Valor

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Capítulo 4

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Capítulo 4

No debemos mirar a los duendes,

no debemos comprar sus frutos;

¿quién sabe en qué terreno habrán saciado

el hambre y la sed de sus raíces?

CHRISTINA ROSSETTI, EL MERCADO DE LOS DUENDES.

Durante el trayecto de vuelta, Val se sentó en un asiento de plástico lejos de Dave, apoyó la cabeza sobre un mapa del metro cubierto de plexiglás y se preguntó cómo era posible que una persona tuviera pezuñas. Había visto sombras que se movían por voluntad propia y botellas con arena marrón que tenían algo que ver con los rumores fantasiosos que contaba una mujer extraña del oeste de la parte alta de la ciudad sobre personas árbol asesinadas. Lo que sí sabía era que no quería estar ciega ni ser una ingenua, la clase chica que no se enteraba de que su madre y su novio se acostaban juntos hasta que lo veía con sus propios ojos. Val quería saber la verdad.

Cuando se aproximó al parque de hormigón de la calle Leonard, vio a Luis sentado en una repisa, bebiendo de una botella azul de cristal. A su lado estaba sentada una chica huesuda con zapatillas desparejadas y el vientre hinchado, que sostenía un cigarrillo entre sus dedos temblorosos. Cuando Val se acercó, vio unas úlceras en los tobillos de la chica desconocida, que supuraban pus. Las calles estaban prácticamente desiertas, la única persona que había en las proximidades era una guardia de seguridad al otro lado de la calle, que se acercaba al bordillo de vez en cuando, para luego desaparecer en el interior del edificio.

—¿Por qué sigues aquí? —inquirió Luis, mirándola fijamente. Val se puso nerviosa cuando la escrutó con ese ojo lechoso.

—Dime dónde está Lolli y me iré —replicó.

Luis señaló con la barbilla hacia la rejilla del suelo, mientras Dave se acercaba a ellos.

A la chica se le cayó el cigarro y alargó la mano para cogerlo. Mientras se lo acercaba a los labios, rozó la punta encendida con los dedos, pero no pareció advertirlo.

—¿Qué has hecho? —le preguntó Luis a Dave, apretando los dientes—. ¿Qué ha ocurrido?

Dave miró hacia los coches que estaban aparcados a lo largo de la calle.

—No fue culpa mía.

Luis cerró los ojos.

—Eres un capullo total.

Dave dijo algo más, pero Val ya había emprendido la marcha hacia la entrada de servicio, la rejilla por la que salieron aquella tarde. Se apoyó sobre las manos y las rodillas, levantó el extremo de los barrotes de metal que no estaba sujeto al suelo y descendió por los escalones.

—¿Lolli? —la llamó entre la oscuridad.

—Por aquí —fue la amodorrada respuesta.

Val avanzó entre las pilas de mantas y colchones hasta el lugar donde durmió la noche anterior. Su mochila no estaba donde la había dejado. Apartó con un puntapié algunas de las prendas sucias que había sobre el andén. Nada.

—¿Dónde está mi mochila?

—Si confías en una panda de vagabundos para que te guarden tus cosas, te está bien empleado. —Lolli se rio y sostuvo en alto la mochila—. Está aquí. Tranquila.

Val abrió la cremallera. Dentro estaban todas sus cosas: la cuchilla con restos de pelo, trece dólares en billetes doblados dentro de su cartera y, al lado, el billete de tren. Hasta el paquete de chicles seguía allí.

—Lo siento —dijo, y se sentó.

—¿No te fías de nosotros? —Lolli sonrió.

—Oye, he visto algo que no sé lo que es, pero estoy harta de que jueguen conmigo, maldita sea.

Lolli se incorporó y se acercó las piernas al pecho, con los ojos como platos y una sonrisa cada vez más amplia.

—¡Has visto a uno de ellos!

La inquietante imagen de una mujer con pezuñas de cabra se proyectó en la mente de Val.

—Ya sé lo que vas a decir, pero no creo que fuera una feérica.

