca había visto a nadie pincharse de esa manera, con la profesionalidad de un médico.

—No debería verlo —insistió Dave.

Se levantó y empezó a pasearse por el andén. Se detuvo bajo un mosaico de azulejos que formaba la palabra «VALÍA». Por detrás de él, Val creyó ver que la oscuridad cambiaba de forma, extendiéndose como una mancha de tinta en el agua. Dave también pareció percibirlo. Abrió los ojos como platos.

—No lo hagas, Lolli.

La oscuridad pareció aglutinarse hasta formar unas siluetas borrosas que le erizaron los pelillos de los brazos a Val. Cuernos borrosos, bocas repletas de dientes y garras largas como ramas se formaban y luego se desvanecían.

—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo? —Lolli se burló de Dave antes de volver a girarse hacia Val—. Se asusta de su propia sombra. Por eso lo llamamos Difuso.

Val no dijo nada, seguía atenta a los movimientos de la oscuridad.

—Venga —le dijo Dave a Val, mientras se dirigía con paso inseguro hacia las escaleras—. Vámonos a rapiñar.

—Ni hablar. —Lolli hizo un mohín exagerado—. La encontré yo. Es mi nueva amiga, y quiero que se quede aquí a jugar conmigo.

¿A jugar con ella? Val no sabía qué quería decir, pero no le gustó cómo sonó eso. En ese momento, lo único que quería era salir de esos claustrofóbicos túneles y alejarse de esas sombras cambiantes. El corazón le latía tan fuerte que temió que se le fuera a escapar del pecho, como el pajarito de un reloj de cuco.

—Necesito un poco de aire —dijo, y se levantó.

—Quédate —repuso Lolli, amodorrada. Su pelo parecía más azul que unos segundos antes, salpicado de destellos turquesa; el aire se estremecía a su alrededor, como lo hacía sobre el asfalto a pleno sol—. No te imaginas lo bien que te lo vas a pasar.

—Vámonos —dijo Dave.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan aburrido? —Lolli puso cara de fastidio y se encendió un cigarro en la parrilla. Se chamuscó más de la mitad, pero le dio una calada a pesar de todo. Hablaba despacio, con voz pastosa, pero su mirada, a pesar de sus ojos soñolientos, era implacable.

Dave comenzó a subir por las escaleras amarillas de mantenimiento y Val lo siguió, embargada por un mal presentimiento. En lo alto, Dave empujó la rejilla y salieron a la calle. Cuando emergieron bajo la radiante luz del sol de media tarde, Val se dio cuenta de que se había dejado la mochila en el andén, con el billete de vuelta en su interior. Hizo amago de volver a pasar por la rejilla, pero entonces titubeó. Quería la mochila, pero Lolli había actuado de un modo tan extraño… Todo se había vuelto muy raro. ¿El simple hecho de oler esa droga podría provocar que las sombras se movieran? Repasó la lista de sustancias a evitar que le dijeron en clase de Educación para la salud: heroína, PCP, polvo de ángel, cocaína, ketamina, cristal. No sabía gran cosa sobre ninguna de ellas. No conocía a nadie que hiciera algo más que beber o fumar hierba.

—¿Vienes? —la llamó Dave.

Val se fijó en las suelas desgastadas de sus botas, en las manchas que cubrían sus vaqueros, en los músculos fibrosos que recorrían sus esbeltos brazos.

—Me he dejado la… —comenzó a decir, pero luego se lo pensó mejor—. Olvídalo.

—Lolli es así —dijo Dave con una sonrisa triste, mirando hacia la acera, eludiendo los ojos de Val—. Nada la hará cambiar.

Val contempló el enorme edificio situado al otro lado de la calle y el parque de hormigón en el que se encontraba, con un estanque vacío y agrietado, y un carrito de la compra abandonado.

—Si es tan fácil entrar por aquí, ¿por qué nos metimos por los túneles?

Dave pareció incómodo y se quedó callado un rato.

—Es que el distrito financiero está abarrotado los viernes, a eso de las cinco, pero los sábados no hay casi nadie. No es buena idea emerger del suelo con un millón de personas a tu alrededor.

—¿Eso es todo? —inquirió Val.

—Y aún no tenía muy claro si podía fiarme de ti —admitió Dave.

Val intentó sonreír, porque supuso que ahora Dave tenía un poco de fe en ella, pero solo pudo pensar en lo que habría sucedido si, en algún tramo de esos túneles, Dave hubiera decidido no confiar en ella.

Val se puso a rebuscar en un contenedor. El hedor a comida seguía provocándole arcadas, pero después de dos pilas de basura previas estaba empezando a acostumbrarse. Apartó varios montículos de envoltorios rotos, pero solo encontró unos cuantos tablones repletos de clavos, cajas de CDs vacías y un marco roto.

—Eh, ¡mira esto!

Dave el Difuso la llamó desde el cubo de al lado. Emergió de él ataviado con un chaquetón de color azul marino que tenía una manga ligeramente desgarrada, mientras sostenía en alto un envase de poliestireno que estaba lleno casi hasta arriba de linguine con salsa Alfredo.

—¿Te apetece un poco? —preguntó, mientras cogía un puñado de tallarines y se los metía en la boca.

Val negó con la cabeza, asqueada, pero risueña.

Los transeúntes ponían rumbo a casa desde el trabajo, con bandoleras colgadas del hombro y maletines en la mano. Ninguno de ellos pareció reparar en su presencia. Era como si se hubieran vuelto invisibles, parte de la basura en la que estaban rebuscando. Era la clase de situación de la que había oído hablar en la televisión y en los libros. Se suponía que algo así debería hacerte sentir insignificante, pero ella se sintió liberada. Nadie la miraba, ni la juzgaba en función de la ropa que llevaba puesta o de los amigos de los que se rodeaba. La gente pasaba de largo sin verla.

—¿No es un poco tarde para encontrar algo bueno? —preguntó Val, que saltó al suelo desde el contenedor.

—Sí, el mejor momento es por la mañana. A estas horas, en los días de diario, las empresas tiran material de oficina. Echaremos un vistazo, después volveremos a eso de la medianoche, cuando los restaurantes tiran el pan y las hortalizas del día. Y luego hay que volver al alba. Tendremos que llegar antes de que pase el camión de la basura.

—No me dirás qué haces esto todos los días, ¿verdad? —Val lo miró con incredulidad.

—Siempre es día de sacar la basura en alguna parte.

Val se fijó en una pila de revistas atadas con un cordel. Por ahora, no había encontrado nada que mereciera la pena llevarse.

—¿Qué estamos buscando, exactamente?

Dave se terminó los linguine y volvió a tirar el envase al contenedor.

—Coge todo lo que sea porno. Eso se vende bien. Y cualquier cosa bonita, supongo. Si a ti te parece bonita, seguro que alguien pensará lo mismo.

—¿Qué te parece eso? —Val señaló hacia un cabecero de hierro oxidado que estaba apoyado en la pared de un callejón.

—Bueno, podríamos cargar con él hasta una de esas tiendas de antigüedades —dijo Dave, como si intentara ser amable—. Allí pintan trastos viejos como ese y los revenden por un pastizal. Pero no nos pagarían lo suficiente para la molestia que supondría. —Alzó la mirada al cielo, que cada vez estaba más oscuro—. Mierda. Tengo que ir a recoger una cosa antes de que sea de noche. Es posible que tenga que hacer una entrega.

Val cogió el cabecero. El óxido se desmigajó en sus manos, pero logró sostenerlo en equilibrio sobre su hombro. Dave tenía razón. Pesaba un montón. Volvió a dejarlo en el suelo.

—¿Qué clase de entrega?

—Oye, mira esto. —Dave se agachó y sacó una caja llena de novelas románticas—. Esto podría servir.

—¿Para quién?

—Podríamos venderlas —dijo él.

—¿Tú crees?

Su madre solía leer novelas románticas, y Val estaba acostumbrada a ver las cubiertas: una mujer en brazos de un hombre, con una larga melena al viento y un casoplón a lo lejos. Las letras del título estaban repletas de filigranas y algunas estaban grabadas con caracteres dorados. Pero seguro que ninguno de esos libros hablaba de tirarte al novio de tu hija. Le gustaría ver algo así en una cubierta: un chico joven y una señora mayor pintada como una puerta, con arrugas de expresión alrededor de la boca.

—¿Quién querría leer esa mierda?

Dave se encogió de hombros, cargó con la caja bajo el brazo y abrió un libro. No lo leyó en voz alta, pero movió los labios mientras examinaba la página.

Caminaron en silencio durante un rato, hasta que Val señaló hacia el libro que llevaba Dave en la mano.

—¿De qué va?

—Aún no lo sé —respondió Dave el Difuso. Pareció molesto. Siguieron caminando un rato más en silencio, él con la nariz hundida en el libro.