—Entonces, ¿qué crees que era?

—No lo sé. Tal vez haya sido un efecto óptico. —Val se sentó sobre una caja de comestibles volcada. Crujió, pero soporto su peso—. Eso no tiene ningún sentido.

—Cree lo que tu mente sea capaz de asimilar.

—Pero es que… ¿feéricos? ¿Cómo los de las canciones y los cuentos infantiles?

Lolli soltó una risotada.

—Has visto uno. Cuéntamelo.

—Ya te lo he explicado. Te he dicho que no sé lo que vi. ¿Una mujer con pezuñas de cabra? ¿Esa sustancia extraña que te pinchas en el brazo? ¿Papeles que revolotean por ahí? ¿Se supone que eso tiene algún sentido?

Lolli frunció el ceño.

—¿Cómo sabes que es real? —inquirió Val.

—El túnel del trol —dijo Lolli—. Eso no lo vas a poder explicar.

—¿Qué trol?

—Luis hizo un trato con él. Ocurrió cuando dispararon a Dave y a su madre. Ella estaba muerta cuando llegó la ambulancia, pero Dave se pasó una temporada en el hospital. Luis le prometió al trol que le serviría durante un año si le salvaba la vida a su hermano.

—Entonces. ¿Dave realizó esa entrega de parte del trol? —preguntó Val.

—¿Te ha llevado a una entrega? —Lolli dejó escapar un suspiro, que bien pudo ser una carcajada—. Ostras, Dave es el peor espía del mundo.

—¿A qué viene tanto misterio? ¿Qué más le da a Luis lo que yo sepa? Como tú misma dijiste, nadie me creerá.

—Nosotros tampoco debíamos enterarnos. Luis intentó ocultar lo que estaba haciendo. Pero desde que empezó a hacer entregas para Ravus, algunos otros feéricos empezaron a encargarle también recados. Así que Dave empezó a ocuparse de algunos de los encargos del trol. Pero no quiere decir cuántos.

—A mi amiga Ruth le gustaba inventarse cosas. Decía que tenía un novio llamado Zachary que vivía en Inglaterra. Me enseñó varias cartas repletas de poemas desesperados. Sin embargo, la verdad es que Ruth escribió esas cartas, las imprimió y me mintió. Tengo calados a los mentirosos —prosiguió Val—. No es que no te crea, pero ¿y si Luis te está mintiendo?

—¿Y qué, si así fuera? —inquirió Lolli.

Val sintió una oleada de ira, del peor tipo posible, porque no tenía un objetivo claro.

—Olvídalo. ¿Dónde está el túnel del trol? Descubriremos la verdad nosotras mismas.

—Conozco el camino —dijo Lolli—. Seguí a Luis hasta la entrada.

—Pero ¿no entraste? —Val se incorporó.

—No. —Lolli se levantó también y se sacudió la falda—. No quería entrar sola, y Dave se negó a acompañarme.

—¿Qué aspecto crees que tendrá un trol? —preguntó Val, mientras Lolli se ponía a rebuscar entre la ropa y las bolsas que había en el andén.

Val pensó en el cuento de los tres cabritos, pensó en el Warcraft y en esos pequeños trols verdes armados con hachas que te decían: «¿Quieres comprar un puro?» y «Saluda a mi amiguito» cuando hacías clic con el ratón sobre ellos las veces suficientes. Nada de eso parecía real, pero no hay duda de que el mundo sería mucho más guay si hubiera algo tan irreal en él.

—Aquí está —dijo Lolli, sosteniendo en alto una linterna que proyectaba un haz de luz tenue e intermitente—. Aunque no durará mucho.

Val saltó a las vías.

—Nos daremos prisa.

Con un suspiro, Lolli bajó tras ella.

Mientras atravesaban el túnel, la agonizante linterna bañó las paredes negras con una luz ambarina, iluminando el hollín y los kilómetros de cables eléctricos que se extendían a través de él. Era como avanzar a través de las venas de la ciudad.