—Mira eso. —Val señaló hacia una silla de madera a la que le faltaba el asiento.

Dave la observó con gesto crítico.

—Nah. Eso no tiene salida. A no ser que la quieras para ti.

—¿Y qué quieres que haga con ella? —preguntó Val.

Dave se encogió de hombros y giró para atravesar una verja que conducía a una plaza medio vacía, después volvió a guardar la novela romántica en la caja. Val se detuvo a leer la placa: PARQUE SEWARD. Unos árboles altos proyectaban su sombra sobre los columpios y toboganes desiertos que estaban desperdigados por el lugar.

El suelo de hormigón estaba cubierto por un manto de hojas marrones y amarillas. Pasaron junto a una fuente seca con focas de piedra que parecía como si fueran a escupir agua para que los niños corrieran bajo los chorros en verano. La estatua de un lobo asomaba entre una porción de hierba parduzca.

Dave el Difuso pasó de largo junto a todo eso, sin detenerse, y se dirigió hacia una zona vallada e independiente que rodeaba una de las sedes de la biblioteca pública de Nueva York. Dave se metió por un agujero en la verja. Val lo siguió, accediendo a un jardín japonés en miniatura repleto de pequeñas pilas de rocas negras y lisas, formando montículos de diversas alturas.

—Espera aquí —dijo Dave.

Derribó una de las pilas de piedras y recogió un trocito de papel doblado. Segundos después, volvió a atravesar la verja mientras lo desdoblaba.

—¿Qué pone? —preguntó Val.

Dave le enseñó el papel, sonriendo. Estaba en blanco.

—Mira esto —dijo.

Dave estrujó el papel y lanzó la bolita al aire. Trazó un arco y empezó a caer, pero de pronto cambió de dirección, como si la impulsara un viento rebelde. Mientras Val la contemplaba con asombro, la bolita de papel rodó hasta detenerse debajo de un tobogán.

—¿Cómo has hecho eso? —preguntó.

Dave metió la mano debajo del tobogán y extrajo un objeto cubierto de cinta adhesiva.

—No se lo cuentes a Luis, ¿vale?

—¿Siempre dices lo mismo?

Val miró el objeto que Dave tenía en la mano. Era una botella de cerveza, cerrada con un tapón de cera derretida. Alrededor del cuello había un trozo de papel, colgado de un cordel raído. En su interior, había una arena marrón como la melaza que se movía cada vez que inclinaba el recipiente, emitiendo destellos púrpuras.

—¿A qué viene tanto numerito?

—Oye, si no quieres creer a Lolli, no voy a discutir contigo. Ya te ha contado demasiado. Pero pongamos que crees por un momento lo que te dijo, y pongamos que crees que Luis es capaz de ver un mundo que al resto de los mortales se nos escapa, y pongamos que realiza algunos encargos para ellos.

—¿Ellos? —Val no sabía si aquello sería una treta para intentar asustarla.

Dave se acuclilló y, tras comprobar rápidamente la posición del sol en el cielo, descorchó una botella, provocando que la acera que rodeaba el cuello se desmigajara. Vertió una parte del contenido en una bolsita diminuta como la que tenía Lolli para almacenar la droga. Después se guardó la bolsita en el bolsillo delantero de los pantalones.

—Venga, ¿qué es? —insistió Val, pero bajando la voz.

—Puedo decirte con total sinceridad que no tengo ni puta idea —respondió Dave el Difuso—. Oye, tengo que ir al norte de la ciudad a entregar esto. Puedes acompañarme, pero tendrás que quedarte atrás cuando lleguemos allí.

—¿Es la sustancia que se pinchó Lolli en el brazo? —preguntó Val.

Dave titubeó.

—Se lo puedo preguntar a ella y ya está —replicó Val.

—No puedes creerte todo lo que dice Lolli.

—¿Qué significa eso? —inquirió Val.

—Nada.

Dave negó con la cabeza y se alejó. Val no tuvo más remedio que seguirlo. Ni siquiera estaba segura de poder regresar al andén abandonado sin que él la guiara, y necesitaría su mochila para poder ir a cualquier otra parte.

Tomaron la línea F hacia la calle 34 y allí cambiaron a la B, desde donde se trasladaron hasta la 96. Dave el Difuso se agarró a una barra metálica horizontal y se puso a hacer dominadas, mientras el tren recorría los túneles a toda velocidad.

Val se asomó a la ventanilla del vagón, vio pasar las lucecillas que marcaban la distancia, pero al cabo de un rato su mirada se sintió atraída hacia los demás pasajeros. Un señor negro, enjuto y con el pelo rapado meneaba la cabeza al ritmo de la música que sonaba en su iPod, con un puñado de manuscritos sujetos en equilibrio con un brazo. A su lado, había una chica sentada que se estaba pintando con mucho esmero un guante de espirales de tinta en la mano. Apoyado en la puerta, un tipo alto con un traje gris a rayas aferraba su maletín mientras miraba a Dave con espanto. Cada uno de ellos parecía tener un destino, pero Val era una balsa a la deriva que giraba sobre sí misma, impulsada por un río, sin saber siquiera en qué dirección se estaba desplazando. Lo único que sabía era cómo hacer para girar más deprisa.

Desde la estación, recorrieron varias manzanas hasta llegar al parque Riverside, una extensión de césped que descendía desde la autopista hasta el río. Al otro lado de la calle, había una hilera de casas adosadas con vistas al parque y piezas de forja en puertas y ventanas. Intrincados bloques tallados de hormigón decoraban umbrales y barandillas, con forma de criaturas fantásticas —dragones, leones y grifos— que les lanzaron miradas maliciosas bajo el fulgor reflejado de las farolas. Val y Dave pasaron junto a una fuente donde un águila de piedra con el pico agrietado fruncía el ceño sobre un estanque de aguas verdosas atestado de hojas.

—Espera aquí —dijo Dave el Difuso.

—¿Por qué? —preguntó Val—. ¿A qué viene tanto rollo? Ya me has contado un montón de movidas que no deberías contarme.

—Ya te dije que tendrías que quedarte atrás.

—Está bien. —Val reculó y se sentó en el borde de la fuente—. Te esperaré aquí.

—Bien —dijo Dave, que echó a correr por la calle hasta llegar ante una puerta sin forjas de hierro.

Subió por los escalones blancos, dejó la caja con las novelas románticas en el suelo y llamó a un timbre situado cerca del lugar donde alguien había pintado un hongo con plantilla y espray. Val contempló las gárgolas esculpidas que flanqueaban el tejado del edificio. Mientras las miraba, una de ellas pareció estremecerse, como un pájaro en una percha; sus pétreas plumas se sacudieron, para luego volver a su posición original. Val se quedó mirándola, paralizada, y al cabo de un instante, la gárgola se quedó inmóvil.

Val se levantó de un brinco y cruzó la calle, llamando a Dave. Pero cuando llegó hasta los escalones, la puerta negra se abrió y apareció una mujer en el umbral. Llevaba puesto un camisón largo y blanco. Su pelo, enmarañado y de color marrón verdoso, parecía desaseado, y la piel que se extendía bajo sus ojos estaba oscura como un moratón. Por debajo del camisón, en el lugar donde debería haber unos pies, asomaban unas pezuñas.

Val se quedó paralizada, entonces el bajo del camisón se desplegó, cubriendo las pezuñas, y a ella le entraron dudas sobre lo que había visto.

Dave el Difuso giró la cabeza y la fulminó con la mirada, después sacó la botella de cerveza de su mochila.

—¿Quieres pasar? —preguntó la mujer de las pezuñas, con voz áspera, como si estuviera gritando. No pareció advertir que el sello de la botella estaba roto.

—Sí —respondió Dave el Difuso.

—¿Quién es tu amiga?

—Val —dijo la propia Val, mientras intentaba recobrarse del pasmo—. Soy nueva. Dave me está enseñando el oficio.

—Puede esperar aquí fuera —dijo él.

—¿Me crees tan desconsiderada? Con este frío, se va a quedar helada.

La mujer le sostuvo la puerta y Val entró detrás de Dave, con una sonrisa mordaz. Había un pasillo revestido con mármol y una escalera con una barandilla de madera vieja y pulida. La mujer de las pezuñas los guio a través de varias estancias escasamente amuebladas, junto a una fuente donde unas carpas plateadas nadaban a toda velocidad, y cuyos cuerpos eran tan pálidos que se atisbaba el tono rosado de sus entrañas a través de sus escamas. Pasaron también junto a una sala de música que solo contenía una cítara de doble encordado sobre una mesa de mármol, y desde allí llegaron a un salón. La mujer se sentó en un canapé de color crema, cuyo tejido de brocado estaba muy desgastado, y les hizo señas para que se acercaran. Cerca de ella había una mesita auxiliar con un vaso, una tetera y una cuchara deslustrada. La mujer de las pezuñas empleó la cuchara para medir cierta cantidad de esa arena ambarina y la vertió en la taza, después la llenó con agua caliente y dio un largo trago. Se estremeció una sola vez, y cuando alzó la mirada, sus ojos despidieron un fulgor inquietante.