Pasaron junto a un andén activo, donde había gente esperando el metro. Lolli los saludó con la mano cuando se las quedaron mirando, pero Val se agachó para recoger las pilas desperdigadas de una docena de reproductores de CD. Mientras avanzaban, fue probando cada pila una por una, hasta que encontró dos que potenciaron el haz de luz de la linterna.

Iluminó entonces varios montículos de basura, captó el reflejo verdoso de los ojos de las ratas y las manadas de cucarachas que proliferaban entre el calor y la oscuridad. Después oyó un leve silbido.

¡El tren! —gritó Val, que empujó a Lolli hacia una abertura en la pared, estrecha y mugrienta. El ambiente quedó cargado de polvo por un instante, hasta que el tren pasó a toda velocidad por otra vía. Lolli soltó una carcajada y acercó su rostro al de Val.

—Un bonito día en plena noche —recitó de memoria—, dos niños muertos se levantaron para luchar.

—Déjalo ya —replicó Val, apartándose.

—Se encararon espalda con espalda, sacaron sus espadas para dispararse. El policía sordo oyó el ruido y se acercó a matar a los dos niños muertos. —Lolli se rio—. ¿Qué? Es una cancioncilla que me cantaba mi madre. ¿No la habías oído?

—Da mal rollo.

A Val le temblaron las piernas mientras reanudaban el camino por esos túneles sinuosos e interminables. Finalmente, Lolli señaló hacia una oquedad en los bloques de cemento que parecía haber sido producida a golpes.

—Es por ahí —dijo.

Val avanzó un paso, pero Lolli soltó un quejido.

—Val —comenzó a decir, pero no continuó.

—Si tienes miedo, puedes esperar aquí. Volveré enseguida.

—No tengo miedo —replicó la otra.

—Está bien. —Val atravesó el tosco umbral de hormigón.

Había un pasadizo cubierto de agua turbia, con depósitos de calcio que pendían del techo a modo de estalactitas blancuzcas y quebradizas. Avanzó unos pasos más, el agua fría le empapó las deportivas y el bajo de los pantalones. La luz de la linterna iluminó unas tiras de plástico desgarradas un poco más adelante. Se mecían con la brisa, como si fueran cortinas diáfanas o fantasmas. El movimiento resultaba inquietante. Chapoteando, Val se agachó para atravesar la barrera de plástico y accedió a una estancia inmensa, repleta de raíces. Pendían por todas partes, largos zarcillos velludos que se sumergían en el agua, gruesas raíces que se introducían por las grietas del techo de hormigón, para luego volverse más finas y extenderse. Pero lo más extraño eran los frutos que colgaban de ellas, como si fueran ramas. De aquellos bucles velludos emergían unas esferas pálidas, que no recibían calor alguno del sol ni alimento de la tierra. Val se acercó. Los frutos tenían una piel lechosa y translúcida, bajo la que asomaba un rubor rosado, como si su núcleo fuera rojo, Lolli tocó uno de esos frutos.

—Están calientes —dijo.

Fue entonces cuando se fijó en unas escaleras oxidadas, cuya barandilla estaba envuelta con paños humedecidos.

Titubeó al pie de los escalones. Volvió a mirar hacia el árbol invertido, intentó convencerse de que solo era algo extraño, no sobrenatural. Pero daba igual. Ya era tarde para echarse atrás.

Val empezó a subir. Sus pasos resonaron sobre los escalones y pudo ver una luz difusa. Cuando los trenes circulaban por encima de ellas, se desprendía una fina capa de polvo que se aferraba a las humedecidas paredes. Las chicas subieron y subieron por esas escaleras en espiral, hasta que llegaron ante una enorme ventana batiente cubierta por unas mantas viejas sujetas con clavos. Val se inclinó sobre la barandilla y apartó las mantas. Le sorprendió ver una pista de baloncesto, edificios de apartamentos, la autopista y el río al fondo, centelleando como una ristra de lucecitas. Se encontraba dentro del puente de Manhattan.

Siguió caminando hasta que por fin llegó a una enorme estancia abierta, con cañerías y unos cables gruesos que se extendían por el techo, y unas aparatosas escaleras de madera distribuidas a ambos lados de la pared. Parecía una sala diseñada para trabajadores de mantenimiento. Había libros apilados sobre unos estantes rudimentarios y formando unas torres polvorientas sobre el suelo. Volúmenes antiguos, raídos y desgastados. Cerca de la entrada había una plancha de contrachapado apoyada encima de varias docenas de bloques de hormigón, formando un escritorio improvisado. Había varios tarros de mermelada distribuidos a lo largo de un lateral, que tenían apoyada encima una espada que parecía estar hecha de cristal.

Val se acercó un paso, al tiempo que alargaba una mano, cuando algo se abalanzó sobre ella. Era algo frío y sin forma, como una manta mojada y pesada que se desplegó hasta cubrirla. Le entorpeció la visión y le quitó el aire. Val alzó las manos, se puso a arañar esa superficie ligeramente humedecida, notó cómo cedía bajo sus uñas cortas y afiladas. Oyó gritar a Lolli, como si lo hiciera desde muy lejos. Val comenzó a ver chiribitas y, a ciegas, trató de alcanzar la espada. Su mano se deslizó sobre el filo, se hizo un corte superficial en los dedos, pero logró encontrar a tientas la empuñadura.

Tomó apoyo y descargó un golpe dirigido hacia su propio hombro. La cosa que la cubría se apartó, y durante un vertiginoso instante, Val pudo volver a respirar. Empuñando la espada de cristal lo mejor que pudo, como si fuera un palo de lacrosse, cercenó esa cosa blancuzca y sin huesos que avanzaba hacia ella, ondulándose. Su rostro estirado y sus rasgos aplanados le hacían parecer una muñeca de papel pálida y carnosa. La criatura se retorció sobre el suelo y se quedó inerte.

A Val le temblaban las manos. Intentó serenarse, pero no pudo controlar los temblores, ni siquiera cuando apretó los puños y se hincó las uñas en la base de las manos.

—¿Qué era esa cosa? —preguntó Lolli.

—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —replicó Val, negando con la cabeza.

—Hay que darse prisa. —Lolli se acercó al escritorio y metió varios tarros en su mochila.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Val—. Larguémonos de aquí.

—Vale, vale —concedió la otra, mientras rebuscaba entre varios frascos—. Ya voy.

Había unos paquetitos con hierbas dentro de uno de los tarros de mermelada. Otro estaba repleto de avispas muertas, pero había un tercero que contenía algo que parecían nudos hechos con fideos de regaliz rojo. Algunos tenían una etiqueta en la tapa: capulín, hisopo, ajenjo, amapola. En el centro de la plancha de contrachapado había una tabla de cortar hecha de mármol, con unas bolitas verdes cubiertas de pinchos que esperaban a ser cortadas por el filo del cuchillo con forma de medialuna que estaba apoyado a su lado.

Había una serie de objetos clavados a la pared: el envoltorio de un caramelo, un trozo de chicle descolorido, una colilla renegrida. Delante de cada uno había una lupa, que no solo aumentaba esos objetos, sino también las notas manuscritas que los rodeaban. «Aliento», decía una. «Amor», decía otra.

Lolli se quedó sin respiración. Val giró sobre sí misma sin pensar, alzando la espada por acto reflejo. Alguien apareció en el umbral, un individuo alto y esbelto como un jugador de baloncesto, que se agachó para poder entrar. Cuando se enderezó, una mata de cabello lacio, negro como la tinta, rodeó la piel verdosa y grisácea de su rostro. Dos incisivos prominentes asomaban de su mandíbula, las puntas se hundían en la tierna carne de su labio inferior. Abrió los ojos como platos, en un gesto que pudo ser de miedo o incluso de furia, pero Val se quedó paralizada al ver que sus iris negros tenían un contorno dorado, como los ojos de una rana.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —La voz del trol sonó como un gruñido ronco—. Un par de vagabundas mugrientas.