Val no podía dejar de mirar sus pezuñas. Había algo obsceno en el pelaje corto y espeso que cubría sus esbeltos tobillos, en el lustre de esas pezuñas negras de queratina, en esos cascos escindidos.

—A veces, un remedio puede parecer otra clase de enfermedad —dijo la mujer de las pezuñas de cabra—. David, no olvides decirle a Ravus que se ha cometido otro asesinato.

Dave el Difuso se sentó en el suelo de madera de ébano.

—¿Un asesinato?

—Dunnie Berry murió anoche. Pobrecilla, apenas estaba saliendo de su árbol. Es horrible cómo esa verja de hierro cercaba sus raíces. Debía de abrasarla cada vez que la cruzaba. Le hiciste una entrega, ¿verdad?

Dave el Difuso se revolvió en el sitio con gesto incómodo.

—La semana pasada. El miércoles.

—Puede que seas la última persona que la vio con vida —dijo la mujer de las pezuñas de cabra—. Ten cuidado. —Alzó su taza y bebió otro sorbo de aquel brebaje—. La gente va diciendo por ahí que tu amo trafica con veneno.

—Él no es mi amo. —Dave el Difuso se levantó—. Tenemos que irnos.

La mujer de las pezuñas se levantó también.

—Por supuesto. Acompáñame y te daré lo que te debo.

—No comas ni bebas nada si no quieres acabar más jodida de lo que ya estás —le susurró Dave a Val, mientras seguía a la mujer hacia otra habitación, tras dejar su caja de novelas románticas en el suelo.

Val frunció el ceño y se acercó a una vitrina. Al otro lado de la puerta de cristal había un pedazo grande y sólido de algo que parecía obsidiana. A su lado había varios objetos más, igual de extraños. Un trozo de corteza, un palo roto, otra corteza espinosa con forma de piña, donde cada pliegue estaba afilado como una cuchilla.

Al cabo de un rato, Dave el Difuso y la mujer de las pezuñas regresaron. Ella iba sonriendo. Val intentó examinarla sin que sus miradas llegaran a cruzarse. Si alguien le hubiera preguntado cómo reaccionaría al ver a una criatura sobrenatural, jamás habría imaginado que se quedaría sin hacer nada. Era incapaz de discernir con claridad lo que estaba viendo, no sabría decir si lo que tenía delante era un monstruo de verdad. Cuando salieron del apartamento, Val notó cómo le retumbaba la sangre en la cabeza, al ritmo de los latidos frenéticos de su corazón.

—Ya te dije que te quedaras allí, joder —gruñó Dave el Difuso, señalando hacia el otro lado de la calle, hacia la fuente.

Val estaba demasiado aturdida como para enfadarse.

—Vi algo…, una estatua… que se movía. —Señaló hacia arriba, hacia el tejado del edificio y el cielo oscurecido, pero solo pudo decir incoherencias—. Entonces me acerqué y… ¿Qué es esa mujer?

—¡Maldita sea! —Dave pegó un puñetazo en la pared y se le despellejaron los nudillos—. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Se alejó con la cabeza gacha, como si se estuviera protegiendo frente a una ventolera. Val lo alcanzó y le agarró del brazo.

—Dímelo —le exigió, apretándole con más fuerza.

Dave intentó zafarse de ella, pero no pudo. Val era más fuerte. Dave la miró de un modo extraño, como si estuviera reevaluando el papel de ambos.

—Tú no has visto nada. No había nada que ver.

Val le sostuvo la mirada.

—¿Y qué diría Lolli? Que era una feérica, ¿verdad? ¡Pero las hadas no existen, maldita sea!

Dave se empezó a reír. Val le soltó el brazo y le pegó un empujón. La caja de novelas se cayó, desperdigando los ejemplares sobre la carretera. Dave se quedó mirando los libros y luego la miró a ella.

—Zorra de mierda —dijo, y escupió al suelo.

Val se sintió sobrecogida por la rabia y la confusión acumuladas durante el día anterior. Apretó los puños. Tenía ganas de golpear algo. Dave se agachó a recoger la caja de cartón y volvió a guardar los libros.

—Tienes suerte de ser una chica —murmuró.

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