Avanzó dos pasos hacia Val y ella retrocedió dando traspiés, embargada por el pánico. Con la punta de una bota, el trol dio unos golpecitos sobre la criatura sin huesos.

—Veo que habéis sorteado a mi guardián. Quién lo habría dicho.

Llevaba puesto un abrigo negro de botones que le cubría desde el cuello hasta las pantorrillas, con unos pantalones negros por debajo que enfatizaban el tono verdoso de su piel a la altura del cuello y de los puños deshilachados, donde el tejido tapaba con su carne. Su piel tenía el mismo color que el que adopta el reverso de un anillo de cobre cuando no te lo quitas en mucho tiempo.

—Para colmo, os habéis apropiado de algo que me pertenece.

Val sintió un nudo en la garganta a causa del miedo. Observó la sangre lechosa que corría por la espada y volvieron a temblarle las manos.

—Solo hay un humano que conozca este lugar. ¿Qué os ha contado Luis? —El trol avanzó otro paso hacia ellas, hablando con voz baja y furiosa—. ¿Os retó a entrar? ¿Os dijo que había un monstruo?

Val miró a Lolli, pero se había quedado muda y atónita. El trol deslizó la punta de la lengua sobre un incisivo.

—Pero qué intenciones tenía Luis, esa es la verdadera pregunta. ¿Pegaros un buen susto? ¿Dármelo a mí? ¿Obsequiarme con un almuerzo? Es muy posible que creyera que me gustaría comeros. —Hizo una pausa, como si esperase a que alguna de ellas lo negara—. ¿Creéis que quiero devoraros?

Val alzó el filo de la espada.

—¿En serio? ¿No decís nada? —Entonces levantó la voz, que se convirtió en un bramido—: O quizá no seáis más que un par de ladronas con la peor suerte del mundo.

Val se dejó llevar por su instinto forjado en el lacrosse. Corrió hacia la salida, hacia el trol. Cuando él trató de alcanzarla, se agachó, pasó por debajo de su brazo y atravesó las tiras de plástico. Iba por la mitad de las escaleras cuando oyó gritar a Lolli.

Inmóvil, mientras los trenes traqueteaban en lo alto al pasar por el puente, empuñando todavía esa espada de cristal, Val titubeó. Ella era el motivo por el que Lolli había ido hasta allí. Fue ella la que tuvo la absurda idea de intentar demostrar que los feéricos existían. Tendría que haber dado media vuelta cuando vio el árbol. No tendría que haber llegado hasta allí. Inspiró hondo y volvió a subir corriendo por las escaleras.

Lolli estaba tirada en el suelo, con el rostro surcado de lágrimas, presa de una parálisis extraña. El trol la tenía sujeta por la muñeca y parecía que estaba intentando sonsacarle algo.

—Suéltala —dijo Val. Su voz parecía pertenecer a otra persona. A alguien valeroso.

—De eso nada.

El trol se agachó, le arrebató a Lolli la bandolera que llevaba colgada del hombro y volcó el contenido. Varias monedas rebotaron sobre el suelo de madera y echaron a rodar al lado de frascos repletos de arena negra, agujas, un cuchillo oxidado, barritas de chicle, colillas y una polvera que se resquebrajó al impactar contra el suelo, derramando su contenido. El trol alargó una mano hacia uno de los frascos, estuvo a punto de tocar el cuello con sus largos dedos.

—¿Para qué podrías querer…?

—No tenemos nada más que sea tuyo. —Val dio un paso al frente y alzó la espada—. Por favor.

—¿De veras? —El trol soltó una risotada—. Entonces, ¿qué tienes en las manos?

Val contempló la espada, que centelleaba como un témpano de hielo bajo las luces fluorescentes, y se quedó sorprendida. Había olvidado que era del trol. Apuntó con ella hacia el suelo y se planteó tirarla, pero le asustaba quedarse desarmada.

—Tómala. Tómala y nos iremos.

—No estás en disposición de darme órdenes —replicó el trol—. Suelta la espada. Con cuidado. Ese objeto es más valioso que tú.

Val titubeó, se inclinó como si fuera a dejar la espada de cristal en el suelo. Pero sin llegar todavía a hacerlo, siguió mirando al trol. El trol le retorció un dedo con fuerza a Lolli, que pegó un chillido.

—Que así le duela cada vez que le entren ganas de apropiarse de algo que no le pertenece. —El trol le agarró otro dedo—. Y que a ti te duela pensar que eres la causa de su dolor.

—¡Para! —gritó Val, que dejó la espada sobre los tablones de madera del suelo—. Yo me quedaré si la dejas marchar.

—¿Qué? —El trol achicó los ojos, después enarcó una ceja negra—. Vaya, qué caballerosa te has vuelto.

—Es mi amiga —dijo Val.

El trol se quedó callado y adoptó un gesto curiosamente inexpresivo.

—¿Tu amiga? —repitió con un tono impávido—. Está bien. Pagarás por su estupidez, y también por la tuya. Ese es el precio de la amistad.

Val debió de parecer aliviada, porque en el rostro del trol se dibujó una sonrisita cruel.

—¿Cuánto tiempo vale tu amiga? ¿Un mes de servidumbre? ¿Un año?

Los ojos de Lolli centelleaban a causa de las lágrimas. Val asintió. Claro. Lo que fuera, con tal de que las dejara en paz. Después no importaría lo que le hubiera prometido. El trol suspiró y dijo:

—Me servirás durante un mes, una semana por cada objeto sustraído. —Tras hacer una breve pausa, añadió—: Me servirás en todo lo que necesite.

Val puso una mueca y el trol sonrió.

—Cada día, al anochecer, acudirás al parque Seward. Allí encontrarás una nota bajo la pezuña del lobo. Si no haces lo que se te indique, pagarás las consecuencias. ¿Lo has entendido?

Val asintió. El trol le soltó la mano a Lolli. Ella se apresuró a guardar sus cosas en la bandolera. El trol señaló hacia el escritorio con un dedo alargado.

—Acércate a esa mesa. Allí encontrarás un brebaje, marcado como «Paja». Tráemelo.

Val rebuscó entre los tarros, leyendo aquella caligrafía repleta de filigranas: linaria, fallopia, ruda, sanguinaria, artemisa. Sostuvo en alto un recipiente, cuyo contenido era denso y turbio.

—Sí, ese. —El trol asintió—. Tráemelo.

Así lo hizo, y se acercó lo suficiente a él como para advertir que su abrigo estaba hecho de lana, que estaba raído y comido por las polillas. Unos cuernecitos curvados asomaban de la parte superior de cada oreja, como si las puntas se hubieran endurecido hasta formar un hueso.

El trol cogió el tarro, lo abrió y extrajo parte del contenido. Val se apartó; ese líquido olía a hojas podridas.

—Quédate —dijo el trol, como si Val fuera un perro al que debía domesticar.

Furiosa por sentir tanto terror, pero incapaz de contenerlo, Val permaneció inmóvil. El trol le deslizó las yemas de los dedos sobre los labios, embadurnados en esa sustancia. Val pensó que su piel tendría un tacto viscoso u horrible, pero simplemente era cálido.

Entonces, cuando el trol la miró a los ojos, lo hizo con una expresión tan intensa que la hizo estremecer.

—Repite las condiciones de tu promesa.

Así lo hizo.

La gente dice que los videojuegos son malos porque te vuelven insensible a la muerte, porque te llevan a pensar que desperdigar las tripas de tus enemigos por una pantalla es un ejemplo de éxito. En ese momento, Val pensó que el verdadero problema de los juegos era que se esperaba que el jugador lo probase todo. Si había una cueva, tenías que entrar. Si había un desconocido misterioso, tenías que hablar con él. Si había un mapa, tenías que seguirlo. Pero en los juegos tienes miles de millones de vidas, y Val solo tenía una.

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